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Manuel Belgrano. María Sáenz Quesada
Manuel Belgrano
María Sáenz Quesada
a biografía de Manuel Belgrano constituye el hilo conductor más efectivo para entender la compleja trama del proceso histórico que va de los últimos años del gobierno colonial a la Independencia americana. Así lo entendieron los fundadores de la historiografía argentina y esa arquitectura intelectual sigue vigente 200 años después del fallecimiento del prócer, a pesar de los cambios ocurridos en cuanto a ideas y valores y a la revisión permanente del pasado.
Estudiar los hechos más destacados de su vida a la luz de documentos, como corresponde al oficio de historiador, explica dicha vigencia y justifica la calificación de “Padre de la Patria” que mereció, y sobre la que él prefirió otra, la de “buen hijo”, con su proverbial modestia.
Su conducta ejemplar en la victoria y en la derrota lo convirtió en símbolo de la patria de los argentinos, como se recordó en el segundo centenario de su fallecimiento. Su legado, centrado en la idea de servirla y de privilegiar el bien común por sobre los intereses particulares, goza de admirable actualidad. Belgrano y su memoria han logrado sobrellevar dignamente los avatares de sucesivos revisionismos históricos.
Sin embargo, es frecuente advertir que muchos desconocen la importancia de su figura, la minimizan y hasta la ignoran, atraídos por personalidades en apariencia más fuertes, desconociendo en qué consiste la verdadera fortaleza, y el ser estadista. Por eso, como historiadora, recorrer los múltiples campos en los que le tocó actuar, y evocar la grandeza del personaje, sin desconocer sus errores y limitaciones, constituye un honor: reencontrarnos con el hombre público en su vida privada, su acendrado catolicismo, sus ideas políticas, el drama que padeció su familia cuando él se encontraba en España; sus amores, los hijos, las enfermedades; el vínculo afectivo que −siendo porteño− logró establecer con las provincias, y por sobre todo esto, el sentido del deber, el compromiso definitivo con la patria, a lo que sumó su austeridad.
Manuel Belgrano fue parte de esa minoría ilustrada criolla que, desde sitios muy alejados del centro del Imperio, tomó conciencia de la necesidad de reformar el viejo modelo colonial gracias a la lectura de autores modernos y de su propia experiencia como funcionarios, militares, filántropos, científicos y viajeros. El creador de
la bandera argentina, que fue secretario del Real Consulado, autor de proyectos para introducir industrias, mejorar la agricultura y educar a la población, y que, producida la revolución de 1810, aceptó nuevos desafíos como alto jefe militar constituye un verdadero paradigma del cambio de roles asumido por esta generación de patriotas.
Nació en 1770, en la ciudad de Buenos Aires. Era el sexto de los catorce hijos del matrimonio formado por Domingo Belgrano Peri, natural de Liguria, de origen patricio, y de María Josefa González Islas, de una familia santiagueña/porteña, vinculada a las obras de caridad de la época.
Domingo se radicó en Buenos Aires, en 1751. La ciudad, ascendida a la jerarquía de capital del Virreinato del Río de la Plata en 1776, y habilitada para los intercambios entre puertos españoles y americanos, constituía un escenario propicio para el comercio. En ese medio desempeñó cargos ad honorem y otros rentados, su firma comercial prosperó y estuvo en condiciones de ofrecer a sus hijos la mejor educación. Manuel hizo sus primeras letras en el convento de Santo Domingo y a los 14 años ingresó al Real Colegio de San Carlos. Tenía solo 16, y estudios incompletos, cuando su padre lo envió a España a educarse, privilegio del que muy pocos podían gozar. Conocer de cerca la realidad de la metrópoli, en la que residió durante casi 8 años, le permitió también estudiar según su deseo. Cumplió los requisitos para graduarse de abogado y se dedicó con apasionado entusiasmo a buscar en los libros, en las tertulias literarias y en las academias, así como en el trato personal con verdaderos maestros, aquello que la enseñanza formal no podía darle: una visión del pensamiento moderno, elaborado por filósofos, economistas, naturalistas y políticos, que estaban produciendo una verdadera revolución en las ideas.
Gaspar Melchor de Jovellanos, junto a Valentín de Foronda y Pedro Rodríguez de Campomanes fueron sus modelos dentro de la vertiente española de la Ilustración; en la obra de François Quesnay valoró la teoría económica de la fisiocracia que otorga un papel fundamental a la producción agraria, tan apropiada para las pampas rioplatenses todavía incultas; tomó de Montesquieu el principio de la división de poderes del Estado; del abate Caetano Filangieri la noción de la economía integrada para que el bienestar alcance a muchas familias; de Adam Smith los principios del liberalismo económico −que cuestionaba el mercantilismo vinculado al monopolio del comercio de Cádiz−. Su orientación hacia el conocimiento empírico quedó reflejada en sus propuestas educativas que apuntaban a los saberes útiles y la enseñanza práctica, y a la necesidad de fortalecer la infraestructura local (puertos, caminos).
Mientras compraba libros –que más tarde donó a la Biblioteca Pública de Buenos Aires−, Manuel escribió a sus padres que se había propuesto adquirir renombre con sus trabajos y dirigirlos particularmente a favor de la patria y del provecho general. A lo largo de su vida pública cumplió con creces este objetivo.
La Revolución Francesa lo impresionó vivamente en lo que se refiere a la condena de las tiranías y a la exaltación de los principios de libertad, igualdad y fraternidad. En su ideario político, la defensa de la “libertad civil”, ya sea en la forma republicana de gobierno o en la monárquica, se mantuvo como una constante. Ese año, 1789, también resultó clave en su biografía: su padre fue acusado de encubrimiento de los manejos del administrador de la Aduana. Las cartas que Manuel intercambió con María Josefa para definir la mejor estrategia para rescatar
su buen nombre nos muestran que el drama familiar templó su carácter. Posiblemente entonces nacieran su rechazo a la burocracia colonial y su sensibilidad criolla, contraria a la metrópoli. Vale destacar que no solo rechazaba el sistema comercial en que se basó el éxito de su progenitor, sino que tampoco compartía su ambición de hacer fortuna. Concluida su formación en España, el joven porteño, “de bello rostro italiano” –como lo describió un viajero inglés−, bien posicionado en los medios cultos metropolitanos, regresó a su patria como secretario perpetuo del Real Consulado de Buenos Aires. Imaginó entonces que se le abría un campo amplio para sus proyectos. Sabemos en qué consistían dichos proyectos por las sucesivas Memorias que escribió en ejercicio de ese rol.
La apertura de la Escuela de Dibujo y de la Academia de Náutica, fruto de su esfuerzo, pareció poner el cimiento, en sus palabras, “de una obra benéfica para la humanidad”. Cuando la Corte española declaró que semejantes establecimientos constituían un mero lujo en tiempos de guerra, comprendió que nada cambiaría mientras los intereses de la patria dependiesen de las decisiones de Madrid; escribió a ese respecto al filántropo chileno Manuel de Salas: “Sigamos pues con nuestros trabajos dejando al tiempo su medro. Tal vez, corriendo, llegarán las circunstancias oportunas”. Entre tanto, comenzó a formarse en Buenos Aires un pequeño grupo ilustrado, Belgrano, Manuel José de Lavardén, Luis José de Chorroarín, Hipólito Vieytes, Juan José Castelli, el deán Gregorio Funes, Miguel de Azcuénaga, y unos pocos más, que escribieron en los primeros periódicos rioplatenses, se agruparon en sociedades y reunieron en tertulias literarias empezando a pensar los problemas desde “la patria americana”, y a decir “argentinos” para referirse a sí mismos y a los habitantes del Plata, cuyas riquezas naturales aspiraban a poner en valor. En ellos latía el germen del partido criollo o de la Independencia.
La política se incorporó a las inquietudes de estos primeros patriotas como consecuencia de la crisis del Imperio español, en una secuencia cuyo primer episodio fueron las invasiones británicas al Río de la Plata. Entonces Belgrano reveló su temple. Vale señalar que fue el único integrante del grupo patriota porteño que
participó directamente en las acciones militares de la Defensa. Finalizada la lucha, conversó sobre el futuro del virreinato y las intenciones del Imperio británico con un alto jefe inglés y le dijo, categórico: “queremos el amo viejo o ninguno”.
Entre 1808 y 1810, los grupos políticos que actuaban en la capital virreinal tomaron posición. Martín de Álzaga y los españolistas que se oponían al virrey Santiago de Liniers y defendían el sistema de monopolio comercial pretendieron sin éxito conformar una Junta de Gobierno, tal como había ocurrido en la metrópoli y en Montevideo. Otros aceptaron las decisiones tomadas por la Junta de Sevilla, en nombre del rey prisionero, Fernando VII, y acataron a Baltasar Hidalgo de Cisneros como sucesor de Liniers. Un tercer grupo, “los carlotinos”, partidarios de alguna forma de independencia, exploraron un camino audaz: invitar a la infanta Carlota Joaquina, esposa del príncipe regente de Portugal, a ejercer la regencia del Virreinato del Plata en nombre de su hermano, Fernando VII. Belgrano es el autor de importantes documentos de los carlotinos y de gestiones ante los representantes de la princesa, como el agente secreto Felipe Contucci. Este proyecto revela que los patriotas criollos querían impedir a toda costa que el partido de Álzaga se impusiera, o que un órgano de gobierno exclusivamente peninsular mandase en tierras americanas.
Belgrano se opuso a la venida del virrey Cisneros. Después, el nuevo virrey procuró congraciarse con el partido criollo, autorizó la apertura del puerto de Buenos Aires al comercio extranjero y alentó a Belgrano a publicar el semanario Correo de Comercio, donde se expondrían las ideas económicas de librecambio.
La caída de España en manos de los franceses aceleró los acontecimientos. Belgrano tuvo un papel relevante en las reuniones conspirativas y en las acciones que llevaron al Cabildo abierto del 22 de mayo. Su energía a la hora de tomar decisiones y su ya consolidado prestigio le valieron el nombramiento de vocal de la Primera Junta de Gobierno.
La Junta exigió a las provincias que aceptaran su autoridad como sucesora del virrey, en nombre de Fernando VII, y dispuso enviar expediciones militares para asegurarse ese reconocimiento. Belgrano fue elegido para encabezar la misión ante
el Paraguay, sin evaluar debidamente su desconocimiento del arte militar, su salud precaria y las dificultades de la empresa. Aceptó porque había apoyado una revolución y debía hacerse cargo de sus actos. En sus palabras, “porque no se creyese que repugnaba los riesgos, que solo quería disfrutar la capital y también porque entreveía una semilla de desunión entre los vocales mismos que no podía atajar”.
Sin duda no fue hombre de partido o facción en momentos en que la Junta se encontraba fuertemente dividida entre morenistas y saavedristas. Coincidía con el pensamiento moderno de Mariano Moreno y de Castelli, pero era moderado en relación con ambos; por otra parte, siempre conservó creencias religiosas, presentes en sus proyectos educativos.
A lo largo de esta primera campaña militar, en la que recorrió el actual litoral argentino hasta el Paraguay, logró que los soldados bisoños y los oficiales inexpertos que lo acompañaban se constituyeran en una fuerza disciplinada y respetuosa de la población civil. Aunque desconocía el territorio que debía atravesar, cumplió su objetivo y presentó batalla, no sin antes invitar a los jefes paraguayos a no derramar sangre de hermanos.
En esta campaña, que concluyó a principios de 1811 con la derrota de la fuerza patriota en los combates de Paraguarí y Tacuarí, Belgrano cometió errores tácticos, pero alentó a la tropa en el fragor de la batalla, consiguió una capitulación honrosa, y se retiró después de haber sembrado la semilla de la autonomía. Hizo más: respetó a las poblaciones civiles, socorrió a las viudas y huérfanos, y prohibió explotar a los indígenas en los yerbatales. Así demostró que, en la vorágine de la política y de la guerra, conservaba el espíritu de bien público del que había sido admirador en su juventud y que era capaz de aplicarlo.
Sus enemigos de la Junta lo convocaron a rendir cuentas por la derrota, pero finalmente nadie declaró en su contra. De inmediato asumió nuevas responsabilidades como jefe del Regimiento de Patricios, donde su intención de restablecer la disciplina, una constante en su carrera militar, derivó en el motín conocido como “de las Trenzas”, el cual concluyó en una violenta represión.
A principios de 1812 recibió la comisión de instalar las baterías frente al río Paraná, en la capilla del Rosario, amenazada por la flota realista de Montevideo. Fue allí donde decidió crear una insignia celeste y blanca que diferenciara a las tropas patriotas de las realistas, ya que hasta el momento ambas portaban los colores de la enseña española. Era una forma de comenzar a desprenderse de la “máscara de Fernando VII” por parte de quienes, como Belgrano, ya pensaban en constituir una nación independiente.
Días difíciles después de la derrota en la batalla de Huaqui, en la que se perdieron las Provincias del Alto Perú, y el ejército realista avanzó hacia el sur... Entonces el Triunvirato nuevamente pensó en Belgrano para rehacer el Ejército del Norte. Se trataba del desafío más arduo: el Perú y el Alto Perú, bajo la férrea conducción del virrey de Lima, José Fernando de Abascal, constituían una gravísima amenaza para la revolución rioplatense.
“Lo único que siento es no conocer el país donde voy pero me empeñaré en corresponder a la elección que ha hecho su excelencia que no dudo disimule mi impericia”, respondió Belgrano.
Esta decisión de conocer el país y sus habitantes es clave para entender el afecto y el aprecio que logró entre sus compatriotas. Al retomar el mando constató
que el entusiasmo inicial se había desvanecido: la hostilidad hacia los porteños y las deserciones masivas fortalecieron a los núcleos españolistas. Para infundir patriotismo, hizo jurar la bandera celeste y blanca, el 25 de mayo, en Jujuy y fue más allá: restableció la disciplina con medidas severísimas, introdujo prácticas religiosas, reclutó paisanos, formó un cuerpo de oficiales digno y expulsó a los díscolos, especie que abundaba. Cuando el avance de la fuerza realista era inminente, ordenó el éxodo de toda la población, bajo penas gravísimas.
Dijo a ese respecto el general José María Paz: “aunque parezca algo cruel, resultó de gran utilidad política, pues hizo entender la gravedad del compromiso asumido”; a esto se sumó la conducta personal de Belgrano, el manejo cuidadoso de los caudales públicos y de sus gastos personales, que dieron crédito a la causa revolucionaria y desmintieron la propaganda realista −que acusaba a los patriotas, no sin razón, de herejía y desmanes−.
Todo esto lo convenció de la necesidad de resistir en la ciudad de San Miguel del Tucumán el avance del ejército enemigo. Logrado el apoyo de la población, en dinero y en recursos humanos, desobedeció la orden del Triunvirato de retroceder y abandonar la plaza. El triunfo de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, sobre las fuerzas de Pío Tristán, hizo posible que toda la región se incorporase a las Provincias Unidas, más allá de los nuevos avatares de la guerra. En materia política, la victoria representó el fin del Primer Triunvirato, destituido por un movimiento militar impulsado por la Logia Lautaro, que concluyó en la convocatoria a una Asamblea que introdujo importantes reformas.
Entre tanto Belgrano triunfó en la batalla de Salta, el 20 de febrero de 1813. En actitud magnánima, ofreció al general vencido una capitulación honrosa bajo juramento de no volver a tomar las armas contra los patriotas; hizo enterrar a los muertos de ambos bandos en un mismo sitio, y respondió con ironía a las críticas que le hicieron por no perseguir al enemigo. Es verdad que los juramentados en Salta pronto se incorporaron a las filas de los realistas, pero Belgrano tenía su estrategia y miras puestas en el largo plazo. Así lo demostró al destinar el importante premio que le otorgó la Asamblea Constituyente a dotar cuatro escuelas públicas. También al publicar su traducción del Discurso de despedida de George Washington, en quien admiraba su capacidad para dar lecciones de patriotismo y moderación en el ejercicio del poder. Era asimismo una manera de intervenir en el debate sobre la forma de gobierno para las Provincias Unidas, asunto que no se resolvió entonces. 1813 fue el año en que nuestro prócer enfrentó el triunfo seguido por la derrota. En efecto, en un esforzado intento de reconquistar las provincias altoperuanas, marchó más al norte y se instaló en la ciudad de Potosí, situada a 4000 metros de altura. Allí estaba el mineral de plata del que dependía, hasta entonces, la economía del virreinato. Entre tanto, Chuquisaca, Cochabamba, y los caudillos y caciques de las llamadas “republiquetas”, se pronunciaban por la causa patriota; el ejercicio prudente del gobierno le permitió a Belgrano renovar simpatías entre la dirigencia criolla y contar con el franco apoyo de las comunidades indígenas. Pero no le fue posible sostenerse; debía enfrentar a un ejército realista mandado por jefes bien formados en el arte militar, a lo que se sumó el desorden de la tropa y el hartazgo de la población.
Fue derrotado en dos batallas sucesivas, en las pampas de Vilcapugio y de Ayohuma. Nuevamente Paz dejó testimonio de las fallas en la táctica empleada,
pero reconoció que el comportamiento del jefe militar, al asumir responsabilidades y penurias, permitió una retirada digna. Por otra parte, Belgrano continuó en relación con las poblaciones peruanas y altoperuanas que buscaban liberarse del gobierno español. En ese vínculo yace el germen de su proyecto de monarquía incaica. Concluía su jefatura del Ejército del Norte, pero el regreso a Buenos Aires se demoró porque solicitó, y obtuvo, seguir al mando de un regimiento a las órdenes del general José de San Martín. Entendía que el nuevo jefe poseía la experiencia militar que le faltaba y buscaba continuar su formación a su lado. En consecuencia, permaneció durante el verano de 1814 junto a San Martín, no solo ocupado en adiestrar a la tropa, sino también en transmitirle sus conocimientos, del terreno y de sus habitantes. En ese lapso, ambos “padres fundadores” conversaron sobre la estrategia para liberar el territorio. “La guerra allí no solo la debe hacer usted con las armas, sino también con la opinión”, aconsejó Belgrano; San Martín no echó en saco roto la advertencia.
De regreso en Buenos Aires, Belgrano solicitó en vano al gobierno la licencia absoluta; ya no se creía “útil para desempeñar ningún servicio”. El gobierno no dio curso a su pedido y le encomendó una delicada misión diplomática en Europa, junto a Bernardino Rivadavia. La política mundial había dado un giro. Fernando VII había regresado al trono de España, y los soberanos del Antiguo Régimen querían cerrar definitivamente el ciclo de las revoluciones republicanas. Ante este panorama, el Directorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata tenía justificados temores de que una gran expedición reconquistadora pusiera fin a la revolución en esta parte de América. De ahí que Belgrano y Rivadavia llevaran instrucciones: ganar tiempo y buscar protección en Inglaterra para asegurar la libertad “de los Pueblos de la Unión”. Durante la misión en Londres −de marzo a noviembre de 1815−, Belgrano y Rivadavia, que mantenían una relación de confianza y respeto, colaboraron con Manuel de Sarratea, otro enviado del Directorio, que había urdido un plan para coronar al infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, residente en Roma. Belgrano, aunque advirtió la informalidad de la iniciativa, no la desechó de plano. Es más, él mismo redactó el proyecto de constituir el Reino Unido del
Río de la Plata, en los territorios del virreinato de Buenos Aires, la presidencia de Chile y las provincias de Puno, Arequipa y Cuzco, al norte, y al sur, hasta el cabo de Hornos, que adoptaba la forma monárquica de gobierno, con dos cámaras, una de la nobleza y otra del común y opción a empleos y dignidades para toda la población. Este ambicioso proyecto, acorde con la estrategia que se proponía San Martín, y con la experiencia reciente vivida por Belgrano en Potosí, lo entusiasmaba y comprometía, sin tener en cuenta, quizás, el cúmulo de dificultades que implicaba. Cuando Belgrano volvió al país, el problema principal seguía siendo el Alto Perú, luego de una nueva y contundente derrota de los patriotas en Sipe Sipe. A la consiguiente desorganización del Ejército del Norte se sumaron las rebeldías provinciales que amenazaban el frente interno y que en el Litoral confluyeron en los Pueblos Libres, acaudillados por José Gervasio Artigas. En dicha instancia, Belgrano puso su espada al servicio de la idea de una patria unificada y del gobierno centralizado en el Directorio. De inmediato se le encomendó la jefatura militar de la debilitada fuerza que enfrentaba a los caudillos santafesinos, que habían declarado su autonomía. Esta responsabilidad le acarreó nuevos sinsabores y destratos. A pesar de estos sucesos, su prestigio no resultó afectado, lo que indica la solidez de sus bases. El director electo por el Congreso reunido en Tucumán, Juan Martín de Pueyrredón, lo nombró al frente del Ejército del Norte −o Ejército del Perú−, para dotarlo de “orden y organización”. Belgrano aceptó “por la causa sagrada de la Patria”. San Martín estuvo muy de acuerdo, valoraba especialmente las virtudes cívicas y militares del porteño, con quien compartía la idea de pensar la revolución en la “dimensión americana”.
En sesión secreta del Congreso, Belgrano explicó cuánto había cambiado el panorama internacional en los dos años previos, el descrédito en que habían caído las repúblicas por culpa de la anarquía y la necesidad de declarar la Independencia y de construir una opción política acorde con las nuevas tendencias. Propuso un sistema monárquico constitucional y, para ocupar el trono, a un descendiente de los Incas, a modo de reparación del despojo que habían sufrido con la Conquista española. La idea fue bien recibida por las poblaciones del norte, no solo por los emigrados de las ciudades en poder de los realistas, sino también por los soldados de rostro mestizo. Belgrano había aprendido en sus campañas militares la importancia de tener en cuenta a esa parte del país que, como porteño educado en la cultura europea, ignoraba. En cambio, la propuesta fue denostada en Buenos Aires, entre burlas al “rey de chocolate”, porque era inadmisible que el centro político se trasladara al lejano norte. De 1816 a 1819, Belgrano mantuvo la jefatura del Ejército del Perú en condiciones penosas. Mientras, San Martín llevaba a cabo su exitosa campaña en Chile; “Siga Ud. dando gloria a la Nación”, le escribió a raíz del triunfo de Maipú y se mantuvo atento a los preparativos de la expedición al Perú, brindando informaciones útiles; aceptó también que se le restaran elementos necesarios para conformar su propia fuerza. Entre tanto hacía lo posible por atender los reclamos de ayuda de Martín Miguel de Güemes, empeñado en la defensa de la frontera en Salta y Jujuy, siempre amenazada por el Ejército español. Era muy crítico de los caudillos del Litoral, Estanislao López y Francisco Ramírez, quienes desconocían la autoridad del Directorio.
La correspondencia de Belgrano no deja lugar a dudas sobre su posición: compartía el temor y el rechazo de San Martín hacia las consecuencias de la anarquía; la suerte de la revolución no estaba sellada, y una nueva expedición reconquistadora se formaba en España. No experimentaba antipatía por los caudillos del Litoral, que había conocido en las campañas del Paraguay y la Banda Oriental, y recomendó escucharlos, pero les exigía que depusieran sus enconos porque para constituir la Nación era necesario vertebrarla en torno a una conducción unificada.
Entre tanto, su vida personal transcurría en la ciudad de Tucumán, donde tenía casa puesta, relaciones y amistades entrañables; siempre activo, se mostraba orgulloso porque había establecido una Academia de Matemáticas para formar ingenieros militares y se aplicaba a buscar el método para enseñar a leer a los soldados, cuya ignorancia deploraba. Juzgaba tales acciones indispensables para dar contenido a la idea de país independiente.
A comienzos de 1819, las campañas en Córdoba y Santa Fe, en postas y en campamentos donde faltaban caballos, armas, vestuario y los descalabros sufridos por sus subordinados, pusieron a prueba su ánimo. “Hay pecho para todo”, escribió, decidido a sobrellevar “el horrendo aspecto que trae el año 19”, y acotó: “Cuidado que los Americanos habíamos sido muy salvajes”.
A fines de ese año, en medio de la descomposición de la autoridad central y del caos en las distintas jurisdicciones, sintiéndose agraviado por un intento de meterlo preso, y gravemente enfermo, regresó a su ciudad natal. Pasó los últimos días en la casa familiar de la calle de Santo Domingo. Hizo testamento y encomendó la suerte del país al cuidado de la Providencia divina, como único remedio posible a las catástrofes que lo afligían. En su opinión, la falta de educación era raíz de todos los males.
Falleció el 20 de junio de 1820. Solo unos pocos íntimos lo lloraron. El reconocimiento y la gloria vinieron después.
Océano Atlántico, testigo de la travesía de Manuel Belgrano.