LA GLORIA EN TUS OJOS Cuando vemos al cielo en un día claro y sin nubes, nos tropezamos de frente con el astro sol. Radiante, soberbio, inalcanzable y también cegador. Si concentramos nuestra mirada en su contorno y sin ninguna protección, al cabo de un rato comenzamos a ver esferas de colores y una distorsión total de nuestra realidad, además de otros efectos físicos como ceguera parcial, dolores de cabeza, desorientación, sólo por mencionar algunos. Hay quienes afirman que los ojos, son el espejo del alma. Otros aseguran que son la ventana hacia ella. Bueno, yo lo pongo de esta manera: si veo a los ojos de otra persona veré el reflejo de mi propia alma, pero, si veo en mis ojos, entraré a mi alma. Lo curioso con los ojos es que funcionan igual que el lente de una cámara fotográfica, pero en lugar de uno tenemos dos, así que en teoría deberíamos tener doble poder de alcance a la hora de enfocar los objetos alrededor y enfrente de nosotros. ¿Por qué entonces tendemos a malinterpretar los hechos cuando se nos presentan? ¿Por qué ignoramos las evidencias aunque éstas son del tamaño de un elefante y están paradas de pie ante nuestros rostros? ¿Por qué sólo vemos lo que queremos pero no, lo que debemos? ¿Por qué vemos los resultados de una tragedia pero no las señales de alerta que se emitieron para prevenirla? Quizás la respuesta esté descrita en el siguiente texto bíblico del Antiguo Testamento: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (Isaías 6:1) El profeta Isaías es considerado uno de los profetas mayores de la Biblia. El libro que lleva su nombre contiene una extensión de 66 capítulos, lo cual lo convierte en el libro de profecía del Antiguo Testamento más extenso de todos los 17 que se registran bajo ese mismo género en las Escrituras. Este profeta provenía de una familia importante dentro del pueblo hebreo, y según la tradición talmúdica, estuvo emparentado con la familia real, así que no es de extrañar que en su libro estén relatados los hechos de uno de los reyes de Israel: Uzías.
Ahora bien, en la tradición cristiana conocemos de Isaías que fue el profeta que anunció con más detalle el advenimiento del Mesías, del Cristo Redentor. Su obra hace hincapié en la gloria de Dios y la ira de éste en contra de la idolatría y el paganismo. Según los historiadores, su carrera se extendió más allá del reinado de Uzías, posiblemente hacia los años 738 y 721 A.C. pasando incluso por los reinados de Jotam, Acaz y Ezequías, respectivamente. Dicho esto, preste atención a lo siguiente, no sea que pierda de vista algún detalle valioso: a diferencia de Isaías, todos los demás profetas del Antiguo Testamento inician sus libros relatando una visión divina, o el llamamiento de parte de Dios hacia ellos, o la gloria de Dios misma, pero Isaías es el único que relata su experiencia personal con Dios hasta el capítulo 6. En efecto, los primeros 5 capítulos nos hablan de visiones, llamados al arrepentimiento de parte de Dios hacia su pueblo infiel, juicios sobre naciones, promesas de redención futuras (incluido, el Mesías), por lo tanto, y antes que el rey Uzías muriese, Isaías ya estaba recibiendo de Dios las visiones que caracterizan a un profeta. Pero, no fue sino hasta la muerte del rey, que Isaías se convirtió en portavoz de Dios, no sólo en un vidente. Fíjese en esto, entre los versos 2 y 7 del capítulo 6, Isaías refiere la gloria y majestad que vio de y alrededor de Dios, ante lo cual, se sintió como el más insignificante de todos los seres humanos, de hecho, se refirió a sí mismo como muerto e inmundo de labios. Pero aquí viene lo interesante, en el verso 8 y 9 escribe: “Después, oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. Y dijo: Anda y di a este pueblo: Oíd bien y no entendáis; ved, por cierto, mas no comprendáis” Los ojos no son garantía de tener buena visión. Si el cerebro es el que interpreta las imágenes que percibe a través de los ojos y el mismo no le da interpretación y contexto a dichas imágenes, simplemente las desechará por carecer de significado y por ende, de importancia. Sin importar cuán grande fuese Dios y su majestad, Isaías no lo veía porque a sus ojos el rey Uzías brillaba más. Si te le quedas mirando al sol por demasiado tiempo, dejarás de ver lo que te rodea, y si miras fijamente y sin parpadear hacia cualquier objeto, lugar o persona en demasía comenzarás a llorar. No obstante, cuando te le quedas mirando a Dios, adquieres comprensión, tu panorama se vuelve claro y las lágrimas son enjugadas. Isaías se convirtió en el profeta que estaba llamado a ser de parte de Dios, porque la gloria que resplandecía en sus ojos cambió. Ya no miraba por el rey Uzías, con todo y que éste
hombre había gobernado a Judá por 52 años, comenzando desde los 16, en integridad y rectitud para con Dios, todos los días en que le buscó. No me malentienda, el rey Uzías era admirado por su pueblo, no sólo por Isaías. El libro de 2da. De Crónicas en el capítulo 26, refiere que hizo lo bueno y recto ante los ojos de Dios. Ganó batallas en contra de los enemigos, la tierra era próspera durante su reinado, el ejército que armó era de los más diestros y bien equipados de la tierra. No cabe duda, que el pueblo judío le tenía admiración y gratitud a este hombre, sin embargo, al igual que Isaías cometieron el error de depositar su fe (además, de su mirada), en el hombre y no en Dios. Permítame explicarlo mejor, hacia sus últimos años, tanto de vida como de reinado, el rey Uzías se enalteció en contra de Dios y quiso apropiarse del incienso con que se libaba ofrenda sagrada a Dios, en lugar de dejarlo en manos de los sacerdotes destinados para tal tarea; en otras palabras, quiso ocupar un lugar aún más alto del que ya ocupaba, y apoderarse de una gloria que no le correspondía (II Crónicas 26: 16 – 18). Como castigo a su rebelión, fue herido de parte de Dios con lepra a partir de ese instante y hasta el día de su muerte. Tanto el pueblo como Isaías consideraron hasta ese entonces, que las bendiciones en su tierra eran producto del buen rey que tenían pero no, de la bondad divina. Servirle a Dios se había vuelto un acto de obediencia y seguimiento a las acciones del rey que admiraban, más no del temor y amor innato por parte de cada uno hacia Dios. El rey Uzías tuvo que morir para que Isaías pudiese ver a Dios. ¿A quién tienes que perder o qué debes perder para que tú también lo veas? Los que se esconden detrás de las excusas para no cumplir su llamado de parte de Dios, tarde o temprano terminan clavados de rodillas ante el altar, llorando desconsolados por la cadena de eventos desafortunados que ha azotado su vida o porque lo que ellos llamaban lo más preciado, finalmente, se fue. ¿Quién o qué resplandece fulgurantemente en tus ojos? ¿Qué se roba tu atención por entero? ¿No te parece extraño que cuando más concentrado estás en tu pasatiempo, de repente, te apagan la luz y te acuerdas de lo que debías hacer antes que empezaras a dedicarle tiempo extra a tu pasatiempo? He escuchado de personas que tras perder a un ser querido, un empleo, una casa, un carro, la salud y hasta algún órgano o miembro de su propio
cuerpo, afirman que nunca hubiesen considerado un cambio de carrera, o de residencia, o de amistades o de empleo siquiera de no ser por esa pérdida, y aunque suene cruel decirlo, fue a través de esa experiencia que encontraron su verdadera vocación o descubrieron por fin, el verdadero sentido de sus vidas. Por supuesto, que nadie quiere perder lo que ama. Ninguna persona se quiere ver lisiada o padeciendo un luto, pero y si hubiera una forma de comprar un seguro contra ese tipo de eventualidad; y no me refiero a un seguro corriente de esos que se venden en las aseguradoras contra todo riesgo o accidentes y que te dejan dependiendo de pagar las primas cada año, si las clínicas te reciben. Hablo de un seguro para todo aquello que amamos y nos importa, firmado y sellado por el único ser capaz de superar lo imposible, de destruir ejércitos, de derribar murallas y que siempre, sin importar lo que pase, tiene el control. ¿Lo haríamos? ¿Tomaríamos ese seguro? Yo creo que vale la pena, considerarlo. En el libro de Lucas del Nuevo Testamento, el capítulo 18, versos 28 al 30 nos relata las condiciones de este seguro: “Entonces Pedro dijo: He aquí, nosotros hemos dejado nuestras posesiones y te hemos seguido. Y él les dijo: de cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna.” ¿Significan estas palabras que nos entregaremos a un celibato de orfandad colectivo y eterno? ¿Jamás tendremos familia ni cultivaremos amistades o tendremos posesiones materiales? No, de ninguna manera. Esa no es la respuesta. Más, si la gloria que brilla en nuestros ojos no es Dios mismo, sino cualquiera de lo mencionado en el seguro de Lucas, tenga la plena certeza que lo verá afectado. ¿Está dispuesto a poner lo que ama y le importa en manos de Dios o estorbándole en el camino? Se lo repetiré de otra manera: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.” (Lucas 14:26) ¿Acaso se contradice Dios en esta palabra cuando al mismo tiempo y en otros pasajes bíblicos hace referencia a que debemos amarnos los unos a los otros, así como Él nos ha
amado? No. ¿Hay un Dios que nos pide amor entre nosotros y otro dios que nos dice que si no le servimos incondicionalmente, estamos fritos? No. El Dios que es amor, nos pide que nos amemos incondicionalmente, pero eso no significa que nos cegaremos por esa (s) persona (s) en lugar de mirarle a Él. No convirtamos a los que amamos en estorbos para Dios e incluso para nuestras propias vidas. Podemos estar juntos, siempre que lo tengamos a Él como el norte de nuestra mirada. El apóstol Pablo escribió: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.” (Filipenses 3:13 y 14). Esto lo escribió haciendo referencia a que sin importar la cantidad de títulos, posesiones o conocimiento que tuviera, o del abolengo del cual provenía, nada de todo eso resultaba mayor que la gloria de Dios misma en su vida. La gloria que brilla en nuestros ojos es sinónimo de aquello en lo cual también depositamos nuestra confianza. Por eso está escrito en el libro de Lucas, a propósito de lo que Jesús enseñó sobre nuestros ojos: “La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor.” (Lucas 11: 34 – 36) Cuando la gloria de Dios te llena los ojos, tu camino se vuelve claro, tu vocación sale a relucir, tus mejores armas son puestas de manifiesto, tus habilidades se convierten en notoriedad. Por esa razón, el pueblo judío admiraba a Uzías, su rey, porque Dios lo respaldó y sacó lo mejor de él, mientras éste mantuvo la mirada fija en Dios. ¿Crees que es coincidencia que el momento de más temor de una persona, o el de pérdida, sea también el momento en que descubre su valor y el propósito por el cual quiere luchar en su vida? ¿Te parece casualidad que en esos momentos es cuando las personas se acuerdan de buscar de Dios? Te lo pondré de otra forma, cuando transitamos un camino desconocido, oscuro y aterrador, generalmente tendemos a enviar delante de nosotros al que parece más fuerte, o más alto, o más valiente y nos escudamos detrás de esa persona, porque bueno, si
algo pasa, tendremos algún tipo de defensa u al menos la oportunidad de escapar. Lo mismo ocurre al poner la mirada en Dios. Estamos dejando que Él vaya adelante y si algún inconveniente o “monstruo” se aparece por allí, se topará primero con Él. No es de cobardes ampararse en dios sino de inteligentes. No te pido que pierdas lo que más amas voluntariamente, ni que abandones a aquellos que cuentan contigo, pero empieza a poner tu mirada en Dios y no en tus propias fuerzas. Te aseguro que Dios se encargará de lo demás. El mundo pasa y sus deseos pero, el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre. ¿Sabes de alguien que haya podido arrebatar de las manos de Dios lo que Él protege? Si quieres ver a Dios, deja de gastar tu mirada en cosas corruptibles, y sólo entonces podrás ver su gloria.
Lic. Emily Sánchez 15/07/2014