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Rumbo al norte
Me hierve la sangre al observar tanto obstáculo, tantas dificultades que se vencerían rápidamente si hubiese un poco de interés por la patria.
M. B. Carta a Bernardino Rivadavia
El coche volvió a saltar interrumpiendo el sopor de un sueño que no terminaba de materializarse. Manuel Belgrano entreabrió los ojos, aún dolorido, y confundió esa inmensa extensión verde de la nada con un mar que esperaba ser descubierto. Necesitó apenas unos segundos para recomponer dónde se encontraba. Una orden del Triunvirato lo había obligado a trasladarse desde las costas del Paraná hasta Jujuy para asumir una “misión imposible”: hacerse cargo del Ejército Auxiliar del Perú, más conocido como Ejército del Norte. Las derrotas sufridas por Castelli y Antonio González Balcarce en Huaqui, a orillas del Titicaca, y la pérdida de Cochabamba, Oruro y Potosí a manos de los realistas del sanguinario general José Manuel de Goyeneche, complicaba seriamente los ideales libertarios del Río de la Plata.
Aquel primer día de marzo de 1812 en un coche desvencijado que prestó el maestro Luis Roque, Belgrano, afectado por dolencias que le impedían hacer el prolongado periplo a caballo, descubrió otros dolores que no se manifestaban en su físico. Sus compañeros de viaje, el capitán Carlos Forest y el teniente Jerónimo Helguera, lo observaban intrigados. La respuesta la dio en una carta dirigida a Rivadavia en la cual se quejaba del estado de dejadez y desolación que había encontrado en su camino, lo que marcaba también el desinterés de los pobladores del interior por la suerte del ejército; llega a expresar:
Créame, V.E., el ejército no está en un país amigo; no hay una sola demostración que me lo indique, ni se nota que haya un solo hombre que se una a él, no digo para servirle, ni aún para ayudarle: todo se hace a costa de gastos y sacrificios […] es preciso andar a cada paso reglando precios, porque se nos trata como a verdaderos enemigos.
Con el coche ya inservible, llegó a Tucumán el 19 de marzo y de allí se dirigió a la posta de Yatasto donde Pueyrredón, acusando problemas de salud, le entregó el mando del cuerpo que debía dirigir. El panorama que encontró era desolador: se enfrentó a la conducción de un ejército fantasma de 1500 hombres, de los cuales la tercera parte estaban enfermos o heridos, desorganizados, sin moral ni disciplina, mal armados −con apenas 600 fusiles y 25 balas para cada uno− y peor formados. En otra misiva a Rivadavia, esta del 11 de mayo, enviada desde Salta, Belgrano insiste:
Ejército y dinero son nuestras principales exigencias para salvar la patria; esta es la verdad, todo lo demás es andarse por las ramas, y exponernos a ser víctimas…
Con escasas esperanzas de recibir algún tipo de refuerzos, ya sean humanos o materiales, Belgrano se dispuso a cambiar las circunstancias por mano propia. La primera medida fue rebajarse
Plano levantado con fines militares por orden el comandante del Ejército Real del Perú, José Manuel Goyeneche (1811).
el sueldo a la mitad y luego tomó otras a fin de tratar de solucionar la situación personal de los soldados, sometidos a todo tipo de carencias. Entendió que lo más importante era paliar el hambre, y en consecuencia adjudicó terrenos para que cada unidad del ejército cultivase hortalizas y legumbres, no solo para su alimentación sino también para que se distribuyera el usufructo de las ventas de sobrantes en beneficio de la tropa. La medida, inédita en su género, fue destacada por Tomás de Iriarte –a quien luego Belgrano nombraría director de la Escuela de Artillería– de la siguiente manera:
Este sistema geodésico es excelente y debería establecerse en los cuerpos acantonados de la campaña, pues no solo produce el beneficio de mejorar la condición material del soldado sino que lo preserva de los fatales efectos del ocio y la disipación, que es su infalible consecuencia.
Belgrano volvía a mostrarse como un extraordinario formador, y lo hacía bajo el precepto de “entrar por la cabeza y no por los pies”, es decir, con la autoridad que otorgaba ser el primero en dar el ejemplo de aquello que se exigía.
Los jefes son los primeros en dar el ejemplo… Feliz el ejército en donde el soldado no vea cosas que desdiga la honradez y las obligaciones en todos los que mandan.
Teniente general José Manuel de Goyeneche y Barreda, primer conde de Guaqui, óleo sobre lienzo de Federico de Madrazo y Kuntz (s/f).
Yatasto, antigua posta del Camino Real.
Retrato de Bernardino Rivadavia, durante su estadía en Londres, óleo sobre tela, de autor desconocido.
Aplicaba la disciplina con todos los rigores del caso, pero en procura, a la vez, de lograr la empatía con sus subordinados.
Claro que también le interesaba la instrucción, y por ello redactó un reglamento para la formación de los soldados en donde ratificaba la necesidad de que
…las personas encargadas de la ejecución [de las órdenes de reclutamiento] sean honradas y patriotas a toda prueba […] y no se causen perjuicios por el interés, por relaciones u otros motivos que no faltan al hombre sin honor.
Es decir que, más allá de la capacidad de gobierno o la estrategia desarrollada en el campo de batalla, Belgrano puso a prueba en momentos difíciles no tanto una épica del valor sino el valor de la ética. Y esto último es tan o más importante que cualquier otra consideración; se vio en los resultados: logró resucitar al “enfermo moribundo” (así llamaba al maltrecho Ejército del Norte), lo reorganizó, recompuso el deshilachado sentido de pertenencia que sufría cuando llegó y, también, en colaboración con los distintos sectores de la población local, ayudó a proveerlo de lo necesario para enfrentar a un enemigo que se mostraba superior en varios frentes. Y lo que tal vez fuera más importante: Manuel Belgrano se convirtió en el espejo en el cual los norteños recuperaron su orgullo por la patria.
La retirada heroica
Al cumplirse dos años de los hechos del 25 de mayo, el general Belgrano hizo bendecir la bandera celeste y blanca en la catedral de San Salvador de Jujuy por el canónigo Juan Ignacio Gorriti. Luego arengó sobre el sentido que tuvo la Revolución de 1810 y enarboló la enseña en medio de la euforia generalizada, tanto de la tropa como de la población civil. Sin embargo, enterados en Buenos Aires, volvió a sufrir una nueva y enérgica reprobación del gobierno: se le pedía destruirla y reducir el acto a un exceso de entusiasmo personal. Bartolomé Mitre señala: “sorprendido y lastimado a un mismo tiempo, el general contestó con dignidad; pero persistió tenazmente en sostener sus ideas de independencia”.
Dos días más tarde, se registra la tragedia de Chuquisaca: Goyeneche, fiel a su costumbre, dejó la ciudad arrasada. La noticia llegó a finales de junio. El ataque realista a Jujuy se presumía inminente. La acción de los vecinos hostiles a la causa patriota, en particular los comerciantes que se veían perjudicados por la parálisis que entrañaba la guerra, mostraba una clara incidencia sobre el ánimo del pueblo. La orden desde Buenos Aires era replegar el ejército hasta Córdoba. Belgrano pensó en algo más drástico: los realistas al llegar a Jujuy no debían encontrar nada: ni alimentos, ni ganado, ni herramientas ni mercancías. Ni un solo ser viviente,
y eso incluía a los pobladores. Para hacer cumplir la orden, amenazó: quienes no se avinieran a obedecer, serían fusilados y sus bienes quemados. Cumplirla no hizo falta, ya que el pueblo jujeño adhirió a la retirada heroica (solo un siglo más tarde adoptaría el nombre de “éxodo” gracias a los buenos oficios de Ricardo Rojas) sin necesidad de castigos. Solo algunas familias acomodadas permanecieron como si nada, a la espera de encontrarse con el ejército realista para mostrarles fidelidad.
El sábado 22 de agosto, sobre las cinco y media de la tarde, el general Belgrano, envuelto en un poncho de vicuña, da la orden. Hombres y mujeres, niños y viejos, a pie, a caballo o en carretas, avanzaban en silencio dejando tras de sí lo poco que tenían. Belgrano se veía reflejado en la tristeza de esos rostros cuyas sombras se alargaban a la luz de los fuegos del atardecer provocados por ellos mismos, que se vieron obligados a quemar sus casas (la leyenda indica que Jujuy ardió como nunca). Poco después de la medianoche, montó en su caballo. Como los capitanes que se niegan a abandonar sus naves cuando sucumben, Belgrano fue el último en dejar Jujuy. Ese delicado acto no hizo más que reconfirmar el respeto que se
Bendición de la bandera nacional el 25 de mayo de 1812 por el canónigo Juan Ignacio Gorriti, sostenida por Manuel Belgrano en la Catedral de San Salvador de Jujuy, óleo sobre lienzo de Luigi de Servi (1912).
Recreación y conmemoración del Éxodo Jujeño. Cada 23 de agosto los jujeños representan las escenas del éxodo y la quema de las casas para dejar tierra arrasada. había ganado entre el pueblo y la tropa. Podían circular bromas en cuanto a sus maneras a la vez que se le temía por su rígida autoridad, pero de lo que nadie dudaba era de la confianza que inspiraba su humanidad. Tal vez no fuera un brillante estratega en el campo de batalla ni tuviese la habitual astucia de los políticos para gobernar, a veces podía parecer ingenuo o un tanto inocente, pero sabía fehacientemente que a un pueblo no se lo abandona: había que acompañarlo en cualquier circunstancia y aceptar con humildad el rol desde el que tocaba actuar. Y allí iba, cuidando la retaguardia del pueblo jujeño en su retirada.
En sus Memorias, el general José María Paz exalta la gesta en los siguientes términos:
El mérito del general Belgrano durante toda la retirada es eminente. Por más críticas que fueran nuestras circunstancias, jamás se dejó sobrecoger de ese terror que suele dominar las almas vulgares, y por grande que fuese su responsabilidad la arrostró con una constancia heroica.
Al pasar por Salta se les unieron las milicias comandadas por Esteban Figueroa, y muchos salteños. El melancólico viaje incluía también a los refugiados de Tarija, Chuquisaca y Cochabamba, entre ellos, el caudillo Manuel Padilla y su mujer, Juana Azurduy. Las mujeres cumplieron un papel central en el éxodo, no solo en tareas de auxilio en su marcha por cerros y montes, sino incluso a la hora de la pelea.
Belgrano sabía que los realistas les mordían los talones y pudo comprobarlo cuando, el 3 de septiembre, las fuerzas del coronel Agustín Huici atacaron la retaguardia comandada por
Eustoquio Díaz Vélez. Entonces no dudó. Organizó a sus hombres en un monte bajo pasado el río Las Piedras y cuando divisó los nubarrones de tierra levantados por perseguidos y perseguidores, llamó a defender la patria y la libertad. A 300 metros de distancia, los godos fueron sorprendidos por descargas de artillería y apenas pudieron hacer pie al ataque de la caballería. Belgrano en persona dirigió el combate que fue el bautismo de fuego de los decididos jujeños, muchos de ellos no superaban los 15 años de edad. Tal vez Las Piedras no fuera muy significativo en términos militares, pero para Belgrano tuvo un sabor particular, primero en su ánimo y luego en sus convicciones: por primera vez tomaba conciencia de que se podía derrotar al enemigo y, además, contrariar las órdenes del Triunvirato. Solo quedaba seguir.
Una de las dos estampillas de la serie “200 años del Éxodo Jujeño y Batalla de Tucumán”, 16 de junio de 2012.
Generalito improvisado
Esta quebrada por la que veinticinco años atrás subió Belgrano con sus soldaditos improvisados, generalito improvisado, frágil como una niña, con la sola fuerza de su ánimo y de su fervor, teniendo que enfrentar las fuerzas aguerridas de España por una patria que todavía no sabíamos claramente qué era, que todavía hoy no sabemos qué es, hasta dónde se extiende, a quién pertenece de verdad…
Ernesto Sabato
Sobre héroes y tumbas
Escudo otorgado a la tropa con la inscripción “La patria a su defensor en Tucumán”. En paño de lana y bordado con hilos metálicos, se cosía en la manga izquierda de los uniformes (arriba). Batalla de Tucumán, óleo sobre tela de Francisco Fortuny. La resurrección en Tucumán
Belgrano y su gente llegaron a Tucumán el 13 de septiembre. Allí se encontró con Balcarce al mando de 400 hombres bien organizados, aunque sin uniformes ni más armas que lanzas. En tanto, los realistas seguían bajando comandados por Pío Tristán, primo de Goyeneche y ex compañero de estudios de Belgrano en España.
El gobernador Bernabé Aráoz le suplicó que presentara batalla, ya que “está en juego el futuro de la patria y debemos contener al enemigo. Nosotros nos hacemos responsables de la decisión”. Como Belgrano seguía en duda, Aráoz lo conminó: “Por favor, general. Si usted no accede estamos dispuestos a abandonarlo y a movilizar la población en masa para resistir a los invasores. Y usted pasará a ser nuestro enemigo”.
El dilema no era menor. De acatar el mandato del gobierno se ganaría la animadversión del pueblo; de responder a su propia conciencia y plantarse a los realistas, un mal resultado podía acabar con su vida. El teniente coronel Manuel Dorrego, quien dirigía la columna Dragones de infantería, apuntó lo suyo: “No podemos seguir retrocediendo, mi general. Todos estamos de acuerdo en
presentar batalla. ¿Hasta dónde vamos a seguir huyendo? Es vergonzoso seguir dándole la espalda al enemigo”. El coronel Díaz Vélez adhirió a esa postura.
Belgrano meditaba. Finalmente, decidió desoír al coronel austríaco Eduardo Kaunitz, barón Holmberg, a cargo de la artillería, quien aconsejaba la retirada. Le hizo saber a Aráoz de su decisión, aunque pelearía solo a condición de recibir un apoyo de 1500 hombres para caballería y un aporte de 20.000 pesos para la tropa. El gobernador dobló la cifra y prometió cumplir con la exigencia de proveer soldados. El 21 de septiembre fue recibido como un héroe en el Jardín de la República. Aunque todavía faltaba dar batalla. Afectados por la derrota en Las Piedras, los realistas se mostraban algo confundidos. Como no contaba con las armas suficientes, Belgrano innovó en el sistema de lucha de acuerdo con las características bélicas norteñas: la lanza en mano de los gauchos y los gritos de los malones espantaban a los realistas. El resultado fue notable. Una guerrilla dirigida por Figueroa, por otra parte, logró apresar al cruel oficial Huici, lo que significó un golpe psicológico de envergadura para los realistas. Y otro dato de la misma índole acabaría siendo decisivo: Tristán desdeñó la capacidad estratégica de Belgrano y pensó que solo con la superioridad numérica sería suficiente para alzarse con un sencillo triunfo.
Plano de la batalla de Tucumán. En la fuente se lee: “Coordinado por el general Bartolomé Mitre según documentos históricos y datos topográficos del agrimensor Marcelino de la Rosa combinados con la tradición”.
Batalla de Salta, óleo sobre tela de Tomás del Villar (1947). Belgrano y sus soldados usan el escapulario hecho por las monjas de la Iglesia y Convento Santa Catalina de Siena. Las capuchinas confeccionaron 4000 con la imagen de Nuestra Señora de la Merced. Antes de partir hacia Salta, frente a la Catedral de Tucumán, el general entregó uno a cada soldado.
El día 24, en el Campo de las Carreras, Pío Tristán pudo apreciar la dimensión de su error. Si bien con 3200 soldados doblaba al ejército patriota en brazos, y casi lo triplicaba en piezas de artillería, perdió más de mil hombres y se vio obligado a replegarse en Salta. El material confiscado a los españoles −13 cañones, 358 fusiles, 39 carretas, 70 cajas de municiones y 87 tiendas de campaña− resultaría esencial para el Ejército del Norte en el resto de su empresa. La noticia del triunfo en Tucumán y la serie de errores cometidos por Rivadavia en sus órdenes, dieron por tierra con el Primer Triunvirato. Se aguarda un nuevo tiempo.
Un juramento en Salta
Hacia finales de enero de 1813 cayó una abundante lluvia en el noroeste que hizo los caminos intransitables. A pesar de ello, estimulado por el triunfo de Tucumán, el general Belgrano no dudó en marchar hacia Salta para sorprender nuevamente a los realistas
que, dadas las condiciones del terreno y climáticas, estaban convencidos de que cualquier operación militar sería imposible.
El 13 de febrero, la nueva divisa celeste y blanca fue jurada al norte del río Pasaje (que por este motivo luego fue llamado Juramento) y Belgrano declaró que esa sería la enseña “con que marcharían al combate los defensores de la patria”. Al día siguiente al amanecer, una avanzada al mando del coronel Díaz Vélez sorprendió a los españoles en Cobos, y debieron replegarse hasta Salta. Cuando el general Tristán se dio por enterado del acercamiento de las fuerzas patriotas, se negó a creerlo. Disuadido de la veracidad de los hechos, hizo ocupar los desfiladeros de los Portezuelos, únicas puertas de ingreso a Salta transitables.
En la noche del 18 al 19, gracias a la iniciativa del capitán Apolinario Saravia, nativo de la región, las tropas patriotas, con la lluvia torrencial como aliada, pudieron vivaquear en la hacienda Castañares. Sobre las 11 de la mañana, el ejército comandado por Belgrano se movilizó hacia Salta en cinco columnas paralelas de
Plano topográfico de la batalla de Salta. Comenzó el día 19, a las 11 de la mañana, en la pampa de Castañares con el ataque a la posición realista por la retaguardia. Belgrano, seriamente enfermo, había preparado un carro para efectuar en él los desplazamientos, pero a último momento pudo reponerse y montó a caballo. infantería y con ocho piezas de artillería divididas por secciones a retaguardia. Cometió algunos errores, como la manera dispersa en que ubicó a la artillería o retirar sus guardias dejando solo puestos con pocos hombres. En la mañana del 20 de febrero comenzó el enfrentamiento. Durante la primera parte del conflicto el ejército español dominó debido a lo empinado del terreno. Belgrano, por su parte, ordenó que una reserva de infantería –liderada por Dorrego–, reforzara el acceso a la región. Así, lograron romper la línea enemiga y llegaron a la ciudad. Los realistas, acorralados en la Plaza Mayor, decidieron rendirse. Manuel Belgrano acordó que el ejército vencido entregara sus armas, banderas e instrumentos, y juraran no volver a luchar contra la patria naciente. A cambio, se les perdonaría la vida y concedía una retirada en paz. Esta decisión de Belgrano recibió críticas. En una carta a Chiclana, argumenta:
Siempre se divierten los que están lejos de las balas, y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los clamores de los infelices heridos; también son esos los más a propósito para criticar las determinaciones de los jefes: por fortuna, dan conmigo que me río de todo, y que hago lo que me dictan la razón, la justicia, y la prudencia, y no busco glorias sino la unión de los americanos y la prosperidad de la Patria.
Desde su entrada en el territorio del Alto Perú se hizo sentir el efecto de las medidas tomadas por Belgrano para reforzar severamente la disciplina de sus tropas. Las victorias y el firme apoyo del gobierno, del que ahora estaba seguro, le dieron gran autoridad y un ascendiente sobre jefes, oficiales y soldados. Sin embargo, al intentar conquistar el favor de Potosí −poco accesible al espíritu de la revolución con una aristocracia de terratenientes y funcionarios reales− debió enfrentar nuevamente la adversidad. Las durísimas derrotas en Vilcapugio, primero, y Ayohuma, después, minaron seriamente la confianza en su liderazgo.
En sus Memorias, él fue el primero en admitir con absoluta humildad no poseer el don de la táctica y estrategia militar, actividad para la que finalmente nunca se había preparado. Pero, sin duda alguna, de lo que carecía en el ejercicio bélico, le sobraba en la demostración de valor y humanidad.
General Manuel Belgrano, comandante del Ejército Auxiliar del Perú, en 1813, óleo sobre tela de Paul L. Hallez (2002). Nuestra Señora de la Merced, nombrada por Belgrano Generala del Ejército Argentino el 24 de septiembre de 1812; al son de las campanas de la catedral los realistas se rindieron en Salta.
Londres y el Támesis, aguafuerte de John Thomas Smith (1809).