16 minute read

Blanca y celeste

Puede V. E. hacer de mí lo que quiera, en el firme supuesto de que hallándose mi conciencia tranquila, y no conduciéndome a esa, ni otras demostraciones de mis deseos por la felicidad y glorias de la Patria, otro interés que el de esta misma, recibiré con resignación cualesquier padecimiento, pues no será el primero que he tenido por proceder con honradez y entusiasmo patriótico.

M. B. Respuesta a la recriminación de Rivadavia por haber enarbolado la bandera nacional, Jujuy, 18 de julio de 1812

Esa primavera de 1810 a la hora del crepúsculo, es probable que Manuel Belgrano le haya preguntado al Paraná cómo fue que llegó hasta allí. En las figuras que dibujaban las copas reclinadas de los sauces bajo el sol se reencontró con los soldados de madera y las batallas imposibles que con sus hermanos libraban en el patio familiar. Solo que los soldados que ahora tenía a su cargo no eran de madera, y las batallas se anticipaban más cruentas.

El 22 de septiembre había recibido el grado de general en la confianza de que “proteja a los pueblos, persiga a los invasores y ponga el territorio en la obediencia y tranquilidad que la seducción y violencias de Montevideo y otros opresores han perturbado”. La misión encomendada a Belgrano no era sencilla: debía lograr que el Paraguay aceptara la autoridad de la Primera Junta. Pero existía otro objetivo: obtener recursos y, sobre todo, hombres con el doble propósito de desarmar esa provincia y aumentar su propio poder bélico utilizando sus posibilidades demográficas (se esperaba movilizar más de diez mil reclutas paraguayos) y económicas para enfrentar a los enemigos dentro y fuera del virreinato.

Antes que él, había sido enviado con el mismo objetivo José de Espínola, militar paraguayo que vivía en Buenos Aires, quien ante la certeza de ser encarcelado escapó y retornó a Buenos Aires con una recomendación temeraria: todo podía arreglarse con 200 soldados. Previamente a la alternativa militar, se optó por mandar un

Jarras confeccionadas con cuernos de vacuno (guampas) para beber agua sin tener que descender de las cabalgaduras.

Escena de la batalla de Tacuarí, óleo sobre tela de Rafael del Villar. nuevo mensajero para resolver la cuestión en términos diplomáticos, pero no se le permitió el ingreso a Asunción. Todo empeoró cuando a Bernardo Luis de Velasco, gobernador del Paraguay, se le ocurrió avanzar sobre Corrientes. La hora de Belgrano había llegado. Y en buen momento, ya que, según su propia expresión, deseaba alejarse de los problemas internos de la Junta y prestar un “servicio activo”.

Su gesta se articula en tres etapas: la marcha por el territorio de Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, el franqueo del Paraná, y las acciones y desplazamientos en territorio paraguayo. La expedición (o campaña) llegó el 28 de septiembre a San Nicolás, donde se incorporaron otros 357 soldados; prosiguió a Santa Fe y ahí se sumaron 40. Cruzó el Paraná y acampando en la Bajada (hoy ciudad de Paraná), merced a 200 patricios que llegaron de Buenos Aires y otros contingentes, dio organización definitiva a su ejército de unos 950 hombres. A fines de octubre de 1810 reinició la marcha, penetró en Corrientes y cruzó el centro de esta provincia, atravesando zonas pantanosas, para llegar el 4 de diciembre de 1810 a la costa del río Paraná frente a la isla Apipé. En el trayecto, fundó las poblaciones de Curuzú Cuatiá y Mandisoví. En Candelaria, estableció su cuartel general y el 19 de diciembre de 1810 cruzó el río Paraná y penetró en el Paraguay, desbandando en el combate de Campichuelo una fuerza enemiga.

Pero las condiciones estaban lejos de ser las ideales. Ya en San Nicolás tomó conciencia tanto de lo mal preparadas que se encontraban las tropas como de lo defectuoso de toda la logística:

armas casi inservibles y hasta una caballada deficitaria. La tasa de deserción era alta. A esto había que sumarle la mala relación con otros oficiales. En una carta a Moreno puntualiza que, a excepción de Ignacio Warnes, Diego Correa y Artigas,

todo lo demás no vale un demonio. Así estoy rabiando siempre y no sé cómo los músculos de mi cara pueden tomar contracciones de risa para no manifestar mi estado.

Y, por si fuera poco, su endeble estado de salud, que volvía a someterlo a dolores y molestias en el contexto de una campaña militar, mal alimentado, mal dormido y en permanente tensión ante las dificultades que le presentaba la naturaleza, el enemigo y hasta la propia tropa. En la misma carta se despide diciendo:

Basta, basta mi amado Moreno, desde las cuatro de la mañana estoy trabajando y ya no puedo conmigo.

Belgrano y sus hombres ocuparon Itapúa (hoy Encarnación) y fueron en busca del ejército español-paraguayo. Unos 7000 hombres al mando de Velasco estaban acampando en Paraguary, a 18 leguas de Asunción. Después de vencer las dificultades del terreno y aun advirtiendo la superioridad numérica del enemigo, Belgrano decidió atacar. Entendió que retroceder podría generar

Catalejo que perteneció al general Manuel Belgrano.

Vino hecho vinagre

Por aquel entonces vino Manuel Belgrano al frente de un ejército. Abogado, intelectual, pese a su profunda convicción independentista, vino a cumplir las órdenes de la Junta de Buenos Aires: Meter por la fuerza al Paraguay en el rodeo vacuno de las provincias pobres. Vino con esas intenciones que en un primer fermento debió haber creído que eran justas. Vino Belgrano acalorado por ese vino de imposibles. Como en otras ocasiones, vino acompañado él también por esa legión de malvados migrantes [referencia a los paraguayos Machain, Cálcena, los hijos de Espínola y Peña]; los eternos partidarios de la anexión, que sirvieron entonces, que servirán después como baqueanos en las invasiones a su Patria. Vino hecho vinagre.

Augusto Roa Bastos

Yo, el Supremo

El río Paraná y sus selvas marginales, paisajes similares transitó Belgrano con su ejército.

Artesanía guaraní, madera sobre tejido de caraguatá.

Bajando miel, acuarela del misionero jesuita Florian Paucke (1830). malestar entre sus hombres luego de tantos sacrificios. Ya había intentado con la diplomacia, al escribirle al gobernador Velasco: “traigo la paz, la unión, la amistad en mis manos para quienes me reciban como deben”, al tiempo que advertía que de no ser así “traigo la guerra y la desolación”.

Y fue la guerra. El 19 de enero de 1811, luego de un comienzo favorable, una serie de errores tácticos condujeron al temido final: las fuerzas lideradas por el ahora brigadier Belgrano (había sido ascendido al máximo grado poco antes) cayeron derrotadas en el paso de Tacuarí. Convenida la cesación de hostilidades, las tropas patriotas se retiraron el 10 de marzo en dirección al paso que se hallaba frente a Candelaria. No obstante los hechos, se entiende que fue una derrota más que digna. No mucho después, con la revolución de mayo de 1811, el Paraguay iniciaba su camino a la libertad.

El Reglamento de la Libertad

La expedición al Paraguay no solo debe medirse en términos militares. Entre Paraguay, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental, regiones en formación todas, era necesario deslindar jurisdicciones, crear organismos administrativos y policiales, instalar nuevos núcleos urbanos, asegurar la educación de niños y jóvenes. Belgrano se sintió muy afectado al comprobar la paupérrima condición de la vida en las llamadas Misiones, de modo que se encargó de algunos de sus principales problemas. Una vez más, sorprendería con su respuesta. Actuando con el derecho que lo facultaba como autoridad de la Junta, el 30 de diciembre de 1810 redactó desde el Campamento de Tacuarí el Reglamento para los Naturales de Misiones, que reflejaba el espíritu ilustrado de Belgrano al insistir en la libertad total de los guaraníes.

Todos los naturales de Misiones son libres, gozarán de sus propiedades y podrán disponer de ellas como mejor les acomode...

Así comenzaba el Reglamento; proveía medidas para realizar el reparto de tierras en propiedad, la libertad plena para el comercio e impulsaba el afincamiento de españoles y otros inmigrantes. Suprimió el pago de tributos, eximiendo por diez años de todo impuesto a los habitantes de la región. Preocupado por la educación, ordenó que cada pueblo contara con escuela y, respecto a la lengua, consideraba no desterrar el idioma nativo, aunque estimulaba el aprendizaje del castellano, promoviendo el bilingüismo. También sugirió medidas de tipo sanitario, como que las familias viviesen en solares separados, evitando las hileras de casas.

Belgrano estaba convencido de la necesidad de fortalecer y estimular un nuevo estilo de vida, en el que la convivencia entre guaraníes y criollos se diera en un marco de franca igualdad, por eso ordenó la supresión del tributo al que estaban obligados los naturales. Asimismo, se designaron diputados indígenas para el futuro Congreso que decidiría la independencia del país.

El Motín de las Trenzas

Cuando Belgrano retornó a Buenos Aires muchas cosas habían cambiado. Ya no existía la Primera Junta, ni tampoco la Junta Grande, sino que el poder radicaba ahora en un Triunvirato que, en verdad, estaba conformado por cuatro −además de Paso, Feliciano Chiclana y Sarratea, gravitaba la figura de Bernardino Rivadavia, el más importante a la hora de definir políticas−. La hostilidad entre Saavedra y Moreno y sus respectivos seguidores había llegado a su punto más álgido. Primero cayó Moreno, que falleció en viaje hacia una misión en Londres. Después, don Cornelio Saavedra perdió poder: en noviembre de 1811 se dispuso la unificación de los cuerpos militares (1 y 2) bajo el nombre “Regimiento 1 de Patricios” y el Triunvirato decidió relevarlo de su cargo. En su reemplazo fue designado Manuel Belgrano, coronel a la fuerza, según sus propias palabras. Cuando, en la noche del 6 de diciembre, el nuevo comandante en jefe pasó a realizar una visita de inspección se encontró con una atmósfera tensa y muy poco receptiva. El cambio no había caído muy bien entre la tropa.

Antes de retirarse, Belgrano dictó una serie de drásticas medidas disciplinarias e higiénicas, entre ellas una que establecía que los Patricios, conocidos por su soberbia y alto grado de politización, no llevarían más su tradicional coleta o trenza, símbolo de orgullo, en particular para soldados y suboficiales. Se les concedió un plazo para que se la cortasen por su cuenta o de lo contrario el cuerpo de Dragones haría las veces de improvisados peluqueros.

El general Manuel Belgrano, miniatura pintada sobre marfil, de finales del siglo XIX. Copia de la litografía dibujada y grabada por Andrea Macaire de Bacle (1829).

Cubrecabezas perteneciente al uniforme de Patricios.

Representación de un episodio de las invasiones inglesas, en las instalaciones del Regimiento de Infantería 1 Patricios. La afrenta estaba hecha. La sublevación estalló apenas se marchó Belgrano y exigía la imperiosa remoción de su jefe y del mayor del cuerpo. Las gestiones conciliatorias llevadas adelante incluso por un ex oficial de Patricios como lo era el presidente del Triunvirato, Chiclana, resultaron inútiles. Los insurrectos exigían “que se nos trate como a fieles ciudadanos libres y no como a tropas de línea”. Chiclana demandó que depusieran las armas, pero juzgaron a las trenzas como símbolos de su prestigio e identidad y no claudicaron. A las 10.30 se abrió fuego de fusiles y cañones ante el antiguo colegio carolino. El combate duró apenas un cuarto de hora, pero tuvo consecuencias trágicas: en las filas del Triunvirato hubo 8 muertos y 35 heridos, y se ignora cuántos lo fueron en el bando contrario. Los Patricios que depusieron las armas alcanzaban un número aproximado de 340, y muchos más habían huido o se habían entregado antes del ataque final.

Ese fue el debut de Manuel Belgrano al frente de la fuerza más calificada del ejército.

Rosario siempre estuvo cerca

A finales de 1811, en función del inminente ataque de la flota realista de Montevideo contra las costas del Paraná, el Triunvirato confió a Belgrano una nueva misión: partir a Rosario para instalar defensas en las barrancas del río. El 24 de enero de 1812, bajo un sol inclemente y un calor agobiante, la compañía se puso en marcha a las cinco y media de la tarde siguiendo un rígido orden. El 6 de febrero, en las inmediaciones del arroyo Pavón, donde acamparon, se vieron sorprendidos por “un grande huracán que nos echó por tierra algunas tiendas” y una lluvia sostenida que solo se detuvo al mediodía del día siguiente. Además de las tiendas, a las que Belgrano no les tenía mucho aprecio (“son malas para el calor, para el agua y para el frío”, por lo que sugirió sustituirlas por barracones en los casos en que se previese una guarnición permanente), perdieron ropas y suministros. Belgrano estaba preocupado por las deserciones y albergaba no pocas dudas sobre el espíritu de lucha y preparación de su tropa. Sin embargo, se encontró con una verdadera sorpresa: los rosarinos demostraron un entusiasmo poco habitual y la construcción de las baterías avanzó con rapidez.

Se construyó una en la isla para dominar el río con fuegos cruzados y colocaron cañones sobre la barranca y el bajo. Decidido a reavivar el ánimo de los suyos, el 13 de febrero Belgrano se dirigió al Triunvirato para solicitar un emblema que los diferenciara de los realistas y su pabellón rojo y amarillo:

El general Belgrano en el campamento de Tucumán, acuarela de Guillermo da Re (ca. 1900).

Piezas del compás y regleta de hueso que pertenecieron a Belgrano.

Parece que es llegado el caso de que V.E. se sirva de declarar la escarapela nacional que debemos usar para que no se equivoque con la de nuestros enemigos, y que no haya ocasiones que pueda sernos de perjuicio.

María Catalina Echevarría, ilustración de Pacheco, en Félix A. Chaparro, “La dama rosarina que confeccionó la bandera”, Democracia, Rosario, 30/11/1953.

Juramento de la bandera a orillas del río Paraná, óleo sobre tela de Pedro Blanqué (1895).

El Triunvirato aprobó el proyecto el día 18 y ordenó que todo el ejército asumiese la divisa: una “escarapela nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata de dos colores, blanco y azul celeste, quedando abolida la roja”. Los colores estaban en relación con los de los Borbones, dándose una nueva paradoja: se utilizaba el nombre de Fernando esperando independizarse de él, y sus colores como símbolo de la lucha emancipatoria. Sin embargo, Belgrano fue por más. El 26 la batería Libertad, si bien no completa, estaba en condiciones de ser utilizada contra el enemigo, y ese mismo día escribió sobre la necesidad de crear una bandera toda vez que las escarapelas no podían ser identificadas

para nada nos han servido y con que parece que aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud.

Sin esperar respuesta, a las seis y media de la tarde siguiente, Belgrano enarboló el pabellón blanco y celeste en la Libertad, se presume que cosido por María Catalina Echevarría, una vecina de Rosario. En la isla, además, comenzó a levantarse la batería Independencia, nombre temerario que –más allá del supuesto deseo– los integrantes del Triunvirato querían evitar para no ofender las intenciones británicas, ahora aliadas de España en la lucha contra

Bonaparte. Eufórico, Manuel Belgrano arengó a su tropa y los vecinos de Rosario con un discurso de inflamado patriotismo:

Soldados de la patria: hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional […]; en la batería de la Independencia nuestras armas aumentarán las suyas. Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores, y la América del Sur será el templo de la independencia y de la libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo: ¡Viva la Patria!

Ese mismo día, comunicó al gobierno que

siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste conforme los colores de la escarapela nacional: espero que sea de la aprobación de V.E.

No lo fue. El 3 de marzo el Triunvirato envió una enérgica respuesta en la que le ordenaba “hacer pasar por un rasgo de entusiasmo la bandera celeste y blanca enarbolada”, y que debía ocultarla para volver a la enseña real, roja y gualda, “que es la que se utiliza en esta fortaleza”. Ya era tarde. Nuevos colores identificaban la causa de la Patria.

Bandera con el sol flamígero en su centro, izada diariamente por los vecinos de la orilla de Corrientes. Detrás: Puente Gral. Manuel Belgrano sobre el río Paraná.

El proceso de restauración de la bandera de Macha llevó dos años y medio, estuvo a cargo de María Pía Tamborini y Patricia Lissa.

Bandera de Macha. De seda cosida a mano con hilo de algodón; los colores nacionales dispuestos en tres bandas, 2,24 x 1,54 m. La bandera de Macha

La disposición de los colores fue materia de controversias. Una tesis es que la bandera enarbolada en Rosario fue blanca, celeste y blanca, con franjas horizontales; aunque otra versión afirma que coincide con los colores actuales, vale decir, con la banda de la Orden de Carlos III. Una tercera indica que habría constado solo de dos paños colocados verticalmente, celeste y blanco; y también están quienes sostienen que consistía en dos franjas horizontales, siempre en los mismos tonos. Belgrano, en su comunicación al gobierno, afirma con claridad que “la mandé hacer blanca y celeste”, o sea, de dos franjas.

En la campaña de 1813 al Alto Perú, Belgrano ocultó dos banderas poco antes de la derrota de Ayohuma. Setenta años después, fueron localizadas por el padre Martín Castro en la parroquia de Macha, ubicada en Titiri (actual Bolivia), donde vivió el general. El diseño y la disposición de los colores es similar a la enseña actual y constituye la bandera más antigua que se conserva. En 1986, Bolivia (en un acto de confraternidad), entregó la bandera a la Argentina, que actualmente se exhibe en el Museo Histórico Nacional y que fue restaurada entre junio de 2007 y diciembre de 2009.

El uso de la bandera nacional fue promovido en secreto por la Asamblea del año XIII. Tras la declaración de Independencia, el 9 de julio, la bandera azul celeste y blanca fue adoptada como símbolo por el Congreso el 20 de julio de 1816. El sol fue agregado por el Congreso del 25 de febrero de 1818, en homenaje al dios inca Inti (Sol), y estampado en la franja blanca central, reproducción del que aparecía en la primera moneda nacional.

Inauguración del Monumento a la Bandera, diseñado por los arquitectos Ángel Guido y Alejandro Bustillo. Rosario, afiche alusivo, 20 de junio de 1957.

Paisaje jujeño, escenario de la gesta belgraniana.

This article is from: