Podrá parecerte un sueño o quizás, una visión. Vi a un grupo de individuos, 7 para ser exactos, que entrenaban duro y sin descanso dentro de las instalaciones modernas de un complejo privado. Al principio, los 7 compartían el entrenamiento en diferentes y cada vez más arduas tareas físicas y mentales, y conforme transcurría el tiempo, el nivel de exigencia y dificultad iban en aumento. Ninguno parecía quejarse.
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Cada uno estaba muy concentrado en sus ejercicios. Yo diría que demasiado, porque al cabo de cierto tiempo, el grupo de 7 individuos comenzó a reducirse, sin que nadie hiciera preguntas, sin que nadie se sorprendiera. Primero, uno que no volvió, luego otro se marchó; y así, hasta que ya sólo quedaba uno en la inmensidad de la sala de supervisión. Sólo quedaba yo. Tal vez fuera la soledad acompañada del excesivo silencio que hacía resonar como un eco mi respiración al correr por la pista de entrenamientos, lo que me hizo tomar la decisión de abandonar el lugar. No hubo quien me detuviera. Si bien para mí todo siempre fue algo normal hasta ese punto de mi salida, relatar mi experiencia a un extraño despertó mucha curiosidad y bastante suspicacia. De pronto, las teorías de conspiración comenzaron a emerger: que si el gobierno experimentaba con nosotros, que si nos habían mantenido prisioneros un grupo de terroristas de una nación bélica, que si estábamos enfermos y por eso, el aislamiento, o tal vez fuimos abducidos por los extraterrestres, o fuimos parte de algún culto o secta extremista con planes de suicidio colectivo, etc. Las preguntas que jamás hice, ahora reclamaban respuestas. Después de todo, aquel bombardeo de interrogantes y teorías descabelladas no pasaron inadvertidos por mí. En mi búsqueda por la verdad, encontré evidencias inquietantes de las actividades que habían estado efectuando mis antiguos compañeros de entrenamiento desde su salida de la instalación. Se habían mezclado con el resto de la población, viviendo entre sus costumbres, asimilando sus hábitos, pareciéndose a cualquiera del montón. Excepto por una cosa: cada uno vigilaba constantemente a una persona en específico.
Salvo por el hecho de que vivíamos entrenando dentro de aquellas instalaciones especiales, el mundo externo no resultaba diferente de nosotros o de lo que hacíamos, y me refiero a nuestra concentración personal por nuestras propias tareas, así que supongo que eso facilitaba aún más el trabajo de mis ex compañeros a la hora de hacer esta vigilancia permanente. Las personas a quienes vigilaban (o más bien, acechaban), lucían absolutamente normales: una niña de 10 años que vivía en un orfanato, un anciano de 80 con dificultades para caminar, una recepcionista de 35 que era madre soltera, un empresario de 42 con ocho hijos, un adolescente de 17 que hacía amistad con pandillas, y una bebé de 7 meses, que había sido diagnosticada con cardiopatía congénita. Nada en su expediente personal hacía referencia a alguna cualidad sobrehumana, sobrenatural, o la posesión de algún bien preciado por el que importantes transnacionales o países del primer mundo matarían. No pertenecían al mismo grupo social ni siquiera vivían en la misma ciudad. Eran personas comunes y corrientes. Algo dentro de mí, comenzó a palpitar fuertemente. Era algo nuevo, ya que nunca me había sentido de esa forma, pero con todas aquellas teorías rondando mi cabeza y el reciente hallazgo de información, la sensación que poco a poco se fue apoderando de mi fue la del temor. No podía entender, ¿Qué tenían de especial esas personas para que mis muy bien entrenados ex compañeros los vigilaran con tanta vehemencia?, pero me sentí en la obligación de descubrirlo. ¿Quién más sino yo para hacerlo? ¿Quién más sino yo para detenerlos de cualquiera que fueran sus intenciones en contra de aquellos? era lo lógico. Conocer a mis ex compañeros me daba la ventaja de identificar sus fortalezas, lo mismo que sus debilidades, así que tracé un plan de seguimiento y me enfoqué en aquellos blancos que estuviesen más próximos a ejecutarse, para poder neutralizarlos llegado el momento. Como era de esperarse, el nivel de entrenamiento que los distinguía no había sido en vano y no tardaron en avistar mis movimientos, pese a mis esfuerzos por vigilarles desde las sombras. Se volvió una carrera contrarreloj por detener lo que parecía indetenible. Se trataba de detener a este grupo de entrenados (que se mostraban molestos por mi constante intervención) y de salvar o proteger a sus blancos. Ahora es cuando mi entrenamiento tan arduo debía dar resultados. Pero me encontré con un nuevo problema, o dos de hecho. No podía proteger dos blancos a la vez y en ninguna de las
agendas de mis ex compañeros se mencionaba la fecha en que ejecutarían su misión (así empecé a llamarle); más, ¿cómo podía ser si todos son profesionales? ¿Por qué dejar al azar el momento de actuar? Algo no andaba bien. Me hacía falta una pieza de este rompecabezas, probablemente, la más importante de todas. Finalmente, llegó el momento de actuar. No había momento para el después, y ese momento llegó cuando una mañana de lluvia, la tercera de forma consecutiva, uno de mis ex compañeros corrió a la acción. El lugar: un poblado a las afueras de la ciudad capital, a unos 102,3 kms. al norte para ser precisos. El blanco: la niña de 10 años. Mi corazón latía frenético al igual que las personas que encontré corriendo por sus vidas para salir de aquel lugar. Creí que su huida se debía a la intervención de este profesional que se abría paso a pie por en medio de la fila de autos que se agolpaban a la salida de la única vía de entrada del poblado. Pero él no corría en su misma dirección. Mientras los demás corrían para salir, él lo hizo para entrar de vuelta a la ciudad. Lo seguí hasta un puente bajo el cual para mi asombro se encontraba la pequeña niña de 10 años. Ella estaba agachada, quizás acurrucándose del frío y de la lluvia incesante, él se aproximó para hablarle. Yo quise detenerlo, pero en ese momento me detuvo la horrorosa imagen que se alzaba a mi derecha a unos 300 mts o menos de distancia. Se trataba de una avalancha de lodo, y barro que descendía con rapidez y furia por el cauce del río que bajaba por ese mismo puente, arrastrando consigo todo cuanto encontraba a su paso, incluyendo autos, rocas gigantes, árboles y hasta personas. Cuando me di la vuelta para ver a la niña, ésta le había dado la mano al profesional, que con gran habilidad la alzó en brazos y cargó con ella cuesta arriba de vuelta a lo alto del puente donde me encontraba. Apenas si me dirigió una mirada antes de echar a correr en dirección a la salida. Sólo un segundo después, el pequeño escondite de la niña desapareció bajo mis pies. La furia de la avalancha amenazaba con desbordarse e incluso arrancar el
mismísimo puente. Así que corrí detrás del profesional. Podría decirse que los dos éramos los únicos capaces de abandonar ese lugar en semejantes circunstancias con tanta rapidez. En la ciudad capital, el profesional llevó la niña hasta el hospital más cercano y mientras se quedó a su lado para que le hicieran los exámenes médicos pertinentes, yo me acerqué para confrontarlo. En un comienzo, me miró con recelo, pero después entendí que su rostro era el del asombro. Esto fue lo que me dijo: esto es lo que hacemos, esto es para lo que nos entrenamos tan duro. Hace ya tiempo, alguien vio en nosotros lo mismo que yo vi en esta niña y nos llevó al centro de entrenamiento para prepararnos en hacer lo que yo hice hoy. No somos héroes, sólo preservamos las cualidades divinas que existen en el ser humano. Porque el mundo que tenemos y en el que vivimos no terminará por un cataclismo o el cierre de un pergamino, no acabaremos viviendo en cuevas por causa de la radiación nuclear o del choque de un meteorito, tampoco es que nos invadirán los extraterrestres ni terminaremos repartidos en facciones sobrevivientes. A este mundo se le enfría el amor y por ende, se le congela el corazón. Las acciones de bondad, amor, paz, misericordia, compasión y generosidad son escasas y nuestra sobrevivencia depende de que ellas también lo hagan. Nuestro deber es preservarlas y cuando encontramos a alguien que posee estas virtudes, debemos protegerlo a cualquier costo, para que mañana pueda esparcirlas al mundo, igual que nosotros. Hoy, salvé a mi reemplazo. Esa pequeña niña hará mi trabajo mañana. Ahora, ve y cuida del tuyo. Cuando el doctor que atendía a la pequeña salió del consultorio, mi compañero se alejó pero antes le hice una última pregunta: ¿Qué le dijiste a la niña bajo el puente? Él respondió con simpleza: ven conmigo. A lo que añadió: Esa niña oró para ser rescatada, cuando llegué sólo tuve que extender la mano y ella respondió con el primer requisito de un corazón cálido, la fe. Para ser quienes somos y hacer lo que hacemos, dependemos de la fe. Entonces, lo entendí. Pues, nunca presté real atención. En el centro de entrenamiento nos preparamos en habilidades físicas, pero también sociales, mentales y comunicacionales de acuerdo a nuestras propias virtudes. Nunca competimos entre nosotros porque cada uno era su propia competencia. Se trataba de superar nuestros límites, nuestras barreras, y una vez listos, salimos al mundo para usar nuestras bien aprendidas destrezas y salvaguardar el verdadero patrimonio de la humanidad: el don divino de amar. Así que, esta es mi habilidad: escribir y tal vez, tú que lees, serás mi reemplazo.