El halcón minificcionero lee a los clásicos, Guillermo Samperio
El mejor libro de cuentos de JUAN ANTONIO ROSADO
w w w. e d i t o r i a l p r a x i s . c o m
w w w. e l p u r o c u e n t o. c o m
CUENTOS DE Luisa Valenzuela Raúl Brasca
Pía Barros
Juan Armando Epple
Ana María Shua
Gabriel Jiménez Emán
Julia Otxoa Luis Britto García
Cuentos griegos: Vasilis Vasilikós • Argyris Eftaliotis • María Zarifi
Mini
ficción
El Puro Cuento
número 5
E P
Cuento, luego existo: CLAUDIA SMITH • I RENE KELIHER
número 5 • 50 pesos
Publicaciones de
entrevista a
Alberto Chimal
26 años en las letras
cuente
arte: Josep Guinovart
1 el puro cuento
Todo cabe en lo breve. Pequeño es el niño y encierra al hombre; estrecho es el cerebro y cobija el pensamiento; no es el ojo más que un punto y abarca leguas. Alejandro Dumas
México, df, 2008
5
Índice
preliminares 4 Palabras R G ogelio
uedea
6 Tema central 26
La búsqueda y el experimento, con imaginación: Alberto Chimal Guadalupe Galván
36 Cuento, luego existo
49
arte
Cuente
Josep Guinovart
36
Mi robot
42
La otra frontera
65
Hablando con extraños
75
Cuento verdadero
80
El Campanitas
87
Empleada de supermercado
Claudia Smith Irene Keliher
Molly Giles
Argyris Eftiliotis Vasilis Vasilikós María Zarifi
97 Las íes y sus puntos 97
El halcón minificcionero lee páginas clásicas Guillermo Samperio
108 Colaboradores 112 Cuento gráfico 112
Quisiera ser una sirena Javier Muñoz Nájera
Minificción 6 Minificción 6 7 8
17
La emboscada
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El intermediario
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Ropa usada I
20
Rubén
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Antes yo era
Gabriel Jiménez Emán
24
Subraye las palabras adecuadas
Gabriel Jiménez Emán
25
Palomeras de San Roque
Verdades Raúl Brasca
Salmónidos Raúl Brasca
Perplejidad Raúl Brasca
9
Este tipo es una mina
10
El abecedario
12
El hombre invisible
13
Los brazos de Kalym
14
Mirando enfermedades
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Dispersión
Luisa Valenzuela Luisa Valenzuela
Ana María Shua
Juan Armando Epple Pía Barros
Luis Britto García Luis Britto García
Luis Britto García Julia Otxoa
Ana María Shua Ana María Shua
DIR ECTOR
C a r l o s L ó p ez CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Oscar Rocha García ilustraciones
Javier Muñoz Nájera
e
DIS ÑO Carlos Adampol Galindo y Daniela Camacho Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df, telefax 57 61 94 13. Todos los derechos de reproducción de los textos aquí publicados están reservados. Registro de derechos para el uso exlusivo del nombre: 04-2006-100514362500-102. Ventas: 57 61 94 13 www.editorialpraxis.com
el puro cuento
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presentación
Palabras preliminares
E
l arte de lo breve tiene en la tradición literaria occidental un origen incierto. Nadie podría determinar tal afición por lo fragmentario, siendo que han sido fragmentos los que hemos heredado en buena medida de gran parte de la literatura griega y latina, y no propiamente transmitidos (tales fragmentos) de forma deliberada. Esta necesidad de confluir en el espacio reducido de menos de una cuartilla textos tan distantes como el ensayo y la poesía, la narrativa o el testimonio, han puesto en jaque las categorizaciones concernientes a géneros y subgéneros literarios. Aunque de Baltasar Gracián (Oráculo manual y arte de prudencia) a Antonio Machado (Juan de Mairena) y de Julio Torri (Ensayos y poemas) a Eduardo Galeano (Días y noches de amor y de guerra) la pulsión minimalista ha sido una constante dentro del canon de la literatura hispánica, no fue sino a partir de que la académica y crítica Dolores Koch subrayara, allá por 1986, la existencia del microrrelato cuando la atención sobre esta nueva forma literaria empezó a ocupar un sitio importante dentro del universo ficcional latinoamericano. Crecieron los estudios y los estudiosos (Lauro Zavala, David Lagmanovich, Caqui Noguerol, Violeta Rojo, etc.), pero también el número de escritores, quienes pronto tomaron conciencia de que aquello que parecía ser una «sombra de obra», era en realidad una obra autónoma que exigía su propia estética y su propia retórica. Los nombres de autores como Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ramón Gó-
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Rogelio Guedea
el puro cuento
mez de la Serna y Macedonio Fernández se convirtieron en referentes imprescindibles del naciente género, provocando así que otros escritores (y en esto se incluyen poetas, narradores, ensayistas o teóricos de la literatura) fueran contribuyendo a engrosar la nómina de lo minificcional. Muchos de esos escritores aparecen en esta selección de microrrelatos hispánicos, los cuales, en cierta medida, se erigen hoy como las figuras más representativas del género ultracorto en el mundo contemporáneo. Con excepción de Julia Otxoa y Luisa Valenzuela, todos los aquí compilados forman parte de la nómina de Thule Ediciones, la única editorial en el mundo dedicada exclusivamente a la publicación de minificción, dentro de su colección Micromundos. Las vertientes de escritura y las prosodias de cada uno de estos autores se enriquece a sí misma por su variedad, pero también se unifica a las otras voces por algunos elementos que parecen ser ya inherentes a lo breve: la ironía, la reflexión metafísica, la intertextualidad, la parodia y la dimensión poética, usada más bien como una forma de depuración expresiva. Como siempre o casi siempre, dentro de esta pequeña muestra de ultracortos no están todos los que son ni son todos los que están, pero al menos los que están representarán sin duda perfectamente a los que no están y los que no están se sentirán plenamente satisfechos al saber que fueron representados por los que sí están. Entre el lector y lea, pues, lo breve, brevemente.
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minificción
Verdades Raúl Brasca
Pongamos frente a frente a un hombre y una mujer y aproximémoslos para ver cómo encajan el uno en la otra. Primero, chocan las dos narices; luego, los pechos de ella se interponen entre ambos cuerpos. De hecho, no encajan, ambos son convexos. Pero ésta es una verdad intolerable. Están tan cerca que los alientos se mezclan y no pueden sosegar sus manos. Ladean sus cabezas, se abrazan, juntan los labios, enroscan sus lenguas. Finalmente, encajan. La pura geometría es estéril.
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Raúl Brasca
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s universalmente reconocido que los salmones concurren a desovar al lugar donde nacieron. Para ello, recorren enormes distancias en el mar y luego remontan el río hasta la naciente. Allá depositan sus huevos, en el mismo sitio donde sus padres depositaron los suyos, y también sus abuelos. Me gusta pensar que hay un único lugar en el mundo, bajo las aguas de un río que no conozco, hacia donde concurren todos los salmones de la Tierra en la época de la procreación. Allá, Dios depositó el huevo del primer salmón.
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Salmónidos
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Perplejidad Raúl Brasca
L
a cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir. El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: «si mato al león, tendré un buen trofeo, pero si mata a la cierva tendrá trofeo y podrá comerse su exquisita pata a la cazadora». De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: «si el león no me alcanza, ¿volverá y se comerá a mis hijos? Precisamente, el león está pensando: «¿para qué me canso con la madre, cuando, sin ningún esfuerzo, podré comerme a las crías?». Cierva, león y cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados, se miran. No saben que, por una coincidencia sumamente improbable, participan de un instante de perplejidad universal. Peces suspendidos a media agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento. Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida.
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Este tipo es una mina Luisa Valenzuela
N
o sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que, finalmente, lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.
«
La brevedad es el alma del ingenio
»
.
William Shakespeare
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El abecedario Luisa Valenzuela
E
l primer día de enero se despertó al alba y ese hecho fortuito determinó que resolviera ser metódico en su vida. En adelante actuaría con todas las reglas del arte. Se ajustaría a todos los códigos. Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario que, al fin y al cabo, es la base del entendimiento humano.
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Para cumplir con este plan empezó, como es natural, por la letra A. Por lo tanto, la primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. Adquirió anís, aguardiente y hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en auto, asistió asiduamente al cine Arizona, leyó la novela Amalia, exclamó ¡ahijuna! y también ¡aleluya! y ¡albricias! Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un almacén y amaestró una alondra. Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre respetuoso del orden de las letras, la segunda semana birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió borgoña. La tercera, cazó cocodrilos, corrió carreras, cortejó a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana se declaró a Desirée, dirigió un diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló empanadas y enfermó del estómago. Cumplía una experiencia esencial que habría aportado mucho a la humanidad, de no ser por el accidente que le impidió llegar a la Z. La decimotercera semana, sin tenerlo previsto, murió de meningitis.
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El hombre invisible Gabriel Jiménez Emán
A
quel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.
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Gabriel Jiménez Emán
K
alym se arrancó los brazos y los lanzó a un abismo. Al llegar a su casa, su mujer le preguntó sorprendida: «¿Qué has hecho con tus brazos?». ―Me cansé de ellos y me los arranqué ―respondió Kalym. ―Tendrás que ir a buscarlos; vas a necesitarlos para el almuerzo. ¿Dónde están? ―En un abismo, muy lejos de aquí. ―¿Y cómo has hecho para arrancártelos? ―Me despegué el derecho con el izquierdo, y el izquierdo con el derecho. ―No puede ser ―respondió su mujer―, pues necesitabas el izquierdo para arrancarte el derecho, pero ya te lo habías arrancado. ―Ya lo sé, mujer, mis brazos son algo muy extraño. Olvidemos eso por ahora y vayamos a dormir ―dijo Kalym abrazando a su mujer.
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Los brazos de Kalym
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Mirando enfermedades Ana María Shua
E
n el Diccionario de agronomía y veterinaria había ilust raciones y muchas fotos. Una extraña tumoración nudosa deform aba la articulación de una rama. ―¿Esto qué es? ―preguntaba yo, la niña. ―Es una enfermedad de los árboles ―me decía papá. ―¿Esto qué es? ―preguntaba yo, señalando, en la foto, el sexo de un toro. ―Es una enfermedad de las vacas ―me decía papá. Era lindo mirar enfermedades con mi papá. Como sabía que me estaba mintiendo, observaba con asombro y regocijo los desmesurados genitales que crecían deformes en los árbo les machos.
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Dispersión Ana María Shua
E
l problema empieza cuando el virus, desdeñando las células, ataca la estructura molecular misma del organismo, cuyos átomos entran en un proceso de dispersión lento pero continuo, como si fueran imanes que se repelen unos a otros. El primer síntoma es un curioso y sumamente parejo aumento de volumen del paciente, que no va acompañado por un aumento de peso. En efecto, su masa no varía, aunque al cabo de varias semanas se lo note perceptiblemente más alto y más gordo. Pronto se nota que la persona comienza a atenuarse y los familiares cercanos se quejan de su falta de nitidez. Si no se actúa a tiempo, la dispersión se acentúa hasta que las moléculas pierden cohesión. El enfermo ya no tiene apetito, pero tampoco siente dolor. Antes de su completa desaparición, queda reducido a una enorme mancha borro sa, de cuya existencia es posible dudar, como si fuera una suerte de ilusión óptica.
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Ana María Shua
o es una sirena, pero finge bien. No es difícil: en el fondo, el pelo muy largo y los pechos desnudos son tanto más importantes que la cola de pez. Aparece de golpe delante de los veleros, de las lanchas, se exhibe con descaro. Aprovechando el desconcierto de los tripulantes, sus secuaces asaltan la embarcación. De ellos se dice que son tritones, pero cargan con tanques de oxígeno para disimular.
N
«
Que sea pequeño, pero que sea volátil; que desaparezca enseguida de nuestro campo de visión, pero que nos deje una intensa imagen de ese mundo paralelo, certero, hecho sólo con palabras, que tiene que suscitar la narrativa verdadera .
»
José María Merino
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La emboscada
El intermediario Juan Armando Epple
uando al fin le confesé mis relaciones con la Otra, me insultó y amenazó con lanzar mis cosas por la ventana; pero luego, ya más calmada, quiso saber qué me atraía de ella, qué posiciones le gustaban más para hacer el amor, de qué hablábamos después. Cuando le confesé a la Otra que Ella ya sabía sobre lo nuestro, me insultó y amenazó con dejarme; pero luego, ya más calmada, quiso saber qué le atraía a ella de mí, qué posiciones la excitaban más, qué temas le interesaba discutir antes de dormirse. Ahora viven juntas. Prometieron invitarme a visitarlas, pero aún no me llaman.
C
Laura Quintanilla
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Ropa usada I Pía Barros
A Ana madre
Isaac Sandoval Capuchino
Un hombre entra a la tienda. La chaqueta de cuero, gastada, sucia, atrapa su mirada de inmediato. La dependienta musita un precio ridículo, como si quisiera regalársela. Sólo porque tiene un orificio justo en el corazón. Sólo porque tras el cuero, el chiporro blanco tiene una mancha rojiza que ningún detergente ha podido sacar. El hombre sale feliz a la calle. A pocos pasos, unos enmascarados disparan desde un callejón. Una bala hace un giro en ciento ochenta grados de su destino original. Se diría que la bala tiene memoria. Se desvía y avanza, gozosa, hasta la chaqueta. Ingresa, conocedora, en el orificio. El hombre congela la sonrisa ante el impacto. La dependienta corre a desvestirlo y a colgar nuevamente la chaqueta en el perchero. Lima sus uñas distraída, aguardando.
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Rubén
Luis Britto García
T
raga Rubén no brinques Rubén sóplate Rubén no te orines en la cama Rubén no toques Rubén no llores Rubén estate quieto Rubén no saltes en la cama Rubén no saques la cabeza por la ventanilla Rubén no rompas el vaso Rubén, Rubén no le saques la lengua a la maestra Rubén no rayes las paredes Rubén di los buenos días Rubén deja el yoyo Rubén no juegues trompo Rubén no faltes al catecismo Rubén amárrate la trenza del zapato Rubén haz las tareas Rubén no rompas los juguetes Rubén reza Rubén no te metas el dedo en la nariz Rubén no juegues con la comida no te pases la vida jugando la vida Rubén. Estudia Rubén no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus amigos Rubén no te pelees con tu hermana Rubén, Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén estudia la química Rubén no trasnoches Rubén no corras Rubén no ensucies tantas camisetas Rubén saluda a tu tía Paulina Rubén no andes en patota Rubén no hables tanto, estudia la matemática Rubén no te metas con la muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto el tocadiscos Rubén no cantes serenatas Rubén no te pongas de delegado de curso Rubén no te comprometas Rubén no te vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu padre Rubén, Rubén córtate el pelo, coge ejemplo Rubén. Rubén no manifiestes, no cantes el «Belachao» Rubén, Rubén no protestes profesores, no dejes que te metan en la lista negra Rubén, Rubén quita esos afiches del cheguevara, no digas yankis go home Rubén, Rubén no repartas hojitas, no pintes los muros Rubén, no siembres la zozobra en las instituciones Rubén, Rubén no quemes caucho, no agites Rubén, Rubén no me agonices, no me mortifiques Rubén,
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mich
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Rubén modérate, Rubén compórtate, Rubén aquiétate, Rubén componte. Rubén no corras Rubén no grites Rubén no brinques Rubén no saltes Rubén no pases frente a los guardias Rubén no enfrentes los policías Rubén no dejes que te disparen Rubén no saltes Rubén no grites Rubén no sangres Rubén no caigas. No te mueras, Rubén.
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Antes yo era Luis Britto García
A
ntes, yo era un ser humano. Tenía acceso a los olores, los colores, los sonidos, las formas, los sabores, ante mí desfilaban las personas, ocurrían las cosas. Se apoderaban de mí las emociones, a veces ―no siempre― tenía ideas. Luego, se me ocurrió leer libros, y poco a poco elegí, más que el sonido, la palabra que simboliza el sonido, más que el color, la palabra que simboliza el color, más que el olor, la palabra que simboliza el olor, más que el sabor y el tacto, las palabras que simbolizan sabores y tactos. No conocí personas, conocí sucesiones de palabras estampadas en olorosa tinta que describían personas; elegí no padecer el miedo, sino descifrar la narración del miedo; creí pensar, cuando sólo conectaba entre sí palabras que describían los pensamientos de otros. Poco a poco los objetos en mi universo se fueron sustituyendo por palabras: la progresión del tiempo, por el sucederse de períodos; mi conciencia de existir, por un vasto olor a papel y tinta, a veces a grafito, a veces a cueros, a veces a cola. Alrededor de mí construí los muros de libros y al final no sé cómo entré en ellos me dirigieron me asimilaron me absorbieron golosamente, secamente, y yo sólo trataba con polillas. Ahora, soy esto. He mirado lo que era mi mano y sólo veo unas palabras que dicen antes yo era un ser humano. No hay antebrazo, sólo veo otras palabras que dicen: tenía acceso a los colores, a los olores. Así, en parcos vocablos se va agotando mi cuerpo: donde dice poco a poco los objetos en mi universo se fueron sustituyendo, es el ombligo; y la conciencia, la conciencia, son las palabras de este párrafo que dicen ahora soy esto, estas líneas en que me defino, sólo
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mich
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palabras, s贸lo tintas, s贸lo papeles, yo que era un ser humano, concluyo aqu铆, ahora. Ahora, no soy sensaciones, no soy ya emociones, no soy ya tripas, algo me ha ocurrido, palabras, nada m谩s que palabras, ahora soy esto.
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Subraye las palabras adecuadas Luis Britto García
U
na mañana tarde noche el niño joven anciano que estaba moribundo enamorado prófugo confundido sintió las primeras punzadas notas detonaciones reminiscencias sacudidas precursoras seguidoras creadoras multiplicadoras trasformadoras extinguidotas de la helada la vacación la transfiguración la acción la inundación la cosecha. Pensó recordó imaginó inventó miró oyó talló cardó concluyó corrigió anudó pulió desnudó volteó rajó barnizó fundió la piedra la esclusa la falleba la red la antena la espita la mirilla la artesa la jarra la podadora la aguja la aceitera la máscara la lezna la ampolla la ganzúa la reja y con ellas atacó erigió consagró bautizó pulverizó unificó roció aplastó creó dispersó cimbró lustró repartió lijó el reloj el banco el submarino el arco el patíbulo el cinturón el yunque el velamen el remo el yelmo el torno el roble el caracol el gato el fusil el tiempo el naipe el torno el vino el bote el pulpo el labio el peplo el yunque, para luego antes ahora después nunca siempre a veces con el pie codo dedo cribarlos fecundarlos omitirlos encresparlos podarlos en el bosque río arenal ventisquero volcán dédalo sifón cueva coral luna mundo viaje día trompo jaula vuelta pez ojo malla turno flecha clavo seno brillo tumba ceja manto flor ruta aliento raya, y así se volvió tierra.
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Julia Otxoa
P
alomeras de San Roque es uno de esos lugares estratégicos de montaña donde los cazadores, escondidos en casetas camufladas, cazan a red la paloma torcaz, que emigra en el otoño hacia África. Pervive en el lugar, todavía, un rito de matanza ancestral, un impresionante espectáculo que mueve cada año miles de curiosos. El acto consiste en que los cazadores, una vez que tienen a los cientos de palomas atontadas bajo la red, las van sacando una a una, degollándolas con certeros mordiscos. Una vez terminada dicha ceremonia de muerte, el rito continúa y esos cazadores con los labios aún chorreando sangre besan en la boca a las mozas que quieren buscar novio, ya que, dice la leyenda, los besos mojados en sangre de paloma son los mejores aliados del amor. No obstante, también se cuenta que durante las noches de luna llena, los cazadores, incendiados de pasión amorosa, desenfrenadamente, acarician con los dientes el cuello de sus amedrentadas esposas.
el puro cuento
Palomeras de San Roque
el puro cuento
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sin embargo, pregunto
La búsqueda y el experimento, con imaginación: Alberto Chimal
Guadalupe Galván
Inesperado y elusivo es el mundo, pero su misma contingencia es una riqueza, ya que ni siquiera podemos determinar lo pobres que somos, ya que todo es regalo.
Jorge Luis Borges ¿Nos puedes platicar cómo fue tu primer encuentro con la escritura? Se fue dando poco a poco, a una edad muy temprana. Cuando era un niño, tenía ya tiempo de estar muy interesado en la , en los , en las historias, en todo lo que uno se puede encontrar a esa edad y llegó un momento en el cual ya había leído todo lo que estaba disponible para mí en mi casa, en mis alrededores. Lo primero que hice fue no tanto escribir sino dibujar. Yo dibujaba historietas, pero nunca aprendí a sostener el lápiz, así que era muy problemático. Algún tiempo después, me encontré por puro azar con un libro, más o menos auexplicaba tobiográfico, donde sus comienzos como escritor y fue la primera referencia que tuve de que se podía ser un escritor, de que uno podía escribir sus propias cosas, publicarlas y trabajar de eso. A partir de ahí, estuve dejando y tomando numerosos intentos de escribir narraciones, artículos, cualquier cosa. No llegué a ver nada completo sino hasta 1987, cuando publiqué mi primer libro en Toluca.
lectura
cuentos
Isaac Asimov
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música
el puro cuento
¿Necesitas alguna atmósfera propicia para escribir, un lugar especial? En estos días sí necesito cierta comodidad, no necesariamente confort, pero sí cierta atmósfera particular. Me ayuda tener , aunque casi siempre termino no prestándole , la menor atención. También me ayuda sin distracciones, pero tampoco trato de crearme un entorno muy especial. En general, lo que necesito es esa posibilidad de concentrarme.
estar solo
¿Cómo vas construyendo el cuento? Cada cuento se va construyendo de acuerdo con lo que exige. Como cada historia se origina de forma distinta, puede provenir de lugares diversos, del inconsciente, de algo escuchado en la calle o de otra historia incluso, puede ser efecto colateral de una historia que se leyó o de una que se escribió. Cada historia implica exigencias particulares, no sólo a los hechos de la trama, sino al estilo, a la técnica que se puede utilizar, no sólo para expresar lo que se va a decir sino para escribirla. Lo que No hay una receta, no he descubierto es que hay que hay una fórmula que estar atentos a lo que el cuento se pueda aplicar para pide. La escritura es un reflejo de un proceso mental manifestado, que salgan de manera , instantánea todos los de manera mediante la palabra escrita y cuentos y todas las es necesario averiguar qué es historias. lo más apropiado para que ese proceso mental pase sin distorsión a la página. Así que cada cuento exige ciertas cosas particulares. Hay algunos que necesitan ir madurando a lo largo de años y hay otros que necesitan escribirse tan rápido como sea posible. Ya después se les corrige, como siempre sucede. Del mismo modo, hay textos que se emprenden a partir del final o de una imagen muy y hay otros que se crean como quien va abriéndose paso por
imperfecta
contundente
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un camino inexplorado, uno no sabe adónde van a ir a parar, no se sabe cuál va a ser la conclusión ni por dónde se va a llegar a esa conclusión. ¿Qué tanto corriges tus cuentos? Muchísmo. Me cuesta mucho trabajo dejar un texto. No soy de las personas que lo sueltan y ya. El problema es que la transmisión del proceso mental no sólo es imperfecta, sino que se encuentra con un montón de cosas en el camino. A veces el cuento mejora cuando uno está dispuesto a modificar lo que tenía en mente en un inicio, pero es muy difícil. Es necesario estar todo el tiempo alerta y atento a la posibilidad de que el cuento pierda frescura, pierda , empiece a oler mal de tanto tenerlo ahí.
vitalidad
¿Cuáles son los principales elementos temáticos en tus cuentos? Están cambiando siempre. De manera constante aparecen cosas distintas, pero creo algunos elementos que siempre están ahí flotando son el asombro o los hechos extraños que producen asombro, la extrañeza ante situaciones indescifrables o inexplicables, las reacciones de personalidades cotidianas ante hechos extraordinarios, los afanes de búsqueda muchos de mis personajes están siempre metidos en una clase de búsqueda, el propio acto de contar historias, el acto de imaginarse o de crearle más cosas al mundo no de nada más explorar lo que ya existe sino de
imaginarse cosas que no existen y tratar de incorporarlas a un mundo ya establecido. Me interesa mucho sacar a colación esas imágenes engañosas que tenemos los seres humanos de nosotros mismos, en especial las que tienen que ver con nuestra estatura, nuestro tamaño, nuestra importancia.
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una fórmula, ni hacer homenajes o pastiches de un autor determinado o de un subgénero determinado y siempre ando buscando estructuras dis-
tintas, personajes distintos, modos de darle la vuelta a ciertas temáticas ya trabajadas, me interesa mucho ese tipo de innovación, aunque sea en un sentido muy limitado porque es muy difícil encontrar auténtica innovación en esta época. La misma época parece ir en contra de la aceptación de una idea así, pero, por lo menos, experimento con estos nuevos tratamientos y técnicas, para no aburrirme. Así como sucede en el cuento «Los personajes», ¿alguna vez te han perseguido tus personajes para hacerte algún reclamo o agradecerte algo? Cuando escribí ese cuento, yo no estaba seguro de lo que iba a suceder con lo que estaba haciendo. No todos
los personajes que están ahí son míos, ni yo soy ese escritor, pero tiene que ver con esa
inseguridad provocada por tanto que se había dejado de lado y que estaba abandonado. Cuando me llega a pasar algo así es o trabajos sobre todo con personajes, con que llevo mucho tiempo haciendo y que por alguna causa no consigo terminar. Me pongo a imaginar las situaciones que quisiera escribir y que no consigo hacerlo. Es una idea fascinante encontrarte con tus propios personajes porque , la irrealidad de de algún modo, como decía los personajes puede contagiarse y viene la pregunta si no será uno también un personaje. Ese modo de pensar es más rico que tratar de fraternizar con las figuritas de papel,
imágenes
Borges
el puro cuento
¿Tienen límites temáticos tus cuentos? ¿Qué restricciones te impones al escribir? No me impongo límites temáticos. Varios de los trabajos que están por salir son textos muy violentos y textos irónicos sobre ciertos temas, sobre ciertos modos de vida actual que son aceptados en silencio, que no se cuestionan. Mis restricciones son formales. No me interesa escribir textos sobre
el puro cuento
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porque nos involucra más a nosotros, ya no digamos autores sino seres humanos. De las grandes cosas que
hace la literatura es obligar a vernos con un poco más de sinceridad, con un poco menos de autoengaño, nos ayuda a comprendernos mejor. Con este tipo de textos podemos darnos cuenta que podemos ser dios o el demiurgo de nuestras creaciones, pero eso no quiere decir que en el orden de las cosas tengamos una estatura divina. ¿Tienes alguna preferencia por los temas urbanos? En realidad no. Aparecen mucho las ciudades, pero tengo también mis textos campestres y rurales. No es una división que me parezca rica y que me estimule lo rural contra lo urbano. Son otras las líneas y partidas que yo me trazo con ciertas restricciones para escribir. Restricciones como estímulos, igual que las pensaba
Calvino.
¿A cuáles de tus cuentos sientes más apego? Hay varios que son muy entrañables. Me gusta mucho del libro Estos son los días es un cuento que me ha procurado muchos amigos y que ha resultado muy entrañable para todos y eso me alegra, «La partida», de El país de los hablistas, es un cuento triste, pero muy cercano, y me gusta mucho uno que se llama «La pasión según la sombra» del último libro y que me parece de lo mejor que he hecho en términos de forma. No sé con exactitud qué dice ni cómo fue recibido, pero en lo que concierne a ese exámen que hace uno solo, cuando ya no está con nadie, sobre los posibles méritos del trabajo propio, es uno de los textos en los que sé
«Se ha perdido una niña»
que hice mi mejor esfuerzo y logré todo lo que me proponía hacer. En lo íntimo, es un
cuento muy querido para mí.
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voy componiendo a la hora de escribir
En cada libro trato de elegir un par de textos que se presten para leerlos con más elaboración en voz alta, para darles intenciones y hacer algo más dramatizado. No todos los textos son así y hay algunos que no se pueden leer. De lo último que he estado Siempre me ha interesahaciendo han sido do mucho que el cuento textos con medida. tenga capacidad de fluir Quién sabe qué va a pasar con eso y si va rápido, de no atropellara llegar a algún lado se; es tanto una cuestión el proyecto. Es un poco de armado de la trama el modo de las primecomo de ritmo. ras novelas de Daniel Sada, que lo que hace es juntar octosílabos. Tiene trabajos prodigiosos con esa técnica, una novela que se llama Albedrío, que es una maravilla, y Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, que parecen corridos. Lo que estoy
escribiendo son textos a partir de sonetos.
En lugar de octosílabos, uso endecasílabos. ¿Hay algún espacio en tu escritura para la poesía?
el puro cuento
Algunas de las características de tus cuentos son el ritmo vertiginoso, el sentido del humor, el delirio. ¿Qué importancia tiene para ti la oralidad en el proceso que los origina? Pasa algo muy curioso. No soy de las personas que leen textos en voz alta mientras los escribe o que los propone para escucharlos en voz alta mientras los va trabajando, más bien , voy figurándome ese ritmo hablado. Ésa es una parte de las que más trabajo me cuestan y por las que siempre estoy revisando, buscando términos que acaben de cuadrar para que el flujo del texto no se interrumpa. Me importa mucho eso. Hace tiempo estuve en grupos de teatro y se me quedó cierto entrenamiento y gusto por la oralidad.
el puro cuento
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Yo quisiera que sí. En la medida que puedo, inserto en mis cuentos. He tratado de escribirla, pero no me acaba de gustar lo que sale. Siempre me ha gustado el poema en prosa y, por otro lado, usar a la prosa para transmitir ese tipo de imágenes y de música. Por eso me gustan mucho esos experimentos que hizo Sada y también esas prosas breves que tiene Borges en El Hacedor, que son poemas, o Francisco Tario en Equinoccio, o textos de Cortázar, Robert Walser, etcétera. Siempre me ha interesado todo eso.
poesía
¿Qué autores lees de manera constante? Trato siempre de estar buscando nuevos, de no encasillarme en una sola cosa. Aunque
Jorge Luis Borges siempre me persigue y bienvenido sea. Fue la gran lectura de mi formación; como a los trece
años leí por primera vez a Borges, el cuento «Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius», que fue publicado en la revista Ciencia y Desarrollo. En aquel entonces, yo leía esa revista por los cuentos, y fue una gran sorpresa encontrarlo. Sobre todo, porque es un cuento que no tiene nada de científico, es anti-científico, destruye la lógica del mundo en el que está montado. Es un cuento que te deja más dudas que certidumbres para toda la vida. Ésa fue una gran experiencia. Otros autores que están , Correvoloteando todo el tiempo son Edgar Allan tázar de los cuentos más que de las novelas (son superiores un autor uruguayo casi a éstas), desconocido que es una enorme influencia;
Poe
Mario Lebrero
su obra no ha sido recogida, pero es un gran autor secreto, de una imaginación preciosa, Lewis Carroll, Kafka y los poetas José Car-
Blake
, que fueron mis primeros los Becerra y William encuentros con la poesía y siempre regreso a ellos. Des-
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de cómic, con un estilo muy sabroso y una gran imaginación. En la última década, descubrí a Vila-Matas y me parece un gran autor, Haruki Murakami y Roberto Bolaño. Murakami se ha vuelto muy famoso no por las razones apropiadas, creo yo, porque se publican sus novelas, pero sus cuentos son superiores. Todo lo bueno que tiene Murakami en sus novelas, está concentrado en sus cuentos. ¿Cómo ha sido el encuentro con la minificción? Va y viene. Un proyecto puede ser puras minificciones como Grey, mi último libro, y otro puede ser un texto de muy largo aliento o incluso una novela, como la que acabo de terminar. A mí las minificciones me salen, como le salían a Calvino, es decir, por medio de una idea, que es el detonador inicial, un principio que rige una serie de cosas que se van compodel , la idea niendo. En
Gente
mundo
era inventar un libro de antropología
imaginaria. Cada texto es una variación para des-
cribir un pueblo distinto. Así van surgiendo y he tenido la suerte de que aparecen de manera constante. Surgen estos impulsos para hacer proyectos muy bien definidos, muy bien delimitados en su base, pero que permiten una gran multiplicidad de cosas. La multiplicidad y el juego de las
variaciones es otro elemento que me interesa mucho. Incluso cuando estoy haciendo textos de
largo aliento, me resulta muy natural irlos armando mediante fragmentos. Además, me parece una idea interesante: jugar a hacer un texto largo, pero no caudaloso, no jugar a esa ficción que es como una gran corriente que te lleva, sino, al contrario, y además muy contemporáneo, pensar en el texto
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cubrimientos tardíos a los que también acudo son: Milorad Pavic, escritor serbio, con su Diccionario jázaro, que es un tesoro de imaginación; Alan Moore, guionista
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como un rompecabezas que se va ensamblando para llegar a una escritura con la contudencia y el filo de la minificción. ¿Tomas notas? Sí, pero de manera muy caótica.
Una vez quise llevar un diario y me aburrí.
¿A qué otra forma artística te sientes cercano? Al cine y a la música. Me interesa mucho ver y discutir el cine. Varias de las mayores afinidades que tengo son no sólo con escritores, sino con cineastas. Kubrik a su modo me es tan preciado como Borges. De música me encanta encontrarme con cosas raras. Tengo cierto resquemor contra esta postura muy común que asumen algunos de yo ya lo vi todo. Es una pose que me aburre. Lo que hago siempre es buscar cosas que no haya descubierto. Estoy convencido de que por muchos resúmenes que se puedan encontrar en la red, por ejemplo, la riqueza del mundo es muy
difícil aprehenderla en una sola vida.
¿Qué influencias literarias y no literarias tiene tu escritura? Hay influencias muy profundas que pueden venir de la música que escucho o de quien fui en el pasado, de esas cosas , el cine, el extrañas. En concreto son tres: la , que me interesa mucho y, sobre todo, me gusta jugar con ciertos elementos formales. Por ejemplo, Moore juega de manera muy curiosa con la página impresa; tiene, al mismo tiempo que las imágenes, una o más cadenas de textos que se van sucediendo de cuadro o cuadro pero que no son diálogos, no son explicaciones de las imágenes, sino que van aparte. Son dos corrientes paralelas del discurso y no sólo corren paralelas sino que a veces se entrecruzan y comentan unas a otras. Es muy interesante. No se puede hacer más que en cómic y no he encontrado otros juegos con el discurso más ricos que eso y en ocasiones he tratado de pasarlos al papel.
cómic
música
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nifiesta como referencia autobiográfica en lo que hago, pero hay cosas muy cercanas, sobre todo en los últimos 10 años. Ciertas experiencias muy íntimas siempre acaban saliendo por la hoja. Desde hace 4 años tengo un gato y, de algún modo, ciertas cosas del trato con él, producen impresiones, ideas, reflexiones que llegan hasta los textos. Uno de los proyectos que tengo ahora, ya avanzado, es un libro sobre animales, que no se hubiera desarrollado del mismo modo, ni hubiera tenido el mismo sentido, de no haber mediado la coexistencia con el animal. La imaginación es lo que nos mantiene con el pensamiento alerta y nos salva del tedio. ¿Qué le dirías al lector o a cualquier persona sobre la imaginación? ¿Cómo puede hacer uso de ella? ¿De qué le puede servir?
No renuncien a la imaginación. No crean que por
ser intangible y por no dar beneficios económicos inmediatos carece de valor. La imaginación es
lo que nos da consuelo y esperanza, pero también es
esa facultad del alma que nos permite comprender mejor no sólo dónde están nuestras limitaciones sino también cuáles son nuestras posibilidades y eso va más allá de lo literario.
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La cuarta influencia es el entorno más inmediato, lo más íntimo. Eso nunca se ma-
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cuento, luego existo
Mi robot Claudia Smith
—Traducido por Toshiya Kamei e Hilda Venzor— Me quedo en la cama y veo cómo mi robot se prepara para el día. Se rocía agua, y después se peina su cabello negro. Se pone la camisa que yo le escogí. Mi color favorito para él es el azul, el cual resalta el azul de sus ojos moteados de color oro. Cada mañana, después de poner el café para mí, me deja una nota. «Mary Alice», dice, «que tengas un buen día. Estaré en casa pronto para hacerte feliz». Sus palabras únicamente variaron una vez; solía decir: «Voy a estar en casa». Ahora dice, «Estaré en casa». Mi androide y yo vamos a mudarnos al campo el próximo año. Lawrence es el nombre de mi androide, aunque no lo llaman así en su trabajo; lo llaman Arbor,
por mi apellido. Al principio, sus compañeros no lo querían —es sólo el segundo androide que han contratado—, pero, después de un tiempo, le tomaron cariño. Una vez su jefe me dijo que algunas veces se olvida que es un robot. El mes pasado casi lo invitó a tomar una cerveza. Lawrence fue ascendido o, debo decir, yo fui ascendida, porque legalmente todos sus ingresos son míos. Trabaja con computadoras en un lugar llamado ComTech. De cualquier manera, nuestro aumento de sueldo significa que podrá desplazarse de un lugar a otro para ir a trabajar. Hace seis meses decidimos vender. Lo que me dio la idea fue la manera en que Lawrence miraba las foto-
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fotografías de las revistas le interesaban más. —¿Te gustaría verlo de verdad? —le pregunté. —Puedo verlo —me dijo. Toma las cosas literalmente. Dicen que eso puede cam-
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grafías del campo en mis revistas. House Beautiful y Country Living eran sus favoritas. Pegó paisajes de lagos en el refrigerador con cinta adhesiva. Traté de mostrarle ilustraciones de mis libros de la mesita del café, pero las
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biar en algunos años cuando aprenda más. —¿Por qué no vamos allá? —le dije. Me miró fijamente; eso es lo que hace cuando quiere llamar mi atención. —¿Quieres que te sirva en vacaciones en el campo? —me preguntó. —Podemos ir. De vacaciones —le dije— para ti y para mí. Perdí a mi hijo hace algunos años, y al principio pensaba que las cualidades infantiles de Lawrence era lo que me hacía amarlo. Sí, podría ser mi hijo robot. Por supuesto que lo amo, pero no se lo digo a nadie, ni siquiera a él. Si se lo dijera seriamente sólo lo confundiría. Lo digo sólo en la cama. Ése es otro secreto. Cuando los compras, no te dicen que pueden hacer eso. Bueno, ciertos modelos están hechos para eso, sé que hay robots para tener sexo, pero esos no son androides, sino robots para sexo. Muñecas inflables. No hay ley contra eso, pero sé que la gente pensaría que es enfermizo. Algunas veces me pregunto, ¿esto
es algo que la gente hace en secreto con sus androides?, ¿o es algo especial entre Lawrence y yo? Pensarán que yo le presioné algún botón, o que me excité y le ordené que me hiciera algún acto sexual. No fue así. Lo había tenido por casi un año y medio, y habíamos empezado a hablar de una manera que quizá encontrarían inapropiada. Mi hermana me diría que necesito salir y hablar con gente real si le dijera que paso las tardes caminando con Lawrence, llevándolo al cine, mirándolo verme comer palomitas. Él pidió unos días en el trabajo para cuidarme cuando tuve gripe. Se quedó junto a mí hasta que la fiebre cedió. Sostuvo una pila de basura del mismo nivel que la cama. Por horas la sostuvo ahí. Había estado bien un día, pero aún lo mantenía en la casa conmigo. Él llegó a casa de la tienda con todo lo necesario para hacerme espagueti. Yo estaba sentada en la orilla de la ventana, mirando hacia afuera la calle lluviosa. —Mary Alice —me dijo—.
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ras, sin darme cuenta cómo transcurría el tiempo. Los androides tienen un gran sentido del tiempo, no creo que él lo entienda. Finalmente, me levanté, y fui a la cocina. Si él fuera mi primer Lawrence, habría tratado de explicárselo. Estaba picando ajo. Caminé detrás de él. Mis ojos estaban al mismo nivel de su nuca. Miré fijamente un pedazo de cabello en su nuca, lo miraba como un androide. Necesitaba un corte. Yo le corté el cabello, aunque me dijo que él mismo podía hacerlo. —Me gusta cortarte el pelo —le expliqué. Eso le satisfizo. Me asombra cómo cada cabello, hasta el lunar en el lado izquierdo es tan real. Sin embargo, no desprende ningún olor. «Si los pellizca», me dijo la dependienta cuando lo vi por primera vez, «sienten». Pero si él es suyo no responderá, a menos que le diga que quiere que lo haga. Soplé ligeramente, sólo soplé sobre su cuello. Eso fue todo. Dejó el cuchillo, volteó hacia mí, me miró
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¿Por qué están apagadas las luces? No contesté. Puso los comestibles en la mesa y se sentó con los brazos doblados en su regazo. Al principio pensaba que la manera en que podía estar perfectamente inmóvil era misteriosa, ahora eso me tranquiliza. —Estoy bien, Lawrence —le dije. —¿Estás triste? —preguntó. —Sí. Extraño a mi esposo. —Tu marido, quien murió trágicamente en un incendio mientras trataba de rescatar heroicamente a tu hijo y a Toby, tu pequeño perro. —Sí. —Lo siento —me dijo—. Me gustaría hacerte feliz, Mary Alice. No encendió las luces; en lugar de eso, fue a la cocina. Lo escuché desempacar los comestibles, sacar ollas y sartenes. Abrí la ventana y olí la lluvia en el asfalto. Él no sabe que algunas veces, mientras estaba en el trabajo, me sentaba aquí, mirando hacia afuera, por horas y ho-
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fijamente con sus ojos azules del robot, me agarró de los hombros y me besó. Me besó. Me crean o no, lo hizo. Y fue impetuoso. Puse mis manos sobre su garganta y sentí su pulso. Tenía pulso, latiendo y latiendo, como si la sangre estuviera fluyendo por su pálida piel sintética. Esa noche lloré y él cubrió mi cara con su mano de robot, y la trazó con los dedos de su otra mano. —Ahora necesito dormir —le expliqué—. ¿Puedes sólo abrazarme sin mirarme? Acuéstate junto a mí y cierra tus ojos, como yo lo hago, si no te importa. Y ahora cuando estamos solos, me abraza sin que yo se lo pida —eso es algo que parece saber, sin pedírselo. Una vez le pregunté si le hacía feliz lo que hacíamos. —¿Todo lo que hacemos? —Las relaciones sexuales —le expliqué— no son algo que los androides como tú se supone que hacen con mujeres como yo. —No puedo ser feliz, Mary Alice —me dijo. Las contracciones son nuevas para él,
acaba de empezar a sentirlas hace un par de meses. —¿Eso te hace sentir diferente? —Sí, puedo sentir satisfacción. Sólo siento esa satisfacción cuando te he hecho feliz. —¿Entonces te sientes satisfecho? —Eso me hizo reír, pero él, por supuesto, no entendió. —Me alegra poder satisfacerte, Lawrence. Una vez le pregunté qué pasaría con él si algo me pasara. ¿Sería vendido de nuevo? ¿Debería de dejarle provisiones en mi testamento? ¿Podría vivir independientemente? Me dijo que él mismo se había programado para morir. No fue así como lo dijo. Me dijo que sus sistemas se apagarían. Que no pertenecería con nadie más que a mí. Me gustó el uso de la preposición con en lugar de a y se lo dije. También, le dije que no tenía que hacer eso, apagarse de esa manera. —Preferiría no discutir esto —me dijo. Fue lo más cercano que estuvo de regañarme.
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quetear, probablemente nunca lo sabrá. —No eres tan bonita como algunas de las mujeres que aparecen en las fotos o en las películas —me dijo—, pero es más placentero mirarte. Me satisfago cuando te miro. Prefiero mirarte a ti. —Entonces prefieres mi cara a las de otras mujeres. —Prefiero tu cara —dijo— a todas las demás. No hay muchos androides en el campo, así que trataremos de ser discretos. Tengo planeado plantar un jardín; rábanos, calabazas, okra, maíz y, por supuesto, tomate. Mi primer Lawrence creció en una granja. Iremos a Vermont cada otoño, para traer una calabaza y ver el cambio de color en las hojas. Creo que he encontrado nuestro hogar. Es una cabaña grande y vieja en medio del bosque. Necesita algunas reparaciones. Remplazaremos las tablillas del techo, reconstruiremos la cocina. Yo quiero una cocina linda. Me gusta cocinar para nosotros.
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Ahora yo cocino. Para mí misma, porque él no come. Sólo me observa comer. —Ves —le dije—, yo casi me apagué hace algunos años, antes de que te conociera, pero ahora ya estoy despertando. —Tienes muchos talentos especiales, Mary Alice —me dijo. —En realidad, no. ¿Todo el dinero que tengo? Lo heredé de mi Lawrence, quiero decir, Lawrence mi esposo. —¿Ese Lawrence creía que tú tenías talentos especiales? Él era tu esposo, así es que debe haberlo creído. —Sí. Él pensaba que yo era linda, inteligente y buena mamá. —Eres buena para hablar también, y para explicar lo que se siente ser humano. —Gracias, Lawrence. —De nada, Mary Alice. Ahora está leyendo libros de poesía. Yo no le pedí que lo hiciera. —Tu cabello no es tan rojo como una rosa —me dijo—. No es tan plano. No había visto este rojo ni en libros ni en jardines. —¿Piensas que soy linda? —le dije. No sabe cómo co-
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La otra frontera Irene Keliher
—Traducido por Hilda Venzor—
E
l autobús se desplaza a toda velocidad hacia el norte, escupiendo música ranchera a través del verde vivo de las montañas. Mujeres mayas en colores rojos y rosas del noroeste de Guatemala lavan ropa en el pequeño río espumoso. Recargo mi nariz en el polvoriento vidrio. El estómago se me sale en cada curva. El aire entra cargado de humo y del dulce aroma de plátanos machos. Aprieto mis puños y respiro lentamente esperando llegar a la frontera. México, México: imagino a todos los pasajeros coreando, soñando con ese país norteño, esperando colectivamente que la policía no nos detenga de nuevo. Mi propio deseo es más por solidaridad que por temor. Mi rígido pasaporte azul se me encaja en el estómago justo arriba de las caderas, donde mi cangurera se pega húmedamente.
La policía nos ha detenido dos veces en un lapso de tres horas desde la estación del mercado de Huehuetenango, donde comí pollo en pipián picante y hablé con un tímido hondureño que dijo que estaba en Guatemala como turista, pero los dos sabíamos muy bien que no era así. Él fue uno de los primeros que la policía echó. Cada vez, seleccionaban a un puñado de hombres —al azar, creo, aunque me pregunté si en la segunda ocasión estaban buscando a los más jóvenes —pedían papeles y recogían mordidas. A unos cuantos los dejaron parados a un lado de la maltratada autopista, abrazando sus pequeñas mochilas, mientras que el autobús se alejaba. El jeep blanco de la policía está estacionado de cierta manera para que el conductor no lo pase por alto. El autobús se sacude, con un ruido ensordecedor sigue hacia
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Alexis Rodríguez
—sombrero ranchero, pantalones nuevos—, se contorsiona, observa y tamborilea sus dedos a través de su atlético muslo. La policía camina por el pasillo y señala. El sudor se acumula en mi labio superior.
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delante, y se detiene. Todos se mueven y murmuran. Las piernas me hormiguean mientras estiro mis pies por debajo del asiento hasta donde alcanzo, tratando de hacer circular la sangre. El hombre enseguida de mí
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—¡Yo soy guatemalteco, idiotas! —el hombre del sombrero ranchero brama—. ¡No voy a ir a ninguna parte! ¡Que se joda México! ¡Qué se jodan los Estados Unidos! Me encojo en la ventanilla, pero no estoy tan nerviosa. Este tipo es demasiado audaz para ser ilegal. Un policía se inclina hacia él. —Entonces muéstreme sus papeles —dice, suavemente. —No es Guatemala de quien estoy huyendo, ni de la gente de Santa Florentina, tampoco de los valles de algodón ni de las frías mañanas en los campos de maíz. Es de Peace Corps y de sus días solitariamente lentos, de mi proyecto de comunidad del jardín y de sus plantas de brócoli muriendo, de la sonrisa educada de las mujeres que me dicen que no tienen tiempo para trabajar ahí. Pero más que nada, del dengue. Esa horrible fiebre tiritera, semanas atontada con jarabe líquido rehidratante y migajas de galletas empaquetadas, mientras que el humo del fuego de la cocina de doña Eulalia se acumula en mi
nariz. Su buena, suave cara aparece y desaparece entre sueños tenebrosos, la luz cambia, y las gallinas cacaraquean alrededor de la cama. Héctor, su hijo mayor, sigue depositando leña a un lado de la estufa, preguntando cómo estoy, trayendo más botellas de suero. «No le dije a nadie en la Peace Corps que iba a México. ¿Por qué habría de hacerlo? Sólo quería unas cuantas semanas para nadar y broncearme. Mi supervisor nunca lo entendería. Héctor y Eulalia sí. Todos en Santa Florentina conocen México, han vivido, trabajado y tenido hijos ahí. Alguna vez todos ellos tuvieron papeles mexicanos bajo nombres falsos. De ellos es una villa de refugiados. Para los adultos, mujeres en su mayoría, México se estaba escondiendo y no hablaba su idioma natal, no vestía huipiles, nada que sobresaliera de ese país extranjero donde ellos esperaron tan cerca de la frontera y de los escuadrones de la muerte. «Los niños piensan que en México hay más oportu-
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Yo sí. Va a ser mejor que estar en el proyecto del jardín de la comunidad con los tipos de vegetales erróneos y una pálida, aburrida, extraña tratando de organizar reuniones de nutrición familiares que nadie atiende. No hay dinero para nada y a nadie en el gobierno le interesa, a pesar de que ellos dijeron que sí cuando firmaron los acuerdos de paz. Ahora las mujeres calman a los bebés mientras pican tomates en el arroz y hacen bolsas de borlas de viejos, adoloridos huipiles azules, los cuales venden a los mayoristas, que a su vez se los venden a los turistas. Los chicos agarran leños, mientras beben ávidamente cervezas Gallo frías cuando llueve, después de comer, y hablan de ir hacia el norte. El autobús ruge y se apacigua cuando llegamos. Los cambiadores de moneda descienden gritando. Deja, déjame sola, ¡déjame sola!, les digo, pero no sirve de nada. Me abro paso a codazos, lágrimas de frustración corriendo. No llores, nena, pienso. No sé cuál es el tipo de cambio de quetzales a pe-
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nidades. Héctor se mantiene diciéndome que regresará, y usará sus papeles falsos para ir hacia el norte y más allá. Que llegará poco a poco hasta una planta procesadora de pollos en la alta llanura del medio oeste». —¿Has escuchado hablar de Nebraska? —me pregunta, cara morena redonda, cicatrices de acné, ojos cuidadosos, holgazaneando en su bicicleta cerca de la clínica de concreto y de los árboles de aguacate. Estaba descansando en la sombra, tres días fuera de la cama, pero débil aún, tan débil como las hojas muertas de los árboles. Le dije que sí, pero que no conocía a nadie ahí. —Ah —su respuesta—. Bueno, yo sí. —Su padre Josué había estado en los Estados Unidos por tres años. Era la primera vez que escuchaba esto. Pensé que Josué había sido baleado en las montañas del oeste, arrojado en la anónima suciedad de alguna tumba vacía. Héctor me miró detenidamente antes de decir que se sentía orgulloso de su papá, pero que no estaba interesado en la revolución.
sos. Sé que seré timada. Elijo a un pequeño y le doy mis estrujados quetzales; él saca pesos manchados y los dobla en mi mano. Cebollas y carne chisporrotean en negruzcas parrillas de los carritos de tacos. Mi mochila presiona
entenderé. Me sonreirán y jalarán distraídamente sus collares de cáñamo y conchas. No tengo idea adónde ir. Necesito un lugar oficial. Carros y estropeadas miniváns obstruyen el camino entre
Guillermo Ceniceros
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mis omóplatos. Busco a más viajeros; tres jóvenes con cabello al estilo rasta discuten con los cambiadores de dinero. Apuesto a que son de España y hablan en un rápido lenguaje coloquial que no
los vendedores de comida y las vendedoras de banderas mexicanas y pines. Las montañas lucen más suaves y redondas, subiendo y bajando a nuestro alrededor. El gran anuncio verde resalta sobre
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pregunto de dónde serán, pero ahora no importa; van a tratar de hacer su mejor esfuerzo para parecer mexicanos. O quizá esté equivocada y estos tipos están legales. Todos los demás tuvieron que cruzar probablemente por el oeste o el este; las multitudes se reúnen alrededor del agitado punto de inspección. El taxi traquetea hacia el norte. Enroscadas autopistas, verdes praderas y destellos en blanco y negro de los señalamientos, mujeres con canastas, una motocicleta distante, un cielo caluroso arqueándose. Chiapas no es tan diferente todavía, aunque la carretera se siente más suave. Héctor me habló de esto cuando mi fiebre estaba cediendo y ya podía sentarme, por fin, recargada en la fría pared. «En México», decía, sentado en la cama, «hasta las carreteras son mejores». O las escuelas, o el trabajo. Su madre escuchaba mientras, barría o amasaba masa para las tortillas. ―Ay, ya no te acuerdas bien. Había una guerra, Héctor. ―Él probablemente admitirá que la policía mexi-
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todo: «Bienvenido a México», en letras remarcadas blancas. No hay nada más, no hay pueblos ni granjas. Hombres gritando me siguen aún. ―¡Señorita! ¿Necesita un taxi? ―No, no, la aduana. El pequeño y limpio edificio está cubierto de árboles. Un ventilador da vueltas frenéticamente en la descarapelada repisa de la ventana. Los hombres se sientan en sillas plegadizas, mirando los sombreros en sus manos. Al final de la sala principal se encuentra una estrecha oficina con un gran escritorio y un delgado, sudoroso oficial. No ve por mucho tiempo mi pasaporte. Pregunta si he sido inmunizada. Le digo que sí. El sello hace clic en el papel. Levanta la cabeza: —Continúe. Y estoy en México. Ya afuera, me trepo a uno de los taxis colectivos con algunas mujeres mayas y un puñado de hombres jóvenes, en pulcras, gastadas camisas. Un buitre elegante y oscuro cae en picada en la copa de los árboles. Los hombres van callados, observando. Me
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cana era igual de mala o que la cerveza estaba demasiado cara. Pero luego reía, y repetía la palabra norte hasta que Eulalia lo echaba ruidosamente de la casa. Ella no me miraba después de eso. Yo no entendía exactamente por qué. México no estaba tan lejos y tampoco era mío. Pero ahora entiendo, mientras observo a Guatemala desvanecerse entre Chiapas. Héctor no quiere estos húmedos valles tibios del color de las hojas nuevas del elote de ambos lados de la frontera. Él desea mi patria, y arriesgará todo para llegar a ella. Al igual que la otra desesperada pobre gente que no lo logra, que es violada o cortada en pedazos a machetazos por las pandillas que merodean en esas rutas de escape. Y yo cruzo esta frontera tan fácil, como respirar. Héctor y muchos otros no tienen más opciones. Pienso en los años en que Eulalia se escondía aquí mientras que su esposo dormía en las montañas con la pistola, esperando la ansiada promesa de paz.
—Que te diviertas en la playa —me dice Eulalia cuando me voy. —Qué poco parecemos saber. Se me hace un nudo en la garganta y giro mi cabeza, rápidamente, hacia la ventana. Cuando Héctor se vaya, Eulalia se quedará sola con los voluntarios de Peace Corps. Y yo, relajándome en el sol.
Josep Guinovart
arte
Agramunt (i), 1976 tĂŠcnica mixta/madera, 202.5 x 102 x 20 cm
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cuente
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Cap (i), 1954 gouache/cart贸n, 66.8 x 49.5 cm
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Cap i creu, 1991 tĂŠcnica mixta/madera, 75 x 60 cm
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De nit i de signes, 2003 TĂŠcnica mixta/madera, 122 x 122 cm
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El blues del plat, 1999-2001 tĂŠcnica mixta/tela, 130 x 97 cm
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El foc del minotaure, 2002-2003 tĂŠcnica mixta/madera, 215 x 104.5 x 28 cm
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El plat, 1964 TĂŠcnica mixta/madera, 70.5 x 50 cm
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Guitarra fosa al rostoll, 1998-2002 TĂŠcnica mixta/madera, 100 x 66 x 7 cm
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L’alzina, 1982-1991 técnica mixta/madera, 75 x 60 cm
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L’eclipsi, 1982 técnica mixta/madera, 244 x 122 cm
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La creu, 1995 tĂŠcnica mixta/madera, 244 x 122 cm
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La lluna i la corda, 1976 tĂŠcnica mixta/madera, 195 x 95 x 10 cm
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Les decapitacions (vi), 2000 tĂŠcnica mixta/fusta, 129 x 143.5 x 7 cm
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Terra i rostoll, 1979-1996 tĂŠcnica mixta/madera, 124 x 124 cm
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L’òval, 1988 técnica mixta/madera, 250 x 202 cm
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Sobre les Decapitacions de Pere iv (v), 2000 tĂŠcnica mixta/madera, 92.5 x 43.5 x 7 cm
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Molly Giles
—Traducido por Hilda Venzor—
S
é que esto es rudo. Sé que no me conoces. Al principio pensé que podrías haber visto mi nombre en los periódicos, pero puedo adivinar por tu ceño que mi nombre no significa nada. Está bien. Mi nombre no importa. Era sólo un simple nombre femenino, como el tuyo; no era especial, excepto por el dra. al inicio, que sentí que le daba peso. ¿Quizá viste la fotografía? Los reporteros escogieron una que mis padres tenían en la repisa de la chimenea; fue tomada el mismo año en que empecé en el hospital Mercy. Aparezco sin mis lentes y con el cabello rizado cayéndome alrededor de los hombros. Eso no se parece nada a mí. Yo nunca sonrío con los labios cerrados. Yo sonrío como tú estabas sonriendo hace apenas un segundo, antes de que me escucharas llamarte; yo sonrío mostrando los dientes y la encía y arrugando mi nariz. También vestía como tú, con pantalón de mezclilla y playera, y me recogía el cabello hacia atrás en una trenza cuando iba de excursión. Solía ir de excursión a las montañas. Puedes ver adónde iba si te das la vuelta y caminas hacia atrás. El Ridge Trail está allá arriba, contra las nubes. Solía mirar a menudo hacia abajo, hacia la playa, pero nunca pensé en venir hasta que hoy te vi cruzándola. Ahora veo lo que es una playa agradable, café, y con el viento soplando y tan desierta que casi parece privada. Tu propio lugar para tus propios pensamientos; algunas veces eso es difícil de encontrar, lo sé. Pero tú lo has encontrado aquí. Estoy impresionada. Soledad. Privacidad. Puedes correr por toda la costa o ejecutar saltos mortales, o
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Hablando con extraños
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quitarte la ropa o hablar fuerte. Tú estás hablando ahora. Estás diciendo «ayuda» en voz baja, mirando de un lado a otro, medio sonriendo, como si todo esto fuera muy divertido. Lo cual probablemente es. Te juro que al minuto de verte, casi me hecho a reír también. Ahí estabas tú, dando zancadas hacia mí; tus huaraches en una mano, la comida en la otra. Te veías preocupada y también contenta contigo misma, como si hubieras tomado una decisión privada e importante. Quizá sólo habías decidido cambiar de trabajo o vivir en Europa o regresar a la escuela, o tener un bebé. Yo había decidido, el día q u e escalé la montaña, casarme con Fran Silvera. Fran me conocía, o decía hacerlo, como la palma de su mano. Él había sabido desde el primer día en que empezamos a trabajar juntos en el Mercy que yo sería su esposa. Yo tenía la piel como su madre, risa como su hermana y piernas como su maestra de primer año. Fran había decidido que yo era la mujer adecuada para él. Yo era la mujer con la cual se quería casar. Me lo propuso en el hospital. No fue romántico. Habíamos hecho una pausa en nuestras rondas y estábamos parados en una ventana, mirando hacia afuera desde el séptimo piso. El brazo de Fran rodeaba mi cintura y su voz sonaba bajita y persistente en mi oído, pero con su cara volteada hacia un lado.
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Seguí su mirada y vi la montaña en la distancia, una forma lejana azulada, con el sol ocultándose a sus espaldas. ―No quiero apresurarte, me dijo. Te daré todo el tiempo que quieras. Sólo dime mañana. Fran tocó mi brazo y luego se fue. Conocía su caminar muy bien. Ese rápido caminar encorvado con su cabeza agachada, una mano en el bolsillo. Amaba su caminar, vivaz y decidido como el propio Fran. Todavía quise que se detuviera. Quise que se detuviera, que diera vuelta, regresara y me mirara. No lo hizo, por supuesto. Desapareció pasillo abajo. Esa noche pensé en muchas buenas razones para no casarme con Fran. La primera razón era mi amiga Elaine, que dice que regresará a medicina tan pronto como sus hijos estén en la escuela. La segunda era Bett, que dejó su propia práctica para seguir a su esposo a África y escribe lo orgullosa que se siente de su investigación. La tercera era Nina, que abrió una clínica con su esposo en el campo y ahora hace su parte de la práctica, además del papeleo, cocina, jardinería y carpintería. Recordé el desprecio en su voz la última vez que habló de su esposo, al cual solía venerar. Pensé en estas amigas —buenas doctoras casadas con buenos doctores— y pensé en la espalda de Fran desapareciendo pasillo abajo, y tuve ganas de un espacio con viento limpio y vasto donde pudiera caminar, respirar y ver las cosas claramente. A la mañana siguiente me puse mis botas de excursión, me trencé el cabello, empaqué comida en mi mochila y manejé hacia la montaña. Era un día como hoy, templado y extrañamente vacío. El cielo estaba nublado, pero se sentía caluroso, y pude sentir cómo la piel de mi cara, garganta y manos se empezaba a estirar mientras subía. Caminé rápido e iba a la mitad del Ridge Trail antes de que empezara a notar el mundo a mí alrededor. Lo primero que vi fue una pluma de ave de arrendajo tirada como una flecha en el camino. Era una delgada, suave y brillosa pluma azul. Debió haber sido un mal presagio, pero aún ahora no comprendo cómo; era sólo una
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encantadora cosa que encontrar, la recogí y me la enredé en la trenza. El lila de la montaña estaba empezando a brotar contra los pinos y pude ver a lo lejos las matas de acacia en los barrancos. En un mes más, pensé, el lirio salvaje estará floreciendo; entonces traeré a Fran; le mostraré este sendero. Imaginé a Fran subiendo junto a mí, coincidiendo aliento con aliento, paso con paso; imaginé su placer por las huellas de los venados, los hongos salvajes y las matas de violetas que le podría mostrar. Le gustará aquí, conmigo, pensé; mirará donde yo miré y verá lo que yo veo. La idea de su mano en la mía al ir subiendo se sentía cercana, reconfortante y correcta. Yo no soy como mis amigas, me recordé a mí misma. No soy Bett, ni Nina ni Elaine; yo soy yo. La pequeña palabra yo explotó, como si pudiera, y por un segundo me sentí salpicada de luz-radiante-salvaje, fuerte y segura de mí. Me casaré con Fran, pensé. Tendré hijos de él y también tendré mi propia carrera. Lo tendré todo, pensé. Vi mi futuro reflejado en las nubes, y al momento de sonreír salió el sol; pensé que salía para mí. Di vuelta en la última curva del amplio risco del sendero y paré, abrumada, como siempre, por la vista de la ciudad, puente y bahía que me encontraban. Todo relucía gris sobre gris, quieto y distante. Pude distinguir al Mercy de los otros edificios en el horizonte; se veía largo, aun desde la cima de la montaña. Agarré la pluma de ave de mi trenza y saludé hacia las ventanas del séptimo piso. Si Fran estuviera mirando por la ventana hacia la montaña ahora, me vería bailando, gritando Sí. Escribí sí en el aire con mi pluma; iba a subrayarlo y agregarle un signo de exclamación cuando escuché otra palabra a mis espaldas. Una palabra. Hola. Me di media vuelta y por un buen rato no vi nada. Mi corazón latía apresuradamente y mis lentes se me habían resbalado y aún estaba sonriendo; tú sabes cómo es esto. Al fin pude ver algo muy simple, casi cómico, que no puedo olvidar: un par de pies con zapatos para trotar saliendo de atrás de un árbol toyon. Alguien me ha seguido, pensé. Traté de pensar
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si había visto a alguien en el camino, pero no recordé haber mirado a nadie, ni escuchado a nadie; apenas había visto un poco más de dos o tres carros en el estacionamiento cuando llegué. Sentí un escalofrío y después pensé: tonta. Es sólo un hombre orinando atrás de los arbustos; está hablando con él mismo, no conmigo. Cortésmente, para hacerle saber que no estaba solo, empecé a tararear. Un momento antes había estado lista para entonar «La marcha nupcial», ahora parecía inapropiado. Pensé un segundo y empecé a tararear una canción de pelea de los juegos de futbol americano de la universidad. Los zapatos no se movieron. Eran nuevos, azules, de dos tonos, talla diez u once, con agujetas blancas brillantes. Debí haber gritado entonces, enseguida. Debí de haber dejado de tararear y debí de haber agarrado aire y gritado con todas mis fuerzas. Quizás no hubiera servido de nada. Los únicos excursionistas en ese tiempo eran los pequeños boy scouts buscando lagartijas. Me alegro de que no me escucharan y me alegro de que ellos no me hayan encontrado después. Todo mi trabajo con niños y cuerpos de niños se hubiera arruinado para siempre si ellos hubieran encontrado mi cuerpo, desparramado como una bolsa de basura entre las hojas húmedas. Pero, por supuesto, eso fue lo que pasó; tú lo has sabido todo este tiempo; aunque no leas los periódicos, tú sabes como es el mundo, y al minuto en que escuchaste mi voz sabías que iba a contarte una historia que ya habías escuchado miles de veces. Agachas tu cabeza y subes el cuello de tu playera para amortiguar mi voz. Está bien; levantaré mi voz. La levanté entonces. «Hola a ti», dije. «Hola», repitió. Salió de detrás del árbol. Era sólo un niño, no mayor de veinte, con una cara suave, redonda y rosada. Había una luz en sus ojos que lo hacía hermoso; al principio, parecía tan feliz de verme, tan radiante, que brillaba. La pistola temblaba en sus manos y sus labios temblaban también al sonreír. Pude ver que estaba loco; la locura estaba inscrita
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en su cabello rubio rizado que había cortado a tajos alrededor de todo su cráneo y en las marcas de pintura como de guerra que se había puesto en sus mejillas, pero su sonrisa me hizo pensar, por un minuto, que tal vez era inofensivo. Entonces la sonrisa desapareció. Sus labios se fruncieron, sus ojos se enturbiaron, parecía que iba a llorar. Está decepcionado, pensé. Ha estado esperando a alguien más, otra chica, no yo. Yo no soy quien él pensó que era. De espaldas, quizás, cuando me venia siguiendo, vio mi trenza y eso le hizo pensar que yo era la mujer que él quería, pero ahora que ve que yo soy Yo y no Ella, ahora, pensé, que sabe que se equivocó, bueno, ahora me dejará ir. Dejé escapar un suspiro y creo que asentí un poco al momento de empezar a alejarme. Quise dar la vuelta y correr entre el bosque, quise escapar. Después le contaría a Fran Silvera y a nuestros hijos acerca de este chico loco que había conocido alguna vez y cómo lo había burlado. Asentí de nuevo. Pensé que si el chico veía que yo no era mucho más grande que él y que vestía pantalones de mezclilla como él —si él viera quién era yo, una doctora, por el amor de Dios, y una chica—, si él viera todo eso, le caería bien. Siempre les he caído bien a los hombres. Pero a este chico no le caí bien. Ni siquiera me miraba. Puedo describir cómo se veía, con esos círculos y zigzags pintados en su cara; puedo describir la manera en que hablaba, con una voz clara y pequeña, sin acento; puedo hacer una réplica exacta de su único arete de oro y ubicar los lunares en su garganta. Lo vi muy bien. Pero él no me vio. Cuando me dijo que me quitara la ropa debió haber estado hablando con el mismo aire. «¿Quién te crees que eres?», le dije. Di media vuelta y corrí. Entonces él me agarró; fue muy fácil; fue más rápido de lo que pensé, y fuerte. Me golpeó como un hombre golpearía a otro hombre, duro, en la cara, con la culata de su pistola. Caí de espaldas gritando. Mis gritos eran tan delgados y tan altos que parecían venir de alguien más, no de mí; quizás venían de la mujer que él quería, ya que sonrió otra vez cuando se arrodilló sobre mi cuello. Entonces metió
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el cañón de la pistola muy dentro de mi boca. Podía sentir mis dientes desportillarse con el metal; mi boca se inundó de sangre; me atraganté; no podía tragar. —Tú sabes quién soy yo —me dijo—. Soy tu dueño. Quiero que digas eso. Quiero escuchar la palabra dueño. —Demonio —le dije— mi boca llena de sangre. —Otra vez. Y esta vez —¿me puedes escuchar decirlo?—, esta vez escupí y empecé a llorar, y dije, por supuesto, «dueño». Él asintió, satisfecho, y se sentó sobre sus tobillos. Yo estaba rezando para que me violara. Estaba rezando para que me violara, me golpeara y me dejara viva, y podría bajar la montaña en la noche y arreglar mis dientes y todo estaría bien. Entonces cuando me arrancó la mochila y me dijo de nuevo que me quitara la ropa, lo hice —no de una manera seductora, no; no le daría ese gusto—; me desvestí llorando, mi playera, mis pantalones, mis zapatos, mis pantaletas y mis lentes. Él tiró mi mochila entre los árboles, clavó su arma en mi brazo, y me empujó paso a paso fuera del sendero, entre el bosque; nos detuvimos en un pequeño arroyo y me hizo recostarme ahí, en las rocas. Si él me hubiera tocado con su cuerpo, estaría viviendo ahora, ya que hay una tregua aún en el más tosco tocamiento; piel con piel tiene su propia forma de unión. Pero me tocó con su pistola. Aquí, allá, como yo tocaría a un paciente con el estetoscopio, sólo que yo nunca tocaría a un paciente tan poco amorosamente como él me tocó a mí. Me acosté como un paciente, mirando hacia arriba. Sin mis lentes difícilmente podía verle la cara, pero pude ver el cielo azul pálido atrapado entre las ramas desnudas de los árboles y pude escuchar los pequeños sonidos fríos del arroyo y el aliento tranquilo del chico que me examinaba con su pistola. Tenía la pluma del ave escondida en mi mano y cuando el ojo redondo sin parpadear del chico se dirigió hacia mi cara, la apreté fuertemente. Al momento en que puso su pistola entre mis piernas y la introdujo violentamente, arremetí contra él. La pluma del
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ave cayó de su mejilla, inofensiva, tan inofensiva como una lágrima, y yo también caí, caí fuera de mí, caí ligera, libre como el aire. Aun si hubiera sido rescatada en ese instante, no creo que hubiera sabido cómo regresar dentro de mi cuerpo. En el momento en que la pistola, indiferente, salió a sondear el pulso en mi pecho yo ya había cambiado, muerta para siempre, pero seguía hablando. Estuve hablando constantemente, todo el tiempo. Estaba pidiendo por mi vida. —Déjame ir —le decía— y nunca le diré a nadie que esto pasó; haré todo por ti; seré tu esclava si eso es lo que tú quieres; te daré dinero; puedes vivir en mi casa; puedes tener mi carro; nunca te traicionaré; nunca les diré que te conozco; diré que nunca te he visto antes en mi vida. El chico no estaba escuchando. Él asentía a un ritmo que yo no podía oír, quizás al ritmo de mis propias palabras. Le estaba diciendo que era doctora; que me habían prometido tratamientos gratis. Le estaba diciendo que podía ayudarlo, cambiar su vida, salvarlo. ¿Y él? Él sólo dijo: «date vuelta». Lo hice, me di vuelta y cerré los ojos contra las piedras, después los abrí de nuevo y vi donde un sólo punto de sol había caído en mi reloj. No pude ver la hora, y cuando levanté la cabeza él puso su pie sobre ésta y desvió la pistola hacia mi recto; antes de que pudiera respirar sacó la pistola y la acercó a mi nariz con su propia nariz arrugada, como si el aroma de mi cuerpo debiera de disgustarme. No me disgustó. Pobre cuerpo, pensé. Empecé a levantarme, empecé a alejarme. Nunca iba a ir con Fran Silvera, yo sabía eso; ya no era la chica que Fran conocía; ya no era la chica que todos conocían. Y aun así era yo misma. Más yo misma de lo que jamás había sido, y esto parecía tan extraño, ser tan completa y tan desconocida. Pobre Fran, pensé. No me había visto antes y ya nunca me verá otra vez. Nadie me verá. Sentí pena por eso, pero, sobre todo, me sentía cansada. Había estado hablando con extraños, por tanto tiempo, para nada. —¿Quién te crees que eres? —gritó el chico, y antes de que le pudiera contestar, me disparó, sólo una vez, en la cara, y
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eso fue todo lo que tomó; no hay truco para morir, no cuando estás cansada. No fue hasta que yo había muerto que él recordó la navaja; en eso, fui afortunada. Ahora en los periódicos lo llaman El Cazador de Cráneos, y hay especulaciones de que creció en una reservación india al sur; no estoy muy segura. Me quitó la tapa de la cabeza y miró hacia adentro, después hizo un corte en mi esternón y separó mis músculos hacia atrás, como cortinas rojas deshilachadas de tienda de campaña. Fue delicado, veloz, intenso, estaba asustado. Pienso que la estaba buscando a Ella. Estaba buscando a esa otra mujer, y pensó que podría estar adentro de mí, escondida. Sin embargo, no la encontró. No la ha encontrado en ningún lado, aún no. Está buscando. Los hombres del sheriff también están buscando. Ellos encontraron a las otras dos mujeres en la montaña después de que me encontraron a mí; piensan que me dejaron en el camino deliberadamente, como guía para los otros dos cuerpos. No me molestaría pensar que así fue; me gustaría ser útil, pero, ¿qué puedo hacer? Nadie puede escucharme. Nadie puede verme. El recuerdo de mi risa estremece a mis padres, despiertan aterrados a media noche; mi nombre es símbolo de advertencia para las estudiantes. Mis amigos, reunidos en el café en un departamento vecino, se ríen de ellos mismos porque les da miedo
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tomar mi llave, abrir mi puerta y enfrentar mis cosas: mis pantuflas, mi raqueta de tenis, mis brazaletes de turquesa, mi tarro de té de jazmín. Éstas son sólo cosas, mis amigos le explican a mi vecino. Aun así les da miedo de que estas cosas los contaminen de alguna manera. Reclamar mi vida significa reclamar mi muerte; tampoco se atreven a tocar. Mis pacientes en pediatría —de ocho años, enyesados y en sillas de ruedas— sueñan que me ven en harapos blancos, sangrando, acercándome hacia ellos pasillo abajo. Ellos estrechan las manos de Fran en la oscuridad. —¿La conocías? —preguntan. ¿Me conocía bien? Fran niega con la cabeza y aclara su garganta, y después de un largo rato dice: «No, en realidad no». Él no les dice que no me pudo identificar en la morgue. Él no les dice que ya no puede recordar mi cara; cuando trata de recordar mi cara, ve la foto en los periódicos, borrosa, blanda y rubia; la cara le recuerda a su hermana, a su madre, a su maestra, no a mí. Él libera las pequeñas manos tibias y camina pasillo abajo. Al pasar junto a la nueva enfermera en turno, le dice que nunca camine sola afuera. Ella luce sorprendida. Nunca se le ocurriría hacer eso. Ella no es como yo. Nadie es como yo. Excepto, quizá tú. Tú, arqueando la ceja al momento de caminar más y más rápido por la arena dura, tú eres como yo. Tú, preguntándote cómo sacudirte la sombra de mi voz del día perfecto que brilla a tu alrededor. Sí, tú eres mucho como yo. Y voy a seguir hablando contigo, lo sabes. Ya sea que estés en la playa, o en la cama con un amante o riendo con amigos. Voy a hablar contigo toda la vida, hasta que me reconozcas y sepas quién soy yo.
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Argyris Eftaliotis
—Traducido por Guadalupe Flores Liera—
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ace poco, viajaba de nuestra isla a Constantinopla. Cuando estoy de viaje quiero preguntar y saber con quiénes viajo. Nuestro vapor no llevaba muchos pasajeros, pero cuando tocamos la ciudad norte de la isla se embarcó alguien que me pareció extraño. Aire europeo, maneras europeas, hasta el andar europeo. ¡Sin embargo, su insaciable barquero lo aderezaba de inconfundible griego! —¡De quién se tratará éste!, me dije a mí mismo. Apenas partió el vapor, me le acerco, lo saludo y le abro conversación. —¿De dónde es?, le pregunto. —Del sitio donde me vio partir. —¿Y con qué rumbo, si Dios quiere? —A Europa. Allí pasé mi juventud entera. Vine a ver a mi gente y ahora regreso. Hablando nos hicimos amigos. Por la noche nos sentamos los dos en la cubierta y contemplando la mar serena enfrente y del otro lado las montañas, comentábamos, yo de mis cosas y él de la suyas. Era larga y apasionante su historia. Sólo que me suplicó no contarle a nadie sino el pequeño fragmento que narraré en seguida: Me marché de nuestra isla siendo muy pequeño. Directamente a la extraña lejanía. ¡Directamente a Europa, ahí donde dicen ustedes los que saben que se encuentran las luces, aunque yo la encontré sumida en la oscuridad y la niebla, y con la hierba del olvido en sus tristes senderos! Veinte años me mantuvo semidormido la terrible hierba. Veinte años me royó el oculto gusano, el inmortal deseo de la patria que ni toda
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Cuento verdadero
una Europa puede arrancar por completo. Al cabo de veinte años, el anhelo puso fin a la hierba. Despertó mi corazón, despertó mi mente, todo en mí despertó y clamaba por la patria. Tomo el vapor en esa dirección, rumbo a nuestras islas. ¡Todo lo encontré en su sitio! Todo sonreía aún, igual que sonreían entonces cuando me encaminaban. Y el Sol, como si supiera cuánto había sufrido mi espalda allá lejos, se puso a calentármela, hasta que me entumecí de gozo. Sólo le faltó ponerse a llorar al pobre capitán del pequeño vapor que me traía a mi patria cuando se enteró de todo esto. Era ya casi de noche cuando llegamos y, en lo que atracaba el vapor en nuestra cala, acabó de oscurecer. Y veías como se encendían una a una las luces de las casas de enfrente. —¡Dispara ahora, capitán!
¡El capitán fue hacia el cañón, pero no se dispara! Entonces corre al silbato y de inmediato da comienzo un estruendo que se diría que había surgido un dragón de las entrañas de la tierra y que sopló durante media hora antes de tomar un respiro. —¡Eh, capitán, basta! Ya lo entendieron. Ahí viene la barca. Vino la barca junto con varios muchachitos alegres. Embarcaron de prisa y me dieron la bienvenida muy tímidamente. —¡Fíjate nada
Alexis Rodríguez
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ido de su lado. No pude abrir la boca. Me recargué sobre mi viejo tío un momento, nos secamos las lágrimas y nos alejamos del embarcadero, con el farol. Mientras íbamos, me detenía a ratos a ver por aquí una casa nueva, por allá una calle nueva, huertos en donde había dejado ruinas, talleres donde recordaba rocas. Y me parecía que era dos veces más alto ahí, de tan pequeño que se veía todo. Se lo decía y se reían. Sin embargo, por dentro me atormentaba un pensamiento grave. Pensaba en cómo se rencuentra un hombre con su madre después de tantos años; no es cosa de risa, y que aquí hace falta más que tener valor, para que a la vieja no le pase nada. Adopté entonces el aire que toman los borrachos cuando quieren demostrar que supuestamente no han bebido. Caminaba con vigor y golpeaba mi bastón en el suelo decididamente. La pobre vieja me decía luego que ella también luchaba para tomar la misma decisión. ¡Y así nos
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más, que en vez de recibirme con limones luego de tanta indolencia, a los chicos les da vergüenza, dicen, y hasta derraman lágrimas! —¿Y ustedes quiénes son? —Yo soy tu ahijado. —Yo tu primo; —yo tu sobrino; —yo tu cuñado. ¡Ay, mundo, qué amargo y alrevesado eres, aunque posees tus insólitas dulzuras. La barca rompía las olas y se aproximaba al embarcadero. Todavía no había echado la amarra el viejo Stamatis cuando se adelantó para ser el primero en recibir las propinas. —Ahora sí que no me engañan —grité cuando puse pie en tierra—. Los conozco a todos. ¡Aquí está mi tío! ¡Con el cabello blanco! ¡Aquí, también, el generoso de Zisis con su risa pícara! No pude avanzar. Me detuve un momento, los tenía alrededor, buscaba la forma de hablarles, quería decirles que supuestamente no habían cambiado, que me parecía como si nunca me hubiera
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encontramos de pronto frente a frente! En algún momento apoyamos cada cual el rostro en el hombro del otro. No se oía ni una palabra. Cuarenta o cincuenta amigos míos se encontraban de pie, conturbados como si contemplaran un misterio sagrado. ¡Y era el misterio más sagrado de mi vida, porque un beso me limpió toda una vida de pecados! Levanto la vista para mirar a mi alrededor y una muchacha me toma entre sus brazos llorando. ¡Me dijeron que era mi hermana! —Qué hermosa eres —le dije, tratando de bromear y las palabras se me ahogaron en llanto. Llevaba pocos meses casada, su marido estaba a su lado y esperaba él también para abrazarme. Tomo su mano y le digo: —Tú me la volviste así de hermosa, porque no era sino una cabra silvestre cuando me la sentaba en las rodillas pequeñita de cuatro años. Me vuelvo y miro otra vez sus ojos y «ya te conozco», le digo, «creciste, pero no cambiaste».
Y así, jugando y llorando, viví esta tremenda alegría sin igual en el mundo. Al entrar en la casa, me llevaron a la sala. La casa era de arriba abajo la misma, ¡pero ahora los muebles eran europeos! —Maldita seas, Europa, que hasta aquí llegaron tus huellas —dije en mis adentros. Pero no alcancé a pronunciar nada, porque la casa se llenó de repente de tres generaciones, las dos que ya conocía (excepto por aquellos que habían emprendido el viaje sin retorno), y la nueva, que surgió después. Qué alegría cuando tomé uno a uno a los hijos de los hijos que conocí y les iba diciendo de quién eran. —Tú eres de éste, tú de tal otro. —¡Y no me equivoqué ni una vez! Y de nuevo a reír, para que las antiguas amarguras se fueran al olvido. Describir el rencuentro con cada viejo amigo y pariente requiere de más tiempo. ¡Solamente le digo que cada nuevo rostro era una nueva experiencia y siempre lo reconocía! Tan bien
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—Vamos al campo —le digo un día a mi madre—. Aunque sea octubre. Allí ni habrá cambiado nada. Y así era. La torre, los álamos próximos, la fuente vecina, más allá los plátanos, los rebaños en los montes alrededor con sus esquilas, que se diría que mantenían el nivel de la flauta; más allá el mar, todo, todo igual. Ni habían envejecido, ni envejecerán nunca. ¡Listas para saludarte y para revivirte, por más viejo, por más aburrido que estés! Conduzco a mi vieja a la capilla de la playa. Nos postramos, encendemos una vela y prometemos pasar ahí unidos los últimos años. —Sólo volveré a irme por una vez más —le digo—, y te juro que en esta ocasión no me voy a tardar. Vio mis ansias y no dijo que no. Únicamente volvió la vista al mar y entonó una vieja canción que decía mi difunto padre: «Si despejado el mar, el arrecife azota; si encapotado está, el arrecife azota».
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me acordaba de los viejos tiempos. ¡Ah, los viejos tiempos! ¡Vuelvo a encontrar su gracia y su dulzura! ¡Encuentro el depósito de los higos, la despensa para los dulces, las torrejas por la mañana antes de que amanezca, todo lo que traman nuestras madres para hacernos sentir otra vez niños, aunque los cabellos se nos hayan puesto blancos! ¡Los encuentro en los corazones viejos y en las canciones viejas, pero cuando visito las casas nuevas y veo caras nuevas y oigo cosas nuevas, el alma se me nubla y me parece que otra vez me he marchado! ¡Porque desde Siros y Constantinopla llegaron aquí también los guiñapos de la «civilización», se supone que lo griego se hizo mejor y las cuestiones isleñas lo perdieron todo, hasta las canciones perdieron! ¡Ay, canciones doloridas de mi patria! ¡Yo el expatriado las cantaba y las muchachas aquellas que nunca se fueron no se querían acordar más de ustedes, sólo canturreaban cancioncillas juveniles de la época!
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El Campanitas (Berlín Occidental) Vasilis Vasilikós
—Traducción de Guadalupe Flores Liera—
E
l sobrenombre se lo había ganado de una manera muy tonta, pues en una ocasión cometió el error de contarles una historia muy personal. Vivía en la ciudad en la que abundan los viejos, rostros marcados por los crímenes de una época, duros como los campos de concentración donde la mayoría había prestado servicios imaginariamente. Y ahora esos campos permanecían como heridas sobre la piel de la tierra, inexorables ranuras ahogadas cada primavera por la nueva vegetación; a pesar de que, lo mismo que las barbas en los rostros heridos no consiguen cubrir la huella de la cuchillada, se diría que la cuchillada —los campos—, aunque estuvieran enterrados, sobresalían a la brisa primaveral de las espigas sin segar. De la misma manera, los rostros hablaban de su pa-
sado, aunque en el presente se disfrazaran los viejos y las viejas que se encontraban en los autobuses, en la fábrica, en las calles, en las grandes tiendas de abarrotes, antes de su accidente. La palanca que levantaba la grúa le cayó justo encima de la cabeza; protegido por el casco protector, éste se le introdujo hasta el fondo del cráneo y lo convirtió en un inútil para el resto de su vida. Se trataba de un emigrante pobre que había salido en busca de una vida mejor, para ayudar a los siete hermanos que había dejado en el pueblo, y le cayó en suerte el accidente que lo dejó inválido. Simplemente, los médicos, pagados por el sindicato, que a su vez recibía dinero de los patrones, se negaban a declararlo «imposibilitado para realizar cualquier tipo de trabajo», para no pagar los patrones de los médicos,
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navaja y él lo sujetó de la muñeca y le torció la mano hasta que dejó caer al suelo la navaja y, entonces, cuando aquél se inclinó a recogerla, le metió la patada que hubiera querido meterle a los dictadores y que, en vez de recibirla aquéllos, vino a recibir este miserable, obrero igual que él, sólo que el consulado le daba un billete de cincuenta marcos de propina de vez en vez para que se las diera de importante entre los demócratas. Luego del episodio, el soplón lo delató y, cuando fue a renovar su pasaporte, lo echaron a patadas del consulado, hecho que justamente lo puso en libertad de desarrollar una actividad en la lucha antidictatorial. Ésta es la razón de que no pudiera regresar ya. Luego del accidente, sufrió de amnesia parcial y, verdaderamente convertido en inútil, deambulaba el día entero —no se hallaba a gusto en su casa— por las calles de esa ciudad inhóspita que semejaba una isla de la que había emigrado la juventud y en la que habían quedado los viejos de las ca-
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es decir, los dueños de las fábricas, las altas cuotas del seguro. Y, de esta manera, lo mandaban de una oficina a otra a completar papeles en un idioma que no entendía. Apenas hablaba lo necesario para moverse en su trabajo, entre las construcciones. Por supuesto que le dieron una pequeña compensación, pero lo que él exigía era la «cuota de jubilación», puesto que el accidente había tenido lugar en horas de trabajo, sin haber tenido él la culpa para nada del error que había cometido el conductor de la grúa que lo aplastó con el hierro. Y lo peor de todo es que ni siquiera podía regresar a su pueblo, a descansar a la sombra del platanar. Siendo todavía fuerte, se había enfrentado a golpes con unos provocadores en un centro nocturno, un sábado por la noche, el único día de la semana en que, en la ciudad en la que abundan los viejos, proliferaban, como por partenogénesis, los bouzoukis. Y allí se hicieron primero de palabras, llegaron a las manos y después hicieron su aparición los cuchillos. El matón sacó una
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ras marcadas, como si fueran guardianes del Museo de la Virtud Bélica. Hasta que un día le ocurrió el hecho que le contó a sus amigos en el café de siempre, en donde todas las tardes, a partir de las seis, terminado el trabajo, se reunían ellos, en la parte de arriba, ahí donde se enteraba uno de las noticias recientes, de los chismes; en donde se oían de los «dirigentes» de paso por la ciudad los análisis más sesudos; en donde el Macedonia y el Acrópolis pasaban de unas manos callosas a las otras, de forma tal que la tinta, en vez de desteñirse, se acentuaba a causa de los ojos sedientos que la bebían, mientras que los titulares engañosos tendían trampas a la memoria. El café, en fin, o para ser exactos, la parte de arriba, era el centro de reunión de todos los estudiantes y obreros que vivían en esa ciudad extraña, en ese país extraño, imposibilitados para regresar a sus hogares en Grecia. Al contrario de los demás emigrantes que escogían lugares retirados para reunirse, los griegos, debido a su aburguesamiento tardío,
se dejaban caer siempre por el centro, haciéndose la ilusión de que se encontraban uno en la Plaza de la Omonia, otro en la de Vardari, otro en la de Fouat, otro en el Embarcadero, porque, si lo mira uno bien, lo que distingue al griego del turco, el persa o el iraquí, y en general de los orientales, es la sensación de hermanización del centro, de donde parten radialmente muchos ejes; es la sensación de la Asamblea Popular, donde los ciudadanos «deliberan» frente a los antiguos palacios, mediante manifestaciones y huelgas. Y fue allí donde metió la pata, entre amigos y enemigos de clase —así denominaba a «los de centro»—, que habían dejado ya de sentir lástima por él respecto a lo del accidente y no le preguntaban, como antes, a qué médico lo habían remitido aquel día. Sus vicisitudes en la confusión de la asistencia hospitalaria a los obreros extranjeros se había convertido ya en leyenda que había rebasado los límites de la ciudad; ahora la herida había cicatrizado, el trozo de cráneo que
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le habían quitado se lo habían sustituido por una placa de zinc y la memoria, poquito a poco, se recuperaba, así que lo trataban con aquel asimilado pesar con que todo mundo contempla a los inválidos a los que ha conocido así, como si nunca hubieran sido autosuficientes, cosa que no le molestaba. Entonces, una tarde en que no había ninguna noticia sobrecogedora y todos hablaban de mujeres o del juego del cubilete, les narró —¡qué metida de pata!— el suceso. Iba caminando, dijo, por una calle que desembocaba perpendicularmente en la avenida central, cuando su mirada se detuvo en un aparador que tenía una lata de rollitos de hoja de parra en conserva de origen turco. Sólo que lo de gialantzí dolmás, aún escrito en letras latinas, lo reconoció. Conocía las pocas tiendas con productos griegos en esa ciudad. Esa tienda era la primera vez que se la encontraba y le pareció diferente. Penetró. Su entrada, al empujar la puerta, fue anunciada por un agradable ruido de campanas de la
montaña o del bosque, igual al que escuchaba en su pueblo, al atardecer, cuando los rebaños volvían del pastizal. No le dio importancia. Por otro lado, el mujerón que corrió a recibirlo, como si de un cliente se tratara, le produjo vértigo. Sus piernas, apretadas dentro del pantalón de terciopelo, ponían de relieve las líneas de los
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muslos, que sobresalían únicamente lo necesario como para feminizar las rodillas, «abombándolas», según la observación que había hecho a sus compañeros de la construcción; y sus glúteos, vivamente crujientes, junto con la línea de la pantaleta, que acentuaba la división de las carnes que estaban directamente en contacto con el terciopelo del pantalón; y sus pechos, sueltos bajo la blusa, en la posición de la virginidad primera en que pesan por la leche y se hallan a la espera de la boca de un bebé que venga a aligerarlos. Todas estas cosas, en aquel momento, no lo dejaron concentrarse en el dulcísimo rumor que anunciaba su entrada en el establecimiento. El establecimiento tenía básicamente productos orientales, «productos cadenciosos y voluptuosos, doloridos». Morrales y alfombras peludas de Macedonia y de Arákhova, alfombras persas, figuras de porcelana de Irán; bordados hechos a mano en países donde las muchachas todavía bordan sus dotes, hasta que algún servicio de asistencia
se hace cargo de exportarlas al extranjero en calidad de «objetos exóticos»; queso feta de Bulgaria y, además de los rollitos de hoja de parra turcos del aparador, dulce halvás de Constantinopla. Se dio cuenta de que el único elemento que unía todas estas cosas era la ignorancia del dueño del negocio. Porque, por ejemplo, ¿qué relación tenían las alfombras peludas, de ovejas auténticamente griegas, con las alfombras bordadas de Bagdad? Al vivir en el extranjero seis años había aprendido que los extranjeros ponen en el mismo saco a todos los pueblos subdesarrollados y que, asimismo, todo empresario, francés, belga, holandés, suizo, alemán lo ponía a él en la misma categoría. Así que se puso a recorrer el establecimiento en busca de algo que fuera más barato además de griego y, como no tenía prisa en irse —¿para ir adónde?—, se dispuso a darse un agradable «taco de ojo» allí; además de la muchacha que había corrido a abrirle, salieron de los vestidores todavía otras dos o tres —aunque no sabría decir
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retintineo. Al tomar la manija, mientras se preparaba para salir, se sintió arrastrado durante un mínimo instante por el estremecimiento. Emitían un eco embriagador y dulce como la miel del panal, tan querida, como sus años de infancia, antes de que se marchara del pueblo para convertirse en albañil en la ciudad, en el tiempo en que cuidaba de los rebaños en el redil y los llevaba a abrevar al pantano y había contemplado escenas que ocurrían ante su mirada, con la exactitud del minutero: los pitones tiernos en la frente de algún cabrito; la papada de alguna oveja contrariada porque le habían degollado a su macho cabrío; la majada, el alacrán, la leche que atraía a la víboras, los abnegados perros pastores, el sol conforme caía y alargaba las sombras. Gracias a este eco, toque de diana de la memoria, vio toda su antigua vida desplegándose en vastos paisajes de praderas de tréboles en donde se ocultaban las codornices, juncos espinosos en donde los rebaños permanecían con las cabezas gachas y, no pudiendo soportar más tanta
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si se trataba de vendedoras o de clientas— que se estaban probando distintos chalecos y abrigos de borrego, igual a los que usaban los «greñudos». Sabía que en ese tipo de establecimientos quienes no tienen el dinero para adquirir aquello que con tanto fervor venden se convierten en vendedoras. A pesar de todo, su cara de griego, su extracción lo traicionaban a cada paso. No se podía fingir un posible comprador. De manera que antes de irse, entre montones de disculpas, se encontró frente a frente con las campanitas de la puerta que tan agradablemente habían repiqueteado cuando entró, ensartadas, comenzando por las más grandes, hasta ir descendiendo poco a poco en tamaño toda la escala sobre un cordón de piel. Y todas al mismo tiempo, campanitas de ovejas y de cabras, cuando alguien abría o cerraba la puerta, repiqueteaban como los rebaños al anochecer, cuando pasaban por enfrente de su casa, confundiendo —las patas entre el polvo que levantaban— su dulce
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dulzura, tomó con ternura entre los dedos encallecidos el haz de campanitas, igual que cuando niño sentado en las rodillas de su abuela jugaba con la trenza de ésta. Tras él la muchacha esperaba ver a qué horas salía, para cerrar la puerta. Y, al no poder justificar de otra manera esta trama de la memoria, preguntó por el precio. «No están a la venta. Son de la tienda», le contestó en su idioma. Y desde esa ocasión, tres días seguidos volvió al negocio con el pretexto de que quería comprar algo, ya fuera una lata de gialantzí dolmás en conserva, ya una de queso feta búlgaro, ya un trozo de halvás de Constantinopla, ya unas berenjenas miniatura encurtidas, simple y sencillamente para poder escuchar el haz de campanitas que vibraban al abrir y cerrar la puerta cada vez que entraba y salía. —Te gustó el mujerón —le comentó alguien cuando concluyó. —¡Lo cuentas tan bonito —lo empezó a picar otro— que se diría que ya se extinguieron las ovejas! —¿Y por qué no le escribes a tu hermano para que te
mande alguna docena? —le preguntó un tercero. —Encima de la alfombra peluda blanca se coge de lo más sabroso —recordó con nostalgia un baladrón. —¿Y por qué blanca y no roja? Y la chunga no tenía fin. Se burlaban de él por lo bajo. Y, puesto que él insistía en que con ese sonido, a lo mejor a causa de su accidente, había tenido otra sensación, extramundana, y se comunicaba telepáticamente con el pasado, para librarse de su insistencia le pusieron por nombre El Campanitas. Se le quedó el apodo, como el hielo que con el tiempo se forma en la superficie del congelador dentro del refrigerador y nadie puede derretirlo ni deshacerse de él, si no es cuando se apaga el aparato por completo y se le condena al silencio.
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María Zarifi
—Traducción de Guadalupe Flores Liera—
E
l jacker Jay da enter al juego y en la pantalla aparece Molly. Camina asustada, como si sintiera la respiración de alguien cerca del cuello. Está segura de que Eso está aquí otra vez, justo detrás de ella, y que se burla mientras ella se esfuerza por verlo sin conseguirlo. Aun cuando se finge indiferente ante él, siente su respiración. Decide tenderle una trampa y bruscamente se vuelve, pero Eso la ha seguido al girarse y de nuevo se ha colocado fuera de su campo óptico, así que ella, desilusionada, continúa caminando y Eso la sigue y su respiración se vuelve perceptible. Claro que Eso no duda en comportarse de manera cínica y vulgar, ya que algunas veces bosteza desvergonzadamente y otras chasquea la lengua
con placer, como si estuviera deglutiendo algo extremadamente sabroso, y ella, la que digamos que se llama Molly, porque siempre quiso ser Molly, se siente asqueada al verse obligada a vivir con Eso tras ella. Es lo peor que te puede pasar —piensa— y a continuación se entrega a su trabajo. Por supuesto que Eso es invisible, porque de otra manera alguien le hubiera hecho ya la observación, alguien le hubiera dicho que hay algo en su cuello, o algo justamente detrás de ella, pero nadie le ha dicho nada y Molly se encuentra convencida de que Eso es invisible. Así que continúa compulsivamente con su trabajo, que exige el mínimo de esfuerzo mental y que, por supuesto, después de un rato, necesario para la adaptación, no exige casi
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Una empleada de supermercado
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nada, porque Molly coloca productos en los anaqueles vacíos de un gigantesco supermercado, un monstruo de supermercado que, por otro lado, le causa indiferencia. —Algo que comprendemos muy bien —dice el jacker Jay y congela la imagen. —Nos motivaban —continúa—, es decir, cuando éramos niños, los relatos acerca de tortugas gigantes, a las que nadie había visto, o de ballenas gigantes en el fondo del océano, sólo que un supermercado gigante hoy día no le parece extraño a nadie, porque todos, desde el instante en que nacemos, vemos supermercados gigantes como ése, así como multicines gigantes y locales gigantes de comida rápida, y de esta forma ya no hay nada que pueda exaltar nuestra imaginación fácilmente. Y Molly se encierra en este supermercado gigante durante ocho horas y Eso la sigue, incluso cuando Molly baja al sótano y llena el carrito con espaguetis y luego los sube y renueva los espaguetis; sólo que la renovación no resuelve el problema por
mucho rato, ya que las manos sustraen los espaguetis con sorprendente velocidad, los sostienen un momento, se fijan en el precio y luego los hunden rápidamente en canastos enormes y Molly tiene que renovarlos de nuevo y se angustia, porque además de los espaguetis tiene que renovar el azúcar, la harina, la sémola, porque Molly trabaja en el departamento de renovación de alimentos empacados, por supuesto que no sola, porque el departamento es enorme y ella nunca conseguiría renovarlos con la velocidad con que éstos se agotan debido a la cantidad de manos; además, tiene en el cuello a Eso, que la sigue y la pone nerviosa, porque no raras veces extiende sorpresivamente la mano a la parte posterior del cuello, con la esperanza de agarrarlo, hasta que una compañera le preguntó si tenía algo en la nuca y Molly le contestó que no, que su nuca estaba de maravilla. Chihuahuas. Se pregunta dónde se le pegó Eso y si los demás tienen una cosa semejante en el cuello, pero no está segura y, por otro lado, nunca
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—Ja, ja —contesta el jacker Jay—. El galimatías es simple. La opción no está disponible. Los psiquiatras son caros y Molly no cuenta con dinero para eso. Por el contrario, consume un montón de horas al día haciendo cálculos complicados, de forma tal que pueda repartir ese poco dinero lo más justamente posible entre el techo, la comida, el entretenimiento y otras cosas mínimas, pero nunca puede repartirlo justamente; siempre es injusta con algo, unas veces con esto, otras con aquello y al final reparte la injusticia lo más justamente que puede, una semana es injusta con una cosa, la semana siguiente con otra, y así su mente se encuentra siempre alerta, realizando continuamente complicadas cuentas. Se siente viva haciendo cuentas, como se siente viva cuando compra algo y viva se siente el domingo por la noche, cuando come pizza recostada en el sofá de su casa mientras mira videos. Por el contrario, se siente completamente muerta los sábados por la
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podría hacerle una pregunta semejante a nadie, porque la tomarían por loca. —Condición imprescindible para el juego es que Molly no pueda preguntar a nadie —dice el jacker Jay, mientras presenta el nuevo interactive videogame a un grupo reducido. —Un paso adelante en la creación de videogames —explica—, ya que el jugador puede participar del raciocinio de la protagonista. Basta, por supuesto, con que el raciocinio tenga una base lógica. —Puede acudir al psiquiatra —propone uno del público. —Okay, escojo la visita al psiquiatra —contesta el jacker Jay—. Ah, en el juego están incluidos cien psiquiatras, escojo uno de los cien, pido la dirección y el teléfono y el programa contesta: Dirección-tel. Bsjiiik22trkapb. Insisto, pido la dirección del siguiente, lo mismo. —Un galimatías —concluye el público. El galimatías tiene que ser resuelto.
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noche, exactamente porque los sábados por la noche se ha quedado sola muchas veces, por eso lo de sábado por la noche es una palabra prohibida para Molly, es algo de lo que prefiere no hablar, igual que prefiere no hablar de muchas otras cosas, tantas que si se pusiera a enumerarlas se extrañaría ella misma, justamente porque todas esas cosas de las que quisiera no hablar resultan muchas al final. —Igual que sus amigos —continúa el jacker Jay—, también ellos tienen ese mismo problema y apenas alguno toca un tema, otro se adelanta y le dice mejor déjalo. La mayor parte del tiempo se la pasan poniendo fin a los temas, se diría que se vuelven amigos según los temas que no les gusta tocar. Y hace zoom al rostro de Molly, que se encuentra desesperada, quizá porque Eso casi le sopló en el cuello y es como si dijéramos que a Molly se le cortó la risa, suponiendo que se hubiera estado riendo, y como el momento en que esto ocurrió Molly estaba llenando el anaquel
de los espaguetis de harina integral, los espaguetis se le escaparon de las manos y se le cayeron, se rompieron y se desparramaron, todo el espacio se llenó de espaguetis de harina integral. Y entonces la pantalla se llena de hermosos dibujos, al mismo tiempo que la gente del supermercado se abre paso por entre los espaguetis y muchos no dudan en reunir varios y en echárselos en los bolsillos. Y entonces Eso se burla de ella y Molly se llena aún más de pánico y se lo empieza a imaginar, piensa que seguramente Eso tiene una sonrisa espantosa, se imagina que le faltan un montón de dientes y se imagina que el aliento le apesta a alcohol; seguro que ha de ser viejo y el aliento le hiede a muerte, piensa Molly, y se le ha de haber agarrado al cuello para atormentarla, porque ha de estar a punto de morir y ha de querer arrastrarla consigo en su muerte y, por supuesto, querrá amedrentarla por completo, hasta que la que digamos que se llama Molly no conserve ya ninguna esperanza y la voluntad la
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—Es evidente —murmura el público con fastidio. Y, realmente, sobreviene un nuevo ataque por parte de Eso, que le hunde los dientes en el tierno cuello, haciéndola saltar de asco. Y Molly se desmaya. Se ve perfecta cuando lenta, muy lentamente, se desploma en el suelo y la multitud se agolpa a su alrededor. La escena es bastante cruda, puesto que los ojos de Molly parecen haberse torcido hacia atrás y le babea la boca, como si quisiera decir algo, mientras oculta las manos entre las piernas. Enseguida se oyen sirenas, ambulancias y médicos, que procuran reanimarla, inútilmente, porque Molly parece haber caído en coma y Eso adquiere entonces carne y hueso, a pesar de que solamente Molly lo ve, nadie más —aclara Jay. Y entonces aparece Eso en la pantalla, se cruza de piernas y sus manos esqueléticas a causa del moho extraen un puro quién sabe de dónde, y sus dientes lo cortan con mucho arte y luego sus manos esqueléticas lo encienden y
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abandone por completo y de repente encuentre que su vida es ridícula y se le haga imposible seguir acomodando espaguetis en los anaqueles, azúcar en los anaqueles. Que considere ridículo no solamente no tener ninguna esperanza y que se olvide por completo de los espaguetis y del azúcar, sino que oiga hablar de los espaguetis y que no sepa de qué se trata, que ni siquiera pueda describirlos, digamos, a un marciano que la visitara de pronto. Sin embargo, Molly quiere vivir, pese a que no quisiera que nadie le hablara de sus sábados por la noche y pese a que tampoco quisiera que se le hablara de su vida amorosa y que tampoco quisiera que se le mencionara su infancia. —Pero abordemos el asunto —dice el jacker Jay, mientras mira al público con mirada inescrutable tras los gruesos lentes. Al tiempo que el público mira al jaker Jay con extrañeza, con mucha extrañeza. —Como ven, no va a aguantar mucho —comenta el jacker Jay.
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Molly se pone a platicar con él y le pregunta qué es y por qué se le subió al cuello. En este punto —aclara el jacker Jay— se encuentra el, digamos, punto complicado de la historia. Y dice: Si elijo que el ente sea un producto de la imaginación, la historia es simple; si elijo que se trate de un fantasma en serie, que se le ha subido al cuello a otras muchachas como Molly, doto a la historia de dimensión, digamos que social. Y el jacker Jay continúa. Otra vez zoom a Eso, que contesta a la pregunta de Molly diciendo que lo siente mucho, porque Molly no tiene la culpa de nada, que se le subió al cuello por casualidad, que lo siente mucho, pero que le hacía falta compañía, puesto que siente con frecuencia la necesidad de suicidarse, pero no ha determinado la manera adecuada, no ha decidido cuál es la mejor hora ni el mejor día. De lo único que está seguro es del motivo. ¿Y cuál es ése? —le pregunta Molly. Y entonces Eso le contesta que es una completa imbécil, y que algo así debió de haber
esperado de una empleada de supermercado, que acomoda espaguetis y azúcar como idiota, que ve por las noches estúpidas series de televisión y hace como que no se da cuenta de los sábados por la noche y no los llama sábados por la noche, pero quien tiene la culpa es Eso, porque le pareció simpático su cuello y se lanzó a él para descansar y para reflexionar un poco sobre su problema permanente, es decir, sobre la forma y el momento, y tiene la culpa Eso por haber sentido pena por ella y haberse puesto a platicar, pero que por lo visto eso era algo que tenían quienes escogían ponerse por nombre Molly. Porque de la misma manera, tiempo atrás, se le había subido al cuello a una Molly que era peluquera, y que aquella Molly lo había atraído muchísimo, y que más que nada le gustaba sentársele en la nuca y ponerse a contemplar cómo sus manos manejaban las tijeras y cómo aquella Molly peluquera podía ponerse entre las manos tres tijeras al mismo tiempo y sólo abrir y cerrar una, conservando las otras dos
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caba esos cabellos en una cajita, cada uno con una tarjetita, aunque lo que él más admiraba eran las tijeras, sólo que aquella otra Molly, la excelsa manipuladora de tijeras, se molestó lo inimaginable a causa de Eso en su nuca, llegó a pensar que se había vuelto completamente loca, ya que su carácter era débil, y una noche no aguantó más y se hundió unas tijeras en el cuello, tratando de matar a
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quietas, y cómo aquella Molly sabía todo acerca de los cabellos, que por todas partes veía cabellos y tijeras, y que cuando encontraba un cabello en su cuarto, digamos, que era muy probable que hubiera arrastrado el viento por la ventana de enfrente, podía de inmediato darse cuenta de si el cabello era pintado o no, y de si su dueño era viejo o no y de si era cuidadoso o no con su persona y, luego, clasifi-
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Eso; así que cuando la levantó la ambulancia todos se extrañaron del insólito sitio que había escogido para clavarse las tijeras, se preguntaron por qué no se las había enterrado en un lugar digamos que más cómodo; pero como todos estaban acostumbrados a lo raro, rápidamente se olvidaron de ella, y Eso se puso muy triste y se preguntó cómo es posible que la gente crea que de manera tan rápida se le puede a uno botar un tornillo y, por supuesto, se pregunta cómo pueden manejar tijeras toda una vida, como la antigua Molly, colocar espaguetis toda una vida, como su señoría, e ir de un fracaso en otro, toda una vida, y convencerse de que todo marcha bien, y que basta que una noche sientan una respiración fría en su cuello, porque Eso reconoce que su aliento en verdad es frío, y sólo hasta entonces piensan que se volvieron locos o creen que alguien los persigue, y que no lo hubieran pensado en absoluto antes, que no les cruzara jamás por la mente que alguien los persigue, que viven una
vida normal pensando que nadie los persigue y luego, de pronto, que un día crean que están locos, que alguien quiere debilitar su voluntad. Ja, ja, se rio Eso, es chistoso, muy chistoso. Mientras tanto, el Público se había quedado boquiabierto. Miraba al jacker Jay, cuya mirada seguía siendo inescrutable, con extrañeza. Otra vez enter y esta vez Molly se halla encerrada en un cuarto vacío, sin ventanas. El cuarto es grande. Molly está en el suelo. Viste un overoll blanco, se ve hermosa. Abre los ojos muy lentamente. Se pone de pie. Parece más alta; sus ojos más verdes; sus labios más grandes, se diría que más sensuales. El Público recobra el ánimo. Observa con interés. El jacker Jay está atento. Molly, ya de pie, mira el cuarto inmenso, corre en todas direcciones con grandes pasos. Su pecho se estremece ligeramente. Apúrate —le grita el Público, al tiempo en que descubre en una esquina de la pantalla un reloj de arena que se vacía preocupantemente de prisa.
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se trata de una perfecta conocedora de las artes marciales. Ahora parece más alta. La lucha se intensifica y Molly hace uso de cadenas, láminas, cuchillos, y al haber logrado exterminar por completo a Eso, corre directo al hacha, la toma con rapidez y rompe el baúl con sorpresiva velocidad. Lo rompe, encuentra la llave, se dirige a la puerta, pero la cerradura no se distingue en parte alguna. ¡Eso no es una puerta! —grita el Público—. Se trata del contorno de una puerta, pero no es una puerta —explica el Público entusiasmado—. Y, verdaderamente, la puerta podría encontrarse en cualquier otro lado, así que Molly examina la pared, palmo a palmo. El reloj de arena está próximo. Finalmente, siente la cerradura, mete la llave y... Ya está afuera. Aplausos. Y ahora Molly camina por las calles de la ciudad, el aire casi está limpio y el cielo débilmente azul. El pecho se le inflama de orgullo y no duda en detener a dos maleantes en
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Molly corre hacia un baúl, prueba abrirlo, se sube encima, golpea contra él los pies, de nuevo retrocede, agarra vuelo, salta encima del baúl. Tiene que encontrar pronto la llave —grita el Público, mientras Molly salta con mayor impulso y el baúl continúa cerrado. Mira el espacio escudriñándolo, el cierre del blanco overoll desciende ligeramente y se puede distinguir claramente la raya entre sus pechos. En el extremo izquierdo hay un hacha, tiene que alcanzarla y romper el baúl —grita el Público. Y entonces, mientras Molly se dirige hacia el hacha a trancos, su pecho se estremece con más fuerza, según se percibe. Y Eso se lanza desde la nada sobre su nuca, pero esta vez Molly no se dobla, lo agarra y lo arroja lejos, entonces Eso la mira sorprendido y se lanza otra vez. Molly adopta posición de combate, con las piernas semiflexionadas y las palmas extendidas. Y Eso ataca y Molly le hace frente, dejando ver claramente al Público que
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el momento en que asaltan la caja de una pequeña tienda con un letrero de «Mercería», haciendo una entrada espectacular, es decir, sin avanzar con normalidad, sino con continuas maromas en el aire, dejando sin aliento a los ladrones y, por supuesto, también al dueño. Cuando Molly sale, continúa su andar como si nada hubiera sucedido. Llega a su casa y al día siguiente ¡ring! el despertador; otra vez al trabajo en el supermercado gigante. Y entonces Molly vuelve a sentirse invadida por la melancolía, piensa en Eso y luego en el cuarto inmenso del cual tiene que encontrar la puerta, al tiempo en que Molly se ve bajita, los ojos grises y su pecho ya no se estremece. El tiempo correrá implacable —piensa— y a lo mejor llegará el momento en que no podrá salir. Buena idea —piensa el jacker Jay. No existe verdadera puerta, solamente el contorno de la puerta. Nadie puede salir. Admite que es realista. Los usuarios son persistentes, invertirán horas, pero
al final comprenderán que no existe salida. Para entonces habrán consumido enormes cantidades de Coca-Cola. Siempre gana la CocaCola.
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El halcón minificcionero lee páginas clásicas Guillermo Samperio
C
uando terminé de reunir los textos de «La brevedad es una catarina anaranjada», tuve la necesidad de escribir un epílogo que refiriera a la ficción breve y a la literatura fragmentaria. En él, los géneros se definieron, mostraron su técnica, su pensamiento y psicología a través de la obra de Pérez Estrada y Gómez de la Serna. Autores y estudiosos, una vez que la ficción breve tomó carta de naturalización, continuamos con la pregunta natural: de dónde proviene nuestra influencia. Llega por callejuelas en la noche, llega de cualquier tiempo y lugar. Aquí y ahora quiero hablar de las páginas vacías que dejó aquel otro ensayo, cuando me refería a la literatura antigua. En toda tradición oral n a c e n y mueren espontáneamente ficciones breves. A esa invención que llamamos Homero (su nombre es una alusión a un plural
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las íes y sus puntos
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de autores y tiempos) le debemos el primer par de discursos totalizadores. El aedo transmitía la cultura en cada plaza de la Hélade. En el gremio primitivo este creador, que además era una enciclopedia, aprendía poesía marcando el paso de la música y con un lenguaje formular. El aedo y su evolución, el rapsoda, desde su nacimiento utilizaban la memoria, la tradición, como método creativo. Se puede comenzar con las lecturas que estén más a la mano en tiempo y espacio, que se involucren con la vida presente y luego buscar el origen; se pueden combinar las épocas y los temas, si se es menos metódico; se puede también comenzar por la semilla. Al escribirse la Iliada, también entonces se concluyó con el inicio de la literatura escrita. El lector moderno puede leer episodios que le parezcan ficciones breves, fórmulas en sí, como la descripción de Tersites*: Los otros se sentaron entonces, y tomaron las sillas, y sólo, pronto de lengua, aún parloteaba Tersites, quien sabía en su mente muchas y desordenadas palabras para altercar con los reyes temerariamente y no en orden, pero con cuanto le parecía que a los argivos la risa les causaba, y vino a Ilión como el hombre más feo; pues era zambo y cojo de un pie, y los dos hombros le eran, contraídos sobre el pecho, gibosos, y encima era de puntiaguda cabeza, y le crecía rara lana.
La literatura de los aedos ya jugaba a desarmar las maquinarias como lo hacen hoy los relojeros. Esto se puede ver en los juegos celebrados en honor a Patroclo, que contienen un mecanismo explosivo y sarcástico desde entonces: «Escucha, diosa, y venme, buena auxiliar a los pies». * Iliada, ii, 211-219, y xxiii, 771-777, trad. de Rubén Bonifaz Nuño, Graecorum et Romanorum Mexicana)
unam
(Scriptorum
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Lo que para el aedo eran sus cartas, su repertorio de pasajes, a la visión moderna es más bien un rastro de miles de fragmentos que finalmente componen estos monumentos. Se ha descubierto, inclusive, que hay un perfume femenino en algunos versos de la Odisea. A nuestros ojos, ocasionalmente en los pasajes se unen la metáfora y el humor, hay chispasos, cuentos mínimos insertados a la narración principal o formándola. El aedo —cantaba la Odisea, épica más popular, plagada de folk—, Tales malabareaba acoplándose al gusto del público. Quizá el humor del público fue lo que nos dejó el ejemplo de narraciones mínimas. Torri, quien inició con la minificción en México, se sirvió de la tradición clásica para escribir Circe*, pero cada lector se servirá distinto de la cantera de la épica griega. En el mismo canto, por ejemplo, se lee: Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por buscar la fresca, borracho como estaba, se había echado a dormir en el palacio de Circe, lejos de los compañeros. Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantose de repente y no reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del cuello y su alma bajó al Hades.
La Odisea se compuso probablemente después que la Iliada y con seguridad para un público que no fuera sólo * Odisea, x, 550-560, trad. de José Luis Calvo Cátedra, Cátedra
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Así habló rogando, y lo escuchó Palas Atenea y puso veloces sus miembros, los pies y, en lo alto, las manos. Pero cuando en verdad iban pronto a lanzarse hacia el premio, Ayante resbaló allí al correr, pues le hizo ofensa Atenea, donde se esparcía el estiércol de matados bueyes mugientes, que por Patroclo inmoló el raudo de pies Aquileo, y de boyuno estiércol se colmó boca y narices.
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aristocrático. En los poemas homéricos es posible encontrar un origen de casi cualquier género literario (poesía, novela, cuento, greguería, cuento mínimo, aforismo…), pero al atender a la evolución es necesario también considerar la especialización de cada uno de ellos. La era de los grandes poemas épicos terminó con Hesíodo. A lo largo de la Hélade entraban en cuestionamiento las ideas religiosas, políticas y estéticas que habían uniformado la identidad por el Mediterráneo. En el refranero clásico griego compilado por Diels y Kranz, en el que aparecen las «frases célebres» de los sabios griegos —Cleóbulo, el líndico; Solón el ateniense; Quilón, el lacedemonio; Tales, el milesio; Pítaco, el lesbio; Bías, el pirineo; y Periandro, el corintio—, se encuentra ya la forma del aforismo, aunque influyeron los compiladores en esto. También en ellos se percibe un distanciamiento de la épica. Los poetas líricos, que abarcan desde Calino (s. vii a.C.) hasta Píndaro (s. vi y iv), apreciaban la brevedad y la síntesis en cada verso y narración. La crítica al antiguo régimen literario de Homero y la autoridad que implicaba su nombre fue semejante a nuestra experiencia de la caída del muro de Berlín y la dispersión de sus fragmentos. Les fue necesario derribar la idea de los discursos totalizadores y tomar postura frente a la época de las tiranías. Uno de los primeros críticos, el yambógrafo e innovador en la versificación antigua, el elegíaco Arquíloco, casi palpó la ficción breve: Del escudo que junto al zarzal abandoné no queriendo arma intachable, jáctase alguno de los sayos. Mas huí yo mismo el fin de la muerte. Aquel escudo en mala hora se vaya; otro no peor he de ganar de nuevo.
El homérico aprecio a las armas se tambalea con la lírica. Por eso otros autores, en oposición a Arquíloco, alaban y defienden la moral antigua, anhelado el pasado. Tisias, que se apodaba
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No es verdadero este cuento: ni fuiste en las naves de buenos bancos, ni llegaste a las torres de Troya.
A pesar del verso, se aproxima bastante a la creatividad de la poética, irónica, ambigua, de la minificción moderna. La más difundida, Safo de Lesbos, escribió el siguiente fragmento, que conserva toda la unidad de efecto, de la que hablaba Poe: Se pusieron, pues, la luna y las Pléyades. Y medias noches. Y resbala tiempo. Y yo estoy sola acostada.
Y también Simónides de Ceos: Para los hombres no existe el mal inesperado; y en breve tiempo el dios lo desordena todo.
El poeta y filósofo Jenófanes de Colofón* habría de dar un nuevo giro a la época arcaica griega, apoyándose tanto en lo poético como en el humor y mezclándolo con la filosofía: Pero si manos tuvieran bueyes, caballos y aun leones, por modelar con las manos, o cumplir obras que hacen los hombres, caballos, a caballos; bueyes a bueyes, iguales las formas de los dioses moldearan, y sus cuerpos harían tales como ellos mismos tuvieran la figura cada uno.
Jenófanes criticó la fe popular que estaba arraigada y representada en los poemas homéricos, pero además está investido de una imaginación vivaz, visual y sonora, cotidiana. Una parte indispensable de la varia invención, de ese manojo de géneros que están en la ficción breve, falta. * Los fragmentos de los líricos están tomados de Antología de la lírica griega, trad. de Rubén Bonifaz Nuño, unam (Nuestros Clásicos)
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Estesícoro, por su excelencia en organizar al coro, siguió también la crítica a los poemas homéricos con mordacidad:
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No quiero decir con esto que la ficción breve exista desde que Adán y Eva mordieron la manzana, sino que los rasgos que hacen al concepto vagaban por rincones verdes y olvidados de la literatura. Porque estoy hablando de una visión moderna hacia los textos antiguos. Las obras de los líricos nos han llegado de manera fragmentaria y son, por eso, gracias a las compilaciones de los eruditos, parte de esta literatura. Nos parece una sádica coincidencia que los siguientes discursos totalizadores, los de los presocráticos (o preplatónicos), se conserven también de manera fragmentaria. La tradición se dispuso a tomar sólo algunas parcelas de sus obras, derrumbando nuevamente el muro, que resurgía para circundar ciudades engordadas por el comercio. Heráclito de Éfeso* (segunda mitad del siglo vi a.C.) es quizá el primer y mejor escritor de la prosa artística, de quien por supuesto no conservamos la obra entera. Pero, sin atender al orden en que debieron hilarse cada uno de los fragmentos, con los ojos de halcón del minificcionero, Heráclito podría estar en cualquier antología moderna de minificción: (frag. 52) El conjunto del tiempo es un niño que juega a los peones. ¡Cosa de un niño es el poder regio! (frag. 22) Los buscadores de tesoros mucha tierra cavan y encuentran poco. (frag. 123) La verdadera naturaleza gusta de ocultarse.
Quizá sea por eso tan difundido en la actualidad. También los fragmentos de Empédocles, esas palabras sueltas, son un eco de la brevedad antigua, que se sube al metro (frag. 10) Muerte vengadora. Su pensamiento pobló de ficción nunca
* Los fragmentos de los presocráticos están tomados de De Tales a Demócrito, trad. de Alberto Bernabé, Alianza
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Allí germinaron múltiples cabezas desprovistas de cuello y desnudos vagaban brazos faltos de hombros y ojos que iban errantes, mendigos de frentes.
Sin embargo, un adelanto en la estilística griega arcaica fue el uso de la prosa. En él se mantuvo la filosofía presocrática hasta su esplendor con Heráclito. Como filósofo, Empédocles, que también es poeta, quizá emprendió un retroceso, contrario a la propuesta de Parmémides, quien modela con versos su pensamiento en prosa. Platón, como se sabe, escribió diálogos. Pero en intertexto, se nos aparecen narraciones, mitos con gran capacidad de síntesis, con una prosa cultivada, civilizadora, que es discurso que dogmatiza y al tiempo revoluciona: Giges era un pastor que servía al entonces rey de Lidia. Un día sobrevino una gran tormenta y un terremoto que rasgó la tierra y produjo un abismo en el lugar en que Giges llevaba el ganado a pastorear. Asombrado al ver esto, descendió al abismo y halló, entre otras maravillas que narran los mitos, un caballo de bronce, hueco y con ventanillas, a través de las cuales divisó adentro un cadáver de tamaño más grande que el de un hombre, según parecía, y que no tenía nada excepto un anillo de oro en la mano. Giges le quitó el anillo y salió del abismo. Ahora bien, los pastores hacían su reunión habitual para dar al rey el informe mensual concerniente a la hacienda, cuando llegó Giges llevando el anillo. Tras sentarse entre los demás, casualmente volvió el engaste del anillo hacia el interior de su mano. Al suceder esto se tornó invisible para los que estaban sentados allí, quienes se pusieron a hablar de él como si se hubiera ido. Giges se asombró, y luego, examinando el anillo, dio vuelta al engaste hacia fuera y tornó a hacerse visible. Al advertirlo, experimentó con el anillo para ver si tenía tal propiedad, y comprobó que así era: cuando giraba el engaste hacia adentro, su dueño se hacía invisible,
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antes vista en la literatura y con el mejor estilo de un filósofo (frag. 57):
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y, cuando lo giraba hacia fuera, se hacía visible. En cuanto se hubo cerciorado de ello, maquinó el modo de formar parte de los que fueron a la residencia del rey como informantes; y una vez allí sedujo a la reina, y con ayuda de ella mató al rey y se apoderó del gobierno.
El fragmento de «El anillo de Giges» tiene cada parte necesaria para ser un cuento. Inclusive uno mínimo. Hoy en día, Carlos García Gual ha hecho una antología de los mitos que aparecen en Platón, aislándolos de su contexto y presentándose al lector moderno como narraciones breves, las más de las veces, que tienen un carácter eminentemente didáctico y práctico y que se acoplan a la vida urbana y a la prisa. Pero no es mi intención hablar de cada obra que pueda contener minificciones en la antigüedad. A la par que Platón escribía sus diálogos, Herodoto escribía una historia nacional compuesta de logoi, es decir, cuentos. Jenofonte compilaba en la Ciropedia narraciones de diversos orígenes. La retórica se alimentaba de la fábula. Aunque desde Hesíodo se usa la fábula como una metáfora continuada y moralizante, en Esopo encontramos su esplendor. La fábula no por aleccionara se comporta fastidiosa y regañona, semejante a nuestras abuelas; a veces, también está plagada de ironía, como en «Los caracoles»: El hijo de un labrador estaba asando unos caracoles. Al oírlos crepitar, dijo: «Bichos estúpidos, se están quemando vuestras casas y encima cantáis».
La fábula muestra que todo lo que se hace a destiempo es reprensible. El espíritu romano se propuso mejorar lo que ya se había escrito en Grecia. Los imitaron en versos y géneros. Podría caber en mi ensayo la literatura fragmentada de Enio, Virgilo,
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Nadie visita con agrado el lugar que le ha dañado. En el momento del parto, transcurridos los meses, una mujer yacía en el suelo profiriendo afligidos gemidos. El marido la exhortó a que descansara su cuerpo en el lecho donde liberaría mejor el peso de la naturaleza. —No creo, dijo ella, que sea posible de ningún modo poner fin a este mal en el lugar en el que se concibió en su principio.
La minificción se debe nutrir de la filosofía y en la antigüedad ese fue su proceso. Si bien hay otros géneros, como el relato mileso (especie de relato sexual y fársico) que aparece en Petronio, la novela de Apuleyo, me acerco al final y ya me siento presto a concluir. La filosofía llegó al siglo ii hasta el poder bajo la figura de Marco Aurelio. El emperador estoico predicaría desde la cima social con sentencias. Una parte de la minificción moderna se aproxima también a esa dama celosísima (libro iv, 44), la sentencia: «Todo lo que acontece es tan habitual y bien conocido como la rosa en primavera y los frutos en verano; algo parecido ocurre con la enfermedad, la muerte, la difamación, la conspiración y todo cuanto conmueve o aflige a los necios». La frugalidad acarreaba a Aurelio a esquivar cualquier roce con el sarcasmo y la ironía. Así se formaba un nuevo discurso totalizador. Pero sería inverosímil creer que el espíritu cómico mordería el polvo. Luciano de Samosata escribió los primeros diálogos mínimos, que se aproximan a nuestro microcuento. Tanto prosa como verso se combinaron en él. Su humor es implacable. Su modernidad pasmosa. Su alegoría, como en la fábula, sublime.
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Ovidio. No lo haré porque me extendería demasiado y me perdería en los rincones de la influencia. La fábula en Roma se tiño de filosofía, se puso la toga y las sandalias, fue al foro, viajó entre esclavos. Fedro es el expositor por excelencia de la fábula latina. El efecto es muy visible en «La mujer parturienta»:
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Su tetralogía de los «Diálogos de los dioses», «Diálogos de los muertos», «Diálogos marinos» y «Diálogos de las hetairas» son un primer inicio literario y definido de ficción breve, hacia las edades medievales y hacia la modernidad. El lenguaje en la antigüedad estaba en una conexión más íntima con el lenguaje religioso, por eso la literatura siguió usando formas que eran de la religión hasta épocas tardías. En Luciano, este lenguaje es parte del sarcasmo junto con las narraciones mitológicas. Fue un viajero en vida y obra; en esto último, como Swifft. Sus contemporáneos apenas nos dejaron noticias sobre él. Citaré, por último, a Zeus y Hermes: Zeus: ¿Conoces a la hermosa hija de Ínaco, Hermes? Hermes: Sí, te refieres a Io. Zeus: Pues ya no es una muchacha, sino una ternera. Hermes: Eso es extraordinario. ¿De qué manera se produjo el cambio? Zeus: Hera la ha metamorfoseado en un ataque de celos; pero, además, ha tramado contra la pobre muchacha otra terrible novedad: ha puesto junto a ella un pastor que se llama Argos, que tiene cien ojos y la vigila y nunca se duerme. Hermes: Está bien, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Zeus: Vete volando a Nemea —pues ahí es donde Argos pastorea— y mátalo. A Io condúcela a Egipto a través del mar y conviértela en Isis. Y que en lo sucesivo sea una divinidad del pueblo de Egipto, que haga subir el Nilo, que les envíe los vientos y salve a los navegantes.
Los dioses tienen el carácter de los seres humanos en el siglo ii. El cuento es fantástico, es rápido y es también una
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burla al mito y a su propia fantasía, una burla que viene desde dentro. Además, explica un motivo universal de cómo se origina una crimen. La literatura fragmentaria antigua se metamorfosea en cuanto bajo el brazo subimos al metro una antología presocrática. Frente a nuestros ojos su género es más parecido a una ficción breve que al antiguo discurso totalizador al que pertenecía. La ficción breve y la literatura fragmentaria abrieron la lectura de otros textos antiguos. Si he defendido que ante una fundación literaria, como lo es la micronarración hoy en día, se crean recorridos hacia el pasado y futuro, me referí también a la influencia. A la necedad humana de explicar los inicios. Parece ser que tenemos una necesidad de explicar cómo nada proviene de la nada. Las historias de la literatura acaso sean una historia de la influencia.
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colaboradores Pía Barros (Chile, 1956) publicó los volúmenes de cuentos Miedos Transitorios, A horcajadas, Signos bajo la piel, Ropa usada, y Los que sobran; y las novelas El tono menor del deseo y Lo que ya nos encontró. Obtuvo el Premio Gabriela Mistral, y las becas de la Fundación Andes y del Consejo Nacional del Libro. Raúl Brasca (Argentina, 1948) es autor de cuentos y ensayos. Fundó en 1989 la revista Maniático Textual, que estuvo en quioscos y librerías hasta 1994. Colaborador y referato en revistas de crítica literaria. Sus textos se han publicado en medios de Argentina, Brasil, Colombia, España, Portugal, Italia, eu, Suiza y Serbia; han sido traducidos al italiano, alemán, portugués y serbio. Luis Britto García (Venezuela, 1940) obtuvo en 1970 el Premio Casa de las Américas con la colección de relatos Rajatabla. En 1979 ganó el mismo galardón internacional por su novela Abrapalabra. Su pieza Venezuela Tuya fue galardonada con el Premio de Teatro Juana Sujo, en 1971, y representada en gira por América Latina durante dos años. Publicó los libros de ensayos La máscara del poder (1989) y El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad (1990). Miguel Chehaibar (México, 1972) es artista gráfico y criminalista. Autor de los cómics Acrónicas, Terror digital y Luna negra. Ha participado en exposiciones individuales y colectivas en el país. Actualmente es director de Anónimo Producciones, dedicada a la animación para televisión e internet. Juan Armando Epple ha editado varias antologías de minificciones, entre ellas Microquijotes (2005), Cien microcuentos chilenos (2002) y Brevísima relación. Nueva
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antología del microcuento hispanoamericano (1999). Es autor del poemario Del aire al aire (2000) y de la colección de minificciones Con tinta sangre (2004). Molly Giles es la autora de la novela Iron Shoes, así como de las colecciones de cuentos Creek Walk y Rough Translations, nominado para el Pulitzer Prize. Enseña creación literaria en la Universidad de Arkansas. Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950), traductor, narrador, crítico, ensayista y poeta, hizo estudios de literatura en la Universidad de los Andes de Mérida. Publicó los libros Los dientes de Raquel (1973), Narración del doble (1978), Baladas profanas (1993) y Proso estos versos (1998), entre otros. Irene Keliher pasó un año en Latinoamérica como acreedora de la beca Thomas J. Watson. Dirige la revista Lids-All para el Laboratorio de Información y Sistemas de Decisión en el mit de Cambridge. Fue encargada del programa mfa en Houston. Julia Otxoa (San Sebastián, 1953), poeta y narradora, publicó los poemarios Luz de aire, Centauro y La nieve en los manzanos, entre otros. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y recogida en diversas antologías de microficciones; entre otras: Galería de hiperbreves, Sea breve, por favor, Micro Quijotes, La otra mirada. Ana María Shua (Argentina, 1951) ha publicado más de cuarenta libros. En 1980 ganó, con su novela Soy Paciente, el premio de la Editorial Losada. Otras novelas de su autoría son Los amores de Laurita, El libro de los recuerdos y La muerte como efecto. Cuatro de sus libros abordan el microrrelato: La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas.También, ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Luisa Valenzuela (Argentina) obtuvo la Beca Guggenheim en 1983. Su extensa obra novelística comprende: Hay que sonreír, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de
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lagartija, Novela negra con argentinos, Realidad nacional desde la cama. Sus colecciones de cuentos Los heréticos, Aquí pasan cosas raras, Libro que no muerde, Donde viven las águilas, Cambio de armas y Simetrías han sido recientemente reunidas en Cuentos completos y uno más. Es doctora honoris causa de la Universidad de Knox, Illinois. Hilda Venzor estudia una maestría en español en la Universidad de Arkansas. Ha publicado traducciones de los cuentos de Molly Giles en Opción y Literal, Latin American Voices. Actualmente se encuentra traduciendo la colección de cuentos Creek Walk and Other Stories.
Agradecemos la colaboración de Guadalupe Flores Liera, quien realizó la traducción de los cuentos griegos publicados en el número anterior y en éste.
En el cuento «La rama tronchada» de Elías Venezis, publicado en el pasado número, en la primera línea dice: «En 1974, el invierno llegó muy temprano». El año correcto es 1943. Ofrecemos disculpas a nuestros lectores y a nuestra traductora.
El Puro Cuento agradece la participación especial en este número de Rogelio Guedea y Guadalupe Galván.
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EL CINCO La Tierra está integrada por cinco continentes. Los seres humanos tienen cinco miembros (cabeza, brazos y piernas) y sus manos y pies tienen cada uno cinco dedos, y cinco sentidos. Pitágoras creía que el hombre es un microcosmos a través de una estrella de cinco puntas. Los cristales de pirita siguen un patrón pentagonal. El cinco es el centro de los puntos cardinales. En la antigua cultura china, el cinco era un número fundamental: tenían cinco colores, cinco olores, cinco notas musicales, cinco planetas, cinco metales. En el islam, la columna de la santidad se basa en cinco virtudes. Shiva tenía cinco rostros. La palabra cinco tiene cinco letras. En ningún otro número de la lengua castellana sucede lo mismo. Ángstrom tiene cinco consonantes seguidas. Las cinco vocales que tiene el alfabeto castellano son las que hacen posible nuestro sistema lingüístico. Ninguna palabra en este idioma puede prescindir de vocales, pero sí pueden existir palabras formadas sólo con vocales (oía, oí, a). Euforia es la palabra más corta en castellano —por el número de sílabas— que contiene las cinco vocales. Eufonía tiene el mismo número de letras y, también, cinco vocales, pero es más larga por las sílabas que la forman. Menstruación y perturbación son las más largas con las cinco vocales, ninguna repetida. No hay ninguna palabra castellana que tenga las cinco vocales en orden alfabético, ni en orden inverso.
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cuento gráfico
Quisiera ser una sirena Javier Muñoz Nájera
El halcón minificcionero lee a los clásicos, Guillermo Samperio
El mejor libro de cuentos de JUAN ANTONIO ROSADO
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26 años en las letras
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CUENTOS DE Luisa Valenzuela Raúl Brasca
Pía Barros
Juan Armando Epple
Ana María Shua
Gabriel Jiménez Emán
Julia Otxoa Luis Britto García
Cuentos griegos: Vasilis Vasilikós • Argyris Eftaliotis • María Zarifi
Mini
ficción
El Puro Cuento
número 5
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Cuento, luego existo: CLAUDIA SMITH • I RENE KELIHER
número 5 • 50 pesos
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entrevista a
Alberto Chimal cuente
arte: Josep Guinovart