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Tucumán, su lugar en el mundo
¡Viva la Patria! ¡Qué tal! ¿No es esto cosa de desesperar? ¿Y aún existirán los bribones incendiarios entre nosotros con ideas de pura teoría? Estoy que no me puedo, compañero, no hay más remedio que espíritu, constancia y firmeza con la justicia por delante.
M. B. Sobre los desertores. Carta a Juan Martín de Güemes, 3 de enero de 1817.
Aprincipios de 1816 Belgrano estaba de vuelta en el país y era un momento de gran ebullición. En el poder se encontraba su sobrino (y amigo) Ignacio Álvarez Thomas, a quien le presentó un amplio memorándum sobre lo actuado en Europa. Seis meses antes, el director supremo dispuso, de acuerdo con lo establecido por la Junta, la convocatoria al Congreso General Constituyente que debía reunirse en San Miguel de Tucumán a mediados de año. La elección de la sede se relacionaba con la negativa de los federales del interior a someterse a la autoridad e influencia de Buenos Aires y muy especialmente por su posición geográfica y su valiente historial en la guerra de Independencia.
Al mismo tiempo, a Manuel Belgrano le fue asignada nuevamente una tarea militar: debía reemplazar a Juan José Viamonte para comandar las fuerzas que operaban en Santa Fe, provincia que había proclamado su autonomía. Los caudillos comenzaban a golpear fuerte contra el poder central. Belgrano marchó a su nuevo destino como jefe del Ejército de Observación de Mar y de Tierra, ostentoso título para una misión más llana: evitar el agravamiento de la situación. Como segundo a su cargo se encontró nuevamente con Díaz Vélez, con quien había compartido las victorias de Tucumán y Salta así como las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma.
No le tomó mucho tiempo a Belgrano darse cuenta de que los santafesinos llevaban razón en sus reclamos y comprendió que no sería a través de la vía militar como conseguiría distanciarlos de Artigas, con quien, por otra parte, juzgaba indispensable
Retrato del coronel Ignacio Álvarez Thomas, óleo sobre tela de José Gil de Castro (1819). iniciar un diálogo. De inmediato le escribió a su “amado amigo y sobrino” para ponerlo en antecedentes sobre la resistencia de los locales a tratar con él:
No oiga usted ni crea otra cosa que lo que le digo: el fuego está aún aquí mismo. […]. Creen que yo como pariente de usted lo sostendré, y el apuro es influir que la gente del otro lado no quiera tratar conmigo porque soy sospechoso. Esta es una prueba del estado de desquicio en que todo se halla y que no hay objeto sobre el que dirigir la vista. No vaya usted a caer en el nombramiento de general [del Ejército del Norte] por sí, y mucho menos en mi persona; mire que se pierde y me pierde a mí también, que no tengo la más mínima idea de ser, y quiero irme a vivir con los indios.
De la Corte inglesa a querer irse a vivir con los indios... Belgrano le aconseja a Álvarez Thomas responderle a Artigas y dialogar con el gobernador federal de Córdoba. “Todo es país enemigo para nosotros”, le aclara. Y por si hiciera falta:
…apenas tengo un caballo por hombre y se niegan todos, y los más ricos más, a dar auxilios al Ejército, ni aún con ofertas de pagar.
Terminaba dando cuenta de lo desesperante de su situación:
Soy solo, ni tengo quien me ayude ni con quién consultar; estoy entregado a la Providencia y en ella confío.
En este marco, Belgrano envió a Díaz Vélez a exigir la rendición de los santafecinos, pero este negoció por su cuenta con el gobernador Mariano Vera y el 9 de abril firmaron el Pacto de Santo Tomé por el cual se separó del cargo a Belgrano, que sufrió una nueva afrenta al ser arrestado hasta su marcha a Buenos Aires. La rebelión terminó con el gobierno de Álvarez Thomas y fue el pretexto por el que Artigas decidió no enviar delegados al Congreso.
El día de la Independencia
Al cabo de tantos tormentos, tribulaciones y traiciones, la única recompensa anhelada por Manuel Belgrano en su nuevo retorno a Buenos Aires había sido encontrar apenas un poco de paz. Ya contaba 46 años y los dolores en el cuerpo lo castigaban tanto como los del alma. Los seis años transcurridos desde la Revolución de Mayo en vez de la esperanzadora llama de libertad, solo trajeron discordia y desunión. Había perdido buena parte de sus esperanzas en el futuro de la patria cuando, una vez más, el destino le reservaba una sorpresa: Juan Martín de Pueyrredón, quien se hallaba en Tucumán como delegado de San Luis en el Congreso,
le ofreció hacerse cargo nuevamente del Ejército del Norte, sin brújula y al mando de José Rondeau, a quien ya nadie obedecía. Las diferencias del pasado entre Pueyrredón y Belgrano parecían haber quedado atrás, aunque también pesó el juicio de otros compañeros de armas, para quienes Belgrano gozaba de los mejores antecedentes para la designación. Entre ellos, y en primer lugar, José de San Martín, pero hubo otros. El diputado José Darragueira en una carta a Tomás Guido señalaba que “de todas partes, aún del mismo ejército lo aclaman por general, como el único capaz de establecer el orden y la disciplina militar enteramente perdida”.
Belgrano agradeció la oferta, con gallardía y una increíble humildad no acepta el honor, pero se somete al cumplimiento del mandato en los siguientes términos:
Mi conato ha sido siempre por la causa sagrada de la Patria; pero no me asisten los conocimientos ni virtudes, para salvarla de los conflictos en que se halla; y vuestra excelencia, al fijar la vista en mí para tan ardua empresa, me ha honrado cual no merezco […]. Sin embargo, cumpliré la orden de vuestra excelencia que he recibido este día de marchar inmediatamente a Tucumán a cuyo efecto he pedido los auxilios que he creído conveniente, no para hacerme cargo del ejército del Perú, sino para dar una prueba de mi obediencia, ya pública…
El 11 de junio Manuel Belgrano se puso en marcha nuevamente hacia Tucumán, donde se lo recordaba con admiración y respeto. Apenas llegó, Pueyrredón comunicó al Congreso la importancia de su figura por “los altos conocimientos que naturalmente deben haberle proporcionado las interesantes comisiones que acababa de desempeñar”. El 6 de julio Belgrano cruzó el salón de la casa que Pedro de Zavalía había recibido como dote de casamiento y que funcionaba como sede del Congreso. La sesión, que se suponía secreta, contó con su exposición acerca de “el estado actual de Europa, ideas que reinaban en ella, concepto que ante las naciones de aquella parte del globo se había formado de la revolución de las Provincias Unidas, y esperanzas que estas podían tener de su protección”.
Belgrano dio, con tono seguro y persuasivo, una verdadera lección de geopolítica, deteniéndose con ejemplos claros en las mutaciones sufridas por las formas de gobierno en Europa −insistió en la necesidad de una “monarquía temperada” para estas provincias−, agregando el dato inédito de que la Corona debería recaer sobre un sucesor de los incas, “por la justicia que suponía la restitución de esta casa” y porque además lograría el entusiasmo y la aprobación general de los pueblos del interior.
También se refirió a la necesidad de “robustecer nuestros ejércitos”, por la constante amenaza española y la escasa probabilidad de auxilio de los británicos; y evocó los motivos de las diferencias
Artigas en la puerta de la Ciudadela, óleo sobre lienzo de Juan Manuel Blanes (1884).
El Congreso de Tucumán o 9 de Julio de 1816, acuarela de Antonio González Moreno, detalle (1941) (arriba). Túpac Amaru II, el “rey de chocolate”, según calificó Anchorena al monarca inca propuesto por Belgrano. Grabado en billete de 500 soles. entre España y Portugal sosteniendo que el rey Juan VI, coronado en marzo, era un hombre “sumamente pacífico y enemigo de conquistas” y que no suponía un riesgo para el Río de la Plata. En carta a Rivadavia, dio cuenta del tono y contenido de su exposición:
Yo hablé, me exalté, lloré e hice llorar a todos al considerar la situación infeliz del país. Les hablé de monarquía constitucional, con la representación soberana de los incas: todos adoptaron la idea.
Belgrano fue algo optimista en su interpretación: no todos, como se acabaría comprobando. Alguno incluso, como Tomás de Anchorena, manifestó que los diputados se sintieron particularmente sorprendidos con la idea, aunque era cierto que “los cuicos” (así se denominaba de modo despectivo a los habitantes del Altiplano) la acogieron con cierta satisfacción. La idea, en realidad, apuntaba a un fin estratégico: lograr la identificación de los pueblos nativos del Alto Perú para promover una rebelión contra los realistas. Cuando Anchorena lo amonestó en privado “por una ocurrencia tan exótica”, fue el propio general quien le reveló su intención. El 9 de julio fue un día claro y hermoso. Hubo una multitud en la calle en la que se confundían la plebe con la aristocracia local, de acuerdo con un manuscrito conservado por la familia Aráoz, que llenaba asimismo las galerías y el salón de la casa de Zavalía. Cuando el
diputado por Jujuy, doctor Joaquín Sánchez de Bustamante, pidió que se leyera el “proyecto de deliberación sobre libertad e independencia del país”, nadie se opuso. A la pregunta acerca de si se deseaba que “las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de España”, los congresales respondieron a una sola voz: “Sí, queremos”. La votación individual, que fue registrada por el presidente, doctor Francisco Narciso Laprida, y los secretarios Medrano y Paso, resultó unánime. Manuel Belgrano añadió un aporte significativo: el Acta debía ser traducida al quichua y al aymara.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, los congresales se dirigieron, con el director supremo Pueyrredón a la cabeza, al templo de San Francisco. El pueblo se había reunido en la plaza, hubo salvas y música, en tanto se aguardaba para la última hora en casa del gobernador un baile con el que, además de la Independencia, se celebraría el ascenso de Pueyrredón al grado de brigadier general y el nombramiento de Belgrano como jefe del Ejército. Los testimonios hablan de una fiesta inolvidable en la provincia, que Paul Groussac evoca “con un tumulto y revoltijo rumores y luces y jirones de frases que se oían sobre una pequeña orquesta con dos músicos que tocaban un fortepiano y un violín”. Esa noche se eligió entre las bellas jóvenes presentes una reina de la fiesta: Lucía Aráoz, quien tenía en ese momento 11 años y a la que llamaron desde entonces “la rubia de la Patria”. Se bailó minué, pero también zamba. El general Belgrano, quien tenía fama de ser un experto bailarín, se destacó entre los presentes.
Acta de Independencia de las Provincias Unidas de Sud América (arriba). Baile de minué en sarao, 1812, ilustración de la revista La Mujer (1900).
Estampilla: Restauración de la Casa Histórica de Tucumán, 24 de septiembre de 1943. Güemes, el aliado imprevisto
Finalmente se concretó el nombramiento de Belgrano en la jefatura del Ejército del Perú y de inmediato se dispuso a remontar el clima de derrota apelando al juramento de la Independencia y al proyecto de monarquía inca que había presentado. Su responsabilidad radicaba en defender la frontera norte del avance del ejército español al mando del general Joaquín de la Pezuela y, al mismo tiempo, facilitar el plan libertador de San Martín. Fue precisamente gracias a San Martín que en sus nuevas funciones Belgrano se encontraría con un aliado impensado: Juan Martín de Güemes. Ya habían coincidido en 1812, cuando Belgrano se hizo cargo del Ejército del Norte por primera vez.
Güemes conoció a José de San Martín en Buenos Aires, y volverá al norte acompañándolo cuando este reemplace a Belgrano. A partir de allí se destacará en Salta y Jujuy −y junto a él, su hermana Macacha− en la llamada Guerra Gaucha. “Los gauchos de Salta, solos −escribió San Martín−, están haciendo al enemigo una guerra de recursos tan terrible que lo han obligado a desprenderse de una división con el solo objeto de extraer mulas y ganado”. El propio Güemes, en posterior carta a Belgrano, caracteriza a sus “infernales” diciendo: “Mis guerrillas y avanzadas les siguen, persiguen y hostilizan con bizarría y les aumenta el terror y espanto con que vergonzosamente huyen”.
Esta particular alianza dio lugar a una amistad sincera y profunda, como lo testimonia la incesante correspondencia que sostuvieron entre 1814 y 1819. Como gobernador intendente de Salta, el día 6 de agosto, Güemes, llamado “el padre de los pobres” por la fidelidad con que los gauchos lo seguían, jura la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América junto a autoridades y principales vecinos de la ciudad de Jujuy reunidos en Cabildo Abierto –las actuales provincias eran entonces una sola jurisdicción−. Luego hace una proclama a sus compañeros de armas, comunicándoles la Declaración de la Independencia por parte del Congreso de Tucumán y exhortándolos a continuar combatiendo, asegurando que muy pronto sería restablecida la monarquía inca y coronado un legítimo sucesor de esa dinastía.
En diversas misivas Belgrano no hace más que mostrarle su sincero y total apoyo:
Ninguno me ha hablado en contra de Ud. y aun cuando me hablaran jamás doy crédito a dichos, pues sé cuántos progresos ha hecho la chismografía entre nosotros; y que hay hombres destinados a la desunión, valiéndose de esa inicua arma.
El vínculo se acentúa, así lo demuestran los encabezados (“Mi compañero y amigo querido”, lo llama) o su tono afectuoso y paternal al enterarse de que “Carmencita”, mujer de Güemes, está a punto de dar a luz. También, la preocupación constante que ambos expresan por la delicada salud del otro, instándose al cuidado de los respectivos cuerpos, Belgrano poniendo a disposición de Güemes su médico personal, el doctor Joseph Redhead, e incluso sugiriéndose remedios, como cuando a causa de unos dolores estomacales le escribe al caudillo el 10 de octubre de 1817:
Por aquello de poeta, médico y loco, todos tenemos un poco, vaya mi receta para el cólico bilioso: lo padecí un verano entero desde las 10 de la mañana hasta las 5 de la tarde y no tomaba más alimentos que agua de agraz [racimos de uva sin madurar, muy ácidas, se creían con propiedades antioxidantes] helada y helados de agraz. Felizmente no necesitará de tanto pues ya se ha aliviado; pero a precaución, un vasito de helado de ese ácido o de naranja o limón, todas las noches, después de hecha la cocción y verá Ud. qué tono toma su estómago y cómo se robustece.
Martín Miguel de Güemes, carbonilla de Eduardo Schiaffino (1902). Retrato del general Belgrano ofrendando su bastón de mando a la Virgen de la Merced a raíz de la victoria del 24 de septiembre de 1812, óleo sobre tela de Tomás del Villar (1947).
Bandera de las Tres Virtudes, obra de Juan Vallejo (2006), de la serie “Estudios a propósito de nuestra bandera”. Trozos geométricos de cuero pintados de celeste y blanco suspendidos con hilos le dan cuerpo. Presenta un sol de metal fundido en su centro, símbolo de vida y poder, está atravesada por tres flechas de metal y mica en dirección ascendente, las cuales representan las virtudes teologales enlazadas con las de la República: la Fe se transforma en Libertad, la Esperanza en Igualdad y la Caridad en Fraternidad.
Semilla del pacará, también llamado timbó, árbol de generosa sombra.
Réplica de la imprenta móvil que perteneció a Belgrano, una Howard & Jones de fines del siglo XVIII, y recreación de su habitación, ambas en su casa-museo de Tucumán. La casa belgraniana
El fuerte vínculo que unía a Belgrano con Tucumán lo llevó a buscar un terreno donde levantar una casa. En reconocimiento a sus esfuerzos por la provincia, este fue cedido por el gobierno local y la construcción estuvo a cargo de sus propios soldados, quienes trabajaron en ella como demostración de afecto al superior.
La casa era modesta, de adobe blanqueado a la cal y con techo de paja, de ventanas pequeñas, pisos de ladrillones. Su interior también era austero: una cocina equipada donde Belgrano disfrutaría de los mates de leche que aliviaban sus molestias, las carbonadas que tanto le gustaban (al igual que las perdices y el oporto, así como las frutillas que Güemes le traía de Chile), y dos habitaciones con apenas un catre de tiento, un baúl chico, una mesa y dos sillas. Un delgado colchón que el prócer se encargaba de doblar en dos cada mañana era el refugio de sus sueños. Una amplia galería junto a un pacará, que florecía amarillo en primavera, el infaltable aljibe en el espacio que daba a la huerta, y la caballeriza, completaban la obra. Acerca de la huerta, en verdad, a la que Belgrano llamaba “horti-jardín”, en una carta a Tomás Guido dirá que, comenzada como un entretenimiento “para pasar mis ratos”, poco después reconocerá que “ha entrado con furor, y confieso a V. que me ocupa más de lo necesario”.
En esta casa Belgrano solía reunirse con miembros de su oficialidad. Acostumbraba a vestir una chupa verde −parte del vestido que cubría el tronco del cuerpo y que los militares ponían debajo de la casaca− que fue objeto de burla de los soldados que lo apodaron “cotorrita” (por el color de la vestimenta y su andar ligero).
Para retribuirles la humorada, el general Belgrano −cuando envía a Lamadrid, en 1817, al Alto Perú en lo que sería la cuarta expedición al norte, poco conocida−, viste a la tropa con ponchos verdes.
Juan Bautista Alberdi, quien conoció la casa siendo un niño, la recuerda de esta manera:
Ya el pasto ha cubierto el lugar donde fue la casa del general Belgrano, y si no fuera por ciertas eminencias que forman los cimientos de las paredes derribadas, no se sabría el lugar preciso donde existió. Inmediato a este sitio está el campo llamado de Honor, porque en él se obtuvo, en 1812, la victoria que cimentó la independencia de la República. Este campo es una de las preciosidades que encierra Tucumán.
A dos cuadras de la antigua casa del General Belgrano, está la Ciudadela. Hoy no se oyen músicas ni se ven soldados. Los cuarteles derribados son rodeados de una eterna y triste soledad. Únicamente un viejo soldado de Belgrano no ha podido abandonar las ilustres ruinas y ha levantado un rancho que habita solitario con su familia en medio de los recuerdos y de los monumentos de sus antiguas glorias y alegrías.
Por nosotros el virtuoso general Belgrano se arrojó en los brazos de la mendicidad desprendiéndose de toda su fortuna que consagró a la educación de la juventud, porque sabía que por ella propiamente debía dar principio la verdadera revolución.
En donde estuvo el solar, hoy se levanta una réplica de la “casa belgraniana”, como testimonio viviente de una virtud templada y categórica.
Recreación de la modesta casa en la que vivió Manuel Belgrano (exterior).
Escultura diseñada por Oscar Mosquera y Eugenio Saux, y construida por trabajadores de astillero estatal, en chapa naval. Inaugurada el 27 febrero 2020, Rosario, provincia de Santa Fe.