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El viaje final
Pienso en la eternidad adonde voy y en la tierra querida que dejo; espero que los buenos ciudadanos trabajarán para remediar sus desgracias.
M. B. Postreras palabras, según testimonio del doctor Manuel de Castro
Transcurrido ya el tiempo de las efusiones y los entusiasmos provocados por la ansiada Independencia, la rueda vuelve a girar y el casillero de la fortuna se detiene sobre nuevos problemas, desafíos, responsabilidades.
El 7 de agosto de 1816 en Trancas, Manuel Belgrano vuelve a hacerse cargo del Ejército del Norte. Lo llevó hasta la ciudadela construida por San Martín en San Miguel de Tucumán y allí inició la obra de reconstrucción, moral y material, para poder lograr el instrumento eficaz en la operación combinada sobre Lima planeada por el general San Martín. Empezó por organizar una compañía de guías, con lo que se armó de una verdadera carta topográfica. Enseguida creó un cuerpo de cazadores de infantería, el primero que se haya formado en el Río de la Plata, dando por razón “que a su entender era la única tropa para aquellos países, todos de emboscada”. Para suplir la falta de armamento, dotó a sus hombres de lanzas, cuyo uso sorprendería al enemigo.
Con esta idea, decía, he dado a los Dragones, que no tienen armas de fuego, lanza, y mi escolta es de las que llevan esta arma, para quitarles la aprensión que tienen contra ella y se aficionen a su uso viendo en mí esta predilección.
En cuanto a la administración, reorganizó el parque y la maestranza, mejoró el hospital, creó las oficinas de provisión, reglamentó su contabilidad, constituyó un tribunal militar y la planta de un cuerpo de ingenieros, ramos mal atendidos o totalmente
Billete argentino de diez pesos, en circulación desde 2016. Con la inscripción: “Manuel Belgrano. Buenos Aires, 1770 – 1820. Nadie es más acreedor al título de ciudadano que el que sacrifica sus comodidades y expone su vida en defensa de la patria”.
Chaleco de Manuel Belgrano (detalle), confeccionado en raso de seda color verde con bordados en hilos de seda, según la moda: punto nudo francés, punto hoja y punto tallo. descuidados hasta entonces. Las milicias debieron trabajar en la construcción de cuarteles y además “mandó que cada uno de los escuadrones y cuerpos de aquellas sembrase una cantidad de maíz, zapallos y sandías para el ejército y distribuyó además una especie de ganado mensual”. Pronto restituyó la disciplina con mano firme, en algunos casos llegando a una dureza extrema.
Tomás de Iriarte, quien peleó contra Napoleón antes de volver a América y sumarse a las fuerzas patriotas, se sorprendió de esta severidad, pero encontró una explicación de boca del propio general:
Lo único que yo no podía aprobar de los actos del general Belgrano era el rigor con el que trataba a los jefes y oficiales […].
Belgrano se apercibió sin duda del mal efecto que produjo en mi ánimo, y un día me dijo:
Amigo Iriarte, yo conozco bien a nuestros paisanos, créame usted, pero sin este rigor que mi corazón y mis principios repugnan, no se podrían hacer buenos soldados de los americanos; es preciso que pase todavía mucho tiempo para que el punto de honor sea el móvil de sus acciones.
Por otra parte, a nadie escapaba el grado de entrega y sacrificio absoluto que el propio Belgrano mostraba como ejemplo en sus hábitos y actitudes. José Celedonio Balbín, comerciante tucumano y amigo, quien lo conoció bien, dejó testimonio de ello:
Era tal la abnegación con que este hombre extraordinario se entregó a la libertad de su patria, que no tenía un momento de reposo. Nunca buscaba su comodidad; con el mismo placer se acostaba en el suelo que en la mullida cama […]. Se hallaba siempre en la mayor escasez, así que muchas veces me mandó a pedir cien o doscientos pesos para comer. Lo he visto tres o cuatro veces, en diferentes épocas, con las botas remendadas, y no se parecía en esto a ningún elegante de París y Londres.
En el terreno militar, Belgrano debió actuar con decisión en varios frentes. Primero para detener una revuelta contra el gobernador de Córdoba, José Javier Díaz, encabezada por su yerno, un oficial partidario de Artigas. El general propuso entonces marchar con todo el ejército, reforzado con las milicias de Santiago del Estero y 400 hombres apostados en La Rioja. Pensaba conseguir también la adhesión del Ejército de los Andes. Estaba convencido de que con pocas fuerzas no se conseguiría dominar a los insurgentes. Pero la anarquía se extendía. El 10 de diciembre de 1816 Belgrano envió al general Gregorio Aráoz de Lamadrid con tropas del Ejército del Norte para sofocar el movimiento autonomista en Santiago del Estero a cargo del teniente coronel Juan Francisco
Borges, con el concurso de los capitanes Lorenzo Lugones y Lorenzo Goncebat, todos miembros del Ejército del Norte. Belgrano fue encargado de reprimir la insurrección, lo que terminó con el fusilamiento de Borges, y mereció críticas del propio general Paz. No obstante, amnistió a los otros sublevados.
El 18 de marzo de 1817 partieron de San Miguel de Tucumán los 400 soldados que Belgrano encomendó al general Aráoz de Lamadrid para avanzar hasta Oruro. Logró liberar Tarija, pero luego fue derrotado en Chuquisaca y Sopachuy (120 kilómetros al sur), viéndose obligado a retornar a Salta. De los numerosos brotes en la lucha de las provincias integrantes de la Liga Federal, hubo ocasiones en las cuales el propio Belgrano tuvo que dejar el frente externo para “bajar” al Litoral. En 1818, en el marco de este conflicto interminable, complicado por la invasión portuguesa a la Banda Oriental con la connivencia del Directorio. Ahora era Estanislao López quien gobernaba la provincia y conducía las tropas. Belgrano arribó muy disminuido en su salud, con dolores en el pecho, el muslo y la pierna derecha, lo que le dificultaba cabalgar. Por otra parte, escaseces de todo tipo amenazaban seriamente a su tropa. Escribió al doctor Manuel Antonio de Castro, gobernador de Córdoba:
Ya empieza a resentirse la falta de carne y sal. No hay dinero ni yerba ni una sola cosa con que aliviar las privaciones.
A pesar de que el doctor Castro le ofrece alojarlo en su casa de Córdoba, Belgrano decide permanecer en la actual localidad de Pilar, a pocos kilómetros, junto a sus soldados. Con su salud seriamente resquebrajada, renuncia como general del Ejército. El 11 de septiembre las autoridades del gobierno central aceptaron su renuncia, no así su tropa, que asume la noticia con abierta tristeza: a fin de cuentas, ese curioso personaje para el ámbito militar se había
Detalle de empuñadura de un sable que perteneció a Manuel Belgrano.
Capilla y oratorio de Nuestra Señora del Pilar, al sur de la ciudad de Córdoba. En sus cercanías, Belgrano instaló su ejército.
Antiguo camafeo italiano engarzado en plata y filigrana.
Las damas patricias de Potosí ofrendan una tarja de plata a Belgrano, óleo sobre tela de Rafael del Villar (s/f). hecho merecedor de la admiración y respeto de sus subordinados. Hay lágrimas en los rostros cansados y curtidos de esos hombres.
Las guerras civiles y cuartelazos en las provincias agotarán la capacidad de acción del Ejército del Norte que, no mucho después, se disolverá definitivamente.
“La naturaleza nos anuncia una mujer…”
Por la mente de Belgrano, fluyen imágenes del pasado y algunas pocas opciones. Cuando, al cabo de tres meses por el Camino Real llega un chasqui con noticias del nacimiento en Tucumán de su hija Manuela Mónica, ya no quedan dudas: a pesar de la fragilidad y la fiebre, arropado en un viejo poncho, deja su humilde rancho y vuelve a partir hacia su querida provincia para conocer a la pequeña, a quien reconocerá propia. En la dureza de ese viaje, los últimos latigazos del invierno serán entibiados por el recuerdo de las mujeres que lo acompañaron. A fin de cuentas, en ellas, “el bello sexo”, como gustaba llamarlo Belgrano, descansaba un futuro promisorio para la Patria.
Con seguridad, pensaba en su madre, la gran mentora: María Josefa. Llegó a hacerse cargo de las 33 personas que integraban su casa (entre hijos, nietos y servidores domésticos), y asumir la defensa de su marido cuando este cayó en desgracia. Así, humillada y decidida, le escribía al rey Carlos IV, el 18 de marzo de 1789:
Yo me veo precisada a abandonar el mujeril pudor para suplicar a unos y otros lo necesario para substanciar mi familia, experimentando de los más la repulsa por creer imposible la satisfacción por el aparato melancólico que observan en estos asuntos. […] Contemple V.M. cual fluctúa mi corazón entre tantos conflictos, y de verdad que ellos serían menos si la causa rolase por aquellos términos que dicta la Justicia…
Manuel, encabezaba su correspondencia a ella: “Mi venerada Madre y Señora”; en tanto que se despedía “Siempre apasionado y obediente hijo”. El reflejo de este modelo, muy probablemente, haya buscado Belgrano en otras mujeres, y de uno u otro modo bregó por enaltecer su rol. Tal vez por ese reconocimiento fue que las damas potosinas le obsequiaron la Tarja de Potosí, una extraordinaria joya de plata y oro macizo extraído del Cerro Rico y dedicada al “Protector del Continente Americano” (que luego donaría al Cabildo de Buenos Aires). Incluso, en el campo de batalla les reservó un papel significativo. Belgrano conoció de cerca la capacidad heroica de las mujeres que, a partir de 1810, se implicaron, tomaron partido, enlazaron sus destinos a la causa revolucionaria. Igualdad, libertad, soberanía, también patria y pueblo, fueron conceptos a los que dieron sentidos específicos. “Abrieron la casa” para la causa como, es sabido, lo hizo Mariquita Sánchez de Thompson, en cuyo salón se cantó por primera vez el himno patriótico (luego Himno Nacional Argentino); y dejó testimonio de que tuvo “la comisión de hacer las escarapelas azul y blanco, que debían reemplazar en Buenos Aires y en el Ejército del general Belgrano en el Perú, y el del general Artigas en la Banda Oriental. Todas fueron
Retrato de María Sánchez de Mendeville, óleo sobre lienzo de Mauricio Rugendas (1845) (detalle).
Mariquita: “así escribo”
Yo soy en política como en religión muy tolerante. Lo que exijo es buena fe. Esto de tolerancia no se entiende aquí… se sonrojará usted al leer el lenguaje con el que se insultan los adversarios… Se llama progreso el desunir los espíritus y los pueblos. Se atizan los odios de partido y se cierra la puerta a toda conciliación…
Carta a su hijo Juan Thompson
19 de marzo de 1840 E mpezamos, mi amigo, un camino de peligros, de espinas y mucho me temo que sea regado de sangre. ¡Ah, mi amigo, qué infelicidad, qué triste estoy, y cómo me acuerdo de aquellos tiempos!… Esta va al correo, y así escribo como si fuera a La Gazeta… Es para mí objeto de envidia plantar un árbol sin temor a que lo arranquen.
Carta a Juan B. Alberdi
15 de noviembre de 1852
Retrato de María Remedios del Valle. hechas por la mano que escribe estos renglones” cuando era urgente mostrar la identidad de la nueva patria mediante símbolos sencillos. Las mujeres actuaron como espías, participaron en la organización de redes de información, en acciones de protesta y de propagación de las ideas patriotas; cocinaron, dieron de comer, asistieron a los heridos, y cuidaron campos, huertos, ganado. En un tiempo en el que no gobernaban ni podían ejercer la justicia (ni participar en Cabildos abiertos) ellas luchaban por la legitimidad social que tardó en concretarse más allá del ámbito hogareño. Como la propia doña Josefa, demostraron una enorme capacidad para regir la economía doméstica mientras los hombres se ocupaban de asuntos de guerra o se ausentaban por otros motivos. Belgrano supo descubrir una posibilidad de transformación profunda si se atendía a una educación más igualitaria.
También se las conoció heroicas. Desde las invasiones inglesas las mujeres participaron de la defensa de la patria, baste recordar a Manuela Pedraza o Martina Céspedes. Se calcula que fueron 120 en las tropas durante la batalla de Tucumán. Hubo guerreras anónimas que acompañaron a sus parejas, e incluso pelearon en las batallas, como las “Heroínas de Coronilla” o las “Niñas de Ayohuma”.
Fue precisamente Belgrano quien, en un acto inédito hasta entonces, concedió el grado a tres de ellas: la primera es la célebre “flor del Alto Perú”, Juana Azurduy, quien luchó junto a su marido Manuel Padilla y sufrió la pérdida de cuatro hijos en las guerras independentistas. Juana obtuvo el grado de general en reconocimiento a su valor. Otra de sus “capitanas” fue María
Las Niñas de Ayohuma, ilustración de la revista Billiken, 1955.
Juana Azurduy de Padilla, óleo sobre lienzo de Tomás Apaza Ibarra (2009).
Salón toillete en residencia privada, 1820. Ilustración de la revista La Mujer, 1900.
Retrato de María Josefa Ezcurra, joven. Remedios del Valle, que rompió con un doble tabú: mujer y negra. Además de pelear en el campo de batalla, tuvo que hacerlo con el dolor de perder a su marido y a dos de sus hijos entre 1812 y 1814. Gregorio Aráoz de Lamadrid la bautizó con un título simbólico pero mayor: “Madre de la Patria”. En honor a Remedios del Valle, en 2013 se declaró el 8 de noviembre como “Día Nacional de los Afroargentinos y de la Cultura Afro”. La tercera heroína a quien homenajeó Belgrano fue Martina Silva de Gurruchaga, cuyas donaciones resultaron decisivas en la victoria de la batalla de Salta.
En el ámbito íntimo, el derrotero de Belgrano resulta más sinuoso. Aun cuando celebrara la vida familiar, como escribió el joven Manuel a su padre en 1790:
Me han servido de gran placer las noticias de bodas y partos de mis hermanas, a quienes, como a sus parientes y mis hermanos, deseo felicidades, y que propaguen el nombre de Belgrano, bien que, desde los romanos, como usted no ignora, se acaba la familia en la mujer.
Sin embargo, nunca pudo establecer su propia familia. Hubo algunos intentos más o menos serios, como el de María Josefa “Pepa” Ezcurra y Arguibel, hermana de María Encarnación –quien se casaría con Juan Manuel de Rosas–. La había conocido en 1800, poco tiempo después de volver de España, recibido de abogado. Él tenía 30 años; ella, 15. Empezaron a estar juntos dos años después. Pero el padre de la joven la casó con su primo, el realista Juan Esteban Ezcurra, quien en 1810 volvió a España. Entonces la pareja reanudó su relación clandestinamente y María Josefa lo siguió cuando se hizo cargo del Ejército del Norte, un par de años después. Al enterarse de que estaba embarazada, Pepa viajó a Santa Fe; dio a luz a su hijo Pedro Pablo,
quien fue bautizado en la catedral y anotado como huérfano. Belgrano no lo reconoció, fue adoptado por Encarnación y Rosas, por entonces próspero estanciero; la madre biológica lo vio crecer como tía. Una compleja trama siguió. El hijo recién a los 24 años supo la verdad y pudo retomar el vínculo con su hermana Mónica, con quien llegó a convivir.
Durante su estadía en Londres, se sabe, entabló una relación sentimental con la francesa Isabelle Pichegru, quien detentaba el apellido y se hacía pasar por pariente de Jean-Charles Pichegru, legendario general de la Revolución. El tiempo demostró que se trataba de una advenediza y que nada tenía que ver con tal apellido. La historia y las leyendas cuentan que vivieron un amor breve y apasionado, aunque no exclusivo.
Acaso el más significativo haya sido el último vínculo con la tucumana María Dolores Helguero Liendo. En el baile en el que se celebraba la Declaración de la Independencia, Belgrano quedó prendado de la joven y ella de él, a pesar de la diferencia de edad: él tenía 46 años y ella, 18. Pero Manuel y Dolores nunca contrajeron matrimonio Victoriano Helguero, padre de la joven, de una familia del patriciado tucumano, la casó con el catamarqueño Manuel Eugenio Rivas de Lara, su primo hermano.
El 4 de mayo de 1819 nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús. Y cuando en septiembre u octubre Belgrano retorna a Tucumán para conocerla, se encuentra con la triste noticia de que Dolores está casada, y que su niña, ha sido inscripta como Rivas, en contra de la voluntad de la propia madre. Rivas estaba en Bolivia y Dolores jamás firmó con su apellido de casada.
Manuel consagrará a Manuela Mónica, a quien llamaba “mi palomita”, como su única heredera y a la edad de cinco años, la niña es confiada por su madre a la familia del patriota. Será criada por sus tías Juana Belgrano de Chas y Flora Ramos (esposa de su hermano Miguel), y por su tío Joaquín. Rivadavia afirmaba que Manuelita tenía un gran parecido con su padre y, según se cuenta, cuando iba de visita a la casa de los Belgrano hacía que se parase al lado del cuadro en el que Carbonnier lo había pintado de cuerpo entero para destacar la semejanza. La niña, dotada de particular inteligencia y belleza, ya joven, dominaba varios idiomas y fue cortejada por Juan Bautista Alberdi, aunque en 1850 contrajo matrimonio con su primo hermano Manuel Vega Belgrano, amigo de su medio hermano Pedro Rosas y Belgrano.
Lo cierto es que el “bello sexo” fue, para Manuel, más allá de sus desencuentros amorosos (en una carta a Güemes le confiesa “amar demasiado la sinceridad” y solo haber mentido a las mujeres a quienes no entregó su corazón), fuego esencial que iluminó gran parte de su camino.
Retrato de Manuela Mónica Belgrano, hija de Manuel y Dolores Helguero, témpera de Arístides Rechain (1958).
Aljibe de la casa familiar de Manuel Belgrano, ilustración de Vicente Nadal Mora, publicada en el libro La arquitectura tradicional de Buenos Aires 1536-1870 (1942).
Reloj de oro y esmalte recibido por Belgrano del rey Jorge IV de Inglaterra. En su lecho de muerte se lo obsequió a su médico en pago de sus servicios. Fue robado del Museo Hisórico Nacional en el año 2007. Las últimas horas
El esfuerzo de ir a conocer a su hija trajo penurias inesperadas. A poco de llegar a Tucumán, estalló una revuelta que derrocó al gobernador y que terminó con Belgrano en prisión. El capitán Abraham González pretendió, incluso, colocarle grilletes en los pies hinchados, y solo la enérgica acción de su médico, el doctor Redhead −el escocés recibido en Edimburgo que residía en Salta y que había sido enviado por Güemes para cuidar a Belgrano− lo impidió. La afrenta, no obstante, ya estaba consumada. La llegada al poder de la provincia de su viejo conocido Bernabé Aráoz le devolvió la libertad; Belgrano permaneció tres meses más en su modesta casa, sin más visitas que las de Redhead y su amigo Balbín. En febrero, emprendió lo que sería su último viaje.
A pesar del enorme afecto que Belgrano tenía por Tucumán, comprendió que no le quedaba alternativa más que volver a Buenos Aires, ya para recuperar la salud o bien para morir en la misma casa en que fue dado a luz. Para poder viajar pidió al gobierno los sueldos atrasados, que sumaban más de 15.000 pesos, a lo que debía sumarse otros 40.000, prometidos como premio por su victoria en Tucumán. En realidad, le debían mucho más, pero la respuesta que obtuvo era la usual: las arcas del Estado estaban vacías. Entonces, su amigo de siempre, Celedonio Balbín, facilitó 2.000 pesos para su traslado. A Buenos Aires viajó el general con su fiel médico, Redhead. Lo acompañaba, además, su confesor, el padre Villegas, y sus ayudantes de campo: Jerónimo Helguera y
El general Belgrano muere pobre rodeado de religiosos dominicos y el doctor Redhead en 1820, óleo sobre tela de Tomás del Villar (1947).
Emilio Salvigny. Al arribar a las postas, después de un día de trajinar, los edecanes lo llevaban a la cama y así quedaba hasta el día siguiente, imposibilitado de moverse. Cuando ya le era imposible andar a caballo, fue trasladado en carreta. Carlos del Signo, un comerciante cordobés, uno de sus más cercanos amigos, prestó el dinero necesario para aminorar sus pesares.
Llegado a destino, Belgrano habitó su casa, la de sus mayores. Allí arregló sus asuntos terrenales, testando a favor de su hermano, el 25 de mayo de 1820. La fecha no era casual: exactamente diez años atrás se había entregado al sueño de la revolución, ahora tan lejano. Le llegaba el bullicio lejano de la calle, que invocaba el caos que se aproximaba apenas semanas después: el gobierno de Buenos Aires cambiaría tres veces de mano en un solo día: Ildefonso Ramos Mejía, el Cabildo y el general Miguel Estanislao Soler.
En privado dio instrucciones para que su hija recibiese una esmerada educación al cuidado de sus hermanos. De esta forma guardó un caballeroso silencio sobre sus relaciones con Dolores Helguero. No hace mención de su otro hijo, el que sería con los años el coronel Pedro Rosas y Belgrano. Quizás Belgrano, sabiendo que la familia Ezcurra Rosas podía proveer los medios para criarlo –como efectivamente hizo– no deseaba comprometer el nombre de la madre.
Tampoco olvidó al doctor Redhead, que tan fervorosamente lo había ayudado. A él le dejó su reloj, el mismo que le había regalado Jorge IV de Inglaterra, como única prenda de valor para poder abonar sus honorarios. Sí, el hijo de la que había sido una de las familias más prósperas de la ciudad, moría en la absoluta pobreza por haberse entregado a la causa de la patria.
Mausoleo de Manuel Belgrano en el atrio del Convento de Santo Domingo, ciudad de Buenos Aires.
Medalla de cobre que se acuñó en ocasión de la inauguración de su mausoleo, 20 de junio de 1903.
Enseña patria, acrílico sobre tela de Diana Dowek (2002).
La enfermedad progresaba inflexible y Belgrano se preparó para morir como buen cristiano. A diario compartía charlas con sus amigos dominicos, donde seguro debatían sobre las ideas milenaristas del jesuita Lacunza, cuyo libro Belgrano había hecho imprimir en Londres y regalado a su buen camarada Ildefonso Ramos Mejía. Pidió ser enterrado con los hábitos de la Orden Dominica, a la que sus padres tanto habían beneficiado. Existía la creencia de que al amortajado con sotanas usadas por prelados de reconocida santidad se le concedía mayores posibilidades de redención. De acuerdo con su voluntad, fue enterrado en el atrio de Santo Domingo y no dentro del templo, como lo habían sido sus padres.
A las siete de la mañana del 20 de junio de 1820, su corazón se detuvo. Estaba rodeado de algunos pocos amigos, como Manuel de Castro y Celedonio Balbín, además de su hermana Juana y el fraile que lo asistió en su última hora, Redhead y otro médico, John Sullivan, que, para alivio de sus pesares, tocaba el clavicordio. Ambos facultativos se ocuparon de la autopsia y de embalsamarlo. En el informe de Sullivan, patólogo, se indica que los síntomas presentados parecen indicar un carcinoma hepatocelular. Otros autores, en cambio, se inclinan por una cardiopatía orgánica total.
Ningún medio se hizo eco de su muerte, dados los tiempos tan convulsionados que atravesaba la patria. En su periódico El Despertador Teofilantrópico Místico-Político, el fraile Francisco de Paula Castañeda dio la noticia cinco días después. El 27 de junio, el presbítero Domingo Belgrano, hermano y albacea de Manuel, celebró un funeral en el que solo estuvo presente su familia más cercana (hermanos y sobrinos) y un puñado de amigos. Más de un año se tomaron las autoridades para honrar la memoria del general.
Fueron muchos los adjetivos dedicados a su figura y no pocos de ellos aplicados con una ofensiva levedad (“limitado”, “inocente”, “cándido”). O bien se lo reflejó con el único mérito de haber creado la bandera y concebido la “lunática” idea de coronar un rey inca. Y aún sin descartar esas prejuiciosas miradas, Manuel Belgrano fue precisamente un hombre ejemplar por saber hacer de todo ello su mayor virtud: fue un político en el mejor sentido del término, el que miró siempre por los otros antes que en su propio beneficio. Un héroe discreto, sin necesidad de relatos épicos que enmarcaran su natural nobleza, una inteligencia aguda y sutil que solo algunos elegidos supieron descubrir.
A falta de otros medios, debió recurrirse al mármol de una cómoda para utilizarlo como losa en su tumba. Recién el 29 de julio de 1821 “estando ya todo pacífico… el ayuntamiento rindió los honores correspondientes a tan ilustre ciudadano”. Las últimas palabras que aseguran dijo fueron “Ay, Patria mía…”.
Esa letanía aún retumba.
Manuel Belgrano en 1812. Ramiro Ghigliazza “humaniza” la imagen del prócer, reconstruyendo su rostro en realidad digital tras un exhaustivo trabajo de investigación basado en los testimonios de sus contemporáneos y en la obra de Carbonnier (2020).
“Aquí reposan los restos del soldado argentino muerto por la libertad de la patria”, inscripción en la urna. Llama votiva, Monumento a la Bandera, Rosario.