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El otro campo de batalla
Estoy solo: esto es hablar con claridad y confianza; no tengo ni he tenido quién me ayude, y he andado los países en que he hecho la guerra, como un descubridor. En fin, mi amigo, espero en que usted, compañero, me ilustre, me ayude y conozca la pureza de mis intenciones, que Dios sabe no se dirigen ni se han dirigido más que al bien general de la patria, y a sacar a nuestros paisanos de la esclavitud en que vivían.
M. B. Carta al general José de San Martín. Jujuy, 25 de diciembre de 1813.
Mediando el otoño de 1814, Manuel Belgrano se encuentra nuevamente en camino hacia un destino incierto. El viaje se vio interrumpido en Córdoba, primero, y en Luján, luego, debido a terribles padecimientos y dolores (“veía la muerte por instantes”), más los del alma, que le produjo su procesamiento ante los resultados del norte, injurias y hasta la burla cruel de Manuel Dorrego. Dadas las circunstancias, se le concedió un permiso para instalarse en una quinta de San Isidro y allí, finalmente, recibió una buena noticia: el director supremo ordenó su sobreseimiento definitivo.
En la vieja casona de la calle Santo Domingo se reencontró con sus afectos fundamentales, aunque le preocupaba el estado de salud de uno nuevo, acaso el más importante dado los últimos acontecimientos: el general José de San Martín. En momentos difíciles de su carrera, Manuel Belgrano supo encontrar comprensión y afecto en él. Como consecuencia del fracaso de la campaña del Alto Perú, los destinos de ambos iban a cruzarse para siempre y por fortuna quedaron ampliamente documentados en el intenso intercambio epistolar que ambos héroes sostuvieron entre 1813 y 1819. Las cartas de Belgrano muestran un estilo familiar, son efusivas y ricas en información; las de San Martín, más breves, se revelan sobrias, aunque no exentas de emotividad. Las frases con las que las encabezan dan testimonio de una amistad que crece y se afirma con el tiempo. En los primeros años estarán dirigidas
José de San Martín, óleo de Pablo C. Ducros Hicken (1943). a “Mi amigo”, “Mi querido amigo y compañero”, para derivar más tarde en “Mi amado amigo”, “Mi hermano”. Se vieron pocas veces, pero entre ellos existió el sentido de una amistad profunda y sincera gobernada por un objetivo común centrado en la búsqueda de un ideal superior, no para sí mismos sino para algo que se encontraba mucho más allá y los trascendía: la Patria.
La relación entre ambos se inició en los últimos meses de 1813, cuando aún no se conocían personalmente. En septiembre, Belgrano, entonces jefe del Ejército del Norte, escribía a San Martín contándole las dificultades que debía enfrentar, al no ser militar de carrera:
Por casualidad, o mejor dicho porque Dios lo quiere, me hallo de general... No ha sido esta mi carrera y ahora tengo que estudiar para medio desempeñarme y cada día veo más y más las dificultades de cumplir con esta obligación.
El Regimiento de Granaderos a Caballo representando un avance patriota en la Batalla de San Lorenzo.
San Martín era por entonces el brillante coronel que acababa de confirmar sus dotes militares venciendo con sus granaderos a las tropas del desembarco realista en el combate de San Lorenzo. Para Belgrano, en cambio, superadas las victorias en Tucumán y Salta, llegó su hora más difícil, la de las decisivas caídas de Vilcapugio y Ayohuma, en el Altiplano. La derrota se debió no solo a la inferioridad de medios (el enemigo doblaba en hombres a las fuerzas patriotas) sino también a serios errores tácticos y estratégicos en la conducción. Se sintió derrumbarse y dudó de todo. En una carta a Tomás de Anchorena afirma:
Tan lejos estoy de admitir ser general, que ya pedí mi licencia absoluta del servicio militar.
Solicitó que se le permita instalarse en Córdoba o en Cuyo. Asimismo, pedirá al entonces gobierno la designación de tropas auxiliares al mando de San Martín, su más reciente aliado. Nadie ponía en duda que se necesitaba un hombre prudente, mesurado, de profundos conocimientos técnicos, capaz de organizar un frente defensivo al avance realista y con quien quizás se podría lograr hacerlo retroceder. Solo San Martín reunía esas condiciones.
La situación de Belgrano era grave en extremo: un general derrotado, un hombre vencido, más que por sus fracasos militares, por la amargura de comprender que dirigía un ejército en el que había crecido la decepción, el desorden, la rebeldía y toda clase de vicios, en una palabra: el caos. Desacreditado casi en forma unánime, solo un hombre lo juzgaba equitativamente y era ese, precisamente, el que tenía que reemplazarlo. En medio del descrédito generalizado, San Martín le escribe a Tomás Guido y en esa carta se lee, tal vez, el mayor elogio que Belgrano haya podido recibir acerca de su actuación militar:
Desastre de Ayohuma, 14 de noviembre de 1813, ilustración de autor anónimo.
Retrato del general Manuel Belgrano, litografía. Imprenta de J. de Pelvilain (1815).
El general Belgrano entrega el mando del Ejército del Norte al general San Martin en la posta de Yatasto, óleo sobre tela de Rafael del Villar (1947). Martín Miguel de Güemes, con uniforme rojo, detrás de Belgrano. Es el más metódico que conozco en nuestra América, lleno de integridad y valor natural; no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a la milicia, pero créame usted que es el mejor que tenemos en América del Sur.
Cuando Belgrano se entera de que finalmente su amigo había sido designado para sucederlo en el cargo, lejos de cualquier herida, celebró con orgullo su nombramiento, como si el honor le perteneciera. Entonces le escribió:
Mi corazón toma un nuevo aliento cada instante en que Ud. se me acerca... Vuele... si es posible, la Patria necesita que se hagan esfuerzos singulares y no dudo de que Ud. los ejecute... Crea que no tendré mayor satisfacción que el día en que logre estrecharlo entre mis brazos y hacerle ver lo que aprecio el mérito y la honradez de los buenos patriotas como Ud.
Paradójicamente, las derrotas le brindaron a Belgrano la oportunidad de una de sus mayores alegrías, a pesar del infortunio al que se veía sometido. El 29 de enero de 1814 se produjo el histórico encuentro entre Manuel Belgrano y José de San Martín. La posta de Yatasto, ubicada entre las poblaciones salteñas de Metán y Rosario de la Frontera, fue el sitio de ese encuentro (aunque también se menciona a la vecina de Algarrobos).
Conversaron de silla a silla, Belgrano marcando las eses a la manera porteña; San Martín con un dejo andaluz. El creador de la bandera –símbolo que le legó y le sugirió que lo emplazara en sus luchas– se puso a sus órdenes dando el ejemplo al ir a recibir humildemente las lecciones de táctica y disciplina. A partir de ese momento, la simpatía nacida a través de cartas se transformó en
mutua admiración. Belgrano murió convencido de que San Martín era el genio tutelar de la América del Sur. Hasta sus últimos días, San Martín honró la memoria de su ilustre amigo como una de las glorias más puras del nuevo mundo.
De nuevo el mar
La ansiada serenidad que esperaba encontrar en su ciudad natal no duró demasiado en el espíritu inquieto de Manuel Belgrano, quien veía con cierta preocupación los hechos que se venían desarrollando en Europa. No era el único, por cierto. Al cabo de las derrotas sufridas en la península ibérica y en Rusia, a finales de 1813 Napoleón decidió resignar su poder allí y restituyó en el trono a Fernando VII. La cuestión ahora consistía en cómo manejarse con España al cabo de los lances independentistas. Manuel de Sarratea, comisionado para lograr que Inglaterra protegiera secreta o públicamente a las Provincias Unidas de cualquier intento de represalia de España, felicitó al rey por su retorno y comenzó a gestionar un permiso para marchar a Madrid.
No obstante, Fernando no estaba dispuesto a negociar nada y se proponía recuperar sus dominios coloniales a sangre y fuego. Para ello, se supo de un proyecto de la Secretaría de Marina española impulsado, entre otros, por comerciantes de esa nacionalidad en el Río de la Plata, que planteaba enviar un ejército de casi 13.000 hombres: 8000 estaban ya en Montevideo; 3000 debían partir de España y otros 2000 reclutados entre los europeos del virreinato, además del apoyo que podía ofrecer Goyeneche desde el norte.
En función de todo esto, el Consejo de Estado convocado por el director supremo, Gervasio Antonio de Posadas, aprobó una propuesta de enviar a Europa a dos delegados en misión diplomática ante Fernando VII con el objetivo de hacerle llegar las correspondientes felicitaciones por la recuperación del trono, paralizar los preparativos peninsulares de una gran expedición a América, y también apaciguar los recelos del Brasil. Las instrucciones públicas, del 9 de diciembre de 1814 firmadas por Posadas y Nicolás Herrera, establecían en principio que sería el doctor Pedro Medrano quien viajaría, pero por renuncia de este se nombró a Rivadavia y Belgrano. Los enviados diplomáticos coordinarían en Londres el viaje a España junto con Sarratea; presentarían plácemes a Fernando VII, asegurándole sentimientos de amor y fidelidad por parte de estos pueblos; además, informarían de los abusos cometidos por las autoridades españolas, insistiendo en actos de crueldad y en el quebrantamiento de pactos. La pacificación debía tener como base el principio de dejar en los americanos la garantía de la seguridad de lo que se estipulase; los diputados aceptarían proposiciones y cláusulas de justicia, que serían exami-
Retrato de Gervasio Posadas. San Martín le solicitó que conservara a Belgrano en el mando del Ejército, pero este se negó.
Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, comisionados en misión a Europa, pasaporte lacrado y firmado por el director supremo Gervasio Posadas, 13 de diciembre de 1814.
Retrato de Tomás Manuel de Anchorena. En la correspondencia mantenida con su hermano dejó testimonio de la campaña al Alto Perú.
Manuel de Sarratea, grabado del siglo XIX, de autor desconocido. nadas por la Asamblea de representantes, para tener en cuenta la opinión de los pueblos. Con toda habilidad se hablaba en las instrucciones de forma que dejaba traslucir la voluntad de combatir hasta el fin si no se hallaba comprensión para sus reclamos.
Manuel Belgrano no estaba del todo convencido de aceptar la misión. Por una parte, lo seducía volver a hacerse al mar y llegar a la capital inglesa, un viejo sueño, y también recorrer los lugares de su juventud que aún recordaba con la máxima felicidad e incluso la posibilidad de conocer París e Italia, sobre todo la tierra de sus raíces. Por otra, había varios factores que lo hacían dudar. Era un viaje largo y si bien las naves estaban mejor equipadas que en su primera travesía, siempre generaban cierta turbación. Otro tema era su salud, aunque recompuesta en los últimos meses, una recaída inesperada podía llevarlo a pasar un mal momento. Y por fin, su compañero de viajes: con Rivadavia nunca se entendió del todo bien e incluso tuvo más de un abierto enfrentamiento durante su campaña en el norte. Su amigo Tomás de Anchorena se encargó de convencerlo:
Si la comisión es honorable, admítala para tapar con ello la boca a sus enemigos, que no son pocos.
Eran ciertas las dos cosas: la oportunidad para resarcir su nombre y el número de sus enemigos. De lo que Belgrano no se enteró fue de que el 10 de diciembre Rivadavia recibió instrucciones reservadas en las que se le pedía negociar preferentemente con Londres y ofrecer la corona del reino del Río de la Plata a un príncipe español o británico.
Belgrano quedaría en la capital inglesa para operar con la Corte, de acuerdo con las instrucciones de Rivadavia desde Madrid. Se decía en las instrucciones reservadas:
Que las miras del gobierno, sea cual fuere la situación de España, solo tienen por objeto la independencia política de este Continente, o a lo menos la libertad civil de estas provincias. Como debe ser obra del tiempo y de la política, el diputado tratará de entretener la conclusión de este negocio todo lo que pueda sin compromiso de la buena fe de la misión.
Rivadavia no debía dejar de mencionar que cualquier acuerdo que se firmara tendría que ser ratificado por la Asamblea, recelosa por el secreto que rodeaba la misión. Para disipar dudas, la Asamblea envió una circular a jefes del ejército y gobernadores donde se explicaban “los grandes motivos que fundan la reserva” y que lo que se procuraba era:
Aumentar la fuerza armada, multiplicar los fondos públicos, perfeccionar nuestras fábricas, diferir la agresión de la Península, facilitar el comercio, y obtener todas estas ventajas por medio del tiempo y de la lentitud, han sido los conatos que el gobierno ha tenido en la misión de diputados a España.
Apenas un día antes de la partida, Manuel Belgrano se enteró en forma oficial de que, por decisión del Directorio, solo Rivadavia viajaría a Madrid; él permanecería en Londres.
Contacto en Río
Los comisionados embarcaron en la corbeta Zephir el 18 de diciembre y arribaron a Río de Janeiro el 12 de enero de 1815. A pesar del calor reinante, Belgrano se sentía encantado con la ciudad. Además de la imponente naturaleza, la llegada de la Corte había introducido notables mejoras en la arquitectura colonial a partir de la construcción de grandes palacios, fuentes e iglesias. La ciudad tenía una intensidad mercantil que maravillaba a Belgrano, quien le confió en carta a su amigo Anchorena la manera en que se expresa el comercio cuando se ve libre del control gubernamental. Pero, además, la alegre realidad social con la que tropezaba lo colmaba de asombro y placer:
Largo do Paço, Río de Janeiro, agua-tinta y acuarela sobre papel de Johann Jacob Steinmann (1839).
Coronación de Pedro I, emperador de Brasil. Río de Janeiro, 1 de diciembre de 1822, óleo de Jean Baptiste Debret. Aquí hay caricaturas de todas especies que provocan a la risa a los que no estamos acostumbrados, y mucho más a los españoles que sabe usted tienen ideas singulares de cuanto es portugués.
Apenas arribados a Río, Belgrano y Rivadavia tuvieron oportunidad de entrevistarse con lord Strangford, embajador británico de muy buena llegada a la Corte de Braganza (muy en particular, de acuerdo con ciertas versiones historiográficas, a la infanta Carlota). El embajador no les dio ninguna seguridad respecto del apoyo inglés y se comprometió a medias a que la Corte lusitana le negara apoyo al temido ejército español, lo cual era consistente con los intereses portugueses. No obstante lo cual, Strangford les puso a disposición una fragata de bandera británica para llegar a Londres. También tuvieron ocasión de reunirse con el ministro de Estado del rey, Juan VI, con el ministro plenipotenciario de los Estados Unidos, coronel Thomas Sumter, y hasta el propio encargado de negocios de España, Andrés Villalba, que, acaso por ignorar lo que ocurría en Madrid, dio ciertas esperanzas a las propuestas pacifistas de Buenos Aires. Aunque luego, en una carta al ministro de Estado de la península, duque de San Carlos, expresa todos sus prejuicios respecto a los comisionados:
Ni uno ni otro son lerdos. El Belgrano, que era el gran general de ellos, es intrigante y no de las mejores intenciones, bien que es supuesto de que todos son pícaros. El segundo, dicen, es más bien inclinado a la pacificación, y que podría sacarse algún partido de él. Ambos salen de aquí con bastante dinero y es probable que no piensen nunca en volver a América.
Es presumible que esta mirada despectiva y sesgada haya influido para frustrar una de las principales expectativas de los delegados en su estadía en Río: encontrarse con Carlota y también con el príncipe regente, aun cuando fuera el propio Belgrano, al que decía no reconocer, quien impulsó –a través de un intercambio epistolar con ella– que asumiera el trono en el virreinato. Aunque lo más factible es que Villalba no haya sido determinante en la decisión de la infanta: la poco escrupulosa Carlota, en litigio permanente hasta con su propio marido, tenía una mirada escasamente comprensiva del entorno americano. En otro pasaje, el propio Villalba lo reconoce:
…los cree a todos de mala fe, y en esto, no creo que su alteza real se engañe, pero a veces obligan las circunstancias a aparentar que no se les conoce, para poder sacar algún partido.
El 16 de marzo, a bordo de la fragata Inconstante, Belgrano y Rivadavia partieron al Viejo Mundo con la secreta convicción de que no serían bien recibidos.
Belgrano, Rivadavia y Sarratea en misión diplomática en Londres, 1815, óleo sobre tela de Rafael del Villar (1947).
Retrato del general Manuel Belgrano (detalle), óleo sobre lienzo de François-Casimir Carbonier (1815). Obra completa en pág. 122: este segmento evidencia los datos que posiblemente transmitió Belgrano al retratista.
Carlos María de Alvear, óleo de autor desconocido (siglo XIX).
Misión imposible
Al cabo de una larga y azarosa travesía, con una predecible niebla, los enviados de las Provincias Unidas arribaron al puerto de Falmouth el 7 de mayo de 1815. Allí nomás se habrían de enterar de que, tras ser rescatado de su exilio en Elba, el 20 de marzo Napoleón volvía a París en una aventura que duraría exactamente cien días. Pero su destino estaba sellado: en el Congreso de Viena las potencias europeas dispusieron los medios para que el ex emperador desapareciera de la escena política para siempre.
El 13 de mayo, Rivadavia y Belgrano se reunieron con Sarratea, quien repitió lo que ya había comunicado al Directorio: que Fernando VII mantenía firmes sus intenciones respecto a las colonias y, por lo tanto, no creía demasiado en el éxito de la misión. En cambio, imaginó otra posibilidad: desunir a la familia real española. Para ello había que proponerle a Carlos IV, residente en Italia, la coronación de su hijo, Francisco de Paula, en el trono del Río de la Plata. Con ese fin encomendó al II conde de Cabarrús, ministro de Tesoro de José Bonaparte y un viejo conocido de Belgrano, la negociación con el ex rey de España en Roma. Según parece, se persuadió a la reina María Luisa, pero Carlos IV pidió tiempo para reflexionar. Rivadavia y Belgrano adhirieron al plan de Sarratea y aunque a este no le cerraba del todo por considerarlo “carente de toda formalidad”, acabó por aceptarlo y escribieron al nuevo director supremo, Carlos María de Alvear, poniéndolo al tanto de los acontecimientos.
Cabarrús volvió a Italia con instrucciones, memoriales y proyectos de Constitución. La nueva monarquía propuesta a Carlos IV se llamaría Reino Unido del Río de la Plata, y abarcaría al antiguo virreinato, la presidencia de Chile y las provincias de Puno, Arequipa y Cuzco con sus costas e islas adyacentes; se creaba una nobleza hereditaria, y otros proyectos cercanos al delirio. Carlos IV se negó a admitir el plan elaborado por Belgrano y Rivadavia. Sarratea lo impugnó porque vio desautorizada en él la actuación de Cabarrús, su aliado circunstancial. Todo volvió a foja cero.
Como consecuencia de este fracaso, Rivadavia y Belgrano –que en este viaje parecieron armonizar sus diferencias, sobre todo a partir del interés común por la economía política– tomaron distancia respecto de Cabarrús, pero también de Sarratea. Los recursos con que contaban los diputados de Buenos Aires fueron invertidos en esas tramitaciones y se entendió que este los había despilfarrado, lo que a Sarratea le pareció un hecho menor y “no concedió ninguna importancia a las minucias de la rendición de cuentas”. Sin embargo, Belgrano entendía que
en materia de dineros públicos solo se atenía a los mandatos del honor y a las ventajas del erario.
Defendió una vez más los intereses públicos a punto tal que la situación entre Belgrano y Cabarrús estuvo a un paso del duelo, hecho que logró evitar Rivadavia. Lo que no pudo evitar fue la hostilidad y las intrigas de Sarratea contra sus gestiones, que incluyeron desacreditarlo ante la Corte de Madrid.
Más allá de estos sinsabores, la estadía de Belgrano en Londres tuvo compensaciones. Por ejemplo, pudo conocer personalmente al entonces regente y futuro Jorge IV, con quien simpatizó y trabó sincera amistad, de él recibió, como recuerdo de magna ocasión, un reloj de bolsillo que lo acompañaría hasta sus últimos momentos. Más allá de haberlos combatido en ocasión de las invasiones, Belgrano sentía una profunda admiración por los británicos y su monarquía, no absolutista como la borbónica, sino parlamentaria. Samuel Haigh, un comerciante y viajero inglés que recorrió la parte sur del continente americano entre 1817 y 1827, en su Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, cuenta que, en una ocasión, invitado a almorzar por Belgrano, le refiere sobre el devenir de la campaña en Chile haciendo especial hincapié en el accionar del almirante Thomas Cochrane y las complicaciones que tenía debido a la resistencia de las autoridades trasandinas. Belgrano, atento a las palabras de Haigh, comenta:
What can you expect from us; we must commit blunders, for we are the sons of Spaniards, and no better than they are. [Qué puede esperar de nosotros, debemos hacer tonterías porque somos hijos de españoles y no somos mejores que ellos.]
El 30 de octubre, cuando su retorno al país era un hecho, le escribe a Rivadavia que, no obstante haberse dispuesto el regreso de los dos, él debía permanecer en Europa por razón de sus trabajos, del que era testigo, y de sus relaciones. Y no solo eso, sino que cuando llegara a Buenos Aires informaría al gobierno de que debía
otorgarle las facultades para el mejor acierto de su comisión, que no dudaba sería la única que tengan que agradecer aquellas provincias.
Rivadavia siempre se sintió agradecido por este gesto de Manuel Belgrano, que vino a saldar para siempre sus diferencias. Se dispuso a honrarlo, y para ello encargó su retrato al artista galo François-Casimir Carbonnier, discípulo de David y de Ingres, quien dejó a la posteridad la imagen de un hombre tranquilo, tal vez melancólico, ataviado a la moda, con el fondo de un campo de batalla y el detalle de una bandera celeste y blanca.
Jorge IV como príncipe regente con el uniforme rojo de mariscal de campo, esmalte sobre cobre de Henry Pierce Bone (1816).
“Les gâteau des rois” [“Torta de reyes”], caricatura sobre el Congreso de Viena (1815), en que las potencias europeas se repartieron el dominio territorial.
El 15 de noviembre, Belgrano volvía a cruzar el océano preguntándole al horizonte si alguna otra vez tendría ocasión de retornar a la vieja Europa.
Un dandy en Londres
En Londres, Manuel Belgrano se reencontrará con un aspecto de sí mismo que había quedado momentáneamente dormido durante los duros años de campaña, en que debía amoldarse a las condiciones más exigentes y penurias de todo tipo. Se trató de hábitos y costumbres como los que disfrutó durante el período europeo de su juventud, en que dedicaba particular interés a su arreglo personal.
En consecuencia, asumió con agrado las formas del dandismo, que no solo involucraban al vestuario sino también al refinamiento, atención a los detalles y la elegancia en cada una de las maneras que hacían a la cotidianeidad. El dandismo, en suma, era una actitud ante la vida. Belgrano y Rivadavia (45 y 35 años, respectivamente) recibieron gustosos estos modos, tan distintos del Río de la Plata, y enseguida adoptaron el vestuario exigido para enfrentar a los miembros de las cortes londinenses. Este se componía de pantalones de lino ajustados de colores claros que se angostaban para terminar dentro de la bota de montar. La camisa blanca de cuello alto −que subía por el mentón− con cravat de gasa o seda en el mismo tono para tapar el cuello, que un señor elegante jamás exhibía. Encima, una levita de paño azul. Todo muy diferente al calzón corto, medias de seda y zapatos con hebilla que utilizaban en Buenos Aires. Por otra parte, el dandismo impuso también el cabello corto (nada de pelucas) con un corte denominado titus –porque recordaba al emperador Tito–, un buen afeitado y patillas largas –aunque las de Belgrano, lampiño, no eran muy tupidas−. Todo simple y elegante.
El principal referente del nuevo estilo fue George “Beau” Brummell, un hombre de origen humilde que llegó a asesor del príncipe de Gales −futuro Jorge IV de Inglaterra−, y luego árbitro de la moda de una corte que requería un vestuario acorde con la actividad ecuestre y la caza.
Dandies. Placas de moda masculina en publicaciones de la época.
Casa Histórica de la Independencia o Casita de Tucumán.