A la Luna de Valencia
- Mirala, ya está ahí otra vez. Hay que ver qué pronto se pasa un mes. Seguro que ha venido aquí pensando en volver a las andadas. - ¿Qué crees que habrá preparado para esta noche? - No sé. ¿Qué pasó la última vez que estuvo por aquí? ¿Te acuerdas? - Creo que fue cuando, intentando atracar el salón de juegos, a aquellos ludópatas arruinados se les disparó el arma en la huida. - En la huida no fue, fue en una pierna. Pero de eso hace muchísimo tiempo. La comisaría era tan pequeña que ni andaba todavía. - Espera, creo que la última vez no fue esa, fue cuando entró por la ventana, sorprendiendo a la mujer y al amante en la cama, y el marido la emprendió a balazos con los dos. - ¿Con qué dos? - Con ella y el amante.
- No es así. Me parece recordar que la última fue cuando aquella mujer del tacón roto caminaba deprisa por la acera en dirección a la Argentina, para mirar el escaparate y elegir unos zapatos nuevos. Llevaba la mano dentro del bolso y se paró delante de la tienda de Luis Enrique para elegir también una maleta que le viniera bien. Allí se la encontró de bruces el de la navaja, justo al doblar la esquina. Se mataron el uno al otro con la mala intención de un disparo y una puñalada. Con un arma comprada en la Diana y un filo para cortar tartas de boda de la tienda de Sanz Regalos, antes incluso de saber si habían acertado a quien querían. - No sé. Quizás fuera la vez en que unos boy scouts jubilados de la misma Iglesia del Pilar...o quizás de los Santos Juanes, no recuerdo bien. El caso es que, aprovechando la luz de la noche entraron a la iglesia a limpiarla de todo metal. Uno de los más torpes resbaló al salir y se le cayeron al suelo todas las cosas que acunaba en los brazos para de malvenderlas. Hicieron un ruido de mil demonios y despertaron a todo el barrio.
- Si, pero seguramente fueron los mil demonios los que llamaron a la policía. - Eran unos aficionados. Alguien tenía que hacerlo. - ¿Qué pasará hoy? - Suspira la farola de la puerta de atrás del Mercado Central. - A lo mejor pasa algo bueno. No te acuerdas aquella vez que tocó la lotería en el barrio. Cuando a todas las nocturnas que jugaban el 69 les tocó un pellizco de los buenos, de esos que por una vez no dejan morado. - Si, me acuerdo, pero todo eso fue otra luna y otra historia. La luna blanca y la historia la de una administración joven que le gana a una vieja, a la más vieja de todas las de aquí. - ¡Ay chica! no sé, para mi se parecen todas tanto. Si estas cosas pasaran de día no estaría tan confundida.
- Tú es que no te fijas. ¿Cómo van a ser la misma si con una pasan cosas buena y con la otra cosas malas? No sé para qué te han servido todos esos años que has pasado alumbrando la puerta de la Biblioteca pública. ¿es que no aprendiste nada? - ¡Anda la lista!. Pues yo no estaré en la puerta de un museo ilustrado como el tuyo, pero hablo de oídas, porque claro está no me he movido de aquí en todo el día, lo mismo que tú. Pensándolo bien no me muevo de aquí desde hace años, desde que me instalaron, así que no puedo hablar de movidas. Pero hoy, en cuanto se ha ido el sol por aquí no ha pasado ni el aire. - Sí, sí que ha pasado un rato, lo he visto yo, pero tenía prisa. ¿No te acuerdas?, pasó detrás de un perro y un momento antes que el gato ese que está ahí – una tercera farola, la de la Ermita de Santa Lucia, se cuela en la conversación. - ¡No me digas! ¿Tantas cosas han pasado: el tiempo, un perro, un gato, un momento y un rato con prisa? Pues no me he dado ni cuenta.
- El gato iba de paso pero se ha quedado. Lleva ahí sentado mirándola toda la noche. - Eso le pasa por ir de paso cuando todo el mundo sabe que es un gato. La próxima vez que vaya de listo y le irá mejor. - Ssssh.¡ Calla! Mira por ahí vienen Con ligeros zumbidos de aviso como los que dan las bombillas antes de apagarse, empiezan a silbar Pedro Navaja, mientras un coche de la policía dobla muy lentamente la esquina y abandona la avenida. - Mirala, mirala. Por ahí aparece – le susurra en opaco la una a la otra. El gato sigue haciendo guardia y en la calle todas las cosas que tienen sombra se acicalan para salir bien en el reflejo.Las farolas cumplen con lo que estaba previsto y se apagan. El callejón se hace de repente de día, iluminado por la inmensa, redonda y perigerica luna, que ya se había desperezado hacia un buen rato pero llegaba hasta lo alto solo después de saludar a todos.
Pasa por la esquina donde el músico Diógenes toca melodías con una guitarra que compró en la Unión Musical Española, con las limosnas que poco a poco había ido reuniendo. Al verla sonríe y trata de afinar con deshonor un desgañitado “muuuuun river. Guaider dan a mail...” El coche para a su lado para no oírlo porque es más fácil verlo desde lejos. Un hombre de uniforme sale muy despacio. Mira al cielo limpio unos segundos y se asegura bien de lo que ve antes de llamar por radio. - Avisad al jefe. Es blanca, redonda y brilla mucho, pero no se ve ningún cerco alrededor, ni ninguna señal sospechosa. - ¿De qué color exactamente? - Blanca, muy blanca de hecho. Como si alguien hubiera subido un cañón de luz al cielo. Tras una pausa de unos segundos la voz vuelve a sonar. - Todo en orden, acaba tu ronda tranquilo, esta es la buena.
El agente mira a la luna una vez más, esta vez para darle las gracias. Mira a su alrededor para asegurarse de que no lo ve nadie, como si eso fuese tan fácil en plena ciudad. Creyéndose íntimamente a salvo, se quita oficialmente la gorra en señal de respeto. Pasados unos segundos se la vuelve a poner, taconea y sube al coche. Cualquier policía que se precie sabe que puede darle gracias a la luna cuando esta sale a pasear sin cerco y sin ese tono anaranjado o amarillo que tiene la luna de sangre. Las noches de luna llena están siempre llenas de insomnes, de sueños agitados y del sonido en el techo de pasos marcados por pies descalzos, pero si al menos la luna brilla clara, no será una de esas noches en las que hay que temer que la locura llegue desde lo posible y lo imposible. El guardia sale con el coche a la calle principal para seguir su ruta. En la puerta del teatro el Micalet dos actores que no habían tenido tiempo de aprenderse los papeles de amantes, ensayan efusivos besos y declaraciones de amor, que quieren ser furtivas pero que al sentir cercana la presencia de la autoridad acarician la idea de entregarse.
AMANTES QUE SE BESAN. POLICIA
Sentada en una mesa del Rivendel, Mila escucha el brindis de las chicas de la mesa de al lado. Casi todas llevan la ropa recogida y cincelada sobre las carnes prietas. Mueven la cabeza tan asertivamente que la cola de caballo salta hacia adelante encabritada y se les cuela a veces en los ojos. Son todas paseadoras de dos calles más arriba. - No hay quien trabaje con este calor. Por lo menos en esta calle corre un poco más de aire. - ¿Qué queréis tomar? - Agua de Valencia a la luna de Valencia. - ¿Qué es eso de la Luna de Valencia? - ¿Queréis que os lo cuente? - Pues sí. -
- Hay distintas historias. Algunos dicen que en la edad media, cuando las Torres de Serrano o las de Quart eran las puertas de la ciudad, se cerraban al caer el sol. Todos los que habían salido a trabajar a las tierras más allá de la muralla debían darse prisa en regresar, antes de que el sol se fuera definitivamente y las puertas se cerraran dejándolos fuera. Afortunadamente el sol siempre volvía al día siguiente, pero mientras faltaba, los que no habían llegado a tiempo se quedaban atrapados fuera de las murallas y era lo que se dice “quedarse a la luna de Valencia” - Qué historia tan terrible. Pobre gente. ¿Y qué hacían si al día siguiente el sol no aparecía o llegaba tarde? - Nada, supongo que los días que el sol no aparecía no podían contarse como días. Seguían siendo de noche un rato más. Pero ya os digo que hasta el día de hoy ha sucedido muy pocas veces que el sol haya faltado a sus obligaciones diarias.
- ¿Y qué podían hacer? ¿Dónde dormían? – preguntaba preocupada una chica que a ratos colaboraba también para una ONG. - Hay otra historia que cuenta que fuera, al otro lado de las murallas, había una especie de bancos de piedra con forma de media luna donde estos pobres podían pasar la noche tirados. - ¿Y qué pasaba si la que fallaba era la luna? ¿Si la luna de Valencia no llegaba a Valencia y se quedaba a hacer noche en cualquier otro sitio, seguía siendo luna? - Pues no lo sé. Si era una ciudad sin luna a lo mejor la invitaban a quedarse para siempre con ellos y la dejaban llamarse como quisiera, Luna de Orejilla del sordete, por ejemplo. Supongo que los pobres exiliados de noche, en esos casos tenían que conformarse con lo que les quedara a mano de Valencia, como por ejemplo el agua del río. Aunque técnicamente cuando salía fuera de la ciudad tampoco era ya agua de Valencia. - ¿Era aquella agua esta misma que bebemos ahora?
- ¡Qué tonterías dices! – respondió otra voz airada – ¿no sabes que el agua no es nunca la misma? ni siquiera al segundo siguiente de pasar bajo un puente. Ni aunque no apartes la vista de ella, el agua siempre cambia aunque tú no te des cuenta. - Tienes razón. La mía ya no está. Tenía aquí un vaso lleno y ¡ha desaparecido! - Eso es porque hay luna llena. ¡Vamos a pedir más!
El estudiante coreano regresa ya a la residencia y oye parte de la historia de las paseadoras. Se sienta un momento en el murete que cierra el jardín de la biblioteca para escuchar el final. Un día a la semana el coreano da una vuelta por todas las tiendas de comics de la ciudad. No es por afición o por cumplir uno de los tópicos que se esperan de él. Es más bien una cuestión de supervisión.
OTRA TORRE/ AGUA
Quiere conocer la versión que se distribuye aquí; cómo se traduce, cómo se maqueta y, si alguien fuera tan amable de leérselos, le gustaría oír cómo suenan recitados en cervantino español o en lengua mediterránea. Para regresar a su colegio mayor, en pleno centro de la ciudad, elige siempre las calles más estrechas. Al pasar por la calle Hospital decide no ir por la calle calle Marvá. Debe estar muerta y aburrida si todas las putas han salido a tomarse algo. Demasiado calor y quizás también demasiada luz con esa inmensa luna de perigeo que la vierte espesa y blanca como la leche. Se marcha antes del brindis, cuando acaba la historia. Al final de un callejón poco iluminado alguien se pone una capucha, guarda algunos botes de spray dentro de una mochila y sale muy despacio. Al pasar por ahí, Dostoi descubre lo que ha dejado en el muro:
Una luna redonda, rellena de miles de mariposas blancas, a la que el pico de un cuervo negro ha hecho un agujero por el que escapan como gas a presión cientos ellas. Todas salen volando y se alejan convirtiéndose al llegar al segundo plano en pálidas estrellas. Lencovert reparte siempre arte libre a los muros que más lo necesitan y ellos, agradecidos, hacen fuerza para que no se les caiga al suelo ni una línea. Es parte del ciclo vital de la calle que ninguna obra llegue a alcanzar la vida adulta y acaben cubiertas por una bata gris, cortesía del ayuntamiento.
Cuando cae el sol se hace de día en la casa de Ernesto, que por la noche se llama Denis. Hace ya unas 300 horas que ella se dejó aquel portazo que le mordió el corazón, pero cuando se ríe todavía le duele. La luna llega hasta su casa descolgándose por la ventana desde la terraza y bombea algo en su cuerpo que parece decir:
- “Es hora de salir...pum-pum…es hora de salir pumpum…” Como si tirara de él coge la bufanda del perchero y sale a la calle. En el portal, tras una silla y una mesa plegable descansa doña Soledad, la anciana del segundo. Invidente por defecto, vidente de profesión. Una mujer sola que prefiere la calle, donde siempre pueden preguntarle algo los que van de paso, a su desolada casa donde solo ella puede preguntar y contestarse “¿qué hora debe ser ahora?”, y eso así hora tras hora. - Buenas noches don Ernesto – le dice cuando él ya se creía a salvo. - Buenas noches doña Soledad. - Llameme Sol por favor. - Si no le importa prefiero llamarla solo Porfavor. Soy alérgico a la luz del día. - Como usted quiera. ¿Sale un ratito a tomar el fresco?
- Sí, sí…a pasear. En casa hace mucho calor. - Sí, es verdad. Aquí en la calle se está mejor. Pero no sea usted tan loco de salir así sin nada. Uno se puede encontrar un mal aire al doblar una esquina que lo parta en dos, o puede llevarse también un buen portazo. A esos nadie los ve acercarse por la noche. “Curiosa frase viniendo de una invidente” piensa Ernesto mientras se lleva las manos a los bolsillos para guardar las llaves. Entonces se percata de que ha salido de casa desnudo, casi completamente. Solo la bufanda que se ha dejado coger del perchero le tapa algo del cuello y las orejas. Ayuda una mata de pelo descuidada que lo cubre casi como un manto. Más confundido que avergonzado, y protegido también más por la ceguera de la vecina que por la oscuridad de la noche, da media vuelta para volver a la escalera. Antes de subir pregunta con ingenuo interés:
- ¿Cómo supo usted que no llevaba ropa? - No olvide que soy vidente, aunque invidente. Es mi trabajo responder a cualquier cosa que me pregunten, aunque tenga que adivinarla. ¿Para qué cree que son el dominó, la velita, la lámpara de sal y el vaso de agua? - Claro, claro… ¿lo vio usted en su… bola? - No diga tonterías don Ernesto. Por muy vidente que sea la invidencia me impediría ver la bola. - ¿Entonces…? - Es que no se le ha oído a usted nada. Ningún fru fru, fricción ni roce de telas le anunció cuando bajaba la escalera. Sonaba usted como un gato de 80 kilos que baja sin cuidado, con descuido. Ninguna ropa le delató. Por eso supe que iba desnudo. Ernesto observa su cuerpo en el que esa mata de pelo desatendida se ha ido adueñando de todo y se alegra de que su vecina sea verdaderamente ciega, para no ver a la bestia en que tantas horas de encierro lo han convertido.
- Iré a ponerme algo. - Don Ernesto, cuando usted quiera puedo leerle el futuro o el pasado. Lo que más le interese. - Se lo agradezco doña Soledad, pero mi pasado ya lo conozco y ya lo compartí. - Pero el futuro… - Ese doña Sol no tiene usted por qué ir a buscármelo. Déjelo que llegue poco a poco. De momento puede que todavía dependa de mí. Sube las escaleras de dos en dos. Antes de llegar al primer rellano oye a doña Sol. - Don Ernesto. ¿Le importaría decirme si ha salido ya la luna llena? - Sí, ha salido ya…y lleva a todos sus monstruos de la mano. Dice esto último unos pasos antes de alcanzar la puerta de su casa, pensando que la vieja no ha podido oírlo.
- No, don Ernesto – susurra la ciega vidente tras el portazo todavía sin vacunar – a todos no. El lobohombre está volviendo solo a casa. Justo en ese momento acierta a pasar por la puerta Mila. Viene de tomarse un helado nocturno y alevoso. Vuelve contenta porque en la mesa de al lado se han sentado algunas putas de Velluters que no han parado de reírse y de contar historias. Doña Sol la saca de sus ensoñaciones: - Nena, oye ¿no te gustaría saber lo que nadie sabe? - ¿Lo que nadie sabe? ¿y de qué me serviría saber algo que no sabe nadie más? ¿con quién lo compartiría? Sería como aquella vez en el colegio, cuando me porté bien y solo me dejaron salir a mí al recreo. Todos los demás se quedaron castigados en clase y yo sola, sin nadie con quien jugar. Dando una vuelta tras otra por el patio.
Como no sabía contar más que con los dedos de la mano, ni siquiera sé cuantas veces me los conté. No sé cuantas vueltas di y no puedo decírselo a nadie, así que es algo que solo sé yo y, sinceramente, es algo sin lo que podría vivir perfectamente. La pitonisa quiere mirarla desde el portal en el que ha instalado su consulta sobre una mesa plegable de camping, y gira la cabeza hacia ella. Al entender que no puede clavarle ninguna mirada se gira hacia otro lado como si hubiera dejado de importarle y dice con tono aburrido. - Tú no eres muy lista, ¿no? - No sé. Creo que ya sé lo suficiente y no quiero saber más cosas si no me van a servir para nada o no se las voy a poder contar a nadie. ¿Usted no tiene miedo de saberlo todo? - No. - ¿No sabe nada que le dé mucho miedo?
- Nada. - Pues si nada le da miedo, ¿qué hará cuando le tema a algo? - ¿es esa tu pregunta? - No, eso no es nada. Deje que piense algo - Pregúntame todo, lo que quieras. Mila medita unos segundos, pensando más en la respuesta que en la pregunta. Está delante de una adivina y en estos casos uno siempre debe preguntar algo que ya sepa, para asegurarse de que la vieja no la engaña. El primer error de un adivino es creer que de verdad necesitas saber la respuesta de lo que preguntas. Si no saben eso ya desde el principio, no pueden valer la pena. - Dígame algo que no sepa. -¡Ah no! eso no puedo decírtelo. Yo lo sé todo.
- ¿y por qué no me lo dice todo entonces? - Porque todo es mucho y tú no eres adivina. Con saber solo un poco ya tienes bastante. - Pues un poco ya lo sé. No necesito que me diga usted nada más. - Llévate esta piedra para que te proteja. - Déjelo, a mí no me gusta cargar con cosas pesadas. Mila se da la vuelta y sigue andando calle abajo mientras piensa que, a su modo de ver, las putas cuentan cosas más interesantes que las adivinas. La vieja sabe cuanto tiene que esperar antes de empezar a hablar para que esté lejos pero todavía pueda escucharla. Espera a que llegue hasta allí y dice: - Pues peor para ti. Así nunca sabrás dónde vive el hombre lobo del tercero...
Ruta A la Luna de Valencia para escanear, aunque tambiĂŠn puedes simplemente pinchar en el cuadrado.
Próxima CONTINUARÁ... entrega: ¿Le llamaban el Conqueridor porque era de Cuenca?