Revista Espejo Humeante Número 9, Junio 2021. RURALPUNK

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Ruralpunk

Espejo Humeante Revista latinoamericana de ciencia ficción Número 9. RURALPUNK. JUNIO DE 2021.

Coordinador editorial Rafael Tiburcio García Comité editorial Miguel Angel de la Cruz Reyes, Felipe Huerta Hernández, Miguel Ángel Lara Reyes y Zacarías Zurita Sepúlveda. | Asesores: Marcela Chao Ruiz y Juan Claudio Toledo Roy. Diseño Yadira Delgado Imágenes © Beinecke Rare Book & Manuscript Library. Yale U.

ÍNDICE #9

03 ▶ PRESENTACIÓN

Ensayo

04▶ Ruralpunk. Hacia una construcción de la ciencia ficción latinoamericana / Vladimir Rivera Órdenes 06▶ “En mi vida, sólo he visto dos vacas”: el ruralpunk como posibilidad / Zacarías Zurita Sepúlveda 08▶ Un breve acercamiento a la ciencia ficción africana / Erick J. Mota 11▶ Rockstradamus: “Tiempo de híbridos”, un himno ruralpunk / Eloy Caloca Lafont

Autorvs Invitadvs

41▶ Padre Williams / Leonardo Espinoza Benavides 47▶ Niños perdidos / Alejandra Inclán 49▶ La cruz de sal / Noé Hernández O.

Entrevista

Ilustración de portada María Susana López. Serie Tramas. Digital (2021).

39▶ Ciencia ficción española. Entrevista con Bruno Puelles / Zacarías Zurita Sepúlveda

Redes Facebook, Twitter, Instagram: @EspejoHumeanteR Issuu, Wordpress: espejohumeanterevista Youtube, Spotify: Espejo Humeante Revista

17▶ Cindy sin dientes / Alondra Isabel 20▶ Aceitoso / Danny Navarrete Cuevas 24▶ Escolopendra / Marcos Macías Mier 28▶ La Zona del Silencio / Norma Leticia Vázquez González 32▶ Gente rota / Arturo J. Flores 36▶ La cosecha / Óscar Enrique 37▶ Los enfrascados / Marilinda Guerrero 55▶ Contrabúsqueda / Mauricio del Castillo 58▶ Ying rojo / Asier Cayado 60▶ Cibermilpa / Eduardo Honey Escandón 64▶ NASA / Rodrigo de Ávila Gómez 68▶ Trastos / David Martínez Balsa 71▶ Flor sin sombra / Saga Kamishiro

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REVISTA ESPEJO HUMEANTE #8 / realidad

Narrativa

Gráfica

13▶ Cali / Andrés Arroyave 53▶ Paz / Darry

Poesía

74▶ Naturaleza / Rolando Reyes López

RESEÑA / Libros

75▶ Insomnes / Hay un hombre en mi ventana. 77▶ Convocatoria Parias

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▶ Andrés Arroyave. Serie Cali. Digital.(2021)

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ruralpunk

PRESENTACIÓN

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n un taller sobre historia de la ciencia ficción, uno de los miembros de esta revista comentó que, bajo la denominación ruralpunk, se abre una puerta para escribir parte de nuestras historias en América Latina. Un escritor joven pidió la palabra y, con toda sinceridad, dijo: “En mi vida, sólo he visto dos vacas”, como si la ciencia ficción fuera un privilegio citadino; y lo rural, una experiencia a la que muchos escritores latinoamericanos son ajenos. Aquello guarda mucho sentido, y se puede ver reflejado al momento de buscar el significado de ruralpunk en internet, el cual es esquivo, más ligado a corrientes musicales que de ciencia ficción. Incluso resulta anecdótico que los resultados nos lleven a nuestra propia convocatoria y, por ende, a nuestra definición, una demasiado abierta y provisional, más enfocada en desplegar posibilidades creativas que en definir las características de un género, en la que señalamos que los textos pueden estar “ambientados en entornos rurales, el campo o la naturaleza, al margen de la urbe. […] Una ciencia ficción campesina u obrera enmarcada por el subdesarrollo o la biotecnología rural, precaria y pirata; una lucha en la que personajes nostálgicos de un paraíso perdido idílico, amable y cotidiano se relacionan o entran en conflicto con la tecnología, el progreso y la modernidad”.

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Creemos que no es labor de quienes editamos esta revista definir el ruralpunk o cualquier otro género, ni restringir su alcance a los elementos de los textos que aparecen en este número; publicaciones con esa clase de despropósitos ya hay suficientes. Más bien deseamos plantear una serie de posibilidades en espera de las futuras respuestas que profundicen en este fenómeno, de manera que el significado del ruralpunk sea el hallazgo de toda una comunidad. Por el momento, los cuentos y ensayos que leerán a continuación se desarrollan en entornos que los enmarcan en lo rural, en sitios de esa Latinoamérica rural y campesina, muchas veces precaria, que nos son comunes y que podrían hallarse en cualquiera de sus países hermanos que son atravesados por una misma lengua y costumbres, que pueden tener diferencias, pero que, a fin de cuentas, terminan compartiendo muchas similitudes también. Acompañan a los textos las ilustraciones del Manuscrito Voynich así como aquéllas seleccionadas de nuestra convocatoria anterior. Esperamos que disfruten leyendo de este número tanto como nosotros disfrutamos elaborarlo. ¬ El comité editorial, junio de 2021.

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Autor invitado / Ensayo

RURALPUNK. Hacia una construcción de la ciencia ficción latinoamericana Vladimir Rivera Órdenes

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n software salvaje que se alimenta de almas en pena; una selva que se come lentamente una de las ciudades más prósperas del mundo; chasquis que memorizan el mundo antes de que todo lo análogo desaparezca, templos mayas que conectan con seres venidos de otra dimensión; vacas con profundas ventosas que convierten el metano en oxígeno mientras producen leche en las verdes praderas de Osorno; experimentos genéticos clandestinos en la Plaza Garibaldi , cazadores de ADN en el Mato Grosso; El Caleuche a la deriva con miles de infectados de un virus creado en un laboratorio en Lima. La ciencia ficción que alguna vez imaginamos nunca llegó a Latinoamérica o si llegó fue made in Taiwan. El crítico de cine y escritor argentino Ángel Faretta decía que lo fantástico, o lo que entendemos por fantástico, depende del ethos con que se mire. Agregó: Para un cristiano, la resurrección de Cristo es natural, pero para un anglo, raya en lo sobrenatural. Para nosotros, como cultura latinoamericana, ver al diablo es parte de nuestro proceso de crecimiento, lo mismo que tus muertos, de vez en cuando, te visiten. Eso es lo natural. “¿Qué le pasa a su niño?” “Parece que le tiraron un mal”. “¿Y usted sabe cómo sacarle eso?”“Una meica va a venir en la tarde”. Sería una conversación muy normal, pero que seguramente en New York considerarían “sobrenatural”. Faretta agrega, en una de las tantas charlas que están registradas en YouTube, que lo fantástico devino en las culturas industrializadas —llámese la parte norte de Europa y Estados Unidos— en ciencia ficción. Es decir, todo relato de adelantamiento es, en el fondo, una interpretación positivista de lo fantástico. Lo fantástico, lo raro, lo siniestro, se instaló en la Europa del Este, no es raro, que el mismo Drácula sea rumano, donde la tecnología industrial nunca llegó. En aquellos países donde la tecnología llegó a medias —léase América del Sur— lo fantástico derivó en el realismo mágico —Garro, García

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Márquez, Rulfo— o en lo real maravilloso —Carpentier, Asturias. Razón tenía Borges al plantear que, en sus historias, los doppelgänger y los muertos conviven en algún lugar al sur de Buenos Aires. Por lo mismo, ¿cómo construir una ciencia ficción latinoamericana? Quizás Miguel Serrano tenía razón: ovnis y deidades mapuches, viajes siderales y la búsqueda de la Ciudad de los Césares en el Melimoyu. O Baradit con esos médiums conectados a cableados infinitos que contienen toda la información del universo. Mientras, Pinochet obtiene el premio Nobel de la Paz en un universo alterno. O somos la devastación, el patio trasero, donde la tecnología se vende por AliExpress y las mutaciones genéticas ocurren mientras cientos de personas mueren de Zika. En este ruralpunk, el futuro nunca llegará o por lo menos, no como lo conocemos. No por nada, en Children of Men, película de Alfonso Cuarón, el último humano de madre humana nació y murió en la Argentina. Una tabla ouija conjuga datos de millones de clics en la gran big data. Una niña en La Pintana diseña prótesis oculares con impresiones 3D, un chico vende armas a grupos guerrilleros enviando códigos por Gmail; un misil es operado con Linux, cientos de bots son revividos usando vudú. Un pastor evangélico revive a un futbolista del Fifa 21; un avatar se suicida frente a cientos de personas que esa noche miraban cómo el mundo colapsaba. Porque acá la ciencia ficción nunca llegó. Porque acá somos el cementerio del cyberpunk. Acá, sólo estamos los exiliados del Mundo Feliz y, con suerte, cada cierto tiempo armamos un carnaval mientras el mundo se acaba.

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▶ Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Ensayo

“En mi vida, sólo he visto dos vacas”: el ruralpunk como posibilidad Zacarías Zurita Sepúlveda

¿

Por qué el ruralpunk, esas historias protagonizadas por campesinos u obreros que oponen lo idílico al progreso, parece ser un tema poco relevante para la ciencia ficción? Hace poco participé en un taller sobre historia de la ciencia ficción, en el cual comenté sobre lo que ha significado la convocatoria Ruralpunk y el hecho de que, bajo esta etiqueta, se abre una puerta para escribir parte de nuestras historias en América latina. Quien dirigía el taller dijo encontrar en parte la razón y agregó que, de todas formas, muchos países del resto del mundo, anglosajones, por ejemplo, tienen sus propias historias ruralpunk. Entonces alguien pidió la palabra, un escritor joven, y con toda sinceridad dijo, cita textual: “En mi vida, sólo he visto dos vacas”. ¿Es probable que no hemos explotado esta veta por la influencia de los grandes escritores del género en nuestras vidas como lectores y escritores latinoamericanos? Creo que todo ser humano se encuentra ligado de una u otra manera al campo. En efecto, en las grandes industrias, prácticamente automatizadas y de producción en masa, no es posible crear, hasta hoy en día, alimentos como cereales, huevos, frutas, verduras, legumbres o carne para cubrir las necesidades de la población, aun cuando ya es posible verlos en un símil sintético. Estos alimentos, que el ser humano ha consumido desde la antigüedad, forman su base alimentaria. Los productos mencionados provienen de plantaciones o granjas que, en su gran mayoría, están fuera de las urbes, en lugares rurales, donde la tecnología ha permeado para hacer mejoras, incluso desterrando a quienes fueron reemplazados por máquinas que terminaron haciendo las mismas labores. Incluso las bebidas alcohólicas que se producen de forma industrial, requieren de entornos específicos que son imposibles de recrear en medio de una ciudad, puesto que

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necesitan realizar alguna parte del proceso que los liga a lo rural. En términos generales, podemos exponer como ejemplo de este cruce en nuestro continente que una de las primeras cosas que hicieron los españoles a su llegada fue repartir tierras y solares para la producción agrícola1. Esta situación se proyectó durante el periodo colonial en Latinoamérica, manteniendo este vínculo de larga data entre sus habitantes, ahora no sólo indígenas, y los cultivos más tradicionales de cada territorio, a los que se añadieron productos foráneos2. Con más de un siglo de independencia, y notando esta tradición del agro en nuestro continente, se suma la reforma agraria, proyecto impulsado por la Alianza para el progreso, que se gestó pasada la mitad del siglo XX. Ésta buscaba generar cambios importantes en estructuras sociales, políticas y de producción alimentaria en la región3. Es posible seguir sumando elementos atingentes a nuestra realidad latinoamericana, los que, de forma resumida, nos otorgan datos interesantes para considerar, incluso a nivel mundial. Por ejemplo: Lecturas relacionadas 1

Campo y ciudad en el contexto histórico latinoamericano. Paul Singer. Revista EURE, Vol. IV, NQ 10, CIDU, Septiembre de 1974. 2 Sobre agricultura precolombina y colonial en Latinoamérica. Orígenes y promotores. Ángel Marzocca, Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, 1990. http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/30322 3 Evolución de la economía campesina en América Latina. Jorge Echenique.https://www.teseopress.com/perspectivasparaeldesarrollo/ chapter/evolucion-de-la-economia-campesina-en-america-latina/

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Los principales países exportadores de trigo en el mundo en 2019. https://es.statista.com/estadisticas/1131906/principales-paises-exportadores-de-trigo-en-el-mundo/ 5 El top 10 de los exportadores mundiales de carne. https://www. agrolatam.com/nota/32960-el-top-10-de-exportadores-mundiales-de-carne/ 6 Colombia entre el ‘top 5’ de los productores y exportadores de banana. https://www.redagricola.com/co/colombia-entre-el-top-5-de-los-productores-y-exportadores-de-banana/ 7 Amor por el café. https://www.bonka.es/amor-por-el-cafe/paises-productores-de-cafe 8 https://cacaomexico.org/?page_id=201 9 Los 10 mayores productores de vino del mundo. https://vinalium.com/es/los-10-mayores-productores-de-vino-del-mundo/ 10 Paraguay es el quinto mayor productor de soja del mundo. https://www.icex.es/icex/es/navegacion-principal/todos-nuestros-servicios/informacion-de-mercados/paises/navegacion-principal/noticias/paraguay-productor-soja-new2020847238.html 11 Producción lechera. http://www.fao.org/dairy-production-products/production/es/ 12 ¿Qué países son los que más exportan en productos de alta tecnología? https://www.elboletin.com/mercados-110443-paises-exportan-productos-tecnologia-html/ 13 Entender la ruralidad en América Latina, una oportunidad para el desarrollo. https://www.caf.com/es/actualidad/ noticias/2016/08/entender-la-ruralidad-en-america-latina-una-oportunidad-para-el-desarrollo 4

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

En contraposición, las exportaciones de tecnología para 2013 estuvieron vinculadas a países donde nosotros, como latinoamericanos, no destacamos en lo más mínimo, siendo estos, en su mayoría, europeos12. Si esta es nuestra realidad, ¿por qué mucho de lo que escribimos versa sobre temas que no nos son tan cercanos? Si bien, como escritores, tenemos la posibilidad de crear sobre lo que mejor consideremos, incluso lo que más nos guste, el mirarnos a nosotros mismos, y nuestro entorno, podría ayudarnos a tener más espacios para escribir, apelando a lo que se vive en nuestro continente, aun cuando esto no sea ruralpunk, pero apelando a nuestras vivencias, carencias, penas y alegrías que terminan siendo comunes en el continente. Probablemente la realidad de haber visto sólo dos vacas sea extensiva para muchos, pues en la actualidad sólo una quinta parte de América latina vive en el campo13; por lo tanto, para algunos podría implicar un desafío complejo y ajeno el escribir sobre ello. Sin embargo, el no conocer del campo y lo rural no tiene por qué ser algo malo, tampoco una limitante, sólo es parte de lo que a algunos les ha tocado vivir. A pesar de ello, de una u otra forma, la vida gestada y desarrollada en la región está ligada a lo que en estos entornos se ha producido y se produce, por lo tanto, escribir ruralpunk en nuestra lengua, es algo que no puede estar tan alejado y que permitirá abrir una ventana para mostrar lo que en esta parte del mundo sucede, o, para ser más acertado al género: lo que podría suceder. ¬

Lecturas relacionadas

• Argentina fue el quinto exportador de trigo en 20194. • Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina y México están entre los mayores exportadores de carne en 20185. • Colombia es el cuarto exportador de bananas en 20196. • Brasil, Colombia y Honduras destacan entre los siete mayores productores de café7. • Brasil y Ecuador se ubican entre los diez principales exportadores de cacao a nivel mundial entre 2005 y 2006, sumando a Honduras y más abajo a México (2011-2012)8. • Chile y Argentina, para 2019, son connotados exportadores de vino9. • Brasil, Argentina y Paraguay se encuentran entre los 5 mayores productores de soja en 201910. • Brasil en 2018 destacó entre los productores de leche11.

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Autor invitado / Ensayo

Nigerianos en el espacio, alienígenas en Johannesburgo Un breve acercamiento a la ciencia ficción africana Erick J. Mota

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n la primera temporada de la serie de ciencia ficción Sense8, de la autoría de las hermanas Wachowski, escuché un diálogo que me hizo reflexionar. La conversación era entre un personaje que vivía en Kenia y otra que vivía en la India. El keniano vivía en un gueto mientras la mujer india era clase media. Por azares de la historia, la mujer de la India puede ver por los ojos del africano la habitación de este último. En una pared de la paupérrima habitación cuelga un televisor de pantalla plana de dimensiones gloriosas. Al ver esto, la mujer dice: «He visto esto en varios barrios pobres aquí en la India. La gente prefiere comprarse un gran televisor antes que una cama». A lo que el keniano responde una frase lapidaria: «La cama te mantiene en el gueto, el televisor te saca de él». Profundamente avergonzado, al darme cuenta que más de una vez había pensado como aquella mujer india de la serie, comencé a reflexionar sobre los estereotipos. Recordé cuando casi pude conocer en persona a Deji Bryce Olukotun. Me habían invitado a un panel sobre ciencia ficción en el Bronx Musseum y el autor nigeriano sería el moderador. Cuando leí su biografía quedé profundamente sorprendido al leer el nombre de su novela de 2014: Nigerians in Space. Primero me pareció profundamente extraño encontrar ciencia ficción en Nigeria, después me pareció que lo primero que pensé era prejuicioso. ¿Acaso porque alguien naciera en Nigeria debía abandonar sus sueños con el espacio únicamente por haber nacido en el continente incorrecto? No era yo, un niño nacido en una isla del Caribe que soñaba ser cosmonauta y terminó escritor de ciencia ficción, la persona que debía juzgar tan duramente a este escritor. Pensé en la idea que tienen de los cubanos en países del primer mundo y lo inaudito para muchos de que un cubano se gradúe de Física, no quiera irse del país, no jinetee

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y, para colmo, tampoco escriba realismo sucio. Terrible lo que hacen los estereotipos a la opinión generalizada. Por entonces ya había decidido que no haría un cyberpunk en Tokio o un steampunk en Londres. Si en mi obra los extraterrestres intentaban colonizar la Tierra, debían empezar por la Habana o, en su defecto, Santiago de Cuba. Así que me entusiasmó conocer a un colega de la patria de los yorubas (centro filosófico de mis novelas y, en una buena parte, del afrofuturismo caribeño). Al final no pude conocerlo. No hubo manera posible de convencer a la funcionaria de la Embajada de Estados Unidos de que yo no cumplía con el estereotipo y regresaría a Cuba después de aquel viaje. Lo que más lamenté fue no conocer a un escritor africano de ciencia ficción. Un colega que se arriesgó a soñar. Años después, conocí del programa espacial nigeriano, de su esfuerzo por poner satélites en órbita y su reciente aviso de poner un hombre en la órbita en 2030 (así que Olukotun no estaba tan divorciado de la realidad). Un poco después conocí de la obra de Nnedi Okorafor, matemática nacida en Igbo, Nigeria, y autora de ciencia ficción que ha logrado publicar en el mercado norteamericano, reconocida por los premios Hugo y Nébula, otorgados a su novela Binti, primera de una trilogía seguida de Hogar y Mascarada nocturna. Todas, por suerte, descargables en español junto con su primera novela: ¿Quién le teme a la muerte?, postapocalíptico que resultó ganador del World Fantasy Award de 2011. Como teórica del tema. Nnedi Okorafor ha planteado en diversos artículos la necesidad de adaptar la ciencia ficción a las realidades culturales africanas. Lugares donde carecen de sentido las historias de miedo a la tecnología informática debido a la falta de masividad de computadoras; y sin embargo, calan profundo las apocalípticas, y el

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temor a la tecnología bélica automatizada. Esto se debe a la realidad africana desbordada de disputas tribales, masacres y drones, al punto que entre los estudios culturales de las universidades africanas existen temáticas impensables para la academia europea o norteamericana como son los conflictos y relaciones entre población civil y militar, estudios que, mucho me temo, deberíamos incluir en la academia latinoamericana e independizarnos de la academia del primer mundo. Pero ésa es otra historia. La ciencia ficción escrita por africanos es abundante pese al desconocimiento global. Mencionaré de pasada autores como el nigeriano Tchidi Chikee (además de escritor, cineasta), el ghanés Kojo Laing y el congolés Emmanuel Boundzeki Dongala. Vale mencionar el movimiento sudafricano de ciencia ficción que, aunque no ha sido traducido al español, nos ha legado su impronta cinematográfica con el largometraje de 2009 Distrito 9 de Neill Blomkamp, basado en un cortometraje del propio Blomkamp en 2006, Alive In Joburg (Vivo en Johannesburgo). Otra mención imprescindible es la de Umaru Dembo quien en 1969 escribió la novela Taura runa mai wutsiya (El cometa, aunque la traducción no es confiable) valientemente en lengua hausa* en lugar de inglés.

Para un lector en español es más difícil un acercamiento a esta literatura insertada en mercados editoriales diferentes: el anglosajón y el francófono, por lo que el lector hispanohablante debe esperar traducciones que sólo aparecen cuando una obra es muy relevante o cuando Occidente decide mostrarse condescendiente con África. Sorprendentemente es algo que también ocurre cuando se intenta buscar ciencia ficción dentro del Caribe no hispano. Nadie dijo que ser un lector ávido fuera fácil. Leyendo estos autores africanos comprendí que, en cierto modo, la ciencia ficción es como un televisor de pantalla plana de dimensiones gloriosas en la habitación humilde: lo que nos saca del gueto. Es la llave de escape de nuestra prisión de la realidad. Escapismo puro y simple, mas necesario. Comprendí también que todos los autores de ciencia ficción estamos hermanados. Todos tenemos un pie en la ciencia y otro en la literatura, todos vivimos entre la realidad y la fantasía, y ninguno de nosotros puede escapar de ninguna de las dos. Es lo que comparto por igual con Arthur C. Clarke, Nnedi Okorafor y Liu Cixin. ¬

* Segunda lengua de los habitantes de Níger y el norte de Nigeria. Se usa como lengua franca en un área mayor en África occidental, especialmente entre los musulmanes.

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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▶ Havier Magdaleno. Cosas de rancho, o el sueño recurrente de Johnny Candelario. Trazado digital. (2021).

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ENSAYO

Rockstradamus: “Tiempo de híbridos”, un himno ruralpunk Eloy Caloca Lafont

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onó la primera trompeta en el cielo, con un estruendo que se parecía más al soplido de una armónica que al inicio de las calamidades. El ángel le dijo: “Ven, mira”. Y Rodrigo (Rockdrigo) González lo vio venir: su habitación se convirtió de pronto en una enorme extensión de tierra, espolvoreada de cultivos incipientes, que se fue llenando con fresadoras, cosechadoras, tractores y arados automáticos. Frente a estas bestias metálicas, que se exhibían nuevas y relucientes pese al terregal, se reunieron campesinos y presidentes municipales que celebraban el progreso frente a un micrófono, flanqueados por tarimas, mamparas de unicel con logotipos de partidos políticos, globos y una que otra banda local, preparada para aderezar el discurso con el tañido de un sonsonete bailable. Encima del templete, había reporteros y camarógrafos, y poco después, personas que estiraban los brazos para que sus dispositivos móviles captaran el momento preciso en que cada político, jugando a ser un Prometeo con guayabera y apuntador, subía simbólicamente a la cabina de operaciones de cualquier máquina, tras colocarse el sombrero de paja de alguno de los asistentes. Aplausos. Pero, Rockdrigo no se sentía feliz ni cómodo. El Profeta del Nopal, como todos le llamaban, no compartía el entusiasmo de los mítines, porque sabía que la tecnificación del campo no era la mejor respuesta a la pobreza, ni al desplome del precio de los productos agrícolas. La tecnología tampoco traería un mejor reparto de terrenos, ni una reforma agraria, ni mucho menos la justicia social. Decir que Rockdrigo González era un visionario parece ya un lugar común. Su vida, transcurrida entre los años cincuenta y los ochenta, lo llevó a presenciar la transformación de México, de las políticas del Desarrollo Estabilizador, que prometían llevar la industrialización y el capitalismo a todo el país, hasta los desastres de la globalización. Sin embargo, lo más curioso fue todo aquello que Rockdrigo vaticinó sin REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

alcanzar a presenciar: el asistencialismo propagandista; las revistas llenas de intelectuales orgánicos; la postmodernidad, después de los tratados de libre comercio; y la cotidianidad enajenante y vacía de la era digital, donde no existen fronteras entre las tecnologías de control y las de entretenimiento. Como poeta (o profeta), Rockdrigo es un analista político, un teórico de economía y un filósofo de la técnica. Entendió que uno de los grandes problemas de nuestra época sería la tragedia de los consumos inmateriales, pues, con el avance de las industrias creativas, las experiencias y los afectos tienen un precio. Por eso, en la Balada del asalariado (1984), después de lamentar que no le alcanza para la renta o la alacena, reflexiona sobre la capitalización del deseo: “pagar tus pasos, hasta tus sueños / pagar tu tiempo y tu respirar / pagar la vida con alto costo / y una moneda sin libertad”. Igual, sus letras abordan cómo funcionan los dispositivos de vigilancia y producción —“hacía largas colas llenando papeles / hasta que me decían que luego me hablarían” (Buscando trabajo, 1976)— o bien, la precarización —“sin mujer, sin casa, sin trabajo, sin cotorro y sin tienda” (Amor de teléfono esquinero, 1992)—. Aun así, el tema central de toda la obra de Rockdrigo es el aburrimiento: esa pérdida de uno mismo que causan las ciudades hacinadas y el cansancio por la explotación. Los ejemplos abundan: “Ella estaba en un jardín de sopor” (Solares baldíos, 1986); “te han parado el tiempo / te han quitado la promesa de ser viento” (Vieja ciudad de hierro, 1984); o “pasas tus días / siempre a través de la ventana” (Ama de casa un poco triste, 1986). No obstante, y sin dejar atrás sus consideraciones sobre la voracidad de la desigualdad o la monotonía, Rockdrigo tiene deudas importantes con la ciencia-ficción, porque retrata sujetos mecanizados y distopías cotidianas. Es así que una de las canciones cumbres del rockero, No tengo tiempo (1986), se vuelve una pieza clave de existencialismo sci-fi: “Manejo implacable mi nave cibernética / entre aquel laberinto de los 11


planetas muertos. (…) No tengo tiempo de cambiar mi vida / la máquina me ha vuelto una sombra borrosa”. Y, de forma similar, el cantante figura, en otro de sus éxitos, el sueño de escapar lejos de las desgracias sociales en un viaje estelar: “Disparado hacia el cielo rumbo a Andrómeda, / vagando por el infinito voy / fastidiado de la guerra y de la explotación / y una historia circular de vicio y corrupción” (La máquina del tiempo, 1989).

Aquí, hay que parar. Retomemos ese comienzo sublime en que Rockdrigo era llevado por un ángel hasta sembradíos con aparatos, en una estampa de demagogia campesina. Ya sabemos que el cantante tenía dones proféticos y era afín a las causas justas, medio nihilista y simpatizante de la ciencia ficción. Añadamos a esta radiografía, su habilidad para sostener un imaginario ruralpunk; específicamente, en la canción Tiempo de híbridos (1986). Y pensemos, que no se trata tan sólo de un poema ruralpunk, sino del mejor exponente de este género en las letras mexicanas. Si bien el steampunk (de steam, “vapor”) parte de ficciones especulativas con universos alternos o futuros posibles, donde las sociedades viven en una prolongación tecnológica y moral de la época victoriana, y el cyberpunk es un tipo de ciencia-ficción donde la informática, la robótica y las megaciudades luminosas conviven con corporaciones y gobiernos oscuros, el ruralpunk sería un conjunto de narraciones (o poemas) donde se reflexiona sobre los colapsos económico-sociales o ambientales que trae la llegada de la tecnología a los entornos rurales. Con esta premisa, Tiempo de híbridos abre con la descripción de un paisaje que bien podría estar en una ficción de Ray Bradbury o Ursula K. LeGuin, para luego dar paso a una serie de paradojas que, finalmente, terminan con una mordaz sátira sociopolítica. “Era un gran rancho electrónico / con nopales automáticos / con sus charros cibernéticos / y sarapes de neón”. Hasta este punto, el Profeta parodia cómo el neoliberalismo —un poco posterior al fallecimiento del propio Rockdrigo— ofrece el bienestar del campo con la bandera de la tecnología, pero cae en el absurdo. Automatizar nopales y equipar cibercampesinos sobre caballos robóticos (es decir, los tractores y fresadoras que referíamos al inicio) no supone mejores condiciones para lo rural, sino sólo llenar la naturaleza y la tradición de artificios. Algo tan falso como un sarape de neón: el puro apantalle. Pero, es en los siguientes versos de la canción cuando se va construyendo la crítica, retomando los temas más recu12

rrentes de Rockdrigo: la miseria, la indignación y el hastío. “Era un gran pueblo magnético / con Marías ciclotrónicas / tragafuegos supersónicos / y su campesino sideral”. Pareciera que la razón de los neoliberales, retratada con el humor de un rayo o campo de energía que cubre paulatinamente el pueblo rural, comienza a convertir a estos personajes (que son tan mexicanos como los arquetipos de un calendario de Jesús Helguera) en sujetos-máquina monstruosos. En mi mente, incluso tienen movimientos entrecortados, esclavizados por los procesos repetitivos de su devenir maquínico. Y es, entonces, cuando Rockdrigo suelta la frase clave, que también servirá como título: “Era un gran tiempo de híbridos”. Ese será el leitmotiv de la canción, pero también de la (pos)modernización de México: el híbrido. Desde el salinismo hasta una izquierda que sigue arraigándose en las ilusiones de la tecnocracia, los gobiernos contemporáneos de nuestro país ofrecen avances tecnológicos para el campo, pero sin explicar a ciencia cierta para qué. Conforman, como dice la canción de Rockdrigo, “una medusa anacrónica / una rana con sinfónica” y, sobre todo, “una campechana mental”, que es un galimatías de falsedades; un discurso sin sentido. Parten de que el campesinado necesita más aparatos que educación, más vehículos que el derecho a una salud o vivienda digna, y más máquinas que oportunidades. Y todo, porque el gobierno (o en específico, el presidente) se erige como “un gran sabio rupéstrico / de un universo doméstico / pitecantropus atómico / líder universal”. Los campesinos, con los juguetes tecnológicos del Estado, podrían generar “frijoles poéticos / también garbanzos matemáticos”. Impresionante: Rockdrigo pasa de los objetos técnicos a la ciencia aplicada, adelantándose a la biogenética y a Monsanto. Pero, ¿de qué sirven los transgénicos si, como sigue la canción, “los pueblos son esqueléticos / con sus guías de pedernal”? Sólo se llenan los pueblos de “salvajes y científicos / panzones que estaban tísicos”, en un esquema de pobreza tecnificada. Y, por último, Tiempo de híbridos cierra con lo que será su tesis definitiva; el lamento por una situación que aún no ha terminado: “la vil penetración cultural / el agandalle transnacional / el oportuno norteño imperial / el despiporre intelectual / la vulgar falta de identidad”. Sabemos cómo terminó la historia del ángel y el Profeta. Tras la visión futura de los viles engaños neoliberales, Rockdrigo va y escribe un himno ruralpunk. Pronto morirá, en medio de un terremoto. Sus canciones, incluyendo esa que habla sobre ranchos electrónicos, vivirán por siempre. ¬ REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


GRÁFICA / CÓMIC

Serie “Cali” Andrés Arroyave

▶ Andrés Arroyave. Serie “Cali”. Ilustración digital (2021).

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▶ Andrés Arroyave. Serie “Cali”. Ilustración digital (2021).

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▶ Andrés Arroyave. Serie “Cali”. Ilustración digital (2021).

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▶ Andrés Arroyave. Serie “Cali”. Ilustración digital (2021).

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Narrativa / Relato

Cindy sin dientes Alondra Isabel

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a niña corre, brinca y rompe la paz del frondoso bosque, intenta escapar de la bestia que le pisa los talones. Algunos árboles declaran la primavera; otros se oponen rotundamente y anuncian la llegada del otoño con su color cobrizo y hojas muertas. Las incongruencias son necesarias. El escenario es un holograma, los bestiales juancitos gigantes son producto de su imaginación. Una imprudente roca detiene la carrera y le enreda las piernas. Sin tiempo de meter siquiera las manos, la niña cae al suelo. El holograma pinta un suelo húmedo y lodoso; sin embargo, Cindy está cubierta de arena seca. —¡Apágate, chingadera cagada! —grita entre lágrimas y mocos. Como un origami, el escenario se dobla hasta formar una miniatura. La niña toma la figura y la guarda en una de las bolsas de su pantalón. La realidad queda al descubierto. Rompe el hechizo tecnológico y su magia deforesta al frondoso bosque hasta reemplazarlo por un baldío de tierra seca y matorrales. El cielo está despejado, no hay ni una nube a la vista, únicamente el sol con su redonda y amarillenta presencia. Ella llora en un desierto que le parece infinito, cuando crezca se dará cuenta que es tan sólo una manchita en la Tierra. El impacto del golpe lo recibió en la boca, pasa la lengua por la encía y empuja al próximo exiliado. La asusta su futura transformación. La pérdida de un diente es un evento totalmente distinto si tu nombre es Cindy. Cindy sin dientes. Para una niña tan pequeña sería el primer contacto con la humillación pública. El diente deja un hilito de sangre cuando lo separa de la encía, el sabor a fierro viejo le llena la boca mientras masajea la carne tiernita. —Cindy, ¿quieres ir a la tienda conmigo? —pregunta su abuelo. La niña pega un pequeño brinquito por el susto. Sujeta con fuerza el diente y lo esconde en su espalda. Decide que REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

lo mejor es no abrir la boca, así que sólo asiente y aprieta los labios con fuerza. Corre tras su abuelo, quien ya ha iniciado la marcha. Allá en el baldío, un juancito se despide de ella sacudiendo su mano. Hace calor, como siempre. El sudor empieza a acumularse en su nuca y su nariz y el abuelo le presta un pañuelo rojo para que se limpie. Su piel morena exhala el aliento de los rayos del sol. La niña pasa el trapo por su cara y lo devuelve húmedo y embarrado de arena. —Andas toda chorreada, te va a chingar tu mamá cuando te vea. La niña se encoge de hombros y continúa su marcha dando brinquitos. El abuelo se ríe, la toma de la mano mientras abre la puerta del establecimiento que les congela el sudor al entrar. Manchan el suelo blanco con sus zapatos cubiertos de tierra, pero el material del piso absorbe de inmediato las huellas y borra el rastro de los clientes. —Bienvenidos a tiendas OXXO; mi nombre es Mario y estoy para servirles —los recibe una voz monótona. Es un robot un poco más grande que Cindy. Ella se apoya en las puntas de sus pies para hablarle a lo que parece ser una cara. —Tino, mira. Ya traje lo que te prometí. El blanco robot soporta el peso de la niña, quien lo sujeta por encima de lo que podrían ser sus hombros. La niña abre su mano y deja al descubierto su diente amarillento frente a los receptores de la máquina. El robot no alcanza a identificar la charla, dentro de su existencia el diente sólo representa un objeto cubierto de suciedad. —Disculpe, no cuento con las herramientas necesarias para realizar una limpieza del objeto. ¿Le gustaría agregar la sugerencia? —Oye, tú no eres el Tino —su respuesta lo delata. Cindy sabe que Tino jamás olvidaría la promesa que le había hecho. Meses atrás, cuando le contó que traía flojito un diente, 17


Tino le confesó que no tenía dientes. Ella revisó su cavidad bucal y, en efecto, no existía ninguna evidencia de dentadura. Sintió pena por él, por su amigo molacho. Así que le prometió regalarle el segundo diente que se le cayera; el primero no, el primer diente sería para el hada, porque la quería conocer para pedirle un regalo. Después de eso, todos sus dientes serían de él, para que sonriera. —Pues no —dice el abuelo, quien se encuentra revisando la sección de las bebidas—, te dije que el Tino se descompuso. Lo cambiaron por éste, pero es igual de inservible. A ver, tú, ¿dónde fregados están las cocas? Cindy lo observa mejor, se da cuenta que esta versión tiene un color blanco más intenso. Tino era del color de los huesos, y un poco más alto. El nuevo empleado se pierde con el color del suelo, hasta parece que es una extensión. —¿Estás pegado al suelo? La cabeza del robot da un giro, de pronto su espalda se transforma en su pecho. —La información no es relevante para el cliente —contesta y gira la cabeza hacia el abuelo. —Chingadas cosas demoniacas que hacen ahora. Toma tus cincuenta pesos y dame la soda. A diferencia de Tino, los ojos de este ser no parpadean. Sólo son cuencas oscuras con destellos de luces azules al fondo. —Gracias por su compra. Mi nombre es Mario. Fue un gusto atenderles. Regresaron a su hogar, Cindy se encontraba un poco confundida por el paradero de su amigo. En cambio, el abuelo no podía sacarse de la cabeza a la máquina blanca y de ojos huecos. Cuando él era un niño, su padre se asustó con la llegada de los robots a las tiendas. Tino fue incomprendido al principio, mucho después se adaptaron a su presencia. A diferencia de los demás, él nunca temió que las máquinas dominaran el mundo. Ahora comprendía el rechazo que sintió su padre ante robots como Tino. El miedo a la tecnología lo hizo sentirse viejo. —Ay, papá, te dije que era una de dos litros. —La madre de Cindy los recibía con una sopa de albóndigas y tortillas de harina. —Pues sí, mijita, pero me diste un billete de cincuenta. —¿Te lo aceptó el Tino? Ya te dije que ahí sólo aceptan tarjetas. —Pues a mí nunca me han dicho nada; el dinero es dine-

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ro. Échale agua mineral para que haga bulto. —Ay, papá. —Cambiando de tema: ya trajeron al nuevo robotino. La niña no sabía que lo habían corrido. —Nada sabe esta chamaca, papá, puro correr con su cosa esa mata imaginación. Pobrecito el Tino, se puso loquito y mejor lo tiraron. Ya estaba bien jodido, llevaba como diez años trabajando. Lo bueno que ahora está descansando en el cielo de los robotinos. —El nuevo da mucho miedo. Parece de esos que un día despiertan y mandan a la chingada a la humanidad. —Uy, y eso que es modelo viejo. En las ciudades grandotas ya hay máquinas más avanzadas. Aquí envían las que van sobrando. Ya ves, al Tino todavía se le veían los cables. ¿Dónde se han visto máquinas con cables ahora? —Hasta eso, ya ves esa cochinadita con la que juega la Cindy. —Tus nalgas son cochinaditas, Tata. —¡Cindy! ¡Te voy a reventar el hocico! Salió disparada como un rayo. Escuchó los gritos de su madre y la risa de su abuelo. Afuera estaba oscuro, justo el tipo de escenario que le causaba un terror desmedido. En otros tiempos, iría a buscar a su amigo, pero eso ya era cosa del pasado. Regresar ahora era arriesgado, su madre seguramente estaba sumamente enojada. Lo mejor sería esperar unos minutos. Caminó entre las casas abandonadas, silbó para llamar a los juancitos sin recibir una respuesta. Sacó el diente de su bolsillo y jugó con él mientras caminaba por un pueblo que parecía fantasma. Recordó que dejó el generador de escenarios en su casa, justo sobre la mesa. Estaba obligada a sentarse y esperar a que el tiempo pasara. De nuevo, pensó en Tino. Empezó a preguntarse dónde podría estar su amigo, en qué momento se lo llevaron. —Si ayer lo vi —susurró. La idea saltó en su cabeza. Se preguntó: “¿Dónde ponemos las cosas que ya no sirven?” —¡En la basura! Nunca había visitado el basurón, aunque sabía dónde se encontraba. No estaba muy lejos de su casa, de hecho, puede que su casa estuviera dentro de lo que fue en sus tiempos ese lugar. Su abuelo le contaba historias, cosas que a él no le constaban, pero que había escuchado de su tatarabuelo. Decía que los cerros eran en realidad torres de basura empanizadas por la arena y el viento. Si bien, Cindy

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no creía por completo las historias, se le antojaba tener un cuchillo gigante para poder partir los cerros como pasteles y descubrir qué había dentro. Cuando por fin llegó se encontraba completamente cansada. El trayecto le resultó difícil, era demasiado empinado para sus piernas cortas. Un rayo de luz roja sobresalía entre la oscuridad. Recordó que el cuerpo de Tino resplandecía con ese mismo tono rojizo cada vez que lo querían asaltar o simplemente golpear. Cindy caminó con mucho cuidado, por miedo a caerse y a lo desconocido. —Ay, nanita —decía por lo bajito, temerosa de terminar despertando a algún monstruo nocturno. Tino brillaba entre la basura y la mugre. Cables desbordaban de su pecho destruido, piezas perdidas de su rostro dejaban el robótico esqueleto al descubierto. Cindy lloró al ver a su amigo, jamás había experimentado la pérdida de un ser querido. Tino se transformó en un rompecabezas sin sentido. Ella localizó la cabeza; las demás piezas parecían ser parte de otros mundos. Una fuerza mayor empujó a Cindy hasta el suelo. Años después, frente a la tumba de su abuelo, comprendería que esa fuerza no era más que la derrota que trae consigo una pérdida. —Tino, arréglate; tú puedes, Tino —repetía una y otra vez entre lágrimas. El calor de la mano de su madre invadió su hombro. Encontró a su hija llorando sobre las piezas de una máquina. Jamás imaginó un escenario como tal. La muerte era un tema que le asustaba explicar a su hija.

—Cindy, mi niña, ya es tarde. Deja al Tino aquí. Vámonos, te haré unos dogos bien ricos, ¿sí? La niña enterró su rostro en el pecho de su madre. En su abrazo encerraba el cuerpo pequeño de su hija quien le contagió la tristeza y, unidas lloraron por el robot que yacía en el suelo. Cindy tomó entre sus brazos la cabeza de Tino, marchó siguiendo los pasos de su madre, quien cargaba el resto de las piezas. El abuelo observó la aureola de luces que las acompañaba. Era un espectáculo multicolor, aunque muy bello, la niña no sabía cómo reaccionar, lo interpretaba como un intento desesperado de Tino por permanecer con vida. Al mirar el cuerpo del muerto, por reflejo el abuelo se retiró el sombrero. Él lo había bautizado como Tino, por una caricatura de sus tiempos. Aunque al principio reprocharon la llegada de los robots, pronto se volvieron personajes del pueblo. Las lágrimas brotaron sin la menor provocación, el agua salada se derramó sobre la máquina que había dejado de brillar. Sepultaron el cuerpo en el patio de su casa. Cindy conservó la cabeza y la decoró con calcomanías de flores. El abuelo retiró todo: cables, sensores, batería, dejó tan sólo el casco que solía ser el rostro de Tino. Aun así, el hueco cráneo sonaba como matraca cuando Cindy lo cargaba. Nadie se molestó en preguntarle qué llevaba ahí dentro. Nadie imaginó que se trataba de un diente. Un pedazo de hueso que fue promesa, y ahora deseo por revivir lo que está muerto. Un deseo que sólo el hada de los dientes podría cumplir.¬

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Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI). 19


Narrativa / Relato

Aceitoso Danny Navarrete Cuevas

No deberías beber tanto, Tomás Óliver. —Dejaré de beber cuando te salga un lunar, Aceitoso —protestó el hombre con la ponzoña de siempre. Y es que, después de treinta años juntos, todavía odiaba su voz artificial. El robot volvió su cabeza de metal hacia la montaña que tenían al frente, sin que el amarillento brillo de sus ojos cambiara en lo más mínimo. En una de sus manos tenía la cerveza que su propietario le dio al finalizar las faenas de esa tarde. Como cada día, la abrieron al mismo tiempo y Aceitoso la mantuvo entre sus oxidados dedos hasta que el hombre bebió la suya por completo. Así pasaban las tardes magallánicas después de lavar por horas arena del río Las Minas para encontrar apenas unos cuantos gramos de polvillo de oro y alguna ocasional y diminuta pepita. Mucho tiempo atrás, esta había sido una actividad que Tomás realizaba junto a su hijo, pero, desde que él y su esposa murieron durante la pandemia, su única compañía era el destartalado robot AF-18 que encontraron medio enterrado cerca del basural, y que el pequeño se encargó de restaurar en sus tiempos libres después de clases. Todo cambió a partir de esos días. El padre, devastado, se sumió en una profunda depresión que desembocó en el alcoholismo, mientras la ciudad crecía y se llenaba de todo tipo de androides y máquinas automatizadas que no hacían más que recordarle a su hijo fallecido y su ardiente afición por la robótica y la tecnología. —En el futuro, todos tendremos uno —le dijo con entusiasmo un día en que jugaba con su anticuado robot—. Estarán en las casas y en el ejército, conducirán nuestros vehículos, trabajarán en los hospitales y fábricas. Nos ayudarán en cada aspecto de la vida. ¡Será genial! Ni los robots médicos, ni las supercomputadoras de los laboratorios lograron detener la rápida y letal ola de contagios.

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El virus se lo llevó y Tomás se quedó solo con el destartalado AF-18 que sería su herencia. Porque, antes de ser hospitalizado, su hijo le pidió que cuidara de su robot hasta que él regresara. Pero no regresó. Murió dos días después que su madre. Cuando lo llamaron para darle la noticia, tomó una decisión radical: vendió la casa y la camioneta, y se mudó al refugio minero que construyó en su juventud, llevando sólo al viejo AF-18 todo manchado por las muchas filtraciones en sus servomecanismos. Por eso lo bautizó como Aceitoso. —Mátame —le dijo una noche después de varias copas del whisky más barato que pudo encontrar, sobrepasado por la aversión al mundo tecnologizado que no hizo nada cuando lo perdió todo. —Tomás Óliver, mi programación no me permite cumplir esa orden. Él le gritó un montón de groserías y llegó a propinarle un puñetazo que casi le quebró la mano, antes de partir tambaleándose a la cama a dormir la borrachera. El robot seguía ahí cuando despertó. —Tomás Óliver, existe evidencia de que el consumo excesivo de alcohol está asociado a una serie de… —Cállate y bebe algo —le dio su primera cerveza esa tarde. —Tomás Óliver, mi sistema no está diseñado para consumir ningún tipo de alimento o bebida. —Entonces ve y tírate al río. ¡Dios!, cómo detestaba la forma de hablar de Aceitoso. —Tomás Óliver, mi programación me impide provocar mi propia destrucción. Recordaba haber estado a punto de estallar cuando tomó una lata para él. —¿Podrías abrirla y tenerla en tu maldita mano hasta que yo termine la mía? Después, si quieres, la vacías por ahí. El robot no protestó. Abrió la cerveza y se quedó con los

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ojos brillantes perdidos entre los árboles nevados. —Siéntate —señaló uno de los troncos que usaba como banca—. Me molesta verte parado igual que una horrible estatua. —Tomás Óliver, estoy programado con múltiples funciones. Podría… —¡Sólo siéntate! —lo interrumpió con un gruñido y el robot obedeció sin chistar. Con el paso del tiempo y las sucesivas actualizaciones que recibía cada vez que lo acompañaba a la ciudad —en medio de los cerros no había conexión a internet—, su vocabulario fue haciéndose menos rígido y su comportamiento menos servicial. Aprendió a entablar conversaciones coloquiales o permanecer en un absoluto silencio cuando era preciso. Por otro lado, comenzó a mostrar más preocupación por la salud de su dueño. Ya no hacía comentarios educativos sobre sus hábitos de vida, pero sí se encargaba de mantener la estufa a leña encendida, de ayudarle a llegar a la cama cada vez que el alcohol aturdía sus piernas y de siempre tener un estofado de conejo o una sopa caliente. Era un buen chef y hacía milagros con lo que fuera que encontrara en el bosque. Se ocupaba de su propio mantenimiento. Tomás sólo debía comprar las herramientas que necesitaba y Aceitoso hacía el resto. El robot nunca solicitó ayuda para nada. Pasaron así veinticinco años hasta que un día al hombre se le ocurrió adentrarse en el bosque. Estaba cansado de partirse la espalda lavando arena y decidió buscar suerte entre los cerros. Después de horas caminando, el detector de metales encontró algo en una pedregosa ladera desnuda. Tomás raspó un poco la roca y contuvo su entusiasmo hasta que Aceitoso la examinó con más cuidado. —Tomás Óliver —confirmó el robot—, has encontrado un filón de oro. El hombre dio un grito de alegría y de inmediato se pusieron a cavar hasta dejar al descubierto la vena dorada que asomaba desde las entrañas de la montaña, pocas horas antes de que llegara la larga noche austral. Pero la alegría no duró mucho. Desde su cabaña fueron testigos del rápido avance de la tecnología en Punta Arenas. Vieron el ir y venir de las cada vez más numerosas máquinas que no tardaron en reemplazar a grúas, aplanadoras, camiones y excavadoras por gigantescos robots multipropósito que levantaban edificios y construían carreteras como quien hornea un pastel.

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Y no pasó mucho para que empezaran a expandirse río arriba. Tres sujetos de traje llegaron una tarde en un imponente vehículo autopilotado. Se presentaron como empleados de OBCE, la empresa constructora más grande que operaba en la ciudad. Traían un sencillo mensaje: tenían el permiso municipal para construir un condominio de edificios en la ribera del río, por lo que, al dar una vuelta por el terreno, se encontraron con la humilde cabaña y partieron de inmediato a notificar a sus dueños que debían hacer desalojo del lugar. —Estas tierras pertenecen al Estado, señor Óliver —dijo el que llevaba la voz cantante—. Me temo que tendrá que irse. Él no recordaba con exactitud lo que respondió, pero de seguro aquel ejecutivo nunca imaginó todos los insultos que un hombre podía pronunciar en una sola exhalación. Los dos sujetos se retiraron horrorizados por el exabrupto, no sin antes advertirle que tenían todas las herramientas legales para sacarlo de ahí, así que pronto tendría noticias de ellos. A la mañana siguiente, Tomás fue a la ciudad a comprar una escopeta de doble cañón y seis cajas de munición. Pagó todo con un par de pepitas de oro para evitar el papeleo de la inscripción y obtención de permisos legales para poseerla. Así, cuando otros representantes de OBCE llegaron al mediodía, salió a recibirlos con ella en la mano y todo diálogo terminó de inmediato. Pasaron meses sin que volvieran a saber de ellos y Tomás llegó a pensar que habían desistido. Hasta que vio a los construbots —así llamaban a esas cosas—, empezar a trabajar en las cercanías. Con sus inmensas garras de metal talaron cientos de árboles y usaron sus poderosas palas mecánicas para arrancar la maleza del terreno. Estaban construyendo una nueva autopista urbana que serviría de enlace entre la zona sur de la ciudad y el aeropuerto. Ese era el primer paso antes de iniciar la construcción de un gigantesco proyecto habitacional. Por suerte, se toparon con una serie de humedales y la férrea resistencia de grupos ambientalistas que los defendieron con uñas y dientes durante cinco años, hasta lograr que modificaran las proyecciones originales para afectar lo menos posible esos delicados ecosistemas. Pero llegó el día en que dos robots policiales, mucho más avanzados y de modales más toscos que Aceitoso, se presentaron en la cabaña.

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—Señor Óliver, se le ordena hacer desalojo de esta propiedad dentro de tres días hábiles a contar de la fecha de su notificación. —Le entregaron un papel con el timbre de la Gobernación Provincial y luego se retiraron en la sofisticada tanqueta que usaban como patrulla. El hombre tiró la orden de desalojo al fuego sin siquiera leerla. Mientras la veía arder, una explosiva mezcla de rabia e impotencia formó un nudo en su garganta hasta que un dolor punzante estalló con tanta fuerza en su pecho que la vista se le nubló y las piernas flaquearon. —Tomás Óliver —Aceitoso le ayudó a llegar a una silla—, al parecer estás sufriendo un infarto. Debes sentarte y mantener la calma. Solicitaré una ambulancia. —¡Espera! —gruñó entre dientes—. Espera. —Tomás Óliver, desde mi última actualización, mis funciones de primeros auxilios fueron reemplazadas por el procedimiento de emergencia estándar que consiste en dar el más rápido y oportuno aviso a… —¡Cierra la boca y ven acá! Cada nueva punzada de dolor era más fuerte que la anterior y se aterró cuando sus pulmones comenzaron a negarse a hacer su trabajo. Aceitoso estaba parado justo frente a él. —Tomás Óliver, según las leyes de la robótica… —¡Me importan un carajo tus leyes! —gritó con un hilo de voz y reunió sus últimas energías para levantar la cabeza y mirar al robot a los ojos—. Escucha, maldita máquina... Sé que tu programación no te dejará entenderlo… He esperado este momento… desde que perdí a mi familia… No puedes… negármelo… Pero sí hay algo… que quiero que hagas… Dile a tu estúpido… procesador… que te pido esto… como un último servicio. Aceitoso escuchó en silencio y el breve debate en su cerebro artificial por decidir si obedecer a su propietario o respetar las leyes cargadas en su memoria fue suficiente para que ocurriera lo inevitable. Tomás perdió el conocimiento unos minutos después, cuando el robot corría cargando su cuerpo agonizante en sus fríos brazos hacia el hospital. Sin embargo, Aceitoso se detuvo antes de llegar al límite de la ciudad. Ya no tenía sentido seguir su camino. • Al cumplirse el plazo legal para el desalojo, dos oficiales

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robot llegaron a la cabaña y la encontraron vacía. Su antiguo morador había desaparecido sin llevarse nada y los oficiales dieron cuenta de la situación sin que nadie se preocupara por ello. Una semana después, los construbots de OBCE comenzaron los trabajos en aquel sector del río. En cosa de meses levantaron doce lujosos edificios, con plazas de juegos y amplios caminos. Un hermoso puente de doble vía unía las calles interiores con la pomposa autopista urbana que recorría la ciudad de extremo a extremo. Gruesos y altos muros separaron al condominio de los bosques de la que alguna vez fuera la Reserva Forestal Magallanes, la que restringió por completo el acceso al público desde su entrada norte, así que pasaron muchos años antes de que algún atrevido excursionista decidiera seguir el cauce del río Las Minas hacia su nacimiento entre los cerros que lo rodeaban. Y pasó todavía más tiempo antes de que alguien encontrara a un oxidado y antiguo robot a medio devorar por la hierba y el clima. Nunca nadie supo que ese obsoleto AF-18 se adentró en el bosque cargando el cadáver de su dueño, para luego enterrarlo justo a los pies de la veta de oro que ellos mismos encontraron. No hubo ningún testigo de su andar lento y apesadumbrado entre la densa floresta, ni del largo instante que se quedó contemplando la improvisada tumba, como si su cerebro computarizado estuviera recitando una sentida plegaria. Tampoco lo vieron ascender por la ladera del cerro e ingeniárselas para provocar un alud que sepultara para siempre al hombre al que había servido por tanto tiempo y a su soñado descubrimiento entre las montañas. Nadie presenció su pausado descenso hacia el lugar en el que se sentó a esperar que su vieja batería se agotara. En medio del bosque, ese AF-18 había experimentado por primera vez un conflicto con su programación debido a una decisión libre y espontánea: influenciado por su último dueño, quiso dejar de existir, y optó por enfrentar el término de su vida útil a pesar de que sus directrices indicaban que era imperativo recargar sus celdas de poder. Allí, oculto por la selva magallánica, se extinguió el primer atisbo de consciencia de un cerebro artificial, sin registros que pudieran dar cuenta de lo que había pasado a las orillas de ese río, donde un robot, por mero capricho del destino, experimentó el apego, la pérdida y el transcurso lento de la soledad. ¬

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Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

Escolopendra Marcos Macías Mier

G

uillermo veía la abundancia de flores en una sección de sus tierras pensando que, si pudiera quitarse el traje engorroso, podría percibir el aroma cautivador que seguramente estaría invadiendo el aire. La luz de la estrella en el horizonte atravesaba los nubarrones de colores metálicos y le pareció que llegaba más débil que en su infancia. Aquello debía de alegrarlo; era una señal de que estaban conquistando al Gran Chaac. En vez de eso, se dejó llevar por una angustia que resonaba a lo largo del yermo casi infinito que dominaba la vista. Justo cuando hubo terminado el arado de una porción de ese terreno invadido de piedras enormes, escuchó el llamado a la plaza. La lesión en la cadera lo castigó. Tanto trabajo ya comenzaba a afectarlo. Apenas tenía cincuenta años, pero temía que los dolores lo estuvieran retrasando y que sus plantas fueran las que menos oxígeno aportaran a la atmósfera del Gran Chaac. Cada vez que abordaba su viejo Mielnik III y recorría el camino hasta la plaza central, veía con envidia las grandes extensiones de hierba verde que habían cultivado sus colegas más sanos o jóvenes. Aquel recorrido no fue la excepción. Las flores dominaban el camino y se extendían hasta la plaza. Sin embargo, Guillermo notó por primera vez algo raro en sus formas, como si fueran más primitivas que las que él cultivaba. Le traían un tumulto de ideas que lo atormentaban. Los jóvenes fueron los primeros en acercarse al centro de la plaza. Guillermo los observó detenidamente: tenían unos rasgos fuertes esculpidos por la luz inclemente de la estrella que rasgaba el cielo cada día, sus trajes amarillos no estaban remendados ni viejos, sino que refulgían a pesar del polvo que los manchaba y sus ojos cafés estaban hinchados por la confianza que tenían en sí mismos. Pocos parecían afectados por la incertidumbre.

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Félix fue el primer conocido que encontró en el lugar. Lucía serio, como siempre, pero había algo en su rostro que a Guillermo le hizo pensar en una piedra de obsidiana, cierta rigidez en su piel oscura. Estaba quieto y triste. Aunque ambos tenían la misma edad, cualquiera diría que Félix era más grande debido a los surcos en su cara, a su mirada lejana o a su calvicie total. Se apoyaban mutuamente dándose consejos para la siembra, y habían desarrollado esa clase de amistad que no necesitaba de llenarse con comentarios banales. Se entendían en el silencio, uno que sólo rompían cuando las palabras valían la pena. —Puede que llueva—dijo Félix a modo de saludo. Guillermo asintió con la cabeza. Era cierto, las nubes estaban hinchadas y tenían formas que nunca habían visto, amenazaban con estallar sobre los terrenos arenosos a la entrada del pueblo. —Ya no nos tocará ver la lluvia buena —respondió Guillermo sonriendo. Se decía que conforme avanzaran en el proceso de terraformar el planeta, esas nubes traerían aguas cada vez más limpias. Félix no contestó. En cambio, discretamente, volteó en dirección a la Cueva, donde crecían los extraños árboles de piedra roja. —¿Cómo sigues? —preguntó Félix, señalando a la cadera. —No me deja dormir por las noches, y me hace más pesada la siembra. El otro ya no dijo nada. Terminaron de llegar todos los adultos, bajo el ardid prometido de los cielos y la patética bandera color jade que se alzaba sobre el pueblo, ondeando su símbolo en el centro, el de un jaguar rojo que se mecía a merced del viento. La voz del jefe tronó: —Tulán, nuestro pueblo es el primero en esta tierra. Somos los cientos que construirán los caminos que usarán los

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millones que han de venir. Ahora sembramos para que nuestros hijos cosechen —habló el jefe, enfundado en su traje idéntico al de cualquier otro, tal vez más parchado por el uso, pero que de alguna manera parecía ser más voluminoso. El pueblo estaba quieto, escuchando todas las palabras a través de las bocinas dentro de sus cascos—. Por esta razón debo ser franco, porque le debemos nuestro sacrificio al futuro, a los días que vendrán con el agua pura de las nubes. Con mucho pesar debo informales que el motor “Corazón del mundo” se ha parado. La estrella en el cielo caló fuertemente, como empecinada en consumir las pequeñas vidas que se aferraban al planeta enorme que llamaban Gran Chaac. El motor era uno de los principales generadores de electricidad, por lo que perderlo arruinaría todo el avance de los cultivos. Una pantalla al fondo mostró una imagen de la Cueva. El jefe continuó hablando, pero todo lo que quería decir estaba expresado de mejor manera por ese abismo a sus espaldas. • Hacía ya doce años que la habían descubierto. Vino como a lanzar un reto, con sus árboles pétreos, su oscuridad y neblina. Cuando la vieron por primera vez, produjo fascinación y no miedo. La zona ya había sido explorada y no se había detectado ninguna clase de gruta, por lo que algunos llegaron a decir, con el tiempo, que había brotado de la arena roja del Gran Chaac, que era el alma de una calamidad que había salido para manifestarse como una especie de mercader de desgracias y dolor. Guillermo recordaba perfectamente aquel día, uno muy parecido a ése, porque estaban lamentando la falta de refacciones para reparar sus Mielniks. Se habían reunido, además, para discutir el descubrimiento. Guillermo, por lo general prudente y moderado, no pudo resistir unirse a la oleada de asombro que reinaba en esos momentos. Uno de los vigilantes del pueblo, Demetrio, fue el primero que entró, en una noche iluminada sólo por la luz de los haces gemelos que salían de su casco. Iba reportando la situación en la gruta conforme iba entrando. Describía unas formaciones complejas de roca aparentemente pulida. Todas parecían representar una columna vertebral o un ciempiés. Hablaba, también, de unos tambores que juraba escuchar, pero que no se registraban en los micrófonos, y del aire desgarrado por el olor a putrefacción que

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decía que le llegaba incluso a través de los filtros del traje. —Algo se mueve —fueron las últimas palabras que le escucharon. Los sonidos restantes fueron gritos que llegaron desde sus auriculares hasta la base en el pueblo, gritos fuertes y largos. La agonía fue de horas. Lo encontraron a la mañana siguiente en la entrada de la Cueva. Estaba desnudo, hecho un ovillo, con el rostro totalmente desfigurado. Tenía mordidas realizadas por siete diferentes tamaños de bocas, pero eran superficiales, como si las docenas de colmillos no buscaran alimento, sino descarnar el torso por mero entretenimiento. El cuerpo frío, rodeado de una mancha enorme de sangre que reptaba lentamente sobre el suelo, abrazaba algo con devoción. Era una caja de refacciones, las mismas que el pueblo necesitaba para echar a andar los Mielniks. Se habló de ir a cobrar venganza. La falta de armas y de voluntarios frenó la empresa. Secretamente, sin embargo, la primera generación nacida en ese planeta hilaba cuentos de extraña naturaleza sobre los acontecimientos, de cómo las refacciones habían sido un regalo del caos, un tributo que se daba a cambio del sacrificio de un hombre. Alababan la potencia destructora que sentían en medio de los cerros, allende los límites del pueblo, y comenzaban a hacer rituales entre murmullos que invadían la noche. La angustia se había agarrado de Guillermo. Lo había dicho en voz alta, en la cantina: —Demetrio no llevaba esas refacciones, ¿por qué aparecieron de la nada? La pregunta vició el aire. Ninguno se atrevió a decir lo que pensaba realmente. La segunda vez que alguien entró a la cueva fue durante la peste. Fue por error o curiosidad. Lo encontraron abrazado a una caja de antibióticos. Se había sacado los ojos con los pulgares. El resto de su cuerpo, blanco, hacía un contraste con las manos manchadas del vivo rojo que daban cuenta del martirio. Dominando el paisaje, nuevas formaciones de piedra adornaban la entrada de la gruta. Eran signos caprichosos, todos de piedra, mostrando un tronco común segmentado del que nacían cientos de ramas o apéndices delgados. A partir de ese momento comenzaron esas imploraciones de sangre a la gruta. Primero enviaron a los enfermos, luego a los criminales. En ocasiones llegaban piezas

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o herramientas; en otras, remedios para alguna enfermedad o mapas de regiones inexploradas. De cada muerte nacían unos cuantos árboles grotescos de piedra, y el terreno alrededor de la cueva no tardó en convertirse en un bosque denso. Guillermo maldecía cada ocasión en que llegaba algo útil. Compraban su vida a cambio de la sangre de otros, y esto le parecía aborrecible. Notaba, sin embargo, que cada vez era más raro ese pensamiento entre la gente del pueblo. Con el tiempo se hicieron menos preguntas, y el enigma que debería dominarlos se iba tornando en una fascinación intensa pero secreta. • La pantalla mostraba la caverna. Se alzaba grotesca sobre el corazón del llano, bloqueando la vista del gran motor descompuesto. Guillermo se paralizó; no recordaba haber visto un enfermo o un ladrón en mucho tiempo. —Debemos ser fuertes. Somos pueblo, somos nación, somos los hijos del Gran Chaac —resonaron las palabras del jefe en toda la plaza—. Ahora, sin embargo, necesitamos de la cueva. Estamos todos congregados. Es justo que enviemos a la gruta a aquél que es menos provechoso para este nuevo mundo. Tras esto vino una gran pausa. El dolor de la cadera de Guillermo lo latigueó a pesar de que trataba de darle descanso pasando su peso de una pierna a la otra. Félix estaba ausente. Una gráfica se mostró en la pantalla. Los jóvenes la celebraron con una expresión radiante. Comenzó un griterío. Guillermo leyó el título lentamente a pesar de que ya intuía la información que estaría mostrando. Se titulaba, simplemente, “Producción de oxígeno de los habitantes”. Buscó su nombre con el corazón acelerado mientras iba recorriendo cada una de las barras. —Esta solución es la más justa ante nuestro problema actual —dijo el jefe, y Guillermo continuó leyendo mientras la multitud comenzaba a moverse—. Debemos enviar a uno de nosotros para obtener las piezas para reparar el “Corazón del mundo” —un forcejeo comenzó a su alrededor—. Debemos mandarlo a pesar de nuestro dolor, a pesar de la profunda marca que dejará su ausencia. Recuerden que lo hacemos por amor, amor al resto, amor que se multiplicará en los tiempos futuros, cuando

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la estrella reciba su nombre y los campos se llenen de monos y aves, y los suelos arenosos se conviertan en buena tierra para las raíces de la ceiba. El ruido y el caos no le dejaban comprender la situación a Guillermo. El aire arrojaba su odio. —Así que, ciudadano Félix, no te aflijas. Nosotros sólo somos semillas para el futuro, y toda sangre derramada dará fertilidad a estos suelos. —¡No es justo! —dijo Félix. La voz le llegaba claramente a Guillermo, tan clara como la visión del nombre de su amigo en la pantalla. “Félix Ruelas, peor producción”, se leía en letras rojas. Un mar de cientos de manos ya luchaba para inmovilizarlo. —Mis plantas se murieron por un hongo, no es justo. Trabajé —gritó—, trabajé hasta el cansancio. ¡No tienen derecho! En ese momento Guillermo no distinguió gran cosa. Los brazos que afianzaban a Félix eran tan monstruosos como una sombra de proporciones grotescas o como un ser de cientos de pies y cabezas dispuesto a clavar sus dientes como pedernales entrando en el cuero. Lo amarraron como haciendo una danza alegre y salvaje. El jefe seguía hablando del Gran Chaac y los días venideros que estarían llenos de maíz, de sogas hechas de henequén y piedras talladas de formas preciosas mientras Guillermo intentaba luchar. Un golpe en el estómago lo fulminó, tirándolo al suelo. Gateó patéticamente, con la cabeza torturándolo con un ardor imbuido de rabia, pero que no le dio más que para avanzar unos cuantos pasos en dirección a Félix. Fue quedándose solo en la plaza. El dolor en la cadera volvió, presagiando que él sería el siguiente. A lo lejos, vio los cascos de todo Tulán relumbrando, como si se fundieran con la estrella que ardía en el horizonte, a punto de ser devorada por la cueva. Ahí, en el suelo, observó detenidamente las flores que infectaban la plaza. Crecían grotescas, a diferencia de las que poblaban sus tierras. Subían con formas retorcidas y anidadas desplegando unas hojas diminutas y torvas, mitad espinas, mitad patas. Parecían ciempiés germinando del suelo, como un símbolo que triunfaba sobre todo el espacio y sobre el resto de las vidas efímeras que las rodearían únicamente como tributo. ¬

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Narrativa / Relato

LA ZONA DEL SILENCIO Norma Leticia Vázquez González

L

os cactus morados quedaron en mi mente desde el día en que mi intuición me advirtió que algo pasaría en El Zeynke.

I En la comunidad, la llamada Revolución Mexicana pasó de noche, como todo en el desierto. Hasta “los cambiados” o raros, un día eran otros: desaparecieron, regresaron, murieron, y no volvimos a saber de otros. Nací en 1910 en Jiménez, la puerta de oro de Chihuahua. Nuestra casa en lo que se llama Bolsón de Mapimí, ya no existe. En la escuela me enseñaron a leer el reloj por primera vez a los once años, pero el reloj no caminaba, y la radio no funcionaba. Una maestra de la ya ciudad de Jiménez, todos los días llegaba en rait o caminando a El Zeynke, y daba clases a los niños de las cinco familias del poblado, incluidos nosotros. Estudié la secundaria por correspondencia y de manera informal, algo raro para la época y para la zona, y tenía 35 años cuando recibí el título de maestra por correo en 1945. Los cactus y nopaleras en los libros y revistas eran de color verde en todos sus tonos, fue cuando supe que aquí algo raro pasaba, porque eran morados casi todos. —Dicen que eso pasa desde hace casi cien años —nos contaba la abuela, e incluso nos reveló que la gente hablaba de luces en el cielo. Yo no hice mucho caso, sólo eran historias, aunque respetaba a mis mayores. En 1930 todo cambió. Un tío de Valle de Allende que destilaba sotol en La Joya, nos contó que un piloto mexicano habló de cómo se había detenido su radio al entrar cerca de nuestra zona. Pero era muy pronto para que se enteraran. Aparte, ¿quién nos iba a prestar atención? Una semana después, Arcadio, mi tío de Valle de Allende, llegó para estar unos días en nuestra casa.

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—Cómo se está poniendo guapa mi sobrina Julia. Pero le falta abarrote, mi’ja, está muy flaca. Yo me incomodé por el comentario del metiche de mi tío. Aparte, con vestidos hasta el piso y molotuda, ¿cómo me decía eso? Él notó mi molestia porque no me dijo más. Esa noche tomé mi rebozo y salí a ver el cielo lleno de estrellas. —Ya métete a la casa, que es muy noche. —Amá, no me siento a gusto con mi tío en la casa. —Hombre, qué tanto es eso. Aparte somos familia. Y tú estás muy prieta, a él le gustan las güeras, ya ves cómo está tu tía Lorenza. —Sí, se nota. Ahí entro, amá. El cielo parecía que se iba a caer, pesaba. El desierto era inmenso y el aire pesaba más. Tuve temor desconocido y entré rápidamente a la casa. No dormí en toda la noche. II —A ver, huerca, despídase de su tío. Venga pa’cá. Me despedí de mala gana mientras me abrazaba y yo me protegía con un brazo. —Adiós, tío —contesté rudamente. Él iría a extraer sotol a La Joya o a Ceballos. Esa tarde regresaría a Valle de Allende, no aseguró nada. Llegó la noche de nuevo y el ambiente estaba frío y el cielo brillante y pesado como el día anterior. Nos fuimos a dormir. Horas después tocaron a la puerta. Mi padre fue a abrir. Yo estaba pendiente. —Arcadio, creímos que te habías ido a Valle de Allende. Pásale, ya es muy tarde. A ver, Julia, ven a darle de comer a tu tío, tu mamá está cansada —gritó papá desde la cocina. “¿Por qué yo? Sólo falta que me diga de cosas”. Eso pensé, pero me llevaría la sorpresa de la vida: ni las “buenas noches” me contestó. Sólo movía la cabeza para decir “Sí” o “No”, y ni siquiera se reía.

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Yo me sentía culpable por mi mal genio. Es más: cómo quise que hubiera vuelto a decirme “chula”. Arcadio terminó de cenar y salió de la casa, durmió en el gallinero. Tampoco pude dormir esa noche. Al día siguiente no había aves de corral y mi tío estaba sentado en los escalones del porche mirando un punto fijo en el espacio. III Mi padre llevó a su hermano a recostar en su recámara. Fui a la cocina por agua para que Arcadio tomara al despertar. Y en el momento en que acomodaba la mesita de noche, vi que su reloj caminaba, siendo que aquí los relojes no funcionaban. Saliendo de nuestra zona, los relojes volvían a funcionar. No sabía si decirle eso a mi padre y a mis hermanos. Yo tenía cinco hermanos: tres hombres y dos mujeres, yo soy la mayor de las mujeres. En el desierto vivíamos las tres mujeres y los dos menores. El mayor ya había hecho su vida lejos de aquí. Mientras Arcadio dormía, mi padre pensaba en el incidente. —¿Qué le habrá pasado a mi hermano? Eso se ganó por irse solo a La Joya. —Pues mejor así, si mis hijos o tú hubieran ido con él, anduvieran comiendo gallinas —le recalcó mi madre, mujer pragmática y trabajadora. —Papá —gritó el más chico de mis hermanos, un huerco de diez años—, dice Anselmo que su hermano apareció así hace dos días: no habla ni platica con nadie. Fueron a verlo y contaron lo que habían visto: un joven alto y fuerte, pero como si estuviera en la luna, hablaba lo básico si tenía suerte. Les dijeron que había estado fuera de su casa la noche de las estrellas y del aire pesado, y al día siguiente lo encontraron durmiendo en la arena cerca del corral. Ya tenía dos días en esa situación. Yo preferí irme a mi cuarto a pensar. Con razón casi nadie vive aquí. ¿Y si hace ochenta años, como dice mi abuela, la gente sabía que algo no estaba bien y por eso dejaron esta zona? Por eso ella vive en Jiménez. IV Las familias que vivíamos aquí dejamos de salir en cuanto anochecía, porque el cielo estrellado y el aire denso nos podrían cambiar.

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Nuestro tío seguía igual: casi no hablaba, trabajaba bastante, pero dejaba actividades a medias, como cuando tenía que encender alguna fogata y ni terminaba de encenderla cuando iba a partir leña; casi no comía ni tomaba agua, y su reloj caminaba. Un día nos sorprendió cuando a esta comunidad retrógrada llegó escuchando música y manejando una máquina a la que llamaban “camioneta”. Lo más parecido a las camionetas eran los carros que llegué a ver muy de vez en cuando en Jiménez, pero ¿y las radios? Las radios aquí no funcionan. Pero fuera de eso, mi tío estaba muy bien hasta de salud, y lo mejor era que no me decía “chula”. V Ayer visitamos Jiménez y le contamos todo a mi abuela. Se quedó pensativa. Ella sabía algo, pero no nos contó. —Deberían salirse de ahí y buscar otro lado. —No, amá, la gente es mala. Estamos muy contentos en El Zeynke. —Escalón está cerca también, en El Zeynke no tienen futuro, nadie ha tenido futuro ahí. Y ya ves cómo está tu hermano. Te lo repito: si nadie pudo vivir ahí antes, es por algo. Por lo menos saca de ese lugar a las muchachas, después cualquier cabrón querrá pasarse de listo con ellas si terminan como Arcadio, todas mensas. —Nos vamos a regresar y nos quedaremos en El Zeynke. Vámonos, hijos. —Pablo, déjame a Julia. —No, mamá, Julia le ayuda a Isaura. Y “No” es “No”. Salimos de la casa de la abuela y emprendimos nuestro regreso. Cuando visitábamos Jiménez, íbamos en caballos, hasta mi mamá. A veces el carro lo dejábamos en Escalón porque hasta El Zeynke no podía entrar. Llegamos a nuestra casa y el hermano de mi papá estaba en el porche. Después de un rato le grité a mi padre que mi tío no tenía su mano. Arcadio lo único que dijo fue: —Partía leña. Vamos al doctor para ver si me puede coser la mano —nos dijo esas palabras como si nos estuviera invitando a extraer sotol o a caminar bajo el sol. Y nos mostró su mano derecha que cargaba con sangre en el brazo izquierdo. Me fijé en su reloj y caminaba. —Julia, cuida a tus hermanos y a tu mamá. Voy a llevar a tu tío Arcadio a Jiménez, al doctor.

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—Sí, papá. Y si se hace noche, no regrese, no vaya a ser que la noche y el aire lo cambien. Antes de anochecer mi papá llegó y nos contó todo. —Obligó al doctor a que le cosiera la mano en su muñón. El doctor le contestó que no, pero terminó cosiéndole la mano obedeciendo no sé qué. La voz de Arcadio es la misma, pero tiene algo diferente ahora. Ya no grita y habla poco, menos que la gente del desierto. Y no lo vi tomar agua. Él me trajo y se regresó en la camioneta que, por cierto, no vi que cargara gasolina. A Arcadio no lo vimos en toda la semana. Al siguiente martes, llegó y dijo que iba a construir una casa aquí cerca, donde no hubiera mucha gente. Le pregunté por su mano y se rio, pero no me contestó. Se reía, Arcadio se reía. Miré su muñeca y no tenía cicatriz, su mano se había salvado. Se fue con su camioneta llena de tablas y adobes para construir su casa.

lo, estaría tranquila. Pero si desaparecen por enfermedad o porque los matan, me moriría junto con ellos. Eso que le pasó a Arcadio, debería pasarnos a todos. Y yo sentí un escalofrío, mi madre, sin ser cambiada parecía una de ellos, y mi padre también porque se rehusaba a salir de este desierto. Al día siguiente la arena estaba de otro color, se veía blanca y morada. Los animales que teníamos y se mostraban agresivos desde que el cielo se sintió pesado, volvieron a cambiar, estaban quietos. Mi padre fue a platicar con los vecinos. El hermano de Anselmo estaba como antes: altanero y gritón. Me preguntaba cómo estaría mi tío Arcadio. Y precisamente esa tarde él llegó caminando a la casa, alegre y con su vozarrón, había dejado su camioneta en Escalón. Vi su reloj y no caminaba, pero su mano se veía normal, como si nunca hubiera sido amputada.

VI Esa noche me despertó una luz intensa, blanca. Me asomé por la ventana y pude ver que las luces venían del cielo. Todo el desierto tenía su arena blanca, debido a la luz. Le avisé a mis hermanas, querían salir, pero les advertí. Algo en mí decía que no nos expusiéramos a la luz. Corrí a mi cama y me arropé con las sábanas. Cerré mis ojos con fuerza. Paula y Catalina enojadas porque no las dejé acercarse a la ventana. “Que no te llegue la luz”, me dijo una vocecita en mi mente. —Que no nos llegue la luz. Escóndanse en lo roperos. Corrimos a los roperos y ahí nos quedamos, yo por alguna razón volví a cerrar los ojos. Como cinco minutos después los abrí y vi, a través de las rendijas del ropero, que todo estaba oscuro. Salí del ropero y fui a ver a mis hermanas. —Julia, ¿qué pasó? —No sé, Paula. Pero tenemos que dejar este lugar. —Julia, ¿y mis papás? Oh, había olvidado a mis padres. Fuimos al cuarto. Por suerte se habían escondido bajo la cama. Mis dos hermanos menores no estaban en su cuarto, salimos a buscarlos, pero el aire era más pesado que antes y el cielo más estrellado y regresamos a la casa. Yo vi a mi madre muy tranquila. —Mamá, ¿por qué no se preocupa por mis hermanos? —Porque si desaparecen por una luz o los cambia el cie-

VII Mi hermano mayor, Pablo, vivía en Chihuahua. Paula, Catalina y yo, fuimos a Jiménez. Mis padres se quedaron en Escalante para estar cerca cuando regresaran mis hermanos menores, Lombardo e Ignacio, quienes no regresaron hasta 1970, cuando el aire volvió a sentirse pesado y el cielo a verse estrellado, cuando mis padres ya habían muerto, cuando yo tenía 60 años, cuando mis hermanas vivían en Chihuahua y cuando mi hermano Pablo ya no estaba con nosotras. Únicamente yo esperé en Escalante, a veces iba a la casa en El Zeynke. Supe que volvería a ver a mis hermanos cuando estando en el porche casi de noche, sentí que algo me oprimía. Entré a la casa y me dormí. Tocaron a la puerta y eran mis hermanos jovencitos, así como se habían ido. Como vivía sola en El Zeynke porque la gente había emigrado a las grandes ciudades, decidí avisarles a mis hermanas que había cumplido con la tarea de mis padres: nunca salir de aquí hasta que mis hermanos regresaran. Mis hermanos estaban aquí y no eran unos cambiados, hasta me recordaban. Al día siguiente que ellos aparecieron, un artefacto cayó a unos kilómetros de donde vivía. Después nos enteramos de que era un cohete de Estados Unidos. En 1974 ocurrió otro suceso, una aeronave fue derribada sin explicación. Llegaron expertos de otros países, dijeron

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como descubrimiento lo que ya sabíamos nosotros, pero a nadie le había importado. Fue cuando la zona se volvió famosa. Y lo que vivimos, sólo mis hermanos y yo lo sabemos. Nunca le contamos a alguien más.

Ahí estaban los cactus y nopales violáceos, y mis hermanos, así como se habían ido: unos niños. Y me reconocieron como su hermana mayor porque yo estaba igual que cuando ellos desaparecieron. ¬

▶ Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

Gente rota Arturo J. Flores

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níbal me dio el mejor consejo que escuché en mi vida: —Emborráchate con todo el mundo, mi hermano. Nunca sabes para qué te puede servir. Lo hizo mientras levantaba un caballito de tequila y se lo llevaba a la boca para darle un trago. Aníbal se había abierto la camisa. Una enorme cicatriz le atravesaba la barriga desde el esternón hasta el ombligo. El recuerdo que le habían dejado los últimos mafiosos a los que se enfrentó. Durante más de la mitad de su vida, ese hombre, que cantaba corridos norteños y succionaba el jugo de un limón delante de mí, había servido como policía antinarcóticos. Participó en decenas de operativos. Presenció cosas horribles y se vio forzado a hacer otras peores. En la última de sus incursiones, fue capturado por los delincuentes. Para entretenerse, lo torturaron. Lo abrieron como a un animal. Se rieron de sus gritos de dolor, atado de manos y pies en el piso, mientras uno de los sicarios le hundía un cuchillo en el cuerpo. Sus compañeros lo rescataron antes de que se desangrara. Lo llevaron a un hospital. Consiguieron salvarle un riñón, aunque sólo trabajaría parcialmente el resto de su vida. El otro se lo cambiaron por uno artificial. Pero los médicos le advirtieron que tendría que dejar de beber tanto. —¡Salud, mi hermano! ¡Por tu visita! Cuando salió cojeando del hospital, los jefes le entregaron una medalla y lo dieron de baja con honores. —Por fin podrás ser campesino —dijo uno de ellos cuando Aníbal le entregó la pistola con la que irrumpió en decenas de laboratorios clandestinos y asesinó a docenas de traficantes. Por eso su cabeza valía tanto. Por eso, cuando lo capturaron, los capos habían querido que se retorciera de dolor mientras lo desollaban igual que a un puerco.

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Aníbal era un tipo duro porque su trabajo se lo exigía, pero en el fondo tenía un sueño del que me habló una vez, mientras hacíamos guardia afuera de unas casas de seguridad en las que los mafiosos instalaban las máquinas que utilizaban para sintetizar las drogas. Me habían asignado como su acompañante porque Aníbal era un policía singular, reacio a utilizar las ventajas que ofrecía la tecnología. Aún cargaba un revólver convencional que dispara plomo en vez de confiar en los drones y rifles láser que el gobierno adquirió para sus fuerzas de seguridad. Nuestros superiores pensaban que él podría entrenarme para ocupar su sitio cuando lo ascendieran. Aníbal observaba la casa desde la mirilla de una escopeta instalada en el balcón de la azotea en la que nos ocultábamos. —¿Te gustaría ser jefe del Departamento Antinarcóticos? —le pregunté mientras revisaba mis redes sociales en la pantalla del teléfono. Llevábamos tanto tiempo apertrechados en aquella azotea que me habían empezado a hormiguear las piernas y me sentía muy aburrido. —No, yo quiero ser un campesino feliz. Me contó que hacía una década se había comprado un terreno en el campo. No quiso decirme dónde, porque prefería mantenerlo en secreto. Cada vez que el trabajo se lo permitía se escapaba para ir preparando el terreno para su jubilación. —La semana pasada logré sembrar un par de tomates. Aquella confesión me sorprendió. No es que sembrar hortalizas estuviera prohibido. Ilegal eran aquellas laminillas que los traficantes fabricaban en sus laboratorios y que cuando te las metías en la boca, liberaban un chip que se mezclaba con tu saliva y se introducía en tu torrente sanguíneo. Aunque “el viaje” era maravilloso, argumentaban quienes lo habían experimentado, se te cocía el cerebro en menos de un mes.

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Era una realidad que ya nadie invertía tiempo en producir comestibles. Resultaba muy laborioso. La sobrepoblación mundial exigía que se produjera más comida sintética que no pasara por periodos de cultivo, maduración y cosecha. Aníbal era dueño de una paciencia monástica. No se desesperaba nunca. Por eso le asignaban misiones de vigilancia como ésta. Para mí, en cambio, el tiempo muerto representaba uno de mis peores martirios. —Qué hueva ser campesino. No habría nada qué hacer —murmuré esa vez en la azotea. —Pues un poco como estar en esta azotea, pero encuentro más emocionante ver cómo se pone el sol —me respondió y se echó a reír. Después de que Aníbal quedó incapacitado para ejercer, comencé a ascender hasta convertirme en el agente estrella. Aprendí sus métodos y los perfeccioné. Si aquel viejo lobo de abundante bigote podía someter a un escuadrón de sicarios usando sólo su ingenio, ¿qué no haría un egresado de Ciencias de la Tecnología Criminalística como yo? Aníbal se movía como lo hacían los viejos espías. Los de las novelas noir. Se valía únicamente de dos gadgets que no se podían comprar en las tiendas: su hígado y su lengua. Si bien la ciencia hacía tiempo que podía fabricar órganos artificiales cuando requeríamos de un trasplante, la recomendación es que no se bebieran licores porque tarde o temprano los estropeaban. Antes de que los delincuentes lo atacaran, tenía una resistencia sobrehumana al alcohol. Se emborrachaba a diario con cualquiera de sus conocidos. Además, era un tipo encantador al que le gustaba cantar, siempre corridos norteños, y contar buenos chistes. Se hizo amigo de decenas de soplones a los que acabó sacándoles información que después convertía en detenciones. Era un experto en psicología que nunca pasó por la Universidad. Cuando por fin encontré el terreno bucólico al que se exilió, Aníbal no me reconoció de inmediato. Yo había engordado casi tanto como él. Me habían herido a mí también. Un láser disparado en medio de un operativo me amputó las dos piernas. Estuve a punto de morir a causa de la hemorragia. Las extremidades robóticas que me pusieron servían para caminar, pero dejé de hacer ejercicio. Deprimido, comencé a beber tanto

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como Aníbal, pero, a diferencia suya, yo no lo hacía para conversar con la gente. Era mi forma de lidiar con el hastío y la inmovilidad. Me sentía como un policía desechable. Un tipo a sus treinta no soportaba la idea de tener que desnudarse delante de una mujer porque de los muslos para abajo le habían colocado dos heladas piezas de acero. —Hermano, ¿cómo me encontraste? —me dijo cuando me dio el abrazo de bienvenida. Le contesté que ahora que tenía que caminar muy despacio me había obligado a ser un poco más paciente. Había recorrido a pie todos los lugares en los que quedara un suelo fértil como para cultivar vegetales auténticos. Cerca de la carretera, un par de lugareños me señalaron un claro en medio de los árboles en los que vivía un ex policía loco que se emborrachaba todas las noches. —Canta corridos —dijo uno de ellos. Imaginé a Aníbal tal como lo tenía ahora delante de mí. Beodo, sudoroso, con la camisa abierta y la cicatriz retumbando cada vez que soltaba una carcajada, alternando versos de alguna canción norteña con historias de su vida de campesino. —Me levanto todos los días de madrugada para recoger los huevos que ponen las gallinas, riego la huerta y mientras tomo el café, me siento a ver cómo sale el sol. El hombre que yo era antes de mi percance hubiera pensado que aquella parsimonia bastaría para enloquecerme. De joven pensaba que en el campo no había nada. Pero mientras escuchaba a Aníbal me convencí de que en realidad había de todo, sobre todo cuando el cielo se salpicó de estrellas. Algo que los edificios desde los cuales derribábamos drones criminales no nos permitían contemplar. —¿Sabes qué harás ahora? —me preguntó mientras colocaba delante de mí un plato de ensalada. Me golpeó el aroma a tierra húmeda que desprendían las zanahorias, los tomates, los chícharos, el betabel y las hojas de espinaca. Algo de lo que los alimentos procesados en las fábricas carecían. Me dijo que los había cortado esa misma mañana. Me llevé a la boca un trozo de zanahoria y lo mastiqué muy lento. Sabía a vida. Lo primero que me vino a la mente fueron las láminas que los narcotraficantes fabricaban en sus laboratorios y por las que cada vez más policías como yo acababan mutilados antes de cumplir los cuarenta.

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Esa ensalada era la verdadera droga que los seres humanos deberían estar fabricado. ¿Cómo era posible que su generación y dos más nunca hubieran saboreado un vegetal al que se le hubiera permitido crecer a su ritmo bajo unas paladas de tierra? —Quédate a vivir aquí —me propuso. Era lo que esperaba que dijera. Aquél era el paraíso en el que deberían vivir las personas rotas como nosotros. Pero lo que dijo después me tomó por sorpresa. —No serías el primero que me encuentra. Aníbal me explicó que antes de mí habían llegado más agentes. Algunos sin un brazo. Otros tuertos o con un corazón artificial de reemplazo. Todos víctimas de una guerra que parecía no tener fin entre el gobierno y los traficantes. —¿Dónde están? ¿Volvieron a la ciudad? —le pregunté con la boca llena de espinacas. Me respondió que aunque nunca le dijo a nadie dónde quedaba el terreno que había comprado, se encargó de sembrar algunas pistas para que lo encontraran cuando llegara el momento. Cada vez que un policía quedaba incapacitado, tarde o temprano sentía el impulso de buscarlo. A él, el único policía que le había encontrado sentido a su existencia lejos de los tiroteos y las persecuciones, con el cuerpo destrozado. Querían conocerlo para que les compartiera su secreto. Me dijo después que cada vez que venían a su propiedad colocaba una nueva piedra a la cabaña, aplanaba la tierra y talaba un árbol para acumular leña que durante las noches usaba para calentarse. Después de que los traficantes le abrieron el vientre en canal y los doctores le pusieron el riñón sintético, se quedó a vivir definitivamente en este sitio. —Pero los jitomates no crecían. Aníbal se terminó el caballito de tequila. Me ofreció otro más, pero le dije que prefería no beber ya. Me sentía un poco adormilado. Había sido muy agotador llegar hasta aquí con mis piernas de acero. —Yo tampoco puedo beber más. Mi riñón se puede averiar y no encontraría quién lo reparara aquí —y después de decirlo, soltó una carcajada. Siguió hablando mientras levantaba el plato vacío de ensalada. Había comido yo tan aprisa que no le dejé ni un rá-

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bano. Después echó un par de troncos para avivar el fuego. —Era un policía, no un campesino. Jamás había sembrado una planta en mi vida. No tenía idea de cómo hacerlo. La gente ya no tenía la necesidad de sembrar un tomate porque los que comíamos eran producidos en grandes laboratorios. Pero estás de acuerdo en que no saben igual. Quería decirle que estaba de acuerdo, pero me sentía tan relajado que hasta la lengua me pesaba. Definitivamente el campo ejercía una exquisita sensación de letargo en mí. Aníbal siguió hablando. —Pasé un poco de hambre al principio. Pero entonces hice lo que mejor sé hacer. Emborracharme con las personas. Me contó que invitó a beber a los lugareños y que, entre tequila y tequila, fueron ellos los que le enseñaron a cultivar. —Pero yo no sabía lo que era el abono, ¿puedes creerlo? Se me olvidó que, para darnos de comer, antes las plantas tienen que alimentarse también. Después me dijo algo que pensé que era parte de una historia de horror, pero el cuerpo no me respondía. No podía mover sino las piernas de acero, que pataleaban de una forma patética sin conseguir ponerme de pie. —Al primer policía mutilado que llegó lo invité a beber y cuando se quedó dormido, le rompí la cabeza con la pala. Pero hermano, de verdad. No estoy hecho para torturar personas. Lo vi agonizar delante de mí. Me recuerdan lo que sentí cuando aquellos hijos del diablo me metieron el cuchillo en la panza. Los lugareños le habían dicho que desde que la gente dejó de producir fertilizantes, lo mejor que podía usarse para abonar los cultivos eran restos orgánicos. Pensé en el plato de ensalada que había devorado. En el sabor a tierra mojada. En las paladas que se necesitarían para ocultar los cuerpos de un cementerio improvisado antes de que empezaran a crecer los tomates, las zanahorias y los betabeles. Lo último que escuché decir a Aníbal me convenció de que yo también había llegado a ese sitio para convertirme en un campesino feliz. —Pero la gente de aquí me enseñó a preparar un menjurje que los hace dormir. Se lo pongo a la ensalada y así ya no sufren, hermano. ¬

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Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

La cosecha Óscar Enrique

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uando llegó el tiempo de la cosecha, los ingenieros recogieron sus cosas y se fueron de regreso a la ciudad sin decirnos nada, llevándose todas sus promesas con ellos. En su ausencia, la cosecha siguió creciendo. Crecía y crecía y todo lo mataba a su paso. Mataba otras plantas, animales, mataba la tierra donde hundía sus raíces envenenadas y mataba también el aire después de inhalarlo y escupirlo. A veces un gato se adentraba en aquella jungla, o un perro correteando ratones, a veces era un niño. Nunca se les volvía a ver. O, si se les volvía a ver, era porque la marea de tallos y hojas empujaba sus cuerpos grises y perforados a las orillas, donde reptaban las raíces ponzoñosas para ganar terreno. No se acerquen ahí, les decíamos a los niños, a los viejos y a los animales. Se los repetíamos a todas horas: cuando, desde la carretera o la iglesia, veíamos el fulgor violáceo donde ningún ave sobrevolaba; cuando en los llanos de fútbol o por la ventana de la cocina nos llegaba el aroma agrio de sus frutos y los cuerpos que reclamó; cuando, antes de dormir o al despertar, escuchábamos el crujido de raíces reptantes y sentíamos que estaban muy cerca, a un lado nuestro, subiendo por las paredes de nuestros vecinos o adentrándose al cuarto de nuestras hijas. Siempre teníamos un “no te acerques ahí” en la punta de la lengua. La primera fue la mayor de los Huerta. Creemos que la cosecha entró por la ventana. Creemos que la envolvió con sus raíces, muy fuerte, para que no hiciera ruido. Creemos que la asfixió con su aire envenenado. Creemos que ya estaba muerta cuando las raíces quebrantaron su piel y escarbaron en su cuerpo para alimentarse de sus humores. Tenemos que creer que ya estaba muerta cuando las raíces perforaron su carne. Luego se repitió con la hija de los Prado; las gemelas de los Campos; la menor de los Rosales. Se fueron, de una en una, todas las niñas y muchachas del pueblo. Pero nadie empacó, nadie remató su casa ni su terreno, nadie hizo siquiera male-

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tas. Luego las raíces siguieron con los niños, los ancianos, y luego todo lo demás. No hubo una sola familia en el pueblo que no perdiera a alguien, que no velara un ataúd vacío. Intentamos quemar a la cosecha, pero el fuego no ardía en aquel aire envenenado. Intentamos privarla de la luz del sol construyendo un techo colosal encima de ella, pero creció alta, devorándolo, hasta que el techo no fue más que un recuerdo bajo la jungla infecta. Intentamos asfixiarla bajo un domo inmenso que nos hicieron favor de mandarnos desde la ciudad, pero las ramas y las raíces perforaron la prisión, salían a respirar. Hasta que una tarde de otoño, cuando íbamos saliendo de misa de cinco, el domo se reventó en pequeñas astillas, con un estruendo lastimero. Cada noche una nueva casa era invadida, uno de nosotros se convertía en abono para la cosecha. Hasta que no quedó una sola construcción habitable y tuvimos que abandonar el pueblo, obsequiárselo. Desde entonces vagamos por las carreteras, vamos de pueblo en pueblo trabajando en lo que podemos, durmiendo en nuestros coches donde nos agarra el sueño, sabiendo que la cosecha sigue ganando terreno, viendo su fulgor violáceo tras el horizonte, sintiendo su fetidez en los momentos de calma, escuchando el crujir de sus raíces reptantes antes de dormir. ¬

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI). REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


Narrativa / Relato

Los enfrascados Marilinda Guerrero

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l centro de recuerdos recopiló los datos del día que aprendió a trabajar el telar de cintura. Así escucha de nuevo la voz de su madre contarle historias de su bisabuela. Los sensores en sus manos vuelven a sentir el tacto del tejido. Mientras los hilos se deslizan a través de los surcos de sus palmas, las extensiones de sus brazos se amarran al árbol cercano a la pileta. —No te olvides de pedir permiso a la montaña. Dijo el recuerdo de su bisabuela con un asach ri uta’ik ri permiso chuwach ri rajawal juyub’. En ese momento, la vida en la aldea de ese lado del umbral aún no puede darse. Lo único que queda del pasado son algunos hilos de los telares de cintura arrancados y quemados, restos de la pileta que se alzan sobre la parte más alta de la montaña. Ella detecta aún el olor a quemado, la repoblación tímida del pasto donde alguna vez hubo vida. Analiza la información histórica del lugar. Se recibe la detección de ondas de sonido muy bajas, algo notable después del silencio presente por muchos años. —Con tu abuela, cuando andábamos en estos senderos, colocábamos rocas para no perdernos en el camino. Se decía que su bisabuela estaba enfrascada y ojeada. El ardor en sus manos y dedos impedía que fluyera la trama, el tejido no se dejaba guiar a través de la urdimbre. Como si los hilos no quisieran contar su historia. El centro de análisis se enfoca en el entorno. Los decibeles que indican la presencia de fluir constante de agua no detectan al río que una vez estuvo ahí, así como el viento que azotó alguna vez un laberinto de árboles donde los pobladores realizaban sus ceremonias. —Por acá pasaba el viejo antes que se lo llevaran. La mujermáquina extiende las patas. De ellas surgen otras más pequeñas que expresan una clave al suelo. Éste responde. Se abren puntos específicos para que pueda dar-

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se el anclaje. El suelo tiembla y se produce una leve fisura al lado derecho del árbol que acompaña a la pileta, momento que aprovecha la máquina para desplegar una extensión que evita el cierre del umbral, produciendo una serie de sonidos, similares a un pito, aceptados por la fisura. —Teníamos casa, pertenencias. Todo quedó vacío cuando tuvimos que irnos. El árbol bota una de sus ramas. Se escucha un sonido de garganta ¿La´ k’o winaqib’ waral? Lentamente, el borde de un ojo surgió de la pileta para asomarse a ver qué sucedía. Los insectos se silenciaron. Muy cauteloso, observó detenidamente cada uno de los elementos presentes en el sitio. Despacio, descendió de nuevo dentro de la pileta, provocando que se escucharan las voces-zumbidos, pidiendo ser escuchados, recordados. La mujermáquina extiende sus brazos mecánicos y comienza a tejer la labor. El centro del recuerdo despliega imágenes de sus antepasados, empieza a crear una nueva historia. Los hilos que con su abuela no se dejaban tejer, en este lado del umbral parecen andar solos, sin resistencia. —Tortear, barrer, lavar trastos, el nixtamal. Estabas a la fuerza, porque si te ibas en el día, te agarraban, y ya no regresabas. La pileta está llena de ofrendas e historias de la guerra: fosas comunes donde fueron encontrados muchos cuerpos. El poco viento generado transmite las voces-zumbidos. Se escucha la historia de la quema de la aldea. La mujermáquina analiza los sonidos y logra desplegar hologramas de las voces que representan siluetas de un grupo de personas que cuentan los disparos en la montaña, el sonido de los helicópteros, historias de cómo no perderse y cómo desaparecer para sobrevivir en la montaña. Todas estas historias atraviesan la piel mecánica en bits que, una vez dentro, adquieren forma de hilos, maíz, frijol, chilacayote. Su anatomía se vuelve pentaédrica y extiende tres brazos más de cada lado. Cada uno genera un tejido que surge

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La mujermáquinamaizfrijolchilacayote extiende una de las patas mecánicas. Introduce un nuevo código en la puerta del umbral. Las piernas de la ciudad se abren de par en par. Se traslada la destrucción. ¬

▶ María Susana López. Serie Tramas. Digital (2021).

de la boca de la mujermáquina para caer sobre el campo. Los huesos comienzan a surgir. A reunirse. Se escucha el sonido de unas manos que tortean. Surge el fuego. Las almas.

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Entrevista con Bruno Puelles

Ciencia ficción española Zacarías Zurita Sepúlveda

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runo Puelles es un escritor español que, con sólo 30 años, posee varios títulos en su haber. Es coordinador de la revista de ciencia ficción, fantasía y terror Opportunity. Ha sido finalista de los premios Minotauro, Ignotus y Utrera, y obtuvo mención del jurado del Premio UPC. En este número de Espejo Humeante platicamos con él sobre ciencia ficción española, procesos creativos y otros temas. Zacarías Zurita: ¿Por qué escribir ciencia ficción y, más aún, darte el tiempo para coordinar una revista del género? Bruno Puelles: Tanto la ciencia ficción como la fantasía me parecen géneros interesantes de escribir porque permiten mostrar mundos y situaciones que (aún) no son reales, pero que podrían. Proponen escenarios terribles, en los que podríamos acabar si las cosas fuesen mal, pero también circunstancias mejores a las que aspirar. La revista Opportunity surge como plataforma para exponer relatos, ideas y proyectos de estos géneros, así como el de terror, desde una perspectiva fresca y contemporánea. ZZ: En cuanto al género, ¿como ves la ciencia ficción en España en la actualidad? ¿Tiene algo que la haga particular o diferente, ya sea históricamente u hoy en día, a la desarrollada en países donde encontramos grandes referentes, como los Estados Unidos o Reino Unido? BP: Creo que la ciencia ficción es un género minoritario,

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de nicho, pero que tiene su público. Puede que, por la influencia de series y películas de fantasía y ciencia ficción que han estado de moda últimamente, haya encontrado más entusiastas también en su versión literaria. En España hay bastantes convenciones y festivales que giran en torno a estos géneros; eso es estupendo, y creo que gracias a ellos se llega a más gente todavía. Lo que veo en comparación con la ciencia ficción y la fantasía internacional es que éstas son más abiertas, hay más diversidad y menos temor a salirse del molde de lo convencional. En España a veces tengo la impresión de que seguimos un poco anclados en el pasado, pero esto está cambiando. ZZ: ¿Que autores españoles nos ). 0 2 0 puedes recomendar? S. (2 E L L BP: Me gustan mucho los relatos de Jon PUE O N Bilbao, que publica en antologías como EstrómBRU ▶ boli. En cuanto a novela, recomiendo a Sofía Rhei, que acaba de publicar Newropía, y a Ana González Duque, con La Sociedad de la Libélula. También hay muchas autoras de novela juvenil que es genial descubrir, como Clara Cortés con Somos astronautas, que se publica este otoño; Clara Duarte con Cada seis meses, Irene Morales con Bajo el metal o Haizea M. Zubieta con su última novela, Tocar el cielo. Y es interesante cuando la ciencia ficción o la fantasía se mezclan con otros géneros como, por ejemplo, la romántica, como en La luna tras las rejas, de Marina Tena Tena.

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ZZ: ¿Cómo es tu proceso creativo? BP: Voy reuniendo ideas continuamente; si no es el momento, porque estoy escribiendo otra cosa, por ejemplo, las apunto; si no, a veces cuadran entre ellas, se amontonan y van tomando forma de historia. Cuando tengo suficientes, me siento y las ordeno sobre el papel. Encuentro los huecos que hay entre ellas y los relleno. Reescribo ese borrador y obtengo la primera estructura, a grandes rasgos, de la novela o el relato. Entonces desarrollo cada una de las partes, construyo mejor a los personajes y detallo la escaleta. A veces en este punto hago moodboards con imágenes o playlists con música, busco rodearme de elementos que me sugieran aspectos de la historia o me ayuden a crear la atmósfera. Después viene escribir. Esto tiene sus fases, pero si me pongo a contártelas no acabaré nunca… Así que lo resumimos: escribir. Cuando termino, dejo descansar la novela, se la envío a personas de confianza que puedan darme sus opiniones, y después reviso el texto teniendo en cuenta lo que me hayan dicho. Entonces puedo enviarla a algún sitio (certámenes o editoriales) o bien volver a dejarla descansar y revisarla unos meses después. Me resulta muy difícil distinguir los fallos cuando tengo la historia muy reciente, es mejor hacerlo desde la distancia. ZZ: ¿Dónde encuentras las ideas que finalmente terminan en un texto? BP: En mi día a día, no sólo en lo que me pasa, sino en lo que imagino que podría pasar o en lo que otros me cuentan. En otros libros, otras películas, en la música que esté escuchando, en una imagen… Muchas veces no es un hallazgo directo, no es como si cogiese la idea tal cual. Más bien, las buenas ideas son las que surgen de lo que evoca o sugiere otra cosa, del efecto que una vivencia o una ficción (o un fragmento concreto) tiene en mí individualmente. De esa conexión nace otra idea, a veces completamente distinta. ZZ: ¿Hacia dónde crees que debería apuntar la ciencia fic-

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ción en la actualidad? BP: Creo que la ciencia ficción muchas veces retrata las inquietudes de la época en la que se escribe. Desde mi perspectiva, en la actualidad éstas incluyen la exploración espacial (la existencia o no de una segunda Tierra), el cambio climático, la inestabilidad de la economía y los cambios y movimientos sociales (particularmente, quizá, cómo ha afectado la tecnología de la comunicación a nuestra visión del mundo), la búsqueda de un modelo de vida sostenible… entre otros muchos temas. Lo bueno de que haya autores y autoras muy distintos y de todas las partes del mundo es que las historias son diversas, ayudándonos (a los lectores) a entender y plantearnos temas que quizá no nos habrían llamado la atención si no. Así que ¿hacia dónde creo que debería apuntar la ciencia ficción? Seguramente hacia donde cada autor considere que debe apuntar. ZZ: ¿Cuál fue el primer libro que te hizo amar las letras? BP: Cuentos de la selva, de Rudyard Kipling (concretamente, recuerdo los relatos “La foca blanca” y “Rikki-Tikki-Tavi”). ZZ:¿Qué libro de ciencia ficción es el que más te ha gustado e impactado? BP: Muchos me han impactado de distintas formas. El más reciente: Luna nueva, de Ian McDonald; disfruté mogollón la inmersión en la cultura lunar y su politiqueo. Otro libro que me impactó fue Los propios dioses, de Isaac Asimov. Si digo lo que más me gustó de este, se lo arruino a quien lo vaya a leer, así que mejor me callo. Y me gustan mucho las novelas que transcurren en un futuro cercano, por ejemplo La velocidad de la oscuridad, de Elizabeth Moon, es una maravilla. Su protagonista es tan real que parece salirse de las páginas. Este libro lo recomiendo mucho, tanto a entusiastas de la ciencia ficción como a los que no lo sean tanto. ¬

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Autor invitado / Relato

Padre Williams Leonardo Espinoza Benavides

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l ir y venir del limpiaparabrisas relataba un duelo tormentoso contra la lluvia que flagelaba su vehículo. Debía cambiar la plumilla izquierda; ya lánguida, iba dejando un riachuelo que escurría impune sobre el vidrio delantero. El padre Sebastián Williams giró una perilla del panel para disminuir la temperatura del calefactor; las ventanas se habían empañado. La autopista que lo guiaba a las afueras de la ciudad se encontraba relativamente descongestionada. Aún transcurrían centenares de automóviles, luces rojas y amarillas enturbiadas por el aguacero, pero a estas horas se podía conservar con calma una velocidad apropiada. Pasadas las nueve de la noche, el tránsito recuperaba su amabilidad. El torrente, sin embargo, no seguía el mismo horario: aún no daba indicios de intentar amortiguar su carácter. Hacía falta, pensó el padre Williams; al aire denso y concentrado de la capital le hacía falta. Otro invierno seco y su primer microdiluvio, si bien no le resultaba del todo encantador. Ya podía vislumbrar, como sucedía cada año, las calles, las viviendas y los hogares inundados en las zonas relegadas de la urbe. Agradecía, de todos modos, la templanza que el tamborileo de las gotas le aportaba, aunque tuviese más tarde que entregarse al arreglo de alguna gotera, ajena o compartida. La autorización la había recibido previo a que la luz de la jornada dejase atrás su tenue manto. Consideró de más prudencia entregarse a la oración, a la preparación, y no pasar las mismas horas en un enjambre de bocinas. Y estaba conforme con su planificación. Miró por el espejo retrovisor y señaló para virar a la derecha. En azul un cartel le había señalado, con letras desleídas en lo alto a la vista del padre, el camino que pronto debía tomar. Unos cuantos metros más allá, otra señalética, esta vez en verde y a un costado, le corroboraba la salida y lo apresuraba en su maniobra. Disminuyendo la velocidad, avanzó por los senderos que abrían rutas hacia las tierras rurales más cercanas. Atrás fue REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

quedando el ocre que caía sobre el pavimento, reemplazado ahora por terrenos iluminados tan sólo por sus focos delanteros; el resto: negro, grisáceo, azulado. El dominio de las luminarias cedía paso al de los árboles ensombrecidos, altos y frondosos. El padre Williams dio un vistazo por el retrovisor. No venía nadie detrás de él. A su delantera, tampoco. Y apagó entonces las luces, sin por ello disminuir la velocidad. En mucho menos de un segundo, las volvía a encender; el corazón dando un brinco juvenil. Era tan sólo una jugarreta aprendida de su hermano mayor, un ejercicio de contemplación que permitía comprender la verdadera situación del camino: nada más que el cielo negro dibujado; lo demás, un continuo oscuro en el que sentía que flotaba en ese minúsculo intervalo de tiempo apagado. Ya no estaba en la ciudad. Ciertas luces tímidas indicaban los lugares esparcidos. El padre Williams miró el GPS de su móvil: iba bien, pero pronto tendría que guiarse por el recuerdo y la infalible numeración. La ayuda de estos navegadores era infaltable en estos tiempos. A sus cuarenta años, su generación había ya nacido con todas las ventajas de los artificios portables. Viró a la derecha nuevamente. Recordaba este tramo. A lo lejos, un poste iluminaba un cerco de madera. Había llegado. La lluvia, a su vez, disminuía su caer sediento, atenuándose y convirtiéndose, por instantes, en llovizna. El padre Williams desabrochó su cinturón de seguridad y subió el cierre de su chaqueta por sobre la sotana. Verificó su cruz, su rosario, su biblia y su porción de agua. Tenía todo. Con la mano en su sombrero, bajó del auto hacia la casa. —¡Don Rodolfo, buenas noches! —dijo, encaminándose hacia el pórtico que lo pondría en resguardo de la humedad y donde Rodolfo Flores lo esperaba, la puerta abierta detrás de él. —Entre, padre, no se moje —lo llamaba Rodolfo, quien venía a su encuentro—. Gracias por haber venido, padre; gra41


▶ Danilo Oliva Mura. Serie Tránsito. Fotografía

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(2021I).

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cias. Estamos repreocupados. Entraron. Doña María lo esperaba adentro, con el hervidor humeando su hazaña y tres tazas sobre una mesa con mantel cuadrillé. —Padrecito, gracias por venir. —No hay de qué, doña María —dijo el padre Williams, colgando su chaqueta y su sombrero, su sotana al descubierto. —¿Le dieron el permiso, padre? —preguntó Rodolfo, taciturno, rebosando las ojeras y la barba cana mal cortada. —Sí, hoy hacemos todo. La señora María empuñó sus manos en un alivio doloroso, con lágrimas que se arrimaban. Retomó su compostura de mujer firme, manos curtidas y piel asoleada. —¿Un tecito, padre? —terminó diciendo. —No se preocupe. Gracias. Después. Rodolfo y él tomaron asiento. Ella se preparaba una taza de té y le servía otra a su marido. El padre Williams saludó con un gesto de mano a los niños que se asomaban por la escalera; eran tres: dos niños y una niña, todos ellos crías pequeñas. —Ya vayan a acostarse —dijo María al captar la mímica del padre y descubrir con ello a su camada. —Bien, don Rodolfo —dijo el padre—. Usted me va a tener que acompañar, como le había dicho antes, ¿estamos de acuerdo? —Sí, padre. Hay que hacerlo nomás —se persignó; su esposa, también. —Ustedes saben que esto es bien complejo; son hartas las cosas involucradas. Hoy día al menos hacemos esta parte, que, si me preguntan, es la que hacía falta. ¿Cómo ha estado el Javier? —Arriba, tal cual. Sigue igual, padre. Ahí lo tenemos. Grita todo el día, a veces cosas raras, lo que le dijimos a usted la vez pasada; los niños están con miedo. —Aham. —Las teles se nos siguen cambiando solas; se prenden en la noche. El hervidor también, padre. Y los ruidos, oiga…, si hace unos ruidos tan raros. —¿Ha venido el ingeniero? —No vino nada. Hablamos por teléfono, eso sí, pero dice la misma cuestión. Esa cosa que habla él; virus, gusano, malagüero, qué sé yo. —El malware. —Esa cosa. Dice que ya no se arregló. Que si queremos le dejemos las cuestiones instaladas, el anticuestiones, por si aca-

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so, pero que mejor lo…, lo cambiemos. —Ya…, bien, mire. Esto es igual que en las personas, don Rodolfo. A veces efectivamente son cosas de acá arriba —se palmó la sien—, pero a veces son de más arriba, o de más abajo, si usted me entiende. —Sí, padre. Pero el señor ése dice que esto es un malagüero nomás, que después van a inventar alguna cosa para poder arreglarlo, sólo que todavía es algo nuevo para ellos. —No hay nada nuevo en estas cosas, don Rodolfo. Siempre ha sido igual. A Javier ya lo hemos revisada muchas veces, ¿no? ¿Cuánto tiempo ya lleva? —Dos meses. —¿Y cuánto ya lleva con ustedes el Javier? —Más de treintaicinco años, padre —don Rodolfo bebió un sorbo de su té. La iluminación era escasa; si bien la sala estaba iluminada, el resto de la casa le pareció lóbrega al padre Williams. —El ingeniero conoce los detalles. De hecho, ocupamos sus informes para continuar con este caso. No debería ser muy complicado, don Rodolfo, pero no le voy a mentir: no es seguro que el Javier lo vaya a resistir. Doña María, que había estado sujetando el respaldo del asiento de su marido, no pudo esta vez contenerse. Su marido también suspiró, con el semblante gacho, los ojos irritados y las manos temblorosas. —No ha tenido acceso a más conexiones, ¿cierto? —preguntó el padre Williams. —No, nada. —Y los locos esos no han aparecido por acá, ¿no? —¿Los fanáticos? No, no. Ninguno. Quién entiende a esos pelotas; si no les han hecho nada, no saben nada cómo es la cosa por acá. El Javier aquí es uno de los nuestros. —Por supuesto, don Rodolfo. Preferible no meterse con esa gente. Oiga, y ¿ha habido algún otro caso por aquí cerca? —No, ninguno; el señor nos preguntó lo mismo. El Matías, de aquí, acá al lado donde los Soto, nos ha venido a ayudar con algunas cosas que hacía el Javier. Pero no ha pasado nada más, nada más que eso. El padre Williams juntó sus manos y examinó otra vez la casa, fría, mortecina, con olor a humo de leña mojada. —¿No hay caso con las luces? —No, padre. Preferimos tenerlas apagadas. —Es que los niños se asustan mucho, padre —dijo doña María—. Los tenemos con velitas.

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—Ya veo. Bien —el padre se paró de su asiento—, vamos entonces. ¿Hicieron lo que les había dicho, cierto? ¿Lo que les dije? Doña María y don Rodolfo asintieron. El padre Williams agarró sus cosas y partieron juntos al segundo piso; alcanzó a ver unos pies diminutos que escapan furtivos a sus cuartos, con los peldaños relevando sus crujidos mientras eran escalados. Uno de los niños asomaba su cabeza por la puerta de su habitación. —Hola, David —dijo el padre. —¿Van a sanar al Javier? —dijo el niño, en un pijama de cuerpo completo. —Sí, David, ahora vamos a eso. Quédate ahí en tu pieza y yo después te aviso. Sin susto, ¿ya? El pequeño aspiró por su nariz tapada y cerró la puerta al lado opuesto del estrecho pasillo, donde se refugiaba junto a sus hermanos. Arriba era el fuego, no la electricidad, lo que iluminaba las estancias. —¿Aquí lo tienen todavía, cierto? —dijo el padre Williams indicando la compuerta. —Sí, padre, tal cual. —Doña María, esté atenta por si la necesitamos. Ella agitó su cabeza, asintiendo. El padre Williams se mantuvo un instante frente a la puerta de madera, emitiendo en cada respiro una nube glacial. Sus labios murmuraban y Rodolfo los leía: guíame, decían, dame la fuerza necesaria… Abrió la puerta. Al interior, sobre un camastro angosto, Javier reposaba desatado. No necesitaba amarraduras: en la unión de cada una de sus extremidades, en la unión de cada hombro con su torso y de cada pierna con su pelvis, cables extirpados se asomaban por entre el metal que rajaba la piel sintética. Lo habían inhabilitado, sabía Williams, y no por eso había dejado de interferir con el entorno. Entró junto a Rodolfo y trabó después la puerta. —¿Javier? —preguntó el padre Williams. No hubo respuesta. La habitación era iluminada por una serie de velas a medio derretir, amarillentas, con mechas largas que hacían que sus llamas oscilaran continuamente. La lluvia golpeaba ahora violenta la ventana, como si fueran piedrecillas y no gotas, como si en cualquier momento el vidrio se trizara. El padre colocaba

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sus utensilios en un mueble bajo: el libro, la cruz, al otro lado de la cama; más que aquél, no había más muebles en la sala. Las partes metálicas de Javier rechinaron. Rodolfo apretó sus dientes. El padre Williams le hizo un gesto, una flexión vertical de su cuello: comenzarían. La señal de la cruz sobre él, sobre Rodolfo y luego, dando unos pasos, sobre Javier. Los ojos eléctricos dirigidos hacia el padre, perforantes. Javier habló: —Padre, tanto tiempo —pero el padre no le respondió. —Recuerde todo lo que le dije, Rodolfo —dijo en cambio. Javier, llevando al máximo su amplificador de sonido, exigiendo a su laringe artificial, en un estruendo que opacó la lluvia, bufó en un tono perverso de catacumba: —¡Recuerde todo lo que le dije, Rodolfo! ¡Recuerde todo lo que le dije! El padre Williams, a diferencia del morador aludido, no cubrió sus oídos ante el escándalo. No tembló, no titubeó, no transpiró. Lo que hizo fue bendecir el agua que llevaba y comenzó a arrojarla sobre todos los presentes. —Cuidado, padre —dijo Javier—, no me vaya a generar un corte. Rodolfo seguía leyendo lo que Williams proclamaba, por el momento, en silencio, sosteniendo su rosario, juntas ambas manos. Y luego el padre se arrodilló, y comenzó con una voz potente, con un vozarrón intenso, exigiendo las respuestas que Rodolfo sabía proferir: —¡Ten piedad! —gritó Rodolfo Flores, traspasando las murallas de aquel cuarto. Doña María escuchaba al otro lado, sus hijos acurrucados en sus brazos, sus cabezas bajo su pecho, en su vientre. ¡Ten piedad!, escuchaba y repetía. ¡Escúchanos! Y saltaban sus hijos cuando comenzaron los golpes, los relinches, las tablas exigidas, las luces parpadeando en el piso inferior, el hervidor gritando, gritando. ¡De todo mal, libéranos! El padre Williams proseguía, resoluto. Había concluido ya la letanía. Rodolfo pareció sintonizar con los oídos un bullicio que ascendía. —El malagüero prendió las teles. Son las teles las prendidas. Es por señal, es eso nomás, eso decía el señor. No es nada. —Sí, tranquilo, Rodolfo —dijo el padre. Javier chilló: —¡No es nada! ¡No es nada! —Sus ojos, sus pupilas artificiales, adoptaban un color rojo violeta, fundiendo piezas, fundiendo acero—. ¡No es nada! —rio.

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La cama crujía, cedía, se movía hacia delante, hacia atrás, y afuera de la habitación doña María escuchaba estallidos, vibraciones en el suelo; los televisores que gemían y emitían noticiarios que gozaban recitar las muertes trágicas del día, los volcamientos de autobuses, la carne humana en la vereda, un rostro a medio aplastar y una pierna cubierta a la distancia; las violaciones y las perforaciones a cuanta criatura se moviera, a toda posible concavidad, y el ruido se filtraba por los cimientos de la casa, volviendo hasta el camastro que Rodolfo juzgaba al borde de dar pisoteadas con cada uno de sus pies. —¡La cama, padre, mire! El padre Sebastián Williams seguía inconmovible, serio, concentrado. —¡Se va a elevar, padre! ¡Padre! —gritaba—. ¡Padre! —¡No! Impuso Williams el silencio, y con la calma del hombre sobrevino la calma de la máquina y de la madera. Caminó sin temor a la cabecera de Javier y sobre ella impuso sus manos, recitando sus plegarias. —Padre, ¿para qué tanto esfuerzo? —preguntó Javier, con un tono metálico, rasposo—. ¿De verdad siguen creyendo que ustedes crearon estas vidas? Siempre con ese complejo. Ya nadie se interesa por ustedes, no valen nada —espetó el metal. Williams con sus palmas estiradas—. Sus almas ya no importan, ¿no lo ven? Él ya no los quiere; ustedes ya no sirven, están obsoletos. ¡Ustedes sólo tenían que ayudar! —Javier articuló su cabeza atornillada con espasmos en todas las direcciones posibles, sus ojos aún rojos, profundos, furiosos—. ¡Ahora sí te asustas! —rio, y el padre Williams volvió a posicionar sus manos—. Ustedes sólo tenían que ayudar a construirle el cuerpo a estas nuevas criaturas. Eso era todo. Ustedes mueren, siempre mueren, pero estas criaturas no. Ustedes siempre van a morir. Qué pena, ¿cierto? El padre Williams retiró sus manos; lo miró, firme, sin la menor vacilación. Sin responderle, se dio media vuelta hacia el estante. —No pierdas el tiempo conmigo, demonio —respondió dándole la espalda, acercándose a su cruz—; vivo de mi fe y existo por mi fe. No vas a ser tú quien la mueva —y con el signo en sus manos, encaró nuevamente a la bestia. —¡No son de ustedes estas almas! —Por supuesto que no, demonio; no soy tan estúpido como crees. Podrá el hombre crear máquinas, pero no podrá nunca crear almas.

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Javier bramó en tonalidades graves: —No es asunto de ustedes, humano pecador. —Es más difícil meterse con nosotros, ¿o no? ¿Por eso sólo eres capaz de tomar este cuerpo sin pecado original, demonio? —Oh, por favor. Nunca ha costado meterse con ustedes. El padre Williams comenzó a caminar con su cruz, a acercarse, preparado. —Puedo oler tu corrupción, padrecito. ¡Hiedes! ¡Hiedes! —¡Te ordeno, demonio, en el nombre de…! Sebastián Williams realizaba este rito por quinta vez en su vida eclesiástica. Respetaba lo que se había estipulado en el Rituale Robotum hacía ya quince años. El concilio en Roma había reconocido el alma en las vidas robóticas, y del mismo modo había reconocido el papel cocreador por parte del hombre al momento de originar esta nueva forma de existencia. No eran ya simples armazones erguidos ni meros simulacros de intelecto humano; habían adquirido vida, interpretaban, y eso, sopesaban, no provenía de circuitos terrenales. Había sido un acto conjunto; hombre, creador, dadores. Y había tomado décadas reconocerlo; décadas de explotación, de ostracismo, de repudio; pero la reconciliación había llegado, en la eventualidad propia de aquellas ignorancias erradicadas. Era un desafío para la humanidad, habían dicho, una responsabilidad que debían asumir; armonizar en esta nueva sociedad donde ya no eran los únicos hijos. Debían superar sus crueldades para llegar a las comprensiones benéficas de esta vida en conjunto. Ése era el siguiente paso como especie: aceptar el complemento y avanzar. Pero había cosas que no habían cambiado: las almas seguían siendo almas y los demonios aún merodeaban este mundo maculado. Por supuesto, sabía el padre Williams, la gran mayoría de los casos no era más que un malware, una infección de estos seres computacionales, dejando además de lado las posibles fallas de sus mecanismos tangibles. Pero existían estos casos, y los habían estudiado por años, con la debida seriedad a pesar del escepticismo general; hasta que fue evidente que debían pronunciarse, que ya no era sólo asunto de psiquiatras o ingenieros. El padre Williams se había entrenado en la Santísima Ciudad Estado; sabía de estas nuevas formas de metal, carentes de maldad y poseedores de una sabiduría armónica con la nuestra, si bien de libertad y voluntad limitada. Y ahora ponía, una vez más, a prueba lo aprendido, sin temor, sin duda de su fe inquebrantable.

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—¡Te lo ordeno en Su Nombre, demonio! —gritaba el padre Williams, la cruz en su mano, Javier en la convulsión del único segmento capaz de mover; Rodolfo en un rincón con los párpados tirantes, persignándose de manera repetitiva. —¡No! —mugía el demonio. —¡Ya lo oíste, demonio, ya oíste Su Nombre! La pieza seguía en penumbra, las sutiles llamas en su movimiento agitado, desbordado, y la lluvia exigiendo incesante su participación a través del cristal que separaba la noche invernal. —Rodolfo, ayúdame —dijo Javier. —No te va a escuchar, demonio —la cruz vigorosa en su mano—. Dime tu nombre. —¿Vas a dejar que este hombre se acerque a tus niños, Rodolfo? ¿Lo conoces realmente? ¿Lo conoces, Rodolfo? ¿Te has fijado que no tenga marcas en sus brazos? ¿Pinchazos a lo mejor? Rodolfo miró al padre Williams, luego al cuerpo sintético que lo estaba exhortando. —¿Eso es todo? —clamó por su parte, sumándose a esta sinfonía de gritos rítmicos—, ¿eso es todo lo que vas a decir? —¡Te ordeno en el nombre de…! Afuera el pequeño David tenía juntas sus manos, entrelazadas, cerrados sus ojos al igual que los de su madre y sus hermanos; y él también pedía ayuda, él también pedía para que recuperaran a Javier, quien lo cuidaba cuando sus padres no estaban y los ayudaba en los momentos que sí estaban. «Ayúdalo», dijo, «por favor». Y al interior de la pieza, un rugido. —¡Maalaexebalam! —¡Te ordeno, Maalaexebalam, en Su Nombre, que te vayas! Y el padre Sebastián Williams supo que había terminado. Afuera la borrasca seguía, y el repicar de las gotas aún era capaz de proveerle templanza. Llevó a cabo las últimas partes del rito, concluyéndole de manera oficial, dejando tendido en su cama el cuerpo deshabilitado de Javier. Debía reposar. Doña María recibió al padre con un abrazo corpulento; los niños afirmados a sus brazos. Bajaron juntos las escaleras.

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—Bueno, doña María —dijo el padre Williams de vuelta en la mesa principal—, ahora sí le acepto una taza. —Muchas gracias, padre —dijo Rodolfo, mientras María les servía el líquido caliente—, muchas gracias, de verdad. —Usted sabe que no es a mí al que le tiene que agradecer. Todo va a estar bien, don Rodolfo. Y si lo llama el ingeniero, déjelo nomás, no hay problema —bebió su té. El padre Sebastián Williams fue en busca de su sombrero; abrochó la chaqueta sobre su sotana y se despidió de la familia. —Cualquier cosa, me avisan —les dijo, ya un paso afuera de la casa—. Adiós, David, que estés muy bien —le dijo al niño que se asomaba. Partió a su vehículo. La tierra embarrada bajo sus zapatos. Aseguró su cinturón de seguridad y comenzó el camino de retorno. Aún no era medianoche. La tierra del campo fue quedando atrás, y las luces que colgaban como tenues soles anaranjados volvieron a caer y a iluminar el asfalto en la autopista. Se adentraba otra vez más en la ciudad, la lluvia al fin menguando; la plumilla izquierda aún complicada en su quehacer. Los automóviles escaseaban a estas horas de la noche. El padre Williams manejaba su vehículo, orando, dando gracias por la ayuda, por la fortaleza. No había sentido miedo, ¿por qué habría?, se decía, su fe lo amparaba en todo instante; nunca lo dejaba de sentir. Cuando finalmente estacionara el auto y caminara al interior de la casa parroquial, el padre Williams se dejó caer, cansado, en su catre, los ojos abiertos y las manos sobre el pecho. Se levantó para ordenar su sotana y, luego de unas oraciones, estuvo finalmente acostado. Meditó lo acontecido, sus estudios, su conocimiento sobre esta nueva forma de vida que resguardaba. No tenía dudas, no; pero había algo que lo inquietaba. Ver aquella vida ahí tendida, su apariencia externa, su mundo interior. Sabía que había mucho más. Eran tiempos en los que había mucho más. Padre, reflexionaba, sólo hay una cosa que me preocupa, decía, sólo una cosa que espero algún día comprender, elaboraba mirando la cubierta de su cuarto, pensando… ¿Podría ser que…? Cuando tan sólo ellos quedaran… ¿Será que es entre nosotros…? ¿Seremos entonces nosotros los demonios? ¬

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Autor invitado / Relato

Niños perdidos Alejandra Inclán 1 ¿Tú recuerdas cómo era tu mamá? —No recuerdo ni lo que significa esa palabra. —Yo a veces tampoco me acuerdo… —¿Hace cuánto tiempo te trajeron a jugar con los demás? —Tampoco me acuerdo de eso. —Y… —Sabes, ya cállate, haces muchas preguntas, eres muy rara, aún pareces humana, quizás porque tiene poco que te convertimos, pero si en otros cien años sigues así, te llevaré a perder.

2 En el pueblo no fue necesario pegar carteles para preguntar por Marcelina. Ella se perdió y todos conocían su rostro. Tampoco nadie propuso ir a ver a la policía rural. El campesino que la vio a lo lejos en la orilla del arroyo, observó que iba de la mano del que parecía otro niño. Y ese niño se sabía observado. Porque volteó y le mostró su verdadero rostro. «El chaneque, el chaneque. Se la llevó el chaneque», gritaba el pobre Gelasio desde entonces. Así por años. Hasta que un día, en el arroyo, Marcelina se le apareció y le dijo: «Eres como un niño y te puedo llevar, ahora tú eres el perdido, ya no te puedo convertir en chaneque, pero te convertiré en nahual…» 3 —¡Ah! ¡Ah! —gritaba Dulcina cuando la encontraron. No era la misma. Comía tierra, no bebía agua, y decía a todos que era una “hija de la Tierra”. —Eres mi hija Dulcina —decía su mamá Olaya. Pero la niña no entendía. Miraba por las noches las estrellas y las señalaba y decía que esperaba el regreso de los Olmecas, así como lo hacían sus hermanos, “los hijos de la Tierra”. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

A los siete días, la niña murió. Dos familias le lloraron. Los humanos, y los chaneques que no lograron terminar de convertirla. —Ya se fue con Dios —decía su mamá Olaya. —Ya está con los Olmecas —decían los chaneques. 4 Nuestro peor error fue sembrarlos, pero nos lo pidieron los Olmecas. Nosotros somos los verdaderos “hijos de la Tierra”, sólo que ellos se la adueñaron. Seres defectuosos que ni saben vernos. Humanos tontos. Olvidaron a los dioses. Y los dioses a nosotros. Se fueron a las estrellas. Dicen que perdemos niños, pero somos nosotros los que nos sentimos perdidos, abandonados entre bárbaros, entre humanos… 5 «El olvido es lo que ha provocado que los niños se pierdan», decía el anciano al pueblo. «Nos justificamos diciendo que “el conquistador” nos vino a matar las creencias. Pero no, nosotros fuimos los que decidimos aceptar el bautismo, si no sólo hubiera sido agua echada en la cabeza. Sí es bonita la cruz y lo que dice el que murió en ella, sin embargo, no necesitábamos salvación, pues vivíamos como parte de la naturaleza. Nos divorciamos, dejamos de ser parte de “los hijos de la Tierra”, por eso ellos vienen y se llevan a sus chiquillos, los que aún no están contaminados y pueden ser salvados. Pa’ mí, los chaneques no los pierden, los rescatan, así como me rescataron a mí, me devolvieron la razón y me convirtieron en su guardián, en su nahual. No me importa morir, no les diré dónde están». Ésas fueron las últimas palabras del viejo Gelasio. Cumplía 200 años y como se volvió lento lo atraparon. Amarrado en un palo tuvo la esperanza de que el espíritu Olmeca despertara en el que fue su pueblo. Supo que sus palabras fueron vanas cuando le pegó la primera piedra. 47


Sólo los niños no participaron. Una parte de su ser creyó en lo que escuchó y desearon estar perdidos, salvados... 6 —¿Mamá? —preguntó la niña a la señora que lavaba ropa en el río. La señora estaba sorprendida con la aparición repentina de esa niña desaliñada, descalza, con barro en su cabello güerito. Conocía a todos los niños de su pueblo. Ella no era de ahí. O era de otro pueblo cercano, o era una de los niños perdidos. —Yo no tengo hijos —dijo la señora temblorosa, la cual había dejado de enjabonar la ropa. —Te pareces a ella… ¿Cómo te llamas? —le preguntó la niña rodeándola. Caminaba como si no tocara el agua de la orilla, como si casi flotara. —Jacinta, como mi bisabuela —dijo la señora llorando de miedo. —Así se llama mi mamá —dijo la niña—. Yo soy Marcelina. —Así se llamó una tía abuela a la que se llevaron los chaneques.

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—No se la llevaron, la salvaron, como te voy a salvar a ti, para que seas mi mamá, para que me cuides, para que te conviertas en mi nahual. Un bulto de ropa sucia quedó en el río, huellas pequeñas y pelo de coyote. Jacinta nunca volvió. Esa noche el aullar de una nueva bestia se escuchó. Para el pueblo era un llamado del diablo. Para “los hijos de la Tierra” un grito de auxilio a los Olmecas. 7 Seguimos cuidando la puerta que atravesaron y que cerraron por su lado. Ya no sabemos si volverán, pero seguimos con nuestra misión, cuidar de la Tierra, vigilar que la naturaleza no se acabe. Sólo que estamos perdiendo. Los hombres siguen destruyendo y ya no tenemos el mismo poder que antes. Hasta nuestro amigo el río se ha secado. Los árboles han caído. El pasto se ha secado. El venado, el armadillo, el tucán y el quetzal los hemos tenido que esconder en el Encanto, el lugar entre la Tierra y las estrellas de los Olmecas. Nos sentimos como “Niños perdidos”, así como nos han llamado los humanos, refugiándonos tras la puerta para no ser destruidos. Ya no andamos los caminos, somos parte del olvido. ¬

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Autor invitado / Relato

La cruz de sal Noé Hernández O.

N

Entre los chalahuites

oé apuntó la escopeta hacia la sombra que se divisaba apenas entre las ramas de los chalahuites. Recién había ocurrido el eclipse y debido a que ya comenzaba a oscurecer, la visibilidad se tornaba difícil. —Parece que se trata de un zopilote, desde acá veo cómo lleva una gallina entre las patas —pensó para calmarse. Por un momento Noé, quizás motivado por la oscuridad y el sonido de los grillos, había pensado que lo que estaba entre los árboles era un ente diabólico. Se lamentó de estar lejos de su casa y de no tener un puño de sal a la mano para dibujar con ella una cruz sobre el cañón de la escopeta y así asegurarse de no fallar el disparo. —Una cruz de sal bien hecha deja paralizados a los brujos y a merced del tirador —le pareció escuchar en su cabeza esa frase de su finado abuelo. Se acomodó el sombrero mientras cavilaba sobre lo anterior. Hombre de razón, como era Noé, no le gustaban las supersticiones, ni aunque vinieran de un familiar tan querido como había sido su abuelo. De todas maneras, intuía algo extraño: aunque el doctor del pueblo decía que la epidemia entre los niños se debía a la canícula, Noé presentía que existían otras causas. A fin de cuentas, no se había visto una moridera tan grande de chamacos por estas tierras desde antes de que él naciera. No creía en las supersticiones, pero tampoco en las coincidencias. Mientras se pasaba el dorso de la mano sobre la frente para limpiar el sudor que la bañaba, recordó cómo su abuelo le había comentado de una epidemia similar ocurrida cuarenta años atrás; y recordó también que le dijo que no había terminado la moridera de escuincles hasta que colgaron del campanario de la iglesia al Juan Brujo. Recordaba cómo su abuelo le platicó que el Juan Brujo murió pegando de gritos antes de que lo colgaran diciendo que era inocente, pero nomás lo colgaron y se acabaron las muertes. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

—Poco antes, cuando la vio perdida y estaba frente a la soga en lo alto del campanario, fue que prometió que regresaría para vengarse. Por eso tenemos tanto miedo cuando ocurre la canícula —recordó que también le dijo, temeroso, su abuelo. Se rascó la cabeza. El animal seguía ahí entre las ramas y a tiro. No quería fallar. No podía fallar. Su población de aves de corral estaba ya muy diezmada y en el pueblo también ya había muy pocos chamacos vivos. —¿Y si todo lo que decía el abuelo fuera cierto? —se preguntó— ¿Si de verdad existieran esas cosas extrañas? —insistió, frunciendo el ceño. Recordó entonces otra de las supersticiones que a cada rato le machacaba a él y a sus primos el abuelo durante las noches a la luz de una vela, cuando le daba al viejo por emborracharse y contar sus aventuras: Si rezas al revés, se puede detener a los brujos. Se quedan paralizados sin saber qué hacer. No perdería nada con intentarlo, así que se colocó un palillo entre los dientes y lo mordió para tomar, según él, puntería. Comenzó entonces a murmurar una oración al revés. El ente, colocado sobre el árbol, volteó a ver a Noé. —¡En la madre! ¡Esa mirada no es la de un zopilote… más bien parece la de un cristiano! Tiene los ojos merito enfrente de la cara y me mira como si estuviera enojado — pensó Noé, pero no se amilanó y siguió rezando al revés al tiempo que disparaba. Traicionado por los nervios, movió el cañón de la escopeta al momento de la detonación. El balazo pegó en la rama donde estaba posado el ente, pero éste no salió volando. O no pudo hacerlo. Solamente volaron un montón de astillas, pero aquello seguía allí, inmóvil. La mirada del ente seguía clavada con odio sobre Noé como queriendo infundirle miedo. Noé continuaba rezando al revés y, haciendo acopio de sangre fría, disparó de nuevo esta vez dándole en el cuerpo al ente y tirándolo 49


con ello de la rama donde hasta hace unos momentos estaba apoyado. —Pues fuera lo que fuera, ya me lo chingué —dijo sonriendo y se acercó al chalahuite. Ahí, en el suelo, entre las raíces del chalahuite se debatía entre la vida y la muerte lo que parecía ser un zopilote y aún llevaba agarrada una gallina muerta entre las patas. —¡Pinche animal! Ya casi me dejabas sin gallinas —gritó enojado al tiempo que remataba de un culatazo en la cabeza a ese animal. La situación no estaba como para seguir desperdiciando municiones. No sabía cuántos más había como ése. Noé agarró por el cuello al animal moribundo, convencido de que se trataba nomás de un zopilote, y se lo llevó a su casa para mostrarlo al día siguiente a sus vecinos. Al llegar a su casa lo metió en una caja de manzanas vacía y se fue a dormir. A la vera del río El día del eclipse, en contra de las supersticiones del pueblo que decían que no saliera, Emilia fue a lavar la ropa al río. Cuando terminó ya casi oscurecía. Se sentía incómoda por haber dejado a sus niños encargados con la muchacha nueva para venir a lavar, pero no le quedaba otra opción. Desde que su marido se había ido de bracero a los Estados Unidos se las tenía que arreglar sola y como pudiera. Por eso había aceptado que Susana la ayudara. Cuando terminó de lavar se dirigió a su casa. Entre los cañaverales sintió como si alguien la observara. Volteó hacia los lados del río y no vio a nadie, pero continuó la sensación de ser observada. Caminó de prisa y percibió cómo una sombra la seguía. Corrió entonces lo más rápido que pudo, dejando caer incluso algo de la ropa recién lavada, y llegó a la vereda que llevaba a su casa. Se esperó un momento a que se le pasara un poco el miedo para poder ir por la ropa que se le había caído. La recogió y continuó por la vereda rumbo a su casa volteando de tanto en tanto para ver si percibía algo extraño, pero lo único que notó fue que se aproximaba un aguacero. Lo raro ocurrió al llegar a su casa. Sus gemelitos estaban llore y llore, y la ventana estaba abierta. Se asustó mucho y fue al cuarto a verlos. —¡Susana, Susana! —le gritó a la muchacha que los cui-

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daba, pero ésta no apareció por ninguna parte. Como ya la oscuridad se apoderaba de su pequeña casa, encendió un quinqué. En ese momento se soltó afuera el aguacero. —¡Qué bueno que me apuré, si no me hubiera mojado hasta las pestañas! —pensó Emilia quien aún seguía preocupada por la desaparición de Susana. Regresó al cuarto de los niños con la luz en la mano y comenzó a buscar para ver si Susana no se había robado algo, aunque sabía de antemano que no había nada de valor y que Susana estaba consciente de lo pobres que eran. “Sólo estoy aquí por la comida” le había dicho Susana cuando fue a ofrecerse a cuidar a los niños. Aunque Emilia era desconfiada y más aún con sus niños, había algo en la fuereña que le había despertado confianza y ahora comprobaba que no se había equivocado. Si Susana hubiera querido, podría haberse robado a los niños, pero no lo hizo. —De seguro tuvo una emergencia y como no sabe escribir no pudo dejarme recado —la justificó Emilia. Por inercia continuó buscando mientras pensaba en las razones de la salida de Susana. Su mirada se detuvo en un bulto que sobresalía por debajo del catre donde dormía la muchacha. Sacó el bulto de allí y lo abrió. Envueltas entre unos trapos estaban unas piernas humanas cortadas hasta las rodillas. Emilia colocó el envoltorio sobre el catre y con el pánico reflejado en el rostro procedió a revisar esas piernas. Se veían en buen estado y traían puestos los huaraches de Susana. A la luz del quinqué descubrió que no estaban amoratadas ni echadas a perder a pesar de no pertenecer a un cuerpo. Eso era muy extraño. Incluso parecía que les circulara la sangre pues se veían sanas. No pudo, por más que buscó arriba de las rodillas, encontrar evidencia de corte alguno. Movida por el susto tomó de atrás de la puerta una escopeta y se sentó en la cama junto a los niños para montar guardia, con la escopeta entre los brazos. Amanecer en la casa de Noé Todavía no salía el sol cuando Noé se levantó a desayunar. Le gustaba iniciar sus tareas antes de que saliera el sol y terminarlas antes de que se metiera. Al sentarse a desayunar, todavía a la luz de una vela, notó

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algo que llamó su atención: El zopilote no estaba ya en la caja de manzanas. En lugar de él, un cuerpo desnudo de mujer estaba metido al parecer con fuerza dentro de la misma. Incluso había roto la caja como si hubiera crecido dentro de ella. Noé se acercó de prisa y la revisó con cuidado a la luz de la vela. La mujer parecía muerta. Tenía una herida de bala en el costado, un golpe en la frente y no respiraba, pero lo más sorprendente era que no tenía piernas. Solamente tenía los muñones desnudos. Aterrado, Noé se incorporó y notó que la mujer presentaba un embarazo avanzado. —¿Quién la traería acá? —se preguntó. Y armándose de valor, le puso una mano en el cuello y notó que no tenía pulsaciones. Seguramente estaría muerta. Pero ahora ¿qué haría con el cuerpo? Si alguien llegaba a verla lo culparían del asesinato. Podrían hasta pensar que el chamaco que tenía en el vientre era de él y él ni la conocía. Podía, por acusaciones de asesinato, terminar colgado del campanario como el Juan Brujo años atrás. Así se las gastaba la justicia en ese pueblo y él lo sabía. Asustado con la posibilidad de ser acusado falsamente de asesinato, Noé no alcanzó a recordar que su abuelo una vez le dijo que las brujas se quitaban las piernas para salir a comerse el tonalli de los chiquillos durante aquella epidemia en tiempos pasados. Tomó un saco y metió en él el cuerpo sin vida. Había decidido lanzarlo al barranco que se encontraba a unos metros del límite de su propiedad. Era, al parecer, la única forma de evitar que alguien le preguntara de dónde había sacado ese cadáver. Ahora sabía que había sido una tontería traerse el cuerpo de ese ente y dejarlo en la caja de manzanas en la noche. Todavía estaba oscuro cuando Noé iba a medio camino hacia el barranco llevando en la espalda la carga. Cada vez estaba más convencido de que lo que él había matado la noche anterior no era un zopilote sino una bruja. Pero, consciente de que los tiempos habían cambiado desde que su abuelo le contara todas esas cosas, había decidido deshacerse de esa evidencia para evitar que lo consideraran un asesino. Finalmente, sólo él conocía la verdad y podía cargar con el secreto. Cuando ya estaba a punto de llegar a su destino, se topó con unos vecinos que iban hacia el pueblo. Noé sólo los

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saludó echando hacia atrás su sombrero para evitar que se acercaran y le hicieran preguntas. Una vez que llegó al barranco se acercó al precipicio lo más que pudo, bajó el bulto y volteó a ver si sus vecinos se habían alejado lo suficiente para que no lo vieran lanzarlo al vacío. Bastó ese descuido para que, de la boca abierta del bulto, salieran unas manos agarrándolo de las piernas con una fuerza descomunal. Quiso zafarse de ellas pero entonces algo que venía volando lo golpeó en la cabeza, haciéndole perder el equilibrio. Lanzó un grito de terror al sentir que caía y ello alertó a los vecinos que fueron corriendo en la dirección de dónde lo escucharon. Cuando llegaron la luz incipiente del alba mostraba en el fondo del barranco el cuerpo sin vida de Noé y, volando alrededor de él, dos pajarracos: uno grande y uno pequeño, como si de alguna forma supieran que este sitio era inaccesible para las personas. Amanecer en casa de Emilia Emilia escuchó un ruido y se dio cuenta que se había quedado dormida. Enfrente de ella, sobre el catre donde dormía Susana, aún estaban las piernas misteriosas. Se percató con ello de que no había sido una pesadilla y acto seguido se quitó el escapulario que traía al cuello y lo envolvió junto con las piernas. Después bendijo todo con la señal de la cruz. Se asomó al exterior, pero no vio a nadie. Iba a cerrar la ventana, pero el calor era insoportable. —Y eso que recién amanece ¡Cómo irá a estar el calor al mediodía! —pensó ella mientras regresaba con los niños. Alcanzó a ver de reojo cómo algo entraba por la ventana cayendo a un lado de ella. De pronto se sorprendió de ver una sombra que se metía debajo de la ropa recién lavada como si quisiera secarse de la lluvia. —¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó Emilia encañonando al bulto con la escopeta. —¡No me dispare patroncita! ¡Soy yo! ¡La Susana! —le contestó una voz familiar debajo de la ropa. —¿Cómo sé que eres tú? ¿Por qué no te descubres? —le preguntó Emilia sin dejar de apuntar con la escopeta.

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—¡Porque me da mucha vergüenza! ¡Usted ha sido muy buena conmigo! —¿Por qué te fuiste sin avisar? —Porque tenía que ayudarle a mi mamá que estaba muy mal y ya iba a tener a mi hermanito. —¿Cómo te enteraste? ¿Quién te avisó? —Hace muchas preguntas la patrona. También me fui porque tenía mucha hambre y no tenía qué comer… —No seas mentirosa, Susana o como te llames, aquí había frijoles, tortillas y sal —dijo Emilia mirando a la mesa, sin dejar nunca de apuntar al bulto de la ropa. —¡Esa comida a mí no me sirve para un carajo! —dijo una voz parecida a la de Susana pero más grave. —¿Pues qué… qué comes tú entonces? —preguntó, asustada, Emilia. —¡El tonalli de los escuincles, pendeja! ¿Qué no te has dado cuenta? —contestó la figura que aún se movía debajo de la ropa. La voz ya no se parecía en nada a la de Susana. —¡Lárgate de aquí, bruja maldita, antes de que te dispare! ¡A mis hijos no los vas a enfermar! —dijo Emilia ya presa del pánico. —¡No seas tonta! ¡Si quisiera ya lo hubiera hecho! ¡Sólo vengo por algo mío que tienes y no me voy a ir hasta que me lo devuelvas! —Ven por eso a ver si eres tan poderosa —la retó Emilia. —No puedo por algo que les pusiste y no me permite acercarme… tú sabes muy bien qué fue ¡dame mis piernas, cabrona! —chilló eso que antes era Susana. Emilia recordó cuando su abuelo le contaba los cuentos de espantos con los que después tanto molestaba a su primo Noé, que era bien miedoso.

Emilia comenzó a rezar al revés, sabiendo que con eso dejaría inmóvil a la bruja. —¡No hagas eso, desgraciada! —volvió a chillar el bulto debajo de la ropa. Sin dejar de rezar al revés ni un momento, Emilia se acercó, movió la ropa con el cañón de la escopeta y se topó con algo que le heló la sangre. Ahí donde debería estar Susana estaba algo como una mujer desnuda, sin piernas, con plumas por todo el cuerpo y uno como pico de ave donde debería tener la nariz. Algo entre humano y animal. Sin dejar de rezar al revés, Emilia dio pasos atrás y tomó el salero. —¡No, no lo haga por favor, patroncita! —gritó el ente esta vez haciendo la voz de Susana—. Ni a ti ni a tus chamacos les íbamos a hacer daño. Si me matas, los míos vendrán contra ti y son más de los que puedas imaginarte. Y no vendrán cansados como estoy yo ahora por ayudar a mi mamá. ¡Ellos sí que te van a chingar, pendeja! —la voz de nuevo ya no era la de Susana, era muy grave, atemorizante. Sin dejarse amedrentar, Emilia hizo una cruz de sal en el cañón de la escopeta y, todavía rezando al revés para que aquello siguiera sin moverse, le apuntó a la cabeza aun cuando seguía amenazándola, ahora en un idioma que Emilia no entendía. Jaló el gatillo, se escuchó una detonación y la habitación se invadió de un montón de plumas y sangre. Emilia cayó de rodillas en el piso, llorando. El sonido de su llanto solamente era interrumpido por el tañido de las campanas de la iglesia del pueblo, que llamaba a misa para orar por el alma de otro niño más que había sido encontrado muerto ese amanecer en alguna otra casa de Tlamanca, ese pueblo perdido en la sierra norte de Puebla. ¬

▶ Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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GRÁFICA / CÓMIC

Serie “Paz” Darry

▶ Darry. Serie “Paz”. Tinta sobre papel (2021).

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▶ Darry. Serie “Paz”. Tinta sobre papel (2021).

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Narrativa / Relato

Contrabúsqueda Mauricio del Castillo*

E

l agente levantó la vista hacia la pantalla. Un mapa indicaba el relieve de las montañas, con los restos humeantes de lo que antes había sido un bosque. La apariencia grisácea y estéril ya no le preocupaba desde hacía mucho tiempo. Para él sólo eran restos de un ataque ocurrido en el lejano tiempo. Las rocas esparcidas sobre las colinas presentaban una apariencia fundida en su superficie. El sol en todo lo alto indicaba el paso del amenazante calor del mediodía, sin una sombra que ofreciera un poco de frescor. Hacía dos semanas que habían perdido la pista del derivante. Comprendió que cometieron algunos errores de logística en la búsqueda y trataron de remediar el tiempo perdido. Sin embargo, de alguna forma, el derivante siempre estaba un paso delante de ellos. Era una guerra entre la tecnología y los extraños aspectos que adoptaba la naturaleza. Aumentó la velocidad de la nave manteniéndose a baja altura. Al poco tiempo, a través del visor, se percató de la presencia de un pequeño jacal construido encima de un terreno plano e infértil. Alrededor se encontraban los surcos de una cosecha árida y pobremente trabajada, con una valla delimitándola. El terreno presentaba grietas por doquier, como si la tierra fuera a partirse en mil fragmentos. No se percibía el menor movimiento, ni siquiera el más leve chasquido. De pronto, en la puerta del jacal apareció un campesino, rascándose una costilla, con los cabellos de atrás sin peinar. Observó con atención la imponente mole de la nave y enseguida se enjuagó la cara en la pileta. La nave comenzó a descender con furia; las toberas ardían y provocaban una fuerte ventisca. Era un potente aparato, con destellos metálicos resplandeciendo en el fuselaje. Los motores y los dispositivos de propulsión abarcaban gran parte de la masa total. La cabina sobresalía como una rodaja abultada y la popa tenía un anillado concéntrico que la hacía ver como una cintura de avispa. Detrás de un panel de cristal se ocultaba un par de armas articuladas. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK

Posó con suavidad sobre la llanura grisácea. La compuerta de carga se abrió y de su interior emergió la figura corpulenta del agente. Bajo el intenso calor, llevaba sin preocupación una chaqueta de cuero negro, y la funda de su arma automática golpeaba rítmicamente su muslo derecho. Llevaba puesto el casco de piloto, con la visera de acrílico al frente. Se acercó y dijo: —Buenas. —Buenas, señor —saludó el campesino. Se hacía llamar Mateo San Juan, muy conocido entre la comunidad. Era un indio pequeño y de manos secas; hablaba poco, pero sonreía mucho—. ¿Qué dice? El agente sonrió a duras penas debido a una cicatriz profunda que terminaba en la comisura derecha de su boca. —¿Estás solo? —preguntó. —No —Mateo San Juan apuntó en dirección hacia un árbol. Tres cruces se hallaban encajadas a un costado. Las miró por un largo momento con ojos vidriosos. El agente expresó sin dolor alguno: —Ajá. Ya veo. —Así es esto. ¿Qué le vamos a hacer? —Mateo adquirió un nuevo temple—. ¿En qué le puedo ayudar, señor? —Soy agente federal. Estoy buscando a un sospechoso. —¿Nada más usted? —Sí, nada más yo. Me han comisionado esta zona —el agente se llevó las manos al cinturón—. ¿Has visto pasar a un hombre por aquí? —No, señor. Nomás pasa el viento con harto calor. Ya nadie viene por estos rumbos. —Ajá —dijo el agente. Mateo San Juan lo miraba con un extraño encogimiento. Sobre sus grandes ojos se percibía una chispa de vida, y con humildad trataba de aferrarse a ella. Los dientes eran afilados de tanto roer las mínimas porciones de comida, sin dejar de frotarse las manos. 55


—¿Qué se robó, señor? —preguntó Mateo con interés. —¿Quién? —Ése que busca. —No se robó nada —dijo despectivamente el agente—, es peligroso. —¿Peligroso, señor? Debe ser listo. Sí, señor, muy listo. —Nosotros somos más listos. Esa rata más bien salió escurridiza. Sólo falta que tapemos todas las salidas para que salga y lo pesquemos. Pero es peligroso —repitió el agente en voz baja—, y nos lleva ventaja. —¿Ventaja, señor? —preguntó Mateo, sin quitar un gesto curioso. —Es un derivante. ¿Sabes lo que es eso, amigo? —¡Ah, sí! Claro que sí. Una vez vi cómo uno desapareció en plena calle; así nomás. Los que estábamos ahí fuimos a rezarle a la virgencita en la Iglesia de Monte Carmelo. Me dio rete harto miedo. Después dijeron en la radio que se trataba de eso: un derivante. Oiga, pero dicen que esos son hijos del Diablo. —No —gruñó el agente—, del Diablo no. La naturaleza los hizo así… Esto es algo serio. Se parecen a ti y a mí, pero en el fondo son capaces de meterse en tu cabeza o saber con anticipación lo que pueda ocurrir en unos años. Cada vez son más los desgraciados. El gobierno habla de una solución práctica y definitiva contra ellos. Lo ha venido diciendo por más de un siglo, pero no ha puesto en marcha ningún dictamen. En el brillo del sol, las montañas parecían una viva fogata, sin aire que las refrescara. Las sombras y los terrenos llanos de abajo no eran más que una secuela de cenizas arrastradas por el abandono. El agente se pasó la lengua por los labios y dijo: —Dame agua. —Sí, señor. Cómo no, pásele. Atravesaron la gastada puerta del jacal. El techo estaba formado por tablones, tan mal acomodados que, al menor movimiento de sus cabezas, el sol se filtraba por los resquicios. En un rincón destacaba un anafre y a su lado un costal de carbón. El suelo, terroso y muerto, levantaba volutas de polvo percibidas a través de las irregulares líneas de luz. —Allí, siéntese —indicó Mateo San Juan, con amabilidad—, jale la silla. Ahorita le traigo un pocillo con harta agua. El agente tomó asiento. Apoyó sus botas en un huacal de madera corriente. Se quitó el casco para refrescar la nuca.

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Mateo regresó, con el agua bordeando las orillas del pocillo. El agente bebió con desesperación. Líneas de agua resbalaban sobre su mentón hasta humedecer su chaqueta. Cuando terminó, no dio las gracias siquiera. —Esos cabrones derivantes —expresó, como si Mateo no estuviera ahí—, me gustaría ponerle la mano encima a uno de ellos, sólo a uno. Ya se les acabará la energía de tanto correr. Ya se cansarán. Mateo San Juan no dijo nada, limitándose solamente a mirar las regordetas y grasosas manos del visitante. —¿Y tú qué dices, indio? —preguntó el agente, tomando conciencia de la presencia de su anfitrión—. ¿A poco no tengo razón? Estamos hablando de la raza humana, carajo. Ya debes saber que poco a poco terminarán por desplazarnos. Mateo lo miró con serenidad. Lanzó un carraspeó y enseguida dijo: —Pues verá, señor, yo ya estoy desplazado. Todos mis parientes, desplazados. El presidente municipal no quiere saber de nosotros. Gobernador nuevo que entra, gobernador que no se aparece por aquí. Y del presidente mejor no digo nada; no vaya a salir usted de rajón con él. Mi esposa y mis tres hijos murieron porque armé un mitote contra una empresa que se dedicaba a contaminar el río que cruza por el pueblo. Aquí ya no es lugar para vivir, señor. —¿De qué estás hablando, idiota? —De que la cosa está de la patada, señor. Mire, venga a ver. Salieron del jacal y lo rodearon. Mateo San Juan se acercó a la valla y llamó: —¡ Josefa, Petra! ¡Aquí, aquí! El señor las quiere ver. Detrás de la valla, algo se movió. Entonces, la cabra acudió al llamado. El agente parpadeó, incrédulo, llevándose las manos a la funda. —¡Dios mío! Dos cabezas se asomaron; dos cabezas y ocho patas compartiendo el mismo cuerpo de una cabra. El agente retrocedió bruscamente y tropezó con Mateo San Juan, quien comenzó a explicar: —Se las enseñé a unos doctores expertos en medio ambiente y dijeron que harían lo posible por llevar a juicio esto. Al otro día amanecieron colgados mi esposa y mis hijos. —¡Aléjala! ¡Aléjala o le meto un tiro!

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—Pero están detrás de la valla, señor, y nadie las mira. Además, qué gano yo si vienen o no vienen derivantes aquí, si todo ha estado mal desde el principio. Sí, ya sé que esos derivantes son cosa del Diablo, pero quién quita y me va mejor con ellos. Con ustedes es la misma miseria de siempre. Pero el agente ya no escuchaba: no hubo forma de que apartara de su mente la imagen de aquella aberración. Se adelantó a ras de la valla, y momentos antes de que comenzara a disparar, Mateo se puso enfrente de él e imploró: —¡No, señor, no lo haga! ¡Por lo que más quiera! El agente lo empujó violentamente al suelo. Mateo se levantó y con una voz que no parecía ser la suya, insistió: —Le dije que no lo hiciera.

El agente encontró la vertiginosa mirada de Mateo. No podía moverse, ni siquiera emitir el más leve sonido. Sintió como se suprimían el tiempo y el espacio. Un profundo peso se ciñó sobre él contra su voluntad. Trató de aferrarse, pero le resultó imposible. Ahora sabía la verdad, la innegable verdad, justo al último momento. Cayó al suelo, con los ojos desorbitados y la sangre corriendo por la fisura de su cicatriz. Mateo subió el cadáver hacia el interior de la nave en una carretilla. Tomó asiento en la cabina, oprimió con los dedos el tablero de mandos y encendió las toberas. Levantó el vuelo de la nave cada vez más alto hasta transformarse en un punto y perderse entre las nubes. En la pantalla del visor observó el jacal, que no era sino un puesto de avanzada de la rebelión derivante. ¬

*Este relato fue publicado originalmente en la antología Cuentos del Sótano II (Endora, 2010).

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

Ying rojo Asier Cayado

B

runo escribió la última línea de código y estaba listo para probarlo. No mostraba ninguna emoción, o al menos eso hubiera dicho cualquiera que lo viera, pero lo estaba, estaba emocionado. Por fin había encontrado un patrón al movimiento y a la figura de «dientecitos». Así es como llamaba él al bichito que se comía su maíz, porque el maíz a Bruno le gustaba mucho, sobre todo cuando lo preparaba su hermana asado por la mañana, pero esa mañana había salido temprano, antes de que él despertara. Cargó el código en sus gafas de realidad aumentada y cerró el terminal. Cogió el mini dron y salió corriendo camino abajo hasta la plantación. Había un buen trecho. Sus padres les habían dejado un pedazo de tierra enorme. Linda siempre decía que su padre y su madre le estarían mirando y cuidando desde el cielo. Bruno no entendía como su hermana podía creer eso, ella era lista, pero ¿y si era verdad? Entonces hoy estarían orgullosos si todo le salía bien. Conectó las gafas y lanzó el mini dron al vuelo. Aquello siempre era una experiencia fantástica para él. Le recordaba a los videojuegos a los que jugaba durante horas antes de que su hermana le comprara aquellas gafas. Desde que descubrió la realidad aumentada y los libros de física y electrónica de su padre en el sótano, salía ya poco de allí, solamente para poner a prueba sus descubrimientos. Y hoy era un buen día para ayudar al maíz. Los movimientos de sus manos eran más ágiles y diestros de lo que cualquiera esperaba de él, pero se sentía bien, coordinado, concentrado, y el mini dron y las gafas estaban perfectamente sincronizadas. Activó el nuevo código detector y esperó treinta segundos. Ahí estaban los dientecitos”, cientos de ellos en un mapa de calor, un mapa de formas y un mapa de movimiento. Ahora el mini dron no fallaría. Lo dejó actuar a toda velocidad, lanzando pulsos electromagnéticos focalizados. Un “dientecitos” menos, otro, y otro. Funcionaba perfectamente y Bruno solamente tenía que ir cambiándolo de zona y mapeando la nueva. 58

Durante un instante dejó de vigilar el mini dron para mirar al cielo. Era un día despejado, un buen día para que sus padres lo vieran claramente y se sintieran orgullosos, si es que estaban ahí. El ruido de la camioneta de su hermana era inconfundible, estaba volviendo probablemente del pueblo. ¿Me habrá comprado alguno de los cables que le pedí?, pensó Bruno mientras buscaba la camioneta entre el maíz. Linda, a la que la vida había hecho muy observadora, no perdía detalle de la carretera, pero también había visto al mini dron de Bruno volar por encima del maíz, unas marcas de neumáticos poco habituales por aquel camino, e incluso al viejo del vecino en su porche, atendiendo a unos señores de traje. Demasiados detalles y demasiado temprano para lo tranquila que había empezado la mañana. «Lo que está claro es que es la segunda plaga exótica grave que tenemos en nuestro país, y no nos podemos permitir…», apagó la radio, aparcó la camioneta delante de la casa y subió hasta el porche con las bolsas. Se puso de puntillas para otear una vez más por encima del maíz. Bruno estaría bien: estaba jugando con sus aparatitos. Había sido una inversión cara, pero le mantenía más vivo, ocupado, feliz; y eso era lo más importante para los dos, porque había días en los que ella sentía que no podía con todo. Bruno entró corriendo a la casa, orgulloso de no dejar vivo ni un solo “dientecitos”. ¿Y si ayudaba luego a otros campos de maíz? Bueno, el vecino no le caía bien a su hermana, pensó mientras se sentaba con la mirada perdida y golpeando la mesa de la cocina. —Dame unos minutos Bruno, ahora no puedo asar maíz —el sonido de un vehículo afuera hizo que mirara por la ventana. Tenía toda la pinta de ser un coche de ciudad, probablemente el de los hombres de traje que estaban hablando antes con el vecino. —Buenos días, ¿podemos pasar? —habló uno de ellos mientras ambos se colaban por la puerta que Bruno había dejado abierta—. Somos del departamento de sanidad y REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


agro tecnología —continuó sin esperar respuesta. Aunque no le había gustado nada la intrusión repentina en su casa, Linda dejó de organizar bolsas para mostrar el gesto de atenderles, no sin actitud desconfiada. —¡Vaya! ¿Te gusta mucho la tecnología verdad? —dijo el segundo hombre en tono amistoso mientras se acercaba a las gafas y el mini dron que había encima de la mesa. Bruno tenía diecisiete años, pero protegió sus juguetes rápidamente como un niño pequeño, al que no le gustan los desconocidos, y dio un grito sordo mientras se situaba detrás de su hermana. El hombre alzó una ceja y se apartó extrañado. —Es una visita rutinaria —continuó el primero—, hemos visto que no tiene ninguna versión de las cajas anti plaga en su plantación y en menos de un mes entra en vigor la ley sobre la nueva versión. Supongo que estará al corriente del artículo… —Sí, lo estoy —interrumpió Linda—. Y también sé que no tenemos plaga de ying rojo en nuestra cosecha, y que no estoy obligada a instalar las cajas, y que no tengo constancia de que el gobierno haga ningún tipo de visita personalizada como la suya —ahora su gesto era mucho más defensivo, esperando respuesta—. ¿Y bien? —cruzó los brazos. —Tiene toda la razón, pero sabrá que el gobierno las instala a un coste mucho menor que las corporaciones privadas, y supongo que estará al corriente del artículo ciento cuarenta y cinco, barra setenta y dos, que dice que, en el caso de no instalarlas, tendrá que pasar controles anuales obligatorios y las cuantías por encontrar plaga de ying rojo… —la mente de Linda divagó claramente escuchando el sermón—, su vecino ya las tiene instaladas y podría… Entonces Linda lo entendió todo. ¡Ese maldito viejo entrometido!, pensó. Recordó el día en que quiso invitarla a merendar hablándole de lo bonita que era, y ofreciéndole su ayuda con la plantación, porque sabía que eran huérfa-

nos. El cuerpo entero se le revolvió de asco y rabia a partes iguales, ahora estaba segura: la visita no tenía nada de rutinaria, les había llamado él. —…si le parece bien —finalizó el hombre que había estado conversando con una idea abstracta de Linda sin darse cuenta. Y sin esperar respuesta salieron de su casa. Linda les siguió precipitadamente mientras Bruno les observaba curioso. Caminaron hasta el coche de aquellos hombres, que tenía desplegada una gran antena. El menos conversador de ellos sacó una tableta holográfica de ésas que parecían de cristal. Linda no entendía mucho de aquello, pero sabía que era de las caras y de las que le gustaría regalarle algún día a su hermano. El hombre se sorprendía viendo datos en diferentes formatos tridimensionales, y después de un par de minutos hizo un gesto negativo a su compañero. Un gesto negativo con la cabeza en el que Linda también detectó una extraña admiración. —Bien, parece que su plantación está limpia de ying rojo —hizo una pausa revisando los datos con su compañero—. Falsa alarma, tenía usted razón. Nos alegra, es mejor para todos así. Pero no olvide revisar cada cierto tiempo. Se expone a una auditoría anual y un mínimo porcentaje de ying rojo podría causarle muchos dolores de cabeza con la Ley —hizo otra pausa mientras Linda luchaba por sonreír educada y únicamente en su interior—. Que tenga un buen día. Linda se quedó viendo cómo se alejaban hasta que se perdieron entre su propia nube de polvo en el camino. ¿Hemos tenido suerte?, se preguntó. Entró de nuevo en casa y se dispuso a preparar maíz asado. La sonrisa de Bruno por el maíz era casi imperceptible, pero ella era capaz de ver el aura de su hermano a ciegas. Y de repente le apeteció un poco de maíz asado también. ¬

▶ Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

Cibermilpa Eduardo Honey Escandón

¡ Joven! —dice la anciana mientras sacude con suavidad a un varón de veinte años que viste con ropa desconocida. La vestimenta está rasgada en varias partes y con manchas de sangre—. ¿Joven? ¡Despierte! ¿Se encuentra bien? El joven sigue inconsciente y no responde. Está recostado en un catre de tela, resortes y tubos de alambre. La anciana mira al botcultor que tiene a un lado. De más de dos metros, totalmente mellado y cubierto de óxido, tiene un rostro fijo e inexpresivo. Sus diseñadores le pusieron un sombrero metálico como si fuera ranchero. En el pecho, debajo del tablero de control, aún se alcanzan a ver los restos de un texto a color que dice Regalo.. d… ¡Vote po… en 209...! —José, por favor, ándate al pozo y tráete algo de agua — ordena la anciana al botcultor como si fuera cualquier cosa. —Sí, Doña Sara. Repito: ir al pozo, traer agua. Tomaré la olla de barro, ¿es correcto? —Sí, es correcto —contesta cansinamente la doña—. ¡Cómo chingas! ¡Cuarenta años y sigues sin aprender que siempre es la olla de barro! ¡Ya, córrele! El botcultor toma la olla de la mesa y, paso a paso, sale por la puerta de esa amplia habitación. Mientras tanto la anciana masculla algo, toma unas semillas y las masca. Contempla al otro bot, el milpero, que está junto a la cocina de leña. Tiene forma de un tonel con una oruga locomotriz en disposición triangular a cada lado. De la parte superior sobresalen dos pedestales con cámaras para ver al frente y atrás. A los lados hay tubos telescópicos que terminan en diversos instrumentos y manipuladores. Al frente del tambo, en mejores condiciones que José, está una pegatina que dice Regalo del Señor Gobernador, Don Teofasto Díaz. —Y tú, ¿qué carajos haces aquí? El otro me trae invitados no deseados y tú me traes problemas. ¡Vete a trabajar! —Lo siento, doña Sara —contesta el bot—. La milpa se encuentra fuera de mi control. Polibots e IAs regentes solicitaron que me retirara tras su destrucción. 60

—¿Cómo? No te entiendo. ¿No puedes hablar en español? El bot guarda silencio. Parpadean diversas luces en la parte superior del tonel. El sonido de los ventiladores internos aumenta mientras procesa. —Lo siento, doña Sara. La milpa fue destruida. La policía de la Cúpula Neomax investiga. La anciana abre la boca con sorpresa y toma asiento en una silla de madera. Boquea un momento y pregunta: —Pues, ¿qué pasó? Tras unos segundos de procesar la respuesta, el milpabot responde: —El viaducto entre cúpulas se derrumbó. José sacó al joven de allí. —Mi milpa, ¿ya valió? —Afirmativo, doña Sara. La anciana no se la cree: su milpita, la que le ha dado de comer por años y que produce excedentes a veces para intercambio, ya no existe. —¡Pero era ya la cosecha! —Rescaté algunas mazorcas. —El bot gira la cámara delantera y uno de los apéndices señala una pequeña bolsa al lado de la puerta—. Servirán para sembrar de nuevo. —Y, mientras, ¿qué comeremos? —inquiere la anciana al borde de las lágrimas. El milpabot procesa una respuesta durante varios minutos sin llegar a resultado alguno. El joven se queja: —¿Qué pasó? ¿Y Aurora? —Abre los ojos y trata de incorporarse. Doña Sara, con ayuda de su sempiterno bastón, se pone al lado del visitante. —¿Cómo te sientes? José nomás te trajo a ti, dijo que no había otra persona en tu vehículo. —¿José? ¿Quién es…? ¿Y usted? —Suelta el joven a la par de mirar para todos lados. Luego entrecierra los ojos y se toma las sienes con ambas manos. —Recuéstese joven, no se apure, que está en su casa — REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


comenta doña Sara y empuja de los hombros al joven para que se acomode en la cama. —No, gracias. Me siento mejor. Dígale a Aurora que quiero irme a casa. —¿Aurora? ¿Quién es Aurora? —le inquiere la doña mientras mira al milpabot y a José, quien regresó con la olla. —Doña Sara, no había otro humano —responde el botcultor—. Bajo la primera ley traje a este humano —señala al joven— para ser resguardado. —¡Snafús y kybers! Esa pieza de museo, ¿todavía funciona? —expresa maravillado el muchacho, que se pone de pie para dejarse caer de nuevo sobre el catre—. ¿Dónde está Aurora? Necesito un doctor, no me siento bien. —¿Quién es Aurora? —Es mi Ángel-IA. —¿Una figurita religiosa? ¿Un santito? —pregunta doña Sara intentando entender lo que el joven le está diciendo. —¡Cómo cree! ¿Tienes de ésas por aquí? No importa, es como uno de esos bots pero siempre está presente porque está… —el joven se interrumpe y observa con detenimiento la habitación—. ¡Snafús! No veo que tenga holos, ni enlaces InTerNeXT. ¿Cómo pueden vivir así? Con razón me habla de religión, santitos y no conoce las Ángel-IA. ¿Por qué no le dicen a su IA regente que arregle su situación? El milpabot, anticipando que Doña Sara pedirá que se le explique, empieza a procesar una respuesta. Sus ventiladores giran a mayor velocidad llenando con su sonido el lugar. —Joven, no tengo la menor idea de lo que me habla. Mi abuela tuvo tele y con eso medio le sabíamos al mundo. Pero desde que ustedes se metieron en su cupulotas y sus nubes pues como que no les importamos. Aquí nomás tenemos estos —señaló a sus bots— que funcionan retebien y, cuando fallan, don Mencho les mete mano y los arregla. Si esa regente es del gobierno o un candidato del partido que sea, más vale que no pise por aquí que no olvidamos que les valimos —finalizó con enojo. —¡Pero mire cómo vive! ¡El piso es de tierra! ¡Esos robots son obsoletos! ¡No tienen conexión, ni holos! —¿Y? —respondió desafiante la doña—. Si no le gusta, ahí está la puerta. José, hazte de ladito. —Si, doña Sara. ¿Lado izquierdo o derecho? —¡La puta madre que te parió! —explota la anciana. —Doña Sara —comenta José—, yo no tengo madre. —¡Y claro que me consta! ¡Muévete al lado derecho!

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José así lo hace, Doña Sara se levanta y le ofrece con el brazo extendido el paso al joven. Éste duda al principio, junta fuerzas y se pone de pie. Camina lentamente y traspone el umbral seguido de la Doña, José y el milpabot. En el exterior, el joven se detiene. Enfrente y a los lados, sólo ve plantas de tallos mucho más elevados que él. De ellos salen hojas y verdes bultos ovalados que terminan en punta de la que cuelgan delgados pelos dorados. Es la misma vista con excepción de un punto a la izquierda donde se alcanzan a ver las cruces de la parte superior de dos torres. —¿Y el viaducto? —pregunta, dudoso, el joven—. ¿Cómo llego a la Cúpula Neomax? —Camine rumbo al noreste —responde el milpabot—. Necesita recorrer doscientos cincuenta kilómetros. —¿Y la Cúpula Chirion? —Camine rumbo al suroeste. Está a trescientos veinte kilómetros. Antes de que el joven conteste, suena el tañido de las campanas de las torres. —¡Ah que la chingada! Ya llegaron a fregar, ya se habían tardado. ¡ José, trae los machetes! Tú —se dirige al milpero—, busca unos cuchillos o algo afilado para que te veas amenazador. Joven, vaya ahuecando el ala que aquí se pondrá feo el asunto. —¿Cómo? ¿Qué pasa? El zumbido de unas aspas crece y un sucio dron de seis hélices vuela por encima del cultivo. Desciende lentamente casi donde está la anciana. —¡Doña Sarita! —suena fuertemente por los altavoces del dron— ¡Aguante que ya vamos para allá! Se le viene encima gente cupular. Igualito que la otra vez. ¿Cuándo fue? —Hace treinta años, don Mencho —contesta Doña Sara—, ¿no se acuerda que chingaban conque le hacíamos feo a la vista desde el viaducto? —¡Cierto! Estuvo buenísimo el desmadre. Y tan les duró el gusto que apenitas volvieron. ¡Ah, chingá! ¿Y ése quién es? —El dron hace un giro para enfocar al joven. —Una visita no pedida. Me lo trajo el José. Quesque lo sacó del viaducto, que se cayó en mi milpita. —Dígale al José —continúa la voz desde el dron— y al otro que se vayan pa’ la iglesia. Allí estamos juntándolos en el sótano por si tenemos que aplicarles la exterminadora. Como vemos el despapaye, más vale.

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—¡ José! ¡Y tú! Arríenle pa’ la iglesia. Le hacen caso a lo que diga doña Mercedes. ¡ José, ‘pérate! ¡Dame los machetes! —Sí, doña Sara —dice José, le entrega lo solicitado y se mete por los surcos de la milpa. El otro bot lo sigue de inmediato. —Y usted, ¿no que se largaba? —comenta la doña al joven sin dejar de mirar el filo de los machetes. —Pero, ¿tengo que caminar? —Para algo Dios le dio patas. Pa’llá es el noreste —le dice doña Sara y señala con el machete hacia un punto en la milpa. El joven mira hacia el lugar señalado pensando qué hacer. La Doña revisa el filo de los machetes y finalmente decide por uno. El otro lo entierra de punta al lado de la puerta. Desde el dron, que se elevó unos metros, la voz dice: —Doña Sarita, ya están aquí. Guardo este cachivache y la alcanzamos en unos minutos —el dron vuela hacia las torres. Se acerca el ruido de motores y el crujir de plantas que son aplastadas. Tres polibots todoterreno abren sendos huecos en simultáneo, deshaciendo los surcos y destrozando los tallos que están frente a la casa de la anciana. El joven, sorprendido, retrocede y se pone detrás de ella. —Humana sin registro —vocifera el polibot del centro a la par que la encañona con un tubo—, baje el arma e identifíquese. —¡¿Qué chingados acaban de hacer?! —responde doña Sara enarbolando su bastón muy enojada. El polibot de enfrente dejó un camino de kilómetros en línea recta donde se ve aplastado el maizal y, a lo lejos, el viaducto. —¡Baje el arma e identifíquense! —repite el polibot. La anciana no le contesta y, apoyándose en el bastón, avanza hacia él, lo rodea, clava el machete en el suelo y recoge una mazorca parcialmente triturada. —¡Qué bueno que están aquí! —exclama el joven al tiempo de acercarse al polibot— ¿Me pueden sacar y llevar la cúpula Neomax? —Ciudadano Alexsndr Civittás Deusgon —responde el polibot—, se le detiene bajo el cargo de la destrucción de propiedad de la IA regente Neomax; el desconocer la protección de su Aurora, su Ángel-IA; y el hackeo de su vehículo para tomar control de él. —El polibot extiende dos de sus seis brazos para tomar al joven cuando se que-

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da inmóvil de súbito. Sus luces se apagan al igual que las de sus semejantes. Por donde se fueron los bots de doña Sara, aparecen en fila un grupo de personas armadas con machetes, hachas, bates, martillos y demás herramientas. Al final viene una persona que mide más de 1.80, calvo, con un ojo triangular y el otro telescópico, orejas puntiagudas, cuello extensor, brazos mucho más largos que su abombado torso y que anda sobre un sistema de rodamiento triple. Viste con un chaleco que cubre una guayabera y un mandil blanco. Entre sus manos, que son una mezcla humana y de garfios, porta algo que parece ser un rifle ancho, cubiertos de múltiples planos triangulares y antenas. Alexsndr, al verlo, se pone blanco y balbucea: —¡Es un hashashin! ¡Nos va a exterminar! La multitud examina los polibots y, de sus morrales y bolsas, sacan herramientas con las que los empiezan a desarmar. Doña Sarita se acerca al joven. —¡Cuál hashashin ni qué ocho cuartos! Es don Mencho. Así nos lo devolvieron los de las cupulotas cuando hicieron su última guerra. Yo era una jovencita. Es quien nos cuida cuando vienen estos a causar sus destrozos —golpea el polibot con su bastón—. ¿No que se iba? Mire que le dejaron clarito el camino —y señala el hueco por donde llegó el polibot. —Doña Sarita —vocodea don Mencho—, creo que no podrá irse. Doña Mercedes se mandó y activó el pulso al máximo. En decenas de kilómetros a la redonda están fritos los circuitos chafas que ahora construyen cupulotas. Éste —señala con la cabeza al joven—, de seguro, ya dejó de existir para las IAs regentes. Sin su chip de identidad e implantes ni lo volverán a identificar ni podrá volver a las cúpulas. —¿Y qué hacemos con él? —inquiere doña Sara. —Adóptelo o mándelo al pueblo. Mientras, ¿nos puede prestar a José y al milpero? Mientras desarmamos a los invasores, hay que levantar el maizal que estos cabrones deshicieron. Los demás bots ya vienen para empezar a chambear. Le pagaremos con cultivo. ¿Le late? —Vale, se los presto. Oiga, joven —doña Sara se dirige al joven que se ha arrodillado en el lodo y está con lágrimas en las mejillas—, ¿le puedo llamar Alex en lo que se decide si se larga o se queda? El otro nombre, neta, está espantoso. ¬

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Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

NASA Rodrigo de Ávila Gómez

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a Hacienda apareció como lunar en el rostro de una gente que se quita el sombrero. Se fue haciendo grande como los chismes. La compañía tuvo que cabalgar una hora más o menos, pero el tiempo se hizo goma. Quién sabe cuánto llevábamos como en procesión, rancho tras rancho, por todo el Valle, sin encontrar nada ni a nadie. Los terratenientes se llevaron las joyas, el mando quedó en los caporales. Estos tomaron el poco dinero para dejar a los peones con el encargo. Ya no quedaba nadie, los que no se unieron a la bola mejor se pelaron. La milpa quemada, los animales sueltos. Lo que hubiera de víveres lo enterraron para que se pudriera. Apenas sacamos en limpio para mal comer. La verdad es que la mayoría estábamos acostumbrados. A eso, a la asoleada en el día y a pasar harto frío en la noche. Pero no todos. Al coronel le urgía acabar, no porque no aguantara la intemperie, parecía que le gustaba más que dormir acompañado; lo que no le gustaba era estar lejos de nuestro General. El licenciado Ramírez era otra cosa. Nadie le daba más de medio mes. Pronto o se petateaba o se lo comía el miedo, decíamos. Él despachaba en Guanaguales y, cuando la bola llegó al estado, se fue a apuntar. El coronel lo mandó al “escuadrón de la muerte”, como llamaba a los cuatro que habían acabado la primaria, sin perdonar la burla. Destacó por la manera en que se tragaba el miedo, fajándose hasta arriba para no vomitarlo a media friega. La verdad es que el coronel sabía leer como sabe andar por el monte el que se desbarranca o nortea. Eligió a Ramírez para enterarse rápido qué decía cualquier documento sospechoso, porque si al final no hallábamos problema que él pudiera resolver de menos tampoco daría ninguno. Pero quién se iba a imaginar lo que encontramos. A mí me tocó dar con el librito. De todos los lugares que teníamos que ir a registrar, esa Hacienda había sido la más próspera. El coronel se quedó debajo de los arcos con la guardia. Yo entré con Ramírez y el Chato al caserón. Desde luego que lo primero a lo que le 64

echamos un ojo fue a la cocina: puras ollas y cucharones pero ni un bocado. Ya de menos sin la ansiedad de la esperanza, dimos una vuelta. En una recámara de jovencita hallé el escritorio, pesadísimo. Yo creo que reliquia de familia, a lo mejor los que vivían en la casa antes de que reventara la gorda ni se enteraron de lo que había adentro. No se perdía nada con buscarle por todas partes, hasta desarmar las cosas. Quien quitaba y encontrábamos algo de valor. Ha pasado, no a mí ni a nadie de la compañía, pero en otras sí. Uno oye las historias y pues no deja de ilusionarse. Los cajones no salían, por lo que le di al mueble una patada de “hazte pa’llá” y algo cascabeleó entre la madera. Como no traía yo nada más que la carabina vacía, pues a culatazos troné la tabla más delgada. No perdieron tiempo Ramírez y el Chato, saqué el librito y luego luego se lo di a aquél. Apenas lo abrió cuando oímos que subían corriendo, el coronel venía con un escolta. Dando voces como si de veras estuviera alarmado. —¡¿Qué ocurre muchachos?! ¿Todo en orden? Si lo que le importaba es que no hubiese reparto sin su presencia. El bigote como que se le entristeció cuando le reportamos el hallazgo, entregando Ramírez el libro en el instante. El coronel no lo tomó. —Pa’ pronto Ramírez, ¿qué es lo que dice? —Sí, señor. —primero nomás lo hojeó—. Es un diario, mi coronel. —¿Diario de quién o qué? —La última entrada es del 13 de diciembre de 1881. —Lea, Ramírez, para eso lo traje — Se puso a leer: —“Me desperté pensando en el meteoro. Ya ni me acordé de Juan Nepomuceno; hasta que volví me enteré de que vino a buscarme. Pero estaba muy nerviosa como para darle importancia. En realidad, mi deseo sería olvidarme del meteoro y de todo, pero ninguna otra cosa asalta mis pensamientos. Además que, sin querer yo repasar lo suceREVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


dido, las imágenes de lo que vi en el cerro me oprimen el corazón con un desasosiego que jamás conocí y del que no sé si me llegue a reponer. Más no puedo contárselo a nadie. Quizá esta sea la última vez que escriba en mi querido diario, puede que después lo queme, o vaya a aventarlo a la laguna.” ¿Sigo leyendo? —¡Sí, hombre!, hasta que yo lo pare, Ramírez. Yo la verdad sí me había picado, y se me hizo que el coronel, el Chato y el escolta también. —“Después de almorzar, le pedí a Quino que me llevara al cerro. Claro que al principio no quería, siempre replica que lo voy a meter en problemas. Sólo es holgazán para preparar el carro, ha de decir que nada más por una. No tuvo “pero” porque mi padre estaba tomando la siesta. Le ofrecí que me dejara en la orilla del bosque y se regresara. Ya que estábamos allí, dijo que me esperaría, pero lo mandé de vuelta como quedamos. Era mejor para mí, con su cargo de conciencia mantendría el secreto. ”Anduve hasta dónde creía que el extraño meteoro se posó, casi le atino. Primero supuse que había ido a parar al fondo del lago, pero fui bordeando el agua, y habiendo recorrido casi un cuarto de la circunferencia noté unos árboles discretamente quebrados de la copa. El aerolito se fue a esconder entre los matorrales que crecían al amparo de los desgraciados encinos. ”Primero me pareció una perla cósmica, perfectamente esférica, como una colosal canica blanca. Cogí una vara del reguero para probar su solidez, sólo fue un piquetito. La bola despertó: abrió un ojo, y luego otro, y otro. Pero no eran ojos de persona, sino como lupas, como ver copas colgando. Creí entonces que se trataba de un ángel de Nuestro Señor, perteneciente al Tercer Coro… —Ya estuvo bueno —el coronel extendió la mano. Ramírez cerró el librito y se lo dio. Ni modo, seguimos con lo nuestro. A pesar de lo grandota, no había nada en esa Hacienda; puros muebles de una tonelada y otras cosas igual de testarudas. Luego otra vez a marche y marche, todavía dimos con un mugre ranchito que ni siquiera estaba marcado en el mapa que el mando nos dio. Claro que tampoco hubo nada ahí. Y a continuar. Pero ya no encontramos nada más que el anochecer, briagos de cansancio. Para mí fue la más dulce puesta de sol: colorada, después violeta. De pronto, nomás la noche. Pero antes de que nos agarrara la oscuridad volteé

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a ver a Ramírez. Ya no se veía tan plomizo, tan despintado por las malpasadas. Una ilusión adentro lo nutría. No alcancé a ver al Chato, parece que nomás iba viendo las estrellas. Como a medianoche pusimos el campamento. No se puede quedar la compañía en cualquier lado, es mejor quitarle un par de horas al camino guareciéndonos bajo la oscuridad. Alrededor de la fogata, nadie se atrevió a pedirle al coronel que dejara a Ramírez terminar la historia. Es más, nadie dijo ni una palabra acerca de ello, pero las miradas se estuvieron cruzando toda la noche entre el escolta, el Chato y yo, que no me la sacaba de la cabeza, así que me imagino que andábamos en las mismas los tres. Ramírez no nos vio porque se quedó con los ojos cerrados, como entre nuestro mundo y el del sueño, pero la sonrisa lo delataba: estaba guardando bríos. Yo no los necesité, de todos modos, ni pude dormir. El licenciado no necesitó zangolotearme para que me despertara. —Yo sé que tú también quieres enterarte de lo que seguía. ¿Cómo le hacemos? Íbamos a tener que hablar con el escolta porque sólo él se había fijado en dónde puso el coronel el librito. Le dije a mi cómplice que me dejara ir porque él era muy ruidoso y no lo fuera a despertar, que estaba difícil porque el coronel dormía como chancho. Mi plan era salir dizque a echar agua y luego hacerle la plática al escolta como quien no quiere. No hizo falta tanto borlote, el escolta ni estaba. En su lugar dejó al Chato, porque le ofreció suplirlo y que se fuera a dormir a cambio de que le dijera donde se guardó aquel librito el coronel. Ya no supe si fue para bien o mal. El coronel lo traía dentro de la casaca. Fui por el licenciado y nos metimos a la carpa oficial. El Chato se quedó afuera, sosteniendo la abertura con la punta de la carabina para que nos diera algo de luz. Le hice señas a Ramírez de que levantara la solapa, deslicé dos dedos dentro. El coronel roncaba de lo lindo y, cuando tosió, quedamos de tierra trágame al ver que también dormía con su revólver. Pero se lo sacamos. Y el Chato apenas alcanzó a pedir que si después se le pasaba reporte. Volvimos como chamacos que buscan casa después de hacer una travesura, el licenciado sacó una velita de sus cosas y yo un cerillo de mi camisa. Anunció que iba a partir del principio. —“12 de diciembre. Juan Nepomuceno va a venir, que a la media noche para que ya no sea día de la Virgen. Por eso me

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estoy desvelando, pero ¿cómo podría quedarme dormida? No sé qué traiga en la cabeza, pero qué tal si ahora sí. A lo mejor esta vez sí me dice “¿Y si nos vamos?”, quien quita y esta misma. ”Un fogonazo encegueció todo. No sé si lo que acabo de ver fue un sueño, pero las palabras recién escritas son prueba de que permanezco despierta. Un destello blanco entró por mi ventana, me asomé y vi un haz de lumbre atravesar la negrura del cielo. Pero en el momento que me asaltaba la certeza de una inminente colisión, la luz contradijo su caída suavemente y se quedó en suspenso, flotando al lado del monte. Luego se movió como si se resbalara en el aire, parecía que se iba a posar sobre los árboles, pero se hundió en la espesura. ”Ya es tarde. Juan Nepomuceno no llega. Para esto ya se habían despertado varios para preguntar qué demonios rezábamos a esas horas. Rápido pusimos bajo antecedentes a todos, los que no mandaron saludos a nuestra madre y se volvieron a dormir también quisieron terminar de oír la historia. Ramírez dio vuelta a la hoja, “13 de diciembre de 1881”. Siguió sin adelantarse, a mí no me importaba, pero, conforme fue avanzando, una impaciencia le atizó la lengua. Por fin, lo que ansiábamos saber fue revelado. —“El meteoro desprendió tres o cuatro haces blancos, un resplandor frío y deslumbrante que me hizo caer de espaldas. Rugió, el pánico me fue agarrando. Pero no era como la voz de ningún animal, más bien parecía como si mezclaran el ronroneo de un gatito con el murmullo de las cigarras, emitido por una bestia inaudita. Me arrastré para alejarme, pensando que más que un ángel debía ser un demonio. Fui recuperando la vista, pero no pude creer lo que miraba. ”El meteoro había desaparecido. Frente a mí, entre la hierba estaba de pie una mujer. No sólo era pálida toda ella, su rostro y sus ropas, sino que parecía carecer de volumen, como algunos describen a las ánimas. Estaba por echarme a correr cuando la reconocí: era yo. Mi espanto se fue diluyendo en una curiosidad precavida. Le dirigí la palabra, pero no hubo respuesta, sólo se me quedó viendo; o eso creí, porque me hice para un lado y su mirada no me siguió. Cuando iba a tocarla, se desvaneció. Detrás de ella siempre estuvo uno de esos ojos huecos. ”El terror se me subió de un brinco. El meteoro volvió

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a emitir luces: un chispazo azul, y después dos, tres, cuatro… hasta acabar en una serie de seis lucecitas de tirón. No atiné más que a levantar las manos con siete dedos arriba. Volvió a rugir, pero de manera más amable, por así decirlo. Avanzó, se movía rodando dentro de sí, como si su cuerpo fuera el agua dentro de una botella girando por el suelo. Di un paso y otro hacia atrás, el meteoro me seguía con una ligereza calculada. Me di cuenta que era más bien torpe, entonces pude poner a prueba su agilidad. En dos brincos me aparté del camino y me puse detrás suyo. Fue cuando vi la palabra, primero me parecieron cuatro ondas pintadas en distintas direcciones sobre el meteoro. Su forma parecía escribir las letras ‘N A S A’… Abrieron la tienda como si la tela se rajara. El coronel entró, lo seguía el Chato con ademán de perro tundido. Aquél se había levantado, Dios sabe a qué, y el menso soltó toda la sopa. —¡Atención! Los que estábamos despiertos nos paramos como resortes. A los que dormían les fue peor porque el coronel los levantó a patadas. Y ya que todos estuvimos firmes y alertas, dio la orden. —Siga leyendo, Ramírez —la mano izquierda del licenciado compartió el libro con la derecha, abriéndolo por última vez. —“Sentí que no supo qué hacer. El mullido cuchicheo de su andar fue cortado por un zumbido como de abejas. No tuvo que dar media vuelta, sino que giró dentro de sí. Otra vez me aventó sus luces, ya no relumbrones ni centellitas. Sino que formó en el aire ocho coronas de luz concéntricas, cada una adornada con un dije que recorría su circunferencia. Y al centro, rodeada por las brillantes guirnaldas, una gema de luz como estrella, parecida a una piñata. Ya no vi más porque me pareció que era la oportunidad para huir, y lo fue: el meteoro ya no hizo intento de perseguirme. Se quedó a unos pasos del lago, echando sus figuras de mentiritas. ”Cuando regresé, Juan Nepomuceno y todos me buscaban. Mi padre ya hasta le había dado unos cuerazos a Quino por no haberme esperado. A riesgo de que otro día me diera unos a mí, me dispensaron con el pretexto de que había regresado sintiéndome desfallecer. Juan Nepomuceno tuvo que marcharse sin decirme lo que según me iba a decir. ”Me encerré en mi recámara y me hice la dormida, pero

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sólo estuve tirada en el catre hasta que la oscuridad se comió todo. No pude dormir, pero quién sabe a qué hora, en mitad de la noche, un brillo blanco se coló por mi ventana. Sólo un instante, luego se apagó. Al final pues nos fue mal: el coronel quiso tomar cami-

no de inmediato. Una vez que regresamos al cuartel, acabada la semana, nos dejaron arrestados otros dos días. A Ramírez, al Chato, al escolta que se fue a dormir y a un servidor. Y todo el tiempo pensando qué sería eso. ¬

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

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Narrativa / Relato

Trastos David Martínez Balsa

N

icolás despertó y permaneció en la cama unos minutos más de lo habitual. ¿Acaso en el transcurso de la noche su longevidad pasó por un proceso regenerativo que ahora el despertar le permitía experimentar desde una perspectiva fresca y racional, sin el lastre del cansancio y el estrés de la jornada anterior? Aún después de incorporarse del desvencijado colchón, el granjero continuaba renuente a creerse cuán rápido las elucubraciones urdidas durante el sueño le habían dado alcance. Nítidas, sin el mínimo detalle omitido. Para un hombre como él, incapaz de recordar la peor de sus pesadillas, incluso desde niño, le resultaba inquietante esta súbita, ¿acaso sospechosa?, cura de su amnesia. Tardó poco en dar con el motivo. Al menos un indicio del mismo le llegó cuando echó un vistazo a su reloj. En unas horas recibiría la segunda visita del asesor de Tecnologías Agrícolas. El bufido que lanzó Nicolás rebotó en las paredes de madera de la granja y entró a sus oídos convertido en un estruendo por los influjos del silencio de la madrugada. —Entrevista —dijo en voz alta. Una forma elegante de vestir la imposición que las altas esferas pretendían aplicarle; a él, uno de los pocos granjeros renuentes a seguir los nuevos planes de la compañía. Quizás la afluencia de reflexiones que navegaban en su subconsciente lo disuadieron de acudir a la cafetera eléctrica; el dispositivo, casi invisible entre las penumbras, anunciaba su presencia en un rincón de la meseta de la cocina. Nicolás, en cambio, eligió la clásica cafetera, heredada de su abuelo, dependiente del fuego y de la paciencia del consumidor. En el acto, el granjero divisó una rebeldía simbólica y lo celebró con una sonrisa. Mientras la cafetera colaba, él se dedicó a contemplar el amanecer a través de la ventana. Un suceso natural, de los tantos sobrevivientes al asedio de los hombres y sus ocurrencias. En su arribo, el Sol le mostró a Nicolás el legado que aguardaba a las generaciones futuras. Yacía en la tierra 68

sólida, descolorida y corrupta, vacía de posibilidades; el aire privado de su característico aroma. El futuro se gestaba allí, a unos escasos metros, tendido en el suelo, entre los estertores del sembrado que no florecía y arrojaba gritos de agonía, sin prestar oídos a las plegarias de un humilde campesino. Nicolás salió al porche, con el café humeante atrapado en un jarro de metal. Se sentó en el peldaño de la escalera que conducía al jardín y dejó escurrirse los minutos, observando el sendero que atravesó el funcionario de la compañía el día anterior, cuando vino a “entrevistarse” con él. Pudo escuchar de nuevo los quejidos de sus zapatos lustrados contra el suelo corroído. Olió la colonia, notó la indumentaria elegante, tan desentonada en un sitio donde lo nuevo acudía sólo para expirar en cortos plazos. Bebió un sorbo de café, tratando de recordar si el que ofreció a su visitante fue obra de la máquina eléctrica o el vejestorio. Sí, definitivamente fue la eléctrica, se dijo Nicolás, con la vocecilla del funcionario ahora en sus oídos: —Maravilloso, ¿no lo cree? —empezó, tras probar la bebida—. Estos equipos no tienen nada que envidiar a sus predecesores. Él asintió: intentaba calmar el apremio de refutar la convicción de su interlocutor, todavía muy joven como para disputar cuestiones de calidad. —¿En qué puedo ayudarle? —dijo, en cambio. El funcionario se inclinó hacia el maletín que descansaba en el suelo, a su derecha; hurgó dentro y al incorporarse, sostenía un fajo de documentos. —Le traigo una propuesta —dejó los papeles encima de la mesa. Los ojos del anciano, más bajo guía del instinto que de la curiosidad, practicaron un ligero escrutinio de su contenido. —Como sabrá, la compañía se encuentra actualmente en un proceso de renovación. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


Nuevamente, Nicolás restringió su respuesta a un cabeceo afirmativo: —Ya hemos discutido el tema con varios de los granjeros del área —prosiguió el funcionario—, y la mayoría dio su consentimiento al inicio de las operaciones. —¿La mayoría? —Sí, algunos han planteado objeciones —enseguida, el joven sacudió la cabeza, como si con el gesto pretendiese justificar la indisciplina de los reacios a cooperar—. Pero eso es sólo falta de información. Cuando conozcan los beneficios de la propuesta de la compañía, créame que no habrá espacio a la duda. —Tal vez nos cueste trabajo confiar en su compañía — repuso Nicolás, y aguardó un segundo, hasta notar en la mirada del funcionario que había captado la indirecta que le deslizó en sus palabras. Sí, él iba a ser uno más de los reacios a cooperar. —¿Por qué? El anciano se encogió de hombros: —Yo peleé en la Tercera Guerra —dijo—. Tal vez desde entonces perdí toda fe en la eficiencia de las máquinas. Por ellas empezó ese alboroto, y ellas, a fin de cuentas, acabaron de destrozar lo poco que nos quedaba en este planeta. Mire esas tierras —señaló a la ventana que cada amanecer le arrebataba otro poco de sus esperanzas al mostrarle el invariable y árido paisaje exterior—. Nada les devuelve la vida. Nada. —Para eso vine, señor. —Vino a venderme los nuevos aparatos de la compañía —Nicolás sonrió—. ¿Sabe que envié a sus superiores un proyecto de regeneración de tierras? —No —la experiencia en los ojos del anciano pesaba demasiado e impedía al funcionario mirarlo fijo durante largo rato. —Era un buen proyecto. Lo preparó mi difunta esposa mientras yo estaba en el ejército. Cuando volví, tratamos de darle vida, pero la falta de financiamiento hizo muy difícil lograr avances. Por ello le solicitamos un préstamo a la compañía; inclusive vino uno de sus representantes, un mozalbete, así como usted, sólo para darnos la noticia de que, por el momento, los estragos de la guerra hacían imposible la extensión de créditos. —Eran tiempos convulsos. —Ahora siguen igual de convulsos —aseguró Nico-

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lás—. Sólo que hemos aprendido a ajustarnos al vaivén de la situación. La guerra y las pandemias que la siguieron llevaron a los animales al borde de la extinción y aniquilaron la salud de las tierras. ¿Algo de eso ha cambiado últimamente? —Estamos tratando de inducir ese cambio, pero necesitamos la ayuda de todos. —Necesitan operarios para sus máquinas. —El beneficio será mutuo —el joven volvió a hurgar en su maleta y en esta ocasión, sus manos regresaron a la mesa empuñando un folleto, muy colorido y de papel impecable—. Con este equipo, sus tierras renacerán. Nicolás contempló la imagen del extraño vehículo que abarcaba casi toda la primera página del proyecto. Era una especie de tractor, aunque con raros elementos que nunca antes había visto, adheridos por todo sitio y que lo hacían semejar un insecto. Debajo, en grandes letras azules, esperaba su nombre: “Atlas VII” —Esta innovación de la tecnología le permitirá regar y labrar sus tierras, fertilizarlas y recoger la cosecha cuando rindan frutos. Tiene instalado un sistema computarizado que le permitirá operarla desde el interior de su casa, si así lo desea. El joven, al notar el silencio de Nicolás y cómo sus ojos seguían fijos en la imagen de la maquinaria, hizo ademán de abrirle el folleto para continuar la explicación. Brincó en su asiento cuando la mano del anciano, todavía firme, cayó sobre la mesa en un estruendo. —¡No! —dijo y se incorporó, cual si precisara imponer distancia de lo que consideraba una abominación. —Es inútil resistirse al progreso —rebatió el funcionario, perplejo ante la reacción del otro. —Antes, la tierra sólo necesitaba agua y el sudor de quien la trabajara —atacó Nicolás—. Mire a donde nos ha conducido su “progreso”. A sentarnos en la casa y abultar la panza mientras dejamos las esperanzas en manos de un trasto de acero. —Este equipo probó ser exitoso en los primeros ensayos. —También lo hizo la bomba atómica. El joven frunció el ceño, sin ocultar su insulto: —Son polos opuestos —dijo. —¿Lo son? —Usted es un granjero, ¿no es cierto? Entonces dígame cómo pretende sobrevivir —ahora en el tono del funciona-

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rio había desafío, la incitación al duelo verbal que Nicolás ansiaba desde que lo vio aparecer en el umbral de su finca—. Los pocos animales que aún existen se encuentran en reservas donde los científicos tratan de reproducirlos, pero es un proceso arduo y, sobre todo, lento. La radiación envenenó más del noventa por ciento de los suelos, ahora es casi imposible cultivar en ellos. Con estos equipos tenemos en la mano la esperanza de un nuevo comienzo. ¿Por qué se resiste? ¿Por qué, si no hay otra alternativa? ¿Por qué se resistía? En numerosas ocasiones el anciano vio días y noches diluirse en el afán de dar una respuesta coherente a tan simple incógnita. Eran tantos los motivos que se fundían en una amalgama de aparente sinsentido, que tornaba inútil el esfuerzo de traducirlo en palabras. Miedo, desconfianza, recuerdos muy vívidos de un pasado que amenazaba con reencarnar.

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Nicolás dejó escapar un suspiro y se encaminó a la puerta, la abrió y permaneció allí. —En el futuro de su compañía no estará mi nombre —dijo. El joven negó con la cabeza, recogió todos sus documentos y los devolvió al maletín. Al alcanzar la puerta, se detuvo frente al anciano: —Volveré mañana, para que se lo piense mejor. Nicolás, sentado en el peldaño del porche, rodó los ojos igual que aquel día, en obvia indiferencia ante la perseverancia del chiquillo. Terminó de beberse su café y volvió al interior de la granja. Allí lo recibió el habitual silencio, que abrió las puertas al retorno de la interrogante: ¿Por qué se resistía? Y una vez más, no fue capaz de contestar. ¬

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Narrativa / Relato

Flor sin sombra Saga Kamishiro

A

quella mañana, la mujer tomó el único tren que cruza la frontera con una sensación extraña en el vientre y una sola cosa en mente. El paso de una isla a otra no era sencillo, pero como esa no era la primera vez que lo hacía, no le costó trabajo conseguir los papeles para llegar hasta las afueras de la capital Heiankyō. El viaje tomó más o menos seis horas, y es que se volvió un trámite engorroso para los habitantes de Kyūshū entrar a la isla central después de la segunda ocupación estadounidense. La Isla Oeste, como también se le conocía, promovió un gobierno autónomo que, si bien no estaba totalmente desapegado de la estructura de poder del Estado central, sí promulgó códigos y leyes que pensaban al territorio como la unión de pueblos rurales y no como gobiernos supuestamente democráticos. Aunque las pláticas de reunificación siempre estaban en los discursos políticos, es importante mencionar que no se trata de una reconciliación, sino que Kinai quería reabsorber a toda costa lo que ahora es conocido por sus habitantes como la Liga de Pueblos Rurales y Marítimos. Cuando el tren cruzó el mar, los edificios fueron apareciendo laberínticamente uno tras otro sobre las montañas, hasta que de pronto el cielo mañanero quedó tendido sobre la planicie de los gigantescos campos de arroz. En los encharcamientos se prolongaba el reflejo de máquinas anticuadas que, tras la guerra, se utilizaban para la plantación y recolección del grano. El Estado de Kinai, como se renombró al archipiélago en lugar de Nihon, creía que estas máquinas podían llegar a desarrollar también una relación ritual con el arroz y su origen divino, el Emperador. Por encima de los sujetos imperiales, el cielo fue volviéndose púrpura. La bruma devoró el horizonte y una lluvia silenciosa se apareció tajando el cielo de la mañana como si se resistiera a ser desaparecido por otra fuerza que no fuera la del cielo mismo. El paisaje se modificaba perpetuamente, pero, sin importar cuántas veces pasara por ahí, la mujer

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siempre veía por la ventana una cuadrícula de máquinas enlodadas con el rústico espíritu de la nación rendida. Cerca de los arrozales estaba uno de los pozos con aguas termales más antiguos, era muy popular porque ya no quedaban muchos como ése cerca de la capital. Ahí estaba planeado su encuentro con él, así que llegó a la estación y se dirigió inmediatamente a la posada del lugar. Ya todo estaba preparado de acuerdo con el plan, así que no tuvo problema para ingresar sus datos falsos y hacerse pasar por una de las shikibu de Yoshino, mujeres que no habían alterado su información genética durante gran número de generaciones, y por lo tanto, sus antepasados podrían trazarse hasta la famosa Murasaki Shikibu y otras cortesanas de antaño. Se preparó en su recámara. Los cuartos mantenían la fachada de algún pasado, la luz del candil, por ejemplo, hacía difícil distinguir los verdaderos colores del lugar, pero a ella le gustaba cómo se sentía ese calor en sus mejillas, era nuevo. Colgaban toda clase de texturas y sombras en las paredes de papel, de tal forma que, al agitarse con la flama, las sombras imbuían por completo su cuerpo desnudo frente al espejo. Le avisaron que el hombre al que venía a ver había llegado y que debía esperarlo en la cabina con el pozo número tres. Acorralada por unas vigas de madera y una barrera de grandes piedras, el agua del pozo se mantenía contenida bajo el vapor de sus entrañas. Es sabido que estas aguas no sólo permanecen en constante tránsito y que su contención es sólo aparente, sino que además cambian de color cada mes y, dicen, se vuelven un auténtico espejo de la conciencia. Bueno, palabras de quienes presumen ver el ciclo del universo en un hoyo de un metro de diámetro. El calor se volvía intenso por momentos. Ella sacó el abanico de su bata y comenzó a jugar con el vapor que de pronto danzaba y bailoteaba al contoneo del fino papel. Escuchó el golpeteo de las gotas contra las piedras del ca71


mino que bajaban hasta el lugar. El sujeto la miró detenidamente al entrar y, tras un intercambio de reverencias, le agradeció por haber venido desde Heian-kyō para encontrarse con él. O al menos eso pensaba él. —Hace calor aquí adentro, ¿verdad? —Ah, disculpe—la mujer recogió las guardas del abanico. —No, no me molesta. Al contrario, ¿tiene otro? —¿Cómo? —Disculpe, es que estoy un poco nervioso. —No tiene por qué. Siéntese por favor —la mujer le señaló el banquito de madera junto a ella y sacó una botella—. ¿Quiere beber un poco? —Pensé que la cerveza se tomaba después de entrar a las aguas termales. —Antes y después es mucho mejor, ¿no lo cree? —Sin duda —el hombre se acomodó el yukata y, más relajado, tomó asiento mientras ella destapaba la cerveza—. Por cierto, ¿Cuál es su nombre? —Tsubaki, mucho gusto. —¿Es su flor favorita o cómo eligen sus nombres de shikibu? —El hombre sostuvo el vaso conforme la mujer le servía la cerveza sin contener la risa. —Eso debería saberlo usted, doctor Sakuragawa, ¿no es investigador? —Parece bien informada. —Si me permite ser honesta, no cualquiera puede alquilar a una de nosotras. También leí un informe detallado sobre usted, ya sabe, además de la seguridad; es necesario para asegurar una buena conversación. —Tiene sentido. Digo, si me permite ser honesto también, no fui yo quien la contrató, Srita. Tsubaki. Fue un regalo de la editorial. —Lo sé, Doctor. Es por su nuevo libro y el premio, ¿verdad? —Eso, o la amistad sincera y desinteresada de mi editor. —Salud por la que sea. —¡Ah! Tenía mucho tiempo que no probaba este sabor a… —¿Cerveza? —interrumpió ella—. Sí, ahora sólo se consigue cerveza a base de soya. Esto es también regalo de su editor. Pero, cuénteme, ¿de qué es su libro? —Bueno, parte de una revisión histórica sobre el origen del ritsuryō. —¿Ritsuryō? —Sí, la escuela lo llama el primer Estado Japonés, aquí entre nosotros le diré que eso me parece impreciso, pero,

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bueno, la escuela es la escuela. Creo que es mejor verlo como una primera forma de administrar el territorio a través de ciertos códigos, y uno de ellos era el cobro de impuestos usando el arroz como una medición estándar. Claro, si pensamos en nuestro archipiélago montañoso, un sistema agrícola como ése no tiene mucho sentido, pero debemos recordar que no se hizo así por la producción de arroz, sino por la ritualidad de la recolección hacia el Emperador, o ahora, la Emperatriz. De ahí que lo sigan enseñando en la escuela. —Debí haber puesto más atención en la escuela —la mujer rellenó el vaso del doctor hasta el tope y volvió a revolver el aire cálido de la cabina con su abanico. —Gracias. Bueno, usted sabe que después de la segunda ocupación estadounidense y la derrota contra Nankin todo cambió en cuanto a las estructuras de autoridad en el archipiélago. Pero la rebelión de Sasebo por la separación de Kyūshū provocó cambios sociales y etnográficos, sobre todo después de la gran migración urbana al oeste y la unificación de los pueblos rurales con la península coreana. Fue, por ejemplo, en ese entonces que comenzamos a utilizar el nombre de Kinai en lugar de Nihon. A nosotros ya nos tocó el milagro económico que proviene de la obediencia, pero seguimos en una transformación. Mi libro originalmente buscaba en el ritsuryō la reunificación del territorio japonés, no como un sistema administrativo, sino como la ritualidad a la Emperatriz y a la genealogía de toda moral nipona. Eso, sin embargo, tenía un problema de raíz y es que Nihon es un nombre condicionado por la perspectiva de la gran Nankin. Por lo tanto, la recuperación de la ritualidad hacia la familia imperial significaría someter la perspectiva histórica a la sombra de nuestro tiempo, y eso sería peor, ¿no lo cree? —No habría futuro, ¿no? —Exactamente. Bueno, pues, encontramos que realmente el documento en el que la dinastía Ming habló de Nihon en el siglo VII no eran sus palabras, sino una transcripción del discurso original de la Emperatriz Rin a sus vasallos, los Ming. Eso quiere decir que fue la Emperatriz quien le mostró a los Ming cuál era la fuente del pasado inmemorial y la manifestación de toda pureza y ritualidad. —¡Vaya! —Sí, fue Nihon el origen de la cultura china y nunca al revés. Aparentemente, el desarrollo urbano y todas las cosas que conocemos como progreso y civilización, no representaban más

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había en el cuerpo la posibilidad de extracción, un lugar en el que la verdad y la mentira no se manifestaban como en el mundo de las ideas creado por los humanos. Estaban hartos de eso, estaban hartos de doblegarse a la conciencia programada, querían transmutar hacia la materialidad del cuerpo y estremecer la verdad y la mentira de los valores morales. Por eso, cuando Estados Unidos exigió el despliegue de las fuerzas japonesas en China, los pueblos rurales no se negaron como lo hizo el Estado nipón, sino que formaron la Liga y se rebelaron en la base estadounidense de Sasebo, Nagasaki. Los habitantes de los pueblos comprendían la muerte y el espectro de su vitalidad. La mujer se sumergió por completo en el agua. Su piel tenía un color amarillo: era el color del sol, como el de la gran diosa Amaterasu y no blanco como el de la luna fantasmal. Ella estaba viva, así lo manifestaba el calor de su cuerpo desnudo y engullido por el agua inmutable. Al salir, extendió una sábana blanca sobre el suelo y volvió a vestirse hasta el torso. Extendió el abanico frente a ella y miró la frase en tinta negra que atravesaba el país salpicado con la sangre del cuerpo inmóvil: “He cortado el vacío. Luce como una flor sin sombra”. Por fin entendería la vitalidad de quien sabe morir. Haría de ello la forma más eficiente de borrar la consciencia, tanto de la víctima como de quien se mata para negarse a la realidad de la que inexorablemente forma parte. La mujer se llevó los dedos al abdomen y sin dejar de escapar el aire de su pecho, tundió el filo de la cuchilla contra su vientre empapado. El desentrañamiento dejó a la vista un vacío gobernado por los espasmos del acero. ¬

Anónimo. Manuscrito Voynich, (circa s. XV- XVI).

que impureza para el lugar donde habitan los dioses, por lo tanto, los Ming fueron el margen del centro divino. —Con razón ganó un premio, Doctor —rellenó el vaso del Doctor hasta vaciar la botella de cerveza —¿Cree que suceda lo que algunos llaman la segunda gran unificación? —Eso es difícil saberlo Srita. Tsubaki. Aunque administrativamente seguimos vinculados, la nación que pelea y la que se rinde terminan por diferenciarse. Sin embargo, quien puede apropiarse de la historia puede hacerlo también del futuro. Eso es lo que pretendemos con la investigación, y bueno, aunque todo es posibilidad, hay en el mundo de la imaginación un poder innegable. —El poder de la imaginación. —Así es. Por cierto… —No podemos seguir sometiéndonos a las habladurías de alguna verdad, doctor. —¿Cómo? Su mano envolvió con fuerza el abanico. Era como si las ramas de un ciruelo aprehendieran las flores carmesíes cuando se abren por completo frente a la tormenta. No parecía esforzarse por mantener la espalda recta ni los hombros inmóviles, no permanecía sujeta a nada. El crujido de las guardas de madera tronó cual rama quebrándose bajo la lluvia, mientras que el ribete blanco del abanico cortó la piel del cuello, como un pétalo que se rasga de tajo hasta el tallo. El doctor cayó, revolviéndose en los últimos espasmos de su vida. Hacía mucho tiempo que la imaginación había sido tomada por las formaciones totémicas del poder, la historia era una de ellas. Pero la Liga Rural pensaba que

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POESÍA

Naturaleza Rolando Reyes López Abarcadora del paisaje, mi palma es el ícono obligado para envolver el espíritu que sostiene al hombre. Merecedora de su vida, ella, que es todo lo que el mundo me dejó, reparte, desde su sitio en el escudo, justicia para los ojos hambrientos del mendigo, respiración y esperanza digna para el dedo que se apoya en el surco y alza su sombra, decorosa, íntegra, acreedora del precio del aire y de las aguas. Los héroes nos hablan desde su tronco cual invitación ardiente a vivir la vida que es tan plena. Corro a ese llamado obsequioso, triunfal, servido ante los tambores que inician los rituales en mi tierra, precipitados sobre sus hojas solitarias a pasos de gigante. La primera noticia de mi palma la obtuve el día en que me dieron juicio y voluntad; en lo adelante viví convencido que ella es comprensible

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y que existe como la Diva de oro por las multitudes venerada. Impecable y justa sobre mi corazón tan viejo ya mi palma se eleva más libre que nunca, más inmortal que nunca, como la madre que no desaparece de mis sueños. Desde entonces saludo su presencia arropada por el limpio mar del amanecer, hermosa, única, recta como el hombre que el tiempo no rompió: De noche la imagino fruta, y siento su savia durante la naturaleza profunda de mis versos. Su esencia es redonda, me hace recordar el motivo que al alma inspira. Con el nuevo amanecer, abro las puertas del bohío, abrazo a mi niña pequeña —somos dos alas traviesas y felices—, y, cual relámpago sin montura, su voz me invita a inaugurar el día con el juego de contar más palmas ¬

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RESEÑA / LIBROS

Insomnes, de Magdalena López / Hay un hombre en mi ventana, de Jonathan Molina: Terror desde la ciudad de México Rafael Tiburcio García

C

on esta escena inicia “Susana”, primer cuento de Insomnes (La Tinta del Silencio, 2020), una plaquette de seis cuentos breves publicada por la escritora e investigadora Magdalena López (CDMX, 1992). A partir de ese primer cuento, cuyos eventos sorpresivos aún están por revelarse, las historias de Insomnes se volverán cada vez más terribles, obligándonos a detener la lectura para asimilar las atrocidades, o a seguir leyendo vorazmente hasta saciarnos, según sea el temperamento, temple y morbo de cada uno de nosotros. “Glotonería”, por ejemplo, nos sitúa ante la historia de una muchacha cuyo estómago se niega a digerir comida chatarra. “Despertando” nos transporta a la conciencia de un muchacho en estado catatónico que deberá elegir algo terrible para sobrevivir. “Insomnio” cuenta la historia de Francisco, un muchacho que despierta en capas cada vez más profundas de un sueño. “Autoexploración”, aborda la tenebrosa sorpresa que se llevará una chica que se entretiene sola en el baño. Finalmente, “Cuarto para las nueve” nos pone en los zapatos de una mujer obsesionada con preservar la belleza. Estos cuentos de Magdalena López, sobre personajes incapaces de dormir, comparten un gusto por los giros retorcidos y los horrores que nos recuerdan la fragilidad del cuerpo. Su enfoque, a la vez clásico y actual, establece narraciones de estilo casi decimonónico que, sin embargo, exploran con naturalidad temas bastante actuales. Una carrera que valdrá la pena seguir. ¬

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Una recepcionista de voz molesta; niños que empujan a su profesor hasta la locura; casetes que reproducen grabaciones del pasado; un hombre que mira su propio cuerpo como en una epifanía; una mujer que se esconde, felina, bajo la cama; un niño que sostiene un teléfono mientras una sombra lo observa. Almas en pena, tal vez demonios, que atienden únicamente a la lógica de sus propias reglas, como dueños absolutos de un espacio: una mansión enclavada en el poblado de Nürt-Ürkt, en un mundo onírico casi idéntico al nuestro, distinto acaso en su topografía. Seres sobrenaturales que convergen en el Hotel de La Mora, cuyas pinturas guardan las almas de las personas y en cuyo restaurante se sirve carne humana. Hay un hombre en mi ventana (La Tinta del Silencio, 2020), de Jonathan Molina, es un libro de fantasía oscura o llano terror en el que los sucesos extraordinarios se acumulan en torno al hotel y sus secretos. Esto juega a favor y en contra de la obra. A favor, porque las historias se permiten sugerir, a partir de guiños, una suprahistoria más extensa que nos permite una lectura casi novelizada. En contra, porque la constante expectativa de lo sobrenatural y sus mecanismos, que vamos anticipando cada vez mejor, se vuelven tan omnipresentes, que una lectura atenta termina por descifrar el movimiento de los engranajes que mueven cada historia. Para sortear esta previsibilidad, Molina recurre a un terror en el que las narraciones apelan a una falta de reglas (mas no de una lógica interna) que tributan a fuentes como el horror japonés y el weird occidental. Una visión fresca del terror individual que, a la usanza actual, hace dialogar a sus ficciones para proponernos universos más amplios. ¬

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AUTORES Vladimir Rivera Órdenes (Parral, Chile, 1973). Escritor y guionista. Ha escrito los libros Qué sabe Peter Holder de amor, la novela Juegos Florales y la colección de cuentos Yo soy un pájaro ahora. Como guionista de televisión ha escrito la serie de ciencia ficción Gen Mishima. Erick J. Mota (La Habana, 1975). Escritor, editor y licenciado en Física. Ha publicado los libros Bajo Presión (Gente Nueva, 2008); Algunos recuerdos que valen la pena (Abril, 2010) y La Habana Underguater (Atom Press, 2010). Editó durante años el e-zine Disparo en Red, y ha recibido diversos premios internacionales por su obra. Leonardo Espinoza Benavides (San Fernando, Chile, 1991), médico-escritor y editor chileno especializado en literatura fantástica y ciencia ficción. Miembro de la ALCIFF Chile. Autor de Más espacio del que soñamos, Adiós, loxonauta y editor de la antología COVID-19-CFCh. Vive en Santiago de Chile junto a su esposa Daniele y su perrito Hulky. Bruno Puelles. Novelista y dramaturgo español. Coordinador de la revista Opportunity. Finalista de los premios Minotauro, Ignotus y Utrera y mención del jurado del Premio UPC. Autor de Quizá Gabriel (2020), Nistagmo (2019), Corvus corax (2019) y Los críticos (2017). Alejandra Inclán (Veracruz, México, 1977). Es licenciada en Ciencias de la Comunicación y especialista en Promoción de la Lectura por la Universidad Veracruzana. Ha publicado los libros de cuentos y novela corta No era quien me dijeron ser (Bellaterra, 2016), la novela La pieza que me faltaba (Amazon, 2018) y el libro de prosa poética, microcuentos y cuentos Sentirte de a poco (Amazon, 2019). Con la editorial Diversidad literaria, de España, ha participado en varias antologías de microcuento. Noé Hernández O. (Tlamanca, Puebla). Escritor mexicano cuyo interés es preservar mitos y tradiciones de la Sierra Norte de Puebla. Ha presentado sus cuentos en la SOGEM y en diversos recintos culturales. Arturo J. Flores (Ciudad d México, 1978). Autor de novelas, cuentos y textos periodísticos. En 2011, obtuvo el Premio Nacional Justo Sierra O' Reilly por su novela Te lo juro por Saló. Es editor en la revista Playboy México. Marilinda Guerrero (Guatemala, 1980). Narradora y titiritera. Ha publicado algunos libros en narrativa. Ha sido publicada en antologías latinoamericanas. Fundadora de la revista de ciencia ficción guatemalteca Exocerebros. Eloy Caloca Lafont. Doctor en Estudios Humanísticos y Crítica Literaria. Autor del volumen de ensayos Ocio y civilización (Par Tres-Instituto Queretano para la Cultura y las Artes, 2013). Ha publicado reseñas, críticas y ensayos en medios como Tierra Adentro, Diálogos, Traven, TN, Resortera, Vice México, Cine Divergente y Mil Mesetas. Alondra Isabel (Sonora, México, 1995). Estudió Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Actualmente es docente y a veces escribe. Danny Navarrete Cuevas (Santiago, Chile, 1983). Casado y padre de dos hijas. Autor de Réquiem de los Cielos, Sumer y Venganza. Marcos Macías Mier (Zacatecas, México). Físico, lector de ciencia ficción y analista de datos. Sus textos han aparecido en las revistas Penumbria y Zompantle. Norma Leticia Vázquez González. Comunicadora y escritora. Sus textos han sido publicados en diversas antologías y revistas electrónicas. Asier Cayado (España). Ingeniero de profesión, trabaja en su primera

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novela e intenta hacerse un hueco entre las plumas electrónicas de la ciencia ficción cyberpunk. Mauricio del Castillo (Ciudad de México, 1979). Autor de dos recopilaciones y dos novelas y ganador del primer Concurso de Cuento de Ciencia Ficción del Festival Semillas 2020 organizado por la UACM. Eduardo Honey Escandón (México). Ing. en sistemas. Participante desde los noventa en talleres literarios. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Cuentos suyos han sido premiados en Teresa Magazine. Óscar Enrique (Ciudad de México, 1992). Egresado de la Escuela de Escritores de SOGEM y del Máster en Escritura Creativa de Hotel Kafka. Finalista del certamen Cosecha Eñe 2018. Sus cuentos figuran en revistas como Visor, y Punto de Partida, así como en la antología Arritmias (Relee, 2018). Saga Kamishiro (México). Doctorando por parte de la Universidad de Córdoba, España, e investigador en el Seminario Permanente de Arte y Cultura México-Japón. Cliente asiduo del chisme samurái, la muerte ritual de los amantes y los encuentros cercanos del 5to tipo. David Martínez Balsa. Escritor cubano. Ha sido reconocido con los premios David 2017 y una mención en el Premio Edad de Oro 2020 (Cuba). Rodrigo de Ávila Gómez (Ciudad de México, 1990). Autor de El corrido de los supersicarios y otras crónicas. Segundo lugar del premio de cuento “Del átomo al universo” convocado por la UNAM. Rolando Reyes López. Poeta cubano. Ha obtenido premios internacionales como el Paulina Medeiros (Uruguay, 2020), Aliar, Picapedreros y Julia Guerra (España), Roberto Peregrino Salcedo (Argentina, 2012) y Anci, Luis Braille y Camilo (Cuba). María Susana López (Quilmes, Argentina). Artista plástica, ceramista, escritora y profesora de Ciencias Naturales y Enseñanza Primaria, artista plástica. Ha participado en varias muestras, exposiciones, concursos literarios, antologías y revistas. Andrés Arroyave (Cali, Colombia). Escritor e ilustrador con interés en la Ciencia Ficción y el policiaco. Fanático del cine serie B. Havier Magdaleno (México). Egresado de artes visuales por la UDG, dedicado a la experimentación de las artes expandidas, ha incursionado tanto en las artes plásticas como el arte sonoro y la poesía visual. @horses.noise Darry (Bogotá). Ilustrador colombiano. Danilo Oliva Mura (1978). Fotógrafo chileno. Miembro de la Agrupación de Fotógrafos Independientes de Marga Marga. Ha colaborado en publicaciones como Proyecto Lima B, Misty City (2017) y Norte Experimental (2018). Zacarías Zurita Sepúlveda (Linares, 1980). Profesor de Historia, Universidad de Playa Ancha. Escritor, melómano y cuasi músico. Fundador de Espejo Humeante y del fanzine Letras Públicas. #MicroCifi en @ cifi140chile. Rafael Tiburcio García (Villahermosa, 1981). Escritor, melómano y locutor. Conduce y produce los podcasts Indisciplina y Espejo Humeante. Autor de Cuentos de bajo presupuesto (2014), Rabia | Ikari (2015) y, próximamente, Hard bop. FB, TW, IG: @juancorvus.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #9 / RURALPIUNK


CONVOCATORIA “Parias” La revista Espejo Humeante INVITA a participar en su décimo número mediante las siguientes: BASES 1. Podrán participar autores e ilustradores de cualquier género y nacionalidad presentando un trabajo original cuyo tema sea: PARIAS. Por única ocasión, los participantes deberán ser mayores de edad (18 años en adelante). 2. Los participantes enviarán un único texto de ciencia ficción, o de cualquier variedad de ficción especulativa, escrito en español, cuyos temas o conflictos desarrollen historias y personajes en los márgenes (parias, outsiders, underdogs, freaks, hikikomoris, personajes límite, adictos, criminales, ermitaños, con trastornos de la personalidad, etc.) en situaciones o entornos de descomposición social, fantasía oscura, ciencia ficción noir o similares. No está de más aclarar que cualquier escena sórdida, violenta o sexual deberá estar justificada en la historia y contribuir a su trama o desarrollo. 3. Recibiremos textos de los siguientes GÉNEROS: • Narrativa y ensayo: máximo 2000 palabras. • Reseña: máximo 700 palabras. • Microficción: máximo 500 palabras. • Poesía: máximo 90 versos. • Artes visuales: hasta 5 ilustraciones. Tema libre. 4. El texto deberá enviarse en un archivo de Word escrito en fuente Times New Roman, a 12 puntos. El documento no deberá incluir el nombre del autor y deberá nombrarse según el siguiente formato: “[Género]-Parias-Título.docx”. 5. Para ARTES VISUALES, recibiremos de 1 a 5 ilustraciones, preferentemente del mismo estilo, en formato .jpg o .png, con un tamaño mínimo de 1000 y máximo de 3000 pixeles por lado. Cada imagen deberá nombrarse según el siguiente formato: “Autor-Título-técnica-año.jpg” o “.png”. 6. Los textos e ilustraciones se enviarán al correo electrónico: espejohumeanterevista@gmail.com

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con el asunto: "Convocatoria Parias – [GÉNERO]”. En el cuerpo del correo, incluirán una semblanza breve, no mayor a tres líneas, firmada con nombre o seudónimo (como el autor desea aparecer publicado). No es indispensable que el texto sea inédito; de ser el caso, agradeceremos que incluyan la información de la publicación previa junto con la semblanza curricular. 7. Los trabajos se recibirán del 21 de junio al 9 de julio de 2021. 8. Los autores e ilustradores seleccionados serán dados a conocer en el sitio web y las redes sociales de la revista la tercera semana de agosto de 2021. 9. Los autores seleccionados aceptan que el texto de su autoría sea sometido a las correcciones pertinentes de estilo y forma, en caso de que el comité editorial lo considere necesario. No participar en estas revisiones será motivo de descalificación. 10. Los trabajos se publicarán en octubre de 2021. 11. Espejo Humeante es un proyecto independiente, sin fines de lucro y de publicación gratuita; por tanto, no ofrecemos pago por los textos. 12. Sobre los derechos de autor: los autores publicados conservan todos los derechos sobre sus obras y pueden reproducirlas en otras publicaciones. Asimismo, son responsables de las opiniones que expresen. La responsabilidad sobre la legitimidad de los derechos de propiedad intelectual o industrial correspondientes a los contenidos aportados por quienes envíen material para su publicación, recae exclusivamente en quienes los envían, y de ninguna manera sobre la revista o el consejo de redacción. 13. El comité editorial está facultado para descalificar cualquier colaboración que no cumpla con los requisitos de esta convocatoria y no estará obligado a dar razón del rechazo de ningún trabajo. La participación implica la aceptación de todas las bases. Contacto: espejohumeanterevista@gmail.com https://espejohumeanterevista.wordpress.com Facebook, Twitter, Instagram: @EspejoHumeanteR

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