vivir,
aprender, imaginar:
2007
Cuentos para
Revista trimestral número 3
Cuentos de • Mónica Lavín • Rogelio Guedea • Guadalupe Flores Liera • Flor Aguilera La
Cuba negra
El Puro Cuento
Retazos, de Mónica Lavín Editorial Praxis
número 3
de Lydia Cabrera
Guillermo
Samperio en su tinta
el puro cuento
L
e pregunté, sin preámbulos, por qué era tan famoso; sin alcanzar a ver lo indecoroso de aquella cuestión, vi que se sentaba y dijo:
—Porque la fama es puro cuento, botija. Juan Carlos Onetti entrevistado por Alfredo
Zitarrosa
Foto: Humberto Chávez
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el puro cuento
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Samperio en su tinta
Su dogma: Fue católico hasta los veinte años, con fervor y paranoia. Concebía al ángel de la guarda y a Dios como persecutores. Después leyó Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía alemana, de Federico Engels, y supo muy bien que Dios no existía. Hace tiempo decidió ser librepensador, su propio sacerdote, su propio fiel.
Su ideología: Pese a haber sido anarquista disfrazado de izquierda, está muy cerca de los dioses, siempre y cuando le consientan bajar a los ínferos, como corresponde a la creación. Para él, lo que importan son las personas. Denunciar las injusticias vengan de donde vengan.
Sus animales: Admira la belleza del caballo. Le gustan el ciervo y las aves, así como el camello. Su favorito es probablemente la jirafa, sueña con una jirafa-pony, pequeña y doméstica.
Su utopía: Sacar a los locos del manicomio y repartirlos en los puertos de México. No a los locos excepcionales como el de El silencio de los corderos, que te quieren comer; a los otros. Reformaría las cárceles. A todo custodio de la cárcel le daría a leer Utopía, de Tomás Moro. «Tener encerrados a los locos significa condenarlos a la muerte en vida o al suicidio».
Sainz le mostraron que era posible registrar la voz cotidiana. Otras influencias fueron el Conde de Lautréamont y el Marqués de Sade. Lo inspiró la narrativa de Cortázar, Cabrera Infante y Revueltas. Leyó a Gómez de la Serna, Monterroso, Lorca, Pedro Salinas, Alfonso Reyes, Borges, Camus, Sartre y muchos otros. Sigue leyendo a Raymond Carver y lo cuenta entre sus favoritos.
Sus
rituales: Amanece con música. Antes de fumar un cigarro, pone la radio. Se toma un yogurt. Baila durante media hora para recibir el día con lo que considera una de las manifestaciones máximas de la música: la danza.
Sus objetos: Tiene todo tipo de miniaturas. Tazas, limpiapipas, zapatos decorativos, tucanes, dragones, gárgolas, postales, imágenes de vírgenes, fotos o efigies de mujeres, cajas, pinturas y un escudo de Santander, de donde proviene su familia, entre muchos otros objetos.
Su mayor miedo: Respeta y teme al agua, porque de niño casi muere ahogado. Aun así, idolatra al mar como a un dios viejo, pero sólo mojar los pies lo lleva al vértigo.
Su
consejo: Ante los grandes problemas recomienda
serenidad; y, ante los pequeños, atenderlos de inmediato para que no se conviertan en una hoguera inextinguible.
Éste es Guillermo Samperio.
*Recopilaciòn a partir de entrevistas realizadas por Rafa Pontes.
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Sus influencias literarias: José Agustín y Gustavo
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México,
Índice
df,
primavera, 2007
s, ser
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t re s , s
Se t re r
e r t re
2 Samperio en su tinta 4 Índice 6 Tema central
arte
33 Cuente
Iola Benton
Minificciones
50 Cuento, luego existo
49 Cuestas
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La incorregible
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El poeta debe morir
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Que se vaya la gusanera
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La gotera
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La línea cerrada
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El drama de Calixto
83
Lorena blues
Cuento gráfico 118
92
La astuta
Los endebles huesos de tu condena
98
Sensación térmica
104
Reinventario
105
El atado de leña
Rogelio Guedea
Las íes y sus puntos 112 La Cuba negra de Lydia Cabrera
112
Oscar Rocha
Arere Marekén Lydia Cabrera
115
118
Fernando Reyes Vásquez
Colaboradores 119
Queta Navagómez Flor Aguilera
Odette Alonso
Bibiana Camacho
Juan Pablo Vasconcelos Juan Antonio Rosado
Oswaldo Buendía Galicia Oralia Meléndez Carlos Sarti
Guadalupe Flores Liera Mónica Lavín
110 Greguerías
Ramón Gómez de la Serna
Samperio 6 El cuento soy yo 6
A los nuevos cuentistas Guillermo Samperio
8 Sin embargo, pregunto 8
«El escritor es un cazador de maravillas» Entrevista a Guillermo Samperio
15 Samperio inédito 15
Al borde del Viaducto
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Decena
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El ayudante
24
Hoy otro hoy con jugo de mandarina
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Ellos, los amantes
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Zapato de tacón azul cobalto 32
Abcesario
DIR ECTOR
C a r l o s L ó p ez CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Oscar Rocha García
e
DIS ÑO Carlos Adampol Galindo Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df, telefax 57 61 94 13. Todos los derechos de reproducción de los textos aquí publicados están reservados. Reserva de derechos para el uso exlusivo del nombre: 04-2006-100514362500-102. Esta revista no cuenta con el apoyo de la convocatoria Edmundo Valadés para la edición de revistas independientes de ningún consejo ni institución extranjera o nacional, de estado o privada. Masiosare, un extraño enemigo, se topa con el trabajo independiente de quienes aparecen en el directorio. Ventas: 57 61 94 13 www.editorialpraxis.com
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el cuento soy yo A los nuevos cuentistas Guillermo Samperio
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El acto creativo es un proceso constante de aniquilación del creador.
No hay arte sin un conflicto interno, que nos antecede, en un tiempo desde el que se vienen formando las maneras de ver el mundo y sus relaciones; por supuesto, un conflicto desgraciado, entre genético y psíquico. Si el que ejecuta el arte no porta dicho conflicto —y en cada uno es particular—, difícilmente le surge la necesidad de expresarse; en la práctica no habrá acontecimiento artístico.
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Cuando emerge, la obra nace deforme o mezclada con parte de lo que el individuo es. De aquí que, cuando va fluyendo sobre la tela, o a punto de escribirse, intervengan las habilidades, la formación intelectual y las técnicas que la persona ha adquirido a través del estudio y la observación, para reducir la influencia deformante de aquellas partes no artísticas que se entrometen.
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El aspecto clave del cuento es que a través de movilizar un elemento emotivo o reflexivo del lector, le abre un campo más amplio de la historia de su vida. Si el cuento es realmente efectivo, le revelará un secreto propio o le permitirá la visión de un aspecto importante del mundo que había escapado a sus sensaciones, a su transcurrir cotidiano.
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El cuento es un relato breve que remueve a profundidad el espíritu del lector, dejándole una marca indeleble y perdurable en su existencia.
En cuanto a las formas, he buscado generalmente no escribir ni cuentos sorpresivos ni tampoco lineales. Estos propósitos me han llevado a un problema serio. Yo busqué que el cuento fuera como un magma que creciera y se expandiera, y que su final no fuese lo determinante sino una sección tan vital como el comienzo. He sido de la idea de que cada tema atrae sus formas y sus palabras, sus adjetivos y sus ambientes. Entonces, el escritor tiene un doble papel: realizar el texto, pero también cuidar que el texto esté acorde consigo mismo.
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En el fondo, a quien le preocupa cómo crear y por qué crear es al creador mismo y a los críticos. Al lector le interesa lo que crea el creador. Convencer al lector de que la autorreflexión es también importante; exige alta calidad literaria, cómo en Cortázar o en Borges. Allí el trabajo de verosimilitud es más mucho más fino y preciso; por lo tanto, se vuelve doblemente complejo.
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Cuando el escritor llega a la palabra, trae ya una idea de lo que es la escritura, de cómo escribir y de cómo no escribir. Esto inhibe las posibilidades creativas, acartonándolas, sometiendo en el individuo su forma de sentir y de expresar. Sugiero que el escritor haga a un lado las reglas que se han impuesto culturalmente y deje fluir su creatividad. Después de todo, lo que dejó de lado le va a servir para relaborar su material.
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El lector no vive analizando su vida, ni su entorno, y sólo en ocasiones muy especiales se lo permite. Muchos pasan la vida sin hacerlo, o sólo alguna vez, trágica o muy feliz. El cuento genera guías para ver esa vida, para detenerse en sí mismo, viendo o leyendo en los otros. Aquí hay una misión conceptual y ética del mundo.
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sin embargo, pregunto
«El escritor es un cazador de maravillas» —Entrevista a Guillermo Samperio— Daniela Camacho y Óscar Rocha ¿Podrías hablarnos del momento en el cual te asumiste como escritor? Desde los quince o dieciséis años supe que iba a ser artista, pero aún no sabía en qué rama. Por pertenecer a una familia de artistas, experimenté con la música, el dibujo y la pintura; sin embargo, a los veinte años de edad, influido por la lectura de Albert Camus y la situación que se vivía en el país en esa época (1968), sentí la necesidad de testimoniar con palabras lo que pasaba en mi entorno. Así elegí las letras. Empecé a escribir poemas larguísimos, de cuatro o cinco páginas y se los llevé a un buen amigo, poeta y dramaturgo, Germán Castillo. Me dijo que yo era un mal versificador, pero que mis textos contaban una historia y que podrían convertirse en cuentos. Así escribí los primeros, pasándolos de verso a prosa. Es evidente que te sientes atraído por el espacio breve. ¿Escribir minificción fue una necesidad literaria o una forma de homenajear a autores como Julio Torri, Juan José Arreola o Augusto Monterroso? Bueno, para cuando había leído a Cortázar y a Onetti, había leído también a Juan José Arreola, pero no a Torri. Yo creo que escribir minificción se debió a un impulso creativo propio. Con el tiempo me di cuenta que yo tendía
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En tus primeros textos hay una obsesión por la persecución que quizá tenga que ver con el contexto político y social de aquel momento, ¿qué nos puedes decir al respecto? En mi primer libro lo que rige son cuentos de corte fantástico, absurdo, porque había leído yo a Sartre; posteriormente, escribí sobre mi realidad, sobre el entorno. En mi tercer libro, Miedo ambiente, hay un ambiente persecutorio, sobre todo en cuentos como «Desnuda» y «Aquí Georgina». La gente ahí se siente observada. ¿Pensarías entonces que el escritor es un perseguidor o un perseguido? Yo digo que ni una ni otra.
Yo creo que el escritor es un cazador de maravillas. Uno se puede encontrar el tema para un cuento viendo una película, escuchando una plática en el metro, leyendo una novela o un diario y a veces en experiencias propias, aunque no he escrito muchos cuentos autobiográficos, la mayoría son
Creo que soy maestro de la palabra, al igual que dicen los albañiles: «Yo soy maestro de obras».
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a la brevedad, y empecé a leer a epigramistas, aforistas, cuentos brevísimos, greguerías y todo tipo de textos breves.
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de mi imaginación. Raymond Carver decía que traía una frase en la cabeza: «Mientras aspiraba la alfombra sonó el teléfono», y él sabía que ese era el comienzo de un cuento. ¿Por qué? no se sabe; yo creo que el escritor tiene una hipersensibilidad, y a veces, quizá como en mi caso, es un ser visionario y esto opera por sí mismo; es doloroso en algún aspecto porque uno percibe el mundo con más potencia que quien no posee esas características. En el proceso de la escritura uno va experimentando todas las emociones de sus personajes principales y no es fácil. Nos has dicho que la escritura es un don con el que naciste, que el hecho de que en tu familia hubiera artistas, te dio una hipersensibilidad desde pequeño, pero, ¿cómo empezaste a cultivar ese don? Después de que entré en el taller de Andrés González Pagés, empecé a buscar guías o manuales para escribir cuento, pero no existían. Había ensayos, pero no manuales. Así que lo que hice fue empezar a desarmar cuentos de diversos tipos: en primera persona,
en tercera, fantásticos, coloquiales, de diversos autores. Pasaba en limpio algunos cuentos, palabra por palabra, coma por coma, que es la mejor lectura que hay para un escritor, buscando trucos, recursos. Entonces tenía yo un gran archivo de cuentos desarmados, y cuando escribiendo algún cuento me atoraba, iba a mi archivo. Posteriormente obtuve la beca con Augusto Monterroso y él nos decía que había que leer todos los cuentos que se habían escrito en el mundo. Después entendí lo que quería decirnos, que era leer todo el tipo de cuentos que se habían escrito en la historia. Así empecé a leer cuentos de todo tipo: populares, chinos, japoneses, polacos, de diversas épocas, y los recursos fueron creciendo, se fueron incorporando. También en esta búsqueda encontraba lo que había que hacer y lo que ya no había que hacer. Porque lo que yo tenía que escribir, y tenía conciencia de ello, era cuento moderno o lo que yo entendía por cuento moderno en ese momento.
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En algunos de tus textos se manifiesta una cierta inquietud literaria. A través de personajes o voces narrativas que representan escritores, se hace una reflexión sobre la escritura, el estilo, la crítica y la vida misma del cuento. ¿Son las mismas inquietudes de hace 30 años las que te asaltan ahora frente a la página en blanco? Bueno, yo me propuse desde un principio romper con la idea de que un libro de cuentos debe ser unitario. En un libro mío lo mismo se puede leer un cuento realista que uno fantástico. En segundo lugar, me propuse intentar que cada nuevo libro fuera lo más distinto posible al anterior; sin embargo, al adquirir una madurez literaria, se corre el riesgo de copiarse a uno mismo, de repetir el sistema, y hace unos años sentí que eso
Además de los colores, hay otras obsesiones o fetiches que se dejan ver a través de tu obra cuentística, como los zapatos, los pies, las manos. ¿Son estas obsesiones del Guillermo niño o del adulto? Pues yo creo que son fetiches infantiles que se van a reiterar toda la vida. Una vez, una mujer me sedujo con el pie en un tren. Estaba muy adolescente en aquel tiempo. Vino la empezaba a pasarme, hay oscuridad, ella extendió la pierna y su pie me erotizó. que tener la valentía de Desde aquel momento los renovarse, de reinventarpies tienen una gran sensualidad para mí. La cultu- se y no escribir mecánira occidental ha reprimido camente. Empecé entonces el erotismo de los pies, pero lo que yo llamo «el laboratorio en oriente es distinto. del lenguaje» y salieron unas prosas poéticas muy extrañas
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De tus cinco sentidos, ¿cuál dirías que es tu mayor cómplice en la búsqueda de historias? A mí los cuentos me vienen visualmente, me vienen por imagen. Creo que esto tiene que ver con la influencia de mi tío Luis Burgos, que me enseñó a ver mucha pintura, pues yo quería ser pintor. Quizá por eso mi cuentística está llena de colores.
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que no sé cómo denominar. También he buscado que mis cuentos posean elementos muy importantes, entre ellos: recursos poéticos, cierto erotismo y una gran musicalidad. Para mí el cuento es como una sonata, con diversas variaciones de ritmos. Así que yo no publico un cuento si no lo escucho letra por letra. Cuando termino de escribir, le pido a alguien que lo lea en voz alta para detectar las fallas, los errores, que se notan inmediatamente.
mañanas salía de la oficina a comprarlo y a tomarme un café, como buen burócrata; no sé qué pasó que empezaron a usar una tinta muy mala, y me manchaba las manos, la camisa, y eso me molestaba mucho. Uno de esos días, en que la molestia ya se había acumulado, llegué a la oficina, me empecé a lavar las manos, y pensé: «¿y qué tal si no se me quita la mancha?» Y dije: «aquí está un cuento».
¿Cómo surge tu libro Gente ¿Cuál es tu relación con de la ciudad, es una manera de tus textos? rencontrarte, de identificarte con el df? Cuando escribo un cuen- Pues sí, yo tenía un to, casi me lo sé de memo- problema: no me sentía ni de ningún ria; ya publicado, lo olvido mexicano lugar del mundo, simpara siempre. plemente no tenía ubicación en la tierra. Algunas cosas del Sabemos que el escritor folclor mexicano me parecían debe estar siempre atento a ridículas, me avergonzaban, yo dos mundos: el real y el imano me consideraba ni defeño. ginario. ¿Recuerdas alguna A través de un proceso psicoaanécdota que haya sido un nalítico empecé a sentirme chispazo o un disparador de más mexicano, aunque no soy una historia? tan mexicano. Mi forma de inSí, por ejemplo, escribí un corporarme a la mexicanidad fue cuento que se llama «Tiempo escribiendo Gente de la ciudad, libre» y la anécdota es ésta: un libro muy unitario en donde la En ese entonces leía el perióúnica protagonista es la ciudad. dico Uno más Uno. Todas las
¿Eso te ayudó a sentirte más mexicano? Sí, bueno, pues me agarró una temporada. Iba al centro de Coyoacán a dar el grito con bigotes postizos, espada y sombrero. Pero el furor mexicano me duró unos tres años. Después, dije: «yo creo que yo soy finlandés».
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¿Sientes admiración por escritores contemporáneos de nuestro país? Sí, claro, hay varios que me gustan mucho: Juan Villoro, Francisco Hinojosa, la prosa de Fabio Morábito, Eduardo Parra, Hernán Lara Zavala, Hugo Hiriart, Enrique Serna, Ana Clavel, Agustín Monreal y una pléyade grande de buenos escritores. Creo que en el arte en general en México estamos muy bien, pero el gobierno no ha sabido exportar esos talentos. En Cuaderno imaginario hay muchas imágenes poéticas, textos que no encajan en algún género específico, como experimentos literarios. En Cuaderno imaginario me pasó una cosa, llevaba yo creo que unos seis o siete libros publicados, incluso una novela breve, y sentí que mi discurso narrativo se me quebraba, se fragmentaba. Probablemente tenía que ver con la época, pues ocurrió la caída del muro de Berlín, la ruptura de grandes sistemas de pensamiento y creo que hubo una reacción a eso y decidí escribir microtextos, textos fragmentarios.
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Tu manera de relatar esos aspectos del mexicano que te avergonzaban o que no aceptabas como tuyos está cargada de humor. Claro, un elemento que me propuse debería estar presente en mi obra literaria es el humor en todas sus dimensiones: desde el humor sencillo, inmediato, transparente, hasta el humor oscuro, satírico. Además, hay otra parte que son los textos brevísimos, en donde rescato los aspectos de la ciudad como los topes, las coladeras, los postes, algunos personajes característicos de la burocracia en el df, y así pude hablar de lo que yo llamo «mi concreto» pues no puedo llamar «mi tierra». Hice también algunos poemas en prosa que tendían a ser minicuentos sobre las cosas y objetos de la ciudad.
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Incluyo ahí desde la greguería hasta subgéneros inventados por mí. El libro completo me permitió seguir experimentando, cosa que me agrada aunque esté mal vista.
¿Cuál es tu opinión de un proyecto como El Puro Cuento? Me parece muy importante que salga esta revista, sobre todo para nosotros los cuentistas.
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Esos fragmentos de los que hablas, las imágenes, ¿se te presentaban en las calles, en el recuerdo?, ¿o cómo surgen textos dedicados a los zapatos de tacón?, por ejemplo. Bueno, en esa época tenía una novia que vivía en Comala, Colima, y ella tenía una zapatería. Me preguntó si podía hacerle unos letreros para ponerlos en las vitrinas; hice algunos y se los llevé; eligió los que más le gustaron y sus ventas aumentaron. En ese momento me di cuenta de que no eran sólo frases publicitarias, sino textos literarios, así que decidí hacer toda una serie sobre los zapatos. Ahora he agregado unos más, sobre zapatos de tacón púrpura y zapatos de tacón verde.
Reivindica al género. Llena un hueco que dejó el maestro Edmundo Valadés con su revista El Cuento. Es, también, una cachetada de guante blanco a las editoriales que le dan prioridad a la novela y, sobre todo, una oportunidad muy valiosa para cuentistas primerizos. Les deseo mucha suerte.
Desaten la poética que tienen limitada, escondida, prohibida. Quizá así les surja una fuerza que los confirme como escritores de profundidades y sutilezas. G. Samperio
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Al borde del Viaducto
A
l salir de la cantina, se dieron cuenta de que ambos no traían dinero, no podrían tomar taxi e iniciaron el camino sin decirse nada. A Fer le dio por marchar como soldado, su gabán verde oscuro convenía a sus movimientos. Witold, de gabardina beige, imitó al amigo.
La madrugada se había puesta neblinosa, húmeda, fría. Los autos pasaban lentos, como evitando atropellar a algún fantasma extraviado. Fer y Witold se empujaron hombro con hombro y le dieron a su andar paso militar redoblado, aunque no lograban coordinar los pasos y a veces se ladeaban. Sin detenerse, Witold metió la mano en su gabardina y sacó una botella de mezcal, le dio un buen trago. Se la pasó a Fer, quien hizo lo mismo. Los dos echaron vaho hacia sus manos. Iban por una zona, poco alumbrada, de casas de uno y dos pisos de los años cuarenta y algunos comercios al menudeo que aún sobrevivían. Se detuvieron ante una cortina de fierro que tenía el letrero Sastrería La Solapa Elegante —con marcialidad, ambos se subieron el cuello— y, en letras más pequeñas bajo las otras, decía «zurzido invisible». —Dudo de la invisibilidad del sastre con tantas zetas —dijo Witold, se bajó el cuello y bebió de la botella—. Este sastrecillo no merece mi cuello levantado. —Perdónalo —dijo Fer—, debe ser baturro. —Si es así, me levantaré el cuello pero con «y» griega.
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Samperio inédito
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—La calle parece de juguete —dijo Fer—: sin ningún edificio. ¿Vivirán aquí puros chaparros? —le quitó la botella a Witold y, medio perdiendo el equilibrio, le dio un trago. —Como si alguien hubiera jugado crucigrama y hubiera dejado varias casillas vacías e iluminadas —dijo Witold, quitándole la botella a Fer, y la metió en su gabardina. Reiniciaron la marcha militar. —Siempre me he preguntado qué habrá detrás de una ventana prendida a estas horas —dijo Fer. —Alguien que le reza a la Virgen de la Soledad antes de colgarse de una viga. —Un tatarabuelo al que se le fue el sueño para siempre y se le descompuso la televisión. —Bueno, como cadáver, te lo creo —repuso Witold—. ¿Te acuerdas que la mamá de Sergio tenía disecado a su abuelo en un sillón reposet en la sala? ¿Qué habrá sido de ellos? —Ya ni la chingas —reviró Fer y levantó el brazo en
forma rígida haciaWitold—. Me acuerdo de tus ojetadas... cuando le diste ron a la momia y el Sergio se te aventó a madrazos —bajó el brazo, metió la mano a su gabán, sacó unos cigarros y encendió uno; Witold lo secundó, pero le arrancó el filtro. —Me gusta del tabaco fuerte. El humo de los cigarrillos parecía detenerse en el aire, tal nubes breves en forma de listones. Los hombres llegaron a una esquina, se detuvieron a esperar a que una barredora pasara. La máquina, cuyo ruido era el de vasos que se quiebran, iba manejada por un hombre vestido de naranja. Witold y Fer detuvieron la plática. Aprovecharon para meterle otro rato a la botella y Fer se la ofreció al maquinista, quien negó con la cabeza con gorra naranja. Al cruzar la calle y ver perderse a la barredora en la bruma, el silencio se hizo más profundo. Tal vez por ello la voz de Witold resonó más que antes o tal vez por que era más potente que la de Fer:
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—Sargento Manrique López Fernando, tome usted su ritmo. Interrumpieron la charla y volvieron a tomar el paso redoblado medio en curva. A un par de calles se veía la giba del paso a desnivel Viaducto Piedad. Tras los hilachos de la neblina, hacia el cielo oriente, se notaba un leve resplandor de luna llena. Bebieron otro poco y apresuraron el paso que iban perdiendo poco a poco cuando uno u otro se iba chueco, como si fueran a caerse o a tropezar. —Te voy a confesar algo –dijo Fer ya con voz lenta. —Ya lo sé —repuso Witold. —¿Qué? —También te cogiste a la mamá de Sergio. —No. Un día le regalé un ramo de violetas y me mandó a la chingada cuando le agarré una chiche. —¿Ya viste? El verdadero héroe soy yo . —No he terminado —repuso Fer—. Me dijo que su padre me estaba viendo. Estaba loca, ¿no?
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—Sergio se sentía héroe como su abuelo –retomó la charla—. Se ponía las condecoraciones ecuestres y con ellas iba a la escuela. —Yo diría que ellos, incluida la bella Alicia, eran una parábola de la vida lúgubre. La madre tenía siempre las cortinas cerradas y usaba lentes oscuros dentro de la casa. —Creo que Alicia se hacía la loca. Tenía la malicia que le faltaba a su hermano. Le gustaba hacerse la vulnerable con la mamá. —Pero era la que sacudía al abuelo —repuso Witold. —Sólo para darle el avión a la pobre vieja —dijo Fer. — Es una verdadera contradicción —dijo Witold en tono académico. —¿Fue tu novia, no, cabrón? —Yo diría: amada, amante y amiga. Un día se la metí frente al abuelo. Y ella se puso más cachonda. —¿No que no estaba loca también? —se apuró a decir Fer.
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—Bueno, admito que había un tetraedro amoroso entre el abuelo, la mamá, Alicia y yo. Me gustan las locas. ¿Sabías que mi primera novia se suicidó? —Sí, ya me lo has contado mil veces, cabrón. Se detuvieron antes de cruzar el Viaducto. Tomaron aire y mezcal. Empezaron a subir y llegaba hasta ellos el zumbido de los carros que pasaban a alta velocidad en las vías rápidas del paso a desnivel. De pronto, junto a la barda que protege a la gente para no caerse dentro del Viaducto, justo en la parte donde se curvea la giba, vieron a un teporocho acostado entre un montón de trapos y periódicos: era un promontorio de basura del que sólo asomaba un pie con zapato chueco y parte del rostro. Witold se le acercó de inmediato, se hincó y le echó un chorrito de mezcal en los labios. El teporocho ni se inmutó. Fer lo movió con el pie y el hombre empezó a roncar. —Está más borracho que tu botella –dijo.
Witold lo destapó de un solo movimiento; un trapo voló hacia abajo, hacia los carriles de alta velocidad y se estampó en el parabrisas de un carro. El automóvil hizo un frenón, pero de inmediato siguió su camino veloz. El teporocho era un hombre lleno de pelos en la barba y la cabeza, y el color de la piel era requemado, de perro callejero; traía guantes de estambre cafés agujerados. Witold lo agarró de los zapatos mugrosos sin calcetines. —Agárrele las manos, sargento Manrique López Fernando —ordenó Witold. Fer siguió las instrucciones, lo elevaron y lo balancearon como columpio. Contaron uno, dos, tres y lo colocaron en el borde de la barda del paso a desnivel; el teporocho parecía un equilibrista o una moneda en el aire que podía caer de un lado o de otro. Vieron cómo los carros pasaban como si fuera a acabarse el mundo. —Oye, cabrón —dijo Fer—; sigue durmiendo. Vamos a bajarlo ya, ¿no? Como broma ya estuvo bien. Se lo puede cargar la chingada.
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N
marcial. Cuadras adelante, la silueta tambaleante de los dos se fue desvaneciendo entre la neblina de las cuatro de la madrugada. Sus voces y risas subían como eco de bufones hacia la leve luz de la luna.
o vivo mi vida como una novela ni me interesa hacerlo. Prefiero cederle espacio a lo sensitivo: el contacto con las cosas despierta los sentidos y constituye una renovación táctil. G. Samperio
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—Sargento, no se insubordine —levantó la voz Witold, imitando el tono de un general brigadier—. Paaaso redoblaaado, ¡ya! —agregó. Terminaron de bajar la giba y atravesaron la calle y sólo Fer miró hacia atrás cuando le daba un trago al mezcal. Siguieron su camino
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Decena
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n la confusión de ellos, los que tergiversaron la fecha, transcurrió el único herrumbroso verano que se conoció en esta población. Ellos intentaron hacer memoriosa la coartada, sin importarles los muertos, el rito que perpetraron donde se vertió la sangre de los más inteligentes de aquella época. Fue entonces, cuando la hostería no albergaba aún la ceguera, la sombra de la especie, un espectáculo triste a decir verdad. Pero vendría el sobretiempo y, con él, la mujer que sacudiría el aburrimiento de los jóvenes. Ella y ellos, los herederos de nada, fueron al mismísimo ultramundo y trajeron, sin miramientos, sin espanto ni ira, a diez de aquellos falsarios. En el centro de la plaza mayor, azarosamente, fueron fusilados, y que me desmienta el mismo demonio, pero volvieron a morir. Sus caras maltrechas se convirtieron en humanas por un breve tiempo y mostraron el horror de ser sacrificados, entre la muchedumbre, a destiempo. El sacerdote miró, impasible, desde una de las esquinas; sus labios se movían, discretos, como deslindándose, pero aceptando. Desde entonces, las flechas anduvieron con los pasos cansinos del reloj de la torreta central. Al pasar ante la fachada exhausta de la hostería, los niños no se preguntan nada, como si en el predio sólo hubiera quedado un hueco. Ellos, los niños, sueñan con el infierno que se encuentra debajo del primer infierno, adonde arriban los que se van con una segunda muerte, como la decena de falsarios, aquellos sencillos hijos de puta, según piensan uno que otro anciano. Los niños no entienden el sueño, nadie se los explica, y se dirigen a la escuela, la cara iluminada, pateando las piedras que aparecen en su camino
E
l ayudante se guardó las cenizas en el bolsillo de su saco. Aunque bajo las órdenes del prior realiza cualquier indicación con destreza, cuando tomaba cualquier iniciativa,
como ésta, le venía a la mente una niebla recóndita, cierto delirio incontrolable. Salió rápido de su oficina, tropezó con uno de los acólitos que lleva un violín e, intentando no volverse a tropezar con el estuche, terminó por pisarlo, haciéndolo trizas. Al ver, en la penumbra, quién había aplastado su instrumento, el acólito supo en el acto que el destrozo del ayudante debía mantenerlo en secreto; le preocupó lo que tendría que decir en su casa, donde los fuetazos lo esperaban. El ayudante intentó componer el violín. Sacó su cartera y le dio varios billetes al niño y salió deprisa. Al ver la cantidad que había recibido, calculó que le alcanzaba para un mejor violín y para comprar varias partituras de Haydn y Mozart. De pronto, escuchó una voz junto a la oreja: «Aquí no pasó nada, ¿entendiste?». Giró la cabeza y encontró la cara sudorosa del ayudante y unos ojos extraviados. El olor del aliento del ayudante era de lavativa recién usada. La sombra del hombre cubrió el rostro del acólito, quien afirmó con un movimiento de cabeza, recogió los trozos de su instrumento —sonaron desacordes las cuerdas— y salió de la sacristía con apremio. El ayudante había desaparecido y no lo divisó, para su descanso, en esa tarde todavía luminosa y tibia, que lo deslumbró un momento. Se encaminó a la tienda de música, tirando en el camino trozos de violín. Con el duplicado de la llave, el ayudante abrió el portón del convento deshabitado. Entró en un cuarto pequeño, encendió un cirio a medio consumir. Se quitó el saco, la
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El ayudante
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camisa y la camiseta; tomo un fuete de siete hilos y empezó a azotarse la espalda para castigar la insumisión del jaguar, como decía él. Mientras silbaba el fuete y se estrellaba con firmeza en la carne del hombre, le venía de inmediato la efigie de un lancero de hermoso cuerpo en el instante en que se alista para arrojar la lanza, pero se queda inmóvil como escultura con el ahínco detenido. Tras él, helechos de hojas grandes, como orejas de elefante, y girasoles insumisos se mecen con un viento leve. En ese instante, un jaguar de músculos firmes cae sobre la escultura y le devora la mitad del cuerpo de la cintura a los pies. Cuando el jaguar arrastra con el hocico la otra mitad de cuerpo, el ayudante retoma su espíritu de servidumbre, sabiendo que lo aleja del fracaso y le devuelve sus creencias de pompas de jabón, como él las llama. Se vistió pronto, apagó el cirio y salió del convento, directo a su casa. Sin saludar a su esposa, quien escribía algo a máquina, subió al pri-
mer piso y se metió a darse un duchazo; ahí se hincó bajo la regadera de agua muy caliente y se puso a orar, sollozando Su mujer se sintió bien; no tuvo que enfrentar el carácter irascible de su esposo. Subió a la recámara para ver si no se le ofrecía algo. Escuchó el sonido de la ducha tras la puerta del baño y pensó que estaba en sus cosas; acomodó la ropa del ayudante y, al colgar el saco en el perchero, notó que salía polvo. Metió la mano en el bolsillo y se topó con un cúmulo de ceniza y trozos de papel fotográfico semicarbonizados. Tomó un pedazo al azar y lo observó: se alcanzaba a ver el bigote de su esposo besando otra boca con bigote. Tomó las llaves del ropero, metió la llave larga en la cerradura de la puerta del baño y la cerró con doble vuelta. Del falso fondo de su buró, la mujer extrajo una cajetilla de cigarrillos mentolados, encendió uno y se sentó en el borde de la cama a fumar con furor, exhalando humo en diversas direcciones. Al prender el
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do. Esbozó, finalmente, una sonrisa amplia, fumó y, en esta ocasión, lanzó una fina raya de humo mentolado. Se echó hacia atrás sobre la cama, levantó las piernas y las movió como si fuera en bicicleta a gran velocidad.
i memoria es muy fallida, de ahí que las cosas me recuerden mi vida y la de otros: me traen momentos importantes, instantes. Mis cosas son mi memoria.
G. Samperio
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segundo cigarrillo, se dibujó una ligera sonrisa en su cara y recargó el mentón en la otra mano. Cuando cesó el ruido de la regadera, se escuchó el vuelo agitado de un moscardón. Ella levantó los ojos y lo vio volar en torno a una lamparita roja que alumbraba al cristo sufriente de su mari-
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Hoy otro hoy
con jugo de mandarina (un relato o algo así a partir de una canción de Nona Delichas) A Claudia Morfín
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l g.s. se le descompuso el automóvil el día de ayer y esta mañana quiso caminar un poco y subirse en transportes colectivos. Lo primero que se dijo, al salir de su casa en
Segovia, era que tenía años sin andar por la ciudad a pie, a nivel de la tierra o del mar. Se sorprendió del montón de gente que andaba por calles y avenidas, gente de todos los sexos y edades, de distintos niveles sociales, gastando suela en el pavimento. Cuando viajaba en su carro, en rigor no miraba a nadie, a no ser alguna chica atractiva debido a la tradición familiar de escudriñar a las rumberas. Y hasta eso, no veía a la chica en sí, sino las piernas, las tetas o el trasero de la chica, aislando en su mente la parte sobresaliente y su pertinencia estética en relación con la historia del arte. A veces pensaba que las mujeres deberían andar desnudas por la calle, pero eso sólo podía suceder en Alemania o en Dinamarca, lo cual no se le hacía demasiado atractivo. Este día miraba de todo, bigotes, cabelleras con mechones rojos o azules, piernas cojeando o caminando normal, pero con pantalones o sin ellos, narices, manos; collares, pulseras, tobillos, hombros, maneras de caminar, delineado de ojos, aretes, caderas, forma de los labios, pelos parados, un anciano con suéter guango, tonalidades de los zapatos, dimensión de las frentes y los mentones, hoy otro hoy, como un paraíso
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los ojos de los otros y dentro de cada paraíso de cada mirada paraísos ignotos de vegetación que había crecido sola y con perfiles increados, inmensos, en trasfondos de distante lejanía. Esto le estaba sucediendo a g.s., quien en los cafés aseveraba que el infierno ya estaba aquí, que el homo sapiens andaba errante, extraviado, que los anticristos, los súcubos, las ánimas turbias saldrían del drenaje profundo, que de las nubes panzudas y melancólicas se desplomaría una granizada de ángeles entristecidos. Pero ahora iba, sobre sus zapatos negros de nariz ancha, atrapando paraísos en la calle, «hoy otro hoy», tigrillos, guacamayas, helechos de hojas enormes, jazmines, azucenas, hiedras subidas unas en otras, lirios de toscos rojizos como explosiones de vitalidad. Los veleros a todo viento en popa, cangrejos danzando, los salmones corales saltando sobre sus hombros, los chimpancés de un árbol al otro, ojos de agua con rostros de doncellas, una parvada de gansos en forma
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diseminado en su gente, sin importar el tipo de camisa ni de los bolsos ni las mochilas enormes de los jóvenes, breves camellos citadinos. Una vez plagado de tantas y tan únicas formas de otredad, fue cuando le vino en su interior la voz que le dijo «hoy otro hoy» y él pensó que hoy era nada más hoy, sin apellidos, sin números, sin orientación de brújula alguna, «hoy otro hoy», y se dio cuenta de que empezaba a atrapar, a retener paraísos en las calles. No sólo uno, sino un paraíso transpuesto a otro y luego a otro, multitud de palmeras y dromedarios y flores diminutas y jirafas y cachorros de leones junto a los perros sin raza. Varias cuadras adelante, ya extasiado, supo que había salido a la cacería de paraísos en la arena que se expandía hasta el pie de los volcanes, sentía que tocaba el aliento de las rocas marinas, los peces espada saltaban en curvas ovoidales a unos tres metros de altura. Entre el aroma yodatado de la brisa supo que bebía la caída de las olas, «hoy otro hoy», atrapando paraísos en
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de banderín aleteando bajo nubes azulencas, nutrias y lobos marítimos conversando en su lengua de océano, una pareja de castores repegándosele a los pantalones de g.s., ahuehuetes de troncos milenarios, con ramas vivas y desmayadas de tantas castañas, brisa de flores aromáticas y amarillas, amapolas y geranios, las serpientes que transitan por las avenidas mientras los pájaros carpinteros tocan ritmo de batucada con sus picos sobre los postes de madera, «hoy otro hoy», paraísos en la arena, de mares, donde pasa una familia de elefantes delante de g.s., del más grande al más pequeño. De pronto se da cuenta de que el más-más grande se ha atrasado y viene caminado perronas, pero a su manera rápidamente; en eso descubre a g.s. y detiene su lerda urgencia y mueve las orejas como diciendo cuál es la prisa; se arrodilla frente al hombre. Alarga su trompa, lo toma de la cintura y se lo coloca sobre el lomo, g.s. sabe que montarse en el paquidermo es seguir en el viaje del paraíso, «hoy
otro hoy». Se alejan poco a poco hacia el horizonte, se atraviesa un orangután, pero siguen hacia delante, su tamaño va disminuyendo en la amplia explanada de arena caucásica, siguen alejándose hasta que van disminuyendo al tamaño de una moneda oscura y cobran la dimensión pequeña de una pupila de un ojo de tonos verdes, se nota la nariz recta y afilada de una doncella, el otro ojo verde, su rostro ovoidal, su cabello rojizo, un paraíso en su mirada, «hoy otro hoy», y ella observa cómo g.s. se ha hecho una sola entidad con el animal distante y se han convertido en un puntito del tamaño de la cabeza de un alfiler, allá, hasta el mero fondo, donde un grupo de palmeras explotan con hojas largas de jade en un atardecer naranja, como si una mandarina hubiera esparcido su jugo en el cielo que se levanta sobre el horizonte, muy lejos, en otro paraíso, donde comienza el río Nilo y a sus orillas los juncos silban una melodía gozosa y amigable
Para Ariadna
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llos, los amantes, son la confusión. Lo único herrumbroso es la flecha. Ellos, los amantes, fueron un verano memorioso. Su coartada no fue más que el amor así de fuerte.
Los muertos que dejaron atrás, en el rito sin rito de ellos, los amantes, no fueron más que resultado del sobretiempo, la ceguera de sus parientes y sus seguidores. Ellos, los amantes, se instalaron en cualquier hostería, especie de sombra que oculta la sombra misma. La mujer era un espectáculo, dijeron unos; el hombre, el aburrimiento, dijeron los mismos. Pero ellos, los amantes, ya se encontraban en el ultramundo, amándose al azar, removiendo el tapanco, en una penumbra clara que develaba sus cuerpos, sin vino ni alimentos, ellos, los amantes. El hostelero sacó los cadáveres una imprecisa madrugada, envueltos en las mismas colchas que no utilizaron ellos, los amantes, los arrojó a la boca oscura del río irrefutable, incrementando la confusión. Los esbirros los buscaron en equívocos pueblos, en lejanas polvaredas, en montañas de casas dispersas en la enramada, lejos, muy lejos del anchuroso río de la región, donde ellos, los amantes, rumoran al viento nocturno, donde sólo ellos, los futuros amantes, un joven y una doncella, han podido percibir tales voces de un verano memorioso. Ya vendrá una nueva confusión, ya transitarán equívocos derroteros los esbirros. El hostelero, ya anciano, volverá a regalarles un vaso de vino y cerrará la boca como apuntaló las puertas del tapanco para que ellos, los amantes, se entreguen uno al otro el último respiro.
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Ellos, los amantes
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Zapato de tacón azul cobalto If you close the door... Velvet Underground, con la voz de Maureen Tucker
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staban detenidos en el umbral de salida. Evelyn le había dicho a Boby que lo mejor para ella era irse, mientras se escuchaba música y voces dentro de la casa. Evelyn se encaminó hacia la puerta; ambos llevaban un wisky en la mano. «No te vayas», dijo Boby, pero ella descubrió en el tono de voz que lo había dicho por decir. Ella dio un paso hacia fuera y él se quedó un paso dentro. Fue cuando ella le dijo: «Si cierras la puerta, estando yo dentro, la noche podría durar por siempre»; ya se sentía ebria pero continuó: «...dejarías la luz del sol afuera y saludaríamos al nunca jamás». Boby bebió de su vaso y dibujó una semisonrisa en su cara rubia y era notable, al llevar los ojos hacia arriba, que estaba evaluando la oferta de la chica pelirroja. Boby sabía que esta escena, o demasiado parecida, ya la había vivido en varias ocasiones con Evelyn y que, al día siguiente, para ella sería más importante su perro, su gata, sus amigas, su labor de beneficencia para las mujeres en desgracia, su trabajo, su madre, el perro de su hermana, la sirvienta y otras personas y animales que no recordó. Que llegaría cansada a verlo, diciéndole que se sentía sola, que la noche se le hacía muy larga si él no estaba; ante la reiteración, noche a noche, de tales argumentos, Boby se había sentido con cara de pasti-
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ra y bebe a la salud del nunca jamás». Estas frases fueron para él incomprensibles; el hombre no sabía si ella quería sacarlo de la fiesta y que fueran a un motel, como ya lo habían hecho, escapándose del universo, como ella decía, o realizar un ritual en el que tendrían que lanzar el vaso escaleras abajo, entrar a la fiesta abrazados, servirse otros wiskys y ponerse a bailar, sosteniendo a esa Evelyn que ya se había tomado media botella de licor, aparte de los vinos cuando se sirvió la cena, o si lo que ella había dicho era sólo un juego de palabras, o una nueva amenaza de intento de suicidio, o que en su mente ya privaba la confusión sencillamente. Todo ello lo pensó mientras veía la puerta del otro lado del pasillo y notaba que la pareja de ancianos que allí vivía llegaba, abrían y se perdían detrás de la puerta, con sus idénticos suéteres azules tejidos por la vieja, como había sucedido durante los diez años que Boby llevaba viviendo en este edificio. La voz de Evelyn lo trajo de nuevo a este lado del pa-
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lla somnífera o, lo peor, que la muchacha necesitaba un pene como ansiolítico. Mientras ellos seguían, uno fuera de casa y otro dentro, a dos pasos de distancia entre ambos, la gente estaba bailando y divirtiéndose mucho; para Evelyn no existía la música, aunque deseaba estar entre esa gente que brincoteaba a espaldas de Boby. En voz alta, con la mirada perdida o sin fijar ningún objeto con ella, Evelyn dijo para sí, o tal vez para ambos: «Cómo desearía que me pasara a mí». Hizo girar los hielos dentro de su vaso, tomó casi todo el wisky, miró a los ojos de Boby, quien mantenía congelada la semisonrisa. Evelyn levantó el vaso a la altura de la barbilla de él y dijo: «Si cierras la puerta, no tendría que ver de nuevo el día; te lo juro. Si cierras la puerta, la noche podría durar por siempre». Boby se acercó a ella y la besó en la frente, cuestión que ella odiaba, pero no quiso comentar nada, miró hacia el suelo y vio los zapatos negros relumbrantes de Boby y a ellos se dirigió: «Deja el vaso de wisky afue-
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sillo: «Oh, yo sé que algún día alguien mirará dentro de mis ojos y dirá: “Hola, tú eres la chica más especial para mí”» y azotó el vaso de wisky en el mosaico rojizo del departamento, salpicando los zapatos de Boby, quien agarró la manija de la puerta instintivamente, pero de inmediato le vino una sensación de lástima; la semisonrisa desapareció de su cara y se dijo interiormente que esa mujer no podía despertarle ya ni un gramo de compasión. Esos instantes compasivos ya los había gastado en distintos momentos, como cuando ella le reclamó airada la carta de una antiquísima novia, que él tenía guardada quién sabe dónde, o la vez que defendió a su amiga lesbiana, diciendo que para ella era su hermana —Boby pensó que a él, de elegir, no le gustaría tener un hermano homosexual—. Intentó cerrar la puerta y Evelyn puso la punta de su zapato de tacón azul cobalto en la hendidura entre puerta y marco. Y como si la mujer estuviera terminando algún pensamiento, expresó: «Porque si cierras la puerta, no
será necesario ver de nuevo el día, encerrados en la recámara para siempre». Boby no quiso forcejear con la mujer, pues la gente miraba y escuchaba hacia ellos, sin bailar y en silencio; sólo se oía un viejo disco del grupo Velvet Underground en la voz de Maureen Tucker y entonces Boby supo de dónde venía el palabrerío que Evelyn había ido armando; de ahí que le resultara tan convincente pero, al mismo tiempo, dudoso, pues una canción es una canción. Evelyn dio tres pasos dentro del departamento y, con las manos puestas en su cintura, se dirigió a quienes la veían, con un tono de voz alto y arrastrado: «Los muchachos que son lo máximo, refulgentes velas, son la causa». Caminó hasta la cantinita de Boby, se sirvió un vaso casi lleno de wisky sin agua ni hielos y bebió la mitad de dos tragos. Regresó a su lugar, un paso fuera del umbral de la puerta de salida y, desde ahí, les gritó con voz lenta y sinuosa: «En este momento, la gente va en vagones del metro y en trenes.
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lumen, el nuevo disco de Madonna y la gente comenzó a bailar otra vez, desentendiéndose de Evelyn, amiga de la mayoría. En el momento en que Boby cerraba la puerta, Evelyn dijo con voz casi apagada: «Si tú cierras la puerta, mi noche podría durar para siempre». Pero Boby ya no escuchó la segunda mitad de la frase. Lo que sí pudo distinguir fue un lejano taconeo que se disolvió en el instante en que la lluvia empezó a desplomarse con fuerza contra las ventanas, hasta con aislados golpeteos de granizo.
l cuento debe enfrentarnos con lo insólito, sumergirnos en el rigor del infierno, en la excelsitud de una mirada: hacernos llegar a ese tipo de situaciones fronterizas irremediables que determinan a diario nuestras vidas.
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O la que anda en la calle, que se mira verde-grisácea dentro de la lluvia, parece estar de fiesta». La mayoría, entre ellos Boby, miraron hacia las ventanas y vieron que caía una lluvia suave; sólo Evelyn la había distinguido, o a lo mejor era pura coincidencia con su discurso. «Y quiero decirles otra cosa —continuó—: toda la gente se mira claramente en la oscuridad y ustedes necesitan esta luz que los enceguece sin que se den cuenta». Se escucharon rumores de desacuerdo y molestia; alguien cambió el disco y se escuchó, con mayor vo-
Abcesario
Guillermo Samperio
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La O es el ocaso de las letras
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Cuestas
Rogelio Guedea
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ientras subía la cuesta hacia el acuario —una cuesta empinada que me pareció la espalda de un animal enorme—, reparé en los que venían ya de vuelta: mujeres, niños, ancianos, hombres con sus perros. Un poco después, me detuve en sus manos, en sus piernas cortas o largas. Luego en sus ojos, en sus miradas. Yo seguía subiendo la cuesta mientras las imágenes o rostros de los que venían (chinos, neozelandeses, tal vez africanos o franceses) se iban mezclando con otras imágenes o rostros que vi en otros países o cuestas como ésta. Sin quererlo, es decir involuntariamente, me di cuenta de que estos rostros vivían ajenos a los otros rostros que había visto ya alguna vez, y que, pese a ello, también se acostaban, sufrían o se alegraban con la faena diaria y, en ocasiones, también, tenían deseos imposibles o tardes ligeramente en pie, como la lluvia. Aunque yo sabía que nada unía estos pasos con los que, en otro lugar, otros hombres y mujeres estaban dando, gente desconocida que quizá subía o bajaba otras cuestas, no pude evitar la tentación de ir hilando sus orillas, uniendo sus sueños, entretejiendo sus afanes o tristezas, y así, mientras subía, reintegrado con mis pasos, ligero de equipaje, vi cómo mis huellas, en el polvo, fueron adquiriendo poco a poco la forma del camino.
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minificción
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cuento, luego existo
La incorregible Queta Navagómez
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esde que mi sombra era chiquita presentó problemas de conducta. Siempre estaba de pleito con las sombras de los demás niños porque en la escuela aprovechaba la hora del recreo para arrebatarles los sándwiches, meterles zancadilla o tocarle el trasero a las pudorosas sombras de las niñas. Las sombras de mis amigos la toleraban por miedo. Por eso permitieron que en la prepa les enseñara a fumar marihuana y a tomar alcohol hasta caerse. Nos atemorizaba verlas borrachas, siempre tras nosotros, siguiéndonos entre tropezones y zigzagueos. Por ella perdí amigos y novias. Sombra cleptómana que empezó robando dulces en el supermercado y ahora busca billeteras y relojes entre mis vecinos. Por esta penumbra acompañante he vivido en tensión eterna. Cuando escucho el ulular de una sirena, inmediatamente pienso que la policía viene a detenerla. Hace una semana intentó violar la sombra de una sirvienta que es mi amiga… cuando me enteré, le menté la madre. Después, más tranquilo, le ofrecí apoyo psicológico, asistencia a grupos de autoayuda, entre ellos Alcohólicos Anónimos. Ni se inmutó, siguió bebiendo sin dar importancia a mis palabras. Quise hacerla reflexionar y le hablé como se le habla a un hijo. Se rio de mis propósitos. Entonces la regañé, grité, amenacé, mientras ella seguía burlándose. Irritado, me quité el cinturón para golpearla cuando vi que de entre sus oscuridades sacaba una navaja. Corrí por la sala esquivando la
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hoja mortal, hasta que, respondiendo a un elemental instinto de conservación, salté hacia el interruptor y apagué la luz…
Aquí sigo, sin encenderla, desde hace
cinco días.
Ilustración: Caty-Chan
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El poeta debe morir Flor Aguilera
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abía sido un verano indio. Días de calor intenso prolongados hasta más allá de mediados de septiembre. Eso significaba que sería un invierno especialmente frío y yo me preparaba mentalmente para enfrentarlo una vez más. Caminaba hacia el parque esa mañana de principios de noviembre y me entristecía ver cómo las hojas de los árboles que durante el otoño habían adornado el barrio con ocres y dorados, ahora yacían en la calle como imbéciles suicidas, esperando convertirse pronto en polvo mojado. Los coches pasaban y las atropellaban descuidadamente una y otra vez en las avenidas. Hacía varios meses ya, me habían corrido de mi chamba de editor de una página web de noticias para hispanos, mi razón principal para mudarme con mi novia del df a Seattle, Washington. Al cabo de un año y medio, me las había arreglado para perder a ambas. Ahora, tanto el dinero de la liquidación como la herencia de mi madre se estaban esfumando y sin la greencard mis posibilidades de conseguir un empleo interesante no eran muchas. Algunas mañanas salía a la calle como hice ese día y caminaba un rato sin rumbo, después encontraba un café y pasaba las horas leyendo el periódico, haciendo el crucigrama y de repente viendo gente pasar. Gente con vida. Me gustaba sobre todo ver a los estudiantes, que me parecían tan jóvenes a pesar de tener sólo algunos años menos que yo. Con sus ojos de niños que expresaban esa creencia de que, al final, todo siempre saldría bien. Yo los envidiaba y permanecía allí inmóvil. Aunque sabía que en mi país, entre mis viejos amigos y lo que quedaba de la familia aprendería a sonreír nuevamente, no estaba listo para regresar a México. Aún no. Iba caminando por Madison, cuando escuché una voz conocida que gritaba mi nombre. Cuando volteé, vi la cara rosácea de un vecino saludándome del otro lado de la calle.
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Brandon era un gringo treintón aficionado al lager inglés, que había llegado a Seattle de California a principios de los noventa con la fiebre del grunge. No había logrado hacerse de una carrera como músico, pero sí de una pequeña empresa de limpieza de casas. Trabajaba sobre todo para otros hombres solteros, muchos homosexuales y varios indios, la mayoría programadores de software. Desde hacía algunos años ellos eran el sustento de la ciudad y también de la pequeña familia de Brandon. En general, Brandon hacía el trabajo solo, aunque a menudo contrataba a otros chavos por fuera, cuando la casa era muy grande o el trabajo muy pesado. Yo lo había conocido bien por el pub y desde mi desempleo nos hablábamos seguido para jugar pool y tomarnos unas cervezas. Me caía bien porque no era un tipo complicado. Nos entendíamos sin tener que decir mucho. Lo esperé parado en mi lado de la calle, mirando cómo él la cruzaba corriendo.
José Luis Corral
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«Hey man», me dijo, dándome unas palmaditas en la espalda. Me contó que venía de casa de Crazy Bob, vecino nuestro de setenta y muchos años, loco como cabra, que por sus formas excéntricas y raquítico cuerpo, algunos sospechaban estaba enfermo de sida, otros que era un exheroinómano y poeta beat, de los muchos ahora hambrientos, que habían vivido sus días de gloria en los sesenta. Sin embargo, si le llegabas a preguntar sobre su vida pasada, Bob siempre respondía algo incoherente, así que nadie podía decir con certeza nada sobre de él. Crazy Bob también vivía en mi edificio, en un barrio absolutamente clasemediero, pero él, por su aspecto de aristócrata decadente, daba la impresión de que venía de mucho dinero. A mí siempre me había parecido todo un personaje, por lo que me platicaba Brandon de él, aunque cuando yo lo veía en el parque o caminando al dollar store nunca me había atrevido a hablarle. Esa mañana Crazy Bob había telefoneado a Brandon y le había
pedido que lo fuera a ver. Quería contratarlo y pagaría lo estipulado por hacer una limpieza a fondo de su departamento. No aceptaría favores ni descuentos, le había dicho el viejo a mi amigo. «The crazy mofo wants the big package. You want in?» Me miraba como siempre, un tipo transparente, con sus ojos un poco tristes de setter irlandés. No lo pensé mucho y accedí a trabajar con él. Podría ser divertido trabajar con mis amigos y ganarme algo de dinero. Quedamos entonces que Charlie, otro vecino desempleado, y yo llegaríamos a su casa al día siguiente a las ocho de la mañana para recoger todo, ponernos los overoles de la empresa y recibir instrucciones precisas antes de entrarle a la chamba. Brandon, en el pub o en su casa, era un tipo relajado, pero al parecer al momento de trabajar era muy profesional. Se notaba que se enorgullecía de cumplir bien con cada misión que le era asignada. Al día siguiente, Charlie y yo estábamos tocando la puerta del departamento de Brandon a las ocho en punto.
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entendía cómo alguien podía dejarse hundir al grado de vivir ya en una pocilga. Pero poco a poco empecé a entenderlo mejor. Incluso a envidiarlo un poco. Las fotografías y las cartas que iba descubriendo revelaban a un hombre que había tenido días y noches de aventuras que yo jamás experimentaría, viajes a playas y ciudades exóticas, muchas mujeres y también muchos hombres, cruceros, fiestas y amigos, muchos amigos que parecían quererle bien. Para mi amigo Robert Frasier de Gabo (Bogotá 1980), para mi amigo Bobby de Grace (Kelly) en una inolvidable noche estrellada (Mónaco 1974), para mi amigo Bob de Katherine Hepburn, fotos de Bob en yates con medio Hollywood, con el Dalai Lama en Paris, todos los Beats, Beatles y hasta un dibujo de Winnie Pooh autografiado por Walt Disney. Había muchos papeles también, cartas, textos inéditos de Bob y un poema de la letra y puño de Kerouac dedicado a Bob y escrito en México. Jack Kerouac le había dedicado un poema a este
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A las ocho y media con overoles puestos y cargando un equipo enorme de maquinas, cajas con bolsas de basura, botellas de detergente líquido y otros productos y utensilios, entramos al mundo de Crazy Bob. Nos abrió la puerta en bata de seda rosa, y nos ofreció un tour guiado de su «mansión». Parecía estar completamente desorientado. Bailaba y cantaba mientras lo intentábamos ignorar y nos organizábamos para iniciar la tarea, hasta que, agotado, se regresó a su cuarto, a su cama, y nos dejó por fin a solas para empezar a resolver el caos. Los pisos del departamento estaban tapizados de fotografías, discos en acetato, papeles, libros empolvados, telarañas, platos con comida en proceso de desintegración y un olor imposible a orina de gato, aunque nunca vimos a ninguno. Las instrucciones eran precisas, habría que tirar todo a las bolsas de basura, todo absolutamente todo lo que encontráramos, menos las fotografías y los documentos. Entre ese mundo de basura, sentí asco por el viejo, no
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hombre que ahora sólo quería pasearse ebrio por lo que le quedaba de vida, con una levísima bata rosa que no lograba cubrir gran cosa de su correoso, blanquísimo cuerpo de anciano mal nutrido. Un hombre como Bob, que no quería más que dormirse hasta ser encontrado muerto, había sido alguna vez alguien worth knowing. Mientras limpiaba, sospechaba que algo no estaba del todo bien. Tal vez Bob sabía que estaba a punto de morir y no quería que lo encontraran en esa pocilga. ¿O estaría planeando su regreso a la vida, dejar de beber, ponerse a escribir de nuevo en una casa limpia y decorosa? Yo limpiaba y me detenía brevemente a leer lo que encontraba y me empezaba a emocionar con mis descubrimientos, mientras veía que mis dos compañeros sólo hacían su trabajo con esmero y sin poner gran atención a los papeles que tocaban y a las fotos que miraban sin mirar y que inmediatamente ponían a un lado para dividirlas de lo demás objetos inútiles que pronto se
integrarían a una gigantesca torre de bolsas negras. Llamé a Brandon. «Hey, look at this man», y le enseñé otra foto de una versión mucho más joven de Bob, muy bronceado, vestido de blanco, parado al lado de Kerouac. Cada uno abrazaba a una desconocida reina sesentera. «Who’s that?», me dijo, sin mucho interés. «It’s Kerouac, man. You know Jack Kerouac, On the road?». «Oh yeah?», fue su respuesta, y siguió con su tarea, contento y concentrado. Después de una hora y media en la que seguimos tirando cosas a la basura, Bob se despertó y llegó a la sala a saludar. «Oh, such good looking, hardworking young men!», nos dijo y se rio a carcajadas, sin mostrar que le importara gran cosa ver cómo la mayoría de sus pertenencias se encontraban ya adentro de una bolsa de basura. «Anyone for some scotch?». Lo ignoramos, pero yo lo observaba de reojo, mientras continuaba trabajando y él
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sofá al fondo, bajo un enorme póster de Marlene Dietrich en blanco y negro. Seguimos haciendo nuestro trabajo, pero en algún momento dejamos de escuchar los ronquidos plácidos del viejo. Me preocupé un poco y entré a la sala. Lo que vi fue a Bob bailando en su bata rosa, moviendo los brazos en el aire y con la mirada de un hombre recién despierto y satisfecho con sus sueños. Tarareaba algo que sonaba a una canción de Dylan que reconocí casi de inmediato. «Hey mister tambourine man, play a song for me…». Al día siguiente quedé por teléfono con Brandon de vernos en el pub para que me pagara. Mientras tomamos la primera chela de la noche, le dije que me marchaba de Seattle. «Where to man? ». «Donnow», le respondí, encogiendo los hombros, tal vez a alguno más cálido.
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lo advirtió. Se subió la bata con una mano y se volteó para enseñarme una nalga inexistente, huesos y un leve pellejo colgando, mientras sostenía su vaso de líquido ámbar en la otra. «Kiss my ass, pretty boy», me dijo, y se rio nuevamente como loco. Me sonrojé y miré hacia otro lado. Los otros dos alzaron la cara y se rieron un poco de mí. Bob regresó a su cueva y nosotros empezamos ya con la labor más difícil de limpiar, desinfectar y casi lijar las paredes, el techo y el piso de madera. Nos teníamos que rifar el baño y el estudio y, por supuesto, el baño me tocó a mí. Sorprendentemente, el baño aunque sucio, no estaba en el estado deplorable que imaginaba y no olía como la sala. Fue un trabajo relativamente fácil y lo dejé resplandeciente. Seguía la recámara y para sacarlo de allí tuvimos que cargar al viejo dormido, con todo y sábana sucia, mientras él yacía allí junto con su vaso de scotch y la radio tocaba algo de jazz. Lo levantamos fácilmente entre los tres, con la sábana, y lo depositamos en un
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Que se vaya la gusanera Odette Alonso
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llí, en el balconcito de los actos revolucionarios, están Marlene y Yamila. Me pregunto qué hacen ahí, tan derechitas, con las manos agarradas a la espalda, entre la directora y la secretaria del Partido, si debieran estar aquí, con nosotros, en la fila. Qué hacen allí, si ellas no son de las mejores alumnas y tampoco de las malas... Pero ya la directora está mandando a callar y empieza a decir que en estos tiempos en que la patria está poniendo a prueba a los verdaderos revolucionarios, cuando es la hora de estar a su lado, apoyando al comandante en jefe, esas alumnas, Yamila y Marlene Sánchez Heredia, de 12a y 10b, respectivamente, se han sumado a las filas de los traidores y han decidido abandonar el país, pasarse del lado del enemigo... ¿Irse del país? Pero cómo va a irse del país Marlene... Eso no es posible, pero la directora sigue diciendo que es una vergüenza para la escuela, una ofensa a cada uno de nosotros y que la revolución nos exige una posición militante, incondicional e irrestricta ante estos elementos desafectos, lumpens, escorias y yo me pregunto por qué Marlene no me lo dijo ayer, ayer que jugamos toda la tarde a que le robaba un beso escondidos detrás del cantero de la abuela... Por qué no me lo dijo, por qué, pero ya la secretaria del Partido ha levantado el brazo con el puño cerrado y todo el patio va sumándose al coro: Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Y ellas allá arriba asustadas, creo que hasta se les escapa alguna lágrima mientras la directora acaba su discurso. ¡Viva la Revolución! ¡Viva nuestro comandante en jefe! ¡Fuera de aquí los traidores, en este país no hay lugar para ustedes! ¡Patria o muerte! ¡Venceremos! Y el patio entero grita y los puños
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consignas. Y en vez de correr a protegerlas de la gente, me voy replegando hasta caer sentado en un rincón. Y desde allí veo cómo las van arrastrando, halándoles el pelo, tocándoles las nalgas,
José Luis Corral
el puro cuento
vuelven a alzarse aguerridos Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... y la secretaria del Partido las empuja hacia la escalera, adonde ya las espera media escuela con los brazos en alto, gritando las
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abofeteándolas, pegándoles con los cuadernos en la cabeza, en la cara, empujándolas hacia la puerta. Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... ¿Y usted, Armando, qué hace ahí escondido? Es la directora, erguida a toda su estatura, que por primera vez me trata de usted y me dice Armando y no Mandy como me llaman todos. ¿También es un traidor a la patria? A ver, muchachos, acompañen a Armando a que exprese su repudio... Y un grupo de varones de 12 grado me agarran de los brazos y me arrastran hacia la puerta y me gritan al oído: Tu jeva es una puta, compadre, una gusana... ¿no te da rabia que se vaya a abrir de patas con los yanquis y te deje aquí de comemierda y tarrú? Y en vez de romperles la cara de un piñazo, me pregunto por qué vinieron ellas a la escuela si saben que las van a humillar, que por su culpa nos van a humillar a todos sus amigos... ¿Será que acaban de enterarse? ¿Será por eso que en la puerta está su padre esperándolas? Su padre que las arranca de los brazos
de la multitud y caminan rápido, casi corriendo calle arriba, mientras detrás va toda la escuela en una conga que pega, que empuja, que grita: Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Y esto es un carnaval: Arriba, abajo, los Sánchez pal carajo... Van arrollando, riéndose a carcajadas, gozando: Derecha, izquierda, los Sánchez pa la mierda... Y quién sabe de dónde aparece un cartón de huevos que todos empiezan a tirarles y revientan sobre sus espaldas, en las cabezas, les chorrean por la ropa... Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Pin pon fuera... Y así llegamos a su casa y ellos entran apresurados, muertos de miedo, y sale un oficial en el mismo momento en que un huevo vuela por los aires y se rompe en su pecho y le salpica la cara al tipo, que hace una mueca de asco y a duras penas contiene la rabia y mientras se limpia la cara con la manga del uniforme, nos explica que están haciendo el inventario de lo que contiene la casa para que estos gusanos de mierda no puedan sacar nada de nuestro país, ni un centavo,
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«no te vayas Marlene, quédate conmigo», le lanzo un escupitajo gordo que se le cuelga de la ceja, le chorrea hasta la mejilla y le toca la comisura de los labios, los mismos labios que ayer jugaba a besar. Y como obedeciendo a una invitación muda, una lluvia de escupitajos los baña desde todas direcciones. Y arrastrado por esa furia incontrolable, soy yo quien empuja a su abuelita sobre los rosales. Y la vieja cae de rodillas y se pega en la cara con los ladrillos del cantero y le empieza a salir sangre como un surtidor. Y gracias a eso se detienen las patadas que ya estaban en el aire y da tiempo a que el padre la levante casi en peso y corran hasta el jeep militar que los espera junto a la acera. Y soy yo el primero que se llena las manos con la tierra y las piedras del cantero y las empieza a tirar contra ellos, contra el jeep que ya ha arrancado y corremos detrás de él y seguimos tirando piedras hasta que dobla en la esquina y se pierde de vista.
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ni un mueble, ni siquiera su ropa, porque todo lo que hay en este país nos pertenece a nosotros, los revolucionarios y la multitud grita emocionada y levanta los puños: Fuera, fuera, fuera... Y el tipo vuelve a perderse dentro de la casa y se tardan mucho rato, muchísimo, hasta que por fin las vemos salir, ellas y su abuelita rodeadas de guardias, y detrás sus papás y más guardias, avanzando temerosos por el espacio que ha dejado en el medio el grupo de gente que vuelve a gritar a todo pecho: Pin pon fuera, que se vaya la gusanera... Pin pon fuera... y les halan el pelo y les pegan y los empujan a uno y otro lado de la multitud como si fueran muñecos de trapo, ante la sonrisa de complacencia de los oficiales. Y cuando estamos a dos pasos de distancia, Marlene levanta la vista y me mira a los ojos, empieza a abrir la boca como si fuera a decirme algo y entonces suena detrás de mí la voz del tipo de 12 grado: Qué clase de maricón tú eres, mi socio, la jeva se te va mansita y tú con esa cara de pasmao. Y en vez de decirle
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La gotera
Bibiana Camacho
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aymundo y yo terminamos nuestra convivencia en los mejores términos. Vivimos juntos por el simple hecho de ser buenos camaradas, pero sin tener un sentimiento ni de amor ni de pasión el uno por el otro. Después de la separación nos seguimos viendo con cierta regularidad. Poco a poco nuestros encuentros se espaciaron hasta que perdimos el contacto y casi lo olvidé. Un día, después de casi dos años de no saber nada de él, recibí un correo electrónico en el cual me pedía que cuidara su departamento durante tres meses, pues pensaba hacer un viaje largo. Acepté de inmediato, el tono de su mensaje no se prestaba a ningún tipo de negativa. Además pensé que sería una buena oportunidad para reanudar nuestra amistad. El departamento se hallaba muy cerca de mi trabajo, de modo que no tendría mayor dificultad en pasar una vez por semana a la hora de la comida. No nos encontramos antes de su partida. Me envió por correo electrónico las instrucciones precisas de lo que debía hacer, acompañadas de fotografías del departamento señalizadas con líneas y puntos rojos para indicarme donde se hallaban las cosas que necesitaría y a las que debía poner especial atención. Encontré las llaves del departamento sobre mi escritorio en un sobre cerrado sin ningún tipo de mensaje. Supuse que él mismo las habría llevado y al no encontrarme las dejó en mi lugar. La primera vez que fui a casa de Raymundo me sentí como en mi hogar. Conocía el espacio de memoria gracias a las fotos. El departamento estaba impecable, parecía la maqueta promocional de una empresa inmobiliaria o de una tienda de muebles. No había nada personal a la vista, ni fotos, ni objetos, ni detalles que pudieran darme una idea del tipo de persona que era Raymundo. Después de tanto tiempo de no
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curiosidad. Ya no sabía nada de él. No habíamos tenido oportunidad de vernos antes de su viaje y ni siquiera había escuchado su voz. El correo electrónico nos había facilitado las cosas, pero nos había distanciado más de lo que ya estábamos.
Laura Quintanilla
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saber de él, me parecía que no lo conocía y el aspecto del departamento no ayudaba en nada. Pensé en hurgar en los cajones y repisas en busca de algo que me diera indicios de cómo estaba llevando su vida. No tenía ningún interés específico, era simple
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Cumplí el ritual sin ningún contratiempo. Encontré cubetas y bandejas exactamente donde y como dijo que las encontraría. Dejé las ventanas abiertas mientras regaba las plantas y quitaba las hojas secas. Pasé un trapo húmedo sobre los muebles indicados en las fotos y aspiré los tapetes. Guardé los instrumentos en su lugar, cerré las ventanas, me cercioré de que todo estuviera en orden y salí del departamento. Durante un mes, de los tres que Raymundo permanecería fuera, visité el departamento una vez por semana y repetí las mismas actividades que el primer día, sin atreverme a hacer otra cosa que lo solicitado. Entraba y salía lo más rápido que podía. No me apetecía permanecer más tiempo que el estrictamente necesario para cumplir mis tareas. Raymundo me había dado total libertad para hacer uso del espacio. Podrías ver una película, cocinar o dormir si te apetece, siempre y cuando dejes todo en su sitio antes de marcharte, escribió en su último correo. El de-
partamento era muy lindo, pero tanto orden me agobiaba y todo el tiempo que permanecía dentro me sentía como una intrusa a punto de ser descubierta. Además, un ruido regular y persistente resonaba en mis sienes cada que visitaba el departamento, era como una gotera, pero, por más que busqué alguna fuga de agua, no encontré nada. La primera semana del segundo mes, mientras regaba las plantas, un aparatoso accidente de tránsito, justo enfrente del edificio, ocupó toda mi atención. Permanecí en el departamento más tiempo de lo habitual. Me entretuve frente a la ventana, mientras observaba los carros abollados y la discusión que se desató entre los dos conductores sin mayores consecuencias que un par de aventones y un acuerdo con el seguro para cubrir los gastos. Un par de veces, mientras observaba la calle, sentí como si alguien se moviera a mis espaldas, pero cuando me giré no vi nada y no le di importancia.
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tampoco podía pensar en una explicación convincente. Regresé con miedo, no sabía lo que me esperaba. Un olor nauseabundo me recibió en el pasillo. Aceleré el paso mientras maldecía a la vecina, una viejecilla de aspecto descuidado que vivía sola y que siempre estaba ávida de conversar con alguien; pensé que ella era la causante de la peste. Cuando abrí la puerta, el olor concentrado me golpeó de frente. Me tapé boca y nariz con la manga de mi suéter y entré con el codo por delante como si alguien o algo me impidiera el paso. Abrí todas las ventanas de par en par y busqué por todos lados la causa, sin encontrarla. Mientras la peste salía por la ventana me dispuse a regar las plantas con la firme convicción de largarme lo antes posible. Pensé que el hedor sería igual que el ruido regular y constante de una gotera que escuché desde el primer día: una imaginación o un hecho sin explicación por el cual no valía la pena perder el tiempo. Cuando terminé de regar las plantas miré los muros. El
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La semana siguiente encontré el tapiz de la sala hecho jirones, el resto del departamento seguía tan impecable como siempre. No me explicaba el nuevo aspecto y me preocupó que Raymundo pensara que yo había sido la causante. Me dispuse a realizar las tareas de siempre mientras pensaba en la mejor forma de resolver el problema. Al final arranqué un pedazo de tapiz con el propósito de conseguirlo y volver a colocarlo en las paredes. Raymundo no tendría porqué enterarse. Cuando salía del edificio caí en la cuenta de que había olvidado regar una de las plantas, me dio pereza regresar y confié en que tendría suficiente agua hasta mi próxima visita. El fin de semana lo dediqué a buscar el tapiz sin encontrarlo. Nadie reconocía el diseño ni como descontinuado. Parecía que se trataba de un papel de diseño italiano descontinuado hacía años. No quería ni imaginar la reacción que tendría Raymundo al ver su departamento y
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tapiz se encontraba en perfecto estado, pero el diseño era distinto. Mientras trataba de buscar alguna explicación, me percaté de que la planta que había olvidado regar la semana pasada estaba muerta. El esplendoroso color verde había sido remplazado por un gris rata y las hojas lucían marchitas. Me sentí desolada y culpable. No había nada que pudiera hacer. Removí la tierra y las raíces se hicieron polvo en mis manos. Enterré los restos de la planta en la misma maceta y terminé mis actividades con un sentimiento de culpa que amenazaba con perseguirme sin tregua. Maldije la hora en la que acepté hacerme cargo de un departamento de alguien que no veía hacía mucho tiempo. Raymundo y yo fuimos pareja y luego amigos, pero el tiempo y la distancia habían eliminado cualquier tipo de compromiso cuando me buscó para hacerme su petición. En el camino a casa pensé que podría no ser el departamento de Raymundo. No había nada que me recordara
a mi antigua pareja, no lo había visto ni hablado con él. Su dirección de correo electrónico no era la misma que le conocía. El incidente del tapiz despertó mi suspicacia, pero el de la planta me puso en un estado paranoico. Tomé la decisión de hurgar en todos los rincones en busca de algún rastro de Raymundo. Necesitaba estar segura de que se trataba del hogar de alguien conocido y de que mi estupor por el tapiz y mi pesar por la planta valían la pena. El ruido de gotera y el mal olor no tenían explicación ni razón de ser con alguien tan ordenado como Raymundo. En la siguiente visita llevé un repuesto para la difunta. Compré una planta que se le parecía sin estar segura de que se tratara de la misma; a decir verdad, me sentí totalmente incapaz de recordar el aspecto de la planta con exactitud. Cuando introduje la llave en la cerradura tuve unas ganas infinitas de largarme. Ya no percibía ningún olor, pero tenía la sospecha de que dentro me esperaba otra sorpresa poco agradable
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girarme para comprobar que no había nadie y que tampoco había viento con las ventanas cerradas. El ruido de gotera se hizo más insistente, como si hubiera aumentado su tamaño y permitiera la entrada de una cantidad mayor de agua. Salí del departamento y regresé al trabajo. Le escribí un correo electrónico a Raymundo en el cual le decía que lo sentía mucho, pero que no podía ni quería seguir cuidando su departamento, porque tenía una carga abrumadora de trabajo y porque me deprimía entrar a un lugar que parecía no haber estado habitado nunca. No le comenté nada de las extrañas experiencias; eran poco creíbles. Esperé la respuesta en vano. Si al principio dudaba de la identidad del dueño del departamento, ahora dudaba de mi cordura. Aunque había decidido no volver, todos los días jugaba con las llaves sin darme cuenta. Cuando llegó el día de la visita semanal, traté de ignorarlo y organicé una comida con los compañeros del trabajo para no tener la
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y no tenía ganas de enfrentarme a un departamento vacío e impersonal cuyo propietario era en realidad un fantasma. Aspiré aire y me dispuse a realizar mis actividades semanales: abrir ventanas, regar plantas, arrancar y tirar hojas muertas, limpiar muebles y aspirar tapetes. Cuando terminé, planté la nueva en la maceta vacía, con la seguridad de que no sobreviviría un solo instante. Luego me precipité a la habitación y abrí todos los cajones sin encontrar nada. Todo estaba vacío, no había ropa ni papeles ni objetos personales: nada. Mi párpado izquierdo saltaba con insistencia, me sentía dentro de un abismo, en medio de la nada, en un lugar inexistente. Salí de la habitación y cerré las ventanas. Cuando guardaba la aspiradora en su caja, sentí un cosquilleo en la oreja, como si alguien hubiera suspirado a mis espaladas. Una gota de sudor frío recorrió cada vértebra de mi espalda. Mi párpado dejó de temblar al instante. El miedo me paralizó y no fui capaz de
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tentación de volver. No sirvió de mucho. No pude dormir durante toda la noche. Era más fuerte mi curiosidad que mi miedo y mi fastidio. Sabía que el departamento había cambiado de algún modo y quería verlo. A la mañana siguiente me levanté temprano y encaminé mis pasos al departamento. En cuanto la cerradura cedió, dejé caer mis párpados. Empujé la puerta con mi pie y entré con los ojos cerrados. Cuando los abrí, las sillas y sillones estaban despanzurrados, con el relleno por fuera. El resto parecía estar en orden. No percibí ningún olor o sonido, la gotera parecía haber desaparecido. Abrí las ventanas, regué las plantas, corté y tiré las hojas muertas, limpié los muebles y aspiré los tapetes. La planta nueva estaba radiante, pero era totalmente diferente a la que yo había llevado y tampoco se parecía a la difunta. La luz de la mañana le daba un aspecto más acogedor al departamento. Me sentía más cómoda y relajada. Dejé caer mi cuerpo en uno de los sillones despanzurrados y cerré los ojos. La sen-
sación de que alguien pasaba corriendo frente a mí hizo que los abriera de nuevo. No había escuchado ningún ruido, pero la impresión de que no estaba sola era tan clara que sentía el cabello de mi nuca erizado. Me levanté del sillón y busqué en todas las habitaciones y en todos los escondites posibles sin encontrar nada. Estaba sola en un lugar que parecía no pertenecer a nadie. Salí confundida y decidida a no regresar jamás. Tiré las llaves en un basurero público fuera de mi trabajo y traté de no pensar ni en el lugar ni en Raymundo. Días después me arrepentí. La primera semana del último mes que Raymundo estaría fuera, salí de la oficina a medio día. Introduje las manos en el basurero fuera del edificio y lo primero que tocaron mis dedos fue el frío metal de las llaves que me esperaban. Me dirigí sin titubear al departamento. Todas las ventanas estaban abiertas. No se percibía ningún olor o sonido extraño. La planta nueva estaba esplendorosa. Las paredes y los muebles tenían el impecable
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Regresé al sillón y traté de tranquilizarme. Pensé que alguien derribaría la puerta en cualquier momento, la inundación tendría que ser evidente para los vecinos. Minutos después me levanté. Las ventanas habían desaparecido de los muros. Las puertas de las demás habitaciones estaban cerradas y no pude abrirlas. Traté de gritar pidiendo auxilio, pero mi voz era sólo un susurro. He decidido esperar a Raymundo. Paso la mayor parte del tiempo al acecho de los ruidos que inundan el espacio y que siempre son diferentes. Cada vez que despierto hay algo flotando en el agua que no había visto antes: un carrete de hilo, una pluma, un sombrero. El nivel del agua permanece invariable. A veces es turbia y otras es tan transparente que puedo identificar los detalles del suelo. Casi siempre me sobresalto con el chapotear de alguien que no está aquí. He perdido la cuenta de los días, sólo espero que Raymundo llegue pronto.
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aspecto de mis primeras visitas, pero se hallaban en lugares distintos. La sensación de otra presencia se acrecentó con ruidos que provenían de la habitación y la cocina, donde no había nadie. El miedo se convirtió en un terror paralizante. Me quité los zapatos y me recosté en el sillón más grande de la sala. Ignoré los ruidos que de pronto provenían de todos los rincones, como si hubiera gente murmurando. Traté de tranquilizarme, todo debía ser producto de mi imaginación. Me quedé dormida. Un eco constante me despertó. El departamento estaba inundado y varios objetos que no recordaba haber visto flotaban en el agua que alcanzaba no menos de 30 centímetros. Me levanté y busqué la fuente de la inundación. Todos los grifos estaban cerrados, no había ninguna fuga visible. Las coladeras del baño y cocina parecían estar tapadas. La puerta de entrada estaba atorada, ni siquiera podía mover el picaporte. Me costaba trabajo respirar, los párpados me temblaban y la vista se me nublaba.
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La línea cerrada Juan Pablo Vasconcelos
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errar los ojos, para Aurora, es un decurso de cuerpos y de incienso, sentir una visión espesa e instantánea entre las piernas: qué sombra ésta de sus huesos, qué perfecta depresión le cae al piso, como si el cabello, en sus curvas ligeras, incendiara con tristeza su propia oscuridad. Cierra los ojos y toda quietud es una sombra, un camino en sí misma que no ha de andar, también un retorno que la ahoga, una cuerda que la ata a su pasado: esta quietud que a párpados se expresa es el silencio, el cuarto de silencios donde está suspendida, donde ha cerrado los ojos, y en el cuarto no hay más que sus ojos, no hay más que el abrazo de muros asfixiándola con el humo de sí misma. Exhalar a estas alturas, sobre todo a estas alturas, es romper por última vez la cuerda, fingir que le gustó el aliento a hierba de su abuelo, negar que ahora piensa escapar del cuarto, desnuda como está y otra vez sobre su cuerpo se le venga la lluvia, correr como estas calles parecidas a ella, esclavas, y sentir la luz de la tarde sobre su cuerpo apiñonado y nostálgico; cómo se ha ido la llovizna y ahora es una tormenta, cómo su cuerpo parece un cristal sin dimensiones aparentes, y de pronto se transforma en nube, porque al transitar en la decisión de mantener los ojos cerrados o abiertos, la calle se ha ido, y la ha dejado sola en el cuarto, afilando este escape debajo del agua, dejando como sospecha su cuerpo mojado. Ahora que, sube la silla, es inevitable que recuerde su sombra sobre el musgo, y al ver el musgo, la barba del abuelo ahogándola de dolor y de asco, de suciedad anciana y polvo, verse bañada de ramas y semen, de esa mañana que le penetró las piernas con su boca de fosa y que hizo de los días una lluvia. Venía del colegio, con su licra pequeña y azul, rascándose la parte inferior de la espalda —no sin antes subir un poco la blusa y meter suavemente la mano debajo del cinturón— y,
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se le adiestra para el amor, para que nunca vuelva a sucederle estar en el musgo y ser tallada por ningún otro. Quería llevarla a la pasión para que no le contaran de experiencia, apretarle, como lo hizo, las muñecas, hasta sentir las venas dentro de su propia explosión, sin que estorbara la tierra que engranó sus cuerpos, sin que apareciera un guardabosques e
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de vez en vez, a cada cinco o seis pasos, acariciando la línea del calzón hasta bajar donde los muslos terminan y comienzan las nalgas: redondear con sus manos lo que no había más que redondear. El abuelo pensaba diferente, quería estar en esa fiesta redonda, bailar el tacto y traerla y llevarla por los sueños, traerla hacia su cuerpo como a una hija que
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interrumpiera la clase, o el fuero entre las piernas se le olvidara. Al menos eso logró el abuelo: hacer de Aurora una chica fibra que se usaba dos o tres veces para quitar las manchas de lujuria en sus compañeros; dejaba usar su sombra para que ellos la borraran y pensaran en todas las demás: instante de hacer el amor e imaginar a la primera, a la segunda, a la sexta, a la 28, contorsionando sus deseos. Aurora fue la mejor de la clase en opinión de Alberto, Marcelo, Nicómaco, etcétera. Era una chica modelo y lucía su título honorífico con sus licras azules: corona del cielo sobre sus nalgas. Le gustaba pasearse en las librerías cercanas porque sabe que ahí hay hombres observadores mirando más allá de las licras: más puede un seno que un diccionario, sabía que ellos pensaban. Uno, Galileo, logró saber que Aurora, después de cuatro sesiones, sin embargo, se movía. Y cómo no hacerlo, por otra parte, si Aurora cerraba los ojos como una musa, transmitiendo la zarza y los cal-
zones con sólo tocar sus pestañas un instante. Por eso Aurora piensa, ya subida en la silla, indecisa, altamente, si fue bueno salir con Galileo al bosque y mostrarle un poco de su formación abuelil; si fue bueno acelerarle el pulso hasta hacerlo musgo engarrotado en sus propias zarpas, si ese pulso corriendo hasta la ceguera hubo de cortar su trayectoria en el éxtasis, si matarlo con su cuerpo era una buena lección para que no le volviera a pasar que una mujer le hablara de experiencia sobre el musgo. Lo único seguro es que Galileo no se movía, es que Nicómaco y Alberto fueron a su sepelio con cara de asustados y de un placer inmenso por no estar en su lugar, aunque tal vez deseaban estarlo, y haber sentido ese cuerpo maratónico corriéndoles la espalda y asestándoles una marca de por vida entre la lengua. Al recordar la lengua, Aurora cerró los ojos y, lastimosamente, más de dos ramas de musgo le hacen el amor, y le aprietan los senos todas las manos de sus amigos, de
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cuerda que la ahoga, cierra difícil los ojos, pues ellos saltan y quieren irse de ese cuerpo moribundo. Para Aurora, cerrar los ojos a estas alturas, sobre todo a estas alturas en que se halla colgada en el centro del cuarto, con la silla sobre el piso, dejándola sola y suspendida en la sangre, con la cuerda que le cierra otras cosas, entre ellas la vida, cerrar los ojos a estas alturas, en que Galileo la saluda y quiere otra sesión de pulso ciego, en que de pronto el cuarto está quieto, el silencio triste y la lluvia no perdona, a estas alturas cerrar los ojos, en que todo lo ve desde allá arriba, para Aurora, es morir.
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su abuelo, que raspa el cuello como cuerda, dándole la última lección, y Galileo también está presente con su pulso quebrado rasguñándole la espalda, su cerebro es una bomba de recuerdos, sus huesos son una sombra quebrada, y en medio de ellos, la tristeza a garras que la asfixia, cerrando los ojos, una y otra vez, se respira el humo que es el aire, se mueve la silla, se tambalea el cuarto, la cuerda aprieta, el cuello tenue de Aurora es un caballo cazado que, apenas con la punta del pie, empuja la silla y en ese empuje la cuerda se tensa, y es una garra el musgo que le hace el amor, su garganta, una voz de auxilio apenas audible, es una
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El drama de Calixto Juan Antonio Rosado
El éxito santifica los medios.
Karlheinz Deschner
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on la muerte de su padre, poco después de cumplir los dieciocho años, Cayo Carpóforo Valeriano conquistó su herencia y los derechos que sólo adquirían los huérfanos de padre. Esto le proporcionó la libertad que muchos de sus amigos jamás gozaron. Vivió épocas de estudio y despilfarro, llenas de amor a la lectura y al ejercicio. Contrajo matrimonio tres veces y tuvo que sustentar a una considerable cantidad de hijos naturales y adoptivos. Se había cuidado de que la mayoría de sus esclavos le saliera gratis: era vieja su afición por tener más esclavas que esclavos para hacerlas parir al menos una vez por año, de modo que sus sirvientes se multiplicaban cada vez más. Gracias a la venta de cincuenta esclavos, Carpóforo pudo invertir el dinero necesario para fundar un banco cerca del mercado de pescados, con el fin de atraer la atención de los nuevos ricos, sobre todo de los cristianos. Era la época en que buena parte de ellos se había enriquecido mediante el negocio de destruir templos a los dioses y con las ruinas erigir otros a los nuevos santos, con sus inevitables estatuas y profundas, profundas alcancías. Hubo dioses y diosas que se convirtieron en santos de la noche a la mañana. Un día de febrero, durante la fiesta de las Lupercalias, dedicadas a Pan, ahuyentador de lobos, Carpóforo pagó veinticinco sestercios por una habitación en el burdel de Lica, a espaldas del circo. Nada podía hacer para que sus manos regordetas y el vientre inflado y tenso como un tambor dejaran de notarse. Una ramera de anchas caderas y pechos
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Tomada de Los dichos pícaros de Marcial, Aguamarina, 1993
abombados se despidió con efusividad mientras el viejo, con los ojos aún encendidos por la lujuria, se acomodaba la elegante toga amarilla. El encanecido Carpóforo había adquirido la costumbre de caminar lejos de las puertas por el hábito común de vaciar las bacinicas en la calle desde lo alto de las ventanas. Sin saber a ciencia cierta por qué, un fuerte olor a mierda le hizo recordar sus años de juventud y sus primeros anhelos de especular con
dinero ajeno. Fue entonces cuando decidió hablar con un liberto llamado Calixto sobre la posibilidad de atender un banco. Hacía años que Calixto había sido querido del obispo Víctor y muy amigo de la cristiana Marcia, favorita del emperador Comodo, lo que acentuó la confianza del negociante. Carpóforo necesitaba a un hombre educado en el seno del cristianismo para promover la confianza y la seguridad de su empresa.
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A pesar de la tolerancia del imperio en materia religiosa —tolerancia que, en cambio, no existía en el mundo político—, eran los años en que los primeros cristianos falsificaban testimonios y creaban mártires al por mayor. Esta argucia publicitaria incrementaba la riqueza del obispo de Roma y de la secta paulina. No hacía mucho, un obispo había inventado a dos santos en la ciudad de Milán. Carpóforo sabía bien que con las ruinas de un templo dedicado a Baco y destruido por los cristianos, ese obispo les había erigido a ambos santos unos modestos altares con alcancías, de las que obtuvo cuantiosas ganancias. Por ello pensó en Calixto como el hombre más idóneo para dirigir su banco. El liberto era duro, decidido, capaz de todo. Aún no cumplía los dieciséis años y era ya cabecilla de una banda de asaltantes. Por haber sido liberado a los catorce, siendo esclavo de un noble, se sentía con el privilegio de salir por las noches a violar mujeres de mala fama, hacer estropicios en los mercados
y burlarse a grito pelado de los estoicos. Participó en algunos enredos de los que salió beneficiado. Se llegó a rumorar que el incendio de una biblioteca conocida por su enorme cantidad de libros anticristianos fue provocado por Calixto y sus secuaces. En ese tiempo se hizo muy amigo de Carpóforo, miembro de la corte imperial y antecesor del arzobispo Marcinco, con quien tenía negocios ilícitos. Un día, a la hora en que el sol se ocultaba, los comercios cerraban, la gente se retiraba a sus domicilios, a las tabernas o a los burdeles, el liberto salía del mercado de pescados y mariscos en medio de túnicas y togas de distintos colores para ver a Carpóforo, quien lo esperaba frente a uno de los edificios oficiales cercano a la muralla que rodeaba la ciudad. Cuando Calixto llegó, los dos optaron por caminar en los alrededores de los baños de Labeón, concurridos por el viejo debido a sus púberes visitantes. —Calixto, confío en tu educación y en la nobleza
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llar son las mismas que se unieron a la concha de donde nació Afrodita... ¡Por Cristo que me volvería pagano si esas estupideces fueran ciertas! —Nuestro credo triunfará, mi estimado Calixto. Venceremos a como dé lugar. ¡Cuanto más mártires haya, el pueblo los aceptará con mayor facilidad! Hay ya un buen número de aristócratas cristianos. Es la novedad en todas las ciudades civilizadas. En cambio, esos paganos serán un hueso duro de roer... Mi anhelo es que el banco que tú dirigirás fortalezca nuestra causa. El plan es tener todo listo para diciembre, antes de las fiestas del Sol Invicto. ¿Qué opinas? —Los resultados hablarán por sí mismos. Días después, con la aprobación del arzobispo y de un grupo allegado a la nobleza adinerada, Carpóforo empleó el chantaje para despojar a una familia de comerciantes judíos de su tienda, situada en el mercado central de pescados. El establecimiento era amplio, de dos pisos y, sobre todo, llamativo. Días des-
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de quien fue tu amo. Te he llamado para proponerte que te encargues de una casa de ahorro. Amasaríamos una fortuna a corto plazo. —Sería para mí un honor colaborar con una empresa de tal calibre —gangueó Calixto con un gesto de triunfo. Sus ojos se tornaron ávidos y brillantes—. ¿Cuándo empezamos? —Lo antes posible, querido —contestó Carpóforo—. ¿Sabes? Julia, mi esposa, está harta de lucir una imitación de la famosa joya de siete hileras del templo alejandrino de Afrodita. ¡Los caprichos de las mujeres! En Alejandría hay todavía muchos paganos —Carpóforo pronunció esa palabra con un ademán de desprecio—. Mi mujer quiere el collar original, ¡el del mismo templo! Un carro tirado por caballos interrumpió brevemente la plática. Luego, acariciándose la mejilla con serenidad, continuó Calixto: —En eso tiene razón. — Su mirada de águila sonreía de modo ambiguo.— Aunque esos ignorantes campesinos creen que las perlas del co-
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pués, correría la noticia de que allí se abriría una casa de ahorro que prometería el crédito a largo plazo. Un grupo de soldados se encargó de desalojar con violencia a los judíos, quienes, a pesar de sus ruegos y amenazas, no salieron bien librados. Los judíos eran mal queridos y ningún romano se atrevía a mover un dedo por ellos, a no ser que fueran ricos o muy cercanos del emperador. Calixto casi no podía conciliar el sueño por la emoción de pensar en lo que haría con el dinero de los ahorradores. Ya tenía en mente un par de negocios que lo enriquecerían sin arriesgar el capital. Cuando el banco por fin fue fundado, el día de su apertura tres esclavos colocaron un enorme rótulo que cubría las dos ventanas del segundo nivel y que anunciaba las transacciones que los hombres libres podían ejecutar. Entre algunos nobles, el banco de Carpóforo fue llamado, con ironía, Banco Vaticano o Banco Suburra, pues Calixto de repente pregonaba a favor de los pobres, y los barrios de Suburra y
de Vaticano eran conocidos por su mala fama y extrema pobreza. El viejo Carpóforo se decía con cierta complacencia mezclada con ironía: «Tácito escribió: infamibus Vaticani locis. Yo haré algo mejor». Todo aparentaba orden y sencillez. Numerosos cristianos y viudas romanas habían depositado sus riquezas en el nuevo banco. Los dueños anteriores del establecimiento fueron indemnizados por Carpóforo, lo que propició la confianza de los judíos y motivó a algunos de ellos a depositar sus ahorros. Calixto se sentía tan seguro, que empezó a especular con el dinero de las viudas. Se alió con un agricultor para instalar un inmenso mercado de frutas y legumbres al lado del acueducto, en la parte sur de la ciudad, pero el negocio fracasó por las sequías. El liberto invirtió entonces el capital de los judíos en cien esclavas traídas del norte de África para abrir un burdel. Sin embargo, la mitad de ellas no pertenecía a quien se decía su dueño y hubo amenazas de cárcel. El supuesto
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Al escuchar los gritos, Carpóforo se vistió con prontitud. No sabía si creerle al antiguo dueño del navío. Se hallaba confundido. Recordó la amenaza de cárcel para Calixto y pensó que no hay chisme sin algo de verdad. Tras interrogar a Probo, reunió a cincuenta hombres y se dirigió a la costa, donde lo aguardaban tres navíos más veloces que el de Calixto. La densa noche con escasas estrellas, acompañada por brisa helada y tenue neblina, cubría el mar cuando el liberto se vio súbitamente acorralado. Con los ojos fuera de órbita por el nerviosismo, pidió clemencia y luego se arrojó al agua junto con dos esclavos que, al no saber nadar, sucumbieron con rapidez. —¡Captúrenlo! ¡No quiero que muera! —exclamó Carpóforo. Dos corpulentos esclavos se lanzaron al mar. A pesar de la neblina, del furor y la frialdad de las aguas, tomaron al liberto como si fuera un muñeco desprovisto de miembros y lo llevaron a cubierta. El cuerpo maltrecho
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dueño huyó a Egipto con el dinero del banco en un navío robado que zozobró a mitad del trayecto. Carpóforo sólo se enteró de la amenaza de cárcel. Para evitar que el chisme de su fraude llegara a oídos del negociante, Calixto le mostró el dinero, el oro y las joyas de los cristianos. Si bien el banquero se retiró con tranquilidad, ahora el liberto tenía que recuperar lo que había malgastado, a como diera lugar. Una noche de marzo, impotente y desesperado, seguro de que de un momento a otro Carpóforo descubriría sus despilfarros, Calixto decidió huir con dos esclavos hacia Oporto. Tomó los bienes de los cristianos, un carruaje y le compró un barco a Cayo Probo, viejo constructor de naves asentado en Roma. Hecha la transacción, Probo salió de su hogar, corrió apresuradamente hacia el domicilio de Carpóforo y, agitado, gritó desde la calle: —¡Carpóforo, has sido burlado por tu socio! ¡Despierta, ciego! ¡Tu negocio está en bancarrota, en bancarrota! ¿Me oyes?
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y los constantes ruegos no impidieron que Carpóforo lo insultara y abofeteara. —¡Maldito traidor! Al día siguiente, encadenado de cuello y manos, Calixto fue condenado en el tribunal a trabajar en las Calandrias por el resto de su vida. Sin embargo, casi desde el primer momento de su cautiverio, reconoció a uno de los carceleros, Malabrus, antiguo servidor de quien le había dado la libertad. Trabó amistad con él y se hicieron amantes. Cada noche, Malabrus lo visitaba en su celda. Calixto lo persuadió de que lo dejara escapar. Aún no transcurría un mes cuando el liberto huyó con las vestimentas de un recién ejecutado. Bajo la luz de la luna, cruzó algunas callejuelas hasta que se aproximó al mercado de pescados. La ansiedad, el nerviosismo, la carencia de dinero no lo desesperaron. Pasó la noche en una esquina, donde decidió venderse como esclavo al primer funcionario público o magistrado que viera. Sin dudas, esto le traería privilegios: su
pasado quedaría borrado al convertirse en propiedad de un rico, que lo protegería de ahora en adelante. Durante la mañana del sabbat, un judío joven, acompañado por otro más viejo, observó de lejos a Calixto: —¿No reconoces a ése? —murmuró el joven, abriendo los ojos al máximo. —Sí... Se parece al que le prestamos dinero. Nunca nos lo pagó. —¿Tú crees? ¿No estaba un poco más gordo? —Mejor vamos a cerciorarnos. Los judíos se aproximaron a Calixto. Al reconocerlo, le pidieron cuentas, mas el liberto se hizo el desentendido. —No sé de qué me hablan. Uno de los hombres, enfurecido, lo tomó del brazo y lo jaló con violencia hasta hacerlo levantar. Calixto quiso huir, pero ambos judíos le propinaron una paliza y lo llevaron con Fusciano, el prefecto de la ciudad. Ante el funcionario, para defenderse, Calixto se declaró cristiano:
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complicidad de sus amigos cristianos, una lista de embustes, intrigas y estratagemas, Calixto consiguió cada vez mayores ventajas en la política clerical. Logró, por ejemplo, que se expulsara al obispo Hipólito por estafador y oportunista. Gracias a esto, el liberto lo sustituyó como nuevo obispo de Roma. En aquellos tiempos, era proverbial la frase «Conviérteme en obispo de Roma y me hago cristiano al momento», atribuida al prefecto Pretextato cuando se enteró de los ingresos del papa Dámaso. Con su poder, firme en la convicción de que a su muerte lo convertirían en santo, Calixto —o San Calixto, como él mismo se llamaba en la intimidad— promovió el aborto y el uso de medios anticonceptivos, predicó el adulterio y consideró a la prostitución como pecado menor. «¿Quién eres que tergiversas y cambias todo...?», le escribió en una ocasión Tertuliano, célebre por su cristianismo militante y su desprecio de la razón. Tras muchas rencillas entre cristianos por motivos de
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—Escúchenme. Éstos son judíos. Yo soy cristiano. ¿En quién van a confiar? —Señor prefecto —interrumpió uno de los funcionarios presentes, que conocía la trayectoria de Calixto—, aguarde un momento. Yo sé quién puede dar fe de este individuo. Voy a alertarlo. El funcionario salió a toda prisa y pronto regresó con Carpóforo, quien le dijo al prefecto: —Fusciano, no le creas a éste, no es cristiano; debe mucho dinero que ha desfalcado. Tres esclavos llevaron a Calixto a un cuarto contiguo, lo despojaron de sus ropas y lo azotaron durante más de una hora. Fusciano dispuso su deportación a las minas de Cerdeña, la Isla de la Muerte. Mucha fortuna tuvo el liberto de que allí se encontrara uno de sus viejos amantes: el obispo Víctor, que aún ejercía cierta influencia en el emperador. El corrupto fue puesto en seguridad esa misma noche. Años después, ya muerto el obispo Víctor y con la
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dogmas e interpretaciones, con los años Calixto desapareció del panorama político. Algunos contaron que los alguaciles de Severo Alejandro lo arrojaron a un pozo, por lo que fue considerado mártir y se le veneró como santo durante un tiempo. Otros, no obstante, dijeron que había sido ejecutado por el pueblo. Alguien afirmó que se lanzó por una ventana tras un prolongado encarcelamiento. Casi todos propagaron que el Señor Jesús lo había castigado «por mentiroso», pero que
gracias a su santísima misericordia le había otorgado el poder de realizar milagros. Se estableció entonces un santuario y, acaso porque lo confundieron con otro Calixto, se llevaron a cabo cientos de peregrinaciones en su honor, que retribuyeron a la iglesia cuantiosas ganancias.
«
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos». Jorge Luis Borges
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Oswaldo Buendía Galicia A Dana
P
róxima estación: Mártires. Has cambiado mucho desde la última vez que te vi. Son siete años. La gente cambia, Lorena. Hace siete años me decías, con tu voz ahogada en lágrimas, no me amas. No nos engañemos. Es mejor así. ¡Tú cómo chingados sabes lo que siento!… ¡Mejor lárgate si es que lo vas a hacer!… Y lo hiciste. Tienes razón. La gente cambia. Lleve el periódico. Entérese de la trágica muerte del escritor Abel Caín… Supe lo de Perséfone. Lo siento, Virgilio. Cuándo regresaste a Ciudeath. Hace algunos días. Estoy viviendo en el Barrio Central. Allí encontramos su torso. Sabía que era ella por la serpiente tatuada entre los senos… Perséfone. ¿Sigues en la policía? Sí. Maldito trabajo de mierda. … Por qué volviste, Lorena. Otro día. Aquí bajo. Me dio gusto verte. Para qué volviste. Arrojo los papeles sobre la mesa y me sirvo un trago mientras escucho los mensajes de la contestadora. Dónde te metiste. Quedaste de pasar por mí. El líquido transparente me quema los labios como el recuerdo de un beso incendiario. Olvídalo, Virgilio. Más vale que tengas una buena justificación. No tengo ninguna, Ágatha. Virgilio, soy Samuel, investigué a la esposa del escritor como me lo pediste.
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Lorena blues
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Cambió su nombre después de haber estado en una clínica para locos. Háblame. Ya lo esperaba. Una mujer como ella no puede estar totalmente cuerda. Me siento y leo los papeles que traje.
Nombre: Lorena Olivares. Y tú cómo te llamas. Virgilio Acosta. Ah, como los poetas. Eso creo… ¿Quieres beber algo, Lorena? La bebida es una buena forma de conocer a una mujer. Vodka. Bien.
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unos a otros como parte de un ritual erótico. ¿Te acuerdas que queríamos ser uno de ellos?, le pregunté, pero no contestó. Estoy muy cansada: hoy grabé todo el día, me dijo, minutos antes. Por qué sigues actuando esa mierda. ¡Otra vez! Ya lo hablamos, Virgilio. Sí, pero… ¡Pero qué! Estuviste de acuerdo. Lo sé. ¡No, Virgilio, tú no sabes nada! ¿Crees que tu puto trabajo de puerco vale más que mi pornografía?... ¡Contéstame! ¿Crees que vales más sólo porque a ti no te cogen diez cabrones a diario?... No, Virgilio, tú no sabes nada. No, ya nos habíamos convertido en dos malditos perros. ¿Bueno? Necesito verte, Lorena. ¿Virgilio?... Qué… Te veo a las siete en Dante’s. ¡Espera! … Quién llamó. …Del trabajo. Maldito enfermo. Por qué me haces esto. Y ahora. Ahora qué. Te había perdido ya. Lo supe cuando la vi. Quién es ella, Virgilio. Lorena. Ah, tú eres
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Dos, por favor. Ocupación: Escritora. Y qué escribes. Lo que quiero ser… Lo que pude haber sido. No sé…, la vida. Siempre he pensado que los escritores no sirven para nada. Es posible; pero tú qué haces. ¿Qué hago?... Estado civil: Casada. Cuál es la razón. Detesto el compromiso. No me imagino despertar a diario con el mismo hombre. No seas ridícula. Debe de existir un motivo mucho más sólido para no comprometerte que ése. Qué tiene. Es simple. Y tú complicado. Por qué te casaste. Domicilio: Avenida Estigia 7, Barrio Central, c.p. 61324, teléfono: 52-61-43-22. Dejo los papeles de nuevo en la mesa y enciendo un cigarrillo. El sonido del tabaco quemándose me trae a la memoria viejos recuerdos. Volutas de humo giraban oscuras entre la penumbra de la habitación. A mi lado, ella dormía aún vestida sobre la cama. Perséfone. Me levanté a mirar un momento por la ventana mientras terminaba de fumar. Dos perros jugaban, silenciosos, en medio de la calle. Se mordisqueaban
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la escritora. Y tú debes ser Perséfone. Veo que te ha hablado de mí. Sí, me dijo que tú ya le habías notado el parecido con Camus. Así es, pero los dejo. Nos vemos después, Virgilio… Qué pasa. ¿Nos coges a las dos?... Contesta. Para qué. ¿Para qué? Nunca te he importado, ¿verdad? Lorena… No, no nos engañemos. Pero… ¡Déjalo, Virgilio! ¡Entonces lárgate, si es que lo vas a hacer!… Y ahora me necesitas. Maldito seas. Aún me tienes. Todo este tiempo y aún me tienes. Nunca me has dejado marchar por completo. Pareciera que mi cuerpo sigue clavado a aquella cama con tu verga encarnada entre las piernas. Pareciera que todavía sigo muriendo poco a poco a cada embestida tuya, yéndome en segundos a la mierda por ti. Sí, todavía sigo tus órdenes como una puta amaestrada. Tu voz aún pesa en mis recuerdos ochenta y seis kilos más que el olvido, aún gime en mi piel con el sonido de un diabólico orgasmo que me mata. También necesito verte. A la mierda el mundo… ¿Te sientes bien?
Sí, estoy bien. ¡Espera!... Le cuelgo. Su voz queda suspendida dentro del cable telefónico. Son las once y cuarto. Ágatha no tarda en llegar. Busco otro poco de vodka para hacer que la espera fluya más rápida por mi gañote. ¡Maldición!, tendré que salir… Suena el teléfono. ¿Será ella? Vuelve a sonar. ¿Y si no es ella? ¡Puta! Que deje el mensaje. Virgilio, soy yo de nuevo… Menos mal. ¿Sí? ¿Escuchaste mi mensaje? El de la esposa loca. Exacto: la maldita estuvo en el siquiátrico. ¿Piensas que es culpable? Por qué no. A ella le da una crisis y pum, pum, adiós esposo. Es posible, pero no lo creo. Ella amaba a ese hombre. Cómo lo sabes. Ágatha acaba de llegar. Nos vemos mañana, Samuel. Detesto mentir, pero hay cosas que es mejor callarlas. No le dijiste la verdad. Acepté que me acostaba con las dos. Ya sabes a qué
La veo sentada en una de las mesas de afuera. Debajo de la gabardina negra lleva un pequeño vestido del mismo color que apenas le cubre la mitad de sus blancos muslos. No trae ropa interior, lo sé. Viniste, le digo, detrás del oído, antes de sentarme. Ella no contesta. Esos cristales negros no son suficientes para ocultar su mirada nerviosa. Estás temblando, le digo. ¿Tienes frío? Inmediatamente ella se cubre las piernas con la gabardina. No seas tonta, Lorena, le digo, mientras enciendo un cigarrillo. El humo me llena los pulmones con violencia y despido una enorme
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me refiero, Virgilio. Y qué querías: ¿que me tachara de enfermo? Olvídalo ya. ¿Tú le has dicho a alguien? No. ¿Entonces? Te dije que lo olvidaras ya. Hay cosas que más vale callarlas. Lo sé, Perséfone. No puedo decirle a Samuel lo del correo de la viuda. He encontrado al maldito que mató a mi esposo y voy a vengarme. Sé que usted entenderá. La pondría bajo arresto. Debería importar un pito si una viuda quiere vengarse. Todo el mundo tiene sus razones. Un cuerpo mutilado fue suficiente para mí hace tres años. La encontró aquel vagabundo. Bien, quítale la puta sábana… Uno no piensa nada cuando encuentra en medio de un callejón el cuerpo mutilado de la mujer a quien ama. No, lo único que pasa por la mente es una metralla de imágenes que destroza tu cerebro. La recuerdas inmerso en un mar de odio y violencia. Sólo quieres venganza. Quieres ver muerto a todo el mundo… Qué te pasa, Virgilio. ¿La conoces?... Sí, es mi hermana Perséfone.
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bocanada que se estrella en el viento. Qué le dijiste a tu esposo, le pregunto. Nada. Nada, ¿eh? Sí, nada. No tengo por qué darle explicaciones de mi vida. Te entiendo… Salgo con alguien. Ayer ya no me dijiste por qué no pasaste por mí. Espero que esta vez no culpes a tu trabajo. No, Ágatha, no lo haré. Bien, dime. Voy de salida. Te llamo en la tarde. Para qué me dices eso, Virgilio. Lo creí conveniente. ¿Es serio? ¿Me vas a venir ahora con celos, Perséfone? Es una mujer. En nada se compara con los diez cabrones que te cogen todos los días. ¿Es serio? ¡Deja de preguntar con una chingada! ¿Acaso te interesa mi respuesta? Sí, sí me interesa. ¡Pues no lo sé! Sólo la miro y veo tus ojos. Es como si te estuviera buscando a ti en otro cuerpo. Pero yo estoy aquí. Lo sé, Perséfone. Lo sé. ¿Es serio? No más que tú. Adónde me vas a llevar.
Ya lo sabes, Lorena. Caminamos sin dirigirnos por un tiempo la palabra. Está nublado. Él fuma en silencio mientras avanzamos por la Avenida Seis de Marzo. Me pregunto qué piensa. Hace siete años me hacía constantemente la misma pregunta y ahora otra vez. Qué piensas, Virgilio, cuando fumas de esa forma, cuando exhalas aquel humo como palabras grises que se evaporan. Qué piensas. ¿Recuerdas acaso a la puta de tu hermana Perséfone? Para qué. No te entiendo, Virgilio. No sé por qué caminas como si no existiera. Si te interesara un poco no tendría que matarte. Maldito seas, Virgilio, no te entiendo. Y quizá es por eso que he regresado: porque quiero entenderte. Si tan sólo hablaras. Si tan sólo me dijeras una puta palabra, no tendría que jalar del gatillo. Háblame, Virgilio. Háblame y mando todo a la mierda por ti. Quiero pensar que no soy la imagen de un fantasma olvidado, que no soy ninguna perra en brama que lucha contra el recuerdo de una
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Es un cuarto viejo y oscuro. Siete años de polvo parecen haberse acumulado desde la última ocasión sobre los muebles y las maderas del piso. El hedor de la mugre trepa por las paredes como cucarachas mohosas. Ella está de pie en medio de tanta porquería con una elegancia que me pone molesto. Es hermosa; pero no es ella. Le quito los lentes y encuentro sus lágrimas. La miro y veo tus ojos. No le pregunto por qué llora. Le absorbo el llanto con los pulgares y la beso como se besa a una hermana, pero ella apenas mueve los labios. Paso una mano por debajo del diminuto vestido y siento la calentura de su clítoris. Miro su rostro y leo en él una pregunta que no quiero comprender. Le retiro la gabardina y la dejo caer sobre el piso. Las maderas me devuelven un sonido metálico
que llama mi atención. Entre aquel montón de la tela negra descubro un revólver Colt 38 oculto como un cadáver en un río de agua sucia. Qué es esto, Lorena. Una pistola. Ya sé que es una pistola, pero qué haces tú con una. Es por esta maldita ciudad. Claro, Ciudeath, le digo mientras me siento en la cama. ¿No me crees? ¿Piensas que iba a matarte? No lo harías: te conozco. Lo sé, Virgilio, le digo hincada entre sus piernas. ¿Podrías matarme? Por qué lo harías. No lo haría, Virgilio, le respondo al tiempo que desabotono su pantalón. No he sido muy amable contigo, Lorena. No importa, digo sosteniendo su verga semierecta entre mis dedos. Es suficiente con reconocerlo, añado. Sabes, cuando supe lo de Perséfone me alegré tanto que cogí toda la noche imaginando que la verga de mi esposo era la tuya, Virgilio, le digo con una sonrisa. No esperaba
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actriz porno muerta. Dime algo, lo que sea. Dime algo y te dejaré vivir. Dime lo que sea y soy toda tuya una vez más… Aquí es, Lorena. HOTEL. Sí, aquí es.
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eso, lo sé. No importa. Me llevo a la boca su pene cada vez más flácido con el deseo de levantarlo y sentirlo atravesar mi garganta. Lo chupo con la misma ansiedad con la que una niña idiota lame una Tutsi. Lo meto y saco de mi boca mientras lo miro con los maliciosos ojos de una estrella porno. Él me pasea sus manos por la nuca, destejiéndome el deseo a cada caricia. Se aferra a mi cabello con la fuerza de un toro embravecido y me empuja su pubis hasta restregarme sus vellos en el rostro. Me gusta. Pronto huelo el temblor de sus piernas y el sabor de su semen que sale de mi boca. Lo veo mirar cómo limpio el esperma de mis labios con mi lengua. Desnúdate, me dice. Me pongo en pie y me quito este pequeño vestido, dejando al descubierto un cuerpo totalmente blanco y húmedo. Él se levanta y me introduce de nuevo sus enormes dedos en la vagina. Me gusta. Túmbate en la cama, me dice, mientras lame la baba de sus dedos. Ven, le pido ya en la cama. No habla. Se quita el saco muy despacio. Me
dedica una mirada dudosa y pensativa. Perdóname, dice. ¡BANG-BANG! La sangre nadaba sobre su cuerpo como una nata rojiza en un charco de leche. Parecía una muñeca de porcelana maquillada de carmín y con un moño de negro terciopelo entre las piernas. Ven. Aún creía escuchar su voz salir de aquel cuerpo inmóvil. Ven. Maldición. ¡Cállate ya! Saqué de nuevo el arma de la sobaquera y le volví a disparar. Sus mugidos habían cesado por completo. Tomé mi saco. Encendí un cigarrillo y la mire por última vez antes de cerrar la puerta. Adiós, se escuchó sólo dentro de mi boca. ¡Virgilio! … ¡Virgilio! ¿Sí? ¿Estás bien? No lo sé. ¿Qué piensas? Nada. Mejor dime qué tenemos. Hombre de 30 a 35 años. Le volaron la cabeza y las bolas con una 9 mm. Lo extraño, Virgilio, es que lo
No, no es fácil escribir. Es duro como partir rocas. Pero saltan chispas y astillas como aceros pulidos. Clarice Lispector
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hallamos en el mismo sitio Quizá no tiene impordonde hace algunos días tancia. Sí, tal vez todo sea encontramos muerto, tam- inútil. bién con una 9 mm, el cuerpo Qué dices. del escritor Abel Caín… Nada, Samuel. Nada. Qué se mata cuando se mata. ¡Oye, tú! Toma tus fotos desde otra parte. Estás contaminando la escena…
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La astuta
Oralia Meléndez
C
asi puedo oler sus vísceras calientes. Sé que está aquí, como hace dos meses, como la semana pasada y como ayer. Cerca. Esperando que yo abra la puerta y busque la luz para respirar aliviada de tanto pesar. Ya siento cómo se mueve. Se acerca suavemente, con pasos de felino, olfateando mi sangre. Quisiera devorarme, lo sé. No puede engañarme. A mí no. Estoy acostumbrada a analizar el comportamiento humano; la esencia del hombre en toda su infinita miseria no es algo que yo desconozca. Se equivocó de víctima, se equivocó. Siento el acecho de su venenoso deseo, percibo cada uno de los placeres que anhela saciar con mi pálido cuerpo. Soy tan perspicaz, como grande es la sutileza con que evado sus intentos de acercarse. Ya huelo su vaho. Miro sus ojos clavarse en mis pasos. Sé qué quiere de mí. Meter entre mis senos su mano fría y oprimir fuertemente uno de ellos para robarle su calor, para tratar de excitarme con su insaciable deseo. Pero no, quizás quiera algo más. No es difícil imaginar sus intenciones, lo vi ahí, entre los asistentes a la conferencia que dicté ayer sobre la muerte; no, específicamente sobre el asesinato que perpetra Macbeth. Lo vi. Vestido de negro, una mano rozando extrañamente su barbilla y la otra cruzada sobre su abdomen, con la amplia espalda echada hacia atrás y uno de los pies, en un gesto profundo de macho entero, sobre la rodilla de su otra extremidad. ¡Qué zapatos tan limpios! Y la bufanda tan, tan, larga. Eso ya no se usa, es ahora hasta ridículo, pero nunca desmayada entre sus piernas, con la intención de cubrir no sé qué protuberancia exaltada en la imponente atmósfera donde brotaba el deseo de matar. ¡Ah!, matar. Eso es: ¡el cabrón quiere matarme!
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un plan macabro depositado en el oído de un cómplice) se arrastraba por el micrófono. Recuerdo todavía cada una de mis palabras:
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Mi voz se escuchaba claramente. Con lentitud de tarántula, un susurro grave y misterioso (equivalente al secreto y a la intimidad de
Algunos no vivimos, morimos diariamente. Alimentamos la fatiga con el tiempo que pasa, y esperamos en la eterna mascarada (a la que hemos quedado anclados con nuestro nacimiento) la cálida paz de la inconciencia: la muerte. En tiempos de pesadumbre: la muerte querida, la cálida muerte, la santa muerte, la muerte absoluta, en definitiva, la muerte paz. Hoy, sin embargo, hablaremos de la muerte como estamos acostumbrados a verla en nuestro entorno: teñida de sangre, de violencia y manchada por los sentimientos repugnantes que la denigran y la hacen aparecer como una miserable desvergonzada que se pone al alcance de manos torcidas, como un medio para alcanzar el fin deseado: el asesinato. Y quién mejor para decirnos, con la expresión más desvelada en el cinismo absoluto, la verdadera cara de la locura y de la ambición, que William Shakespeare. Sus palabras desnudas, ríspidas hasta la deformidad malsana, todavía
Laura Quintanilla
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estremecen los corazones más salvajes que puedan generar la rabia y el dolor; sin embargo, qué dulce Shakespeare, con cuánta ternura muestra los desvaríos de la inmundicia y la tortura en que se hallan los lastimeros que caen, víctimas de sus propios delirios, de su locura infinita, de su testaruda debilidad. Nunca condena a nadie. Su dureza se reduce a poner en palabras lo indecible, y cuánta desfachatez hay en las bocas de sus personajes, que sin miramiento alguno profieren las ruindades que más ha callado la humanidad, que más han disfrazado los cobardes en una infinita sed de justificar sus bajos deseos, hasta ante su propia conciencia. Se dice: mato porque soy inteligente, no por matar, no por batirme en la sangre de mi enemigo y henchir mi sucio corazón con su caliente sangre. No mato porque se revuelve en mí una bestia salvaje que sólo se sacia con el líquido humor del inocente, del adversario o del hermano. No mato porque desee sentir en mis colmillos los desgarrados músculos del otro; no, nunca es por eso. Tampoco por desequilibrio, jamás; en la astucia, no cabe tal desliz. Ya no somos incivilizados. Hemos «refrenado nuestra fiera condición», no lamemos, con delicia y egoísmo, los restos carcomidos de un cadáver aún caliente, los tiernos miembros de un niño abierto en canal o la grasa de una vieja gorda que nos exalta hasta el verdadero paroxismo. No, sólo hacemos lo necesario para adquirir un puesto mejor en el trabajo, el dinero que necesitamos para salvar a nuestros seres queridos, fastidiar a quien nos molesta, quitar de enmedio a quien nos impide amar sin ataduras o a quien no nos permite pasar primero, etcétera hasta el firmamento. ¿Por qué, estúpidos seres humanos, no aceptamos que matar es la mejor forma de acortar el camino entre nuestro deseo y nosotros? En realidad, lo único que nos diferencia de un león, que se despabila cuando siente hambre y se prepara para zamparse el fresco muslo de un antílope, es que la necesidad que vamos a satisfacer no es el hambre fisiológica,
Un ligero sudor recorría mis manos mientras hablaba, pues podía notar cada segundo sus pupilas sobre mis labios. Bebía uno a uno los estertores de mi imaginación y, esporádicamente, respiraba muy hondo y se movía con discreta inquietud. Cuánto me hubiera gustado ponerme de pie, gritarle a todos que allí estaba una alimaña, alimentando en mi contra no sé qué tantas amenazas en sus dedos crispados. Pero me contuve, no podía demostrar alguna falta de equilibrio. El control es absolutamente necesario para generar credibilidad. No obstante, si hubiera podido, le habría cruzado la cara con mi mano salvaje y, echada sobre él, habría buscado su garganta con mis colmillos al aire, con la cara convulsa,
convertida en la ira misma, hundiendo mis garras en su insolente pecho seductor. ¡Uhm, cuánta lubricidad! En mi próxima charla hablaré de la satisfacción sexual asociada al dolor. Me inquieta saber por qué me estimula la libido el pensarme sobre él, con su cuerpo entre mis rodillas y el vestido levantado sin cuidar el pudor, mientras la sangre chorrea en su cuello al contacto de mi hocico, no... de mis fauces, qué digo, de mis labios inocentes y ofendidos. Todo el público gritaría a mi alrededor, pensarían quizás que yo estoy loca y que esto no lo ha provocado él con su estúpido acoso. Un hombre fuerte me levantaría por la cintura arrancándome de él, mientras mi cuerpo en vilo se
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sino el hambre del instinto más terrible, el de la destrucción, en el pálido estertor de la locura. Pero, pobres hombres, su propio reflejo los mata. Soportar esa verdad es inconcebible y, por ello, quienes se entregan, en un momento de exaltación de los sentidos, a llevar a cabo tales actos, terminan por destruirse a sí mismos. El hombre no se acepta fiera, la incongruencia de sus actos con sus sentimientos razonados le confunde y le amilana, y, cuánto más cruel puede advertir su maldad materializada, más es su desprecio por sí mismo. «Monstruo de su laberinto».
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revolvería en grotescas contorsiones, pateando fuerte las piernas al escurrir la espuma confundida con la sangre de él, furtiva desde mi boca, alojada fatalmente en el blanco de mi vestido que escogí para la ocasión. No. No le di ese gusto. Probablemente eso quería, provocar una situación en la cual quedara en ridículo mi teoría de la congruencia. Yo digo constantemente en mis análisis de la conducta humana que pensar bien, decir lo que se piensa y hacer lo que se dice es fácil, cuando utilizamos nuestra volición de una manera positiva. Pero sentir y pensar lo mismo es tan difícil que la congruencia ya me hace ruido en el alma. Son patrañas. Vivir así sería muy aburrido. Por ejemplo ahora, ahora mismo, ¿quisiera lamer desesperadamente amorosa sus hombros... o cogerlo del cuello y apretarlo como si fuera un pollo? No lo sé, qué flojera. Voy a salir. Me está esperando. —Hola. —... —No me mire así. Sé que puede estar molesta porque
últimamente la he seguido, pero me gustaría tanto platicar con usted. Me llamo Adrián, ¿no se enoja si la acompaño hasta su auto? —No. —Gracias. Eso me da ánimos. Es usted muy especial. He estado en todas las conferencias del ciclo La Condición Humana que ha dado este año. En particular, me agradó la última, la de William Shakespeare. —(No sé qué quiera usted, jovencito, pero retírese porque puedo ser muy poderosa). Normalmente, no entablo charla con los desconocidos, pero ya que insiste, por qué no tomamos un café. —Fabuloso, doctora. Es usted increíble. No esperaba menos de su cordialidad. ¿Le gustaría ir al Misterio? ¿Lo conoce? Es un lugar solitario y agradable, a media luz, pero sirven un café increíblemente aromático y delicioso. —Está bien. Cualquier sitio es lo mismo. Sólo me interesa saber por qué me ha seguido. Estoy cansada... ¿le importaría que la charla fuera en mi casa?
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bordar la fatídica emoción, pero no llegó el mar a hacer oleaje. Antes de que pudiera seguir, deslicé el picahielos de lado a lado en su cuello. Él ya ni siquiera me miró, pero adiviné sus pensamientos. Probablemente le habrá dado tiempo de concebir con cuánta habilidad me adelanté a sus intentos. ¿Qué es eso? ¿Qué tiene en la bolsa? Veamos: ...Yo fui su alumno, ya no se acuerda de mí. ¡Por Dios, la admiro tanto! Pero hoy sí le hablaré. Me armaré de valor y le diré cuánto la he querido en secreto. —¡Qué infantil. Querer engañarme con este papel!
a novela es como un veneno lento, y el cuento, como un navajazo. Marina Mayoral
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—Me siento turbado por su confianza, pero acepto. Le agradezco infinitamente su elegante gesto. Recostado en el sillón de terciopelo rojo, ese chico no parece ahora tan malicioso. Quería madrugarme. Pero, ¡cómo!, ¿yo hablando en esa forma tan vulgar? No me lo permitiré. ¿Qué hago ahora con este lunático? Mira que pensar en mi muerte. Con cuánta facilidad me he adelantado a su perverso plan. Mientras le servía una copa, no paraba de hablar. Cuántos elogios, me sentía verdaderamente mareada en el mar de su chapucería. Que si yo grande, que si yo hermosa, por un momento logró conmoverme y hasta sentí mis ojos líquidos a punto de des-
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Sensación térmica Carlos Sarti
Acá lo que te mata es la humedad. Dicho popular de Buenos Aires
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edro de Mendoza era un grandísimo hijo de puta. Venir a fundar una ciudad en este pantano atroz y encima ponerle Buenos Aires. Bienaventurados los que no han padecido un verano de los de acá. El viento del norte trae una baranda pútrida llena de moscas, huevos de rana con aliento de jungla y mosquitos amazónicos, mientras el sol te disuelve los sesos, las paredes sudan, el alquitrán se pone blando en las calles y hay tanta humedad que podés nadar por el aire. A toda hora la tele transmite musicales de mujeres en bolas desde balnearios paradisiacos a los que jamás voy a ir y mi vecina adolescente se pone remeritas cortas, sin corpiño, exhibiendo su delicioso ombligo con un piercing dorado y su pancita plana apenas cubierta por una tenue pelusa rubia, lugares a los que tampoco voy a acceder nunca. Silvina tenía razón, el problema de mi vida es el calor. Me derrito. Me fundo en un charco de grasa, pelos y sudor, mientras una cucaracha enorme me contempla desde arriba de la tele. Hoy hace quince días que me cortaron la luz. De las entrañas de la heladera gotea un agua violeta cuyo olor es difícil de explicar. Este fenómeno ha dado origen a una enorme laguna en la que chapotean plácidamente cientos de gusanitos amarillos. Creo que en el armario de la cocina queda un poco de Raid con lo que podría generar la gran extinción masiva lárvica, pero para llegar hasta el armario obligatoriamente debo atravesar la laguna. Imagino a los gusanitos buceando raudos hacia mis pies, luego pegándose en mis talones e introduciéndose por los poros y las rendijas de
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las uñas y entonces dejo todo como está y que naden nomás. Me estiro entre selvas de pelusa, mechones de pelo de perro y algún que otro preservativo usado, intentando alcanzar la batería del control remoto que se perdió hace como tres meses. Debajo de la cama aún perdura el almizcle melado de Silvina en el interior de una de sus medias panties. Alcanzo la pila y rezo porque le quede algo de carga como para prender el radio. La música siempre ayuda a soportar mejor el calor de las noches de verano. En Buenos Aires cada quien tiene su método para sobrevivir a estos meses de mierda. Silvina, por ejemplo, se duchaba con agua fría para después desparramarse desnuda bajo el ventilador de techo, abriendo bien las piernas para que el aire le refrescase las gotitas de agua atrapadas en los pliegues de su feminidad, porque
Sandra Pani
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ahí es donde siempre tuvo mas calor. No era raro encontrarla durmiendo en el piso, que siempre está más fresco que la cama, o sorprenderla bañándose a las tres de la mañana y saliendo sin secarse de la ducha para después volver a echarse desnuda abajo del ventilador. Otras veces vaciaba las cubeteras de hielo en la bañadera y hacía siestas de inmersión hasta que la gelidez del agua equilibrase su ardor natural. Yo le regalaba ventiladores de techo, ventiladores de pie, ventiladores portátiles y me recostaba a abanicar durante horas su hermoso cuerpo desnudo con lo que tuviera a mano, pero con el calor de ella nunca alcanzaba. Lo nuestro anduvo más o menos hasta una de esas noches de diciembre en las que sentís que los testículos se te evaporan en el slip y el sudor te empapa las rodillas. Llegué tarde de la oficina y encontré a López Rega con palpitaciones, lamiendo los kiwis de cera del centro de mesa, que yacía solitario sobre la alfombra del living. Ni rastros del juego de comedor,
ni de mi colección de ventiladores, ni de Silvina. Como a los quince días nos volvimos a ver, en el súper, más específicamente en el sector de lácteos. Fue extremadamente cariñosa, preguntó por López Rega y por la gotera del pasillo. Hablamos de la humedad y en medio de la charla cordial, sin dejar de revisar las fechas de vencimiento de los yogures con cereal, me lo comentó: «No fue nada con vos, sabés?, pero el calor de tu casa no me lo banco». Después supe que estaba viviendo con un gerente de marketing en cuyo penthouse ventoso con vista al río hay un enorme aire acondicionado a control remoto. Todavía metido abajo de la cama inserto la pila en la diminuta Sanyo y contemplo las estampidas de bichitos de humedad que despierta Keith Richards en las praderas del dormitorio. Cierro los ojos y me dejo llevar por el ritmo de Brown Sugar. Pienso en Silvina, metida en la bañadera, sumergida en champán frappé hasta sus mágicas tetas omnipotentes mientras bebo a sorbos el caldo de su
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Cuando el lunes siguiente volví a entrar a la cocina, noté que la carne seguía allí. En ese momento de desolación, cuando el enorme vacío empezaba a chorrear sangre sobre el mesón, ante la mirada morbosa de los bichitos de humedad y las moscas, sólo atiné a meterlo en el congelador. Ahora mi heladera está a punto de explotar. Antes del derrame cerebral mamá venia bastante seguido, ordenaba un poquito el departamento y le daba de comer a López Rega. El viejo le había dejado una buena guita que ella iba gastando alternativamente en homeópatas y astrólogos según le afectara la luna o la tiroides, y en sus chow chow, claro. Odiaba a Silvina con un asco premonitorio igual que Silvina la aborrecía simétricamente, quizá porque mamá siempre sintió frío hasta en el más inclemente de los veranos, y no bien ponía un pie en el departamento iba desenchufando los ventiladores —que yo compraba con tanto esfuerzo— y cerrando las ventanas, que según ella generaban terribles corrien-
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lubricado recipiente de terciopelo. En eso el volumen baja abruptamente y la Energizer fallece en mitad de la canción para dejarme debajo del colchón con la boca llena de pelos de López Rega. La puerta de la heladera ha desarrollado una gran joroba que amenaza con explotar en cualquier momento. Imagino que tiene que ver con el olor que despide el líquido violeta de la laguna de la cocina. El otro día intenté recordar lo que había adentro cuando cortaron la luz. Apenas pude acordarme de unas conservas tucumanas, los botes de frijol que dejó Silvina, varios filetes de merluza y un gran vacío. Y no hablo de un vacío en términos físicos o metafísicos, sino de uno en términos cárnicos. Aquella tarde mamá había aparecido con tres kilos de jugoso vacío que había comprado para alimentar a sus chow chow (que en ese entonces sólo se nutrían de carnes finas) y después de tomarse un par de tés, hablar mal de sus vecinas y comerse mis galletitas dulces se marchó, olvidando el vacío en el mesón de la cocina.
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tes de aire. Recuerdo que en mi casa de Boedo jamás se abrió una banderola ni para sacudir el polvo de las alfombras, la estufa marchaba fija de abril a noviembre y nada de entreabrir la puerta de calle sin antes cerrar la del zaguán. Era muy cálido mi hogar. Cuando chico, mamá me tejía coloridos pullovers y gorritos, y durante el invierno no me dejaba ni asomar la nariz si no era para ir al médico o a la escuela. Así y todo, una tarde, el viejo empezó a toser en el living mientras leía el diario y siguió tosiendo durante tres días. Al cuarto, murió de pulmonía. López Rega y yo debimos de haber nacido con los mismos genes, porque no bien asomaba el verano, el pobre también se derretía de calor. Estaba viejo y medio ciego, y con ese profundo olor a alfombra sucia que no se le iba con nada. Ya en los primeros días de diciembre uno lo veía buscando algún rincón fresco del departamento para echarse a lamerse las patas y esperar la vuelta del otoño. La última vez que lo encontré estaba abajo de
la mesita del living. Tenía la lengua afuera y los ojos congelados en una mirada triste. Según el veterinario, fue un tumor gástrico. Yo sé que se murió de calor. El techo está negro de tantos mosquitos y, en los esquineros, las arañas hacen fiestas. Atrás de una maceta encuentro el último pucho. Tiene la carnosa huella de su rouge impresa en el filtro. Lo prendo. Aspiro el humo alquitranado con el gusto a durazno de su boca y no puedo contener la erección. Silvina era una liebre, una vagina con pechos, un calamar ninfómano que te atrapaba con sus tentáculos y te exprimía como un limón. Nunca más voy a tener una mujer así. A este paso nunca más voy a tener una mujer. Tocan a la puerta. No es raro. A esta hora siempre aparece el administrador y me tira una circular con un ultimátum. El pobre hombre está en problemas, después de cortarme la luz, el gas, el agua y el teléfono, se quedó sin argumentos amenazantes. Igual viene puntualmente, con sus circulares llenas de errores ortográficos, movido
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la cabeza con una almohada y trato de pensar en cualquier cosa, pero el ronroneo de los carriers atraviesa las plumas de ganso y se instala en mis tímpanos; sólo me queda el recurso de tomar el martillo y aporrear la cañería del baño hasta que los apaguen. Generalmente, después de media hora de martillazos se cansan y los desenchufan. Entonces puedo dormir. La noche avanza, pero yo no. Me despierto. Soy una brasa sudorosa que se consume sobre el colchón y no puedo dejar de pensar en Silvina y en mis ventiladores y en los vecinos que volvieron a prender sus aires acondicionados. El verano es como una peste que se cierne sobre Buenos Aires. Se cuela por las rendijas de las puertas y los zócalos de las ventanas, lo cubre todo con su manto pegajoso y me aplasta como a una hormiga, y por más que busco a Silvina entre las sábanas ensopadas de transpiración, no la encuentro. Pedro de Mendoza era un hijo de puta. Tanto terreno baldío en este país y vino a fundar una ciudad acá. Justo acá.
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por la inercia del deber y los insultos de los vecinos que le exigen que haga algo. Cuando empezó el mal olor, incluso llamó a un cerrajero, sin comprender que un hombre atrincherado no deja flancos al descubierto. Estuvieron como una hora desarmando la cerradura blindada que mi mamá me regaló para Navidad. Recién ahí descubrieron que la puerta estaba atornillada al marco. Intuyo que el temor a los escándalos les hizo desestimar la idea de llamar a los bomberos, así que el hombre sigue tirando las circulares por abajo de la puerta, aunque sepa que de acá no me saca ni muerto. El pucho se termina. Sólo me queda fumar hojas de enredadera envueltas en papel de resumen vencido de tarjeta de crédito, porque definitivamente es un mal momento para abandonar el vicio. La noche arde y el ronroneo de los aires acondicionados de mis vecinos es como un taladro que me perfora el bulbo raquídeo. Los imagino fresquitos, recostados en sus sofás, haciendo zapping. Entonces los odio más. Me tapo
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Reinventario
Guadalupe Flores Liera
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n esta casa no ocurre nunca nada. Sólo reina la paz. Una paz extensa, eterna y olvidada. Los muebles han permanecido siempre en el mismo sitio y la voz se ha guardado para no competir con la densidad de una calma sonora y observante. Se sueña solamente con escapar un día, con atravesar en silencio las paredes también calladas, con acariciar los muebles pesados y oscuros en un toque de adiós definitivo, con salir a un jardín en cuyo centro se levanta una fuente dormida, con mirar por última vez las tapias coronadas de bugambilias y enredaderas, con cerrar tras de uno el viejo portón que divide la realidad bulliciosa y viva con una ensoñación de estar despierto y sin la posesión de uno mismo. Se sueña con atravesar una ciudad, cargada de un aire doloroso y denso, calles eternas y sombrías y seguir de frente, sin detenerse nunca para mirar atrás, hasta dar por fin con uno mismo. Finalmente uno despierta con una sensación de aburrimiento y los ojos, al abrirlos, le duelen por el choque de las imágenes que logran penetrar, y con el pecho oprimido por una angustia de no saber quépasa; los pies, por costumbre, terminan por descender al piso frío para sentir el cosquilleo desagradable de la vida que entra desde las plantas y llega al corazón anunciando con tumbos que un día más c omienza. Se camina un poco hasta llegar a la ventana y se mira hacia afuera para buscar la cara que hoy ha puesto el día. No hay nunca nada, los ojos se entregan a una calle fría, a un viento f río, a un cielo frío y, después, a una taza de café también frío. El pecho no carga nada nuevo, n o hay un impulso que obligue a abrir los brazos, el corazón, la cabeza, y cada día que pasa se vive como un transitar por las calles que van y vienen y no llevan jamás a parte alguna. Se vive solo, en una lenta prisa por acabar con todo lo que se respira a dia-
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Laura Quintanilla
y hacerlas recobrar sentido hasta convencernos de que sí ha habido un pasado. Después, los minutos se asientan en su cauce y el río de horas fluye incesante hacia ninguna parte. La puerta se abre, pero, distinto al sueño, uno v a hacia un sitio conocido y entrega sus instantesa los otros a sabiendas de que ha de volver al cabo, un poco más cansado, un poco más triste, un poco más sintiéndose la nada. Pero hay aquí una pausa, se transita un poco por los rincones olvidados de la memoria, se recuerda una fuerza incapaz de revivirse, se duda, y finalmente se retorna el camino de regreso hacia lo her-
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rio, con silencio, esperando que la anulación del tiempo termine por carcomerlo todo, y carcomernos. Se ha aprendido a vivir con la parsimoniosa man sedumbre de un árbol que agita el ramaje porque el viento pasa, pero que no se mueve nunca y permanece allí abrazado a sus raíces. Se busca un mañana escarbando en el ayer y el hoy se pierde por la cercanía, porque los ojos buscan un más allá al que no se le encuentra nunca forma, porque no existe. El reloj no se oye más y si a lguna fecha importante se viene encima es para arrastrar con ella el peso de otros años, de otras palabras, de otras imágenes
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mosamente cotidiano. Hay horas por delante y aquella vacilación se transforma en una idea absurda, no hay más caminos que éste que nos pone de nuevo ante el umbral del sitio en que se encuentra lo único que sabemos hacer. No hay otra luz que la de los faroles que alumbran la conexión de las horas perdidas con la incesante soledad de días perdidos también. Se sabe entonces, cuando se confirma el final anunciado horas atrás, que se ha cumplido al pie de la letra con el compromiso adquirido quién sabe c uándo, de complacer a los demás que nada piden haciendo nada nuevo y esperando el final, en el vacío incompartido, el destello de
una luz prometedora que no se enciende nunca. Y los ojos se cierran de nuevo en la incesante p ersecución de un sueño que ojalá se cumpla algún d ía, cuando la fuerza de ayer consiga levantarse y la palabra olvidada resurja como un golpe rompiendo el cristal que divide la inútil costumbre de no ser nada con la inesperada identidad que uno habrá de inventarse. Es por eso que todo se detiene aquí, en este instante, en esta vacilación, en esta pausa que se v uelve absurda porque no recobra nada y uno se entrega de nuevo al continuo silencio al recordar que ni en nosotros ni en esta casa ha pasado ni pasa nunca nada.
En la punta de un cerro, en la profundidad de la selva, de madrugada, con trago y cigarro o sobrio, en la soledad más sola, triste o meditabundo, de cualquier forma, llena tu vida con un cuento. Carlos López
Mónica Lavín
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ntré a la casa con el atado de leña y un entusiasmo desbordado. La sentí tibia y amable frente al frío de la tarde. Me costó trabajo meter la llave en la cerradura y sostener el atado con un solo brazo. Por eso al entrar dije un hola abierto, sonoro, mientras me agachaba para deslizar la leña sobre el piso. Juan me miró desde el sillón donde leía el periódico; acostumbraba hacerlo por la tarde, cuando llegaba del trabajo. La pequeña Marisa lo acompañaba aún con el uniforme del colegio puesto. Hacía su tarea en la mesa baja del centro de la sala, sentada sobre el piso. Los dos levantaron la vista de sus respectivos deberes y no acertaron a contestar mi saludo. Me acerqué a colocarles un beso, uno en la mejilla olorosa a hombre de Juan, otro en el rostro aduraznado y terso de Marisa. —Qué bien se está aquí —dije, frotándome las manos y quitándome el saco de lana. Me seguían con la vista, callados; sofocaban mi alegría con su silencio. —¿Pasó algo? —pregunté, mirándome en el espejo antiguo que colgaba del comedor. Me acomodé el pelo desarreglado por el viento. —Mamá —dijo Marisa, mientras me dejaba caer sobre el sillón opuesto al de Juan—, no tenemos chimenea. Miré a Juan, que hundió los ojos en el periódico. Ahora fue mi silencio el que pareció colgarse en la habitación, como una gran sábana en un tendedero, ocultándome de la vista de mi marido y mi hija. —¿Chimenea? —balbuceé con torpeza—. Es que es invierno. Pero la sábana del desconcierto seguía allí entre ellos y yo. Hacía diez años que vivíamos en aquella casa mediana, de suburbio, con paredes de tablarroca para separar cuartos de
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El atado de leña
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baño («muy útil para que ustedes modifiquen el espacio a su gusto», había alardeado el vendedor), con una estancia reducida donde el respaldo del sillón rozaba con la mesa del comedor. —Pronto será Navidad —dije, para ganar razones a la desesperación. —Pero nunca hemos tenido chimenea —dijo Juan en un tono tajante, con el periódico abierto y detenido frente a él, disipando la sábana que los ocultaba de mi vista. —Sería lindo —dijo Marisa y volvió al cuaderno. —Mis padres tenían chimenea —dije, meciendo los pies y tomándome fuertemente las manos. —¿Sí? —preguntó Marisa, que no conoció la vieja casa de sus abuelos. La habían vendido para mudarse también a una casa pequeña y práctica con las paredes de tablarroca y efectivamente —como alardeaba el vendedor— habían hecho de dos habitaciones una sola enorme, como suite, con solo serruchar una de las divisiones.
—Era una casa de piedra, en un barrio antiguo de la ciudad. —Nunca prendían la chimenea —acotó Juan, desde la sección de deportes del periódico. No contesté. Era absurdo explicarle mi infancia y mi adolescencia. Se percudían al contarlas. Pero yo las miraba con más frecuencia últimamente, a lo mejor porque los años que Marisa tenía me llevaban al jardín y al fresno alto, a la terraza con alero y a la chimenea oscura y fría, que se encendía contadas veces, pero esas veces eran espectaculares. —El abuelo compraba leña tosca, mucha, y se apilaba los lados de la boca de la chimenea para la Navidad. —¿Aunque no hiciera frío? —preguntó Marisa insistente. —Aunque no hiciera frío. —Las lenguas amarillas del fuego lamían los ladrillos de la chimenea, parecía un paladar gigante. —En esta ciudad no se necesitan las chimeneas y los
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—Son dulces y espesas. Pero es preciso que te quemes un poquito descascarándolas. Y las manos se te tiznan, lo de adentro es blanco y algodonoso. —Les deben gustar a las ardillas. —Y a mí. Me había quitado el saco y traía una blusa ligera. Sentí la habitación fría y miré la leña. Rebanadas de tronco fibrosas, cortas y secas. Algunas cubiertas por la corteza oscura, color crema el resto. Vegetales remembranza de bosque, olorosos a resina. El atado soltaba su aroma en el espacio reducido de la sala. Seguramente eran trozos cortados con hacha de algún encinar. La ciudad estaba rodeada de pinos y encinos. No podía desprender la vista del mazo compacto de trozos de árbol, inútiles en esa habitación. -Lo olvidé, Juan- dije de pronto con tristeza. -Sí, lo olvidaste- subrayó. Sus brazos deteniendo el periódico. Mis manos engarzadas la una en la otra.
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bosques sí —se inmiscuyó Juan. Marisa detuvo sus preguntas. La maestra de educación ambiental estaría de acuerdo con su padre. Miré a Juan. Necesitaba saber por qué había olvidado que no teníamos una chimenea en casa. Era un olvido grande. —Ganó el Morelia —dijo, contento. —Aquí no tenemos portería —lo agredí. Marisa nos miró a uno y a otro. —¿Lenguas amarillas? —preguntó, invitándome a seguir la historia, a pesar de la conciencia ecológica de su padre. —Amarillas y azules. Al principio jóvenes, altivas, bruscas y luego azules y rojas entre las brasas, más calientes, pero menos llamativas. Entonces el abuelo colocaba la plancha con las castañas. —¿Castañas? Nunca he comido una. Yo creí que eran comida de ardilla. —Cuando las asas se reblandece el interior. —¿Y saben bien?
Greguerías
f i b Ramón Gómez de la Serna
La f es l grifo d ab el e
ec
edari . o
La b es el ama de cría del alfabeto.
La i es el dedo meñique del alfabeto.
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>
> q
es
un
gato qu
b la c a e z a. ó
La
Q
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x
La x es la silla de tijera del alfabeto.
ü La ü con diéresis: dos íes siamesas.
ep
er di
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las íes y sus puntos
La Cuba negra de Lydia Cabrera Oscar Rocha
L
a identidad de un pueblo está marcada por circunstancias históricas y culturales de cualquier índole. Su real descripción siempre estará condenada a la insuficiencia. Sin embargo, el descubrimiento de algunos rastros de esta identidad arrojará nuevas luces a la comprensión del pasado y presente de una civilización. Lydia Cabrera descubrió las huellas de su pueblo, Cuba, muy lejos del lugar de su nacimiento. Como lo indicó en alguna ocasión: «Descubrí a Cuba a orillas del Sena»1. Ella devela su origen negro en un país lejano, Francia, que a principios del siglo xx bullía, como toda Europa, de curiosidad por la cultura negra. Es, en estas circunstancias, como ella inicia esta necesidad de encontrar pistas de su propia identidad en la cultura africana. Producto de esta vocación son los veintidós relatos de Cuentos negros de Cuba, escritos con el único propósito de llenar de imaginación la recuperación de su amiga, la escritora venezolana Teresa de la Parra en Suiza. Estos relatos fueron publicados, por primera vez, en francés en 1936. Contes nègres de Cuba suscitó alabanzas de escritores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, quien lo valoró «como una obra única en nuestra literatura. Aporta un acento nue-
Rosario Hiriart, «Prólogo», Cuentos negros de Cuba, Lydia Cabrera, Icaria Editorial, Barcelona, 1989, p. 16 1
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Walo Wila Walo Kende Ayere Kende3
No es extraño que Guillermo Cabrera Infante haya descrito la prosa inclasificable de Lydia Cabrera como «antropoesía»4 por la recuperación de las tradiciones y la belleza de su prosa poética. Lydia Cabrera encontró la negritud de su pueblo, Cuba, a través de la investigación constante de las huellas del pasado africano en la isla. Combinó su labor de narradora e investigadora del folclor cubano para desentrañar lo negro de su sangre. Sus narraciones (Cuentos negros de Cuba, Ayapa: cuentos de Jicotea, Francisco y Francisca) e investigaciones (El monte, Yemanyá y Ochún) son un continuo descubrimiento del folclor en Cuba. Cuentos negros de Cuba es un libro de ritmos negros autóctonos, con metáforas de profunda belleza, en sus páginas se plasma el sincretismo de la cultura criolla, el origen negro 2
ídem, p. 20 Lydia Cabrera, ob. cit., p. 61 4 Nedda G. de Anhalt, Lydia Cabrera: Cuentos negros de Cuba, en Sábado, 577, 22 oct, 1988, p. 3 3
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vo. Son de una deslumbradora originalidad»2. Cuatro años después, apareció en La Habana, en su versión al español. En la isla, muy pronto, se convirtió en un libro central de la literatura cubana. Esta obra es una invitación a develar los vestigios de la cultura africana en Cuba a través del mundo mítico afrocubano. En sus páginas, habitan lo mismo seres humanos, dioses, animales o santos, orishas en el folclor cubano, en espacios íntimos y pequeños paraísos, todos ellos en una sola unidad, el cosmos de las leyendas afrocubanas. Sus cuentos rebasan el límite de la prosa y se acercan más al verso o al canto. Algunas de sus narraciones no se leen, se cantan a partir de pequeñas frases que a fuerza de repetición crean un ritmo poético:
y blanco del cubano. Para leer a Lydia Cabrera necesitamos todo nuestro cuerpo. Sus cuentos son un festín en donde se escucha el rítmico bongó y las cantos en lucumí a punto de desgarrar la hoja; se baila, llevados por los orishas, con bailes frenéticos que borran las letras con las que son descritos sus pasos; se vive en un mundo donde no existen condicionamientos morales, el pecado no existe, se habita en el placer de las cosas. Cuentos negros de Cuba es una obra de belleza intensa y de estados placenteros. En este número, incluimos el cuento «Arere Marekén», de Cuentos negros de Cuba, que es sólo una muestra de la obra de esta autora de grandes ecos universales. Dispóngase a cantar, reír, bailar y, sobre todo, explorar su mundo alucinante.
Manuel Mendive
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Lydia Cabrera
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a mujer del rey, que era muy bella, parecía doncella. El rey la quería siempre a su lado, pero ella iba al mercado todas las mañanas. Mientras se vestía, el rey le estaba diciendo: «Arere, no dejarás de cantar. Arere, no dejarás de cantar». Este rey era celoso, porque Arere parecía doncella y él empezaba a ser ya viejo. Este rey tenía una piedra que el mar le había dado. Cuando Arere cantaba, cantaba la piedra con la voz de Arere y el rey guardaba el canto en el hueco de su mano. La reina se iba cantando a la plaza con bata de cola muy larga, muy blanca y la cesta al brazo; la reina Arere cantaba así: Arere Marekén, Arere Marekén, Arere Marekén, kocho bí, kocho bá Arere Marekén; ¡rey no pué estar sin yo!
Corriendo como una nube, llegaba al mercado: Arere Marekén, Arere Marekén, Arere Marekén, kocho bí, kocho bá Arere Marekén; ¡rey no pué estar sin yo!
Llenaba su cesta de muchos colores; corriendo y cantando volvía al palacio adonde ya el rey se impacientaba. Asomaba Arere: la mañana, la calle, todo se alborozaba, pero nadie, nadie se atrevía a mirarla de frente, si no era Hicotea: Hicotea que estaba enamorado de la mujer del rey, de Arere Marekén. Un día, por el camino sólo venía la reina...
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Arere Marekén
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Hicotea, escondido en un matojo, ya oía el oro de sus manillas y un oleaje de enaguas y volantes como camelias dobles; ya estaba de vuelta la reina cantando: «Arere Marekén, ¡rey no pué estar sin yo!». (Y el rey, atento, en su palacio.) Hicotea salió a su encuentro. —¡Reina, el mismo Dios te bendiga!. Arere tuvo miedo, pero dejó de cantar para decirle: —¡Gracias, Hicotea! —y luego— ¡qué imprudencia! Si el rey lo sabe.... —El rey lo sabe y me matará —y le cerró el paso—. Espera un poco; que te gocen mis ojos, Arere, y nada más... Hicotea era joven; Arere no podía dejar de sonreír. Arere Marekén, Arere Marekén, Arere Marekén, kocho bí, kocho bá Arere Marekén; ¡rey no pué estar sin yo!
—Adiós, Hicotea... —Arere, un poco más... En la mano del rey se fue apagando el canto. Después Arere corrió mucho y el corazón le temblaba; temblaba en el canto, temblaba en los dedos crispados del rey, su dueño. —¡Arere! ¿Por qué callaste, Arere Marekén? —Hoy el camino estaba lleno de charcas. Me recogí la cola. Por cuidar de no mancharla, rey, me olvidé de cantar. Arere Marekén, Arere Marekén, Arere Marekén, kocho bí, kocho bá Arere Marekén; ¡rey no pué estar sin yo!
El rey estaba atento en su palacio. Por el sendero solo, ya la reina volvía de la plaza, entre el revoloteo de sus palomas blancas de percal: otra vez Hicotea la detuvo; otra vez Arere dejó de cantar.
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Arere Marekén, Arere Marekén, Arere Marekén, kocho bí, kocho bá Arere Marekén; ¡rey no pué estar sin yo!
El rey estaba atento en su palacio. Hicotea en la emboscada. Arere venía corriendo, corrien do como una nube. (Y los guardias del rey la seguían a distancia.) Hicotea besaba los pies de la reina. —Ven, Arere: se ha secado el rocío... ya la yerba, tibia, huele a sol. Y la mano del rey se heló de silencio. Pero llegaron los guardias, se apoderaron de Hicotea, se lo llevaron al rey, que lo vio mozo y dijo: —¡Muera a palos! «Arere Marekén, Arere Marekén...». Aquella mañana murió Hicotea de tantos palos que el rey mandara; y la reina lloró, pilando maíz, tostando café... Por fin llegó la noche, con la luna lunera, cascabelera. Hicotea —todo en pedazos—, resucitó. ¿Y quién diría que su cuerpo no era áspero, sino duro, liso y suave? Tantas cicatrices por el amor de Arere, de Arere Marekén.
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—¡Arere! ¿Por qué callaste, Arere Marekén? —Hoy perdí una de mis chinelas nuevas, rey. Buscándola, me olvidé de cantar.
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cuentogrรกfico Los endebles huesos de tu condena
Fernando Reyes
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Flor Aguilera (México, df), periodista, poeta y narradora, estudió en la Escuela Dinámica de Escritores de 2004 a 2006. En 2006 obtuvo la beca de Residencias Artísticas en el Extranjero del Fonca y del Consejo de las Artes y Letras de Québec. Tiene tres poemarios publicados por Editorial Praxis: El último vuelo fue a Shanghai (2002), El sacrificio de los lirios (2003) y 55 cuadros por segundo (2005). En 2005 publicó la novela Diario de un ostión. Odette Alonso Yodú (Santiago de Cuba, 1964) es poeta, narradora y ensayista. Su cuaderno Insomnios en la noche del espejo (Chetumal, 2000) obtuvo el Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén 1999. Publicó los poemarios Cuando la lluvia cesa (2003) y El levísimo ruido de sus pasos (2006). Radica en México desde 1992. Iola Benton (México, df) es coautora del libro de poesía Y cantan los pájaros azules (Editorial Praxis, 2004). Ha expuesto en galerías de México y del extranjero, donde ha obtenido reconocimiento por su excelente trabajo. Su obra forma parte de importantes colecciones públicas y privadas. Oswaldo Buendía Galicia (Chimalhuacán, estado de México, 1983) estudia la licenciatura de lengua y literatura hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Bibiana Camacho (México, df, 1974), lingüista, bailarina y encuadernadora, ha colaborado en La Tempestad, dco Danza, Cuerpo Obsesión, Replicante y Eje Central. Rogelio Guedea (Colima, México, 1974), poeta y narrador, es autor de los poemarios Los dolores de la carne (Editorial Praxis), Testimonios de la ausencia (Editorial Praxis) y Senos, sones y otros huapanguitos, entre otros; de narrativa Al vuelo y Del aire al aire. Colaboró en el periódico Excelsior; es columnista en La Jornada Semanal. Mónica Lavín (México, df), escritora y periodista, estudió biología en la uam-Xochimilco. Asistió al taller de Mempo Giar-
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colaboradores
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dinelli. Es autora de los libros Cuentos de desencuentro y otros (1986), Nicolasa y los encajes (1991), Ruby Tuesday no ha muerto (1998), entre otros. Colabora en publicaciones de divulgación cultural y científica. Es maestra de la Escuela de Escritores de la Sogem.
Oralia Meléndez Rodríguez (León, Guanajuato, 1965) es licenciada en lengua y literaturas hispánicas por la unam. Estudió la maestría en educación en la Unimex. Es profesora de lengua española en la enp desde hace 15 años. Su primer libro publicado es el poemario Cuando medra el silencio (Editorial Praxis, 2007). Fernando Reyes Sandoval realiza ilustración, historieta, animación web y diseño gráfico para diferentes medios de comunicación. Oscar Rocha (México, df, 1980) estudia la licenciatura de lengua y literaturas hispánicas en la unam. Ha participado en diversos talleres literarios.
Carlos Sarti (Montevideo, Uruguay), narrador, ha publicado cuentos en periódicos y revistas de América Latina y en la Antología del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Caracas (1994). Juan Pablo Vasconcelos (Oaxaca, 1978) cursó talleres literarios con Guillermo Samperio, Coral Bracho y Sergio Ramírez, entre otros. Publicó el libro de cuentos Alevosía (2001) y de poesía Los ojos de la máscara (1999) y La siembra (2000, Premio José Carlos Becerra). El tres es un número misterioso y mágico. Casi nada en el universo existe sin tener relación, de manera directa o indirecta, con el número 3. El ciclo vital se da en 3 fases: nacimiento, vida, muerte. Pitágoras, en el siglo vi a.c., pensaba que en los números se encuentran los secretos del universo. El número 1 es la esencia primera, de donde todo procede y principio del conocimiento. El 2 representa lo femenino y es el primer número par, relacionado con el movimiento y la ciencia. El 3 es masculino y número perfecto (principio, medio y fin).
vivir,
aprender, imaginar:
2007
Cuentos para
Revista trimestral número 3
Cuentos de • Mónica Lavín • Rogelio Guedea • Guadalupe Flores Liera • Flor Aguilera La
Cuba negra
El Puro Cuento
Retazos, de Mónica Lavín Editorial Praxis
número 3
de Lydia Cabrera
Guillermo
Samperio en su tinta