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Disparos en el Río de la Plata

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Cronología

Cronología

Avívanse entonces las ideas de libertad e independencia en América y los americanos empiezan por primera vez a hablar con franqueza de sus derechos.

M. B.

Se habló de sombras sospechosas acechando en diferentes puntos de la costa. Por Quilmes y también por el Bajo. Nadie podía asegurarlo, pero tampoco desmentir su presencia. Aquel año de 1804 se concentraron muchos acontecimientos que iban a modificar el mapa de la historia en más de un sentido. En el caso de Manuel Belgrano en particular, ya una década como secretario del Consulado y lo aguardaba un encuentro inesperado: la vida militar. Aunque aún faltaba un poco para ello. Sus más resonantes acciones como secretario tenían que ver con las ideas, no con las armas. En 1800 avaló la aparición del Telégrafo mercantil rural político económico e historiografo del Río de la Plata bajo la dirección de un curioso personaje llamado Francisco Antonio de Cabello y Mesa. El extenso y algo pretencioso título definía los contenidos de un fascículo en octavo que, de acuerdo con Belgrano, procuraba “poner a Buenos Aires a la par de las poblaciones más cultas, mercantiles, ricas e industriosas de la iluminada Europa”, a la vez que “si no instruir y cultivar al pueblo, [dar] al menos un entretenimiento mental, e inspire inclinación a las ciencias y artes”. Y en efecto, los artículos publicados en las 110 entregas, 2 suplementos y 13 números extraordinarios se alineaban con las ideas económicas, educativas y culturales del secretario del Consulado. Pero no duró demasiado: Cabello se ocupó de boicotear el proyecto con injurias a figuras públicas al ver que le ocasionaba más trabajo que satisfacciones personales. No obstante, había dejado una huella importante en su corto paso. La otra aventura escrita se lanzó a un mes del cierre

La batalla de Trafalgar, óleo sobre lienzo de Joseph Mallord William Turner (1823-1824).

Portada del Telégrafo Mercantil, del sábado 18 de abril de 1801. Fue creado a instancias de Belgrano y del virrey Avilés. del Telégrafo, en 1802. En septiembre, apareció el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, redactado por su amigo Juan Hipólito Vieytes con apoyo del Real Consulado. Aparecía los miércoles y se publicaron 218 números hasta su cierre, en 1807.

Belgrano tenía planes especiales para su décimo aniversario en el cargo, pero tanto el país como el mundo transitaban estados efervescentes en ese 1804. Thomas Jefferson, que un año antes había adquirido a Francia las extensas tierras de Luisiana −lo que marcaría la expansión de su país hacia el oeste− fue elegido tercer presidente de Estados Unidos de América con el 73% de los votos. No lejos de allí, Haití se convierte en el primer Estado de América Latina en conseguir la independencia y además en abolir la esclavitud. Un precedente peligroso para las potencias que mandan en la región.

En Europa las cosas no estaban mejor. En 1803 la Paz de Amiens había sido rota por los ingleses, comenzando un conflicto con Francia, aunque los otros países se mantuvieron al margen. Pero la imparcialidad duró poco: Inglaterra consiguió que Austria, y luego Rusia, Suecia y el reino de Nápoles se le unieran en lo que se conoció como la Tercera Coalición. España, hasta entonces neutral, se vio forzada a intervenir luego de que una escuadra británica atacara, el 4 de octubre de 1804, al sur de Portugal, cuatro de sus naves, que se dirigían a Cádiz provenientes del Río de la Plata

con un rico cargamento de plata y oro. En el convoy, entre otros, viajaba Carlos de Alvear, futuro director supremo; su madre y todos sus hermanos murieron en la refriega y solo lograron sobrevivir él y su padre, que fueron hechos prisioneros y conducidos a Londres. De nada sirvieron los pedidos de explicación ni las protestas diplomáticas. Hacia finales de aquel fatídico año al rey Carlos IV no le quedó otro camino que declarar la guerra a Inglaterra y aliarse con Bonaparte. En mayo, tras un plebiscito en el que tuvo masivo apoyo, Napoleón se había proclamado “Emperador de los franceses”, coronación que llegó en diciembre y se celebró en la Catedral de Notre-Dame con un oficio religioso llevado adelante nada menos que por el propio papa Pío VII.

El Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, fundado en septiembre de 1802 por Juan Hipólito Vieytes, se publicó hasta 1807.

Napoleón en su trono imperial, óleo sobre lienzo de Jean Auguste Dominique Ingres (1806).

Reliquiae Haenkeanae. Descripción de plantas de América por Tadeo Haenke, botánico y naturalista. Un espía al natural

Algo alejado aún de los rumores de guerra que llegaban del otro lado del mar, Manuel Belgrano se explayó el 6 de junio de 1804 sobre la necesidad de ir introduciendo de a poco y en función de las modestas posibilidades del virreinato aquellos elementos que intuía sustanciales para los desafíos que proponía el siglo XIX. Básicamente, estaba interesado en todo lo que hiciera al progreso, tanto en el terreno del conocimiento de la ciencia como de la técnica. Dentro de este marco, y estimulado por los estudios naturalistas que venían desarrollando, entre otros, científicos como Tadeo Haenke, Belgrano sostuvo aquel día de junio la conveniencia de una expedición científica a través de las provincias del virreinato a fin de clasificar y explorar sus posibilidades. Haenke fue un nombre destacado en el campo del naturalismo. Había participado en la Expedición Malaspina y su Descripción del Perú en su momento fue material imprescindible para el estudio y catalogación de la naturaleza del continente. Belgrano apreciaba mucho la obra de Haenke, quizás no en la misma medida que la de Félix de Azara, a quien consideraba un prodigio del naturalismo. Sin embargo, alguien se adelantó.

Por esas mismas fechas llegó al país un hombre de 33 años que dijo llamarse Santiago Borch o Borches, alegaba ser prusiano y tener relación precisamente con Haenke. No le costó demasiado abrirse las puertas de lo más granado de la elite porteña, siempre ávida de

nuevas figuras mundanas que sacudieran la modorra provinciana en la que se sumía la Gran Aldea.

En verdad, el tal Borch o Borches no era prusiano, naturalista ni se llamaba de ese modo. Su nombre real era Séamus (o James) Burke, nacido en Irlanda y al servicio del Almirantazgo británico luego de haber cumplido funciones en el bando contrario, la monarquía francesa, en Haití. Su misión: recoger información en miras de una posible intervención militar en la región. La ambición británica sobre los intereses españoles venía de larga data; de hecho, ya en 1771 circulaba un documento firmado por Horace Walpole, titulado Una propuesta para humillar a España, que concluía:

…bien podría llevar unos 2500 hombres para desembarcar en cualquier ocasión, para atacar o mejor dicho, apoderarse de Buenos Aires, que está situada en el Río de la Plata.

Burke se alojó en la Posada de los Tres Reyes, en la calle del Santo Cristo (actual 25 de Mayo), en las inmediaciones del Fuerte de Buenos Aires. A través del comerciante irlandés Tomás O’Gorman, se introduce en su círculo con la complicidad de otros dos reputados comerciantes, Guillermo Pío White y el portugués Juan de Silva Cordeiro, a quienes les confesó su verdadera identidad y la naturaleza de su misión. A Silva Cordeiro se le atribuye

Carta de colores creada por Haenke durante la Expedición Malaspina (izq.).

Retrato de Tadeo Haenke en su juventud, dibujo de Vinzenz Raimund Grüner (s/f) (der.).

Retrato de Rafael de Sobremonte, tercer marqués de Sobremonte, óleo sobre tela de Ignacio Cavicchia (1925) (der.).

Retrato de William Beresford, óleo sobre lienzo de Sir William Beechey (1815) (izq.).

haber creado la primera logia masónica del país, lo que explicaría su vínculo con Belgrano.

Gracias a la intermediación de estos personajes, Burke no tuvo inconvenientes en contactarse con hombres prominentes, como los hermanos Rodríguez Peña, Vieytes, Castelli y Manuel Belgrano. Ellos y algunos más constituyeron una sociedad secreta con el fin de financiar la “expedición científica”. Iniciada, y luego de acopiar información militar estratégica (además de rocas y vegetales como coartada), Burke fue detenido en el Alto Perú y remitido a Buenos Aires. Apresado también Silva Cordeiro, el virrey Sobremonte intentó ocultar cualquier vínculo con un espía inglés y en diciembre de 1805 ordenó su expulsión.

Pero esta partida no impediría la llegada de otros ingleses.

Un bautismo sin fuegos

Ya a comienzos de 1806 era un secreto a voces el inminente desembarco de las tropas británicas, en Montevideo primero y Buenos Aires después. Nueve años antes, Manuel Belgrano fue designado capitán de las milicias urbanas. El propio Manuel admite que se había integrado “más por capricho que por afición a la milicia”. Unos días antes de que se concretara la invasión, el virrey Sobremonte convocó al cónsul. La idea era formar “una compañía de jóvenes del comercio, de caballería, y que al efecto me daría oficiales veteranos para la instrucción”. Nada de eso ocurrió y todo terminó en un gran fracaso.

Sobremonte hizo caso omiso de las advertencias del brigadier Pascual Ruiz Huidobro, quien desde Montevideo había puesto en armas la plaza en previsión de un ataque. La capacidad militar del Río de la Plata, entre las dos ciudades, apenas llegaba a cinco

mil cuatrocientos hombres, con escasa preparación y aún menos recursos. Tampoco eran mayores las fuerzas invasoras, pero al mando de William Carr Beresford −quien había peleado en la India y Egipto, y luego salió victorioso de Trafalgar− y del almirante Home Riggs Popham, más que capacitados para dar buena batalla.

Los ingleses bajaron en Quilmes a las 13 del 26 de junio atravesando los bañados, con el agua por las rodillas, mientras Buenos Aires parecía comenzar su siesta. Luego de un corto descanso a su tropa, sonaron las campanas de alarma en la capital y Belgrano salió disparado del Consulado hacia la zona de Parque Lezama, donde se hallaba el edificio de la Real Compañía de las Filipinas, dedicado al comercio de esclavos. Desde allí debía dirigir la resistencia, pero solo encontró desorganización y desánimo. Nadie sabía qué hacer, a quién obedecer ni a qué grupo pertenecía. El virrey había huido hacia Córdoba (de donde surge la rima: “Al primer disparo de los valientes / huyeron Sobremonte y sus parientes”), y mientras Beresford aguardaba bajo una copiosa lluvia a las autoridades que firmarían la capitulación, en el centro del Fuerte sonaban las gaitas en tanto españoles y criollos lloraban su impotencia. De pronto, la indiferencia inicial se convirtió en indignación. Años más tarde, Belgrano recordaría con estas palabras el episodio:

Portada de la revista Caras y Caretas, 11 de agosto de 1906, centenario de la Reconquista (izq.).

Imagen de un Patricio en una representación conmemorativa (Regimiento de Patricios, 2015) (der.).

Confieso que me indigné y […] todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar a las tropas enemigas y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires. Esta idea no se apartó de mi imaginación y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza. Me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación, que hubiese sido subyugada por una empresa aventurera, cual era del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré siempre en esta valiosa empresa.

De modo que su primera acción militar se redujo a una marcha breve y un retorno a paso ligero, con un bautismo que no incluyó más fuegos que los fatuos (así llamó, fuegos fatuos, a las “esperanzas infundadas”).

Belgrano no estaba solo. Junto a sus amigos de la Jabonería de Vieytes y otros nombres notables, como Juan Martín de Pueyrredón, formaba parte de un grupo que se oponía al poder virreinal y que más tarde los historiadores identificarían como Partido Criollo o de la Independencia. El impacto del desembarco británico fue grande. Como escribió Ignacio Núñez con cierta ironía, “el día 27 todavía amanecimos españoles, pero anochecimos ingleses”. De acuerdo con versiones difundidas por los propios invasores, la misión tenía como objetivo “liberar a las ciudades americanas del yugo español”. La cuestión, desde esa óptica, interesaba mucho a

Caricatura de William Pitt (primer ministro británico) y Napoleón repartiéndose el mundo, grabado de James Gillray coloreado a mano (1805). La porción de Pitt es mucho más grande que la de Napoleón.Publicada en Londres el 26 de febrero de 1805.

Invasiones inglesas. Catálogo de uniformes y estampilla alusiva al 29 de Mayo - Día del Ejército (1972).

los opositores coloniales, que tuvieron en los días subsiguientes varias entrevistas con Beresford para aclarar la cuestión: ¿venían como un ejército libertador o invasor?

Belgrano, además, contaba con otros motivos para discutir con el comandante inglés. Dado que el Consulado abarcaba todo el territorio del virreinato pero solo Buenos Aires había sido ocupada, quedaba saber a quién obedecer, si a la Corona española o la británica. Hasta donde se sabe, la comunicación era en francés, y ambos se mostraban encantados de su interlocutor. No obstante, las respuestas del gobernador inglés a todo requerimiento fue siempre la misma: evasivas. Ninguna definición. Para Belgrano la cuestión era clara y así se lo planteó a Beresford: “Con el amo viejo o ninguno”. De modo que decidió convocar a sus colegas del Consulado y les propuso salir de Buenos Aires con toda la documentación para continuar al servicio de la Corona española, fuera de la zona invadida.

Una vez más, se encontró con el rechazo de sus pares. Los comerciantes volvían a decepcionarlo y Belgrano, exasperado ante lo que consideraba una falta de compromiso absoluta, escribió:

Retrato del General Juan Martín de Pueyrredón, dentro de un óvalo de bronce, del miniaturista Montponesqui (1806).

El comerciante no conoce más patria, ni más rey, ni más religión que su interés propio. Cuando trabaja, sea bajo el aspecto que lo presente, ni tiene otro objeto ni otra mira más que aquel.

Este maldito lío

¿Quiénes son ustedes, caballeros? ¿En nombre de qué, caballeros, invaden el retiro, temporalmente forzoso, de un rudo soldado, y le proponen tratos que avergonzarían a un salteador de caminos?, tradujo Agrelo, de pie en algún lugar de la habitación, su voz, inaccesible a la asepsia y la exaltación, una nota más alta que el zumbido de insectos atrapados en la lechosa blancura que partía la habitación, en dos. Belgrano se levantó de su silla, y yo oí, vencido por el calor y el linimento irlandés (así llamaban al whisky) para mulos, cómo manaba por su boca ese sombrío, desenfrenado resentimiento que el idioma español pone en la injuria, y a Agrelo, con esa voz que no pacta con nadie, Belgrano, cuide su corazón. Shit, tradujo Agrelo, la voz que no pactaba, siquiera, con su almohada. God, repitió Beresford. […] Todo este maldito lío durará cien años, dijo Belgrano, como con asombro, como con alivio, como si se lo declarase inocente del Calvario de Cristo. Cien años: ¿qué son cien años? El tiempo de una siesta sudamericana. Andrés Rivera

La libertad es un sueño eterno

Santiago de Liniers.

Beresford lo llamó a prestar juramento, pero el secretario se excusó alegando un malestar físico. El británico lo conminó a presentarse ni bien se aliviara. Absolutamente convencido de no querer dar ese paso, a Belgrano no le quedó más remedio que salir de Buenos Aires, “casi como fugado” de acuerdo con su definición, rumbo a la Banda Oriental, donde encontraría refugio en la Capilla de Mercedes. Allí sabría de la Reconquista llevada a cabo el 12 de agosto de 1806 por Santiago de Liniers, con una tropa de mil hombres reunida en Colonia y reforzada con paisanos y vecinos de Buenos Aires. Cuando Belgrano se disponía a unirse a la gesta, se enteró de que todo había acabado.

El mejor celo y eficacia

A mediados de septiembre de 1806, Manuel Belgrano se dejó ver nuevamente por Buenos Aires, cuando las milicias se estaban preparando para defenderse de una segunda invasión. Llevados por el entusiasmo de la Reconquista, no había necesidad de llamar a servicio, ya que todos acudían como voluntarios. Casi dos mil hombres se sumaron a la Legión de Patricios Urbanos, el cuerpo que les correspondía por ser naturales de la ciudad, y cuya jefatura era un

objetivo codiciado, dada la gran cantidad de efectivos. El amplio edificio del Consulado fue la sede elegida para que los oficiales de Patricios designaran a los jefes de los tres batallones. La elección de comandante recayó en Cornelio Saavedra, Esteban Romero y José Domingo de Urien, quien había trabajado en el Consulado. A Belgrano se lo designó sargento mayor, es decir, enlace entre los capitanes y los tenientes coroneles. Era un cargo de responsabilidad, que exigía tiempo y dedicación, y lo asumió con gran profesionalismo, tomó lecciones y se preparó a conciencia para transmitir sus conocimientos a los subordinados. Otros jefes, en cambio, no consideraron la instrucción una materia de particular importancia e, incluso, mostraban cierto escepticismo ante la eventualidad de una nueva invasión.

No obstante, en enero de 1807, el gobernador de Montevideo, Ruiz Huidobro, volvió a dar la señal de alarma. Belgrano se ofreció como voluntario, no solo para medirse en el campo de batalla sino también para no convivir con oficiales a quienes consideraba “ineptos”, cuando no abiertamente “cobardes”. Sin embargo, Saavedra y otros jefes consideraron que Belgrano era más útil en la instrucción que en la campaña. Como él mismo escribe,

…mi educación, mi modo de vivir y mi roce de gentes distinto en lo general de la mayor parte de los oficiales que tenía el cuerpo, empezó a producir rivalidades.

Rivalidades que no tardaron en explotar. Un incidente con otro oficial, que lo agravió y le faltó el respeto en público, hizo que Belgrano volviese a romper con el cuerpo para retornar a sus actividades en el Consulado. Aunque, esto no duró mucho. Cuando los

Edificio del Consulado de Buenos Aires, donde sesionó la Asamblea del año XIII. Ocupa actualmente el mismo sitio el Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El benemérito General Dn. Manuel Belgrano, dibujo a lápiz de Mauricio Rugendas (1845). Se lee: “Copia de un retrato pintado en Londres y perteneciente a la señorita Da. Manuelita Belgrano”.

Recreación libre de un episodio de las invasiones inglesas. Serie “Independencia”, del fotógrafo Gonzalo Lauda (2016).

Miniaturas que representan al escuadrón de Húsares de Pueyrredón, cuerpo de milicias criollas voluntarias creado en Buenos Aires durante las invasiones inglesas. ingleses avanzaron por segunda vez sobre Buenos Aires, vistió nuevamente el uniforme y se presentó en Patricios subordinado a las órdenes del coronel César Balbiani, militar de carrera que se encontraba ocasionalmente en la ciudad, camino a Lima. Cuando la invasión, aceptó quedarse para ser la mano derecha de Liniers, como oficial de mayor rango nombrado por la Audiencia a cargo. Primero defendieron el puente de Gálvez (hoy puente Pueyrredón, que une Buenos Aires con Avellaneda). Los enemigos se habían hecho fuertes en los Corrales de Miserere y muchos hombres se dispersaron. No obstante, otro era el clima entre la población. A los cuatro mil hombres de Liniers, se sumaron muchos vecinos, incluso ancianos, mujeres y niños, sirvientes o vendedores ambulantes, empuñando cualquier tipo de objeto que pudiera ser utilizado como arma.

Balbiani y Belgrano llegaron a la Plaza Mayor con un puñado de hombres, que se ocuparon de hacer trincheras con el fin de frenar y defender el corazón de la ciudad para, desde allí, avanzar sobre el agresor. Tuvieron una actuación sobresaliente en el área más cruda del combate, a pocos metros de la residencia natal de Belgrano. Aunque como edecán sus posibilidades de combate fueron limitadas, Balbiani solo tuvo palabras elogiosas para su desempeño:

Salió a campaña, donde ejecutó mis órdenes con el mayor acierto en las diferentes posiciones de mi columna, dando con su ejemplo mayores estímulos a su distinguido cuerpo. Me asistió en la retirada, hasta la colocación de los cañones en la plaza. Tuvo a su cargo la apertura de la zanja en las calles de San Francisco [actual Defensa] y le destiné a vigilar y hacer observar el mejor arreglo en las calles inmediatas a Santo Domingo, donde ha acreditado presencia de espíritu y nociones nada vulgares, con el mejor celo y eficacia…

La rendición de William Carr Beresford ante Santiago de Liniers en la Primera Invasión Inglesa, óleo sobre tela de Charles Fouqueray (1806).

Belgrano asistió al acto de rendición de los jefes militares británicos y, como ocurriera con su par, Beresford, sorprendió a Robert Craufurd, otro de los oficiales a cargo, con quien tuvo varias conversaciones.

Al día siguiente volvería a sentarse en su escritorio para atender los asuntos comerciales del virreinato. Aún no era militar, pero se dio cuenta cuánto ansiaba la libertad.

Retrato de Robert Craufurd. Después de haber sido liberado regresó a Gran Bretaña; allí le fue reconocida su destacada actuación.

Plano de la villa de Buenos Aires, grabado de Félix de Azara (1809).

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