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Memorias del Consulado
Qué más digno objeto de la atención del hombre que la felicidad de sus semejantes; que esta se adquiere en un país cuando se atiende a sus circunstancias y se examinan bien los medios de hacerlo prosperar, poniendo en ejecución las ideas más bien especuladas.
M. B. Escritos económicos
Una noche fría, concretamente el 15 de mayo de 1794, pasadas las dos de la madrugada, un buque mercante cruzó la rada de Montevideo para atracar en su puerto. Tiritando, bajó las escaleras un muchacho de rasgos finos y ademanes cuidados. Se identificó como Manuel Belgrano, nuevo secretario del Consulado del Virreinato del Río de la Plata. Lo acompañaba el contador José María del Castillo, también destinado al Consulado. Debió esperar otros cuatro días antes de atravesar el portón familiar de la calle Santo Domingo en la ciudad de Buenos Aires y reencontrarse con el ansiado abrazo de sus seres queridos. Es de imaginar la mezcla de felicidad y, también, temor que habrá experimentado el joven Manuel al cabo de siete años de ausencia. De hecho, cuando se encontró con su hermano Carlos en Madrid, confiesa que casi no lo reconoce a no ser por “lo metálico de su voz”.
No obstante, muy pronto esta nueva versión de su persona no solo conquistará el favor de sus afectos más cercanos sino también el de todos con quienes tratará en la Gran Aldea.
Con Juan José Castelli, quien la historia recordará como el gran “orador de la Revolución”, a Belgrano lo unía no solo un vínculo familiar –eran primos hermanos– sino también complicidad en sus ideales, la cual, con los años, se iría acrecentando. Junto a él, los hermanos Saturnino y Nicolás Rodríguez Peña y, sobre todo, Juan Hipólito Vieytes, un enciclopedista autodidacta que dominaba lo
Denis Diderot (óleo sobre tela de Louis-Michel van Loo, 1767).
que por entonces se conocía como “historia natural” −que iba de la química a la geografía y de las ciencias naturales a la economía política−, más otros nombres que en poco tiempo se harían célebres (Juan José Paso, Manuel Alberti, los hermanos Pedro y Mariano Medrano…), hicieron de la Jabonería de Vieytes un centro de intercambios donde se daban a conocer las ideas fundamentales de los libros de Voltaire, Diderot y Rousseau, y se debatía sobre los avatares de la realidad. Pero, contrariamente a lo que se esperaba de acuerdo con la acertada semblanza de Mitre, su regreso al país estuvo marcado por una serie de hechos que convirtieron su existencia en una suerte de calvario continuo. Tres fueron los motivos fundamentales para ello, e iban de lo más íntimo a lo social.
Las razones personales se relacionaban con la salud de sus padres y también con la suya propia, a consecuencia de un mal que lo perseguiría a lo largo de su vida. Fuera de lo que acontecía en su círculo privado, la realidad le reservaba una sorpresa: nada de lo proyectado desde el cargo que ocupaba se acercaba ni remotamente a ella. No claudicaría en su ambición, pero el camino se adivinaba sinuoso y pleno de obstáculos.
Juan José Castelli (grabado anónimo).
Vista general de Buenos Aires desde la Plaza de toros, acuarela de Emeric Essex Vidal (1820).
Retrato de Carlos Belgrano, óleo sobre madera de Rafael del Villar (ca. 1810). En el nombre del padre
El largo proceso que demandó limpiar el nombre Domingo Belgrano de las acusaciones de corrupción dejó serias secuelas en su salud, además de la pérdida de buena parte de su fortuna. Fue poco lo que Manuel pudo disfrutar del reencuentro con su padre, cuya vida se fue apagando paulatinamente hasta el momento final, el 25 de septiembre de 1795.
El lógico desasosiego que provoca la muerte del padre se vio agudizado por el particular vínculo que lo unía con Domingo. Fue, sin dudas, un referente al que admiraba y en el que se vio reflejado, ya que coincidían en varios aspectos: el gusto por los viajes, la curiosidad permanente, la devoción religiosa y el interés por la economía. Aunque, en rigor, sobre esta materia mantenían miradas diferentes: más pragmática la de Domingo; de mayor interés teórico la de Manuel. Muy pronto, el hijo se enfrentaría a las prácticas que su padre había cultivado. No obstante, en aquel momento solo quedaba espacio para el dolor. Junto a su madre y su hermano Carlos se convirtieron en albaceas testamentarios, y fueron los encargados de conducirlo hasta su refugio final, amortajado con el hábito de Santo Domingo, de acuerdo con lo establecido como su última voluntad.
Pero al sufrimiento del alma se añadieron los dolores físicos que lo aquejaban desde su retorno. Con la depresión lógica por la pérdida y los malestares que lo asaltaban, el secretario se vio
obligado a pedir licencia en sus funciones a lo largo de todo aquel año. No había más tratamiento que una rígida dieta y reposo. De hecho, viajó a Montevideo y luego a Maldonado para descansar; recién regresó el 15 de abril de 1796. Pero nada había mejorado. El ministro Gardoqui le concedió un permiso especial para trasladarse a España y dejar a Castelli en su lugar. Uno de los médicos de mayor prestigio, el irlandés Miguel O’Gorman, confirmó el diagnóstico de sífilis, en tiempos en que no se conocía la causa y cuya manifestación presentaba síntomas diversos (fiebre, dolores de cabeza, de garganta, complicaciones renales o hepáticas, pérdida de peso).
Belgrano finalmente optó por no volver a España y asumir sus responsabilidades en el Consulado, aunque de todos modos se ocupó de nombrar a su primo como secretario interino ante la posibilidad de ausentarse. La idea no entusiasmó demasiado a las autoridades y condicionaron el nombramiento a que fuera ad honorem, con la oculta expectativa de que eso hiciera desistir a Castelli y renunciara. Allí, en su propio lugar de trabajo, se concentraba el tercer obstáculo para que pudieran avanzar sus proyectos reformistas.
Manos a la obra
Portada de la Real Cédula que erigió al Consulado de Buenos Ayres (1794).
Nada salió de acuerdo con lo imaginado. Los consulados modernos fueron pensados como sitios de reunión, tribunales de comercio, entes recaudadores de fondos y de discusión entre las elites urbanas coloniales que deberían ocuparse del bien común y, con ello, resultar un contrapeso a las decisiones de la metrópoli.
El Licenciado Belgrano lee una memoria ante el Virrey de Buenos Aires, óleo sobre tela de Rafael y Tomás del Villar (ca. 1947).
Subasta de esclavos en América colonial, “horrible comercio”, en palabras de Belgrano, grabado (ca. 1850). Buenos Aires no era una excepción a ese ideal y así también lo había comprendido Belgrano, solo que a su llegada se encuentra con que los miembros de esa primera composición eran comerciantes acomodados –muchos de ellos amigos de su padre– que tenían como objetivo consolidar sus ganancias a través de la intensificación de intercambios con la metrópoli y otros destinos autorizados.
Belgrano, que llegó a su puesto alentado por su vocación de servicio y las ideas renovadoras en torno a la educación, el progreso en las condiciones de los sectores sociales más oprimidos, la diversificación de opciones en lo que hace a trabajos y oficios y contribuir a mejorar la producción y la calidad de vida en general, se vio de pronto rodeado por comerciantes en los que solo distinguía ambición y avaricia. Incluso veinte años más tarde, los recordaría con indignación en su autobiografía:
No puedo decir bastante mi sorpresa cuando conocí a los hombres nombrados por el Rey para la Junta que había de tratar de agricultura, industria y comercio, y propender a la felicidad de las Provincias que componían el virreinato de Buenos Aires; todos eran comerciantes españoles, exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho […] referiré un hecho con que me eximiré de toda prueba.
El “hecho” al que refiere Belgrano se relaciona con una vieja disputa respecto de dos preciadas mercancías: debía dilucidarse si los cueros –principal producto de exportación− eran “frutos del país” y cómo considerar la trata de esclavos. Como la metrópoli buscaba incentivar este “horrible comercio” (en palabras de Belgrano: curiosa adjetivación de parte de quien creció en un hogar servido por ellos) e impedir la fuga de metales preciosos, estableció que en pago de las “piezas de Indias” –vale decir, esclavos– se pudiesen exportar “frutos del país”.
Lejos de amedrentarse ante la dirección que intentaban darle al Consulado sus colegas, Belgrano volvió por sus fueros y puso manos a la obra en una serie de temáticas que suponía de impostergable importancia. El cariz de sus proyectos en muchos casos resultaba insólito para los términos de la época y despertaron no pocos resquemores. Por ejemplo, fiel a sus admirados principios fisiocráticos, intentó impulsar una serie de reformas en lo que hace a la agricultura. Para comenzar, declaraba que quien se dedicara a esta tarea debía amar la tierra y brindarse con pasión a su trabajo. Además de intentar comprender las características de cada lugar, llamaba a introducir lino, cáñamo, arroz y otras especies de acuerdo con la naturaleza del suelo a cultivar; también habló del valor de promover incentivos y estímulos para los agricultores. Las bases conceptuales para transformar la agricultura se concentraban en tres aspectos sustanciales: otorgarle a los trabajadores las condiciones y herramientas para un justo desarrollo en su labor; la enseñanza de nuevos métodos e incluso la creación de escuelas agrícolas (propuso una cartilla traducida del alemán con algunas nociones); y por último el fomento directo a través de premios a aquellos que aportasen su experiencia mediante escritos, innovaran o bien
El matadero del Sud, acuarela de Emeric Essex Vidal (1820).
Retrato del General Manuel Belgrano pintado en Europa en 1793 por J(oseph) A(lexandre) Boichard, miniatura sobre marfil, 6,3 cm. La leyenda, escrita en el reverso, desnuda una curiosidad, ya que hacia 1793 Belgrano era un joven de 23 años, muy lejos de ostentar el título de “general”. Laura Malosetti Costa duda de la fecha, ya que Boichard solo estuvo activo entre 1808 y 1814, y el peinado y la vestimenta, tampoco corresponden a ella.
Retrato del eminente naturalista, militar y explorador español Félix de Azara, óleo sobre lienzo de Francisco de Goya (1805).
Retrato de Pedro Antonio Cerviño, ingeniero, militar y topógrafo de actuación destacada en la Revolución de Mayo. Retrato fechado en 1810. plantaran determinada cantidad de árboles –la preocupación forestal, incluso en términos ecológicos inéditos para la época, era central para Belgrano-. Por si fuera poco, dispuso la creación de un fondo para labradores. Y se ocupó también de la ganadería, alentando la cría del ovino, la vicuña y la alpaca, aptos para superficies de altura y de buena recepción en Europa.
Pero no solo consagró sus ideas a las actividades del campo: también le preocupó la situación del comercio. En la Memoria de 1796 consta el pedido de Belgrano para que se incorporasen dos representantes al Consulado de Comercio y a la vez dotar a la actividad mercantil de los instrumentos necesarios para el desarrollo:
La ciencia del comercio no se reduce a comprar por diez y vender por veinte: sus principios son más dignos y la extensión que comprenden es mucho más de lo que puede suceder a aquellos que sin conocimientos han emprendido sus negociaciones.
A partir de estas ideas, propuso crear una compañía de seguros que garantizara tanto el comercio marítimo como el terrestre, materia en que resultó un verdadero precursor. Además, según los libros de Acuerdos del Consulado, promovió la “Utilidad, necesidad y medios de erigir un Aula de Comercio en general donde se enseñe metódicamente y por maestría la ciencia del Comercio en todos sus ramos” (1800). Ya en 1799, también a propuesta suya, se creó la Escuela de Náutica con el aval del ilustre naturalista Félix de Azara, hombre de ciencia y alto funcionario español que desarrolló una importante obra en el Virreinato del Plata. El reglamento de la escuela fue redactado por el propio Belgrano y su dirección recayó en Pedro Cerviño, “el más instruido en geometría especulativa y práctica, en astronomía, náutica y dibujo”, de acuerdo con el juicio del tribunal examinador. Además, Cerviño se ocuparía de enseñar geometría, trigonometría, hidrografía, cálculo diferencial e integrado y principios generales de mecánica.
El mismo año, el 29 de mayo, Belgrano vio concretado otro viejo sueño: la creación de la Escuela de Dibujo bajo la dirección de Juan Antonio Gaspar Hernández, “profesor de escultura, arquitectura y adornista”. El virrey Gabriel Avilés abrió la institución con 50 inscriptos, que pronto aumentaron a 64. Belgrano hizo que concediesen premios, consistentes en medallas de plata con el escudo de armas del Consulado en el anverso y leyendas alusivas en el reverso, además de la exposición pública de las obras premiadas. Aunque la experiencia de la Escuela de Dibujo fue breve (una Real Ordenanza de 1800 desaprobó el gasto en un momento complicado para el erario) dejó su huella.
A la conquista del saber
Cada una de sus Memorias como secretario del Consulado levantaba una polvareda de polémicas y asombros. Era un torbellino de ideas innovadoras que a los sectores más conservadores les costaba asimilar y hasta despertaba un abierto rechazo. Pero si lo económico, tanto en lo que hace a su explotación como a su distribución, lo desvelaba, el aspecto en el que concentraba toda su atención era otro: la educación.
En 1798, varias décadas antes de que Domingo F. Sarmiento redacte lo que puede considerarse el primer proyecto de enseñanza estatal, gratuita y obligatoria del país, Belgrano insistía en que era imposible mejorar las costumbres y “ahuyentar los vicios” sin educación, y proponía que los cabildos creasen y mantuviesen escuelas con fondos propios “en todas las parroquias de sus respectivas jurisdicciones y muy particularmente en la campaña”.
Constitución política de la monarquía española, promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812. Se encomendó al grabador de Su Majestad, José María de Santiago, realizar una edición de lujo, dedicada al Congreso. Todas las páginas están adornadas con viñetas alusivas.
María Remedios del Valle y sus hijas, gouache sobre papel, de María Luque en el marco de la muestra virtual Instantáneas ilustradas. 2020. “Es digno de transmitirse a la historia, una acción sublime que practicaba una morena, hija de Buenos Aires… mientras nuestras tropas eran diezmadas en los campos de Ayohuma. Esta morena tenía dos hijas mozas y se ocupaba con ellas en lavar la ropa de la mayor parte de los jefes y oficiales; pero, acompañada de ambas se le vio constantemente conduciendo agua en tres cántaros que llevaban en la cabeza, desde un lago o vertiente situado entre ambas líneas, y distribuyéndola entre los diferentes cuerpos de la nuestra y sin la menor alteración” (de Memorias del General Gregorio Aráoz de Lamadrid, Biblioteca del Suboficial, Campo de Mayo, 1947). Sostenía que hacerlo solo implicaba un acto “de justicia” del Estado, que retribuía de este modo el pago de los impuestos. Años más tarde, apenas dos meses antes de los acontecimientos que dieron lugar a la Revolución de Mayo, escribía en el Correo de Comercio:
¿Cómo se quiere que los hombres tengan amor al trabajo, que las costumbres sean arregladas, que haya copia de ciudadanos honrados, que las virtudes ahuyenten a los vicios, y que el Gobierno reciba el fruto de sus cuidados, si no hay enseñanza, y si la ignorancia va pasando de generación en generación con mayores y más grandes aumentos?
Pero sus ambiciones en el plano educativo iban mucho más allá. Al sueño de que Buenos Aires contara con su propia Universidad, Belgrano añadió una iniciativa considerada insólita para la época: que la educación alcanzara a niñas y niños por igual. Se proponía así modificar de raíz la situación y el rol al que la mujer se había visto sometida hasta ese momento. Lo fundamentaba en los siguientes términos:
La naturaleza nos anuncia una mujer; muy pronto va a ser madre y presentarnos conciudadanos en quienes debe inspirar las primeras ideas; ¿y qué ha de enseñarles si a ellas nada le han enseñado?
De esta forma, proponía que las escuelas gratuitas también integraran a las niñas para que se las instruyera en la lectura y escritura, dibujo y ciencias, además de bordado e hilado de lana, a fin de hacerlas útiles no solo en las tareas del hogar sino también para que se ganaran la vida de manera decorosa.
No solo tenía que ver con una cuestión económica, para Belgrano la dignificación de las mujeres, a quienes veía como “esencialísimas para la felicidad moral y física de una nación”, era un aspecto central en la vida social del siglo que estaba por nacer. Un siglo que, según él, solo tendría sentido si acercaba los derechos de hombres y mujeres.
El “torbellino” Belgrano aún tenía mucho por decir.
Basílica de Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo, torre oeste. En su reconstrucción se clavaron tacos de madera que representan las esquirlas de las balas de cañón que la destruyeron durante la invasión inglesa de 1807.