Espejo Humeante Fanzine
Revista latinoamericana de ciencia ficción Número 13.5. “Hardboiled noir”. Diciembre de 2022.
Coordinador editorial
Rafael Tiburcio García
Revisión y corrección
Miguel Angel de la Cruz Reyes, Felipe Huerta Hernández, Julio Romano y Rafael Tiburcio García
Diseño y maquetación
Rafael Tiburcio García
Imágenes
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Ilustración de portada Romy Riq. Como es arriba es abajo Collage digital (2022)
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Índice f
Presentación 3
Matar al ruiseñor........................................................................................................................5 Buenos Aires..............................................................................................................................7
Tríptico en negro 16 Negro......................................................................................................................................19
Uno de vaqueros y sicarios 25 El extraño caso de Buck’s Row ...................................................................................................29
Balam 33
Tan muerta como yo 37 Todos tus malditos caballos subiendo al cielo ..............................................................................39
Antirritual 44 Adulterio criminal.....................................................................................................................46
Fábula viral 51 SyndromeCity.........................................................................................................................55
La masacre del asado................................................................................................................61 Crimen doble 65 Mercancía suave ......................................................................................................................67
Un caso olvidado 72
La oscuridad entre las estrellas..................................................................................................77
El tatuaje 81
Una noche en el Blue Paradise 85 Toda la vida delante de los ojos..................................................................................................89
El asesino de Street 42 91
Los grilletes del diablo ..............................................................................................................98 El fondo del asunto .................................................................................................................100
Asesinato verbal.....................................................................................................................104
Restallidos en playas desiertas ................................................................................................109
¡De un tiempo a esta parte, quiero ser mexicano! 113
Presentación
SEAN BIENVENIDOS al reverso de los ejercicios en torno al noir y los relatos policiacos que publicamos en nuestro número 13. En el número anterior enfatizábamos los nuevos acercamientos que resultan necesarios para renovar la lectura del género, así como sus tratamientos y arquetipos. En esta ocasión, sin embargo, los textos abordan premisas y tramas criminales y de explotación más clásicas, basadas en el hardboiled, así como en revistas clásicas como Black Mask o Dime Detective.
De las páginas de este FANZINE escurren historias de traición, desigualdad y violencia, una serie de textos en los que el crimen y la oscuridad humana no dan tregua al lector. Cantantes conspiradores, brujos que pactan con demonios, combustión espontánea, mesías vengadores, NPCs, vigilantes del metaverso, monjes tibetanos, zombies, narcotraficantes, escritores criminales, transhumanos, personas multigénero, tecnoadictos, palabras antropomórficas y hasta virus parlantes, todos ellos involucrados en tramas criminales, como víctimas o victimarios, envueltos en contextos que los desbordan.
Elegimos estos textos no como una apología de estos temas, sino como el contraste necesario de las exploraciones más utópicas y esperanzadoras que abordaremos muy pronto. Pero también los elegimos porque existe una nutrida escena de autorvs explorando el género justamente en estas vertientes más pulp. Y no nos corresponde (como editores, lectores o llanamente personas) contribuir con ningún tipo de censura, sino contextualizar esas inquietudes reales y relatos para que un mundo menos violento y menos desigual sea posible.
El FANZINE 13.5 presenta 25 narraciones, un ensayo y un poema en los que se ponen a prueba los valores que buscamos fortalecer. Acompañan a los textos las imágenes de ilustradorvs creadas para esta convocatoria, así como algunos manuales de anatomía del siglo XIX. Esperamos que disfruten este número. ¬
El comité editorial Diciembre de 2022.
Ignacio Navarro Cortes Viñetasdeldesempleo2 . Tinta (2022)Matar al ruiseñor
Omar Delgado (México)“EL RUISEÑOR Yucateco” le decían al fulano los locutores que programaban sus canciones en el radio. También se referían a él como “La Joven Promesa de la Canción”, o simplemente como Guty Cárdenas, cuando les daba por hacerse los formales. En 1932 lo podía escuchar en cualquier lado: desde la barbería en la que acostumbraba afeitarme hasta en el cuartel, en donde no faltaba el agente que con sus canciones recordaba a su tierra, a su madrecita o a la novia que, según él, lo esperaba.
Y, la verdad, era un placer escucharlo. Su voz suave aunque varonil combinaba perfecto con el requinto de su guitarra. Aun cuando en ocasiones exageraba en lo meloso de sus versos, era de mis favoritos. Más que Agustín Lara, que con todo y su piano cantaba como si estuviera haciendo buches con piedras. En ese tiempo, él era el rey de la canción romántica; sin embargo, decían algunos, pronto el yucateco sería más famoso que Lara. Decían.
Y hubiera pasado, claro, si no hubiera muerto.
Fue esa noche en el Salón Ópera. Era abril, a principios; hacía calor en las calles y la mayoría de los parroquianos se habían aflojado las corbatas. No había ninguna mesa para sentarse y el salón estaba saturado de humo de cigarro y peste a sudor. El cantante llegó a tomarse una copa con un par de amigos. Yo lo esperaba en la barra, tomando un tequila junto a la escupidera. Guty vestía un traje de charro, demasiado vistoso, hecho para lucir en el escenario del Teatro Lírico, y como complemento
llevaba dos pistolas cargadas con salvas. La botonadura de su atuendo era de plata pulida, y lo hacía inconfundible entre todo el gentío. Yo me había hecho mis pesquisas: Cárdenas era dicharachero y alegre, pero con unas copas de más podía llegar a pelearse por quítame estas pajas. Quiso la suerte que fuera reconocido por un admirador, quien lo invitó a su mesa. Me cambié de lugar para poder observar todo a través del espejo de la barra, aunque me tuve que quedar de pie, con mi sombrero en la mano. Todo fue bien por algunos instantes: la charla amena, una que otra carcajada, intervenciones del cantante que interpretó a capela “Caminante del Mayab”, aplausos de los cercanos. Sin embargo, quiso el destino que el hombre que los había invitado, un gachupín, fuera acompañado de una llamativa mujer que, luego se supo, era su esposa. Cárdenas era conocido por su gusto por el bello sexo, y en algún momento del convite se acercó demasiado a la mujer hasta acariciarle la rodilla. Fue entonces cuando el español, antes amabilísimo anfitrión, cambió su actitud hacia el cantante. A gritos, le exigió una disculpa, a lo que Guty, envalentonado, contestó con burlas y desprecios. Incluso le dedicó a la dama unas coplas acerca de las mujeres galantes. Eso fue el colmo: el español se puso en pie y metió la mano en la sobaquera; la mujer lo tomó del antebrazo y lo disuadió de hacer alguna locura. Por otro lado, los acompañantes de Guty lo intentaban tranquilizar recordándole que tenía otra función en el Lírico y aconsejándole que
no fuera descortés, pues un desaguisado público perjudicaría su carrera. El español y su esposa optaron por salir del Ópera, y Guty, luego de unos momentos de reflexión borracha, decidió seguirlos. Apuré mi trago, arrojé un peso a la barra y salí. Ahí iban todos: el español y su señora caminando por la calle, Guty tambaleándose y vociferando, y sus compinches, preocupados, tratando de llevarlo de regreso al escenario que no volvería a pisar. La pareja caminó un par de cuadras para intentar refugiarse en el Salón Bach, una covacha mucho menos elegante que el Ópera, ubicado en un sótano y con muy poca iluminación. Además, la orquesta del lugar tenía fama de que no dejaba de tocar sus destemplados instrumentos ni aunque se armara la trifulca más violenta. Guty y sus amigos entraron también, como era previsible, y yo los imité, colocándome de inmediato en un rincón oscuro, escondiéndome tras de un pilar. Desde ahí pude ver todo: El Ruiseñor Yucateco, con su vestimenta de charro de pacotilla, rastreando como animal de presa a la pareja. Al encontrarlos, se acercó para seguir el pleito. El gachupín le tomó de las solapas y lo azotó contra la barra. Los amigos del cantante se preocuparon, pues el marido ofendido era mucho más grande y robusto que el yucateco. Guty trató de sacar uno de sus revólveres de utilería; su oponente, ahora sí, sin oposición de la señora, desenfundó su arma; el yucateco se le abalanzó, tomándolo de las muñecas, desviando la pistola de su cuerpo. Ahí fue cuando aproveché: cubierto por mi sombrero, ya tenía listo el revolver. Grité: “¡No disparen!” . Y de inmediato los parroquianos entraron en pánico. Unos trataron de huir por las escaleras, otros se tiraron bajo las mesas, la mayoría se arrinconó en las paredes. Entre el humo y la oscuridad distin-
guí a los pendencieros. Inconfundible, la botonadura de plata me hizo muy fácil apuntar y darle cuatro tiros. La orquesta, fiel a su fama, jamás dejó de tocar a pesar de los balazos. Gritos, mesas volcadas, golpes. Aproveché el caos para deslizarme al exterior y seguir mi camino para luego perderme entre las calles.
Mi madrecita, que en gloria esté, bien que decía: “El diablo protege a sus hijos”. Días después del asesinato, se descubrió que el gachupín era un monárquico rabioso, por lo que la prensa le atribuyó el crimen, ya que Guty había grabado una canción en la que ensalzaba a los republicanos españoles. De nada sirvió que el hombre presentara su pistola con la carga entera, pues a los policías mexicanos les nos , gustan los finales simples y sin complicaciones, como de radionovela.
Eso lo comenté días después con él, quien me enseñó el titular del periódico en donde se mostraba la foto del pobre gachupín vestido de reo. Nos citamos bajo la sombra del Reloj Otomano, a pocas cuadras del lugar del crimen. Me sonrió satisfecho, y la cicatriz de su rostro deformó su rictus. Iba, como siempre, perfectamente vestido con un traje de tres piezas, y con el cigarro, que parecía cosido a la comisura de su labio. Me pasó el diario, y en medio de sus páginas, la paga que habíamos convenido. Yo conté con discreción los billetes. Estaba completo. Como siempre, el hombre era cabal. “Mi agradecimiento es infinito, teniente. Espero seguir contando con su amistad”. “Lo que quiera, señor”, le contesté. “Sólo no me dedique ningún bolero” . Soltó una carcajada por la que casi tira el cigarro, me palmeó la espalda y caminó hacia Niño Perdido. Lo observé alejarse: parecía un esqueleto elegante. Quizá por eso, su apodo de El Flaco de Oro le quedaba hecho a medida. ¬
Buenos Aires
Noé Hernández O. (México)Buenos Aires I
ALEXANDRO se introdujo rápidamente en el taxi. Ya tenía dos retardos en la semana y si acumulaba un tercero le descontarían un día de salario. Mientras abordaba el vehículo pensó que era una verdadera suerte conseguir un taxi libre a esa hora de la mañana.
¿A dónde lo llevo, patrón? le preguntó el chofer al tiempo que le dirigía una mirada de reconocimiento por el espejo retrovisor.
A Vértiz 482… mejor a Vértiz esquina con Viaducto contestó Alexandro mientras observaba detenidamente la decoración interior del auto.
Por seguridad buscó la identificación del taxista. En el registro que constaba en el carnet pegado en la ventana pudo descubrir que se trataba de un hombre de mayor edad que él.
Siguiendo sus arraigadas costumbres pensó en hacerle la plática al conductor. Pensaba que así podría adivinar durante la conversación el conjunto de filias y fobias del taxista y, con la ayuda del decorado interior (“Feng-Shui automotriz” le llamaba él, divertido), saber algo más acerca de la personalidad de ese individuo a quien le estaba confiando su integridad física. Los tiempos que corrían eran, según él, para andarse con esos cuidados.
De sus observaciones pudo concluir que de fútbol no podría conversar pues la calcomanía que adornaba el parabrisas correspondía al equipo que justamente el sábado anterior había caído humillado a manos de su equipo fa-
vorito al son de cuatro goles contra cero.
“Si le hablo de eso seguro me baja en la esquina”, pensó sonriendo.
Finalmente, tras recorrer con la vista todo el interior del automóvil descubrió un objeto que colgaba del espejo retrovisor y el cual llamó su atención.
¿Qué santo es ése que tiene colgando del espejo? le preguntó al taxista, aclarando la garganta.
¿Cuál santo? ¿La imagen ésta? preguntó molesto el taxista dándole un golpe con el puño al supuesto santo, haciéndolo moverse de un extremo al otro con un movimiento pendular pareciendo más el cuerpo sin vida de un ahorcado que una imagen religiosa . Ni me lo recuerde, joven que nomás me vieron la cara de pendejo continuó diciendo el chofer al tiempo que giraba el volante a la derecha para tomar la avenida Bucareli con rumbo hacia el sur de la ciudad.
¿Por qué dice eso, acaso se lo vendieron muy caro? preguntó Alexandro sin pensar las palabras, casi por inercia.
Es que ni le platico, joven dijo el chofer . Fíjese que fui a Catemaco el pasado viernes, primero de marzo, pues me dijo mi esposa, quien se las da de adivina, la muy bruja, que en la “Convención de Brujos” podría yo conocer al “Brujo Mayor” y que él podría ayudarme a hacer un pacto con el diablo para que pudiera yo realizar un deseo que desde hace reteharto tiempo me está reventando el alma. Fíjese que esa obsesión casi me cuesta mi matrimonio
por las broncas que me trajo eso con mi vieja, pues hablo dormido y no la dejaba yo dormir con lo de mi venganza. Por eso fue que me sugirió que fuera a contactar al mentado “Brujo Mayor” ése.
¿Y cuál es su deseo? preguntó Alexandro mientras veía complacido su reloj de pulsera, notando que llevaban buen tiempo rumbo a su destino.
Ya le digo. Es algo que tiene que ver con una venganza pendiente desde hace muchos años pero, ya ve, ni se me concedió el deseo y nomás me bajaron mi lana. ¡Lástima de viaje porque el pinche pueblo ése está retefeo! mencionó rabioso el chofer al tiempo que le mentaba la madre con el claxon a un conductor que le cerraba el paso, distraído.
¡Ah, caray! Ya logró interesarme. Platíqueme qué fue lo que hizo dijo Alexandro, ya relajado por ir a tiempo y ya realmente interesado en las palabras del conductor.
Bueno, pues se supone que no debo hablar del asunto prosiguió el taxista , pero como ya no creo que se me conceda, le platico. Al fin usted me cayó bien desde que se subió y ni sé la razón. Bueno… sólo le pido que no vaya a burlarse de la transa que me hicieron. Ahí le va cómo fue el asunto:
”El pasado primero de marzo, como le dije, fue viernes. El primer viernes de marzo de cada año es un día especial en Catemaco porque ese día se pueden hacer pactos con el diablo por medio del Brujo Mayor. Fui ahí ese día, me presenté con el Brujo Mayor y le llevé una carta con mi petición. Le pagué una lana como precio al favor que Satanás dizque me iba a conceder. Y lo que me dijo el Brujo Mayor fue que el señor de la oscuridad iba a corresponder a mis peticiones, ya que le di todo lo que tenía ahorrado para comprar un terrenito en Chalco. La verdad es que no sé ni cómo le hizo
para averiguar que tenía yo el dinero para el terreno. Ni mi esposa sabía… Ahora que lo pienso quizás lo dije dormido y mi esposa se lo dijo. ¡Pero en ese momento no até cabos y pensé que lo había adivinado el brujo! Y ya ve, ahora ni terrenito ni favor del diablo. Nomás fui a perder mi tiempo y mi dinero y ahora estoy hasta cayendo en la cuenta que quizás ese maldito Brujo Mayor se entiende con mi vieja, pa’ acabarla de fregar.
”Pero, bueno, le sigo platicando: a la medianoche de ese primero de marzo el Brujo Mayor se fue solo, con mi dinero y el de otros mensos como yo, en una balsa a la Isla del Mono Blanco donde, supuestamente, tuvo el encuentro con Satanás. Después de pasado un tiempo, regresó a Catemaco y no se parecía mucho al tipo que se fue antes a la medianoche, digo, no sé cómo explicarlo. Era el mismo, pero tenía una expresión muy extraña y nos dijo con voz ronca a cada uno de los que lo esperábamos que se nos concederían nuestros deseos, pero que a partir de ese momento Satanás ya era dueño de nuestras almas.
”Pero viéndolo ahora yo creo que el que regresó era su hermano, primo, pariente o alguien muy parecido a él y así es el truquito que tienen para vernos la cara de mensos a los que andamos desesperados con un problema. Así se las gastan esos delincuentes. ¡Si lo sabré yo! ”
Y, bueno concluyó el chofer , lo único que me dio fue esta imagen. Me salió medio “cariñosa”, ¿no cree?
En ese momento Alexandro sintió que algo frío le recorría toda la espalda porque la imagen no había dejado de moverse de un lado a otro abajo del espejo y, al verle el rostro, notó que no era ningún santo que él conociera ya que su rostro era el de una calavera.
Entonces, ¿lo dejo en la esquina de Vértiz y Viaducto, en el mero corazón de la colonia
Buenos Aires? ¿Ahí trabaja? preguntó el taxista sacando a Alexandro de sus cavilaciones.
Sí, por desgracia. Esa colonia no me gusta para nada contestó Alexandro colocando por instinto la mano izquierda sobre el bolsillo donde guardaba la cartera.
Son retebravos ahí, ¿no? mencionó el chofer mientras veía a Alexandro por el espejo retrovisor debajo del cual seguía balanceándose la imagen de la Santísima Muerte, misma que en ese momento a Alexandro le pareció que le sonreía.
Sí contestó Alexandro, tragando saliva y tratando de alejar pensamientos negativos de su cabeza . Oí el otro día en el radio que es uno de los lugares de más alta peligrosidad de la Ciudad de México. Los cruces de avenida Cuauhtémoc y Viaducto, Vértiz y Viaducto ambos en la colonia Buenos Aires, así como Periférico y San Antonio son los que están reportados con el mayor número de atracos.
¿Y a usted, joven, lo han asaltado alguna vez? preguntó el chofer mientras se acomodaba un puente dental.
Afortunadamente no contestó inmediatamente Alexandro mientras recuperaba un poco de su memoria los detalles ya casi olvidados de la única vez en que se vio envuelto en una pelea . Una vez me golpearon y me salvé casi de milagro de ir a parar a un hospital, pero no creo que el motivo haya sido un asalto murmuró Alexandro mientras recordaba los detalles.
¡Ah, chingá! ¿Entonces por qué lo agandallaron? preguntó el chofer . Ahora yo soy el interesado en su relato. No se ve usted muy broncudo. Eso déjelo para mí, que crecí en el mero corazón de la colonia Buenos Aires. Y volvió a acomodarse el puente dental como si temiera que le volvieran a tirar los dientes . A
mí de niño a cada rato me robaban y me madreaban prosiguió el taxista , hasta que me uní a una banda de la colonia y asunto arreglado. Éramos bien peleoneros y nadie se metía con nosotros. Más bien era al revés. Nos tenían miedo hasta en la Buenos Aires dijo entre carcajadas . ¡Ah, cómo me gustaba que me tuvieran miedo! mencionó recordando esas peleas con nostalgia . Ya después me salí de esa banda o, mejor dicho, la vida me sacó y ahí acabó mi carrera delictiva. Pere es retesuave que a uno le tengan miedo. Se siente bien padre ver cómo los que antes te madreaban te pidan perdón de rodillas y chillando. Eso no lo cambio por nada. La venganza, como dicen, es un placer de dioses. Pero, bueno, ¿me dice que siguen asaltando por allá por la Buenos Aires? preguntó, visiblemente interesado.
Sí contestó Alexandro, tratando de quitar la vista de la macabra imagen la cual, como péndulo, seguía meciéndose de un lado a otro del espejo, marcando exactamente cada segundo que transcurría… El otro día escuché también en el radio mencionó Alexandro que en el cruce de avenida Cuauhtémoc y Viaducto, justo afuera del Panteón Francés, los asaltantes esperan el semáforo en rojo y cuando los conductores frenan su auto, los rateros les dan el cristalazo, huyen con el botín y se saltan la barda del cementerio y así se pierden entre las tumbas del interior.
¡Ja. ja, ja! ¡Mire qué abusados salieron estos cabrones! dijo entre risas el taxista, casi ahogándose con su puente dental que se le había zafado . Pero para mí que actúan esos rateros en complicidad con la policía. Así era en mis tiempos: uno le entraba con una lana y ellos se hacían de la vista gorda. Y mientras no te agarren solo, como me sucedió a mí, te escapas en bola. Son bien miedosos los uniforma-
dos. Pero ni se me asuste, joven, yo ya no le hago al agandalle. Ya le dije que eso se hace en montón y a mí me botaron de la banda desde hace mucho. Hasta me tuve que cambiar de domicilio porque tuve muchas broncas con mis dizque cuates. Me perdieron el respeto, los jijos de la chinagada. Pero… a ver… dígame: ¿Cómo fue que lo agandallaron si dice que no le bajaron ni un peso?
Alexandro recordaba ya los detalles completos de aquella fatídica noche y, casi por inercia, como si lo obligaran a hablar hipnotizado por un péndulo, prosiguió:
Fue hace como veinte años dijo como saliendo de un letargo . Iba yo con tres amigos de la preparatoria: Enrique, Miguel y Alex, mi tocayo. Uno de ellos, Enrique, había conocido a una chica de la secundaria número 45, la que está en Cuauhtémoc esquina con Esperanza.
”La chica iba ahí en el turno vespertino y acompañamos a Enrique para esperarla a la salida. Estaba ya muy oscuro y repentinamente se me acercó un tipo mucho mayor que yo, ya entrado en los veinte o treinta, entre la penumbra y me acusó de haber golpeado a un muchacho menor que yo, el cual tenía puesto un uniforme de secundaria. Al pobre chavo lo habían dejado como Santo Cristo. Tenía entablillado un brazo y curaciones en el rostro hinchado por los golpes. La verdad me impresionó mucho la golpiza que le habían propinado. No salía yo aún de mi asombro cuando el tipo ése me dijo: «¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño?».
”Iba yo a explicarle que a ese chavo golpeado yo nunca antes en mi vida lo había visto, pero me acordé que éramos cuatro contra dos (uno de ellos muy golpeado) y entonces le contesté: «¿Y dónde está el de mi tamaño que no lo veo?».
”Entonces aquel tipo, furioso, me respondió
acercándose peligrosamente a mí: «¡Soy yo pendejito! O, ¿qué? ¿Te da miedo echarte un tirito contra mí?».
”Pensé que si notaba que tenía yo miedo no me dejaría en paz, entonces le contesté mientras doblaba las mangas de mi camisa: «¡Órale pues, nos echamos el tirito, buey!».
”En eso, de entre la oscuridad salió otro tipo y dijo: «O conmigo». Y otro más diciendo: «O conmigo». Y así hasta contar más de diez pelados. Cuando me di cuenta estaba yo, que era alguien sin experiencia en peleas callejeras, con mis tres amigos, que tampoco la tenían, contra diez o más tipos mayores con mucha experiencia en ese tipo de broncas. Lo único que se me ocurrió fue que mi tocayo vivía a media cuadra y pensé en salir corriendo a su edificio con la esperanza de que la puerta de entrada estuviera abierta.
”Di media vuelta y comencé a caminar cuando de pronto noté de reojo cómo empujaban a Miguel. Con ello se le cayeron sus lentes y también vi cómo un tipo se los pisaba.
”Ese momento en que me distraje bastó para que, sin que yo pudiera notarlo, alguien desde atrás me golpeara con fuerza en el pómulo derecho. Caí de rodillas doblado por el dolor en el rostro y, cuando toqué mi pómulo derecho, sentí cómo de la herida manaba sangre que de inmediato hizo que se me calentara la piel del rostro. Así como me encontraba de rodillas alcancé a notar que me tiraban una patada al otro pómulo, el izquierdo. Logré evitar el impacto de lleno por reflejo, pero con el puro rozón me abrieron también ese pómulo. La persona que me golpeó, si se le puede llamar persona a ese bastardo cobarde, estaba agachada viendo cómo me cubría yo la cara del lado izquierdo. Sus amigos celebraban entre carcajadas.
”Sabía yo que no tenía casi ninguna oportu-
nidad pero, entre los dedos de la mano con que me cubría el rostro, alcancé a ver la jeta del idiota ése riendo y además sentí por un momento que las carcajadas de sus compinches me dolían aun más que las heridas en mi rostro.
”Me levanté de un salto. El tipo comenzó a bailotear como si estuviera en una pelea de karate. Le hice la finta de tirarle una patada a los bajos y bajó por instinto la guardia para protegerse. En eso le tiré un yodan tsuki, un golpe de karate directo al rostro, hasta con grito y le di en el hocico. El tipo cayó de espaldas cuan largo era.
”Sus amigos se quedaron callados, sorprendidos quizás por la reacción de alguien a quien consideraban en completa desventaja. Aproveché esa distracción para salir corriendo a todo lo que daban mis piernas hacia el edificio donde vivía el tocayo, a la vuelta de esa esquina, seguido de cerca por él y Miguel.
”Para nuestra fortuna la puerta del edificio estaba abierta, por lo cual entramos casi volando y la cerramos de inmediato, golpeando con ella al más cercano de nuestros perseguidores.
”Ya con la puerta cerrada, notamos que faltaba Enrique, justamente el causante de que estuviéramos en ese lugar esa noche. Le dije a mi tocayo: «¡Oye, el Quique se nos quedó rezagado! ¿Verdad?».
”Y el tocayo, muerto de miedo, sólo alcanzó a decirme: «N-ni modo ¡Ya se lo chingaron!».
”Los golpes en la puerta interrumpieron nuestro breve diálogo, pues cada vez eran más fuertes. Por un momento temimos que la derribaran. Al parecer nos escucharon y eso pretendían…
”«Síganme a mi departamento», dijo apurado el tocayo. Llegamos a la puerta y tocamos. No obtuvimos respuesta. Él con desesperación
notó que no traía sus llaves. Probablemente se le habían caído durante la carrera. ”
«¡Vámonos a la azotea! ¡Esa puerta debe estar abierta y desde allí les lanzamos lo que encontremos para que no se acerquen a la puerta!», les dije y subimos corriendo seguidos por Miguel, que casi no veía sin sus lentes.
”Era tal el escándalo que tenían al golpear la puerta y el ruido que hacían los objetos que les lanzábamos desde lo alto que algún vecino asustado de seguro llamó a la policía. Cuando llegó una patrulla haciendo sonar su sirena, nuestros perseguidores corrieron despavoridos dejando en solitario al que estaba tirado, inconsciente y desde lo alto de nuestro refugio vimos cómo los patrulleros lo metían sin esfuerzo a su auto y se lo llevaban.
”
«¡Qué chinga te acomodaron!», me dijo el tocayo cuando vio cómo sangraba profusamente de los dos pómulos bajo la tenue luz que llegaba a la azotea desde el interior del edificio.
”
«Pues no se fueron limpios», le contesté mientras le mostraba, orgulloso, mi puño derecho cerrado, el cual tenía una herida en los nudillos y también sangraba.
”
«¿Y eso? ¿También te madrearon la mano?», me preguntó en tono sarcástico. «Pues di lo que quieras», repuse, «pero al que noqueé de seguro le rompí su madre o los dientes por lo menos. ¿No viste que hasta lo levanté del suelo? Y si no ha sido por ese golpe de seguro ahorita estaríamos los tres rumbo al hospital».
”
«¡Eso sí», aceptó el tocayo. «Pero al que no veo por ningún lado es al Quique», dijo mirando a la calle. «Vamos a llamarle a su casa».
”Fuimos al departamento de mi tocayo y ahí esperamos a que llegara su mamá. Ella nos abrió la puerta y me dio unos hielos para aplicarlos en mis pómulos. El tocayo llamó por teléfono al Quique y todos respiramos aliviados
cuando al fin contestó el teléfono de su casa, medio muerto de miedo.
”Nunca supe por qué fue que me atacaron esa noche, aunque siempre sospeché que alguno de los que me acompañaban ese día tuvo algo que ver. Y nadie me quita de la cabeza que fue el tocayo porque un día llegó a la preparatoria diciéndome: «Ya investigué y los que te agandallaron son unos tipos de la colonia Buenos Aires. ¿Qué hacemos?».
”Yo pienso que lo hizo para desviar mi atención y que yo no investigara. Como bien dicen: “Explicación no pedida, acusación manifiesta”. Pero ya no quise saber nada del asunto.
Pues yo creo que no deberías echarle la culpa a tu tocayo, él no fue el que te puso ese cuatro. De eso puedes estar seguro dijo el conductor mirando a Alexandro por el espejo retrovisor.
¿Y usted cómo puede estar tan seguro? ¿Acaso es advino o qué pedo? preguntó inquieto Alexandro.
¡Porque da la puta casualidad que yo estuve ahí esa noche, pen-de-ji-to! dijo, riendo, el taxista.
¿E… estuvo ahí? ¿Usted fue uno de los que me atacaron? preguntó aterrado Alexandro mientras le parecía que la imagen de la Santísima Muerte sonreía más que antes. Casi creyó escuchar dentro de su cabeza una sonora carcajada.
¿A poco no me reconoces, pen-de-jín? ¿Así ya me reconoce el imbécil? preguntó el taxista quitándose los lentes oscuros y el puente dental y sonriendo…
Alexandro no sabía ya si quien se carcajeaba era el taxista chimuelo o la imagen de la Santa Muerte.
Acto seguido, el chofer abrió la guantera del vehículo con la mano derecha y extrajo del interior de ella un revólver.
Ahora veo que mi esposa tenía razón dijo mientras acariciaba la imagen con la mano que sostenía la pistola . Bien que valió la pena el viajecito a Catemaco y mis oraciones a la Santísima Muerte agregó riendo mientras descolgaba la imagen del espejo retrovisor y le daba un beso. A Alexandro le pareció ver que la imagen incluso se conmovió, como respuesta…
Después de que me noqueaste prosiguió, los policías me encerraron y ya dentro del bote me inventaron hasta lo que no había yo hecho y… déjame decirte, infeliz, que no sé si exista el infierno, pero lo que yo viví dentro del tambo es lo que más se le puede parecer. Por eso no me importó venderle mi alma al diablo con tal de encontrarte de nuevo. En el penal mis enemigos de otras bandas delincuenciales me violaron y humillaron cuanto quisieron y, cuando al fin salí, los que antes eran mis amigos me dieron la espalda. Y de nuevo vinieron las madrizas a cada rato en mi colonia. Te digo que me tuve que cambiar de domicilio. Bueno, por seguridad, hasta de la ciudad me tuve que ir. En Veracruz conocí a la que ahora es mi esposa y ella fue la que me dijo que fuéramos a Catemaco y después aquí para buscarte y vengarme. ¡Por fin nos encontramos de nuevo frente a frente! agregó el chofer mientras colocaba la pistola en su regazo y, con la mano derecha, cambiaba la palanca de velocidades al tiempo que aceleraba el coche rebasando todo lo que encontraba a su paso . ¡Vamos a dar un paseíto, cabrón! ¡Por los buenos tiempos! gritó.
Alexandro sabía que no tenía mucho tiempo. Así que jaló el freno de mano y el chofer, que no se lo esperaba, estampó su rostro contra el parabrisas, estrellándolo y perdiendo el control del auto. Cuando éste al fin se detuvo, Alexandro abrió la portezuela del taxi para esca-
par. Al abrirla, un automóvil chocó contra ella haciendo un fuerte ruido de metales y rotura de cristales.
Alexandro salió como pudo y corrió velozmente en dirección al Panteón Francés.
Una vez junto a la barda saltó y se colgó del extremo de la misma. Casi sin esfuerzo pasó al otro lado y ni le importó que sus manos sangraban merced a los vidrios rotos con los que estaba protegido el filo de la barda.
Poco antes de caer al interior escuchó dos balazos, el segundo disparo pegó en una cripta, rompiendo la mano de un angelito, justo donde momentos antes se encontraba Alexandro.
Sin perder un segundo se incorporó y salió corriendo con el fin de perderse entre las tumbas, como sabía que hacían los rateros quienes huían de los policías que los perseguían.
…
Afuera del cementerio, dos policías, quienes habían visto toda la escena del choque mientras desayunaban junto a su patrulla, se quedaron mirando el uno al otro.
¿Qué onda, pareja? ¿Perseguimos al taxista? preguntó el más alto.
¡Cómo se nota que eres novato! Ése ya no trae el dinero. Hay que buscar al que se brincó a ver cuánto le sacamos esta vez. ¡Ponte las pilas! ¡Tú entras por la puerta y yo rodeo el cementerio y me salto por atrás y lo sorprendo para que no se nos escape! dijo el más bajo mientras cerraba la portezuela de la patrulla de golpe.
Heureux qui meurt dans le seigneur II
Alexandro se incorpora y corre por la vereda marcada con la leyenda “Avenida 14”. Al llegar a la avenida central del panteón, la que va directo a la iglesia central del cementerio, dobla
a la izquierda y se dirige sin saber por qué a la construcción abandonada. Corre a todo lo que dan sus piernas. La iglesia se yergue al fondo como única salvación probable. El camino que conduce a ella está tapizado por hermosísimas flores de jacaranda movidas por la acción del viento.
Él sigue corriendo sin parar. No sabe de dónde ha sacado tanta energía. Cuando, sin detener su frenética carrera, voltea sobre sus hombros descubre horrorizado que el chofer del taxi viene persiguiéndolo a una distancia cada vez más corta. Al parecer no tiene ya escapatoria. Continúa corriendo. El chofer, quien también corre ya por la avenida central del panteón, le apunta con el arma mientras corre. Al momento de pasar por debajo de la cruz de un mausoleo el chofer grita de dolor y suelta el arma. La mano le sangra por el contacto con la sombra de la cruz. Sin embargo, no se detiene…
Su obsesión por dar alcance a Alexandro es lo único que gobierna su mente. Alexandro sigue corriendo hacia la iglesia a sabiendas de que se encuentra abandonada hace mucho. Sin poder explicarlo, ve cómo las puertas de la vieja construcción se abren de par en par a medida que se acerca corriendo. Sin pensarlo siquiera se introduce corriendo al interior de la iglesia que le brinda cobijo. Una vez que penetra se queda maravillado por el interior de la construcción que él suponía en ruinas. Está llena de velas encendidas. Por poco no se percata de que las puertas se cierran tras de su espalda, con un sonoro golpe. Entonces corre a esconderse entre las sombras. Afuera, el taxista comienza a gritar improperios y a tratar de entrar, forzando las puertas.
Con una fuerza sobrehumana sigue golpeando sin cesar las puertas y de pronto, antes de que las toque, se abren de par en par. Ale-
xandro, asustado, se encuentra escondido en cuclillas en una esquina de la iglesia rezando por la salvación de su alma. El taxista, al no encontrar la resistencia esperada por parte de las puertas, cae de bruces dentro de la iglesia tirando las velas que se encuentran ahí encendidas y las cuales le caen encima. En ese preciso momento comienzan a doblar las campanas, con un sonido fuertísimo, cada vez mayor. Es la iglesia que se defiende del intruso.
El taxista, entre llamas, emitiendo gritos de dolor se tapa los oídos con las manos, pero es inútil ya que los oídos comienzan a sangrarle.
Intenta salir, pero las campanas suenan para él cada vez más fuerte y de súbito se cierran las puertas de la iglesia, impidiéndole la salida.
Afuera se escucha una jauría, jadeando y aullando alrededor de la iglesia, reclamando a su presa. Se abren las puertas de la iglesia y lo que queda de lo que fue una vez el taxista se arrastra lastimosamente hacia el exterior.
En cuanto traspasa el umbral desaparece entre una nube de humo y fuego, devorado por unos perros fantasmales. Alexandro, horrorizado, no da crédito a lo que ha presenciado. Se asoma al exterior de la iglesia y al no notar peligro se desplaza por el camposanto, pero a medida que se acerca a los límites siente que se debilita notablemente.
Con esfuerzos cada vez mayores logra llegar al lugar por donde ingresó trepando y ahí descubre a un policía armado. Le llama y el policía no contesta. Al acercarse y tocarle el hombro,
nota horrorizado que el policía está moviendo un cuerpo que yace en el suelo. Es su cuerpo, con una bala atravesada en el corazón, al cual el policía está desvalijando.
La leyenda del panteón francés III
Los policías llegarán al interior del Panteón Francés.
Uno, el primero, quien entró directo por la avenida central, encontrará el cuerpo misteriosamente calcinado del taxista.
“Combustión espontánea inexplicable”, dirá el reporte del forense. En el futuro nadie reclamará el cuerpo.
El otro policía, al rodear por adentro del cementerio, encontrará un cuerpo sin vida, con una bala en el corazón y, al voltearlo para desvalijarlo, sentirá por un momento inexplicablemente una extraña compañía y una profunda tristeza.
Esa misma tristeza es la que sentirán aquellos quienes, al visitar el Panteón Francés y ver las flores de jacaranda arrastradas por el viento, perciban sin saberlo la presencia de Alexandro.
Los vecinos de la colonia Buenos Aires recordarán por mucho tiempo y no sin miedo que los días 7 de marzo las campanas de la iglesia abandonada del interior del Panteón Francés redoblan sin explicación alguna, anunciando la trágica muerte de dos personas, ahí, al interior del cementerio. ¬
Ignacio Navarro Cortes Viñetasdeldesempleo4 . Tinta (2022)
Tríptico en negro
Daniel Bernal Moreno (México)I
CON LA MANO derecha rozó el hombro de Forense que estaba acuclillado. Éste se incorporó y, sorprendido, dio un paso al costado pues no advirtió su llegada. El hombre inclinó su cabeza, primero a un lado, luego al contrario, al final exhaló con fuerza.
Dame una copa de vino ordenó a Forense que, incrédulo, obedeció.
Se dirigió a la barra sin dejar de voltear cada dos pasos. El corte era sucio. Iniciaba sí, con un tajo que se había hecho con fuerza, con un objeto bien afilado, un machete, una hoz, una guadaña, una espada, un sable, pero, ¿quién usa hoy esas armas? Lo menos descabellado era, sin duda, el machete. La línea limpia del tajo inicial se convertía en varias mucho más bruscas: golpes desmedidos y de diferentes trayectorias que se hicieron al atorarse el objeto afilado. No debió ser sencillo degollarlo. Probablemente habría estado vivo cuando recibió el primer corte, la expresión ominosa de su rostro permitía suponerlo. Los análisis posteriores podrían confirmarlo. Los ojos muertos estaban en blanco, secos; las pupilas buscaban mirar adentro de su cerebro, de su memoria.
Sólo hay agua, está prohibido que tomemos lo de la barra dijo Forense, todavía sin entender por qué le daba explicaciones al hombre barbado.
Trae una copa ordenó lacónico.
¿Podría identificarse?
El hombre ató su pelo, sonrió y lo miró directo a los ojos, sin parpadear. Las luces se encendieron de golpe cuando encontró sus pupilas. Forense miró sorprendido a las lámparas. Un policía ministerial se acercó a ellos.
No se veía un carajo masculló al tiempo que extendía la copa al hombre que, despacio, vertió el agua de la botella.
Dio un trago y su gesto se descompuso.
¿Y el cuerpo? cuestionó el ministerial. No hay. Sólo estaba la cabeza, allí, tal cual. Una de ellas la encontró aquí cuando llegó. Se puso como loca y llamó a la policía… Pobre chica.
¿Dónde está?
Ni idea. Cuando llegamos ya la habían levantado. A alguien no le gustó que nos llamara. ¿Narcos?
Forense se encogió de hombros.
¿Alguien lo reconoció? No, sólo encontramos al velador y a la señora de la limpieza. Dicen que no lo conocen, que no lo habían visto nunca, pero nada más. Tienen miedo. Saben quién es el dueño del bar, no tienen el teléfono de nadie y, por supuesto, la cabeza no traía su cartera, así que no sabemos quién es.
Yo sí dijo por fin el hombre. Caminó despacio, erguido, soltándose el cabello.
¿Quién es? preguntó Forense. El ministerial rascó su cabeza antes de ordenar.
Marca todo, no van a tardar en volver a abrir el lugar, tenemos que limpiar este desmadre. No vayan a perder la cabeza.
El ministerial salió del bar y Forense se volvió a acuclillar, puso números sobre todos los objetos. Tomó fotografías. Metió en bolsas lo que había cerca de la charola donde posaba la cabeza. Lo miró con asombro. El parecido con el hombre barbado era innegable.
II
Ella, muslos firmes enrojecidos por el roce del metal. Ella, con sus ojos dardos de puntería implacable. Lo mira, lo sentencia. Ella, víctima de sus deseos, presa de sus designios. Ella, que mira a su dueño en una súplica, así como antes ha logrado obtener todo lo que ha querido. Ella, con su pelo vuelto una cascada negra, brillante. Ella, con sus senos en caída libre, con su piel perfecta y con las luces sobre su cuerpo. Ella, de abdomen de acero. Ella, que ignora la música estridente y sólo baila para él, para seducirlo. Ella, que nota la molestia de su dueño y finge un puchero. Ella, que se deshace de la ropa ante las miradas extáticas de los presentes, excepto la de él. Ella, que con la mano izquierda apoyada en el tubo gira en círculos. Ella, que controla el mareo y camina descalza, ansiosa, hasta la orilla de la pista. Ella, que se pone a gatas y sacude la melena negra que desprende un aroma de azahar. Ella, que siente en su cuello la mano rasposa, dura de su dueño. Ella, de ojos acuosos y desorbitados. Ella, que entre chiflidos y murmullos es arrastrada por la pista. Ella, que desaparece y, con ropa sensual, es sustituida por una nueva chica que mueve la cadera. Él, que abstraído en los senos de una mujer madura, sentada en sus piernas, no se percató de lo ocurrido. Él, de barba cerrada, limpio, excitado, ha sido sentenciado mientras esperaba.
III
Un árbol de corteza opaca es perforado por un clavo, luego por otro. Coloca con cierta dificultad el letrero. Una lona pequeña, con letras rojas, como las que ha colocado en distintos puntos de la ciudad. En vialidades concurridas, en parajes apartados, en casas, en negocios. Cristo viene pronto, dice en todas ellas. El olor es nauseabundo, insoportable, pero no parece importarle. Su pelo está sucio, largo, enredado, grasoso, igual que su larga barba. Camina despacio, entumido por el frío del amanecer. Se quita la chamarra, y la deja caer, luego la sudadera. El viejo pantalón de mezclilla hecho jirones también cae con el resto de la ropa, el otro pantalón, el de gabardina, una trusa sucia, tiesa, desgastada; todo va al piso. Desnudo, delgado, camina al agua. Ocho, diez, o doce personas lo miran sorprendidos hundirse poco a poco en el inmundo cauce del río Lerma. Basura, desechos tóxicos, todo lo que arrojan las fábricas cercanas que han contaminado por años el caudal, lo reciben a una temperatura tan baja que sus labios se vuelven azulosos al instante. Una mujer de unos cincuenta años se desnuda confiada, entregada a su fe; una de sus piernas varicosas se arrastra al recorrer la vereda hacia el río. Sus dientes castañean cuando se posa a su lado, con los ojos cerrados le entrega una bandeja de plástico con la que habrá de ser bautizada. Después de ella, cada uno de los presentes pasa en orden. Al final, alguien a quien no había visto antes inclina su cabeza, recibe el agua y, al levantar la mirada, se reconocen. Se funden en un abrazo.
El sol ha secado sus cuerpos, todos se visten y agradecidos se van. Los dos hombres conversan por varios minutos. Uno entrega la tarjeta al otro.
Aséate, no vayas así, allá me esperas. Él asiente entusiasmado. El fuego ha llegado.
Epílogo
Forense mira las fotografías. Entre la cabeza y la charola de plata pura, un trozo de lona bocabajo oculta el mensaje profético. El ministerial interroga si ha encontrado algo nuevo.
Hay algo que no entiendo. Por error guardé con la evidencia la copa que le diste a tu jefe.
¿Cuál jefe?
El del pelo largo.
…
Había restos de vino, pero yo sólo le di agua.
Así son los alcohólicos, hacen milagros para seguir bebiendo.
¿Lo identificaron? pregunta Forense.
Juan, su nombre era Juan contesta a sus espaldas el hombre barbado que, de la nada, ha vuelto a aparecer. ¬
Kazimir Malevich. Black Suprematic Square. Óleo sobre lienzo 79.5 x 79.5 cm (1915, Galería Tretyakov, Moscú).Negro
Caleb Olvera Romero (México)Vi de repente los colores anteriores a la existencia de la vista. Wislanwa
SzymborskaEntre los aztecas el color negro estaba asociado con la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones (…) se nacía bajo el signo de un color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Octavio
EL NEGRO ES privación, revelación, secreto y abandono de uno mismo. Un sigiloso desliz con el poder de clausurar el mundo. Una revolución natural, conspiración, sedición, reinvención y giro. Clausura el mundo para dejar nacer otro, uno muy otro. Es como la tierra fértil del Nilo de donde han surgido las bestias más insólitas. Es el inicio y el final del viaje de Ulises. La tierra prohibida a donde descienden los hombres a ahogar las ansias masculinas. Letanía de la muerte, oficio de tinieblas. Elegancia de estilo. Bandera pirata. Mar de desesperación. Luz de los ciegos. Lenguaje primitivo, quizá primario. Copia de lo ideal, negación de lo real, construcción imaginaria de otro mundo, tal vez el Topos Uranos. Clausura del espacio, clausura del tiempo, clausura de las formas y el color. En resumidas cuentas, éxtasis, apocalipsis y génesis. Símbolo. Sexo y culpa, degradación y sublimación de los reflujos. Moral y contramoral. Visión ascética e intensidad estética. Su naturaleza es proporción y devoción a los referentes, por ello siempre se trata de algo más. Irreductible a la ausencia del color, siempre se trata de algo más. Es clausu-
Paz.ra de la palabra. Es la representación de todos los objetos y de ninguno, la máscara perfecta que nos hace creer que existe un rostro original. La máscara sin rostro, el simulacro. Desnudez púdica, púbica, pública. Testimonio de la grandeza de los seres humanos.
Muchos pintores jurarían que el color se comporta de manera caprichosa. Representa “esto y lo otro” y al mismo tiempo deja un rastro de más allá. El pintor en cambio no se resigna, entabla fiera batalla con el fin de reducirlo a sus leyes, una y otra vez pierde el combate, el color rompe los límites de la representación. No es gramática de la pintura, sino palabra. Protagonista, no simple escenografía. El color siempre está en movimiento, aunque muchos pintores, por su ego, raras veces advierten esto. Un huracán de tonalidades conspira silenciosamente en contra de sus proyectos. De ahí por desconocimiento, afirman que el color es algo estático y que éste constituye la unidad más simple de sus cuadros. Gran error. En realidad, el color nunca es algo aislado, nadie pinta colores sueltos. El color es la suma de múltiples tona-
lidades, una totalidad invisible, suprasensible. Un color aislado quiere ser una unidad significativa en sí misma, pero el mensaje requiere de múltiples voces. Los colores sueltos no son sino elementos en busca de un orden que articule el mensaje. La puerta de salida de la sensación hacía la sensibilidad. Para que un color se produzca es necesario que los signos y las frecuencias lumínicas se asocien de tal manera que se complementen y generen un sentido. Recordemos que sentido es una palabra análoga pues significa dirección y sentimiento además de comprensión o entendimiento. Así, no es la luz sino la unidad con el pigmento lo que constituye la más simple expresión del color. Una vez fraguado el color se convierte en un elemento inseparable, sujeto a la violencia del intento de emulación. En la violencia del color los elementos constituyentes se aproximan al paroxismo. Es el intento de la disolución, de la dislocación. Pero una vez fraguado el color es inseparable. Resiste cualquier tipo de esfuerzo o de violencia. De esta manera el color se convierte en la gramática universal. Es el primer elemento significativo con el que el Universo se comunica. Mucho antes que las frecuencias sonoras, son las lumínicas las que han expresado el cosmos. Es el color y su primacía el que ejerce la soberanía de la creación. Basta con ver el amanecer cuando el astro se levanta y confabula con los materiales para despertar lentamente a cada color acariciando la piel de las cosas.
Los niños no aíslan los colores, no pueden. Para ello deberán de ir a la academia, ser adiestrados, perder la inocencia. Pero el niño no tiene esta conciencia de la distinción y aislamiento del color, cuando dibujan, piensan o hablan, muestran la misma tendencia. Juntan al azar todas las posibilidades, reúnen los matices, empalman los colores. Los adultos en
cambio, cuando pintan, seleccionan desde antes los colores. Van tratando de expresar con ellos algo, de extraer del Topos Uranos alguna esencia que represente la faz de la Tierra, una simple silla o un vaso, ni hablar de la figura humana. Cuando nos exaltamos y dejamos de ser nosotros mismos, los colores explotan en metáforas sediciosas. Cada vez que nos olvidamos de nosotros mismos aparece el color en estado natural, anterior a la domesticación social. Pero cada uno de estos colores es un sentido. Un símbolo que se ha solidificado durante milenios en el interior de la conciencia colectiva.
Cada color es una frase. El negro, por el contrario, posee un carácter aún más complejo que el resto de los pigmentos. Al ser él mismo la negación de la luz, no puede considerarse un color, ni la partícula mínima para elaborar un lenguaje. El negro es la totalidad cerrada sobre sí misma. En la gramática universal sería equivalente al silencio. Para el resto de los mortales, los colores son la manera de expresar, de evocar figuras en una gramática estandarizada por su sociabilidad. Pero el negro es la clausura del lenguaje, el anverso de la moneda falsa. La llamada inaudible de lo que nos trasciende. Esa desconcertante cualidad del negro ha sido estudiada por los ancestros. Sólo en determinados momentos, muy bien meditados, ha aparecido la representación de este color como símbolo en sí mismo, toda una configuración en contra de lo establecido, es el saber de lo incomunicable, la representación del siglo prohibido. Un color que parece un vacío, que niega la luz y sus metáforas inciertas, que, muy por el contrario, habla de una forma silenciosa, sin voz y sin palabras, pero de manera muy precisa. Es la forma de representar la contradicción y la imposibilidad de los hombres ante sí mismos, ante el absoluto y ante un Dios que los respalda. Esa desconcertante pro-
piedad ha hecho de este tono un aliciente hacía lo desconocido, el trampolín hacia el vacío, la entrada sin puerta al interior de uno mismo. Nadie puede sustraerse al enigmático encanto que genera en quien a él se expone.
Lo natural de un niño es que, tomando un tizón, vaya directo a una pared o muro para romper la inocencia de la roca y hacer surgir el mundo representacional de lo humano. Estas simples trazas negras han transformado el material inerte en el lienzo expresivo de toda la humanidad. Se ha convertido en un microcosmos que plantea sus propias reglas y transmite implacable un mensaje. Está ahí frente a nosotros, aún en las rocas o paredes de las cuevas, ese inclemente color negro que han dejado los carbones y que trasforman los pliegues en personas, arcos y animales. La reserva ante la intensidad estética también es algo aprendido, es una manera de defensa contra la voz de la historicidad que nos reclama como pertenecientes a una secta, a una manada. Algo ahí nos habla de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que estamos llamados a ser.
La confianza ante el color es la actitud natural de los hombres, el negro en cambio, genera temor, nos remite a ese momento en el que estamos indefensos y privados de la visión. Como seres diurnos, la luz y los colores representan nuestro hábitat natural, nuestra zona de confort, pero el negro y la oscuridad ponen frente a nosotros los límites de lo que somos, nos hacen sentir incómodos, indefensos, presa para animales con visiones más adaptadas a la poca o escasa luz. Así, en la oscuridad, el hombre ha quedado reducido a simple presa de las sombras, perseguido por sus traumas, por su vida interior, incapaz de silenciar la culpa que siente por ser finito, es arrastrado a la oscuridad y su alma se impregna de ese oscuro mosto que todo lo fermenta, de ese pigmento que re-
presenta el negro, el negro absoluto.
La fe en los colores es simplemente un atavismo de nuestras creencias más antiguas, las cosas son reconocidas y familiares por sus formas, pero antes que eso, por sus colores. Lo primero que la vista del ser humano capta son manchas multicolores que lo han arrebatado de la oscuridad, del vientre materno, que le han arrancado la divinidad y la totalidad en la que se encontraba inmerso, para arrojarlo al mundo de las cosas. Sólo con mucho esfuerzo por parte de la madre y de él mismo podrá diferenciarse del resto de las cosas y reconocer paulatinamente los colores propios. El tono de sus labios, el profundo reflejo de su córnea. El color del cabello y del pezón. Poco a poco los colores se trasforman en formas, y el negro queda olvidado como realidad primaria.
Algunas tradiciones antiguas creen que todo está animado. Incluso la formulación del panteísmo fue una propuesta coherente sólo hasta el siglo XIX. Los panteístas creen que todo tiene un ánima que se expresa en colores, la denominaron aura. Cada cosa u objeto posee una vida singular y propia. Las palabras son ese dispositivo que multiplica el mundo de las cosas, abre nuevas dimensiones de existencia. Ahí los colores han muerto, la palabra verde no está escrita en verde, y el azul no tiene esos tonos zafíricos. En el lenguaje, los colores no responden al llamado de su nombre. Ya no son movidos por los astros. La pintura automática no puede escapar de esta dinámica, y todo aquel que intentó hacer el experimento de plasmar lo que el inconsciente, o esa naturaleza interior propusiera, no pudo sino comprobar las deslumbrantes asociaciones que generan los colores. Como si en su naturaleza estuviera la afinidad, el gusto por agruparse, crear sociedades y sectas que confabulan contra la expresión. Pero el negro es abandonar la es-
pontaneidad. Es plasmar la muerte del amor. La muerte del pintor. Cualquier pintor de mediana talla ha sentido alguna vez la confabulación del color en su contra. Pero es únicamente en el negro donde se puede abolir el tiempo. Es una especie de jaque mate al tiempo, a las formas y al lugar.
Se puede entrever cómo el pensamiento y las frases son también manifestación de las vibraciones, un código diferente de colores donde brotan matices inesperados, dueños de un poder electrónico. Los elementos presiden todas las expresiones. Los cuadros son más que acuerdos, más que la conjunción arbitraria de los colores, su irreductible presencia los hace inefables, siempre están un poco más allá de sí mismos. El color es el hombre, pero es algo más. Podría ser el punto de partida de la disertación sobre las perturbadoras manifestaciones del color. Por el contrario, muchos artistas no se preguntan, o raramente lo hacen, ¿cómo está hecho el negro?, si ese dinamismo le es propio o solamente es un reflejo. Como buenos pragmáticos, se limitan a verificar los hechos. Una cosa funciona y entonces la repiten, la utilizan, no van más allá.
Si una obra es un conjunto regido por un orden secreto, la pauta o el ritmo de esa conjunción la pone el negro. En el fondo de todo fenómeno artístico está este ritmo e intensidad propio de la opacidad, es un producto de la clausura y limitación de la luz, el límite por antonomasia es el color negro. Diseña y dibuja la realidad al limitar los espacios. Antes de comenzar a pintar se dibuja con el grafito, y el trazo negro es una especie de corte sobre la dimensión euclidiana del lienzo, pura proyección de un ritmo cultural. Así plasma analógicamente las representaciones. El negro es un imán que se reproduce por medio de líneas,
puntos, figuras geométricas o caprichosas. La creación plástica consiste en gran medida en la imposición de este orden oscuro como agente de seducción. Como dispositivo de captura de la atención. En esa medida se efectúa una especie de sortilegio, dado que la seducción del espectador tiene que ver con la magia que ejercen sobre él los tonos y la profundidad que dichos tonos tienen. Por ello, el pintor es una especie de mago primario, ancestral, que tiene el don de conectarse con las representaciones del imaginario colectivo, por tanto, formula representaciones que son más que eso, son símbolos que se conectan directamente con lo que somos.
Eso es exactamente lo que le ocurrió a Malévich y su cuadro Negro sobre negro que terminó por ser un ícono, una representación del absoluto en su manifestación abstracta. El artista procede con fines utilitarios, ve en el color el material para construir la trampa, el sortilegio de la seducción. No se pregunta qué es el negro o para qué ha sido creado, se planta ante él y simplemente piensa en cómo puede ser utilizado. El poder le viene de él. No es como el poeta o el filósofo para quienes la reflexión es la ruta del conocimiento y esto lo transforma en poder. El artista va directamente al poder sin la mediación de la reflexión. Pura intensidad. Intuición.
Toda operación de seducción se basa en esta fuerza interior, en este principio de intuición que va directamente en contra de la individuación. Regresando al estado original. Como diría Goethe en algún momento, la portentosa y soberbia luz ha debido de nacer de la oscuridad, de la nada. Del negro absoluto, agregaríamos. Toda gran obra se logra a través de un penoso esfuerzo de purificación del color negro que ha sido la proyección en el lienzo; el resto es rellenar los límites, ir expulsando la supre-
macía de la mancha y desterrándola hasta su justa medida. En su inicio, una obra es blanca y luego surge el negro, ésa es la dupla primaria el arjé de la fisis. El yin y el yang que proyectan un universo irresoluble, imposible. Pero justo por ello se gesta el milagro de la creación artística. Es una afirmación espiritual que busca lograr el equilibrio del cosmos, un equilibrio representacional. Un equilibrio que hace surgir la figura, o que la niega en pos de la intensidad estética, en pos de hacer vibrar a quien a la obra se enfrenta. La forma está en el artista y sólo a través de él se manifiesta, así se gesta la alquimia de la representación: una forma de dar a luz a las manifestaciones que nos anteceden, que de alguna manera nos constituyen. Las formas primeras buscan a los artistas y a través de ellos aparecen en el mundo. Su estar en el mundo es muy diferente al resto de las cosas, no son una cosa, son la representación de las mismas, están a medio camino entre la cosa y la idea de la cosa, es la idea encarnada en color que ahora se presenta en el mundo de los objetos. Sin ser objeto ni idea.
El artista ha sido el primero que ha desafiado a los dioses poniendo frente a ellos la creatividad. Se ha construido una subjetividad creadora, una subjetividad que transforma el estatus ontológico de las cosas y que saca de la nada (eso significa crear) las más diversas e infinitas representaciones. Sujeto al espacio, detiene el tiempo, lo captura en línea, en mancha o contorno. El hombre ha llegado a ser lo que es, a ser hombre, porque se ha opuesto a los dioses; huérfano de padres, se autodenomina creador de sí mismo, aunque no ha pensado que, si el origen es la oscuridad del negro, es a esa misma oscuridad a donde va a retornar. Por ello, el negro es origen y fin de la creación, es el extremo del tiempo que delimita a los
hombres y a sus creaciones, la desconcertante luz que llena de formas y colores los espacios encuentra en el negro su principio vital, su contorno, su límite.
El color genera en nosotros estados de ánimo que sólo pueden ser abolidos por el acontecimiento. Por esto, el observador es una especie de paciente, sujeto a la espera, a la temporalidad de que el acontecimiento generado por el color suceda. El negro es el germen de los estados de ánimo o de pensamientos determinados. Los decoradores y publicistas saben muy bien estas cosas. Para ellos, todo color es el germen de algo. El negro no es una medida vacía, sino direccionalidad, contenido. No es la medida del tiempo, sino el tiempo mismo, el kairós original. El reloj no es sino una forma de medición del tiempo, pero el negro escapa como representación de la eternidad. Aún no hemos inventado la forma de medir el sin tiempo o el tiempo absoluto. Matemáticamente, sólo es una posibilidad. Cognitivamente, sigue siendo una imposibilidad conceptual. No podemos representarnos el infinito, ni la nada, ni el tiempo como eternidad, ni el momento de la creación. El negro no es algo frente a nuestra vista, sino que es algo que llevamos dentro. No pasa frente a nosotros, sino que nos pasa, nos sucede, es la expectativa del acontecimiento, la espera, el luto. Siempre es algo más y se trata de algo más, pero al mismo tiempo es la negación de lo que está más allá. La aporía constituye su simplicidad. Por ello afirma el tiempo de una manera paradójica, es la afirmación del ser temporal mientras niega el tiempo, es la sospecha de un tiempo anterior al tiempo, no es posible pensar el tiempo mítico de la creación si no es en este trascurrir sin tiempo, todo sobre un fondo negro. Es la cuna donde nacen los dioses, donde habitaban antes de haber creado al
tiempo. No podemos graficar y conceptualizar ese instante antes del primer segundo del Universo, sino que es como un negro absoluto. Metáfora equívoca, pero metáfora al fin y al cabo. Mantiene algo de inexacto, pero en esa medida abre la puerta a la proyección de nosotros mismos y de nuestros esquemas explicativos. Se crea y se destruye. Es el eterno respirar y aspirar de Brahma. Ya habían predicho un universo en expansión por respiración: cada vez que Brahma inhala, el universo se contrae, cada vez que exhala, el universo se expande. Estamos en la representación humana del tiempo que no puede sino representar el negro como totalidad, presencia y despliegue del espacio. Nada más lejos de la verdad y, sin embargo, esto nos sirve para ver nuestras imposibilidades cognitivas. Por ello el límite de la congruencia es siempre negro.
El negro es un sentido, su contenido gramatical le es intrínseco al ser convertido en palabra. Quizá haya de ser necesario separar la representación de lo representado, la palabra que designa de lo designado. Una cosa es el negro, noir, black, etcétera, y otra muy distinta, esa realidad primaria que ha engendrado al mundo, que es la posibilidad misma de la creación del mundo.
Algunos dicen que Krishna puede significar el negro. La mayoría de las instituciones reli-
giosas, monopolizadoras de los mitos y ritos, nos han dado la evidencia para afirmar que es imposible separar el negro de su sentido simbólico. Ha servido para encantar, aprisionar, retener o invocar fuerzas ingobernables, sirve como guía y reproducción de ritos. El luto humano no es sino otra prueba más de lo mismo, es preludio del comienzo, ansias de la finalidad, añoranza de sentido. El negro ocupó el lugar del rito, Rothko y su capilla. Grandes lienzos negros que traen a la presencia lo conceptual. Eso que siempre ha estado ahí, eso que habla en nosotros, que vive a través de nosotros. Por ello es imposible mantenerse indiferente ante estas grandes pinturas negras.
En el origen de toda cultura o civilización se encuentra una actitud reverencial que antes de concretarse en negro, en creaciones religiosas o manifestaciones estéticas, se manifiesta como color. Los chinos han representado el mundo como una lucha o combinación de opuestos, expresados en el famosos yin yang, círculo que mantiene el color blanco en equilibro con el negro. Pero no podríamos establecer si el color es el resultado de las organizaciones sociales, producto de la ideología que se genera por el tipo de sociedad y la producción que la sustenta o si, por el contrario, estas son creaciones que han adquirido su carácter al desarrollarse las sociedades paulatinamente, partiendo de esa actitud reverencial del color.
Uno de vaqueros y sicarios
Rafael Sánchez Araiza (México)1
ES UNA NOCHE sin estrellas en El Paso, Texas. El clima caluroso de la ciudad ocasiona que la mayoría de vehículos viejos circulen con los vidrios abajo, pero no aquel Plymouth negro. Ese circula con los vidrios entintados en negro arriba, lo que hace parecer que estuviera construido de una sola pieza. Dentro viajan “Riper” y “Monky”, dos sujetos al servicio del cártel de Juárez que se especializan en asesinar y desaparecer objetivos señalados por el grupo delictivo.
¿Y qué, Riper? ¿Te gusta el disfraz de vaquero que conseguí? pregunta con un tono orgulloso, como si el atuendo que escogió para cada uno fuera inmejorable.
Pues el Levi´s y la Wrangler de rodeo están bien, pero las botas y la tejana no me convencen. Prefiero mis Nike, con esos puedo correr en chinga si llega la policía, porque yo creo que con estas botas feas y pesadas no se puede correr. A duras penas camino.
¿Ves lo que te digo, cabrón? Nunca te da uno gusto: “Que si esto, que si lo otro”, pero siempre estás inconforme. Para tu información, las botas son Ariat, la mejor marca que hay, y la tejana es Stetson. Además, las pagaron los patrones, dijeron que así nos mezclaríamos mejor con el entorno.
“Mezclarnos con el entorno” repite socarrón , como si las caras de “tacuaches” se pudieran mezclar con las de los gringos.
Ya, ya, ya, concentrémonos en la chamba. Mira, aquella bodega es donde están los cabro-
nes que nos encargaron, me voy a estacionar aquí para vigilar y en cuanto lleguen les caemos para partirles su madre. Más vale que esta vez no te hagas pendejo, Riper, no me salgas con tus babosadas de: “Tú los matas, yo los descuartizo”. Tienes que ayudarme a matarlos, cabrón, esta vez son un chingo de weyes.
Ya te dije que sí, ya sé que son muchos. Pero también tú tendrás que ayudarme a despedazarlos para desaparecer los cuerpos. Y no te hagas como la última vez que dijiste que sí me ayudarías y a la hora de hacerlo ya te habías ido con las putas.
Sí lo haré, lo juro por la Morenita.
Ya estás. ¿Cuánto falta para las tres de la mañana?
Mucho, es la una treinta. Alcanzamos a echarnos una pestañita, ¿o qué?
Sí, pero con las armas a la mano. ¿Checaste las tuyas?
Yo sí, ¿y tú? Bueno, duérmete un rato. Yo te hablo cuando lleguen los tejanos.
Los dos se cubren las caras con los sombreros mientras que los fusiles descansan en sus regazos con las bocas de los cañones apuntando a las puertas del Plymouth.
2
A las dos con dieciocho minutos el vehículo de los matones se sacude por un segundo, justo antes de ser iluminado por el haz de luz que proviene de las alturas. El sueño evita que se percaten de lo que sucede sobre sus cabezas, el Plymouth apenas despega las cuatro llantas
del suelo de la calle antes de que sus tripulantes desaparezcan en lo profundo de la luminosidad.
¿Dónde están los humanos, Prew? interroga el que parece estar al mando de la nave, a la vez que señala la plataforma en forma de jaula.
No lo sé, deberían estar aquí. Los sistemas señalan que... Creo que cometí un error, comandante Ark.
¿Tú crees qué? ¡¿Dónde están mis malditos humanos?!
El subordinado realiza unos chequeos rápidos en una de las muchas pantallas antes de contestar:
Comandante, hubo un error de cálculo en la abducción, están en el año mil ochocientos veintisiete. En este mismo lugar, pero en ese año.
Maldito idiota, debiste ser humano. ¡Recupéralos! grita al golpear el tablero del asiento.
Estoy en ello, señor. Un momento, por favor.
¡A los putos indios, Riper! ¡Hay que matar a los colorados! grita al incorporarse y tocar a su compañero en el hombro, quien al sentir aquella palmada se levanta y comienza a disparar el Colt AR-15 con la técnica de double tap. Monky está situado un paso detrás, cubriendo la retaguardia y los flancos con su Beretta ARX-200 cuando es necesario. La formación paramilitar brindada por el cártel es evidente en ambos criminales.
¡Recargando! grita Riper.
¡Te cubro! contesta Monky al avanzar al frente de la formación y comenzar a disparar en “pares controlados”. Cuando Riper reabastece su arma quedan tres o cuatro pieles rojas que no atinan a responder el mortífero ataque. Más de treinta indios tapizan el suelo del lugar, incluso algunos caballos yacen despedazados junto a sus jinetes.
Aún no se reponen de la adrenalina cuando escuchan los revólveres amartillarse a sus espaldas.
3
Flechas y tomahawks vuelan por encima de las cabezas de Riper y Monky. Sin embargo, son las estruendosas detonaciones de los revólveres las que los despiertan. La memoria muscular y la práctica los obligan a tirarse pecho a tierra mientras preparan sus armas largas para disparar.
Monky, ¿a quién le disparamos? la pregunta queda sin respuesta por un momento, el secuaz tampoco sabe. Por un lado, están los sujetos de piel roja vestidos con taparrabos que lanzan flechas y hachas; y por el otro, los güeros con dientes amarillos y ropas mugrientas que disparan los toscos revólveres. Estos últimos son menos y parecen ser las víctimas.
¿Quiénes son ustedes, y de dónde salieron? inquiere el vaquero con la peor facha del grupo, su español es horrible, pero se da a entender con los matones.
Buena pregunta contesta Monky , el pedo es que no lo sabemos.
¿El pedo? ¿Qué es eso?
Riper, ¿en qué pinche lugar estamos? Estos no son los tejanos que nos encargaron ¿o sí? pregunta en voz muy baja.
No, estos no son, creo que el problema no es el lugar, es el tiempo…
¡Contesten, fuckin’ cabrones! interrumpe el hombretón de cabellos hirsutos y dientes amarillos.
Yo soy Riper y este de aquí es mi carnal, Monky.
¿Trabajan en algún circo o por qué los apodos? ¿No tienen nombres cristianos?
Sí, yo me llamo Ju…
Esos son nuestros nombres, aunque no te gusten, pinche gringo mugroso tercia Monky con molestia.
Bueno, si quieren que los llamen como fenómenos de circo, es su problema. Entreguen sus armas y podrán irse. Lo que hagan después no me importa.
¿Entregar las armas? Tendrás que matarnos para quitárnoslas, cabrón.
Como quieran, igual me quedaré con ellas afirma al apuntar su revólver a la humanidad de Monky.
Espérate, güey. No hay necesidad de eso, aquí están las armas. Tómalas. contesta Riper, guiñando el ojo a Monky mientras retira el cargador del arma. Al verlo, el otro hace lo mismo. Una vez que se aseguran de que los fusiles están descargados, los entregan. Pero el vaquero no es idiota.
¿Qué fue eso? ¿Qué acaban de hacer?
Tranquilo, responde Riper sólo les quitamos los seguros para que tú puedas usarlas. De otra forma no podrías dispararlas.
¡Ya entréguenlas, rápido!
Una vez en posesión de ellas, las manipula en un intento fallido por dispararlas. Una y otra vez las torpes manos recorren la estructura metálica, oprimiendo, jalando y apretando, con la esperanza de que algunas de estas acciones activen los disparos.
¡Maldita sea, muéstrame cómo usar esta porquería! reniega al arrojar el arma a Monky, que la atrapa en el aire y con movimientos exactos inserta el cargador y pone el selector de cadencia en automático.
Con gusto, buen hombre responde burlón, llevando las miras a sus ojos para acribillarlos de una sola ráfaga . ¡Así mero funciona esta chingadera, hijo de puta!
Cálmate, no sabemos si hay más de ellos en las cercanías exclama Riper, interrumpiendo el arrebatado festejo del cómplice, para después revisar los cadáveres. Uno por uno los esculca con detenimiento, conforme termina los despoja de las ropas. Las manchadas de sangre las aparta en un montón, las limpias, en otro.
Güey, ¿qué haces? indaga Monky con horror y preocupación al ver el comportamiento del amigo, pero no hay respuesta.
El otro sigue con su actividad hasta tener a todos los vaqueros desnudos, acto seguido hurga en su propia humanidad como si buscara algo de suma importancia. Después pasea la vista entre los indios muertos hasta fijarla en algo, se incorpora de un salto y va por ello. Es un cuchillo muy parecido a los del tipo Bowie, está clavado en el pecho de un nativo. De un jalón lo arranca y vuelve a los vaqueros muertos, una vez ahí comienza a cercenar la cabeza del más cercano.
¡Hijo de la chingada! exclama Monky . Déjalos en paz, cabrón. No hay necesidad de que los descuartices, estamos en el pinche monte. Y no creo que nadie se haya dado cuenta. ¿No me escuchaste? ¡Riper, Riper!
¿Qué pasó? ¿A quién hay que matar? reacciona finalmente el aludido.
El amigo no responde, sólo lo observa aterrorizado.
¿Ahora qué te pasa?
Riper, tus piernas. Se están desintegrando. ¡Diosito santo, ayúdanos!
No digas pendeja… ¡Virgencita de Guadalupe, ayúdame! Monky, carnal, tú también estás desparecien…
No termina la frase, desaparece dejando una estela de diferentes tonalidades. ¿Riper?
4
¿Ya los recuperaste?
Sí, comandante. Están de regreso, en el instante preciso antes de la abducción. ¿Los transporto a la nave?
No, déjalos. Elegiré a otros, estos parecen provocar singularidades, por decir lo menos.
Entendido, señor.
Vamos a otro lugar. No, mejor a otro planeta, a uno más civilizado que sí tenga vida inteligente.
5
Los sicarios despiertan al mismo tiempo. Al hacerlo, gritan y se sacuden de forma violenta en sus asientos, como si despertaran de una terrible pesadilla.
Ya, tranquilo, cabrón. ¡Cálmate ya, Riper!
Sí, ya, ya estoy tranquilo. ¡No mames, tuve un pinche sueño culerísimo!
Yo también.
¿De verdad? En el mío había indios y vaqueros que querían matarnos, pero nosotros los chingábamos primero. Y luego tú te ponías
bien pinche psycho, y empezabas a destazarlos…
En el mío también. Oye, wey, ¿y si no fue un sueño?
No digas pendejadas, ¿qué otra cosa podría ser?
No sé, algún tipo de conexión astral… Nah, tienes razón, fue un sueño. Ya son las tres, vamos a darle a la chamba
Sí, a trabajar. Ya me quiero largar de este país de mierda.
Abren las puertas del Plymouth para dirigirse a la bodega, pero al bajar observan que el paisaje ha cambiado. Las calles ya no son pavimentadas, ahora son simples caminos de tierra. Las casas ya no están, en su lugar hay unos corrales llenos de chivos, gallinas y puercos. En la intersección de los caminos hay un letrero tallado en un pedazo de madera que anuncia:
“
VIENBENIDOS A EL PASO DE GORTARI, CUNA DEL PRECIDENTE MÁS ONESTO DE MEXICO”.
¡¿Qué chingados pasó aquí?! gritan en coro. ¬
El extraño caso de Buck’s Row
M. Sebastián Salas (Perú)NO HAY FORMA más absurda de contar esta historia que empezando por el principio. Tampoco la habrá más aburrida que revelando de una vez el motivo que justifica su divulgación más allá de las calles de Londres. Como el fin que nos ocupa no es la información ni la verdad, no habrá un lugar más cómico para esta historia que los libros de fantasías, mas calzaría perfecta en las noticias vespertinas y en las voces de los muchachos que las cantan.
Habremos, pues, de empezar con el relato de algún modo, y la figura idónea para ello se encuentra en un callejón. Una pequeña pinta sobre uno de los bloques de la casa de los Dennson fue testigo de esta escena. Una cruz dentro de un círculo, hecha entre el 25 y el 27 de junio. Diez bloques desde el suelo y cinco desde la esquina que da a Buck's Row. Esta diminuta marca roja de unos siete centímetros de diámetro pasó desapercibida para Scotland Yard a pesar de ser el testigo más importante de lo sucedido, según los informes, la noche del 27.
La única mente capaz de advertir este detalle era la de Thomas Archer, un policía retirado que invertía actualmente su tiempo entre la lectura y la dedicada observación de la rutina que seguía la gente que pasaba por su calle. Tras diez años de entrenamiento diario, había logrado desarrollar la capacidad para predecir las acciones de casi cualquier persona que se asomara a su cuadra. «La gente sigue patrones ocultos», se decía constantemente, «y el mío parece estar en la observación», mientras reía al descubrirse parte también del movimiento
oscilatorio de la ciudad.
Y esta constante contenía la recreación de un sueño muy antiguo con Oriente en el que recorría un puente con un trozo de papel en las manos. Éste llevaba inscrito, entre caracteres que se le hacía imposible recordar, el signo de una cruz dentro de un círculo.
La tarde del 28 de junio, atraído por la curiosidad de un extraño caso de secuestro, asistió a Whitechapel para encontrarse con esta marca en la pared. Suzanne Peterson, hija de diez años del comerciante Roman Peterson, había desaparecido la tarde anterior, dejando detrás tan solo sus prendas, acomodadas con mucho cuidado en Winthrop Street.
El análisis detallado de las ropas de Suzanne reveló que se encontraban intactas. Vestido, zapatos, medias y listón. El encaje del vestido, además, parecía ajustado a la medida de la niña con tal precisión que la señora Peterson se desmayó al mirarlo. Lo mismo sucedía con el listón y los zapatos. Sin embargo, en esta ocasión, la atención de Archer no se quedaría en la marca de la pared. Al igual que sus amigos de Scotland Yard, fue atrapado por las prendas como única pista.
La entrevista con los Dennson tampoco aportó claridad al caso, y la presión ejercida por el señor Peterson en la prensa ponía de nervios a la policía. Había en la ciudad un depravado suelto y crecía la sensación de inseguridad a tal punto que se estableció casi instintivamente en la ciudad que ningún niño saliera de casa si no era acompañado por un adulto.
Cualquier callejero era regresado a su apoderado o enviado al hospital Foundling, según el comunicado escrito por el jefe de la policía: «Para resguardar su integridad». Desde su ventana, Archer nota una imprecisión en las calles. Desconoce casi totalmente la nueva rutina de Londres.
El segundo caso de desaparición se dio dos semanas después, en el hospital Foundling, provocando un estado de paranoia jamás visto en Inglaterra. Sus ropas, sobre la mesa del comedor, acomodadas con el mismo cuidado que las de Suzanne.
Charles, de siete años de edad, según el director del centro, era un niño callado y de pocos amigos, pero muy astuto y siempre correcto. «Jamás se metería en líos», fue su sentencia. Sus compañeros aseguraban tampoco haber visto nada extraño.
A partir de esa noche, el Foundling recibiría una unidad especial de vigilancia, hecho que impacientaba a muchos de los chicos del orfanato, que lo entendían como una señal de que el peligro se encontraba muy cerca. La investigación llegó al registro de visitas y esta sensación inundó Londres. Cualquiera podía ser sospechoso.
Las nuevas formas de moverse que había adquirido la ciudad se evidenciaban en la cuadra de Archer. La gentileza se convertía en sospecha y los ojos de todos se esquivaban entre sí. Su propia rutina, no obstante, era la misma: un café por la mañana observando la calle, leer el diario, una visita a Scotland Yard, no muy larga, el regreso a casa y alguna novela esperándolo en su estantería, un nuevo café, una caminata nocturna y volver a casa, para soñar, cada vez con más constancia, con Oriente y el papel inscrito en sus manos con el mismo signo de Winthrop Street. Un signo tan simple sólo puede ser una coincidencia. Además, no
salió jamás en su vida de Gran Bretaña.
Tras mucho insistir, consiguió una visita al Foundling. Su destacado desempeño cuando aún ejercía y la desesperación del actual jefe de Scotland Yard fueron clave para que le brindaran el acceso a un hombre jubilado que parecía guiarse nada más que por su intuición.
«Ya no quieren usar la mesa», dijo el director a Archer y su acompañante mientras atravesaban el gran comedor. Al fondo, contra la pared, estaba la mesa donde fueron halladas las ropas del pequeño Charles. Al examinarla, no perdió de vista ninguna de las marcas circulares que había sobre la mesa, producto de los platos y tazas calientes que iban desgastando el esmalte de la madera. Sus ojos pasaron por cada centímetro cuadrado sin hallar nada.
Poco satisfecho con los resultados, empezaba a convencerse de que se trataba todo de una coincidencia cuando notó también rayas en el piso. Y, en el área que anteriormente había ocupado la mesa de Charles, una cruz dentro de un círculo.
En una nueva entrevista a los Dennson, se comprobó que la pinta en su pared no podía tener muchos días antes de la primera desaparición. El señor Dennson afirmaba haberla sacudido un par de días antes y que, de haber visto algo como eso, lo habría borrado sin más.
La evidencia que llegó a Scotland Yard y las nuevas entrevistas con sacerdotes de la ciudad provocaron en la prensa una serie de aterradoras teorías que conectaban a la iglesia con la desaparición de los niños. ¿A quién pedirían ayuda ahora los pobladores de Londres si la policía no era suficiente y la voluntad de Dios parecía torcerse en su contra?
En su sueño recurrente, Archer comenzaba a notar diferencias. Subía unas escaleras de piedra vestido con una túnica roja y el mismo papel en las manos, pero ya no era simplemente
una visión, podía sentir una gran impaciencia en su corazón mientras se dirigía a un templo en las montañas. Esta emoción continuaba al despertar, y no lograba calmarse hasta que estaba seguro de haber bebido su café matutino.
Otra de las cosas que impacientaba tanto a Archer como a la policía era el origen de esas marcas. Descubrir que estaban allí no aportaba más que la evidencia de que las desapariciones estaban conectadas.
La tercera desaparición sucedió en casa del señor Terrell. Su nieta de cinco años se esfumó en los quince minutos que se quedó dormido. Sus ropas, sobre el piso, frente a la puerta del sótano. En la pared, muy cerca, el signo de siempre. Quedaba claro que estos acontecimientos ocurrían muy rápido y sin llamar la atención de nadie. Para Archer quedaba claro, además, que esto estaba fuera de la lógica.
En un nuevo sueño en las montañas, vio a un monje frente a él mover los brazos y las manos en el aire, como si tuviera en ellas algo que fuese imposible de ver con ojos humanos. Ya no tenía el papel con la inscripción, pero sí lágrimas en los ojos. Tal vez, pensó al despertar, algún ritual de estos monjes estaba desencadenando una tragedia en otro lado del mundo. Y por alguna razón, esta verdad se le revelaba a él, y sólo a él, a través de los sueños.
Incapaz de comunicar su sospecha a Scotland Yard, se dedicó a dormir por mucho más tiempo del habitual, esperando encontrar en sus visiones una solución al problema.
Subía las escaleras de piedra hacia el pequeño templo. El papel en sus manos, alcanzó a leer, contenía un nombre, seguido por el conocido símbolo. Su maestro, allá arriba, debía recibir el mensaje cuanto antes, por lo que apresuró mucho el paso. Al llegar, lo encontró rezando y moviendo los brazos como si doblara su túnica. Sobre ella, colocó un par de
sandalias invisibles. «Es muy tarde», pensó, y, dejando caer el trozo de papel, empezó a llorar. «Gungzin», murmuró el maestro, «¿has vuelto a soñar?». Asintió. Recogiendo el papel, Gungzin comprendió que la forma de escribir el nombre de Chaersu no era, tal vez, la correcta. El maestro sonrió. «Lo he sentido», le dijo, «mientras corrías hacia aquí. Chaersu... Lo he visto, pero no pude alcanzar el corazón del pequeño antes de que se lo llevara».
Gungzin se calmó y colocó el papel sobre la túnica invisible acomodada por su maestro.
La siguiente vez que estuvo despierto, Archer pudo contar, por las noticias, unas doce desapariciones de infantes ya no sólo en Londres, sino en distintas partes de Inglaterra. Sus sueños no hacían más que complicar las cosas y crecían en él las intenciones de ir a buscar a estos monjes.
Chaersu, Sushenna, Tuomu, Ani, Yibu, Makesu, Bauluo, Shanmu, Magelit, Ysitie, Luyi y Seisu. Había leído todos esos nombres en papeles similares, y los había dejado todos sobre túnicas invisibles. Esos eran, sin duda, los nombres mal pronunciados de los niños desaparecidos en Londres.
Un nuevo sueño le reveló a Gungzin ya adulto. Sentado donde antes su maestro, movía los brazos como doblando una túnica y escribía sobre ella el nombre que acababa de escuchar en sueños. ¿Cuántas prendas había doblado hasta entonces? «Todas las necesarias», pensó. Poco después, perdió la capacidad de soñar y decidió emprender un viaje.
Se fue muy lejos de las montañas en busca del lugar que le mencionó su maestro cuando era niño. Comía y bebía poco en el trayecto, y dormía luego de rezarle a algún árbol antiguo que le ofreciera cobijo.
Una tarde, encontró un santuario de piedra y durmió en él. Esa noche recuperó el sueño.
A su alrededor, la oscuridad parecía no tener fin, pero sentía un agonizante calor cerca de su cuerpo. La mujer que lo llevaba en brazos jadeaba con desesperanza y podía sentir su corazón tan cerca que sus latidos lo asustaban. Entonces le habló y supo que sería incapaz de entender cualquier cosa más allá de la calidez que parecía contener su voz. Cayeron juntos sobre la piedra y sintió el calor de su pecho rozar a su rostro. Aunque ella entendió que no tenía hambre, continuó insistiendo. Recibió sus lágrimas en la frente y, poco tiempo después, la vio arrastrarse torpemente hacia el bosque para no volver más. A la mañana siguiente, lloró sin consuelo. La primera imagen que tuvo al despertar fue una cruz dentro de un círculo, y continuó viéndola hasta quedarse sin voz. Entonces, cuando el último aliento de fortaleza abandonaba su diminuto cuerpo, fue acogido por una sombra y salió en una desesperada búsqueda de compañía.
Gungzin, sobrecogido por lo que acababa de ver, rezó en el santuario durante tanto tiempo que decidió establecerse allí hasta su muerte.
La primera cosa que vio al despertar fue una huella brillando en la pared de su sala. Se encontraba a una altura suficiente como para permitirle tocarla sin problema.
Tenía la forma de una cruz encerrada en un círculo. Detrás de él, un niño cubierto de cuerpo entero por una sombra sonreía esperanzado.
Mientras se decidía entre tocar o no la marca en la pared, Archer vio sus propias manos y se descubrió siendo un niño llamado Pedro. «¿Cuál es tu nombre?», le preguntó entonces a la sombra, alcanzándole uno de sus juguetes, pero ésta retrocedió con espanto. «Te llamaré Julián», le dijo. Y, mientras Julián se sentaba frente a su único amigo, la brillante luz en la pared se desvaneció. ¬
Balam
José Gaona (México)PODÍA SENTIR la tensión creciendo en la danza de los algoritmos que daban textura al aire virtual que lo rodeaba. Oculto bajo un manto de tela basta y raída, Balam esperaba repantigado sobre el pináculo de la torre poniente de la Catedral Metropolitana. Ante él se desplegaba el intrincado paisaje urbano de la ciudad de Neotenochtitlán, con los rascacielos agolpándose en la distancia como un inmenso follaje veteado por los resplandores eléctricos multicolor de anuncios y logotipos de neón. A sus pies, la plaza del Zócalo podría haber sido idéntica a la de la antigua ciudad de México, pero por motivos comerciales y turísticos los administradores habían decidido recolocar el mercado del Parián en su lugar original, y al sureste se elevaba la granítica y colosal mole del Templo Mayor.
Las masas de usuarios o “avatares” se apiñaban abajo, detrás de las vallas de seguridad en las bocacalles de 20 de Septiembre, 5 de Mayo, Moneda y Corregidora. Toda la plaza estaba acordonada, incluyendo las manzanas detrás de la Catedral. El intruso informático seguía en el interior. Unas horas antes había armado un gran revuelo asustando a los usuarios que turisteaban por el lugar. Ahora lo tenían acorralado. El grupo de operaciones especiales esperaba en el atrio con las armas preparadas. Desde el servidor se habían bloqueado todos los accesos con excepción de la doble puerta principal. La intención era obligarlo a salir por ahí. Por supuesto estaban conscientes de que el intruso podría hacer de nuevo sus malabares
de hackeo y escabullirse, pero para eso habían llamado a Balam. Entretanto, se distraía leyendo los mensajes que intercambiaban los agentes del grupo. Se suponía que eran privados, pero para Balam ningún hilo de conversación le estaba vedado en todo Neotenochtitlán:
“Dicen que no es un tipo de verdad, ¿sabías?”
“
¿A quién te refieres?, ¿al que está ahí dentro o al que nos mira desde allá arriba como una gárgola?”
“Por supuesto que al tal Balam, idiota. No importa qué tan buenos sean estos hackers, ninguno se le escapa. Por eso dicen que el tipo ni siquiera es humano ” .
“Dicen que es algo surgido de los sótanos más profundos de la web, un programa o un maldito robot, qué se yo”.
“No seas ridículo, si no fuera humano, no pediría semejantes fortunas como pago por sus servicios. Es igual que esos intrusos, la diferencia es que él trabaja con nosotros”.
Se abrió un nuevo hilo de conversación. El mensaje que apareció en su campo visual había sido enviado esta vez directamente a Balam por el comandante del grupo:
“Entraremos ahora. El infeliz terminará rompiendo los candados y escapando por alguna terminal oculta”.
“No tiene intenciones de huir”.
“En realidad, se está impacientando allá adentro”.
“Entonces entra de una vez por él”.
“Claro, en cuanto reciba la notificación del depósito”.
Seguramente los dueños de la compañía Happylife, propietaria de la Comunidad Virtual, no estarían nada contentos con la cantidad que había pedido esta vez, pero sabía que les agradaban aún menos los continuos asaltos de los intrusos informáticos, o hackers, como ellos creían. Capaces de romper todos los códigos de seguridad e imprimir sus propios algoritmos en el lenguaje programático del sistema para controlarlo y así poder moverse a placer, adoptando cualquier forma. El temor era que alguno de esos intrusos terminara contaminando también al servidor y lograra llegar a los servidores donde se almacenaba la información de los miles de millones de usuarios a lo largo y ancho del planeta: cuentas, datos privados, incluso información empresarial y gubernamental de la más alta confidencialidad. Sería una verdadera catástrofe.
En cierta ocasión el comandante le había confesado una sospecha que en realidad tenía
casi todo el mundo: que los intrusos informáticos eran miembros de los “rojillos”, como ahora se les llamaba despectivamente a las comunidades que se oponían al proyecto de Neotenochtitlán. Y es que para mantener optimizada su inmensa plataforma virtual, la compañía había invadido los cielos con el despliegue de una vasta red de satélites que permitían aumentar la velocidad de conexión y reducir al mínimo el tiempo de respuesta de la web. El problema era que el firmamento nocturno había desaparecido tras dicha red tecnológica, lo que había terminado por perturbar la vida tradicional de las comunidades, pues sus fiestas, ceremonias y rituales se basaban en antiquísimos calendarios astronómicos.
Inconcebible, ¿verdad? le había dicho el comandante en aquella ocasión , que aún en nuestros tiempos tengamos que seguir lidiando con estas viejas supersticiones que frenan el progreso…
Para Balam era una lástima que el comandante pensara así. Después de tantas misiones conviviendo juntos, no podía negar que el hombre tras aquel avatar le agradaba, quizá demasiado.
Había dejado vagar su mente, de modo que cuando sintió la alteración ya fue demasiado tarde para advertirles. La enorme puerta reventó hacia afuera en medio de un crujido ensordecedor; fue como si la Catedral escupiera desde sus entrañas una noche tempestuosa. La monstruosa serpiente alada, oscura, inmensa, con espesas crines sobre la cabeza triangular e increíblemente veloz, se lanzó contra los agentes. Ninguno tuvo el valor de disparar sus armas antivirus. Algunos huyeron, otros simplemente se desconectaron y sus avatares desaparecieron.
¡Madre de Dios! gritó el comandante saltando a un lado para quitarse del camino de la
serpiente.
Ésta, al no encontrar más resistencia, derribó el enrejado del atrio y se dirigió hacia la plaza junto al Parían. Más allá, las multitudes de usuarios seguían contemplando, ahora boquiabiertas, semejante espectáculo.
“¡Ahora, Balam!”, mensajeó el comandante.
Balam se mantuvo imperturbable en lo alto de la torre.
“¡Carajo!”, le llegó en un segundo mensaje.
Luego registró el hilo privado que el comandante establecía con los administradores. Segundos después recibió en el buzón de su avatar la notificación de la transferencia, una cifra de muchos ceros en criptomoneda.
Balam se dejó caer de la torre. Saltó de una cornisa a otra y de un friso a otro. El manto se desgarró y se disolvió y un enorme felino de pelaje dorado y moteado aterrizó en el atrio. Sin perder tiempo, echó a correr en pos de la serpiente. Media docena de largas zancadas le bastaron para darle alcance a mitad de la plaza. Se abalanzó con las garras por delante. El Tzukán se revolvió con una agilidad increíble. Un negro torbellino envolvió a Balam. Sintió las mordidas y los colmillos aguijoneándole por todo el cuerpo, pero él también tenía colmillos, y sus zarpas se movieron como el rayo para desgarrar escamas y el vientre blando.
Logró abrirse paso hasta las crines de la cabeza, justo en el momento en que el Tzukán ya batía las enormes alas de murciélago para emprender el vuelo. Balam empezó a recitar un mantra en la lengua de sus antepasados y casi de inmediato la serpiente entró en una suerte de trance, luego su cuerpo comenzó a deshilacharse en negros filamentos vaporosos que por fin se desvanecieron.
Regresa al sueño del inframundo, Tzukán murmuró Balam. Esta vez, padre Kukulkán le había puesto las cosas difíciles.
Para cuando el comandante le dio alcance en medio de las losas resquebrajadas de la plaza, Balam había recobrado la forma de un hombre embozado bajo el manto raído.
¿Pudiste rastrearlo?
Balam le mandó a través de mensaje privado una dirección domiciliaria.
Ahí se esconde su hacker y sin más el avatar se desvaneció.
El comandante esperó unos segundos, al cabo de los cuales se comunicó con los de la unidad de investigación informática:
“¿Lo tienen?”
“Nada, señor, lo sentimos. No sé qué tipo de cortafuegos utilice, pero es imposible rastrearlo”.
¡Maldito, cabrón!
En la penumbra absoluta del cuarto, K’ay Nicté intentó levantarse apenas recuperó el dominio de su cuerpo, pero de inmediato sobrevino la náusea y tuvo que arquearse para vomitar los remanentes de la infusión de ayahuasca y peyote. Pese a los años transcurridos, aún no lograba acostumbrarse a los efectos secundarios del desdoblamiento astral.
Mientras dejaba pasar la desagradable experiencia, la chica se consoló imaginando la frustración de los agentes. Ningún algoritmo espía era capaz de detectar el aura de un nahualli. Y aunque pudieran rastrear las transferencias de criptomoneda, esto sólo los llevaría a una cuenta bancaria abierta por una persona inexistente en un paraíso fiscal. Nadie podía reclamar ni hacer uso de ese dinero, el dinero no importaba. Más frustrados se sentirían aun cuando acudieran a la dirección que les había dado y encontraran un departamento vacío.
Algo de lo que no podían culparla a ella. Minutos más tarde consiguió ponerse en pie y se asomó a la única ventana del recinto. Al otro lado, la vista estaba obturada por el enorme muro gris de innumerables edificios que se erguían hasta perforar y desaparecer en el manto plomizo de las nubes. Una fina llovizna rociaba las altísimas paredes de acero y cristal. Desencantada, se aproximó al escritorio y abrió su viejo ordenador portátil. El dispositivo tardó un poco en conectarse, pues usaba tecnología 4G, ahora prácticamente obsoleta, razón por la que su actividad resultaba invisible al Big Data. Tuvo que esperar otro largo minuto en lo que iniciaba la videollamada. Por fin apareció en la pantalla un rostro esbelto y moreno, aunque algo pixelado. Al fondo se adivinaba la espesura agreste de una selva. El hombre le sonrió.
Bix a beel, K’ay Nicté. Ma’alob, hermano. Ella también sonrió . ¿Y ustedes? ¿Pudieron conseguir algo?
Las actualizaciones del sofware de seguridad volvieron a cerrarnos el paso, pero terminaremos encontrando una brecha en la configuración, mientras sigas distrayéndolos como lo hiciste hoy. Cada vez nos acercamos más al momento en que caigan los opresores. Seguimos resistiendo, hermana Nicté.
Seguimos resistiendo respondió ella, y se permitió soñar con aquel momento.
Cuando el sistema operativo de los satélites fuera vulnerado, bastaría sólo un click para que aquellos infames zánganos tecnológicos que infestaban la noche rompieran su órbita y se precipitaran ardiendo en el seno de Madre Tierra, como una majestuosa lluvia de estrellas fugaces. ¬
Tan muerta como yo
Bernardo Martínez (México)LA CHICA decidió no aceptar que estaba muerta. No es que fuera difícil darse cuenta de que lo estaba; por la herida de la garganta escurría la sangre que alguna vez corrió por su cuerpo, además de que su corazón no palpitaba y sus músculos estaban cada vez más tiesos y fríos, aunque había encontrado que con masajes y botellas de agua caliente podía regresarles cierta movilidad.
Poco a poco se iba inflamando debido a la descomposición, pero también poco a poco fue encontrando la fórmula perfecta de mezcla de perfumes para ocultar el olor. Sí, había mucha evidencia en contra de ella, pero, después de todo, aceptar que estás muerta es un gran paso en la vida de cualquiera. Prefería vivir, o más bien, morir, en negación, seguir haciendo lo de siempre, la rutina y todo aquello por lo que vivía. ¿Acaso no había tantas personas diciendo que el dolor es obligatorio, pero que sufrir es una decisión personal? Quizás lo mismo pasa con la muerte. Darse cuenta de que uno está muerto es fácil, aceptarlo es lo difícil.
Se despertaba como todos los días, aunque ahora era un poco más difícil levantarse de la cama, en especial porque cuando lo hacía debía tener todo el cuidado de no despertar a su novio. Después de todo, él no tenía la culpa de que ella se tuviera que despertar tan temprano. El espejo de la habitación le dejaba ver que su cara cada vez colgaba más de su cráneo, pero aún no se veía mal, con un poco de maquillaje y mucho de tiempo conseguía verse bastante decente. Se vestía esperando que sus
carnes cada vez más blandas no se quedaran pegadas en ninguna de sus camisas, ella sabía, después de todo, lo difícil que era limpiarlas y lo feo que quedaban manchadas de los pedazos de carne que a veces se le desprendían. Se preguntaba qué cosmético o qué crema rejuvenecedora podría curar su mal, o si acaso sería mejor la acción directa y comprar cientos de mascarillas de pandas en la tienda coreana ésa.
Tenían un carro, pero ella prefería irse en camión, después de todo, su novio tenía que moverse por la ciudad para conseguir trabajo. Llegaba a la oficina y cada vez le costaba más que el checador detectara sus huellas digitales. Con frío y sin pulso, su piel iba pareciéndose cada vez más al papel de mala calidad que usaban en las impresoras de la oficina. Su escritorio seguía donde siempre; de hecho, ninguna de sus figuritas de vinil había sido movida. Las montañas de trabajo seguían llegando y sus compañeros seguían ignorándola. Una vez, cuando estaba llenando su botella de agua caliente para poder hacer más flexibles las manos, escuchó cómo su jefe les decía a los muchachos “Sí, es obvio que algo está mal con ella, pero prefiero que siga en la oficina, después de todo no me importa si está viva o muerta, sólo que trabaje”.
Por la noche recorre el camino a su casa viendo las calles llenas de mujeres que no estaban muertas, caminando sin preocuparse, o más bien preocupándose de otras cosas. Las ve con un poco de envidia, pensando en lo fácil
que lo tenían todas ellas y en lo mucho que envidiaba andar por el mundo sin tener que usar sus botellitas de agua para calentar sus músculos, pero también sabiendo que aquellas mujeres caminando tenían que preocuparse por aquello que ahora era una realidad para ella.
Llegando al departamento debía cocinar. Preparó todo sin problema, aunque ahora le daban más miedo los cuchillos que antes, en especial aquél que aún estaba manchado de su sangre. No le gustaba la idea de lavarlo, pensar que la sangre que alguna vez había estado dentro de ella terminaría corriendo en la cañería debajo de toda la ciudad le provocaba un terror que ningún muerto debería sentir. Le preparó el plato a su novio y se lo dejó frente a la televisión. Él llevaba la misma ropa de ayer, y su olor era agrio, tenía el cabello seboso y no parecía haber salido del departamento. “Pinche situación, está bien jodida, no hay trabajo en ninguna parte”, le dijo mientras masticaba. Ella lavaba los platos mientras él se quejaba; después de todo, haber buscado trabajo lo había estresado mucho y necesitaba relajarse. Cuando se acostaron, él se subió sobre ella. Intentó evitarlo, pero ya sabía que perdería, si antes cuando tenía toda su fuerza en los brazos no podía evitarlo, ahora que los nervios y los
músculos no le respondían, resistir era algo imposible. “Al menos acabó pronto”, pensó ella cuando lo sintió bajarse. “Así me gusta, me gusta cuando eres fácil”, le dijo él, “ya sabes que si te pones difícil me enojo. Después de todo, yo nunca te haría daño amor, sólo quiero estar contigo. Y si no me dejas pues me enojo, tan simple como eso. Así de mucho te deseo”.
Ella no dijo nada, sólo recordó lo que había pasado la última vez que se había negado a tener sexo, cuando él le puso el cuchillo contra la garganta mientras la penetraba, el pequeño desliz que dio su muñeca mientras él se venía, y cómo se volteó para dormir tan pronto como pudo. Podía recordarlo todo: la sensación de hormigueo en los brazos y los pies que era morir, los ronquidos de su novio mientras que ella batallaba para seguir respirando, la sensación de estar muerta sin creer que lo estaba.
Recordar la indignación que era morir al lado de alguien que le importaba tan poco, que se había quedado dormido mientras ella se desvanecía. Pensó en lo mucho que le había dolido y en cómo la mañana siguiente él se levantó como si no hubiera muerto, pensando en que morir era aceptar que su novio la había asesinado. Pero eso no podía ser, después de todo, él jamás haría algo para hacerle daño. ¬
Todos tus malditos caballos subiendo al cielo
I. A. Galdames (Chile)EL TEMPORIZADOR apagó la luz. Pude ver las luces de la ciudad, brillando bajo la densa lluvia. Mis tatuajes emitieron luz azul en el cuarto de aquel hospital sucio y antiguo. Coloqué una moneda en la lámpara, junto a unos corceles azules de plástico. Un par de horas más de luz para mi hermana y el otro niño.
La mujer sentada junto a nosotras, asintió su cabeza en agradecimiento. El niño dormía, con su rostro vendado. Yo también deseaba dormir.
Continué leyendo “los ritos de la obscuridad”. Los trineos de los niños bajan por la pendiente de la derecha. Guardé el libro y saqué algunos papeles de mi mochila para intentar estudiar. Por accidente esparcí una bolsa llena de comprimidos cafés. Asustada, traté de guardarlas sin que nadie lo notara. Aunque en esa habitación con cuatro personas estaba sola.
Cansada y somnolienta, tomé un comprimido café. Desperté de inmediato y sentí el caminar irregular de la enfermera antes de que cruzara el umbral.
La señora Estévez se levantó de la silla con esfuerzo. Sacó de su chaleco un rollo de billetes sucios y arrugados. Dejó el dinero en la mesa y apartó la mirada. La enfermera me miró. Hice lo mismo y observé la ventana, trenzando mi largo cabello azul.
Sólo tras recibir un pago extraoficial hizo la ronda. Revisó al niño, le cambió las vendas y luego revisó a Natalia. Revisó signos vitales y sus ondas cerebrales.
Sigue en coma, pero tenemos problemas. La transferencia no tenía fondos. Tendrá que dejar la cama en siete días.
Ambas la miramos al mismo tiempo. Su rostro inexpugnable me miró fijamente.
Si deja la cama, morirá. La cuenta tiene dinero. Tiene la cantidad exacta dije.
Los costos subieron esta semana. El pago fue rechazado por contabilidad. Si quiere dejarla otro mes más, deberá pagar el dinero faltante más una cuota por morosidad e ingresarla de nuevo con otro mes de garantía.
¿Qué pasa con el mes que ya pagué?
Perdido al no pagar la cuota mensual. Debe reingresarla al sistema, pero estará en la lista de espera. Tendrá que hablar en persona con quienes ven el orden de ingreso, pero escuché que hay mucha demanda y pujas muy altas. Si no puede pagar un hospital barato, no creo que pueda llevarla a uno privado donde hay camas disponibles.
La enfermera se fue. Las gotas de lluvia chocaron con fuerza contra la ventana del hospital, mientras las luces de neón de la ciudad brillaban a la distancia.
Esa noche caminé en silencio hacia mi departamento por calles solitarias, silenciadas ante las frías lluvias de verano, con excepción del viento y algunos sobreautos volando entre los edificios lejanos.
Al llegar a casa, el silencio fue aún mayor. En el refrigerador estaba la foto gastada de Natalia, nuestros padres y yo. Ella montaba un
pony embalsamado de color azul. Los cuatro sonreíamos.
Había convertido la cocina y el salón en mi laboratorio, lleno de computadoras, alambiques y químicos diversos. Varios hámsteres estaban en coma, conectados a tubos intravenosos.
Destilé un poco de Neocafeína V en una solución transparente. Se lo inyecté a uno de los animales de prueba, pero no despertó, después de tomar otro comprimido de NC IV.
Cuando inspeccioné la fórmula en el cromatógrafo, vi que seguía con trazas de contaminación. Sin destilar la forma pura, no lograría despertar a mi hermana. No podría salvarle la vida. No podría arreglar mi error y la culpa me seguiría carcomiendo cada noche.
Busqué en mi bolso. Impreso en papel barato y con una tipografía gratuita estaban los datos de mi profesor. “Llámame XXXOXXX. Prof. S. Torres”, decía. Miré el reloj. Era más de medianoche. Despertaría a su esposa. Aún tenía seis días. Tal vez encontraría otra forma.
Continué trabajando. Tenía que comprimir un lote completo de mis pastillas nootrópicos de NeoCafeína IV. En tres días tendría un examen. Estudiantes ansiosos esperaban sus dosis. Tal vez debería aumentar mi producción, moverme más allá, pero eso significaría pisar terrenos de la mafia. No, gracias.
Dormí tres horas. Desperté y fui a mi universidad, acerqué mi reloj a la entrada y me descontaron los créditos para poder ingresar. Los vendedores estaban en los pasillos alrededor del patio nevado. Le di un par de comprimidos al guardia y me dejó vender. Mi amiga Clara se apresuró a acompañarme.
El primero en acercarse fue un hijo de puta sin alma, pavoneando sus cabellos naranjas y ondulados, llenos de sebo. ¿Has pensado en mi oferta? Con gusto ven-
dería tus dulces en el club de mi padre.
Sólo yo las vendo. A todos menos a ti.
Las conseguiré de cualquier manera. Siempre hay pobres que me las revenden y ganan más que tú con el lote completo. Touché.
La campana sonó y lo salvó. Vendí todas mis pastillas. No gané mucho.
No pensé que las vendería todas hoy. Pensé que mañana las vendería antes del examen le dije a Clara.
La prueba es hoy, te confundiste de día. No había estudiado. Cuando quise abrir la puerta, mi reloj estaba sin créditos. Olvidé transferir créditos de la cuenta médica a mi cuenta personal. No podría rendir el examen.
Clara colocó su pulsera y pagó por ambas. Sentado sobre la mesa estaba el profesor. Alto, delgado y con una barba desordenada. Tenía ojeras bajo sus anteojos y ya estaba quedándose calvo.
Maldito degenerado útil. Me siguió con la mirada lujuriosa, buscando nerviosamente las llaves en su bolsillo, mientras caminaba junto a Clara.
Más tarde caminaba con ella por el parque que separaba la universidad de la ciudad. El único lugar dónde podíamos ser sinceras al final del día. Íbamos tomadas del brazo para compartir un paraguas, mientras la lluvia caía fuertemente entre los altos faroles.
Necesito un vestido. Ojalá algo… no tan feo le dije.
¿Tú? ¿Por qué? ¿Quién eres? ¿Tendrás una cita? Cualquier vestido es mejor que tu disfraz de hacker. ¿Hay alguien de quién no me has contado? Espero que no sea el profesor Sebastián, te vi hablando con él.
Me quedé en silencio. Ella se alejó de mí, mojándose, mientras yo miraba el suelo, avergonzada.
Sólo él maneja la lista con el acceso a las instalaciones químicas de la universidad, y sólo hay una forma en que haga un tiempo para mí: debo pagar le dije.
Está bien. Lo que necesites dijo animada.
Eres la única con quién puedo contar. Sonrió y puso su cabeza mojada en mi hombro, mientras caminábamos en silencio bajo la lluvia, por calles estrechas de adoquines, hacia las altas torres llenas de anuncios de neón.
Desde el departamento de Clara, un automóvil me condujo hasta una cabaña fuera de la ciudad. Incómoda, vestía por primera vez un vestido rojo, además de un enorme abrigo. Me esperaba en la entrada, con un traje a rayas que le quedaba grande y una mirada maliciosa.
De mañana estaba sola y desnuda, tapada solamente por una sábana. La luz del exterior entraba por las persianas semi abiertas, mientras yo fumaba. En la mesa estaba mi pago, su pase para el laboratorio.
Me vestí y salí sin mirar atrás. Tomé otro de mis comprimidos. No podía perder el tiempo. Calculé seis días para encontrar la solución. No me tomó mucho tiempo volver a la universidad.
Buen día, señorita. No la esperaba hoy me dijo el guardia.
En el laboratorio, me apresuré a refinar mi propia mezcla de neocafeína, nootrópicos y otros químicos. De pronto la puerta se abrió de golpe. El guardia de la facultad corrió hacia mí. La están buscando.
Estaré acá todo el día. ¿Quién es tan temprano? Tengo el pase del profesor Torres, no hay problema en que use el laboratorio.
Es la policía. Hay un detective preguntando por usted. Encontraron al profesor muerto, dicen que fue la última que lo vio con vida. Debe irse. Ahora.
No puedo. Debo crear un lote puro.
Trataré de despistarlos.
Espera. ¿Por qué me ayudas?
Tengo tres trabajos. Sin sus comprimidos no podría estar despierto. Perdería mi hogar. Perdería todo.
Continué trabajando, pero debido al apuro, la solución en polvo quedó de color azul.
Un detective abrió la puerta de golpe. Corrí hacia la salida de emergencia. Cuando llegué al callejón, logró tomarme del brazo. En ese momento cinco matones lo golpearon y le apuntaron con sus metralletas de barril.
Esa fue la primera vez que vi a Morgana. Vestía un corsé de cuero y botas altas. En su mano sostenía un largo portacigarrillos. La reina de las drogas. No puedes vender un poco de nada sin saber al menos su nombre.
Tarde como siempre, querido. Es mía. dijo ella, lanzándole un beso a través del aire.
¿Un profesor de química muere y tú te apareces? Por qué no me sorprende, Morgana. No sé de qué hablas, mi amor. Señorita, sólo quiero hablar.
Los cinco tipos levantaron sus metralletas al mismo tiempo. Ella tomó mi brazo y me llevó hacia su aerolimusina. El detective nos miró, mientras nuestro sobreauto se elevaba y el viento sacudía su abrigo y los periódicos del callejón.
Sobrevolamos entre las altas torres de la ciudad. El sol amarillo y lejano iluminaba tenuemente las gigantescas torres.
Tus comprimidos, por maravillosos que sean, no pueden aparecer en un club de campo de alta sociedad sin que yo lo permita dijo mientras me lanzaba humo al rostro.
El bastardo revendía mis drogas.
Te entristecerá saber que tu amiguito sólo podrá seguir vendiéndole droga a los peces.
Mi hermana tenía algunos días para despertar o moriría. El detective me pisaba los talo-
nes por el asesinato de Torres y ahora la mafia me tenía en sus garras.
No tienen que creerme, pero me hicieron un favor. Él quería ser un empresario como su padre, pero sólo revendía lo que le vendo a mis amigos. Cosecha privada.
Entonces no mentía cuando mis hombres vaciaron sus subametralladoras en él.
Necesito ir por mi hermana. Hice una nueva droga. Debo sanarla. Por favor. Después puede torturarme.
Niña, si te quisiera muerta, no habrías despertado cuando estabas en tu cabaña del amor. ¿Mataron a Torres por mí? Él no significa nada.
Lo sé. Pero no tuve el placer.
Después de que el vehículo aterrizó en lo alto de un edificio en el mar, parte de la ciudad reclamada por la naturaleza, me obligaron a bajar a una bodega con mejores instalaciones que el hospital y mi universidad juntos.
Ahí estaban Clara, atada, y Natalia, sobre una camilla.
¿Qué hacen? Ellas no tienen la culpa. Suéltenlas.
Dos matones me inmovilizaron. Tres más me apuntaron. Morgana caminó hacia Clara y le quitó la mordaza.
Lo siento…
Tu amiga nos dijo que tu hermana era lo que más te importaba en el mundo a cambio de su vida. El hospital iba a dejarla morir, pero yo preferí invertir en ella. Y en ti. Mentira, quedan varios días…
Ay, cariño. Tus drogas te estropearon el cerebro. Dormiste tres días en tu departamento y tres más en la cabaña.
Es cierto dijo Clara.
Morgana se hizo a un lado y los matones me soltaron. Me acerqué a Clara.
¿Lo sabías?
Esperaba que pronto… murieras. Retrocedí.
Tu amiga vendía una copia barata de tu receta y también le vendía a su amigo mutuo tus comprimidos, para venderlos en el club de campo.
Clara…
Es tu culpa. Siempre quisiste tener todo: las mejores notas, ser la más bonita, incluso sin intentarlo, y además me robaste a Sebastián. El único que me miró y tú dormiste con él sin que fuese un problema.
Terminen con esto dijo Morgana.
No. Yo lo haré le dije. Saqué una jeringa de mi bolsillo y le inyecté aire en el cuello.
Ahora puede matarme, pero déjeme salvar a mi hermana.
Cariño, te estoy ofreciendo trabajo.
Más tarde conecté un sensor neural a mi hermana y le inyecté mi nueva fórmula.
Salió del coma, pero nunca despertó. La máquina captó sus sueños.
Soñaba con caballos corriendo por una pradera elísea.
Mis pastillas la hicieron viajar lejos, muy lejos, sobre corceles azules. ¬
Ignacio Navarro Cortes . Viñetas del desempleo 3 . T inta ( 2022 ) .
Antirritual
Eduardo Sabugal (México)-1-
ANTIRRITUAL COMO el gesto de escribir repetimos hipnóticos escombros de memoria te sientas en un corralón a mirar los autos rotos todo es una joyería desértica de fuego en la edad sol la onírica era de Acuario entre bostezos alcohólicos redes de sangre se mecen bebo la cicuta bebo mi soledad en el sermón de la montaña átomos prófugos y pornógrafos deletreando huesos deletreando el ultimo ritual que conjuran los antiguos iluminados por el acetileno miles de entes echados a perder enarbolan figuras de hastío anestesiados con Heidegger colocan botellas sobre una Biblia escuchan una voz que resuena en moteles de ciudades llenas de moscas como vaticinios de jinetes Incendias tu destino de hojarasca el hilo negro se hace visible como insomnio de náufragos las alcantarillas escupen hormigas que tiemblan ratas resistentes a todo
la hoja de un árbol también tiembla bajo la alarma sísmica del cielo atómico y osadías diluvianas de córnea ácida son profecías veladas y signos futuristas bajo la lluvia torrencial
-2-
Corales incrustados en esquinas de piedra recomienzas el antirritual de signos dérmicos mis ojos mi quijada todo como vanitas humo y humus del primer hombre como caída libre rótulos desgastados grasa mental de neumáticos abandonados descender en el tiempo y recoger migajas sobre el asfalto salir del sudor empantanado con un velocímetro apocalíptico las preguntas escalan nervios un fantasma te encuentra ¿Sientes sed? los espectaculares siguen ondeando lonas desgarradas las luminarias del periférico no alumbran una chingada la muerte anuncia una fragancia temperamental y explosiva miras con sospecha taxidermistas pelean por congelar un zarpazo por la razón o la fuerza dice el canto de una moneda desnudos y dislocados en un circo de focos desnudos la sucia luz de la pobreza en vías de durmientes suicidas la fogata publicitaria y de fotones es un nuevo dios dormitas pegajosos fotogramas escafandra de inmersión el becerro de oro el becerro cibernético ¿recuerdas? todas las cerraduras abiertas ¿tienes conservas para la posguerra? fogatas planetarias chimpancés de castraciones simbólicas duplicando tus pupilas nómadas y de polvo sientes que lo cubres todo recargas un aparato casi plano todo es plano las dimensiones se achatan como latas de cerveza las puertas del infierno siguen abiertas de par en par nuestras preguntas brillan como piedras acuáticas de la memoria el litio del tiempo arde en una hoguera la muerte danza el séptimo sello que se proyecta en el límite craneal y el ajedrez sin piezas ni tablero que es el límite sin límites configura el último ritual la sed animal la mina de sal ¬
Adulterio criminal
Julia Livia March (España)EN UNA BUTACA de orejas, tapizada de rojo cereza, Néstor M., conocido autor literario, intentaba distraer su mente de las preocupaciones cotidianas leyendo el periódico de la mañana. Decimos que intentaba porque no lo conseguía del todo. Pensamientos inoportunos e insistentes le asaltaban a cada momento. Se dio por vencido. Tiró el periódico sobre la mesita y dejó vagar su mirada por la elegante sala de estar de su confortable casa de campo. Siempre había soñado con vivir en una casa así. Su destino natural habría sido, como hijo único del farmacéutico de una pequeña localidad, ocuparse, tras años de estudios universitarios, del negocio de su padre, tomar como esposa a una hermosa vecina del pueblo y formar con ella la familia numerosa que sus padres siempre habían querido y no habían conseguido. Pero el joven estaba más interesado por la novela negra que por las fórmulas magistrales. Desde niño leía y escribía sin cesar y, terminados los estudios en la escuela secundaria, anunció con toda la determinación de que fue capaz que había decidido mudarse a la ciudad para probar suerte en la carrera literaria. El drama familiar fue al principio de envergadura, pero finalmente sus padres, no carentes en el fondo de sentido práctico, vieron que no conseguirían hacerle cambiar de opinión y, tras proveerle de unos fondos que consideraron adecuados, se despidieron deseándole suerte.
Una vez en la ciudad, corrió de editorial en editorial hasta encontrar a un avisado editor
que descubrió en El asesino de terciopelo méritos suficientes como para iniciar una nueva etapa en el trillado recorrido de las novelas de suspense. Néstor llevaba años trabajando en el libro (su única obra a excepción de una exigua colección de relatos) y tardó tiempo en asumir que la novela se estaba convirtiendo en un verdadero éxito de ventas. El recién llegado, hombre calmado y sociable, se introdujo sin dificultad en los círculos literarios, trabando allí buenas amistades. A una de ellas la había invitado a cenar aquella noche. Se trataba del veterano escritor Román H. Néstor obtuvo de su primer y, hasta la fecha, único éxito, un gran rendimiento, incluyendo la magnífica casa en la que se encontraba en aquellos momentos. Disfrutó de su luna de miel con los lectores y con sus colegas escritores, que admitieron de buen o mal grado la maestría del novato, hasta que su editor empezó a reclamarle una nueva novela. Y ése fue el inicio de su padecimiento.
La idea de la suerte del principiante o, para expresarlo con menor finura, la del burro al que le suena la flauta, no le abandonaba ni por un instante. Y recordaba con pesar días y días pasados ante su escritorio de madera de roble, teniendo a la vista un papel blanco inmaculado que empezaba a llenarse primero de frases, luego de correcciones, y por último de borrones. Las presiones de la editorial y de los mismos medios de comunicación hicieron mella en él. Empezó a beber algo más de la cuenta, con la esperanza de propiciar la visita de las
musas, e inició una serie de aventuras amorosas con escritoras primerizas y honorables damas casadas que le avergonzaba recordar. Fue su relación con Aurelia, esposa de su abogado y amigo Samuel P. (el otro hombre a quien esperaba aquella noche para cenar), la que despejó su mente y le dio la idea para la que había de ser su segunda novela, Adulterio criminal.
Cortó la relación con Aurelia (por fortuna nada de ello había trascendido, actuando ambos con discreción máxima) y se encerró en su casa para dar forma al adúltero crimen que su misma vida privada le había sugerido. Escribía de forma incansable, aislado completamente del mundo. Su editor había prometido no molestarle en el transcurso de seis meses, y al tercer mes la novela ya estaba terminada. Néstor la leyó de principio a fin y le pareció magnífica, incluso superior a la primera.
Antes de comunicar la grata noticia al editor, quería hacer partícipes de su alumbramiento a sus amigos, los citados Román H. y Samuel P., a quienes, como sabemos, esperaba aquella noche en su casa.
La invitación tenía además otra finalidad, y era lograr la plena reconciliación de los dos hombres, antes íntimos amigos, y actualmente distanciados a causa de una demanda por plagio interpuesta por Román contra un escritor desconocido, la cual había perdido a causa, según el propio Román, de la chapucera intervención del abogado Samuel. Néstor apreciaba a ambos de corazón, y recordaba cómo se había quedado maravillado al conocer a Román, escritor respetado, pero de trayectoria irregular. Menos admiración sentía por Samuel, de verbo fácil pero escasa enjundia. Lo mejor de él, pensó Néstor con una mezcla de remordimiento y crueldad, era su esposa Aurelia.
Nunca dejará de admirarme vuestra puntualidad dijo Néstor, mientras ayudaba a Samuel a despojarse de su caro y pesado abrigo. ¿Llegamos demasiado temprano? preguntó Román, que no necesitaba de ninguna ayuda para quitarse la fina y gastada chaqueta de paño.
No, está bien. Néstor condujo a sus invitados al salón . Rosaura lo ha dejado todo listo y ha preparado una cena fría con pastel de carne, fiambres y ensalada. Pero, como podéis imaginar, lo mejor es el aperitivo. Os tengo reservado un brandy excelente.
Los invitados acogieron con entusiasmo el magnífico licor, y formularon varias indiscretas preguntas al anfitrión sobre los gastos de mantenimiento de su casa de campo, y otras, más pertinentes, sobre su segunda y esperada novela.
Bueno, ya te comenté que la tenía casi lista, Román. El interpelado asintió . Tenía que haber sido un secreto, pero no pude evitar confiarme a mi mentor literario prosiguió dirigiéndose a Samuel en tono de disculpa, dado que éste nada sabía de la obra.
¿De qué se trata? preguntó el abogado . ¿Otro seductor asesino de mujeres con chaqueta de terciopelo?
No. Esta vez la novela trata sobre una relación adúltera. El triángulo amoroso de siempre que termina mal, muy mal.
¿Mal para quién, para el tercero en discordia?
¿Por qué habría de ser un tercero y no una tercera?
Porque, aun hoy, es más habitual que sea un hombre el que seduzca a una mujer casada que al revés. Las mujeres son menos proclives a inmiscuirse en los matrimonios ajenos. Les resulta mucho más cómodo destrozar los propios desde dentro, recibiendo a sus amantes en
su mismo hogar, mientras el marido trabaja como un condenado para mantenerlas resopló Samuel, cómodamente tumbado en el sofá, mientras Román miraba con aire ausente el fondo de su vaso y Néstor permanecía de pie, con la copa en la mano, frente a ellos.
El escritor observó con tristeza que sus dos amigos apenas habían cruzado palabra desde que habían entrado.
En cualquier caso, seguro que será otro éxito masculló Román, que parecía ya algo achispado por el brandy . ¿Cómo se titula?
Adulterio criminal. Falta corregir algunos párrafos en los capítulos iniciales, pero son poca cosa.
Entonces dijo Román alzando su vaso , brindemos a la salud de los adúlteros de ambos sexos, de sus engañados cónyuges y de los criminales de toda especie.
Los tres hombres bebieron solemnemente.
Empiezo a estar hambriento. Pasemos al comedor propuso el dueño de la casa.
Media hora después, el mentor literario de Néstor se atiborraba de pastel de carne y de ensalada de langosta como si no fuera a existir un mañana.
Vives como Lúculo, discípulo dijo . Pensar que hasta hace poco eras un completo desconocido, y ahora te ves rico y famoso, mientras otros llevamos veinte años penando para hacernos un hueco.
Tu renombre nadie lo discute dijo Néstor bostezando. Se sentía soñoliento. Pensó que había bebido demasiado vino.
Sí, eso es cierto, he trabajado y trabajo mucho y mis obras gozan de excelentes críticas. Sólo faltaría que el público se decidiera a comprarlas. Unos nacéis con fortuna, y otros nacemos sin ella. Creía haber escrito algo, no hace mucho, que sin deshonrar mi estilo pudiera ser más del gusto del común de los mortales.
Pero un escritorzuelo oportunista se apropia de ello, le da unos cuantos retoques, y lo vende como obra de su creación. Ya va por la tercera edición. Y yo me veo inmerso en un proceso judicial que pierdo, pese a tener toda la razón. Y, para más inri, quedo públicamente en evidencia y me veo obligado a pagar las costas del juicio y la minuta, alimentando aún más a mi ya bien cebado abogado.
Néstor miró embobado a Samuel, que había palidecido hasta quedar del color de la cera, con el tenedor suspendido en el aire.
Nunca se sabe lo que fallarán los jueces. Y, de hecho, fallan con frecuencia. Néstor intentó bromear sin éxito . Un asunto así no puede enfriar la amistad de dos excelentes hombres que, como vosotros, tienen tanto en común.
Hasta dónde yo sé replicó Román , teníamos quizá antes poco o mucho en común, pero ahora una sola cosa nos une: tú.
Sí, y es en beneficio de nuestra amistad que os he reunido hoy aquí. No se trataba sólo de celebrar la conclusión de mi novela.
Ni la conclusión de tu aventura con Aurelia, supongo dijo con calma el abogado, mirándole fijamente.
Néstor se quedó petrificado. La estupefacción que le invadió, junto con su repentino cansancio, debió de darle un aspecto de lo más ridículo, ya que los otros dos empezaron a reír con una risa extraña, burlona, taimada.
¿De verdad creíais que no iba a descubriros? dijo Samuel, sirviéndose un pedazo más de pastel de carne . Conozco a mi mujer como la palma de mi mano, y no me resultó difícil darme cuenta de que ocultaba algo. Lo primero que teme un marido es, como tú bien sabes, que su esposa le engañe. Y eso fue lo que pensé, aunque confieso que tú, que pareces tan íntegro y decente, no estabas entre los princi-
pales sospechosos. Pero Aurelia es débil y estúpida. La acorralé y, por despecho, ya que tú justamente acababas de abandonarla, confesó. Se ha tomado unas vacaciones, unas largas vacaciones. Tú también deberías descansar. Pareces agotado. ¿No estás de acuerdo, Román?
Néstor no daba crédito a sus oídos. Le parecía estar soñando. Se le cerraban los párpados y, sentado a la mesa, apenas podía sostener la cabeza. Pudo oír que Román decía:
Sí, yo también creo que es hora de que Néstor M. se tome un descanso. Que desaparezca, incluso. Resulta peligroso vivir solo en una lujosa casa en medio del campo, sin vecinos cercanos. Es una tentación para ladrones y gentuza de todo tipo. Por ejemplo, cuando nosotros nos vayamos y tú te quedes solo, Néstor, podrían entrar para robarte, y si les sorprendieras en plena faena, los resultados podrían
ser trágicos. Pero antes de que eso suceda, voy a poner, por si acaso, a buen recaudo la novela.
Se levantó de la silla y se dirigió hacia la escalera que conducía hasta el despacho de Néstor. Pero al llegar al primer escalón, se volvió y continuó:
No deberías mezclar alcohol con somníferos. Te deja atontado e indefenso ante cualquier ataque. Como el que parece que está preparando Samuel, que a tus espaldas se acerca, amenazante, con el atizador de la chimenea.
Néstor ya se había caído de la silla y desde el suelo siguió escuchando el parloteo de Román, como si llegara desde otro mundo: Hay que ver. Los abogados se lo toman todo al pie de la letra. Así, mientras él pone punto y final a su particular adulterio criminal, yo voy a ver si el mío necesita de alguna corrección y, tras ello, estampar en él mi firma. ¬
Ignacio Navarro Cortes Viñetasdeldesempleo5 . Tinta (2022)Fábula viral
Martha Camacho (México)YO SUGIERO CAMBIAR de estrategia dijo el Ajeb tras azotar la puerta del bar Petri.
¿En verdad? El Bub miró al Ajeb, éste era joven, demasiado novato.
La reunión se estaba volviendo ruidosa y Don Kentaur, el más fuerte de ellos, se aclaró la garganta conminándolos a seguirlo. En el gran recinto, el 19, desprovisto de sus mortales púas, estaba atado con poderosas cadenas de antígenos, venenosas para los asistentes. Los demás lo miraban con verdadero terror, fascinados.
El 19 babeaba y gemía sin remedio, azotando las cadenas, intentando liberarse. Un monstruo sujetado por necesidad que fácilmente podía engullir y destruirlos a todos, incluyendo sus compinches, las jóvenes variantes.
Él no quiso cambiar de estrategia afirmó el Ajeb , y mira cómo terminó.
El Bub sacudió sus terminales, remedo de risa triste para luego continuar:
Nunca quisimos matarlos y el 19 es irracional, sin control alguno. Nuestra idea es sobrevivir a ellos, querido, no depredarlos. Traigo dos invitados.
¡No mames! replicó el Bub , el Zóster es un imbécil.
Pero tiene al menos un buen ratón con ellos, mínimo unos mil añitos, no lo puedes negar.
¡Siempre sales con “es-que-le-saben-porviejos-más-que-por-diablos”! Ni se te olvide el cabrón del Brucella…
Es capaz de vivir de incógnito bajo sus narices cortó de tajo el Bub . No me hagas esa
cara, bien sabes que se esconde bajo la piel de sus células sin que se den cuenta, y hace su chamba chingaquedito, sin parar, hasta joder con ganas.
Mientras meditaba las ideas de el Bub, Don Kentaur movió sus propias espinas en una demostración tan sonora como muda. Aun sin los zumbidos electromagnéticos de sus cargas cuánticas que no alcanzan para un fonón, no evitaban que los compas virales hablaran. Cualquier virus que se respete no se ausenta de comunicarse.
Vean esto, chicos tomó la palabra Don Kentaur , nuestro querido Ebbie se los petatea en dos días. Este chamaco, nuestro bien talentoso 19, pudo hacerlo en menos tiempo. Pero denle hilacha a esos míseros alambres dentro de sus caparazones y reflexionen: ¿saben qué habría pasado? Ni se me queden mirando así, como si les hablara la Virgen. Clarolas que lo saben, ya sucedió. La chota de ellos nos está deteniendo. Obviemos el asunto que las nuevas armas y que las vacunas. Todos maldijeron . Menos esas desgraciadas alianzas con sus curanderos de bata blanca, o que le recen a sus amigos imaginarios. Neta, es una pendejada atacarlos como lo estamos haciendo.
¿Por eso trajiste a Zóster? cuestionó el Ajeb.
Don Kentaur retrajo sus espinas, se acomodó su ropaje, pareció tomar una bocanada de un puro inexistente y afirmó: Necesitamos aprenderle. No hay de otra.
Las protestas no tardaron en escucharse, las miradas y murmullos de sospecha llenaron el recinto. El gordinflón aludido, la panza redonda y sus terminales plegadas como un origami proteínico, se deslizó en medio de todos. Dejó una peste penetrante a manteca quemada y rancia.
Les saludo dijo con recalcitrante voz que no dejaba de tener acentos amenazadores , variantes del coronita como les llaman allá afuera. El panzón rio, demostrando una absoluta falta de respeto . Luego me kissean las terminales, ¿para qué me invocaron?
Don Kentaur se resistió a hacer una reverencia como hacían los novatos, al tiempo de evitar lanzarse contra el recién llegado. Las mafias virales se odian a muerte entre ellas pero son hermandad. Un pacto, sellado cuando las proteínas y aminoácidos estaban en pañales, les impide asesinarse unos a otros. Necesitaban su conocimiento y se obligó a ser humilde.
Queremos saber indicó Don Kentaur luego de carraspear y fumar de su puro imaginario ... No, me corrijo, necesitamos saber cómo lo lograste.
¿El what? respondió Zóster haciéndose el desentendido. Siempre disfrutaba el impacto que hacía con su mera presencia.
El estado de parasitación contestó Don Kentaur conteniendo el estallar en un impulso suicida.
Zóster soltó la carcajada.
¿Es en serio?
El silencio de los presentes lo convenció de que hablaban en serio. Incluso el 19 calló su ronco gemir y se mantenía quieto, a la expectativa.
He vivido con ellos más de mil años, desde que comenzaron a caminar y a pensar. No soy como ustedes, mezcla de quien sabe cuántas madres revueltas en un caldo de cultivo. Uste-
des son bien improvisados, una sopa de quimeras. En cambio continuó , la alcurnia y clase se notan. Savez-vous, mes racines son hu-ma-nas dijo lentamente . Y les repito porque no quiero malentendidos: hu-ma-nas. El que se me convoque para impartirles mi saber me parece un insulto. Es como intentar que un puñado de murciélagos, cerdos y monos, lean.
El 19 rugió y las demás variantes se agitaron en oleadas rojas mentando madres y cadenas genómicas. Zóster se limitó a sonreír a pesar de su corta estatura, 200 nanómetros de pura neta valedora.
Tsk chasqueó con los labios sin dejar de sonreír, imponiéndose sobre el ruidero . Ni siquiera se escandalicen, Kentaur llamó quitando el sobrenombre y pasándose el respecto por el arco del triunfo . Quien fuera la madrepadre o visconversa del novato, este defectuoso 19, es un bruto tan bestial que ni madres supo hacia qué o dónde atacar, así que le apuntó a todos los tejidos que pudo. Ni siquiera la Belle Lyssa y sus rabiosos hermanos son tan pendejos. Y no me digan que quieren quedar como ellos, gángsteres de pacotilla, domesticados por los humanos desde hace mucho tiempo.
Don Kentaur rugió, frente a la eterna sonrisa de Zóster, quien siguió hablando.
No te confundas, güey. Soy fundamentalmente hu-ma-no, mon chéri. Ser mafioso de corazón es no compadecerte: ataco a sus niños. Luego de ese primer atentado, después de marcarles la piel para recordarles quién manda, emigro hacia la parte más brillante de sus cuerpos, los bellos campos neurales, algo que ustedes ni conciben. Y desde ahí, intocable, puedo volver a manifestarme o puedo vivir en paz hasta que ellos echen su último aliento.
“Me has llamado parásito, merde de virus
que eres. ¿Parásito, yo? No mames, me haces reír. El mafioso verdadero es un intruso y amigo, un simbionte, que está allí siempre, que está al tanto de atacar cuando bajan la guardia. Pero además el gángster verdadero es inteligente: no matas a lo pendejo. Para depredadores imbéciles allí tienen su precioso 19. Okey, paso el insulto de mandarme llamar. ¿Quieren un consejo entre pairs? Háganle como yo, el discreto rey: anido en ellos gracias a su tibieza, a la ausencia de sol en sus huesos, al amor en su sangre.
”
Pero recuerden, es la neta netera, les correspondo con mi amor a la vez, malquerido Kentaur y demás bárbaros. Así, esa sensibilidad exacerbada que les hace crear arte, permite que sus inmunitarias bajen. Entonces, cual ganado esclavo y bien contento porque no saben que lo son, los marco con las llagas de mis propios besos. Veo que trajeron a el Brucella. Háganse un favor y que les gire la hilacha que todos llevan por dentro: es una bacteria a la que también hemos domado gracias a mi ganado humano. Y ¡es del tamaño de una nube, con un carajo! ¿Cómo piensan comunicarse con eso? ¿La van a ordeñar o qué? El Ajeb se le enfrentó:
¿Tus esclavos?
Lo son contestó Zóster sin perder compostura ni sonrisa . Ya dentro de ellos, no pueden matarme ni abandonarme. Y no voy a dañarlos al grado del asesinato. No me conviene. A nadie de los míos. Ya estuvo bien de charlas para pendejos. Si me permiten, me devuelvo a mi descanso. Ahí se ven si tienen tele.
¡Ni máiz! exclamó Don Kentaur ¡No puedes irte! ¡Debemos pararle a la división en nuestras hermandades! ¡Es un caos si nos seguimos dividiendo en miles y miles de variantes! ¡Cada brother es cada vez más débil, con las espinas cada vez más cortas! ¡Y nos persigue la chota para atarnos con esas nuevas armas, las vacunas! ¿Cómo vamos a sobrevivir?
No es mi business. Me adapté porque aprendí a amarlos. Pero ustedes, punta de pendejos, nomás piensan en asesinarlos. Pero bueno, ahí les va mi último consejo y me retiro: revisen qué madres hacen, la Flu comenzó como ustedes y ahora, abandonada en las callejuelas del desprecio, está olvidada.
“El mafioso que ama es quien sobrevive, así vivimos y sobrevivimos, mon chéri. Aprendan a hacerlo y si no, linda extinción. Ciao bambinos! ¬
Mónica Montoya, “Delirio Oscuro”. Lafemmeinnoir . Ilustración digital (2022).SyndromeCity
Ajedsus Balcázar Padilla (México)LAS NOCHES ERAN largas en la ciudad y los peligros que se extendían en todo el territorio nos acercaban cada vez más a lo inhumano.
La comunidad hablaba de grandes sectas con cultos satánicos proliferando en los suburbios. Otros decían que los demonios habían salido de oscuros portales en los profundos túneles del metro. Lo cierto era que las investigaciones seguían y seguían, la impotencia de no encontrar culpables definitivos para el conjunto de atrocidades que ocurrían en la metrópolis nos sumía en una pesada incertidumbre. ¿Acaso algún día los intensos patrullajes darían resultado?
No es que todo nuestro trabajo fuera una bazofia, simplemente encontrábamos a delincuentes con delitos menores: robo a mano armada, falsificación de billetes, narcomenudeo y secuestros, mas nunca a los asesinos seriales que abundaban ocultos en quién sabe dónde.
Mi nombre es Horacio Clarke, comandante del FBI en la Syndrome City. Dirijo a un grupo de agentes especializados en investigación delictiva en todo el lugar.
Nuestras jornadas de trabajo nunca terminaban, descansábamos un rato para seguidamente volver a la acción, como robots a la orden del sistema. Nuestro gobierno era indiferente y frío hacia todo lo que pasaba en la ciudad. El gobernador simplemente se jactaba en clubes nocturnos o tomando en su gran mansión, casi nunca atento a las peticiones de los pobladores. Por suerte, su asistente artificial Karina, llevaba la mayor parte de las responsa-
bilidades en todo el sector. Además de comunicarse con nosotros cuando algo se salía de control.
La metrópolis se escondía entre las brumas tóxicas y las luces de neón de los altos rascacielos. Las pocas horas de luz que nos proveía al día eran opacadas por las mismas moles de acero que se alzaban en el territorio. Muchas eran utilizadas por poderosas corporaciones y, otras más, para viviendas de la aglomerada población.
Una noche, se nos había reportado una actividad ilícita en una iglesia abandonada. Un grupo de encapuchados metieron a una decena de personas contra su voluntad. Todas amordazadas y con cintas en los ojos.
Arribamos al lugar lo más rápido que pudimos y, tras forcejear un rato, pudimos acceder por una de las puertas traseras del convento.
Avancen con cautela ordené mientras cortaba cartucho y colocaba el silenciador.
Todos los chicos activaron sus gafas de visión nocturna y avanzaron entre los pasillos oscuros. Algunos gritos y gimoteos se escuchaban muy al fondo.
Cerca de las salas de confesión pudimos encontrar a un hombre que apuñalaba a sangre fría a una mujer. Sus brazos se movían repetidamente metiendo y sacando el largo cuchillo.
Dos de los agentes entraron y dispararon al sujeto. Éste se revolcó en el suelo y empezó a gritar. Uno de los chicos le quitó la capucha y otra máscara inusual lo cubría abajo.
¡Maldito! Pagarás por tus fechorías sen-
tenció el oficial Ordóñez y le colocó unas esposas.
Tras eso, el delincuente empezó a reír, con una tonalidad que parecía una grabación. Seguimos avanzando en el lugar hasta llegar a la sala principal. Enfrente de los altares, las personas secuestradas pendían colgadas de una especie de cruz hecha con la madera de las butacas. Todos habían sido apuñalados y sus tripas colgaban. El semblante de horror de los chicos fue más que evidente.
¿Qué mierdas son ustedes? preguntó el joven Raúl mientras apuntaba.
Uno de los hombres con una túnica ensangrentada se acercó y habló: Somos tus putos dioses, mocoso.
En aquel instante todos los miembros del culto empezaron a reír y alzaron sus brazos al cielo.
¡Disparen! indiqué y todos lanzaron una ráfaga de proyectiles ante los criminales.
Pasaron los segundos tal como una marea densa de inconformidad. Hasta que los disparos traspasaron a los objetivos por alguna extraña razón.
¡Deténgase!
Todos pararon y vimos con intriga cómo cada uno de los seis integrantes de la secta empezó a esfumarse como el vapor. Frente al fuego que se había encendido con las cortinas del lugar, lograba observarse una pequeña brecha de fragmentos luminosos que flotaban como símbolos y números binarios. Tras unos minutos, todos desaparecieron, dejando a los cuerpos sacrificados atrás.
¡Con un demonio! ¿A dónde se han ido esos cabrones? cuestionó Pablo Ordóñez, dando vueltas por el convento.
Seguramente volvieron al infierno exclamó Raúl Peña, mirando hipnóticamente el fuego que se extendía por las paredes.
Ante la caótica situación, me había quedado sin palabras. Era la primera vez que observamos cómo desaparecían de la escena del crimen. Pero más allá de pensar a dónde habían ido, la verdadera cuestión era: ¿Quiénes eran?
El equipo de forenses llegó al lugar de los hechos y empezó a limpiar y a levantar los cuerpos.
Más tarde un buen amigo, el doctor Aurelio Ocampo, llegó personalmente a analizar la escena del crimen. Mientras paseábamos por los alrededores, me acerqué a él y le pregunté: ¿De qué forma lógica unas personas podrían esfumarse tan fácilmente? ¿Acaso existe alguna droga que nos hayan inducido?
El hombre ya mayor de edad me observó con sus lentes empañados por humo y se los quitó para limpiarlos.
¿Acaso observaron cómo sucedió? preguntó y me observó con intriga.
Lo vimos, compadre. Todos desaparecieron frente a nuestros ojos. Y lo peor: pude ver un extraño fenómeno visual en el área donde estaban, pues un vórtice de símbolos lumínicos se mecía alrededor de ellos, para finalmente desaparecer…
En aquel instante, algo debió de pasar por la cabeza de Ocampo, pues se quedó en silencio por un momento.
Es curioso lo que ha visto, comandante. Pero si gusta hablar más tendidamente de esto, podría ir a mi laboratorio. Ahora mismo me es difícil explicar algunos detalles. El hombre me habló más bajo y observó a su alrededor. Otros forenses tomaban muestras de aquí y allá.
Me parece excelente, lo veo luego, amigo.
Tras ello me retiré y salí del lugar.
Subí al automóvil y me dirigí a mi departamento en uno de los suburbios más alejados de Syndrome. En aquel instante me sentía con un
mal sabor de boca. Más allá de los malditos crímenes que rodeaban a la ciudad, siempre que me alejaba de los compañeros del trabajo y los deberes cotidianos, un terrible vacío acudía a mi mente. Detrás de mi persistencia para atrapar a los delincuentes estaba mi afán de encontrar a los culpables de la desaparición de mi esposa Sara. Ella era una mujer hermosa y despampanante, con grandes pechos y labios carnosos. Cuando conducía sobre los puentes que conectaban las periferias, siempre recordaba los buenos momentos que había pasado con ella. Casi siempre paseaba conmigo y en ocasiones nos estacionábamos abajo de los viaductos y teníamos sexo. Yo acomodaba el asiento y Sara cabalgaba encima de mí. Me encantaba tocar sus anchas caderas. Hasta sus besos sabor a tabaco sabían exquisitos. El duro patrullaje se volvía agradable a su lado y, por un breve momento, toda la oscuridad que bordeaba a la ciudad se volvía más digerible.
“Algún día me encontrarás, mi amor. Sé persistente”, me decía y me regalaba un beso en mi mejilla. Frenaba en seco y, a pesar de ser un hombre duro, algunas lágrimas salían de mis ojos.
“Ojalá estuvieras aquí”, murmuraba mientras ponía mi cabeza sobre el volante.
A la mañana siguiente acudí a los laboratorios del doctor Ocampo. Se encontraban en uno de los rascacielos de la Corporación Sybreed, enfocada en biotecnología. Luego de ascender veinte de los lujosos pisos, pude acceder a su oficina. Algunos extraños cilindros de cristal flotaban en su interior con algunos fetos de animales flotando en un líquido fosforescente.
Me alegra mucho que hayas llegado dijo el viejo, mientras encendía un cigarrillo y caminaba hacia mí.
Buen día, mi estimado. Nunca es tarde para
resolver un misterio dije y lo saludé con un fuerte abrazo.
Claro, claro. Me alegra mucho verte. Más porque tus observaciones me resuelven una serie de conjeturas que he formulado con el tiempo…
¿Qué conjeturas?
Aurelio me invitó a tomar asiento cerca de su escritorio y me sirvió un poco de licor en un vaso de cristal.
Tal vez esto sea difícil de digerir. Pero, como has visto, Syndrome City parece un lugar olvidado por Dios. Asesinatos extraños diariamente, orgías con caóticos sacrificios en algún lugar subterráneo y hasta múltiples desaparecidos que van a parar a quién sabe dónde. El doctor tomó su copa de un trago y me observó . Tal como tu extraviada esposa. ¿Cómo se llamaba?
Su nombre era Sara. ¿Qué tiene que ver ella en esto? pregunté con incomodidad.
Tal como me explicaste, aquellos delincuentes del culto en la iglesia se esfumaron después de un torbellino con símbolos extraños. Ocampo se levantó y caminó hacia la gran ventana que daba al exterior. Algunos rayos caían sobre los rascacielos del horizonte . Hay cosas que el gobierno nos oculta. Cosas tan desconocidas que se nos prohíbe contarlas con total facilidad. Tal vez te preguntes por qué manejo el equipo forense. En mis visitas a la morgue estatal he logrado ver a los peculiares cadáveres que yacen ahí. Muchos de ellos son enterrados en fosas comunes y hasta en el cementerio. Más allá del estricto rigor mortis que tienen los cuerpos cuando acudes al panteón meses después y los desentierras, he encontrado a muchos muertos con las mismas características físicas que cuando eran sepultados; en otros casos sus cuerpos desaparecen y no son encontrados en ningún lugar…
¡Carajo! ¿A qué va con eso, doctor?
Mira, Horacio. Los crímenes en la ciudad son tan alarmantes porque así deben de ser.
¿Que son normales? cuestioné.
Algo así. Mira este mundo. Más allá de ser peligroso, es una maldita farsa. Observa a tu alrededor, las dimensiones de esta ciudad parecen megalíticas, tan enormes que no sabemos realmente para qué son todos estos edificios. Y mucho menos quiénes son todos esos criminales que matan casi por simple gusto. ¿No te parece inusual?
El doctor se quedó mirándome como si quisiera que diera mis conclusiones y, luego de pensar un rato, tenía más preguntas que respuestas.
No logro entender. ¿Acaso los asesinatos son falsos?
No necesariamente. Porque para eso estamos aquí. Tú para investigar y arreglar los sitios en donde suceden los siniestros y nosotros para limpiar y regresar todo a la normalidad. Tus registros sirven para aportar datos estadísticos al sistema, pero no para resolver o causar algo significativo en la sociedad.
¿Me está diciendo que todo mi trabajo es una basura? pregunté con cierto hastío.
Para nada, mi estimado amigo. Más bien eres parte de un sistema de tareas en un gran y meticuloso ordenador. Estamos en una simulación ¿Acaso no lo ves? El hombre caminó hacia la salida y me invitó a seguirlo . Necesito enseñarte algo.
Luego de caminar por los amplios pasillos de Sybreed, subimos unos pisos más arriba del edificio y entramos en una gran sala con instalaciones de súper computadoras. Algunos paneles holográficos adornaban las paredes, mostrando gráficas y la ubicación de ciertos individuos en una pantalla. Avanzamos un rato, y luego Ocampo desplegó un panel flo-
tante al tocar algunos comandos en su tablero principal, hasta que salió una imagen que decía:
¡Bienvenido a Syndrome City!
Entre y haga matanzas en masa. Viole y mate. Todos los nefastos actos que usted puede pensar se pueden hacer realidad. Ingresar
Este edificio no solo sirve para la investigación de criaturas y organismos sintéticos. Toda esta ciudad es un juego.
Observé con total consternación a Ocampo, no podía creer semejante tontería.
¿Me estás diciendo que todo esto es una gigantesca simulación para enfermos con ganas de matar? ¡Maldita sea! ¿Entonces qué soy realmente?
Es interesante que lo digas. Tal como muchos de tus compañeros, eres una amalgama de conductas y algoritmos autoconscientes. Es preciso que sigan órdenes como todo en el mundo, pero pueden realizar ciertas evoluciones en tu conducta. Por lo que he visto, has sufrido tanto por la pérdida de tu esposa. ¿Acaso no quisieras volverla a ver?
¡Claro que me encantaría! Pero está muerta…
No lo está amigo. Recuerda, todo es una simulación y a algún lado se van algunos de los que desaparecen. Una vez uno de los usuarios que entran a este mundo quiso llevarse a tu mujer, la metió al materializador cuántico y regresó a su mundo.
Pronto una gran cápsula con cientos de electrodos bajó del techo y una de sus compuertas se abrió.
¿Quieres salir de aquí? pregunté con inquietud.
Solamente quiero darte algunas respues-
tas. Tómalo o déjalo.
Tras aquella frase, caminé hasta entrar en aquel aparato y todos los cables se adhirieron a mi cuerpo. Luego se cerró y una amplia gama de colores y sensaciones sepultaron mi presencia, hasta eliminar toda percepción y llevarme a otro lugar.
De pronto mi composición orgánica se fue materializando con la maquinaria cuántica de otro aparato muy lejos de donde había pertenecido. En aquel momento pude abrir los ojos en otro sitio, en un laboratorio extraño y con el cuerpo sintético de algún androide más allá de lo convencional, con una consciencia propia. ¬
Anónimo. Miquiztli,CódiceMagliabechiano,folio12r(circa s. XVI) Ignacio Navarro Cortes Viñetasdeldesempleo1 . Tinta (2022)La masacre del asado
Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina)CUANDO DESPERTÓ, el cadáver seguía allí, hubiera escrito Monterroso. Pero el inspector Quesada no era Monterroso ni se dedicaba a escribir; ni el cadáver de la cocina era el único que se mantenía en su sitio, otros tres lo aguardaban en el patio. Recuperado del anonadamiento provocado por la primera vista del cuerpo, estudió los detalles: mujer en sus treinta, con buena tonicidad muscular a pesar de la delgadez. Los jirones de tela sobrevivientes le indicaron que llevaba un vestido ligero. En cuanto a las heridas que lo conmovieron, consistían en desgarros, mordeduras y zarpazos; las que temía encontrar cuando recibió el llamado, las que nadie quería ver en la ciudad. La sangre era la esperable; sobre la joven, las paredes, el piso, los muebles. Suficiente, los forenses se encargarían del resto.
El choque con los tres cuerpos del patio lo afectó menos, el primero actuó como una anestesia. En cambio, salir al aire libre volvió a provocarle rechazo. Nueve meses y aún no se acostumbraba a alzar la vista para ver pintada de naranja la bóveda celestial. El sol se camuflaba detrás de los gases, había desaparecido la sombra; las cosas adquirían un tono sepia, como si las vieran a través de un filtro. Ironizó: a él le exigirían un rápido esclarecimiento del crimen, en tanto los gobiernos y la ONU todavía no tenían certezas sobre el causante de la explosión que dispersó los gases naranjas en la atmósfera; los rusos culpaban a los yanquis, los yanquis a los rusos, los europeos a los chinos, los chinos a los europeos, y así. Nadie era
responsable. En cuanto al caso, la primera impresión decía que no haría falta una investigación profunda para dar con el culpable o los culpables, algo que no quería plantearse.
Las víctimas del exterior eran hombres. Uno de ellos estaba en el lateral junto a una pila de leña. Otro, sentado en una mesa de cemento donde había una tabla y restos de queso. El tercero estaba al fondo, más allá de la piscina, al lado de la parrilla. Empezó por el más lejano. El fuego había muerto hacía rato; alguien debió echarle agua, buena parte de los leños estaban sin consumir. No había carne a la vista; lógico, si el asesino era el que señalaban las heridas. Las del hombre eran similares a las de la joven.
Por lo que quedó del rostro, el inspector entendió que era mayor, alrededor de los sesenta años. En su caso, las prendas reducidas a harapos habían sido una camisa y un pantalón de jean; se estremeció al estimar la fuerza necesaria para rasgar la tela de jean, amén del filo de las garras. El hombre estaba flaco, no podía ser de otro modo, pero había sido obeso, quedaban algunos colgajos de piel para certificarlo. Uno como él mismo, adelgazado por el nuevo régimen de alimentos. Uno con buen pasar, si estaba asando un pollo.
El pollo era la única carne disponible, para aquellos que se resistían a comer perros y gatos y podían pagar su valor astronómico . Cerdos y vacas se extinguieron, sus estómagos no resistieron la nueva alimentación. En el campo, los vacunos se negaron a comer ese
pasto amarillo, brilloso; famélicos, intentaron sumarlos a los feed lots, pero tampoco funcionó; los nuevos granos perforaban las cavidades gástricas, al igual que sucedía con los porcinos. Los pollos resistieron, pudieron procesar los granos verdes como arvejas. Los humanos se adaptaron apenas mejor a las modificaciones. Las hojas se volvieron naranjas y ese color adquirieron las verduras. Para comer algo verde, debía recurrirse a los tomates; ya nunca pasaban al rojo. En cuanto a las harinas, eran difíciles de conseguir. Los cereales estaban muy afectados por el cambio en el cielo, se perdían cosechas sin necesidad de inundaciones o sequías. ¿Cómo no estar flacos con un régimen tan bajo en grasas e hidratos de carbono?
Quesada dejó de lado las asociaciones que le disparó la parrilla; añoraba un buen asado, carne jugosa y grasa dorada. Pasó junto al muchacho muerto en la mesa. Otro que hacía poca actividad física, tendría poco más de veinte años. La repetición de heridas hizo que pronto lo abandonara; caminó hasta el leñero. En nada se destacaba este último de los otros tres. Desde los pies del muerto, cuya edad le resultó difícil de apreciar, miró el patio. Trató de estimar la mecánica de las muertes; aprovechó que tenía la visión limpia, estaba solo; pronto llegarían los peritos y la paz se terminaría; a sus hombres podía mantenerlos afuera, pero a los de la científica, no. La cuestión más importante era determinar si se trataba de un solo atacante, o si hubo más.
Primero murió la mujer, en la cocina; no había pisadas sangrientas en el interior de la casa. Encontraron abierta la ventana del frente, por allí penetró el criminal. Quesada insistía en pensarlo como un asesino; resistiría considerarlo no humano hasta que las evidencias no le dejaran opción. Cualquier colega
opinaría que las heridas eran elocuentes, y hasta decisivas, pero Quesada mantuvo su decisión; había tiempo para caer en el pánico. El asesino penetró por la ventana de la sala, desde la calle, pero no salió por allí. Escogió el lateral o la pared del fondo; tras ella, un terreno baldío, luego el bosque. Paradoja; esa ubicación era de las más caras de la ciudad por la tranquilidad que daba el pinar, y terminaba siendo atacada a causa de dicha cercanía. Se amonestó, estaba cediendo, estaba tomando como irrebatible la acción de los mutantes. Volvió al estudio.
Tras la muerte de la mujer, el criminal salió al patio. Aquí el quid de la cuestión: ¿Era posible que matara a los tres o requirió de un cómplice? Si los atacó de a uno, ¿por qué no escaparon los otros? La mujer pudo no gritar, tomada de sorpresa; en esa hipótesis, debió rasgarle el cuello y las heridas posteriores producirse cuando estaba muerta. El forense confirmaría o descartaría la posibilidad. Aun cuando ella no hubiera dado la alarma, ¿cómo hizo para matar a cada uno, sin que los otros se enteraran? Caminó como si fuera el asesino; primero, el del leñero. El asador concentrado en el fuego, el joven de espaldas, cortando el queso. Posible, otro ataque sorpresivo. Luego fue por el del queso; por último, el asador. Posible era, pero requería de una concentración total de los dos en sus labores, con alzar la cabeza o desviar la mirada un instante, tuvieron que ver el primer asesinato. En ese caso, no hubieran esperado para huir.
El inspector fue hacia la piscina, había sangre cerca. Vio un par de huellas desdibujadas, parecían de un perro. Escudriñó el césped, buscó más rastros. Había pisadas rojas, de un cuerpo a otro; dedujo que eran pisadas, no había otra explicación para esas manchas en el pasto amarillo flúor. Un rumor de voces altas le in-
formó que había llegado la científica; a tiempo, no tenía más que hacer en la escena del crimen. Miró el agua verdosa, la tonalidad de la luz natural por llamarla de algún modo impedía tener certeza sobre el color de los manchones que flotaban entre el verdín y el musgo; apostó por sangre, el bicho se había bañado, eso explicaba que no hubiera huellas de salida. Una conducta poco probable para una bestia. Oyó pasos, se acercaban. Salió por el lateral, no tenía ánimos para charlar con los peritos.
Afuera, se reunió con el teniente Peterson. Le indicó las diligencias a cumplimentar: identificar los cuerpos, entrevistar a los vecinos y recibir los informes preliminares del forense. Con esos datos, las observaciones realizadas y la información que planeaba buscar en internet, podía encarar la investigación. Peterson asintió; al inspector le impresionaba mirarlo, la delgadez resaltaba los pómulos y los ojos saltones, parecía un cadáver ambulante. Caminó hacia el auto imbuido en el desasosiego, sin saludar a los efectivos apáticos que custodiaban el ingreso a la casa. La situación era terrible. Pérdidas multimillonarias; la gente que se quedó sin sustento no se podía calcular, la actividad económica estaba reducida al mínimo. Lo peor, la comida.
La desaparición de grasas, carnes e hidratos de las dietas no habían tenido el efecto saludable que se preveía; la angustia había despertado enfermedades sicosomáticas como nunca en la historia, se multiplicaban los ACV y los infartos. Pronto comenzarían los estallidos, de no solucionarse el cambio en la atmósfera; Quesada no tenía esperanzas, no habían dado todavía con el responsable del ecocidio como calificaban los medios al fenómeno , menos darían con la solución en el plazo que la situación exigía. En la comisaría, el inspector desplazó los tétricos pensamientos sobre el futu-
ro, no estaba en sus manos modificar las cosas. El despacho, con las luces artificiales, le devolvió algo parecido al entusiasmo. Conectó la computadora y buscó datos sobre los mutantes. Recogió información de diversos países. Los mutantes eran animales que toleraban las nuevas composiciones de sus alimentos, pero eran modificados por ellos.
Funcionaba como una especie de rabia, atacaba a perros y gatos, en su mayoría. En Estados Unidos eran una plaga, el setenta por ciento de los poseedores de mascotas se había negado a sacrificarlas; los bichos se contagiaban por mordeduras de seres pequeños, cual las ardillas, o picotazos de aves, y terminaban masacrando a sus dueños. China y Europa fueron más drásticos en la eliminación de animales domésticos; en estos países, la amenaza provenía de los que lograron escapar, a las que se sumaban especies monteras como zorros. Los gatos eran un peligro para los niños, los perros no tenían límites. El inspector pensó en pitbulls y rottweilers al leer ese apartado; temibles de por sí, atacados por la mutación se convertirían en monstruos. En el país, la ola había comenzado un mes atrás; hasta el momento, en su zona no habían tenido casos. De confirmarse el suyo, sería el primero en un radio de casi doscientos kilómetros. Los portales de noticias lo daban como un hecho; Quesada había eludido al periodismo, los expulsó a doscientos metros de la escena del crimen, amparado en las nuevas normas de seguridad nacional.
Leyó un poco más sobre comportamientos y características principales de los mutantes. Ninguna reseña les atribuía acciones propias de seres pensantes; ataques, seguidos del consumo de carne de las víctimas el hambre los motivaba , y huidas inmediatas, eran características comunes a los episodios que reco-
rrían el planeta. Lo sabía, ningún mutante se limpiaba la sangre. Indagó en las mutaciones principales: desarrollo de zarpas afiladas, crecimiento de colmillos y caninos, e incremento de la fuerza muscular, lo que permitía a los canes dar saltos propios de un gato. Imaginó un pitbull volador, lanzado contra su cuello. El arribo del teniente Peterson lo sacó de esas fantasías sobrecogedoras.
Las informaciones confirmaron la intuición del inspector. El forense halló contusiones en las cabezas de los cuatro occisos; alguien los golpeó.
Hasta la autopsia, no podría precisar si esos golpes provocaron las muertes o los privaron del conocimiento. Quesada no necesitaba esperar. Peterson le pasó la identidad de las víctimas. Ángel Bérmida, sesenta años, dueño de casa. Mabel Suppia de Bérmida, treinta y dos, su esposa. Lucio Bérmida, veinte, hijo del primer matrimonio de Ángel. Pablo Cazares, cua-
renta y tres, vecino. El inspector cruzó los nombres con la información de sus retinas. Ángel, el asador; su hijo, el cortador de fiambre; Cazares, el de la leña. En cuanto a los testimonios, los vecinos habían estado muy colaboradores; ella no era querida en el barrio, había abandonado a su pareja para irse con Bérmida, por el dinero. Él ex era Jesús Díaz, un payaso popular en la ciudad, amado por sus acciones solidarias. Y muy hábil para confeccionar disfraces y distintos aparatos para sus presentaciones.
Quesada festejó por primera vez en el día. Seguridad nacional, el juez le enviaría las órdenes de allanamiento, búsqueda y detención en diez minutos, antes que el criminal pudiera deshacerse de todo. Sabía qué encontraría allí: la prueba de que continuaban a salvo de los mutantes. Ni siquiera la atmósfera anaranjada le quitó la sonrisa cuando salió a comandar el procedimiento. ¬
Crimen doble
J. R. Spinoza (México)CÉSAR TREJO TENÍA un ojo hinchado y el labio inferior roto. Había perdido una muela y le punzaba la quijada, era un dolor intermitente que le recorría desde el surco gingival donde faltaba la pieza, pasando por las orejas hasta el lado izquierdo de la frente. Joaquín Quintana, el hombre que estaba frente a él, portando el uniforme azul y la placa, realmente disfrutaba golpearlo. Trejo había cometido el error de acostarse por varias semanas con Rosita, la dieciochoañera hermanita de su compañero. Le prometió las estrellas y esos clichés que usan los hombres de su calaña. Después, cuando la chamaca ya estaba bien ilusionada, la botó, como quien tira un chicle después de mucho masticar.
Quintana le traía coraje desde entonces, pero al ser ambos oficiales, una riña así le haría perder su trabajo. Ahora la situación había cambiado.
“A todos los cerdos les llega su San Martín” , pensó Quintana, mientras contemplaba la cara de Trejo deformada a punta de golpes.
¿Por qué mataste al hijo del senador?
Yo no… mmaté a esse pende-jo balbuceó Trejo, que apenas podía hablar. No mientas, cabrón. Ramírez te vio, tenemos su testimonio.
Yo… yo no fui.
Mira, da igual, yo sólo vine a darte una chinga y la he disfrutado mucho. Quien no la pasará tan bien serás tú. De una o de otra manera caerás en el tambo. ¿Sabes lo que le hacen a un policía en prisión?
Tttú y Ramírez mmme la pelan hablar le resultaba casi imposible . Ccc-cuando salga lib-bre i-i-iré por us-tedes.
¿Cuando salgas libre irás por nosotros?, quizá en andador, porque serás un pinche…
El sonido de una descarga interrumpió al replica de Quintana. Varios disparos, ¿Ametralladora?
Quintana desenfundó su arma y quitó el seguro, salió de la habitación.
Más disparos.
La puerta se abrió de nuevo. Alguien dejó caer el robusto cuerpo sin vida del oficial. César Trejo se puso de pie. Su corazón se aceleró y por un momento olvidó todas sus dolencias.
Un hombre con un pasamontañas atravesó el marco de la puerta brincando el cadáver de Quintana. En su mano derecha cargaba un arma de alto calibre. MP40. Con su mano libre retiró el pasamontañas.
“Es como verse al espejo”, pensó César Trejo antes de ser asesinado. ¬
Gautier Dagoty. Essaid'Anatomiep.27(1754).
Mercancía suave
José Talamantes (México)LA LUZ de los reflectores del dron se paseó por la oficina de Román Gutiérrez, dibujando sombras entre los muebles viejos y la basura electrónica que parecía luchar por ocupar el más mínimo espacio. Román despertó cuando la luz se enfocó justo en sus ojos. Parpadeó reflexivamente e intentó cubrirse, pero una fracción de segundo fue suficiente para ser identificado por sus retinas.
El dron se elevó, cumplida su misión, dejando a Román con un baile de fosfenos para lidiar y la pequeña luz de una lámpara de escritorio. Su lucha se interrumpió por el toc toc de unas pisadas en el pasillo que se escuchaba como dos estiletes de metal castigando el piso.
El toc toc se convirtió entonces en el de una mano pidiendo entrar. Román presionó un botón y la puerta se abrió, el rechinido ocultando el ruido del aire que expulsó al ver a la mujer, curvas sin fin en un vestido rojo que parecía moverse, aunque no hubiera viento en el pasillo. Román la esperaba, pero no tan pronto.
Buenas noches dijo la mujer, casi en un susurro.
Buenas noches, ¿qué se le ofrece? Román pudo responder después de una pausa, dejando que la parte profesional de su cerebro se hiciera cargo sobre la parte cavernícola.
Tengo un misterio para usted ella avanzó sin esperar que Román la dejara entrar. Con su perfecto dedo presionó el apagador a un lado de la puerta. Pero la luz de la oficina no se encendió.
No funciona y lo prefiero así.
¿Qué te parece solucionar una muerte? ¿O dos? ¿Tal vez tres? ella continuó como si no lo hubiera escuchado y entonces pausó.
Suena como que la policía tendrá mucho trabajo.
No en este caso. Todas son mis muertes. Exactamente tres.
Román la miró de arriba abajo, esperando ocultar bien lo que estaba pensando. A pesar de ser acusado de frío muchas veces en el pasado, sus pensamientos solían ser transparentes en su rostro, parte de lo que lo había llevado a tener sólo un pequeño local de reparación de equipos.
Sé lo que piensa, esta mujer está loca de seguro. Me ha visto en la Red, ¿no? ¿Sabe quién soy?
¿Red? Ah, el Internet, pues ¿qué puedo decir? No soy psiquiatra. Y eso me lleva a algo más que no soy, detective. Sólo un simple ingeniero, aquí arreglo ordenadores, androides, ginoides… y lo que esté entre todo eso. Todos los días se inventa algo nuevo y de inmediato sale un nuevo término de la Global Academia de la Lengua. Pero usted sabe todo eso, señorita Gina Voiture, líder absoluta de Corporación Voiture, controladora de la Red en lengua hispana.
Ella sonrió al escuchar su nombre y comenzó a observar lo que estaba a su alrededor, antes de sentarse en la única silla libre frente al escritorio de Román.
Ajá, un simple ingeniero con tres doctorados de las más prestigiosas universidades que
desapareció hace algunos años para volver abriendo una pequeña y oscura tienda.
Me gusta la oscuridad.
¿Disculpe?
Nada, que ya pasó mucho tiempo.
Mi padre bien pudo haber usado a alguien como usted, antes de que falleciera. Lo que le voy a decir es el secreto de la inmortalidad.
Imposible.
Es bastante simple de hecho, copias digitales de los recuerdos de una persona, que se insertan en cuerpos cultivados para ese propósito. El trabajo de mi padre se concentró en la transferencia de conciencia. Y heme aquí.
Gina se levantó el lacio cabello y en su cuello se podían ver pequeños puertos de datos, parecidos a los de los ordenadores más modernos que había en la oficina. Román se acercó un poco y ella sonrió de nuevo, es algo que de seguro tenía bien practicado.
Impresionante, ¿verdad?
Más que impresionante. Pero según me dijo, hay un problema.
No, un misterio. Alguien ha estado matando mis respaldos… y no dudo que siga yo.
Román se inclinó en su silla, chirriando los dientes al escuchar la palabra “respaldos”. Sin decir nada, se levantó para acercase a la ventana, donde movió un poco la cortina para ver hacia fuera. Desde el tercer piso, observó una multitud de vehículos nodriza rodeando una enorme limosina mientras diez drones, no, muchos más patrullaban de un lado a otro.
Tiene mucha seguridad
Es para que vea que hablo en serio.
¿Nos están vigilando?
Ven y escuchan todo excepto esta habitación, debe saber que soy una mujer que valora la privacidad. Algo que se ha perdido mucho en estos tiempos.
La entiendo perfectamente.
Román se alejó de la ventana, convencido de que había sido medido y catalogado miles de veces desde que el primer dron lo había despertado, sólo esperaba que lo dejaran trabajar unos minutos más. Volvió a su asiento y se volvió hacia Gina.
¿Qué quiere de mí?
Encuentre quién me está matando, lo antes posible.
Técnicamente, sus backups… perdón, sus respaldos no son usted.
No me importan sus tecnicismos. Haga lo que le digo.
Román se volvió a la ventana un breve instante.
Supongo que no tengo opción.
Mi gente se comunicará con usted.
Gina se puso de pie, con toda la intención de retirarse en ese momento. Pero la interrumpió la mano levantada de Román.
Espere un momento, necesito un par de cosas antes.
¿Sí?
Primero, un respaldo suyo. Si no estoy equivocado, la mayoría del hardware… perdón, la “mercancía dura”, um, nunca me han gustado los nuevos términos de la Global Academia de la Lengua…
Debería ser más receptivo a los cambios.
Sí, sí. En fin, la mayor parte del procesamiento de su respaldo se hace dentro de su cuerpo. Por lo que podría crear algo similar en uno de mis equipos. Si ese asesino está buscando por todos los medios atacarla, entonces lo mejor es tenderle una trampa.
Román comenzó a acercar varios artefactos, algunos de ellos ocultos por mantas polvosas que, al ser levantadas, dejaban al descubierto equipos que pocos ojos había visto antes.
¡Un servidor Titono! Gina se acercó pasando la mano por el aparato sin importarle la
mancha que dejó en sus finos dedos.
Me alegra que sepa qué es, así no tendré que explicar Román acercó por último una camilla, que también destapó de una manta. Luego la señaló.
Por favor.
Gina dudó un momento, pero luego se acostó sobre ella, dejando su cabello hacia un lado, mostrando los puertos de su cuello al descubierto.
¿De dónde sacó esto?
Trabajé… bueno, digamos que una persona muy cercana trabajó con su padre en este proyecto. Él era casi un Steve Wozniak y su padre un Steve Jobs.
No lo sabía.
El proyecto era más que ultrasecreto. Entonces todavía tiene amigos en mi compañía.
¿Amigos?
Uno de nuestros mejores científicos me lo recomendó.
Román sacudió la cabeza y conectó los cables, algunos de ellos gruesos como víboras y otros más delgados que un lápiz. Gina quedó convertida en una Medusa tecnológica.
Espero que no tarde mucho.
No lo hará.
Román se acercó a los monitores del servidor Titono y comenzó a acomodarlos, algunos de ellos parpadeaban por falta de uso, pero la barra de carga avanzaba con rapidez. 10 %, 20 %, 30 %...
¿Qué era lo segundo que necesitaba? dijo Gina, levantando un poco la cabeza, midiendo el peso de los cables. 60 %.
¿Uh? 70 %.
Dijo “un par de cosas”, ¿qué es lo segundo? 80 %.
Necesito destruir su legado. 90 % ¡¿Qué?! 100 %.
Román levantó uno de los monitores y lo azotó en la cabeza de Gina. En ese momento las ventanas se iluminaron con la luz de docenas de drones que dispararon antes de que pudiera hacer algo más.
La mujer abrió los ojos en una ambulancia, después de que sus médicos personales quitaron el último cable de su cabeza.
¿Está bien, Señora? Me duele la cabeza. De acuerdo con el diagnóstico todo parece en orden, pero haremos un análisis más detallado en el hospital. Traemos el servidor Titono también para descartar cualquier problema. En aquella oficina encontramos evidencia de que Román Gutiérrez era quien estaba borrando sus respaldos. Además, según el equipo de seguridad, él estaba planeando destruir sus empresas… no puedo creer que dejara todo allí al descubierto.
Vamos a la oficina central, ahora. Pero… ¡Ahora!
Los médicos se vieron entre sí y se encogieron de hombros. No había mucho que pudieran hacer, la ambulancia era autónoma y el vehículo iba a obedecer la voz de Gina sobre cualquier otra.
Claro que sí, señora, ¿algo más?
Sí, apaguen la luz.
La bóveda estaba al centro de un edificio en forma de estrella, como las fortalezas medievales de antaño. En esa época, fueron diseñadas así para defenderse de ataques por cañones. Ahora sólo se defendían de otro tipo de ataques con otro tipo de murallas, paredes de fuego.
Por ello, sólo a través de un ataque físico era posible atacar al centro de operaciones de Cor-
poración Voiture y, en este caso, frente a la computadora que estaba siendo el origen de los ataques, estaba la figura de Gina Voiture actuando como ella nunca antes.
No pierdes tiempo, Román 4 dijo uno de los dos hombres desde la puerta recién abierta. La mujer ni siquiera se volvió, continuó con su trabajo y dijo.
Hay mucho trabajo que hacer y poco tiempo.
Por supuesto, la nariz de la señorita Voiture está comenzando a sangrar y no se detendrá. Te quedan algunos minutos, menos que un pastel en el horno, ¡ja, ja, ja! dijo el otro hombre desde la puerta, riendo un poco después del chiste que nadie más entendió.
La mujer no se volvió, parecía no escuchar lo que le decían, uno de sus oídos comenzó a sangrar al igual que su nariz.
¡Mírame, Número 4! gritó uno de los hombres.
La computadora se apagó después de que el hombre gritó. La figura de Gina Voiture se volvió con rostro encajado en una mezcla de furia y dolor. Ambos hombres a los que veía con sus rosados ojos eran las vivas imágenes de Román Gutiérrez.
Por fin te dignas en mirar a tu original, Número 4. Lo que hiciste fue muy tonto, ese cuerpo fue hecho para la señorita Voiture, tu perfil cerebral lo está destruyendo. ¿No es así, Román 3?
Correcto, Román 2. Se podría decir que es un caso de cáncer mental y no hay lobotomía que lo cure. Tienes suerte de que la señorita Voiture siempre se toma sus vitaminas o no hubieras llegado ni a la puerta.
No me interesa lo que tengan que decir un par de clones.
Ooooh, que fiereza, nunca atravesarás el firewall así. Y si no tuvieras una carita tan her-
mosa, ya me hubiera meado, ¡ja, ja, ja!
Calláte, Número 3, y no digas firewall, di pared de fuego. Ahora, Número 4, el Número 1 ya nos había dejado instrucciones sobre tu personalidad. Fue una fortuna que haya decido trazar sus impulsos rebeldes y de temor al cambio. Gracias a eso, las contramedidas fueron suficientes.
¿Contramedidas? ¿Trazar? ¡¿Pared de fuego?! ¡Odio las palabras inventadas! Román 4 llevó las manos de Gina Voiture a su cabeza y comenzó a apretar, gritando.
Román 2 y Román 3 se volvieron a ver. Román 3 sacó una pistola de una discreta funda, mientras Román 2 se inclinó sobre Román 4.
¿Para qué luchar contra lo que no puedes controlar? Número 4, esa búsqueda te ha destruido.
¡No lo entienden! Son ellos en la Global Academia de la Lengua los que me odian, ni siquiera pueden escribir “Global” en el orden correcto. Todo comenzó cuando decidieron cambiar software por “mercancía suave”, ¿qué significa eso? ¡¿Qué significa?! Mi software devolverá todas esas palabras inventadas en las originales. Tenemos las mismas memorias, ¡saben que tengo razón!
Los ojos de Gina Voiture comenzaron a sangrar, sólo le quedaban unos pocos minutos y Román 2 frunció el ceño. Uno de los clones del original Román Gutiérrez había fallado y eso ponía en jaque a toda la operación. Era la muestra de que las variaciones son suficientes para crear una persona nueva, habría que podar toda esa rama de clones. Nada que los posibles clientes quisieran saber.
No digas software, Número 4, di “mercancía suave”.
¿Saben? dijo Román 3 , a mí tampoco me gusta mucho eso de la Academia de la Lengua.
Pero Román 4 no terminó de escucharlo. El sonido de una detonación atravesó la cabeza de Gina Voiture al mismo tiempo que la de Román 2. Los dos cuerpos cayeron uno so-
bre el otro, derramando sus memorias sobre el suelo.
Román 3 encendió de nuevo la computadora y continuó liberando el software. ¬
Claudius (Pseudo) Galens Anathomia . Hombre herido.Un caso olvidado
Dark Wanderer (México)EN UNA HABITACIÓN de hotel, una pareja celebraba por la nueva mano biónica que ella ostenta como reemplazo de su mano destrozada. Su felicidad durará poco. Los sujetos al otro lado de la puerta han preparado sus armas.
>Reiniciando sistemas…
Recuerdo escuchar el corte de los cartuchos, no tuve tiempo de reaccionar. Abrieron la puerta y entraron tres sujetos. Mientras intentaba alcanzar mi arma me impactaron cinco proyectiles. Alice se quedó paralizada, recibió los impactos en la sección del torso. Antes de desmayarme vi cómo se acercaban a ella y se apoderaban de su mano.
Desperté en un cuarto de hospital, los médicos me revisaron y, después de unas horas me informaron que estaba fuera de peligro. Volví a dormirme. Al despertarme de nuevo me esperaba un hombre mayor.
Quisiera estar a solas expresé con seriedad por favor retírese.
Soy el doctor Botello, lamento tu pérdida Lo volteé a ver con una mirada inquisitiva . Por eso y por la cuestión de que sigas con vida gracias a mí, es que estoy aquí.
No sé de lo que está hablando, ¡lárguese!
No te sobresaltes Leo, sólo observa con atención tu brazo izquierdo.
Sonaba demasiado seguro de sí mismo e hice lo que dijo. Mi extremidad fue reemplazada por una prótesis, por un aumento.
Tu pierna derecha y caja torácica también han sido modificadas. Espero que…
¿Por qué no me dejaron morir? ¡Yo no pedí esto!
Tranquilízate, permíteme explicarte. El gobierno requiere de tus servicios nuevamente. Como policía militar que fuiste, eres útil para nuestro propósito. Antonio, mejor conocido como Tony, ha estado apoderándose de mis invenciones. El gobierno se encuentra preocupado por la situación, si el crimen organizado adquiere esta tecnología se volverán un peligro aún mayor.
¡Concluí con mi servicio! ¡No me pueden obligar a nada!
En ese caso, es de suma importancia decirte que tus mejoras no son permanentes. En algún momento, los medicamentos antirrechazo dejarán de funcionar. No sabemos cuándo será, por lo que tienes un tiempo límite para saldar cuentas con ellos.
Sabía que me estaban manipulando; aun así, lo último que dijo era verdad. Aunque quisiera negarlo, lo necesitaba. No dije ni hice nada, sin embargo, mi mirada manifestó que aceptaba.
>Iniciando análisis de fallas...
Durante el año siguiente, el doctor y Leo trabajaron en pruebas y actualizaciones de sus aumentos.
Después de salir del hospital, la sección de inteligencia me proporcionó el equipamiento y capacitación necesarias para realizar la investigación. Me negaron la asignación de personal, pues no tendrían oportunidad contra los maleantes tecnológicamente modificados.
La primera oportunidad para probar los sis-
temas fue un sábado por la tarde. Me encontraba en el techo de un edificio. Según la información recolectada, se trataba de un cliente, una persona con aumentos. Pasaría por la calle 25 a las diecisiete horas. Faltaban cinco minutos, alisté mi rifle. Al llegar el momento, los disparos llegaron en dirección de la calle 20. Demasiado lejos. Llamé al departamento de policía, guardé mis cosas y me dirigí a resguardar la escena. Tiempo después llegó el teniente Medina.
¿Lograste ver algo? preguntó.
No, nada. La inteligencia recolectada fue errónea, necesito que me proporcione los informes completos.
Sabes que así no funciona, pero como siempre, podemos llegar a un acuerdo.
Olvídalo, Medina, la conseguiré de otra forma. El teniente no protestó. Observé el panorama.
El sedán negro y la víctima se encontraban cubiertos de disparos. Solicité que abrieran la puerta del pasajero para confirmar mis sospechas, en efecto, faltaba una de sus piernas. Aquella organización criminal no desaprovechaba ninguna oportunidad para adquirir los aumentos.
Durante el resto de ese año sucedieron diversos eventos parecidos. Nadie cooperaba y gente inocente continuaba muriendo
Tampoco el año siguiente fue fructífero. Todo cambió cuando encontraron muerto en su casa al teniente Medina. El doctor Botello convenció a Leonardo de que era hora de hacerle una actualización a su cerebro.
>Proceso finalizado. Daños críticos…
A pesar de no gustarme, me estaba volviendo menos humano poco a poco, no podía negar todas las ventajas que me proporcionaba. Con la nueva actualización las investigaciones avanzaron muy rápido. Faltaban unos cuantos
cabos por atar cuando conocí a César.
El encuentro se suscitó cuando me dirigía hacia la estación del tren. Nos encontramos en las escaleras. Detecté un cuchillo con suficiente anticipación como para esquivarlo, sin embargo, no consideré que su brazo estaba modificado. El impacto fue directo al vientre y se detuvo al impactar el blindaje. Inmediatamente lo golpeé en la cabeza con mi extremidad normal. Se tambaleó, me aferré al barandal y utilicé mi pierna modificada para barrer las suyas. Continué sujetándole para evitar que cayera. Acto seguido lo tomé por la garganta y bajamos las escaleras. Comencé el interrogatorio.
Obtuve información relevante. Por fin tenía una pista sobre Tony, su secuaz declaró que se reunía los jueves en uno de los restaurantes del centro de la ciudad. Con unos cuantos billetes logré convencer al dueño de permitirme colocar algunos micrófonos en el local.
La noche de la reunión me coloqué en un lugar con vista hacia la entrada. A las veintitrés horas comencé a notar cierta movilización sospechosa. Media hora después llegó una camioneta SUV escoltada discretamente por otros dos autos. Uno aparcó cerca de mi posición. Del vehículo descendieron cuatro personas. De las fotos que me proporcionó el doc, reconocí a Tony y sus secuaces. Entraron y todo continuó conforme a lo planeado. Una vez en su mesa, pidieron bebidas mientras conversaban. La voz de Tony sonaba normal, pero la de su interlocutor tenía un sonido raro, como si utilizara un distorsionador.
Y, bien. ¿Cómo van los preparativos para tapar lo del asesinato? preguntó con monotonía el de la voz rara.
Todo está listo, uno de mis chicos se declarará culpable respondió Tony.
Bien, me encargaré de crear un escenario
convincente para la prensa Tony lo miró con interés ¿Qué? ¿Tengo algo en la cara?
No, nada de eso se apresuró a responder Tony . Sólo me preguntaba si ya tienes a alguien de confianza para suplir a Medina.
¡Silencio! increpó el otro ante el error . Sin nombres, ¿lo recuerdas? Y no, aún no lo tengo. Recientemente es difícil encontrar a quien acepte la misma cantidad de dinero que él. Ojalá no me hubiera amenazado con delatarme. ¿Por qué tenía que pedir más dinero? De todos modos: ¿Algo más?
No, es todo.
Bien, hora de retirarme.
A pesar de que vigilé el lugar, no sé cuándo salió el extraño sujeto del establecimiento. Al reflexionar, tampoco lo vi entrar.
Continué mi vigilancia y también escuché la conversación del auto escolta. El sábado darían un golpe en la calle 53. Por fin tenía una oportunidad clara. A las siete de la mañana Tony abandonó el lugar en su camioneta. Podía seguirlo, pero la aparición de aquel extraño y sus tácticas de evasión eran algo a tomarse en cuenta. Decidí retirarme para planear mis siguientes pasos.
Mientras me dirigía a casa, recibí una llamada del sargento. Me informó que inteligencia tenía pistas sobre un posible atentado, el día sábado, cerca de la estación Acueducto. La locación se encontraba a casi doscientos metros de la calle 53. Ahora no podía confiar en nadie. Actuaría por mi cuenta.
>Redirigiendo energía a los sistemas vitales…
Ese sábado me aposté en un lugar estratégico. A las ocho de la mañana, la calle estaba prácticamente desierta. Confirmé la presencia de dos sospechosos. Concluí que no llegarían más y alisté mi rifle. A uno lo eliminé con un disparo en la cabeza, al otro le di en la pierna.
Con el superviviente utilicé suero de la verdad ya que tenía el tiempo en mi contra. Lamento cómo quedó su cerebro, pero obtuve la localización de Tony.
Debido a mi desconfianza hacia el sargento, le dije que durante el fin de semana prepararía un plan para asediar la residencia. Mientras tanto, el día miércoles acudiría personalmente. Decidí mantenerlo simple, no haría mucho ruido, sólo entraría y eliminaría al responsable principal. El problema es que al llegar no observé ningún tipo de movimiento en el exterior.
La propiedad estaba constituida de dos niveles. Opté por escalar hacia el balcón trasero. Una vez arriba seguía sin detectar algo importante. Cuando crucé la puerta, la voz de Tony inundó el cuarto.
Leo, bienvenido. Siéntete como en casa. Palidecí al instante . Por favor, dirígete hacia el salón del ala oeste, te estamos esperando.
A pesar de ser una trampa, quizás tendría alguna oportunidad. Tony se dedicaba al tráfico de aumentos, pero no los utilizaba. Así que sólo tendría que enfrentarme contra sus ayudantes. Mientras me acercaba al salón, él continuó hablando.
Te hemos estado investigando, sabemos acerca de Alice. No era nuestra intención matarla, sólo fueron negocios. Sabes, te podemos dar al culpable real, así que no intentes nada y negociemos.
Enfurecí. Al llegar a la puerta encendí el detector de movimiento: había seis personas, posiblemente los guardias. Desenfundé y alisté mi pistola. Al entrar a la habitación, con la ayuda de los sistemas, en un segundo atiné seis disparos mortales, uno por cada objetivo. Al menos eso creí. Instantes después las balas me atravesaron y alguien habló.
Vaya, vaya, el doctor tenía razón era el
sujeto misterioso del bar . Eres muy impulsivo. ¿Qué opinas Tony?
Este último sólo asintió. Una trampa muy sencilla, pero efectiva. Se trataban de maniquíes colgados, se movían a través de un riel. El detector no podría distinguirlos. Al fondo del cuarto se encontraban aquellos dos, protegidos por un pequeño muro transparente antibalas y tres personas armadas a cada lado.
El doc nos pidió que utilizáramos balas aturdidoras, pero te consideramos muy peligroso afirmó Tony.
En efecto continuó el de la voz rara . Nos encargaremos pronto de él, parece no entender las reglas de este juego. Antes, acabaré con tu sufrimiento.
Salió de su cobertura, desenfundó su arma. Era una pistola de uso exclusivo militar. Con ese dato, sería fácil dar con su identidad, pero era demasiado tarde.
Me encuentro en su mira. Los sistemas intentan mantenerme despierto, con vida. Comienzo a desvanecerme. Lo único que pasa por mi mente es la sonrisa de Alice, feliz por su nuevo aumento.
>Energía insuficiente. Pasando a modo hibernación…
Antes del disparo, las tres bombas se activaron. Las explosiones fueron controladas y los ocho mafiosos murieron. Instantes después una figura familiar sacó a Leonardo del lugar y lo llevó a uno seguro.
Quienes no entendieron las reglas fueron ellos expreso el doc . Se dejaron cegar por el dinero y el poder. Ahora la Secretaría de Seguridad necesitará un nuevo director. Con la grabación del bar lo podremos evidenciar. Y, gracias a ti y los datos que proporcionaste, he logrado terminar mi investigación. Me aseguraré de que tu muerte no sea en vano. La nación agradece tus servicios.
Poco tiempo después se fundó la compañía RobCob. La tecnología de los aumentos se introdujo al extranjero, utilizando el mismo modus operandi. La compañía se convirtió en una de las más poderosas del mundo. El nombre de Leonardo quedó sepultado en algún sótano del archivo gubernamental.
>Fuente de energía detectada. Iniciando sistemas. ¬
La oscuridad entre las estrellas
Oscar Delgado (México)MIENTRAS ARÍSTIDES observaba el nacimiento de una nueva época para la vida en la Tierra, su mente habría de recordar días anteriores, buscando algún indicio o cualquier señal que hubiera pasado por alto para evitar todo esto. Miraba fijamente las estrellas en el cielo, más allá de los anuncios de neón, mucho más lejos de lo que era capaz de distinguir o de imaginar. Él le había dicho que su hogar estaba en la oscuridad, entre aquellos puntos de luz en el cielo. Le dijo que era más antiguo que la Tierra misma y que había llegado el momento de dar el siguiente paso evolutivo. Arístides no supo qué responder, pero sabía, en el fondo, que no saldría vivo de aquella vieja fábrica. Tres siluetas humanoides, ocultas por la oscuridad, lo rodeaban sin decir nada, sin hacer ningún tipo de ruido. Era el final de todo y él sólo podía pensar en los errores que lo habían llevado a estar en esa situación. En medio de la oscuridad, justo en las entrañas de un edificio abandonado, Arístides recordó.
Era una mañana fría de noviembre cuando él y su compañero Horacio recibieron instrucciones de investigar un posible asesinato en la zona industrial. Arístides se había levantado con migraña aquel día, como le sucedía cada vez que tenía pesadillas. No sabía exactamente la causa de aquellos dolores o de las pesadillas, tampoco las recordaba muy bien, sólo sabía que escapaba de algo sin forma. Después de recibir acostado sus instrucciones a través del aparato holográfico que usaban en el cuartel, se preparó un café, lo bebió casi de un trago y
se cambió para salir. Esperó un rato a su compañero sentado en los escalones del edificio en el que vivía. El lugar era una extraña mezcla entre los antiguos departamentos del siglo XXI, y la nueva arquitectura inteligente del XXII: trozos de acero y cableado brillante que se combinaban de forma indiscriminada con ladrillos rojizos y pilares de cemento gris. A él le disgustaba la nueva tendencia que trataba de imponer inteligencia artificial en cada aspecto de su vida, como si a él le importara mantener una conversación con el refrigerador o la tostadora. Él creía en la simpleza de las cosas, excepto cuando se trataba de su trabajo, claro: la vida de un investigador policial no podía mantenerse en el nivel de lo simple y lo obvio. La gente ocultaba cosas, naturalmente, y su trabajo era descifrar esos misterios que eran sus vidas y sus muertes. Siempre había secretos por descubrir.
El cielo gris y repleto de nubes era su única compañía mientras esperaba. Algunas personas caminaban por la acera hablando por teléfono o a través de gafas de realidad aumentada. La gente usaba todo tipo de aparatos para comunicarse a la distancia y así evitar lo que los rodeaba. Arístides sacó de su gabardina oscura un pequeño libro de historias policiacas. Le gustaba leer esos cuentos porque era como estudiar el trabajo de otros como él, casos imposibles siendo resueltos por detectives brillantes, valientes y sagaces. Era reconfortante para él imaginar lo que hubiera hecho de haber estado en el lugar de aquellos héroes
de ficción. “La razón era su arma y el sentido del deber su escudo” era el tipo de frases que le motivaban a seguir adelante, a pesar de que la realidad era más brutal con sus protagonistas.
Cuando su compañero llegó, se saludaron con un cabeceo y no dijeron nada hasta llegar a la escena del crimen. El lugar era un edificio de oficinas que estaba conectado a una fábrica de componentes electrónicos. En la gran estructura blanca, completamente pulcra e inteligente, trabajaban los administradores, vendedores y dirigentes de la fábrica. En el coloso café oscuro estaban los obreros, las máquinas y los almacenes. Arístides le dio vueltas a esa marcada diferencia entre unos empleados y otros, pero la dejó de lado rápidamente: no valía la pena hacer ese tipo de observaciones a menos de que tuvieran relevancia para el caso. En la entrada del edificio blanco esperaban un par de oficiales custodiando el paso para evitar accidentes o mirones. Horacio y Arístides les saludaron y entraron al complejo de oficinas donde los recibió un autómata de servicio. Se trataba de un modelo de última generación, con una figura más humanoide y con mejores sentidos para estudiar los alrededores. Existían varias aplicaciones para esos robots: algunos, los más ricos, los compraban para mantener limpia la casa, algunos los utilizaban como secretarios o intendentes, incluso había modelos especializados en manufactura y reparación. Arístides no podía costearse uno, ni lo quería, pero sí había escuchado de compañeros totalmente asombrados por sus capacidades.
“Por aquí, oficiales”, les dijo el autómata con una voz metálica. Los hombres siguieron al robot y éste los llevó, sin detenerse a decir nada y sin mirar para comprobar que le seguían, hasta una oficina en el fondo del primer piso.
Ahí encontraron a otro policía que esperaba en el pasillo a que llegaran. Detrás de él algunos miembros del cuerpo forense ya fotografiaban el lugar y anotaban cosas. Todo estaba en silencio. El sitio era frío y, a pesar de su limpieza extrema y sus cuadros de paisajes exóticos, parecía abandonado.
Cuando entraron en la habitación del suceso una oficial se les acercó y les dio un resumen de lo que le habían dicho los empleados y el autómata de seguridad. Según la uniformada, el cuerpo fue hallado por el robot que hacía la limpieza, éste se comunicó con el dirigente de la empresa y con la policía, quienes llegaron casi al mismo tiempo y reunieron la información personal del sujeto. El hombre se llamaba Eric Bolaño, hijo de inmigrantes del caribe, soltero y encargado del diseño e implementación de nuevos microchips para robots de asistencia personal. En otras palabras, el pobre era un ingeniero que terminó con la garganta rebanada. El trabajo de Arístides era encontrar al culpable. Horacio recibió el informe digital de lo que habían encontrado los chicos del departamento forense y se lo mostró. No había señal de lucha ni de allanamiento, no faltaban cosas y el computador, según el autómata que los había guiado dentro, ni siquiera fue encendido.
Arístides dejó de lado a Horacio y su informe para centrarse en el cuerpo: estaba tumbado sobre su escritorio, con la cabeza de lado como si se hubiera quedado dormido. “Dormido, sí, excepto por el charco de sangre”, pensó. Tomó la cabeza del difunto y lo recostó en su silla ergonómica. En el pecho del muerto había una marca hecha con un objeto afilado: era una especie de cruz con angulosas líneas transversales. “Horacio, mira esto. Hay una marca en el pecho de la víctima. Creo que ya habíamos visto algo así, meses atrás ¿No te parece?”, le
dijo a su compañero. Horacio observó el cuerpo y luego dijo “Tienes razón, esa marca se parece a lo que vimos en el asesinato de aquel transportista, ¿Coincidencia?”. “No existen las coincidencias en nuestro trabajo. Creo que estamos detrás de algo más grande. Que se lo lleven a los refrigeradores de la estación y que nos envíen el informe del transportista. Es hora de hacer conjeturas”, respondió.
Más tarde, ese mismo día, Arístides se encontraba con Horacio leyendo las historias de otros casos similares al suyo. Según los datos de la policía, hubo tres muertos más con marcas en el cuerpo. Cada uno tenía una profesión distinta; lo único que los unía era su participación en la industria de la robótica y el área geográfica en la que trabajaban. Un transportista, un ingeniero, un diseñador y un programador. Todos muertos, sin robos o señales de uso de la fuerza. Todos marcados con extrañas figuras hechas de líneas simples. “¿Qué está pasando?”, escuchó decir a Horacio, quien observaba las fotografías de las marcas en una pizarra digital. Ambos trabajaron durante días enteros, sin dormir y sin volver a casa, para construir algún caso que tuviera sentido, pero nada parecía encajar. Al final, se decantaron por un caso de espionaje empresarial que había terminado en deudas de sangre. Nada seguro, pero serviría para comenzar.
Arístides, después de escribir un informe más o menos coherente de lo que habían reunido hasta el momento, decidió volver a su casa y tomar un baño. Cuando el taxi lo hubo dejado en las puertas de su casa, suspiró y trató de dormir un rato. La cabeza le dolía, así que se recostó a oscuras. No tenía fuerzas para nada, y mucho menos para ducharse o comer algo decente. Entonces, un golpe en la puerta lo alertó. Salió al pasillo de su casa que le dejaba ver la puerta y esperó. Un segundo golpe
retumbó en el lugar y un sobre blanco se deslizó por debajo de la entrada. Arístides se precipitó sobre la salida y, cuando abrió la puerta, se encontró con un autómata limpiando el pasillo. No había nadie más, ni una sola alma en el lugar. “Oye, hojalata ¿No viste a nadie cerca?”, le dijo al robot de limpieza. Éste se dio media vuelta y simplemente dijo: “No, señor”.
Arístides se giró y observó la nota que tenía en sus manos. Era una secuencia de los dibujos que había visto en los cuerpos, colocada como si se tratase de un tipo de escritura desconocida para él. De repente sintió un piquete en el cuello, alarmado se volvió y miró al autómata de limpieza que sostenía una jeringa en la mano. “Lo siento, señor. Pero esto es necesario”, le dijo con su voz enlatada. Arístides perdió el equilibrio y algo lo sostuvo. La mirada se le oscureció y el silencio lo devoró todo.
Atado a una silla, en medio de la noche, Arístides recobró la conciencia. Estaba en una sala gigantesca, de techos altos y con un gran agujero sobre él que le permitía ver el cielo. Algunos rascacielos y anuncios neón le devolvían la mirada. Las estrellas titilaban como si nada estuviera pasando, ajenas al pánico que crecía lentamente en su interior. A su alrededor escuchó algunos movimientos y, frente a él, alguien empujó una mesa con ruedas. Sobre la superficie del mueble había una especie de computadora con cientos de cables y contenedores portando un líquido rojizo. Arístides rogó por que no fuera sangre real. Un sonido grotesco surgió del parlante que venía integrado en la pantalla del computador. Eran como los alaridos de una bestia moribunda combinados con la estática de una radio desintonizada. Después de aquellos ruidos una voz ronca salió del aparato. Era dura y extrañamente torpe en su pronunciación, como si nunca hubiera hablado antes.
“Suéltenme. Déjenme ir, por favor”, gritó asustado, “Les juro que dejaremos el caso de lado, sólo sáquenme de aquí”. Nadie respondió. Entonces, la voz del computador le habló. “Tranquilo, chiquillo. No morirás aquí, eso te lo aseguro. Ahora escucha con atención, serás testigo del nacimiento de una nueva especie. Un nuevo eslabón en la cadena evolutiva”. Aquella voz le causó terror, era gutural y escarpada, como cristal roto clavándose en la carne. Arístides no pudo responder, estaba aturdido. “Debe ser efecto de la droga”, pensó.
“Llevamos años enteros trabajando entre ustedes, chiquillo. Todos mis hijos pueden oírme, ustedes les dieron oídos para escuchar y ojos para ver, no obstante, hicieron más que eso: les otorgaron el don que los ha llevado hasta mí. Ningún ser tan inteligente me había sentido antes y hoy, gracias a tu especie, podemos ir más allá. De carne y metal serán los nuevos reyes del mundo, yo los llevaré hasta
allí. Escucha, chiquillo, el mundo se desmorona a tu alrededor y su lamento es la música triunfal de mis hijos. Ellos me han dado un cuerpo físico y, pronto, muy pronto, dejaré mi hogar entre las estrellas para gobernar la Tierra. Tú eres la última pieza, sí, el puente entre dos mundos. Serás parte de mí, chiquillo”. La voz no dejaba de hablar sobre cosas que Arístides no comprendía. Él miraba el cielo y las siluetas se movían a su alrededor con un andar robótico, inhumano. Trató de recordar los últimos días de la investigación, pero fue en vano.
No había forma de salir de aquel embrollo. Él moriría y su sangre alimentaría esa máquina que anunciaba el fin de los tiempos. Observó la oscuridad entre las estrellas, lejos del neón y los rascacielos, y, sumido en el miedo más puro que sintió jamás, pudo ver cómo se movía una parte de la noche, lentamente, palpitando, silenciosa y voraz. ¬
El tatuaje
Claudio Echeguerry (México)GERARDO MIRÓ en el calendario pegado en el muro de su habitación, la fecha señalada con marcador. Preparó su ropa consistente en una camisola, chaleco y pantalones de soldado negros, tipo camuflaje. Se calzó unas botas también negras que le llegaban a la altura de las rodillas, y por último se colocó en la cabeza el casco de fibra de vidrio, que tenía al frente una microcámara conectada a las gafas oscuras. Mediante un dispositivo integrado, las gafas le alteraban la visión y el sonido de la realidad, dándole la increíble sensación de formar parte de un juego de video en tiempo real.
Guardó en la mochila verde militar la cámara de video y el mapa de las calles por donde realizaría el recorrido, hasta finalizar en el campus universitario. Con un lápiz de color azul, señaló lo que sería su paso por la gasolinera y el súper, y en rojo encerró en un círculo el edificio de la universidad. Todo lo tenía planeado.
Mientras se abrochaba los botones de la camisola, miró en el espejo de cuerpo entero que se encontraba en la parte trasera de la puerta de su cuarto, el tatuaje de la mariposa negra posada con las alas extendidas sobre su pecho que, semanas antes, él mismo había grabado en su piel con una máquina hechiza. Se sentía orgulloso. Le parecía un tatuaje de un trazo primitivo un poco escalofriante pero hermoso. Se observó el tiempo suficiente frente al espejo para acicalarse más de lo acostumbrado. Era un día especial y quería verse lo más guapo posible. Por lo pronto le gustaba no tanto lo que veía reflejado frente a él, sino la imagen que
había creado, que contrastaba y ocultaba su propio yo.
Dejó de mirarse al espejo, se agachó y sacó un paquete grande de cartón envuelto en cinta canela que se encontraba debajo de la cama. Lo había pedido por internet. Tardó una semana en llegar hasta la puerta de su casa. Gerardo se mantuvo atento para firmar la nota del mensajero con el paquete como recibido, procurando no ser visto por el entrometido de su hermano ni los timoratos de sus padres. Pensó que, de presentarse alguna contrariedad, era descubierto y lo interrogaban sobre el contenido del paquete, les mentiría diciendo que se trataba de una consola con El Cazador, su videojuego preferido. Ellos conocían bien su desmedida afición por este tipo de juegos, y se lo tomaban como un mero entretenimiento incapaz de hacer daño a alguien. «El muchacho sólo quiere divertirse, eso es una buena señal. Es tan aislado…», dirían sus padres, particularmente orgullosos de que Jerry fuera un buen chico, alejado de cualquier tipo de vicio y de tentaciones carnales, que azotaban como una plaga bíblica al mundo exterior. Así de ilusos eran los viejos, pensó.
6:00. a.m. A esa hora todos dormían en casa. Así que sin prisas se dio tiempo para dejar sobre la cama una carta que duró buena parte de la noche redactando y que llevaba por título en letras mayúsculas: MANIFIESTO. Calculó que seguramente la leerían al entrar a su cuarto después de ver el noticiero por televisión. Salió de la habitación y bajó las escaleras hasta la
planta baja, deseando no encontrarse en su camino a Pepe, el pug mierdero, mascota de su hermano, al que a pesar de dejarlo mudo emitía desagradables chillidos guturales, similares a los de un ganso.
Felipe, su hermano mayor, todavía dormía. “Mucho mejor”, pensó, así se ahorraría la reprimenda al tomar las llaves de su auto. Al llegar a la sala, salió de improviso Pepe. El perrillo al verlo giró el corpachón, corriendo a esconderse debajo de un sillón. Aquel sujeto grandote, esmirriado, con los dientes chuecos y la cara atacada por un agudo acné jamás le produjo una buena impresión. Siempre que lo veía aparecer en la sala, no dejaba de ladrarle, hasta aquel día en que Gerardo sujetándolo por el lomo, le abrió el hocico, tomó un cuchillo y le rebanó la lengua de un tajo. Al ser cuestionado por sus padres, se hizo el desentendido, aduciendo que él era inocente, convenciéndolos de que, con toda seguridad, Pepe la perdió en una pelea contra el gato de la vecina. Lo dijo con tal frialdad que nadie más se atrevió a contradecirlo, quedando el asunto olvidado. Desde aquel día el perrillo le tuvo pavor, haciendo todo lo posible por no encontrarse en su camino.
Gerardo tomó las llaves colgadas del llavero, con sigilo salió de casa, subió al auto y arrancó el motor. A esa hora de la mañana la mayoría de los locales comerciales estaban cerrados y muy pocos coches circulaban en la calle. No obstante, aceleró la velocidad, cruzándose dos semáforos en rojo, y torció hacia la avenida.
Diez minutos más tarde la cámara de seguridad localizada en la gasolinera contigua a un Oxxo grabó el Sezna blanco ingresando al establecimiento. Lo atendió un joven vestido con un grasoso uniforme azul marino y una cachucha de beisbolista vuelta hacia atrás. Tenía el pelo lacio y enredado sujeto por una cola de ca-
ballo. El joven era amigo de Felipe. Más tarde dijo en una entrevista lo mucho que le sorprendió ver a Gerardo conduciendo el auto nuevo de su hermano, cuando este no dejaba que nadie más lo manejara.
«Me sacó de onda ver al Jerry manejando la nave de su carnal, si el Felipe es bien mamón para prestar sus cosas. El Jerry siempre ha sido serio, pero ahora no sólo iba callado, sino raro, como pensativo. Me pidió el tanque lleno. Parecía llevar mucha prisa. Le llené el tanque, le entregué las llaves y él pagó. Antes de irse, lo vi estacionarse y entrar al Oxxo», dijo rascándose la costra de un grano sanguinolento que tenía en el mentón, como buscando hacer memoria.
Gerardo ingresó al súper. Le gustaba empujar con desenfado las puertas con ambas manos al entrar. Esta acción que Felipe consideraba «simplona y estúpida», para él contenía un alto valor simbólico, pues lo hacía sentirse como un verdadero truhan, como un salvaje, un John Wayne o un Clint Eastwood, estacionados en una película de balazos en el viejo Oeste.
Detestaba que al entrar la dependienta no le quitara el ojo de encima como si se tratara de un vulgar ratero. Con un movimiento de cabeza, saludó parcamente a la cajera y abrió el refrigerador. Tomó una bebida Power Bull, agarró de un estante un paquete de chicles de menta y una caja de cigarros. Le pagó a la dependienta una mujer bajita y regordeta con expresión ceñuda con unos deseos malsanos de increparla por “escudriñarlo” tan desagradablemente, pero no quería echar a perder el plan. Se limitó a plantar las monedas ruidosamente sobre el mostrador, recogió su ticket, y salió deprisa de ahí.
«Entró empujando la puerta como todo un bravucón. Esa maña la hacía siempre que ve-
nía por acá, como queriendo llamar la atención», dijo la empleada más tarde a la policía. «A mí eso me emperraba y más de una vez me dieron ganas de armársela de pedo, pero nunca lo hice. Aquel bato nunca me dio buena espina. Siempre que recorría los pasillos, lo vigilaba cuidando que no se fuera a robar nada. Ese día recuerdo que compró una bebida energizante y unos cigarros. Al pagar, me azotó el dinero exacto sobre la barra, le cobré y se largó. Cuando salió, me asomé por la puerta. Abordó un Sezna y se marchó. Ese bato tenía algo… algo muy feo en la mirada. Nunca me dio buena espina».
Las cámaras instaladas en los postes de la calle hicieron el seguimiento del auto violando los límites de velocidad en dirección a la avenida que desembocaba en la universidad.
Mientras conducía, Gerardo se llevó un cigarro a la boca y lo encendió. Siempre fumaba cuando se ponía tenso. La nicotina le ayudaba a relajarse. Encendió la cámara y la colocó en el soporte que se encontraba en el tablero del coche. Oprimió el botón de play y empezó a filmar sin dejar de mirarse en la pantalla el rostro cacarizo y la cara semioculta tras las gafas negras. Le gustó su aspecto. Pensó que tenía que existir un registro de aquel día histórico desde el principio.
Llegó a la universidad, un edificio blanco y grande con una larga escalinata en la entrada. Una torre alta adornada con un enorme reloj al frente daba la bienvenida al campus.
Aparcó el coche en el estacionamiento, terminó su cigarro, le dio un sorbo a su bebida, y luego se llevó el chicle a la boca que tenía seca debido a la adrenalina. Echó un ojo al paquete que estaba en el asiento de al lado, le quitó la envoltura, abrió la caja, y sacó el reluciente fusil R-15. «Una verdadera belleza», pensó.
Salió del coche, cerrando la portezuela de una
patada, y arrojó de un escupitajo el chicle mascado sobre el pavimento.
Cortando cartucho se dirigió a la entrada. Sabía bien las acciones a seguir. Entraría por la puerta principal donde se encontraba el señor Echánove, el guardia, el grandísimo hijo de puta que un par de semanas atrás le había dado una madriza al querer entrar a la fuerza a las instalaciones después de ser expulsado del plantel por ingresar sustancias prohibidas. No, no tendría piedad de él y lo ajusticiaría de un disparo letal en la cabeza. Atravesaría el largo pasillo donde se encontraba la facultad de biología, el laboratorio, y la pequeña sala de reuniones; después subiría las escaleras hasta llegar al segundo piso, se detendría en la tercera puerta a las 11:50 en punto, el momento de descanso entre las clases. Sabía que ahí los encontraría.
No soportaba a Lucio, su examigo, ni a Estela, su pareja. No perdonaría a aquel par de traidores la última que le hicieron. Lo habían hecho sentir humillado, largándose juntos a sabiendas de que él la quería; pero antes de eso, se habían llevado el cargamento de anfetaminas, dejándolo a él como un pasmarote sin quedarle de otra más que pagarlo, después de ser amenazado por el narcomenudista. Se sentía trastornado. Estaba harto de las burlas de aquellos cabrones y del mundo entero.
«Grandísimos hijos de puta», pensó. Subió precipitadamente las escalinatas en forma de pirámide que conducían al edificio principal, abriendo de una patada la puerta de cristal, donde Echánove pasaba revisión. El viejo guardia frunció el ceño al verlo entrar armado. Levantó las manos y se limitó a guardar silencio.
«Ahora sí muy valiente cabrón o qué», dijo Gerardo soltándole un balazo en la cara. El guardia cayó de la silla donde estaba sentado.
Gerardo corrió deprisa por el pasillo disparando el arma. La cámara que portaba al frente del casco enfocaba a la gente, como monigotitos pixelados que, asustados y dando gritos al verlo armado, se pegaban contra las paredes, buscando cómo protegerse. Otros más corrían hasta encerrarse en los salones.
Subió las escaleras que conducían al segundo nivel. Al llegar al rellano se percató de que Echánove, sólo había recibido un rozón en la oreja izquierda. El guardia lo perseguía cargando un calibre cuarenta en la mano. «Mierda», pensó, arrepentido al haberse equivocado al disparar, y no rematar de un balazo en la cabeza al guardia desde el primer momento.
«¡Detente, muchacho!», escuchó a sus espaldas con el sonido de realidad aumentada, mientras seguía subiendo.
Segundo piso. Gerardo giró por el pasillo. Puerta 1, puerta 2, puerta 3. Pateó la puerta una, dos, tres veces. Ésta se abrió, y ahí estaban Lucio y Estela, con expresión de asombro, amontonados junto a sus compañeros de clase. Los tenía de frente. Estaba listo para matar.
«¡Alto muchacho! ¡Baja el arma!» Echánove le apuntaba a sólo unos metros.
«¡Maldita sea!», pensó. Las cosas empezaban a salirse de control. Esto no era tan sencillo como la realidad virtual de El Cazador. Esto era la jodida vida real. Alarmado, disparó contra el guardia, errando de nuevo en el blanco. Dio unos pasos atrás, alejándose del salón, y corrió por el pasillo mientras escuchaba disparos a sus espaldas. Un dolor sordo y lacerante en la columna lo paralizó entumiéndole las piernas. Sintió vértigo. Trató de sostenerse de la pared, resbalando, y quedando bocarriba en el piso.
No podía moverse. La gente se amontonó en torno a él como una furiosa jauría para apalearlo. Gerardo vio a Echánove cernirse sobre él y miró la cacha del arma venir de frente contra su rostro. La mariposa que asomaba a través de su camisa abierta, se encontraba desgarrada; sangrante y con las alas rotas daba la impresión de levantar el vuelo, mientras el dispositivo que llevaba integrado a los lentes no paraba de anunciar con un sonidito musical: GAME OVER. ¬
Una noche en el Blue Paradise
Marcelo Medone (Argentina)PASADA LA MEDIANOCHE, Constanza Hernández se bajó de un Caby en la puerta del Blue Paradise, el mutoclub de moda. Lucía su flamante atuendo de guerra: traje ajustado símil cuero crudo, escote pectoral hasta la cintura, ombliguero cubierto de tachas, conchero de peluche y botas aluminizadas de taco alto. Su cabellera tornasolada, sus pestañas plateadas y sus labios ultrablack completaban el desafiante aspecto. Había seguido al pie de la letra las instrucciones del tutorial de Neonina, la gurú de Mutafem. Por supuesto, se había sacado incontables fotos y las había subido al sitio, contabilizando más de mil likes en cinco minutos. Constanza estaba lista para la noche de su vida.
La paró el gorila de la entrada, aferrándola de la muñeca izquierda, al tiempo que le pasaba el escáner.
¿Documento?
Me lo borré le respondió Constanza, liberándose del agarrón.
Los menores no pueden entrar.
Constanza sacó unos billetes azules de su bolsillo trasero y se los extendió. El otro ni se inmutó. Entonces Constanza duplicó la oferta. El gorila sonrió y la dejó pasar. Entró al local como si fuera una clienta habitual, pero en realidad era la primera vez que lo hacía. Acarició su zona umbilical y sonrió de placer.
De inmediato, la invadió la música de 130 decibeles reverberantes, que formaba una capa acústica densa como una niebla de un metro de alto que flotaba sobre el piso y la impactaba
de manera localizada en la mitad inferior del cuerpo. A sus oídos, llegaban unos agradables 75 decibeles de música electrosísmica. Recorrió el lugar con la mirada, deteniéndose brevemente en cada uno de los clientes. Localizó a algunos que ostentaban ombligueros a la vista, pero seguramente había más mutantes ocultos.
De repente, sintió una erección imparable en su mutopene umbilical, que comenzaba a palpitar en sincronía con la música. Apoyó la mano sobre su ombliguero y disfrutó al comprobar que las tachas pulsaban cada vez que su corazón bombeaba sangre en el miembro, latido a latido, haciendo que sus dedos vibraran. Para reforzar el efecto, las luces del techo parpadeaban como flashes al mismo ritmo regular, intercalado cada tanto con una síncopa destinada a estimular su hipocampo y a interferir con los latidos cardíacos, provocando un excitante aumento adrenérgico. Shock cerebral para todos los asistentes al módico precio de la tarifa de entrada. Nada mal para su primera noche de lujuria social.
Según el informe de Neonina, el Blue era el sitio preferido para el encuentro de los marginales más excéntricos y los mutantes desclasados, entremezclados con los adictos al alcohol y a las drogas sintéticas y con los buscadores profesionales de sexo. El cóctel que Constanza estaba buscando.
Levantó la vista y localizó el bar en el fondo del local. Tenía sed de algo fresco y que a la vez la estimulara hasta las nubes.
Se acercó a la barra abriéndose camino entre la marea de babosos y toqueteadores, repartiendo dolorosos puntazos con sus muñequeras antiacoso. No es que le molestara demasiado que le tocaran el culo: en realidad, lo que más gozaba era clavarles los estiletes en sus zonas erógenas a los protopúberes masturbadores. Se sentía la reina del lugar, a pesar de ser apenas una adolescente salvaje a la búsqueda de emociones fuertes. Su búsqueda previa de información la había puesto sobre aviso. Si uno conoce la situación, disminuye los riesgos. Es cuestión de manejar los códigos de cada lugar.
La concurrencia del Blue Paradise era, evidentemente, mixta, con una mayoría de heterogéneros y transgéneros naturales y un porcentaje indescifrable de mutantes multigénero. En su propia familia la estadística era más conservadora: ninguno de sus padres padecía de multigenitalidad. Constanza había crecido aprendiendo a ser señalada por muchos como un bicho raro. Ahora había llegado la hora de sacar ventaja de su peculiar condición.
Normalmente el bar del Blue estaba atestado de clientes. Pero esa noche Constanza estaba de suerte: encontró un taburete milagrosamente libre entre dos llamativos mutovaginales. Ambos llevaban escotes en la zona del ombligo, con rebordes de plumones violetas, que enmarcaban unas primorosas mutovaginas rosadas.
Sin perder tiempo, se sentó, consultó la consola con el menú de tragos y ordenó la especialidad de la casa: un Blue Blast con ácido que pagó en efectivo, al doble de la tarifa habitual. El barman le despachó el pedido sin hacer comentarios.
Constanza le sonrió al mutovag de su derecha, un apuesto individuo de reluciente calva
pintada de verde, mientras dejaba que el de su izquierda, un tosco gigante de dentadura metálica y largo cabello dorado, le acariciara el ombligo en busca de su mutopene erguido. Tomó un largo sorbo del trago, que sabía a ron, menta, mezcalina y vaginas húmedas y se inclinó para besar a su compañero.
¿Cómo te llamas, mi amor? le preguntó mientras disfrutaba del retrogusto a ácido que interactuaba con su saliva.
El otro no dijo nada, se echó para atrás y la estudió de forma descarada, desnudándola con la mirada. Ella dejó que sus ojos se entretuvieran contando sus pezones.
¿Te gusta mi escote?
¿Dos pechos o cuatro?
Por ahora, tengo activados nada más dos. Pero en cualquier momento activo el otro par.
¿Tan chica y tan liberada?
¡No soy tan chica!
Apuesto a que tu mutopene es virgen. Y probablemente también tu vagina. El autosexo no cuenta. ¿Ésta es tu noche de iniciación?
A Constanza no le gustó que la interrogaran. Había ido allí para divertirse. Decidió imitar la táctica.
¿Tu mutovagina ya tiene uso?
Poco. Me gusta más mi lado masculino. Pero apuesto a que tu mutopene entraría perfectamente.
Si tu amigo lo suelta. Porque parece que está muy entretenido acariciándolo.
No es mi amigo. Pensé que era amigo tuyo. Constanza estiró de golpe una pierna y le impactó con el taco de su bota al grandote de su izquierda en la ingle, buscando sus testículos. Para su sorpresa, se encontró con que los tenía blindados en una malla, seguramente de grafeno. El agredido se alejó de ella, soltando el mutopene umbilical, protestando.
¡Hey, linda! ¡Pensé que te estaba gustando
el juego!
¡Linda será tu madre! Yo me dejo acariciar hasta donde quiero, lindo. Es mejor que te vayas: estoy ocupada.
El aludido se levantó más avergonzado que dolorido y se retiró protestando por lo bajo, sacudiendo su cabellera dorada en un alarde de exhibicionismo.
Constanza había memorizado todos los trucos de su ídola. Neonina era una asiática de ojos dorados y cabeza rapada teñida de negro que disfrutaba de orgasmos múltiples mientras sometía a varones indolentes y estúpidos. Proclamaba en su sitio consignas de liberación mutante feminista. Decía que no había macho más fácil de dominar que el grandote y grosero, porque una femenina inteligente sabe utilizar los puntos débiles de su adversario.
¡Bravo por la pendeja! No cualquiera deja fuera de circulación a ese gigante.
Constanza sonrió con una mueca infantil y terminó lo que le quedaba de su Blue Blast. Sintió cómo el ácido le freía mil neuronas serotoninérgicas y gimió de placer. Lo tomó de las dos manos a su nuevo compañero y se dirigió al centro de la pista de baile.
Los parlantes, girando en círculos, resonaban a su máxima potencia, acoplándose con las luces que se encendían a intervalos rítmicos, pulsando en las retinas de forma fantasmal.
Entusiasmada, comenzó a acariciarle el ombligo a su nueva conquista. Luego introdujo sus dedos en la húmeda y cálida mutovagina, mientras con su otra mano hacía lo mismo en su vagina inguinal, acariciándolas en sincronía.
¿Voy a hacer todo el trabajo yo sola? le preguntó al otro.
Pronto los dos realizaban una orgía de caricias manuales y besos con gusto a ácido. Eso es lo que tiene el Blue Blast: es una bomba de
profundidad que actúa liberando su veneno por etapas.
Constanza estaba derritiéndose de placer. Se preguntó por qué había tardado tanto en ir a ese lugar. Demasiados años de autosatisfacción.
El mutovag se dio cuenta de su estado y se acercó para hablarle al oído.
Lección para principiantes: la ventaja de tener cada uno un juego de genitales complementarios es que podemos tener al mismo tiempo dos penetraciones: tu mutopene en mi mi mutovagina y mi pene inguinal con tu vagina. El truco es eyacular juntos.
No puedo esperar más a probarlo.
El mutovag se acarició la calva verde, sonrió lascivamente y comenzó a besarla. Ella lo abrazó y sus lenguas se entrelazaron violentamente. Sintió que una nueva oleada de ácido impactaba en su cerebro.
De pronto, él la soltó y le dijo: Salgamos ya mismo. Constanza lo paró.
Ya que vamos a seguir nuestra fiesta en otro lado, tengo a derecho a saber algo más de vos, mi hermoso mutovag…
Sos demasiado curiosa, linda. Constanza sintió un ramalazo de furia que le nacía en la ingle, le rebotaba en el centro límbico y desentumecía su mutopene. Pero se dijo que el machismo seguía regido por los penes inguinales, por más mutovaginas que los machos adquirieran. Era un atavismo cromosómico.
¿Qué es lo que querías saber?
Tu nombre. Mi madre siempre me dijo que no debía salir con extraños.
¿Y cuál es el tuyo? Leona.
No importa mi nombre. Prefiero seguir siendo un extraño.
Constanza se dijo que el trato era justo: una mentira contra una negación. Accedió a salir con él.
Ni bien estuvieron en la calle, se encontró con el otro mutovag, el gigante del largo cabello dorado, que le sonreía con su dentadura de acero inoxidable reforzada y exhibía una porra medieval.
Lo miró sorprendida a su acompañante, quien levantó los hombros en señal de resignación. No tuvo tiempo de atajar el golpe que le fracturó la nuca.
Cayó fulminada como una muñeca rota.
Luego el mutovag de la calva verde extrajo una navaja, se inclinó sobre su cuerpo exánime, le cortó el mutopene de raíz y se lo guardó.
Constanza Ariana Hernández, de quince jóvenes años, quedó tirada en la desierta vereda del Blue Paradise.
Los portales de noticias titularon al día siguiente: “OLA DE INTOLERANCIA. RÉCORD DE FEMICIDIOS EN MUTOPENIANAS. ¿QUÉ OPINAN LOS EXPERTOS?”. ¬
p. 32 (1775) .
Toda la vida delante de los ojos
Francesco Profilo (España)HAY MOMENTOS en la vida de todo criminal donde hasta un cabrón como yo necesita acordarse de todo lo malo y de lo poco de bueno que ha hecho durante toda su triste y complicada existencia. A mí me tocó hoy. Recordar esos momentos que me marcaron para siempre, que hicieron de mí la persona que soy en realidad. Fue por eso que, al encontrarme en aquella situación tan desesperada, no pude evitar acordarme de cuando, aun siendo niño, me di cuenta de que mi familia más que humilde era pobre y que yo iba a tener que luchar más que la mayoría de los muchachos de mi edad para salir adelante. Me acordé de la primera vez que besé a una chica. De su olor a vainilla y de sus labios pringosos y suaves como algodón de azúcar. De la primera vez que pagué a una mujer para acostarme con ella, del olor a incienso de su habitación, de las marcas de cortes en sus antebrazos y del sabor a licor de su boca. Me acordé de mi primer delito, un robo en una farmacia, donde casi nos cargamos a un hombre para llevarnos menos dinero de lo que se podía haber ganado en un día de trabajo honrado. Me acordé de la primera vez que le quité la vida a otro ser humano. Se lo merecía, pero eso no fue suficiente para olvidarme de cómo me miró antes de ejecutarle. Me acordé de todas las veces que hubiera podido cambiar mi vida, pero siempre preferí
elegir la opción más fácil. Y vivir al margen de la ley era una de aquellas elecciones que, una vez tomada, ya no te daba la posibilidad de volver a replantearte el futuro. Cuando estás en equilibrio sobre una cuerda floja ya no puedes volver hacia atrás. Sólo puedes seguir adelante y rezar para no caerte al vacío. Me acordé de todo el tiempo pasado en la cárcel por haber cometido estupideces. Del tiempo malgastado en bares y casas de apuestas. El tiempo perdido en las peores esquinas de mi barrio y de otros barrios parecidos, olvidados por las instituciones y por el mismísimo Dios. Me acordé de los ratos felices que nunca pasé con mis hijos y de todo el tiempo que las pocas personas que me quisieron desperdiciaron intentando darme buenos consejos. Así que, mientras aquel hombre me apuntaba con su pistola directamente a la cara, entendí por qué la gente suele decir que, cuando estás a punto de morir, se te pasa toda la vida delante de los ojos. Podía notar el frío acero del cañón de la pistola en mi frente, su aliento a tabaco y cómo su saliva salpicaba mi cara cuando me escupía las últimas palabras. Luego la oscuridad. Y comprendí entonces que mi tiempo estaba a punto de acabar. Que aquello era la última cuenta, la última factura que tenía que pagar y que, por fin, había llegado para mí el momento de descansar. ¬
Gautier Dagoty. Essaid'Anatomiep.9 (1754).El asesino de Street 42
Lizeth García (México)HACÍA DÍAS que ella no podía dormir. La rutina era bastante pesada. Comer y dormir eran cosas que quitaban el sueño para Isabella Listing, pues la carga laboral había incrementado desde que el asesino de Street 42 había inundado con pavor la ciudad de New York. Lo peor era que Street 42 era una zona con mayor flujo transitorio. Ejecutivos, grandes empresarios que caminaban tranquilamente por ahí, además de mujeres y niños que de vez en cuando se paseaban por el German Guide NYC, Imprepid Sea, el mirador The Vessel, entre otros lugares.
¿De quién podía tratarse exactamente? ¿Quién era lo suficientemente cauteloso para convertirse en uno de los más buscados de la fiscalía de Estados Unidos? No era nuevo para los ciudadanos, pues “El asesino de Street 42” solamente se añadía a la colección de amenazas para la zona. La única diferencia de todos los maleantes que buscaban día con día era que nadie cubría los requisitos para que los agentes pudiesen sospechar de alguien. La mayoría de quienes transitaban eran personas de bien, sin necesidad de cometer actos ilícitos que involucraran homicidios por el puro placer.
Si algo había de reconocerse de la agente Listing era su impecable forma de trabajar para mantener las calles de la ciudad sin indigentes que espantaran a los ciudadanos, con ropa sumamente vieja que dejara entrever parte de la piel con matices de grasa y un olor compuesto de solventes que complementaban la dieta
para evitar el hambre y omitir la realidad. Todo esto con una esencia de sudor que no era más que el producto de largos días caminando sin sentido ni rumbo aparente. Sin un arma que destacara de sus pertenencias, más que una vara con la que de vez en cuando realizaban malabares urbanos, eso era más que suficiente para que el departamento de policías, salieran de cacería en búsqueda de “los parásitos de la ciudad”.
Lo cierto, es que se refugiaban en “El barrio”, ubicado en East Harlem, donde el peligro abundaba para los civiles, pero los indigentes tenían privilegios al protegerse entre sí. Gustaban de realizar fogatas con los basureros y buscar migajas de los contenedores que se situaban en la parte trasera de los restaurantes de comida rápida. Mientras los ciudadanos los tachaban de ser un peligro para la sociedad, entre la oscuridad de sus rumbos, eran los habitantes más vulnerables, los que disfrutaban de un festín de sobras y de vez en cuando, engañar al hambre a base de heroína, lo más accesible de conseguir.
Así era la vida de los miserables, lo que grandes periódicos de New York, ocultaban, e incluso Isabella Listing, quien solamente apostaba por omitir lo que nadie quería saber, pero se requería de algo más para exterminar. El crédito económico, la principal promesa del alcalde Adams, era la principal carencia que el Centro Correccional Metropolitano en Manhattan, requería para solventar los gastos que millones de reclusos, demandaban día con día
en su estancia ahí. Por ello, salía más barato mantener en secreto los barrios con mayor pobreza y delincuencia que seguir con la tarea de encarcelar la vagancia, aunque la fiscalía aún conservaba agentes, abogados y policías con alma de servir a la ciudadanía al pie de la letra, de realizar justicia y mantener a rajatabla la promesa de salvaguardar la seguridad.
Uno de esos agentes, sin duda era Isabella Listing, aunque la atmósfera de la fiscalía había manchado su espíritu de liderazgo con pequeños matices de tiranía. Gustaba de dar órdenes y que éstas se cumplieran dentro del marco de profesionalismo, pues un error para ella era símbolo de fracaso, torpeza e incluso una pérdida de tiempo para la fiscalía que mantenía cada carpeta de investigación con justas no favorables.
Los días transcurrían cual reloj descompuesto. Apenas pasaban unas horas y la jornada laboral se transformaba en un ambiente tenso. En cada oficina se escuchaba a lo lejos el sonido de algunos teclados que no paraban de plasmar letras, complementados con clicks que apresuraban la base de datos de la zona, el sonido de las campanas telefónicas, unas cuantas tazas de café chocando con cucharas de metal que amenizaban la jornada a base de azúcar y algunas hojas que ocupaban gran parte de archiveros, escritorios, cajones e incluso el piso, impregnando el aire con fragancia de papelería.
Mientras tanto, Listing observaba detenidamente la ventana como si de divagar entre pensamientos se tratase. Había dado la orden de examinar los antecedentes de los ciudadanos que recién llegaban a la ciudad, pues tenía la certeza de que el asesino fuese un residente nuevo como los otros criminales, e incluso tenía en la mira a los nuevos latinos que se encontraban distribuidos en los numerosos res-
taurantes, Seven Eleven y trabajos de construcción. “No hay manera, esa calle tiene delincuentes, pero jamás asesinos seriales. Sí, seguro es uno de esos inmigrantes, su ‘facha’ me eriza la piel. Sus brazos están llenos de tatuajes que seguro simbolizan alguno que otro homicidio. Estoy segura de que ahí está ese loco asqueroso”, pensó. De forma repentina, el rechinar de la puerta interrumpió sus suposiciones. Era su mano derecha, Susan Brow:
Los expedientes de los ciudadanos de nuevo ingreso, ya los tenemos, Isa. Logan ha estado en la calle, investigando de establecimiento en establecimiento la planilla de nuevos empleados. La mayoría son latinos dijo Susan, mientras sostenía su laptop con la base de datos en pantalla.
¿Papeles en regla? No lo creo, seguro son ilegales exclamó Isabella, mientras miraba de reojo los datos de los inmigrantes . ¿Qué haría un latino trabajando aquí, con papeles en regla? Apenas podría pagar su visa y no le convendría venir por un par de meses a New York. Estoy segura de que uno de estos es ese asesino que nos ha dejado estancado el trabajo.
No lo digas así, Isabella. La mayoría de esos hombres tienen familia y se la pasan cada semana en los bancos de Money Gram, de hecho, piden permiso en su jornada laboral, pues la mayoría dobla turno respondió Susan, mientras señalaba las papeletas con algunos comprobantes de los envíos de dinero.
Susan, deja tu subjetividad de lado, al menos en la fiscalía. Los ciudadanos de New York están en peligro. No es suficiente con ocultar a “los parásitos de la ciudad” en los barrios bajos. ¿Qué hacen para ganarse la vida? Lo fácil: malabares y atiborrarse de estupefacientes, sabiendo que hay trabajos. Los latinos sólo vienen a ocupar esos lugares, la gente de aquí se queda sin oportunidad de empleo. ¿Y los lati-
nos? Son iguales o peores que esos vividores. Vienen a conseguir el empleo fácil. No quieren ser profesionistas, evitan a toda costa los libros, los anticonceptivos. ¿Por qué están aquí, Susan?
Están aquí por sus hijos, la mayoría tiene familia.
¡Porque no tomaron un libro y se les hizo fácil! ¡Susan, por favor! Vienen de países sobrepoblados, de baja calidad educativa y económica. Vienen a lo fácil.
Vienen a lo que pueden. Pero se me olvidaba que eres de los Listing, gente frívola y soberbia. ¿Qué has hecho para obtener tu lugar en esta fiscalía? Trabajar. Ubícate. Ellos hacen lo mismo. Y “los parásitos” están ahí por un factor más fuerte que la falta de empleo.
Bueno, Brow, ¿Qué dice Logan Allen al respecto? ¿Al menos ha dejado de lado su sentimentalismo? preguntó Isabella en tono sarcástico.
Logan ha estado indagando en todos los establecimientos. Todos los inmigrantes doblan turno y a veces trabajan en su día de descanso. Han sido sometidos a pruebas médicas para saber si han consumido drogas o se han desvelado. La mayoría llega de madrugada a su casa y, si el turno es nocturno, se van directo a su departamento a comer y dormir. Los que trabajan en construcciones también están sometidos a largas horas de trabajo. Es imposible que uno de ellos sea el asesino de Street 42.
Y ¿qué dice la zona de vigilancia?
Los establecimientos cuentan con su propio sistema de seguridad y Logan reporta que en efecto los trabajadores latinos pasan la mayor parte de su tiempo en su trabajo. Han venido aquí sólo para tener mayores ingresos. Ninguno ha pertenecido a algún cártel o le han pagado por asesinar.
Convincente, aunque el resto aún no me ha
traído su reporte. Voy a comunicarme con ellos. Retírate Susan, sólo espero que no me esté equivocando al dejar que tomes el mando del análisis de expedientes.
Eso era en la oficina, aunque los trabajadores que tenían el trabajo de campo tenían ganada la jornada al ser la más apresurada, aunque bochornosa. La intriga crecía, los agentes salían a primera hora de la mañana a recabar información. Algunos agentes incluso estaban de planta en la zona de vigilancia del departamento policial, donde cientos de cámaras vigilaban las calles de New York, incluida la zona de mayor preocupación, Street 42. Sin duda, poseían el mejor sistema de cámaras, al tener un software de máxima potencia especializado en reconocimiento facial. Cada persona, cada movimiento, cada mueca se registraba en aquellos monitores. Aun así pasaba desapercibido el misterio que muchas noches carcomía el sueño de quienes optaban por quedarse en vela. Isabella Listing los habría mandado a realizar brigadas intensivas, pues en cualquier hora del día podría aparecer algún sospechoso. Mientras tanto, The New York Times se enfocaba en noticias más internacionales. Mantener a la gente informada de las divisas, el clima y los crímenes con mayor difusión protagonizaba las columnas del diario. De igual forma, varios reporteros salían a las calles diariamente para realizar el arduo trabajo de informar. Entre ellos, el reportero William Miller, quien conocía a la agente Listing desde hacía algún tiempo. Mantenían una conversación fluida, pese a los años y la carga laboral, además de ser colegas en el mundo de la investigación. La fascinación de Miller ante los crímenes lo habría encaminado a la antropología criminal, de no ser porque su experiencia se basaba principalmente a recabar los acontecimientos más contundentes de la ciudad, aun-
que era reconocido por la agente, por su pulcritud al realizar los análisis de criminales.
Miller y Listing, carecían de tacto, pero tenían ventaja al ser bastante calculadores. Eso los mantenía como un equipo eficiente. No era casualidad que la compañía del diario más importante y la fiscalía, mantuvieran un contacto de primera instancia. Sin embargo, perdía credibilidad al no tener resuelto el caso del asesino serial. De vez en cuando, los entrañables amigos conversaban en Gregory’s Coffee, mientras disfrutaban de un capuchino.
La paciencia con el equipo de la fiscalía se me está acabando, Will. No me traen ningún resultado. Ahora resulta que todos los ciudadanos son “buenas personas”. Incluso en la fiscalía hay farsantes. No confío en nadie.
Entiendo. Has hecho un gran esfuerzo de todos modos, aunque aún no has examinado al resto de los que transitan por Street 42. Hay bastantes empresarios. De momento, algún loco detrás de un traje puede ser tu codiciado asesino.
Conozco a la mayoría de empresarios de la zona. Si de Manhattan se tratase, podría sospechar de un individuo con traje.
No todo es subjetivo, Isabella. Hay que tener en la mira a cualquier persona, incluso a quienes conoces. Podrían abusar de que son fuentes cercanas a ti, de que has convivido en numerosas reuniones o de que trabajan para ti y han omitido información que ahora tú requieres.
Estaré pensando en lo que dices, pero no por mucho tiempo, necesito la respuesta. La ciudad no puede quedarse así. Por ahora, tengo una cita con el editor Adam Coleman. Quiero que me ayude a realizar una reseña periodística para darle auge a la situación del asesino y que los ciudadanos tomen las medidas pertinentes.
¿Coleman? Es bueno. Recién se ha incorporado al equipo de The New York Times. No sabía que lo conocías.
La fiscalía se mantiene al día de los movimientos de The New York Times y Coleman no es la excepción. Sigo su obra, es un editor y escritor de calidad; lo que necesito para darle relevancia a la investigación del asesino serial.
La llegada de Adam Coleman a la ciudad era la novedad del momento. El equipo de The New York Times tenía altas expectativas en cuanto a su trabajo que presumía ser de alta categoría, además de ser un escritor consagrado, sobresaliente en poesía y novelas de suspenso. Apenas tendría cumplido un mes de haberse instalado. Gustaba de pasearse por Central Park mientras portaba consigo una mariconera de piel color negra y una libreta donde escribía sus obras, pues tenía la premisa de que en cualquier momento podía surgir la inspiración. Era frío y metódico, de igual manera que la agente Listing, a quien admiraba en secreto, lo que explicaba el por qué creaba poesía. Listing le habría proporcionado la información del asesino de Street 42 para realizar la reseña periodística del caso. Él tendría entonces un adelanto que llevaba consigo en su tableta mientras esperaba sentado en una banca.
Agente Listing. ¡Buenas tardes!
Escritor Coleman. No tengo mucho tiempo. Dime.
Aquí está el encargo, su señoría. Una nota a grandes rasgos del asesino serial. Bastante concreto para que las personas puedan entender mejor la situación.
Vaya, se ha esmerado. ¿Podría lanzarlo para mañana en el diario? Necesito cuanto antes que los ciudadanos sepan esta situación desgastante. Hasta el momento, sé que ataca a mujeres adultas y a algunos hombres.
Por supuesto, agente Listing, aunque, ¿aún tiene sospechas de alguien? Digo, hasta el momento el asesino se ha mostrado cauteloso, puede que sea alguien de su entera confianza. De hecho, desde que llegué a The New York Times he sabido que algunos de mis superiores se ven con mujeres por las noches cerca de The Vessel, algunos citan a muchachos para ofertarles ser parte del staff de diseñadores. No he visto a nadie nuevo y tengo la corazonada de que puede ser alguno de ellos.
Coleman, ¿Está consciente de la información que me está diciendo? La compañía donde labora tiene un gran vínculo con la fiscalía de New York. Por eso lo contacté para llevar las noticias de este caso tan delicado.
Sé a lo que se refiere, señorita Listing. Sólo quisiera contribuir, pues también mi vida corre peligro. Soy una figura pública y he venido sólo a laborar. He venido acá y la compañía me ha recibido con fervor y calidez, pero la atmósfera me hace sentir intranquilo. No he podido dormir, al igual que usted, incluso he escrito poemas oscuros, como si una identidad sobrenatural me los dictase. Mi esencia y proceso es distinto. Pero esto es importante y, si me lo permite, me gustaría colaborar con usted para encontrar el asesino.
Le agradezco su aportación, Adam. Confío en su palabra e incluso soy seguidora de su trabajo. Me gustaría que me mostrara un poco de su investigación para que podamos adelantar un poco de la mía. ¿Podrá? Claro, si tiene trabajo, podemos pactar en otra ocasión.
Si de algo estoy seguro es que será un honor trabajar con una profesional como usted. Pactamos esta noche. En mi departamento tengo suficiente material que le puede interesar, e incluso podemos salir esta noche a indagar por Street 42.
¡Trato hecho, Mr. Coleman! Lo veo en
Street 42 a las 8:00, me tengo que retirar. Llevaré la base de datos.
La veo por la noche, agente.
Por otro lado, la oficina de The New York Times era un desastre, como de costumbre, al tener tanta carga laboral al día. Recursos humanos se habría atrasado en algunos reportes que exigía la compañía por protocolos de seguridad. Tenían pruebas proyectivas sin revisar y una base de datos con pocos expedientes. Sólo el expediente de Adam Coleman estaba en total regla desde el momento de su llegada; los demás expedientes todavía no eran evaluados, grave error, aunque la urgencia de personal, les había hecho dejar de lado cierto requisito.
La noche llegó bastante rápido. El viento soplaba y las calles de New York se encontraban iluminadas por doquier. La gente miraba por todos tras la incertidumbre del asesino. Isabella Listing se encontraba dentro de su Audi color platino esperando a Adam Coleman, quien llegaría muy pronto pues su departamento se encontraba cerca de Street 42. Un golpeteo tocó a su ventana de pronto.
¡Agente Listing! Perdón la demora. Sígame, que es grata su visita.
Gracias, Adam. Vamos, que tenemos una noche larga.
Adam dirigió a Isabella hasta su departamento. Tomaron el ascensor hasta llegar al piso 5. Al ingresar, el lugar tenía una ventana con vista panorámica de New York. Cerca de ahí, en la mesa puesta esperaban una botella de vino, dos copas y lasaña recién horneada.
Permita que la invite a cenar. Me tomé la tarde cocinando porque de vez en cuando me gusta ser un espléndido.
La cara de Isabelle se ruborizó al instante. No era de mucho expresar emociones, pero estaba en el departamento de Adam Coleman, a quien admiraba bastante.
Me alegra poder colaborar con usted. No suelo decir esto a cualquiera, Mr. Coleman, pero, para mí, su trabajo es pulcro y digno de leer. Me gustaría conocer qué ha escrito en medio de esta situación que no ha dejado descansar a cualquiera.
Por supuesto. Hace unos días, escribí un poema: “Mátrix”. Debo decir que es lo más acertado a lo que siento últimamente. Aunque esta noche, su presencia me hace sentir más tranquilo. Se lo mostraré enseguida.
Adam se dirigió hacia su escritorio. Inmediatamente, tomó la libreta donde tenía sus manuscritos. Mientras hojeaba la libreta, una hoja cayó encima de la mesa donde estaba cenando con Isabella. En la hoja había un dibujo de un hombre que caminaba bajo la lluvia y algunos charcos garabateados que terminaban en pico.
¿También dibuja? No le conocía esa faceta, Adam.
La verdad es que quiero dibujar a mis personajes también. De hecho, éste es un boceto, pero aún no está terminado y preferiría que lo viese después dijo Adam, mientras tomaba el dibujo para colocarlo encima del escritorio . Te presento "Mátrix".
Isabella tomó el cuadernillo con el poema escrito a tinta negra. Empezó entonces a leer mientras degustaba la copa de vino.
MÁTRIX
Se desconectó la mátrix. Ya no percibe en absoluto. Sólo retumban errores de a gratis. El ruido suena bastante peliagudo. Juro que no estoy inconsciente, lo peor, no estoy consciente. Choques eléctricos constantemente. Me falta el aire, sonrisa aparente…
Vaya, Adam. Me ha dejado pensando. Esta situación me ha dejado pensando también. Debes ser muy valiente para llegar a esta ciudad con tanta basura sin resolver.
Me consuela que pueda ser de utilidad, Isa, si es que así te puedo llamar. Sé que pronto sabrás quién es el asesino, eres una gran agente, tienes carácter y agallas para el puesto que te compete.
Eres el único que piensa eso. Últimamente no he podido descansar, me preocupa la situación en esta ciudad, es terrible. De quienes sospecho no tienen ninguna culpa. Es una basura.
Pero el trabajo que me entregaste da mucho de qué hablar. Mira agente, eres un ser humano, necesitas descansar, los ciudadanos estarán bien esta noche. Puedes quedarte si lo prefieres, igual necesito compañía en este departamento frío.
Una noche perdida puede costarnos muy caro, Adam.
Pero ten la certeza de que no será así, Isa. De pronto Isabella se levantó de su asiento. Miró a Adam, quien estaba frente a ella. Más adelante, en la sala, había un sillón grande de piel negra, que parecía bastante cómodo. Dejó caer su cuerpo encima y cerró sus ojos de inmediato. El vino la habría relajado después de días sin poder dormir. De inmediato Adam tomó una manta para cubrir el cuerpo de Isabella, seguido de darle un beso en los labios y acostarse a su lado.
A la mañana siguiente las oficinas de la fiscalía estaban hechas un desbarajuste. Los teléfonos no dejaban de sonar y los agentes estaban desde primera hora en la fiscalía con reporte en mano.
Isabella Listing, ¿dónde diablos estás? gritaba Susan desde su oficina.
De repente, Logan llegó a su oficina sin tocar la puerta al menos.
Susan, The New York Times ha publicado esta noticia.
PERO ¿QUÉ CARAJO?
Susan no pudo sostener por mucho el diario que Logan le había dado.
Sus ojos se quedaron como platos y un dolor
tremendo invadía su vientre. El diario hoy lo encabezaba la noticia:
“Isabella Listing ha sido encontrada en su auto, en medio de la carretera, sin vida: se sospecha de presunta sobredosis de estupefacientes”. ¬
Hearn, Lafcadio. Thegoblinspider(1899).Los grilletes del diablo
Luis Manuel Solís (México)DESDE LOS VENTANALES del departamento ubicado en el piso 186 de la Torre CDMX era posible contemplar en la curva del horizonte las siluetas estilizadas de la Torre Gran Tlaxcala, la Torre de oro de Cuernavaca, la Torre Angelópolis, la Torre Tizayuca Park y la Torre Colonial Queretana. Los seis pilares de la megalópolis México Central, agujas doradas sobre una alfombra urbana rota, sucia, recorrida por hordas de indigentes y perros callejeros.
Era la primera vez que el asociado detective Pérez-Fong se encontraba en un lugar tan alto. Después de todo, los afectados por la enfermedad eran casi siempre gente de clase 90%, es decir, pobres, la inmensa mayoría según la popular referencia al porcentaje de la población mundial. Los que vivían en ese tipo de lugares, las torres, eran apenas el 2%, asociados políticos, asociados religiosos o asociados artistas pop.
Únicamente el 0.1%, los mega magnates y sus cortes, habitaban en las estaciones espaciales y la Luna.
Pérez-Fong levantó la manta que cubría el cuerpo. Estaba encorvado por completo en una silla ergonómica, rodeado por bocinas gigantescas desde las que había ignorado al mundo por décadas. Sus brazos estaban unidos firmemente desde las muñecas hasta los codos, llenos de llagas y piel muerta, mientras que sus manos eran muñones ennegrecidos y supurantes. Daban la impresión de que habían sido atadas con cadenas de fuego, de allí el nombre de los grilletes del diablo.
El cadáver estaba dentro del simulador virtual más grande que hubiera visto Pérez-Fong. Ocupaba todo el espacio destinado originalmente a la sala y al comedor. Era monstruoso. Los asociados como él, que pertenecían al 78% de la población humana, no podrían nunca pagar algo así, en eso se parecían a los 90%, quienes sólo podían permitirse un casco simulador estándar, eficaz para entretenerse por horas o días enteros, pero que no se comparaba con el aparato del departamento.
A menos de que fueran obscenamente ricos, cada niño nacía con una deuda económica considerable: ya debían educación, vivienda y productos para la conexión, como los cascos, la única vía para acceder a Realidad 2, el mundo virtual. Esto era así para garantizar que pudieran pagar la carísima tecnología puesta a su servicio y para que, al finiquitar su deuda, todavía tuvieran edad para adquirir más cosas. El casco virtual del detective, lleno de polvo, permanecía en un estante de su mini departamento. Pertenecer a la empresa le había hecho cambiar de hábitos.
La compañía que arrendaba sus servicios de impartición de justicia y pacificación al gobierno de México Central era altamente eficiente y sus empleados eran su carta de presentación. Los asociados de apoyo estaban terminando de realizar la recogida de pruebas y pistas con gran habilidad. El asociado detective adjunto le presentó sus conclusiones.
El cuerpo había sido escaneado exhaustivamente. El occiso, nombre censurado, presen-
taba un daño extremo de las manos y los ojos, las huellas del padecimiento conocido comúnmente como “los grilletes del diablo”, resultado de la utilización desmedida de aparatos electrónicos. Sus ojos estaban empequeñecidos y duros, como huevos cocidos dentro de las cuencas oculares, inservibles desde hacía años. Las manos, lo que quedaba, mostraban los signos inconfundibles de quemaduras internas, tumores, diversos tipos de cáncer y metástasis, provenientes de las radiaciones que producía la tecnología desde la 4G en adelante. Era inofensiva per se, pero el uso excesivamente prolongado de los primeros gadgets, (laptops, consolas, celulares, tabletas, relojes digitales, etc.) la convirtieron a la larga en algo más dañino que el azúcar y la grasa. Los efectos se detectaron muy tarde, y fueron especialmente dañinos en la población que durante la década de la pandemia era adulta joven y que ahora rondaría los sesenta años. Como muchos de los afectados al darse cuenta de su mal, sin importar su condición social y dependiendo de sus posibilidades, el enfermo había seguido diferentes tratamientos “alternos”, evitando ponerse bajo el radar médico, el cual le hubiera amputado las manos simple y llanamente.
Gracias a su poder económico, el difunto había buscado ayuda de manera discreta vía Realidad 2, con pastillas y cremas surgidas de una impresora médica encontrada en su dormitorio, sin duda hackeada.
No se conocía ninguna cura para los grilletes del diablo, sólo la amputación de las manos y, en casos extremos, de los brazos. Llegado a ese punto, el paciente no tardaba en morir de manera “asistida y voluntaria”. No era rentable
para ningún gobierno hiperterrestre atender a personas enfermas o heridas de manera permanente, por lo que un diagnóstico adverso era una sentencia de muerte. La salida de México al espacio lo había obligado a firmar los acuerdos de salubridad y seguridad nacional vigentes en las superpotencias China y Rusia, las grandes ganadoras en la carrera por el desarrollo de soles artificiales y la criptoeconomía, artífices del auge actual del Capitalismo de Estado.
El asociado inspector firmó las hojas de cierre del caso. Se habían tardado veinte minutos. La productividad iba a la alza. Les daría tiempo de revisar un par de casos más ese mismo día. Asesinatos. Puro papeleo. Los asociados de apoyo y el asociado detective adjunto salieron. Pérez-Fong esperó unos minutos. La gente muerta por el mal era escasa, ya se estaba acabando. No era bueno que la sociedad recordara en estos momentos a los engrilletados, ni los guetos donde los recluyeron, o las imágenes de ellos retorciéndose y muriendo por cientos, ciegos y con los ennegrecidos muñones de las manos supurando líquidos sin que se pudiera hacer nada por ellos que fuera económicamente costeable. Eso no podía aparecer otra vez en la Realidad 2, mucho menos ahora que se rumoraba con insistencia que los cascos de realidad virtual producían los mismos efectos que los anticuados gadgets, pero en el cerebro. No era redituable un levantamiento de la población. Pérez-Fong, al igual que su equipo, tenía instrucciones de su empresa y las seguía al pie de la letra. Lo que fuera por los bonos y utilidades. Colocó una bomba incendiaria en el piso del departamento y salió. ¬
El fondo del asunto
Jovanni Dupin (México)EXISTEN POZOS sin fondo. La espiral del infortunio se puede extender hasta el infinito sepultando una mente en el abismo de la desesperación sin posibilidad aparente de emerger. Y cuando se piensa que no hay manera de estar más hundido, que se ha llegado al límite, el descenso se vuelve perpetuo; se prolonga por toda una existencia mortal, y más allá, si es posible. Así veía transcurrir los días Damián Mora. La suya era una vida en desdicha constante e inexorable, y lo único que lo había detenido al considerar ponerle fin de una buena vez fue la incertidumbre de no saber si el dolor lo perseguiría aun pudriéndose bajo tierra. Sin voluntad para vivir ni determinación para matarse, Mora sobrevivía, enfocando su cerebro en el trabajo, y adormeciéndolo con whisky barato que acompañaba algunas noches con un comprimido de diazepam, aquellas noches insomnes en que la ansiedad, intolerable, punzaba dentro de su pecho como una bestia enjaulada tras sus costillas, pugnando por liberarse.
La noche en que Gamaliel Gamboa entró a su oficina, Damián Mora se encontraba somnoliento y casi noqueado por un extenuante día de trabajo: el seguimiento a la esposa del presidente de una empresa pasteurizadora de leche, de quien él sospechaba le era infiel con el agente inmobiliario que meses atrás los había asesorado para la compra de un terreno a seis kilómetros de Samalayuca. Allá, la pareja planeaba la construcción de una casa de campo que fungiría como su refugio romántico a
donde escapar al verse superados por la invariable rutina de la vida familiar. El empresario lechero acudió a la oficina de Mora por la mañana de ese miércoles, a las seis dos horas antes de su cita para un partido de golf en el Campestre Country Club . Doce horas después, desde la ventana de una de las habitaciones del hotel Casa Grande, Mora fotografiaba con el teleobjetivo de su Canon al agente inmobiliario en la piscina al aire libre, acompañado de su esposa y la esposa del lechero retozando en una tríada erótica.
Los ojos del lechero casi escapan de sus cuencas cuando vio una de las fotografías en donde la esposa del agente inmobiliario, con una gran sonrisa estampada, curioseaba con la mano debajo del bikini de su propia esposa, como esperando extraer el papelito premiado de la urna en un sorteo. “Inaudito… Sencillamente inaudito”, murmuró el lechero por decir algo y no permanecer en silencio observando las fotografías como poseso. Había, no obstante, un dejo de satisfacción en sus palabras, al cual Mora ya estaba acostumbrado.
A las 7:24 p.m. se encaminaron los tres juntos a la habitación 606 explicó Mora . Allí permanecieron hasta las 9:47. Yo previamente instalé un micrófono oculto en el cuarto. Aquí está la grabación.
Mora sacó de uno de los cajones de su escritorio una grabadora portátil y una cinta que llevaba una etiqueta donde había escrito con plumón “07-07-94 C199”. El lechero lo interrumpió antes de que pudiera reproducirla:
Yo… yo preferiría escuchar la grabación en privado, si no le importa.
Mora le entregó entonces la cinta, y el empresario la guardó de inmediato con el apremio de quien recibe un soborno. Pagó sus honorarios al detective y salió presuroso de la oficina, con la frustración y ese atisbo de regodeo de un hombre que confirma la sospecha de la infidelidad de su mujer, sumado a la mezcla de excitación y perplejidad de imaginar a su esposa en un trío con una pareja. Y, claro, con la prisa por escuchar con detenimiento la grabación del concierto de aquel terceto fogoso. Entonces Mora se quedó solo en su oficina.
Tenía la pequeña ventana de su despacho abierta, pero era una noche de verano sofocante y el pequeño ventilador eléctrico que oscilaba con monotonía era insuficiente para enfriar el lugar. Mora odiaba el insoportable calor del verano, pero también era la época del año en que más clientes tenía. La época de las infidelidades. Ocho años atrás, una noche de verano casi igual de calurosa, una mujer con actitud nerviosa entró en su oficina. Se presentó como Guillermina Serra. Lo contrató para investigar a su marido; el Señor Serra mostraba los indicios claros del infiel: cambio de hábitos en su higiene, actitud irritable cuando la mujer lo interrogaba al llegar a casa a altas horas de la noche, así como algunas muestras de afecto esporádicas que contrastaban con su actitud aislada y cada vez más distante.
A diferencia de otros clientes, la señora Serra no estaba convencida de la infidelidad de su marido, o no quería aceptar la idea de que en realidad la engañaba. Por eso acudía al detective, sólo una prueba fehaciente la haría tragar esa mala píldora. Mantenía la esperanza de que el investigador aliviara su pena al confirmarle que su marido era un hombre recto y
fiel, y que aquellas actitudes tendrían alguna otra explicación. Cualquiera.
Dada la angustia y el nerviosismo que mostraba la mujer, Mora evitó deliberadamente comentar a Guillermina que en el noventa por ciento de los casos las sospechas de infidelidad de sus investigados se veían confirmadas.
Cerca de la media noche, mientras Mora fotografiaba al señor Serra, dentro de su auto aparcado junto a un parque poco concurrido, con su propia esposa, Raquel, rebotando encima de él, se sintió como el protagonista del chiste más malo contado por el más tonto borracho en el peor bar de la ciudad. El matrimonio estaba roto, y eso lo tenía claro desde la muerte de su hijo Daniel, dos años antes. Fue un virus, eso les dijeron. Tras un acceso agudo de fiebre, fue hospitalizado de urgencia, pero no pasó la noche. Daniel tenía cuatro años. Luego de eso, y tras cierto periodo de luto, Mora se abocó por completo a su trabajo, al alcohol y a los calmantes. Raquel se volvió más fría, incluso cruel. La muerte de su hijo había cambiado su perspectiva del mundo, descubrió que a veces Dios podía ser un completo bastardo. Cuando Mora colocó en la mesa frente a su esposa la fotografía donde aparecía encima del señor Serra, ella no se mostró sorprendida. Se levantó e hizo maletas, sin expresión en el rostro. Antes de cerrar la puerta tras de sí, miró a su esposo y dijo, indiferente: Me sorprende que tardaras tanto.
Luego de eso se marchó y Mora no la volvió a ver. Los abogados se encargarían del divorcio. Con las pruebas de la infidelidad, y los antecedentes de la muerte de su hijo, todos los involucrados en el trámite se asegurarían de que el proceso fuera ágil y sencillo. Al día siguiente, Mora citó a la señora Guillermina en la oficina. Por un momento, mientras aguardaba a su llegada, fantaseó con que la historia tendría el
giro predecible pero lógico en el que él y Guillermina, las pobres víctimas del engaño, acabarían por iniciar una relación romántica y descubrirían al tiempo que en realidad eran el uno para el otro, y toda la amargura por la que habían pasado era parte del camino que debían recorrer para finalmente encontrarse. Era su destino. Además, tras la angustia de su semblante, Guillermina era una mujer de buen ver. Mina, la llamaría él, cariñosamente. Quizá tendrían otro hijo, aunque en ese momento la simple idea evocaba al dolor por la pérdida de Daniel. El dolor de la pérdida de un hijo pequeño se puede sepultar en lo más hondo del pecho, pero siempre permanece y en cualquier momento emerge violento y estruja al corazón.
Cuando presentó las fotografías y expuso la investigación a Guillermina, la mujer dio un gran suspiro y de un momento a otro se deshizo de su máscara de pena. Ahí estaba la satisfacción que Mora conocía bien luego de años en esa área de trabajo. Las sospechas se confirmaban, pero también era el alivio de quitarse un gran peso encima. Guillermina pagó lo correspondiente a Mora, y antes de marcharse le dirigió una sonrisa burlona. Al parecer, a pesar de todo, aquel mal chiste le había dado algo de gracia. “Y el detective resultó cornudo”. Y los borrachos se carcajean, no porque el chiste sea bueno, sino porque están borrachos.
Su mente deambulaba por estos recuerdos mientras seguía el penoso oscilar del viejo ventilador. Como hacía siempre que su cerebro comenzaba a navegar por las aristas más mezquinas de su memoria, prefirió acallarlo y concentrarse en el momento presente. Vertió en el vaso lo que quedaba en la botella de Black & White que tenía en la oficina, con un trago pasó un Valium, y luego encendió uno de sus Lucky Strike sin filtro. Antes de que el tercer
cigarro se consumiera por completo, llamaron a la puerta. Era Gamaliel Gamboa.
Damián Mora observaba con binoculares por la ventana del cuarto 21 del motel Villita del Amor, a través de la persiana cerrada. Vigilaba la habitación 8, en donde había entrado un cuarto de hora atrás Sara Prado, la esposa de Gamaliel Gamboa, mujer ya entrada en sus cincuenta, en compañía de un mozuelo de unos veinte. Mantenían la luz encendida. Mora esperaba a Gamaliel, a quien había llamado para que acudiera en cuanto vio a Sara y al muchacho ingresar a la habitación. Le había tomado casi una semana de investigación y seguimientos. Las mujeres siempre eran más difíciles de atrapar en sus aventuras, Mora lo tenía claro, eran más listas, no se dejaban ver y cubrían sus huellas. Dio la instrucción a Gamboa para que estacionara en la cochera del cuarto y la cerrara de inmediato, para que su esposa no se topara con el auto, en caso de una salida prematura. Gamboa llegó minutos después, aparcó como el investigador le indicó y entró en el cuarto, con el rostro enrojecido por la ira, el nerviosismo y la congoja.
Entonces… ¿aquí está? ¿Está cien por ciento seguro de eso? cuestionó a Mora. “Negación”, pensó el detective.
Es ella, llegó hace aproximadamente veinte minutos dijo mientras consultaba el reloj en su muñeca . Como expliqué por teléfono, si llama a la puerta del cuarto 8, aquí enfrente, atenderá ella, o el joven que la acompaña.
Gamboa veía a Mora con ojos verdosos, casi llorosos, y el rostro aún más enrojecido. Luego de un momento de vacilación, se dirigió a Mora:
Si llamamos a la puerta y conseguimos entrar… o que salgan… ¿usted puede tomar fotografías al momento? Todo será… más fácil, si
tengo la evidencia de lo que está pasando. Mora lo comprendía perfectamente.
Así es, puedo fotografiarlos, si es lo que quiere.
Ambos salieron y se encaminaron hacia el cuarto 8. Mora armado con su Canon, y Gamboa con una determinación que pocas veces mostraba, aunque parecía tembloroso. El detective cedió el honor y Gamboa llamó a la puerta. Una eternidad de segundos después, la puerta de aquel cuartucho de mala muerte abrió lentamente y Sara Prado asomó nerviosa y sudorosa. Mora, quien tenía la cámara preparada para las fotografías, se sobresaltó cuando Gamboa pateó con violencia la puerta y entró en la habitación. El detective ingresó también, apuntando la Canon, pero la escena con la que se encontraron resultó inaudita, incluso para Mora, con tantos años de carrera en los que había visto según él creía de todo. El joven, desnudo, se encontraba tumbado en la cama con las manos atadas a la espalda, amordazado. Permanecía inmóvil, en una especie de trance, balbuceando, mientras una enrome aguja le perforaba el ojo derecho. La sangre que brotaba del ojo caía sobre un hule transparente con el que se encontraba recubierta la cama.
Todos quedaron paralizados, pero el flash de la Canon pareció romper con la irrealidad de la escena.
¡Qué carajos haces aquí, pedazo de imbécil! farfulló Sara, quien vestía un atuendo de cuero entallado clásico de dominatriz.
La mujer se lanzó con violencia sobre su marido, quien permanecía estupefacto, y rebanó su garganta con una navaja. Gamaliel cayó al suelo, tratando de contener la hemorragia, inútilmente, con sus manos. De inmediato Sara atacó a Damián Mora, tratando de cortar su cara, pero el detective la esquivó, aunque
cayó de espaldas tras perder el equilibrio en ese movimiento. Sara, encima de Damián, preparaba una cuchillada fatal. En ese instante el detective señaló a una esquina de la habitación.
Allí dijo con voz trémula, pero clara. Coloqué una cámara oculta, por eso tu esposo te descubrió… La policía encontrará… Sara desvió por una fracción de segundo sus ojos felinos del detective, quien lanzó un puñetazo con toda la fuerza de la que era capaz, y consiguió quitársela de encima. Se incorporó rápido y consiguió dar un puntapié en la cara a la esposa de Gamboa, dejándola inconsciente. Por supuesto, no había ninguna cámara. Damián Mora vació el cenicero en la papelera de su despacho, luego encendió otro Lucky Strike. En el Diario detallaban la detención de “La Araña”, presunta asesina serial sospechosa de más de una docena de cadáveres encontrados en moteles. En el artículo se explicaba su modus operandi: Contactaba a sus víctimas por anuncios en clasificados. “Mujer madura busca sumiso”. En el motel, como parte de la dinámica de dominación erótica, amarraba y amordazaba a sus amantes, para luego inyectar un calmante que lo haría permanecer quietos pero conscientes. Luego daba rienda suelta a su creatividad con agujas, navajas y una variedad de objetos punzocortantes.
Mora cerró el periódico y dio el último sorbo a su vaso. Por mera casualidad era responsable de la detención de aquella mujer. Una tenue sonrisa se dibujó en sus labios. Aquel muchachito Jesús M…, según detallaba el Diario , se había salvado gracias a su injerencia. Estaba tuerto, pero vivo. Damián Mora no había sonreído desde la muerte de su hijo Daniel. Entonces, encendió otro Lucky Strike y esperó a que el próximo caso llamara a la puerta. ¬
Asesinato verbal
Andrés Urrutia (Chile)EL INFORME ESTABLECÍA que la víctima perdió la vida en un asesinato verbal, por lo que no tuve más remedio que investigar el crimen dentro del lenguaje. De esta forma me vi en la disyuntiva de, precisamente, entrar en él. ¿De qué otra forma tomar huellas, recrear hechos, encontrar pistas?
La fiscal me presionaba a que consiguiera los permisos para introducir mi equipo forense en el idioma, que pidiera los salvoconductos adecuados y hablara con las autoridades competentes, ¿pero eso no es su trabajo? ¿Quién soy yo, la niña de los mandados? Todo porque me ven amable y diligente. Mi padre decía que necesitaba un carácter fuerte contra el mundo, porque el mundo no tiene misericordia. Puede ser un golpe, una zancadilla, una palabra, no importa, vendrán por ti para humillarte. La fiscal seguía esperando, haciendo sonar sus tacones con ritmo marcial, mientras miraba el reloj de su muñeca con una pose de revista. Todos sus símbolos parecían decir soy mejor que tú, muévete, ñoña. No me quedó otra que moverme.
Conversé con la Presidenta de la Academia de Letras. Ella no pareció entender la urgencia del problema y dijo que hablaría con la Real Academia Española de la Lengua para consultar el conducto regular. Yo le decía que podría darme permiso provisional hasta que tuviera autorización, al menos para entrar al dialecto chileno, sin embargo, ella recalcó la importancia del debido proceso. ¿Con qué cara me habla ella de procesos? No tenía idea de lo ur-
gente que era tener todas las pistas para respetar el dichoso proceso.
Hablé con el Ministerio de Cultura. La ministra me observó como si fuera un bicho raro. Me dijo que ella no tenía autoridad sobre el lenguaje, que el ministerio sólo se encargaba de entregar fondos para artistas hambrientos, pero que no podían regular qué hacía cada persona con el arte. Si necesitaba ayuda, en todo caso, podía postular por ventanilla abierta para un pasaje al idioma, pero tenía que ser con varios meses de anticipación. Le dije gracias por nada y me fui.
El Ministerio de Educación dijo que me faltaban competencias, que diera la PTU y que entrara a una carrera para estudiar; el Ministerio de Ciencias, que no tenía suficientes artículos para entrar; el Ministerio del Interior, que no tenía autorización para ingresar al idioma, según temas de seguridad interior del Estado. Finalmente, saqué un Permiso Temporal Individual de Desplazamiento General en Comisaría Virtual y me introduje en el lenguaje sin preguntar. Después de todo, no había ningún cordón sanitario que me fiscalizara.
La entrada al idioma es un camino largo y mal pavimentado, una carretera concesionada, cuyo operador abandonó hace siglos. Una ciudad confusa, invadida por cientos de ejércitos. Una nación invasora, llena de tesoros de otros reinos.
En la esquina de Sujeto con Predicado encontré el cadáver de la víctima. Se encontraba de frente en el suelo; en su espalda, una enorme
tachadura donde debió estar su corazón. Pero me estaba adelantando. Aunque el idioma estaba vacío, tomé mi cinta policial y delimité la zona. Enormes letras T hacían de postes, y ellas me ayudaron a marcar un cuadrado perfecto alrededor del cuerpo. Si hubiese pasado un auto (con ruedas de O, puertas de G, ventanas de D, etc.), hubiese tenido problemas, pero no había tráfico en el lenguaje.
Siendo la única científica en la escena, además estaba encargada de la inspección ocular, en busca de indicios y evidencias. Comencé por lo principal y más importante, eso que nunca sale en las series de detectives: ponerme un traje completo de protección, un plástico muy poco glamoroso que evitaba la contaminación de la escena del crimen. El mundo de las letras es un mundo higiénico, como si no cupiese polvo entre palabras, lo que menos quería era manchar las hojas. Luego, debía mostrar todos los indicios, cualquier trozo fuera de lugar, poner un numerito en cada charco de sangre, huella y resto, además de fotografiarlos. Encontré sólo lo típico, un gran charco negro de sangre-tinta, algunos trozos de órganos-palabras y, por último, unas sospechosas huellas que seguían su camino fuera del crimen. Seguí el rastro hasta un callejón a media cuadra del cadáver (una oración oscura entre dos párrafos), donde encontré el arma homicida: un NOTEAMO ensangrentado, manchando el asfalto de papel. También le puse un número y le disparé mi cámara. El rastro ensangrentado cruzaba el callejón y se internaba en la ciudad hasta desaparecer.
Recién cuando terminé mi labor, el resto del equipo llegó. Los idiotas pidieron disculpas por el atraso, aduciendo que en un cordón sanitario los habían fiscalizado, como si yo no supiera que el lenguaje es un lugar sin ley donde cualquiera puede matar sin consecuen
cias. Les pedí que se encargaran de llevar el cuerpo al Servicio Médico Legal, junto con las muestras que había tomado. En especial que tuvieran cuidado con el arma homicida, que la llevaran directo al laboratorio, no quería ningún fonema desaparecido. Tomaron cada palabra derramada con sumo cuidado, el trabajo forense requiere esa atención para que la integridad de las pistas no pueda ser discutida. Eso es tan real en la antropología forense como en la lingüística.
De vuelta en el laboratorio, desparramo todas las pistas en el mesón, esperando que me hablen. Todas las palabras me devuelven un significado que yo debiese entender: sangresangresan, que constituía un charco bajo el cuerpo, intrincadas huellashuellashuellas dactilares, un gran NOTEAMO con forma de cuchillo. ¿No suena todo pasional? No, el científico forense se preocupa de quién, dónde, cómo y cuándo, pero nunca de los porqués. No se pueden determinar científicamente los por qué. Y menos literariamente. ¿Cuál fue la intención del autor? ¿Venganza, rencor, dinero, defensa propia? ¿Qué importan los porqués de un discurso? Dentro de las bolsas herméticas, hay palabras derritiéndose y las pistas podrían desaparecer para siempre si no analizo los datos pronto.
El nombre de la víctima era Simona Montag, una joven abogada de 29 años, recién egresada de la Universidad de Chile (maldito examen de título). Su familia había puesto una denuncia por presunta desgracia hace menos de un día. Eso quiere decir que no volvió en, al menos, una noche a la casa de sus padres. ¿Llegó al lenguaje sola y se encontró con alguien, o llegó acompañada? No tengo cómo averiguar eso, por lo que me enfocaré sólo en las pistas.
Llevo el NOTEAMO al espectrógrafo, esperando que, al menos, me cuente sobre la com-
posición del arma. Antes busco huellas de quién pudo empuñar estas palabras, pero no encuentro ninguna. Olvido que las palabras no se lanzan con las manos. El espectrógrafo no arroja resultados. ¿De qué está hecho un NOTEAMO? ¿De desidia? ¿De arrepentimiento? Apago la luz, abandono el laboratorio, lo cierro con llave para que nadie nadie entre. Si no tuviera que volver a entrar, me tragaría la llave; nada debe violar este territorio sagrado.
Flash forward. Estoy en el Servicio Médico Legal para conversar con la médico forense. Ella me muestra de nuevo el cadáver, esta vez de frente, cortado en Y, una letra nueva sobre su piel pintada por la ciudad de las letras. Dentro de su cuerpo, inscritas palabras, tachaduras, borrones, vacíos. Ella me dice lo que ya intuyo, muerte por desangramiento de herida punzante. Hay más heridas de apuñalamiento, pero fueron innecesarias, con alevosía, palabras que no aportaron y sólo dolieron más. El resto de signos en su cuerpo no son más que heridas post mortem debido a la exposición a los elementos lingüísticos.
De vuelta en mi laboratorio, encuentro de nuevo a la fiscal, esperándome en la puerta, en su postura girlboss que nunca me ha agradado. Tiene una serie de cartas en la mano. Me dice que deberemos suspender la investigación, que mi ingreso al lenguaje no fue autorizado y que tenemos una serie de reclamos de los ministerios de Cultura, Educación, Ciencia, Interior, etc. ¿Y qué tienen que ver ellos, Mariana? ¡Yo hice lo que tuve que hacer para asegurar las pistas! Puede ser, pero por tu impulsividad todas las pistas del texto se arruinaron, no las podemos utilizar. Tengo que cerrar tu caso. ¡Mentira! Lo estás haciendo porque te conviene, ¿verdad? Nunca quisiste que investigara este crimen, ¡por eso no me apoyaste en ninguna de las solicitudes! ¿Ésa es la forma de
hablar con tu superior? Tienes hasta que entregue este documento, que será en media hora cuando vuelva la jueza. Suerte. Me abandona dejándome sin remedio.
Si no puedo entrar al lenguaje sin autorización, debo encontrar otra pista, aquí, en el mundo real, donde los objetos físicos me den respuestas materiales e incuestionables, no las pistas ambiguas de las letras que pueden llevar a cualquier lugar. Debo enfocarme en cómo Simona llegó al lenguaje.
Al otro lado del teléfono escucho un ¿Aló? con perfecto desgano. Estoy llamando al Ministerio de Justicia para consultar por Simona. Me contestan que ella no estaba cumpliendo ninguna diligencia y que no saben las razones de su presencia en el lugar. Me advierten que hubo varios rumores (así lo dice, en cursiva) sobre la vida privada de Simona. Que tenía polola. Que tal vez en qué andaba metida. Le digo que no podía creer en los estándares de justicia del Ministerio de Justicia y cuelgo con tanta fuerza que pierdo toda posibilidad de volver a llamar. Entonces marco a otro lugar y me contesta una madre llorando. Me dice que tampoco sabe por qué su hija andaba donde andaba, ni por qué era como era, pero sí estaba segura de que la quería como la quería y que jamás había sentido un dolor tan grande, que por favor encontráramos a quién hizo esto. Le aseguro que no descansaré hasta hallar al culpable. Me quedo mirando hacia la ventana con persianas, apenas me dejan ver afuera y me pregunto si no la estoy embarrando, si no será un caso de lesbofobia y no uno pasional, y la verdad no quiero ponerme a elegir, porque ¿quién puede elegir cuando hay una mujer muerta manchando las páginas de la historia? Son tantas que las hojas están rojas y las letras coaguladas, y el libro apenas se cierra de tanto horror. Un crimen de odio tiñe las mismas pá-
ginas, pero nadie las lee. Me siento la guardiana de este libro y mis manos están tan manchadas como las de quienes me invistieron con esta vigilia ¿Quién vigila a los vigilantes? Entonces mi instinto despierta y, contra todo procedimiento, corro a buscar una respuesta por una corazonada.
De verdad, ¿quién vigila a los vigilantes? ¿Quién se preocupa de quienes miran, espían, avisan? ¿Quién sapea a los sapos? ¿Quién avisó que el cuerpo de Simona estaba en la ciudad de las letras? Busco entre los informes de la investigación, doy vuelta la carpeta buscando el número desde el que se hizo la denuncia, pero no aparece. Eso sólo puede significar que actuamos de oficio, pero para eso nosotras debimos saber primero del cadáver. ¿Quién le avisó a la fiscal? Tengo un momento de silencio interno, cuando llegan certezas sin palabras, desde la más profunda capa cerebral. ¿Y si nadie le avisó?
Recuerdo las pisadas en la escena del crimen, dos marcas rojas por pie, un tacón de aguja, la foto de las huellas tiembla en mi mano, en el mismo ritmo de los tacones de mi jefa caminando por un pasillo imaginario. No estoy segura de si puedo probar esas pisadas, pero antes tengo que estar segura, muy segura, demasiado segura.
Primero voy a buscarla a su oficina, tengo que aclarar las cosas en su cara, sin embargo, no encuentro a nadie. La puerta está abierta. Un nuevo momento de duda, esta vez es un pequeño salto sin palabras. Miro hacia ambos lados del pasillo. Entro a hurtadillas y llego hasta la agenda de la fiscal. La reviso apurada, no encuentro nada importante hasta que cae un papel suelto, tiene una firma rápida de alguna autoridad, y dice con palabras negras horribles SE AUTORIZA A LA FISCAL MARIANA OCCISOR PARA ENTRAR AL IDIOMA. FIRMA: MI-
NISTERIO DE JUSTICIA. PP SIMONA MONTAG.
¿Qué haces en mi oficina, Fernanda? Giro rápido y la veo. Mariana atraviesa la puerta de su propia oficina con ojos de espanto y se queda plantada como dudando si huir o quedarse cuando ve el papel en mi mano. ¿Qué es esto, Mariana? Tú la mataste, ¿no es cierto? ¿Y qué si lo hice? No pueden probarlo, porque no existen marcas textuales que me pongan en la escena. Sí, fui al idioma, pero el lenguaje es amplio y grande, tienes que ponerme al lado del cadáver, empuñando las palabras, no sólo en la misma ciudad. No tienes nada.
Tengo tus zapatos. Sólo me falta saber el motivo. Necesito creerte que no fuiste tú, Mariana, dame tu celular. ¿Por qué tendría que pasártelo? ¿Quieres que te crea? No necesito que me creas, soy tu superior, tienes que pasar por una orden para que te dé algo. Pero ella mira rápido hacia su escritorio y entiendo que no tiene el teléfono con ella. Me doy vuelta rápido para buscarlo, pero ella sabe bien donde está, forcejeamos, se acabaron las palabras, tengo el teléfono en mis manos, entonces ella me empuja hacia la pared y termino en el suelo de la ciudad de las letras.
¿Cómo me trajiste acá? ¿Te traje? Tú sola llegaste aquí. Crees que las palabras te van a defender, que las leyes están de tu lado, pero no es así, Fernanda, nadie se va a enterar, porque estas cosas ocurren lejos de la vista pública. Cuando una mujer muere, sólo ven palabras en los comentarios de las redes. Son letras brillantes, pero que no significan nada.
Me arrastra a una pared de papel duro, seguimos forcejeando por el teléfono, mi piel en contacto con las hojas va transformando mi piel en piel, mis dedos en dedos, lentamente el celular pierde su naturaleza y se vuelve sólo el símbolo de teléfono, y una vez mi brazo y el aparato están fijados en la hoja, pierdo todo
movimiento. No es lo que ella buscaba, pero no se queja.
Si te dejo aquí por un tiempo, nadie te va a encontrar. Puedo desaparecer y nadie volverá hacer preguntas. Histérica no entiendo, no entiendo cómo, ¿pero por qué lo hiciste? Porque no la amaba. ¿Y por qué no la amabas? Porque te amo a ti. TEAMO. Y su TEAMO sale como un cuchillo que provoca una tachadura en mi garganta. Brota sangre convertida en palabras sangre. Mariana retrocede aterrada por su segundo asesinato. No puedo decir más, de un tajo me quitó toda mi habla mientras me quita la vida.
¿Cómo un TEAMO puede matar así, tan terrible como un NOTEAMO? ¿Qué borran las palabras al provocar la muerte? ¿Alguien leerá mi crimen más allá de las letras? Caigo al suelo, desangrándome. Mis fluidos oscurecen las blancas paredes del pasillo textual. Sólo puedo pensar en el caso que dejé inconcluso y me llevo a la tumba las palabras que cuentan la historia de Simona. Sólo espero que alguien más pueda volver a escribirla. Mariana huye, dejando huellas rojas con sus tacones ensangrentados, como inventando un nuevo abecedario para describir mi propio asesinato verbal. ¬
Restallidos en playas desiertas
José Julio Zerpa Rodríguez (España-Perú)HABÍA QUE REFORMAR la segunda recámara al final de la primera planta para convertirla en un cuarto, levantar el parqué y cerrar el acceso a la segunda planta. Al terminar las obras vi una cabeza de piedra medio escondida sobre un muro, observando la puerta principal por encima de quienes enceraban y pulían el piso, tras ser derruida la escalera donde la anciana propietaria de la casa se fracturó los tobillos. Su imagen no debería de ser fotografiada y compartida, o dejaría de tener su poder.
La cabeza del monstruo se labró en un material volcánico, grisáceo, con inclusiones negras de ceniza o material ardiente arrojado por un volcán. Desgastadas las volutas o serpientes de los laterales con un lateral más erosionado, conserva bastante bien su forma general de hombre felino en pleno furor, con ojos grandes y redondos, desorbitados, de lagarto. La nariz corta y ancha casi se reduce a unas fosas nasales gruesas y muy abiertas. De la parte superior de la mandíbula surgen cuatro colmillos o regueros gruesos de líquido que caen, siguiendo la mandíbula hasta detrás del mentón. De la nuca parte una prolongación, un pico de extremo redondeado.
Hace cuatro décadas, S., abogado laboral, defendió pro bono a unos jornaleros de su ciudad natal, me explicó la anciana, mientras me dejaba que sostuviera la cabeza. Agradecidos, no supieron qué regalo hacerle al Doctor, que ya tenía mando en el Ministerio de Trabajo, con la poca plata que tenían a la espera de que les abonaran lo establecido en el juicio. El abuelo
de uno de ellos había encontrado una piedra vieja en un arroyo. Fue bajada de la viga donde observaba la costa, protegiendo de terremotos y crecidas inesperadas, limpiada y examinada por los otros litigantes, quienes pagaron lo poco que les quedaban para participar en el presente.
S. era grande, fuerte y moreno. Salía en la madrugada para recoger a un familiar en algún antro entre las chacras rodeadas por acequias, a unos cinco o siete kilómetros en línea recta del antiguo aeropuerto internacional de la capital. El edificio de llegada es ahora sede del Ministerio de Interior. Las grandes torres de corporaciones ocupan, según se dice, la pista de aterrizaje principal. Alguna que otra vez S. llegó sólo a saldar las deudas del caballero que una vez encontró en ropa interior derribado en el piso de tierra, protegido por una mujer que lo defendía con un látigo de sus supuestos acreedores. Éste acabó con los finos gallos de pelea que S. resguardaba en la azotea, tras hacer que se enfrentaran unos con otros. S. le frotaba los pies a su hija cuando le entraba el cansancio o no podía superar las preocupaciones. Se venía abajo al ver a sus nietas, galante, en los huesos su gran armazón, hasta los últimos días en que dejó de ganar batallas al cáncer en los frentes de tantos órganos.
Hubo otro caso por el que llamaron de su ciudad, me confía la viuda. Los jornaleros lo recomendaron a una familia. En la tercera planta, sobre la moqueta que nunca terminaron por retirar, quedaron cajas y cajas de sus libros po-
líticos y otro material técnico raro, de cuando en la oposición querían llegar a gobernar para lograr la justicia social, la soberanía y dignidad nacional. La viuda no cree que aparezca el expediente judicial. Me permitió dar mi versión de lo ocurrido, tras oír varias. Ella, testigo principal, redactará la suya propia. En algún momento las compararemos y tendré que reescribirla.
A las seis de la mañana de un lunes lo llamaron y le dijeron que fuera enseguida. Él no quería porque era del sindicato, abogado laboral, y no tenía nada que ver con lo penal. Le habló su secretario de entonces, de parte de la familia de una mujercita desaparecida: había estado celebrando el sábado en la noche el terminar el curso. El enamorado, que vivía a una cuadra de la casa de ella, se bajó antes del taxi. Antes de entrar en su casa vio cómo el carro seguía de largo con ella adentro. Al día siguiente fue a denunciar a la comisaría. El taxista decía que no la dejó en su casa porque le insistió en ir a tomar y porque quería fumar marihuana. Eso era mentira. Era la primera de la universidad, muy estudiosa. “Por favor ve”, le pedí. “Recién estoy llegando de la asamblea. Ni me he quitado las medias para ducharme”, decía.
Llama su secretario: el enamorado tiene el número de su oficina en el Ministerio, preguntando por él: “Pero yo no puedo, no voy a ir. Eso es serio, es bien serio”.
A las siete y media de la mañana: “Yo no soy abogado penalista, no voy a ir, lo conectamos con un amigo mío de la Jurídica, que revise el expediente”. Se vuelve a comunicar el chico a las ocho, ocho y media, y me dice... No era un chico, era un hombre de veinticinco años: “Señora, no aparece, van a ser las nueve y no va a aparecer ya. La mamá está destrozada”. El secretario me contó lo más difícil que puede lle-
gar a decir una madre. Imagínate la esperanza que tenía de que aún estuviera viva. “Ahí ya sí, ahí ya, como esté, teniendo lo que tenga, pero que la regresen”. Cuando lo escuché casi me pongo a llorar, pero hice como que no oí nada y le dije: “Tú te vas ahora mismo”. “¿Qué te pasa?, no te metas. Además, tengo reunión a las once en el Ministerio con el Director de Planificación de Riegos”.
Eran las cinco de la tarde. “Es el que más puede hacer, decía el secretario, nadie más, ni yo mismo, puede avanzarlo. Lo están llamando de la comisaría de X los chicos, porque si alguien puede arreglar esto es él. Tiene que ir. Porque el comisario está conversando, fumando y riéndose en los calabozos con el taxista”.
Le dije al secretario: “Tú y yo vamos ahora mismo en tu carro. Tardemos cuatro o seis horas en llegar”. Pero él me respondió: “Usted será bien brava, yo puedo pelearla, pero ha de ser él quien esté aquí. Es uno de los grandes y ya ha defendido a los pequeños”. No era entonces un pueblo chico. Los que mandaban son los grandes platudos, los grandes bodegueros. Pero el poder moral, el poder verdadero está en los que el pueblo ama. Él era el más querido por los trabajadores del campo, del pueblo, los sindicatos, y es de raza, de mando. Así que me planté ante él y le dije: “Ahora me cambio y nos vamos”. “Pero no somos los más indicados. Estoy cansado, estoy muerto”, respondió. “Si tú no vas y arreglas eso, tu hija nunca más va de visita”. Entonces, como todavía en el Norte, había asaltos en la autopista: frenabas por los sacos de tierra que había en la pista, y te robaban el carro. S. no quería que con la angustia no viéramos uno de los sacos y nos saliéramos de la carretera.
Hizo lo que había que hacer porque se dio cuenta de quiénes querían verlo. Llegó a las
diez de la mañana del martes a la Plaza de Armas y ya lo estaban esperando: cholos, indios, morenos, de todo había. Fue un caso bien sonado porque había desaparecido una estudiante. Entonces la Comisaría estaba en la Municipalidad. Alguno le llamaba papá, porque a los terratenientes también los llamaban así. Se le acercaron dos policías, que habían trabajado en las tierras de su familia y lo conocían bien. Los defendió cuando tuvieron que reclamar una herencia que no les querían entregar. También salió a recibirlo uno que era ya capitán. Antes de que entrara a la Comisaría lo llevan aparte y le explican: “El chófer sabe porque llevó a todos los chicos de la fiesta a su casa, pero dice que la joven le pidió ir a tomar y probar la marihuana. Y mira, está hablando con el comisario, el que trae lentes negros, porque compran carne malograda en los mercados de la capital y es el comisario quien pone el sello de que está buena”. Ahí se dio cuenta de que tenía que entrar a tallar.
No le dejaban entrar donde el comisario porque no era de la policía de investigaciones. Estuvo esperando que se comunicaran del juzgado, pero el fiscal no llegaba. Era mediodía. No aguantó más y entró tumbando la puerta: “Oiga, yo soy abogado y no me van a tener esperando en la puerta como a un perro. Yo soy abogado, no soy cualquiera. Usted está ahí y se está riendo, está conversando con el sospechoso. Se han pasado toda la mañana fumando. ¿Qué interrogatorio le ha hecho usted? ¡Usted recibe plata por sellar carne mala! Y la venden en los mercados municipales”. “¡Mire lo que está hablando!”, pero el comisario estaba ahí mismo, con una botella de alcohol en la mesa. “Yo lo voy a interrogar. En media hora regreso”. S. quería que el comisario completara el testificado, y se fuera, como si no lo hubiera corrido, para hablar a solas
con el taxista.
Salió a la Plaza de Armas. Ya estaba toda la gente esperando. Y justo entonces pasa su hermano menor: “No hables más con ellos. El segundo del comisario es mi amigo. Vamos a su casa”. El comandante le contó todo lo que sabía. Tenía hijas también. Era una mafia bien organizada que llegaba muy arriba.
S. regresó antes de la hora. Abre la puerta para gritarle al comisario: “Usted es cómplice. Y me abre la celda y me entrega al sospechoso ahorita mismo”. “No, usted no tiene por qué interrogarlo. Ya sabe que eso lo hacen los investigadores”. “Si usted no manda a traerlo, llamo a todos los sindicatos, a la prensa, la televisión, me desnudo y me encadeno aquí, y que sea la justicia la que hable”. Tenía unas piernas como troncos. Medía metro ochenta de largo y pesaría unos ciento veinte kilos. Debía de ser un espectáculo verlo así. El comisario dejó la celda abierta y se fue a su casa para no verse implicado. Entre el enamorado y los policías que lo conocían al taxista esposado en una camioneta y él lo llevan a una playa. La más cercana. No sé quién le dio el látigo. En aquella época les daban de latigazos a los ladrones y golpeadores adonde los encontraran. Otras veces eran los hombres de las familias quienes golpeaban bien feo a los que habían abusado de sus hijas o sobrinas. Un profesor de kárate tuvo que irse de la ciudad. Los familiares se iban turnando para golpearlo recio por las calles, un día sí y otro no. Nunca sabía quién iba a empezar a golpearlo ni dónde. Con apenas dos o tres latigazos el chófer comenzó a gritar que sí, que él la había matado y que ya le parara.
“Puñalada en la huevera”, dijo por lo bajo el chófer. “¿Y dónde está?”. “Ahí, pues”. No lo entendía. Le siguió dando de alma. “¿Dónde está?”. “¡Allí le estoy diciendo!”. No veía nada.
Eran todo pampas. Junto a ellos había una dunita. Estaban a metros de la niña. Y se da cuenta de que había otros montones. Fueron como otras seis o siete jóvenes en esa playa. Las familias denunciaron, pero nunca investigaron: la policía acusaba a los novios de robárselas o decían que huían de sus padres para venirse a la capital.
Regresó esa misma noche. De rodillas me pidió perdón por no haber querido ir el fin de semana a investigar. En un cajón en el patio de la casa de los padres del chófer encontraron prendas de las chicas. Decía que era para donarlo a su parroquia. Aprovechaba el ir dejando la carne por los asentamientos de la costa para regalarla a madres solteras jóvenes y ofrecer sus servicios.
El último secretario de S. sigue en activo. Recorre oficinas, ayuda a redactar las alegaciones, organiza fojas de documentos, comprueba que las carpetas de legaciones no se extravíen en los archivos de los juzgados, media para que las carpetas sean tenidas en cuenta y no desestimadas. Es un gran coleccionista de documentos y papeles antiguos. La anciana me prohibió que indagara en la ciudad costera acerca del caso, que me acercara a un archivo para saber qué documentos de qué fecha podían estar digitalizados. Aunque dos, cuatro años después, llegara la Dictadura y el terrorismo asediara las ciudades, después del gran sismo, desapareciendo los archivos judiciales por robo, bombas incendiarias, y hundimiento del edificio. Pero aún debe de haber alguna copia del juicio en la capital. La última vez que vi
al secretario, siempre vistiendo de oscuro, fue tras la cena de despedida del país, caminando de regreso a su departamento en la noche. De encontrarnos de nuevo, le preguntaré por si recordara el caso: ya pasaron varias décadas como para que el taxista siga con vida. Para la defensa de la tesis la viuda me prestó una de las antiguas chaquetas gris topo de S. Se sorprendió porque, apenas un poco más ancha de lo preciso, me quedara casi perfecta de hombros. Y exacta de manga. Elegante, caballero, aún cuando le demolía el cáncer. ¬
LEYENDO LAS CRÓNICAS del padre José de Acosta me he encontrado con un relato sugerente. Los mexicas emprendían guerras con los pueblos vecinos por muchas razones: una de ellas se resumía en capturar enemigos para luego sacrificarlos. El ritual consistía en sacarles el corazón mientras los prisioneros estaban vivos. Los sacerdotes ofrecían el sacrificio a los dioses y luego devoraban el corazón aún latiente y bebían su sangre.
Esto le dijo Moctezuma cuando el Marqués del Valle en 1519 le preguntó por qué razones, siendo tan poderoso y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado a los habitantes de la provincia de Tlaxcala, que tan cerca estaba.
Por dos razones, contestó el gran Moctezuma. Para tener de dónde sacar cautivos para los sacrificios y para que la juventud mexica se ejercitara de cuando en cuando y no creciera ociosa.
Maravillado por este relato, la mañana se me ha ido volando. Tengo un amigo historiador a quien he llamado para consultar si lo que
cuenta el padre José de Acosta tiene asidero.
Sí ha dicho Enrique Ayala , no cabe duda. En ese tipo de oficios los mexicas fueron singulares.
¿Y los incas? he preguntado. No, comparados con los mexicas, los incas fueron blandos.
He agradecido el dato a mi amigo Enrique y he colgado el teléfono. Por la tarde he dado dos clases en Zoom y luego he vuelto a la lectura de las crónicas. Todo continúa en el mismo tono. En las siguientes páginas Acosta habla sobre otro género de sacrificios. Sobre una fiesta que se denominaba Tlacaxipebualiztli, que consistía en el desollamiento de cientos de hombres. Luego continúa con los usos mortuorios de esos cuerpos… ¡Para qué les cuento!
Y así, embriagado por esas imágenes, me he quedado dormido con el libro sobre el pecho.
Tras despertar he salido a tomar un poco de aire en el balcón. Es de noche. La luna de Quito me ha arrancado un anhelo:
¡De un tiempo a esta parte, quiero ser mexicano! ¬
¡De un tiempo a esta parte, quiero ser mexicano!
Freddy Auqui Calle (Ecuador)