Revista Espejo Humeante, Número 13, Octubre de 2022. NOIR

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Noir Espejo Humeante

Revista latinoamericana de ciencia ficción Número 13. Noir.Noviembre de 2022.

ÍNDICE #13

Coordinador editorial

Rafael Tiburcio García

Comité editorial

Miguel Angel de la Cruz Reyes, Felipe Huerta Hernández, Miguel Ángel Lara Reyes, Julio Romano y Zacarías Zurita Sepúlveda. | Asesores: J. Eduardo R. Gutiérrez, Marcela Chao Ruiz y Juan Claudio Toledo Roy. Diseño Yadira Delgado Imágenes

© Publicdomainreview.org | Romy Riq | Luis Abaid | Román Nina “El caza ratas” | Álvaro Fernández Melchor | Diego L. Lavagnino | Openai.com

Ilustraciones de portada y contraportada

Romy Riq. En el centro de todo. Collage digital con fotomontaje (2022) | Luis Abaid. Low key. Fotografía (2022).

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03 ▶ PRESENTACIÓN AUTORVS INVITADVS 06▶ EL ASESINO DE LAS MIL CARAS / Hilario Peña 14▶ FANTASMAS CONTRA EXTRATERRESTRES / Javier Avilés 11▶ NOIR:APROXIMACIONES / Ramón López Castro 75▶ PUERTO DE SOBREVIVENCIA / Eva Van Kreimmer 79▶ LA VIEJA ESCUELA / Daniel Bernal Moreno 81▶ PAPÁ ES UN HÉROE DE ACCIÓN / Bernardo Monroy DOSSIER:HIDALGO ESPECULATIVO 23▶ LOS ANDAMIOS PARALELOS / Yuri Herrera 25▶ SÍNDROME DE STENDHAL / Diego Castillo Quintero 29▶ LA IMPRONTA DE LOS PATOS SIN PLUMAS / Sinead Marti 33▶ TIRESIAS SUBTERRÁNEO / Julio Romano 37▶ COMO UN FRUTO HERIDO / Enid Carrillo 39▶ FINLANDIA / Eduardo Islas Coronel 44▶ SOPA DE AJIR / Anaid Gálvez Zaldivar 48▶ ROCK‘N’ROLLSUICIDE/ Rafael Tiburcio García NARRATIVA 56▶ LA MUERTE, LA TINTA / Alma Mancilla 59▶ OJO DE BUEY / J. P. Medina 62▶ LUNA NEGRA DE SANGRE / Daniel SanMateo 66▶ UNA CONCIENCIA LIMPIA / Mical Karina García Reyes 83▶ YAANAKÍIMIL/ Julio César Reséndiz Esparza 87▶ EL MUNDO A CUESTAS / Marcos Macías Mier 91▶ ME GUÍAN DE NOCHE / Liliana López León 94▶ MÁS ALLÁ DEL VACÍO / Carlos A. Huerta

RETIRADOR / Jorge Pérez

LA QUEBRADA / José Luis Ramírez

EL BLUES DE LA UTOPÍA / Samuel Varón Peña MICROFICCIÓN 69

HITCHCOCK / Ricardo Bernal 33

CRIMEN PASIONAL / Olivia Guarneros GRÁFICA / ILUSTRACIÓN, FOTOGRAFÍA, CÓMIC 54

Ciudades futuristas, espacios secretos / Romy Riq

Timeless Hong Kong / Luis Abaid

Recuerdos del futuro / Román Nina, “El caza ratas” POESÍA

SOMBRÍO / Damián Malafé ENTREVISTA

ENTREVISTA CON CARLOS SCOTTO / Zacarías Zurita RESEÑA / LIBROS

LA TRANSMIGRACIÓN DE LOS CUERPOS / de Yuri Herrera

CONVOCATORIA MUNDOS MEJORES

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▶DALL E / RTG. Noirdetectivecyborgpaintedwithacrylic.Imagen generada por I. A. (2022).

PRESENTACIÓN

Hablar de noir en pleno siglo XXI se ha vuelto un asunto complejo. Conocido también como género negro, entendemos por noir a las variantes literarias derivadas del relato policíaco que se nutren de elementos como el crimen, el utilitarismo y las atmósferas nocturnas. Las reglas para hacer este tipo de relatos parecen simples: plantar un cadáver en una situación extraña, reunir las pistas de manera realista y verosímil, y descubrir al asesi no; sin trucos, sin magia, sin engaños. El misterio y no el crimen como hilo conductor. Y el lector enfrentando al autor en igualdad de circunstancias en una carrera por anticipar la solución de un acertijo.

Sin embargo, en la práctica es más difícil de encuadrar, pues además de los arquetipos pesimistas como el antihéroe o la mujer fatal, el ensueño, la extrañeza, el erotismo, la ambiva lencia o la crueldad a menudo cruzan y atenúan sus fronteras genéricas. El noir era, a su vez, el género que mejor ejemplificaba para la cultura popular inmediatamente posterior a la postguerra el desencanto posmoderno y nihilista en el que los sistemas de moralidad, fe o progreso se desmoronaban frente a la alienación, la desorientación y la decadencia.

Pese a su edad, su vigencia es ineludible y las variedades, del detectivesco a la narcoliteratura, de la novela negra al thriller o al hardboiled, se han mantenido fértiles desde el siglo pasado. Numerosos relatos, tanto los que cumplen con las reglas “clásicas” como aquellos que presentan trampas narrativas, han consolidado el género. Sin embargo, al hablar del noir que se escribe en Latinoamérica nos encontramos con que estas reglas no operan del todo bien, que todo el entramado intelectual cede ante la política, la corrupción institucionalizada, el espionaje, la intriga, las aventuras o el narcotráfico; contextos donde el propio sistema de poder económico o político suele ser cómplice o artífice del horror.

Además, en Latinoamérica no hay detectives, no de “ésos”, al menos. Durante un tiempo, el noir tropical consideró más importante desarrollar a los personajes, establecer sus relaciones con el entorno y obtener una radiografía precisa de la sociedad en que se enmarcaban para lograr una crítica a través de los sucesos narrados. Para ello se valió a veces de protagonistas corruptos, tontos, tramposos, erráticos, sin juicios morales, melancólicos, inútiles y caracterizados mediante una prosa llana sin pretensiones estéticas. La literatura negra se volvió también una forma de dar voz a las víctimas de horrores vinculados a la pobreza, el hambre, la violencia, el poder y la locura, con lo que el noir pasó a ser concebido también como una especie de novela social.

La violencia en las últimas cinco décadas (en realidad más) ha transformado la vida cotidiana en Latinoamérica y ha transformado a la literatura. Y la literatura también ha transformado la forma que tenemos de ver la violencia. El peso de las agendas liberales actuales, que la rechazan como tema o estética, de pronto nos puede hacer creer que el mundo se escandaliza más de la representación artística de la violencia que de la violencia en sí. La literatura policíaca ya no escapa a esta crítica que, en ocasiones, parece una simple censura. Pero no lo es. Es engañoso creer que podemos seguir reproduciendo en el noir los mismos relatos que normalizan o romantizan a la violencia y a sus artífices, o que podemos glorificar a los asesinos y feminicidas. Pero si ya desde hace algún tiempo los autores del género buscan conscientemente representar la violencia ficticia de modo crítico para evidenciar y denunciar la violencia real, el noir que escribamos en adelante debería considerar explorar esas mismas posibilidades.

Autoras como Iris García Cuevas o Lola Ancira prefieren deslindarse de la representación de la violencia para conver-

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tir sus relatos en vehículos que caracterizan a quienes la padecen, mujeres principalmente que reflexionan en torno a lo que la violencia les arrebata y, al hacerlo, crean en los lectores una empatía que anula la exaltación de esos horrores.

En el artículo “Ups, lo hizo otra vez”, a propósito de la po lémica en la que se vio envuelto el premio Xavier Villaurrutia 2022, otorgado a Cristina Rivera Garza por la novela El invencible verano de Liliana, la escritora Abril Posas enfatiza que el noir actual está listo: “para abandonar la ya gastada (manoseada, abollada, utilizada hasta el cansancio) costumbre de enfocarse principalmente en el criminal e invisibilizar a las víctimas… un nuevo género noir literario, que por fin deja atrás al rancio detective atormentado-alcohólico-reprimido para darle el toque real que las noticias y documentales nos han dicho desde hace años: las investigaciones realmente eficientes de feminicidios las hacen las familias de las víctimas, porque les importa, porque les duele, porque saben muy bien cómo se destruye el entramado de una comunidad a partir de este tipo de violencia y quieren evitar que siga ocurriendo”.

La propia Rivera Garza enfatiza que “tenemos que verlas a ellas siempre, no a sus asesinos. A sus asesinos ya los vemos en todos lados. Sus asesinos tienen demasiada prensa. […] Tenemos que conocer sus nombres”. Mientras, en otro artículo, “Anotaciones sobre detectives”, Posas complementa esta idea:

Los verdaderos detectives son, en su mayoría, mujeres. Madres, abuelas, tías, hermanas, hijas de otra mujer que está desaparecida o enterrada en una fosa común. Los verdaderos detectives no se visten de gabardina, porque para explorar terrenos en abandono en donde puede haber un sepulcro clandestino es más fácil si llevan ropa deportiva, bloqueador solar y palas. Se acompañan por familiares, amigos o seres queridos de otras víctimas, ya que descubrieron de que pueden en contrar fuerza del dolor compartido. De la frustración, sobre todo, de que no haya aparato gubernamental suficiente para hacer su trabajo. Los verdaderos detectives tienen una conexión directa con las víctimas de quien buscan esclarecer los hechos. No hacen mayor esfuerzo en ocultar sus emociones, ni callan frente a las cámaras ni se escon den en los callejones oscuros. Toman pancartas en las que plantan consignas, gritan los nombres de sus hijas y sus madres, señalan a los culpables, arman expedientes a detalle, vigilan casas supuestamente abandonadas, le avisan a la policía dónde capturar a los sospechosos y ya tienen la mitad del caso armado, para que la justicia solamente los condene.

Laas colaboraciones que componen este número de Espejo Humeante intercalan textos de un talante clásico con esta otra forma de abordar el noir, desde ensayos que presentan visiones lúcidas del desarrollo del género en español hasta cuentos en los que la violencia o el asesino anulan su pro tagonismo. Todos ellos (o casi, pues el noir suele tender al realismo) enmarcados por los tratamientos especulativos propios de esta revista. Entre nuestros invitados destaca también la colaboración de Javier Avilés con “Fantasmas contra extraterrestres”, un relato que estuvo a punto de perderse en la red y que, gracias al autor y los editores de la extinta Rango Finito Ediciones, se publica nuevamente.

Complementa este número el dossier “Hidalgo especulativo”, un especial de ocho cuentos de escritores hidalguenses que han explorado la ciencia ficción y otros géneros no miméticos, algunos de ellos reconocidos internacionalmente, como Yuri Herrera, otros consolidados en el estado y otros emergentes. Sus cuentos ofrecen un panorama de lo que los autores y las autoras de ese espacio, Hidalgo, pueden ofrecer a mediano y largo plazo a la narrativa mexicana y latinoamericana. Acompañan a los textos de este número las ilustraciones enviadas por diversos artistas visuales, así como los portafolios de la ilustradora chilena Romy Riq y el fotógrafo mexicano Luis Abaid.

Con este número también celebramos nuestro cuarto aniversario, que nos alcanza aún con la búsqueda en mente de encontrar, difundir y aportar al corpus nuevas historias de ciencia ficción y otros géneros narrativos de literatura no mimética escritas en español por autores noveles, emergentes y consagrados de América Latina y otros países. Durante este tiempo hemos lanzado 25 volúmenes de la revista principal y el fanzine, en los que han participado 52 autorvs invitadvs con textos narrativos, ensayísticos y entrevistas. También hemos contado con 542 textos de 316 autorvs de 17 países, cuyos textos han destacado en las convocatorias de cada número. Esperamos que disfruten este especial negro y nos permitan seguir cumpliendo muchos años más. ¬

El comité editorial, octubre de 2022.

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▶ Romy Riq. . SIN TÍTULO. Collage digital con fotomontaje

El asesino de las mil caras (tres capítulos)

UNA HISTORIA PERSONAL DEL HARDBOILED

Hardboiled es el género de las femmes fatales, los detectives rudos y las oraciones contundentes. El angli cismo compuesto significa “hervido duro”. Como si la lumbre de una hornilla imaginaria evaporara los ringorrangos y las florituras de otros movimientos literarios. Hardboiled es un término que alude a esa prosa exacta y altamente estilizada, empleada por maestros del policial como James M. Cain y Paul Cain. Éste es un ejemplo extraído de la novela White jazz, escrita por James Ellroy:

Le estrellé la cabeza contra la pared y lo arrojé por la ventana. El departamento de homicidios declaró suicidio. Caso cerrado. Declaración a la fiscalía: le vi leer, dormirse y despertar. Johnson proclamó que podía volar y saltó por la ventana sin darme tiempo a expresar mi incredulidad. 1

Como se puede ver en el fragmento recién citado, en el hardboiled clásico hay más verbos que adjetivos y adverbios, y más puntos que comas y conjunciones. Lo que resulta de esto es una prosa telegráfica a la cual, en un principio, me costó aclimatarme, por su parquedad, pero una vez que le agarré el gusto, los demás estilos me parecieron redundantes.

La primera novela hardboiled que leí fue Red harvest, de Dashiell Hammett. La historia me cogió del cuello, pero lo que llamó más mi atención fue la velocidad con que mi cerebro devoraba sus palabras. La acción de Cosecha roja está ambientada en un gris, frío y deprimente pueblo minero llamado Personville, aunque todos los que viven ahí lo conocen como Poisonville (Villa Veneno, en español). El protagonis ta es un operador de la Agencia Continental de Investigadores, quien es contratado por Donald Willsson, editor del

periódico local, para averiguar nadie sabe qué exactamente. Don es asesinado antes de tener oportunidad de entrevistarse con el recién desempacado detective. Sin nada mejor que hacer, el operador de la Continental concluye que su trabajo es investigar quién le arrebató la vida a su cliente. El detective descubre que el padre de Donald es Elihu Willsson, propietario de la Personville Mining Corporation.

El investigador se reúne con el capitalista. Éste le encomienda al detective la dura misión de limpiar Personville, sin embargo, cuando el viejo Elihu descubre quién asesinó a su hijo, trata de cancelar la misión que le encomendó al detective. El investigador se niega a dar marcha atrás y continúa con su trabajo. Lo que ocurre a continuación es una serie de enfrentamientos entre mafias rivales donde queda en evidencia la corrupción y la complicidad criminal de la policía, el sindicato y la clase empresarial de Personville.

Cosecha roja funciona en varios niveles. Por un lado es una perfecta alegoría del sistema capitalista, por el otro es una novela de misterio, y, por último, es una brutal propuesta de estilo. Fue este aspecto de Red harvest, su forma, lo que me atrajo hacia ella, mucho más que sus muertos, sus misterios y sus pistolas.

Averigüé un poco más sobre el libro y descubrí que estaba emparentado con otros títulos escritos con el mismo estilo. Obras como The glass key, The postman always rings twice y The maltese falcon. Recuerdo haber clasificado esta expresión artística como la “antiliteratura”. La propuesta de construir una novela a partir de oraciones mínimas me pareció una contradicción maravillosa.

1 Mi traducción. James Ellroy, (2001). White jazz, Vintage Books, Estados Unidos, p. 17.

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Autor invitado / Ensayo

Jamás había leído relatos que fuesen escritos con tanta consideración al lector… bueno, sí, sólo los de Rulfo y Stevenson, pero el hardboiled no era un escritor trabajando de manera aislada en su tiempo y espacio, sino una escuela fundada en los años veinte y con egresados regados por todo el mundo y que permanecen activos y produciendo mientras escribo esto.

También conocía y hasta disfruté los cuentos protagonizados por Hercule Poirot, pero éstos no significaron un parteaguas en mi formación como lector. Y es que, más allá de sus tramas cargadas de misterio y de sus personajes cautivantes, la prosa empleada en los relatos de Agatha Christie no es muy diferente a la que se encuentra en la novela victoriana promedio. Henry Wade, Freeman Wills Crofts y Agatha Christie son herederos de esa tradición inglesa que pone el misterio, la resolución de éste y las ventajas del método científico de deducción, por encima de todo lo demás.

Cabe aclarar que el hardboiled rompió con el policial inglés no sólo por medio del estilo, sino, además, llevando el crimen a donde más frecuentemente ocurre: a los callejones y garitos clandestinos de la jungla de asfalto; a las pensiones de mala muerte y a los bares speakeasy, sacándolo de una vez por todas de las campiñas aristócratas, con sus pulcros mayordomos y su sagrada hora del té.

Para algunos, el padre del hardboiled es Hemingway, sin embargo, antes de que su cuento “The killers” fuese publicado en 1927 por Scribner’s Magazine, Carroll John Daly había escrito varios relatos, utilizando el mismo estilo parco y despojado de emociones, para la revista Black Mask.

Race Williams, Detective Privado, es lo que reza el le trero en la puerta de mi oficina. No significa gran cosa excepto que la policía me busca tan a menudo que necesito un lugar dónde recibirlos. No los quiero en mi casa; no porque sea muy quisquilloso, es sólo que un sujeto debe establecer un límite. ¿A qué me dedico? Soy una especie de intermediario entre la placa y la maña. 2

El fragmento citado arriba pertenece al cuento “Knights of the open palm”, publicado por la revista Black Mask en ju-

nio de 1923. Los alquimistas del estilo hardboiled fueron los editores de Black Mask, cuyos estrictos lineamientos fueron los responsables de una literatura sin rodeos ni digresiones. Esto con el objetivo de satisfacer a sus lectores, la mayoría pertenecientes a la clase trabajadora.

El consumidor de este tipo de literatura era considerado un individuo ignorante, burdo o, en el mejor de los casos, un lector marginal. Margaret MacMullen escribió al respecto para la revista Harper’s:

No es agradable pensar en las mentes inmaduras, con apetitos muy maduros, que hacen de esas cosas su canasta básica, pero no hay que olvidar que el sensacionalismo es una necesidad ancestral de las personas sin educación. El lector de esta ficción está interesado y agitado por las mismas cosas que serían motivo de interés y agitación para un salvaje. 3

Esta analogía del lector de ficción hardboiled como un temido aborigen se entiende mejor si se pone en contexto. Hay que recordar que la reciente Revolución Industrial trajo consigo la masificación de libros, periódicos y revistas. Los pobres también leían, lo cual escandalizaba a las clases pudientes —que suelen promover la lectura de los dientes para afuera—. El crítico Edmund Wilson veía la lectura de relatos detectivescos como una especie de vicio que degradaba el intelecto.

Pero no todo era oposición a la literatura hardboiled. Por ejemplo, el filósofo Ludwig Wittgenstein escribió a un amigo:

No entiendo cómo es que la gente puede leer Mind (re vista filosófica) si podrían estar leyendo Street and Smith (editorial pulp). Si la filosofía tiene algo que ver con la sabiduría, no hay un grano de eso en Mind y sí en las historias de detectives. 4

2 Mi traducción. Carroll John Daly (1923). “Knights of the open palm”, en The black lizard big book of Black Mask stories, Otto Penzler, 2010, Estados Unidos, p. 428.

3 Mi traducción. Margaret MacMullen (1937). “Pulps and confessions”, en Harper’s Magazine, junio de 1937, Estados Unidos, p. 98.

4 Mi traducción. Norman Malcolm (2001). Ludwig Wittgenstein: a memoir, Claredon Press, Oxford, p. 32.

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EL ESTILO HARDBOILED

En el hardboiled más puro encontramos una total ausencia de énfasis histriónico. Decía Elmore Leonard que un autor tiene permitido usar no más de tres signos de admiración por cada cien mil palabras.5 Y es que el detective no es un histérico que se altera por todo. Al contrario, siempre mantiene la calma. Emociones como la ansiedad, el remordimiento o el miedo no se encuentran por ningún lado en su narración.

El hardboiled también es el arte de decir más con menos. Una manera de alargar las oraciones es por medio de adverbios y adjetivos como los que aparecen en el siguiente enunciado: “Raymundo prorrumpió sorpresiva y repentinamente una sonora y ruidosa carcajada”.

Si todas las carcajadas son sonoras, ¿cuál es la función de ese adjetivo? De igual manera, si prorrumpir es proferir algo repentinamente, ¿para qué el adverbio? No estoy hablando de tenerle fobia a los adverbios, los cuales suelen ser útiles la mayor parte del tiempo. Una oración como “la mano del forastero reptó lentamente hacia su pistolera” no funciona igual de bien sin el adverbio.

Estoy hablando de tener conciencia del tamaño de nuestros enunciados. Es todo. Para fines prácticos propongo ver los enunciados como embarcaciones que sólo toleran una cantidad limitada de peso y que, cuando se sobrecargan, se hunden. Si colocamos palabras innecesarias, el lector llegará a la conclusión de que no todo lo que está en el texto es importante y que tiene licencia para brincarse primero oraciones y luego páginas enteras.

La decimotercera regla en Los elementos del estilo, de William Strunk y E. B. White, “Omite las palabras innecesarias”, nos recuerda una verdad innegable: detestamos leer. Nuestro amor por las historias grandes y ambiciosas es directamente proporcional a nuestro odio por la verborrea. Los bibliófagos acudimos a los libros porque encontramos en ellos eso que ningún otro medio nos puede ofrecer. En el caso de los lectores de novela, sabemos que no existe un artefacto narrativo que nos permita ahondar tanto en las historias y los personajes que nos apasionan. En la novela Crimen y castigo no sólo vemos a Raskolnikov cometer su crimen, sino, además, comprendemos perfectamente por

qué lo hizo, entendemos sus tribulaciones y hasta simpatizamos con él. El cadáver que aparece al inicio de Estudio en escarlata no es un actor que no convence ni como hombre dormido, sino una bolsa de huesos y carne fría e inanimada, con la máscara de la muerte en la cara y en las primeras etapas del rigor mortis, con sus órganos pudriéndose lentamente en su interior. Cuando leo El asesino dentro de mí yo decido quién interpreta al comisario Lou Ford y éste jamás es encarnado por el hermano menor de Ben Affleck.

Pero todos estos argumentos en favor de la novela no demuestran que amamos la lectura. Aceptémoslo, leer es una actividad cansada que nos provoca sueño, mareos y de la cual fácilmente nos podemos distraer, en especial cuando tu hijo o tu cónyuge se encuentra a tu lado, demandando la atención que sin duda merece. Y es que, a diferencia del cine, el teatro y la televisión, la lectura es una actividad tan brutalmente solitaria como la escritura. Es por esto que cada palabra cuesta y es por esto también que cada palabra debe estar en la página por una razón de peso. En un plano consciente o inconsciente, cuando nos encontramos con un “Raymundo prorrumpió sorpresiva y repentinamente una sonora y ruidosa carcajada”, sabemos que nos espera un montón de palabrería gratuita en el horizonte, lo cual no es una buena noticia.

Este problema no lo tiene la poesía, donde rara vez hay una palabra de más, o el cuento corto, que basa su fortaleza en la brevedad, pero en la novela, ese género maximalista por naturaleza, la paja es una plaga que vale más tener bien identificada en todas sus formas. Otro tipo de paja es la digresiva, que se produce cuando el narrador se desvía de la historia que está contando para compartirnos sus opiniones personales, pero este tipo de paja tampoco se encuentra en el auténtico hardboiled.

El detective no divaga ni habla más de la cuenta. Sus parlamentos son otro reflejo más de su personalidad. Rayan en lo caricaturesco y autoparódico, de tan precisos, puntuales y

5 Mi traducción. Elmore Leonard (2001). “Writers on writing; easy on the adverbs, exclamation points and especially hooptedoodle”, en The New York Times, 16 de junio de 2001, Estados Unidos, disponible en: https://nyti. ms/2sswxTy

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cargados de humor negro. El siguiente es un diálogo extraído de la novela Fletch, de Gregory Mcdonald:

—Fletch, tengo una propuesta para ti. Te daré mil dólares sólo por escucharla. Si decides rechazarla, tomas los mil dólares, te irás y no le dirás a nadie que hablamos. —¿Se trata de un delito?

—Por supuesto que se trata de un delito.

—Bien. Por mil dólares puedo escuchar. ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que me mates. —Seguro.6

Este diálogo que, por cierto, abre la novela, es tan parco que Mcdonald ni siquiera se molesta en colocar acotaciones. Y no necesita hacerlo. ¿Por qué? Porque, para empezar, queda claro que sólo son dos personas charlando y, por la manera de hablar de cada uno, resulta evidente quién dijo qué. El primero suena como un ricachón estirado. El segundo se oye como un pícaro que jamás se altera ni pierde la calma.

El peor pecado en materia de parlamentos es algo que llamo “diálogos descriptivos”. Los diálogos descriptivos son muy comunes en las radionovelas y en la dramaturgia, sobre todo en obras con pocos recursos para la escenografía, donde el actor debe narrar lo que el público no puede ver. A continuación pongo un ejemplo:

—Qué oscura está esta vieja mansión abandonada, con fachada estilo neoclásico y construida a finales del siglo XIX —expresó violentamente Raúl—. ¡Y huele mucho a humedad! ¡Oh, pero qué bonito candelabro cuelga del techo en el comedor! ¡Debe ser Tiffany! Resulta evidente que aquí vivía una familia muy acaudalada, Margaret. ¡Escondámonos, que alguien se aproxima!

En el diálogo anterior el personaje llamado Raúl se dedica a narrar lo que debió haber descrito el autor. Repito, esto está bien en la dramaturgia y en las radionovelas, pero en la narrativa escrita es el autor quien debe echar luz sobre lo que ocurre en la historia, no sólo sobre lo que se está diciendo. El parlamento es un recurso que debe ser usado cuando no

se puede contar algo de otra forma.

EL LENGUAJE DIFÍCIL

Aquellos que ven la literatura como un martirio obligatorio, no como una actividad lúdica, obligan a sus súbditos y feli greses a leer relatos escritos con “lenguaje difícil”. Son libros que debes leer. Es literatura convertida en religión. Estas historias tal vez sean difíciles de interpretar, pero en realidad son las más fáciles de escribir.

Ser difícil, que nadie te entienda, es sencillo. Cualquiera puede resultar confuso al expresarse. Al mismo tiempo, es difícil ser fácil. Darse a entender es lo más complicado en el negocio de la narrativa. Me refiero a expresarse de manera comprensible. Es necesario tener mucha técnica y oficio para contar una historia atrayente, con personajes interesantes, y contarla bien.

El hardboiled no se rige bajo las reglas del “lenguaje difícil”. El hardboiled se gana a sus lectores con su encanto. Sin intermediarios como críticos y catedráticos. Es por ello que es una disciplina que requiere mucha técnica por parte del autor.

En la literatura de “lenguaje difícil” es común encontrar tramas aburridas, cacofonías, así como pasajes y personajes mal desarrollados. Sus autores se pueden dar esos lujos porque su género, el del “lenguaje difícil”, se los permite. Tienen mil y una maneras de justificar sus errores, que jamás son errores, sino “licencias poéticas”.

En cambio, el autor hardboiled debe escribir bien. No puede darse el lujo de resultar confuso o aburrido. Está obligado a ser siempre claro y presentar historias atrayentes y ágiles, ya que jamás habrá un catedrático abogando por él. Para el catedrático, el autor hardboiled ha cometido el peor de los pecados: complacer a sus lectores. Esto es un pecado porque, para él, la lectura debe seguir siendo una actividad burguesa reservada para unos cuantos privilegiados. A él le pagan para sufrir y descifrar relatos escritos con “lenguaje difícil”. El resto del mundo debe llevar a cabo esta misma actividad, pero de manera gratuita y en sus ratos libres.

Calificar un relato como “lectura ligera” es el mejor cumplido que le pueden hacer a su autor. Esto significa que consiguió aquello que Augusto Monterroso aconsejaba en su

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“Decálogo del escritor”: lograr que el lector se sienta más inteligente que el autor.

En el siglo XIX, los envidiosos del éxito obtenido por Charles Dickens afirmaban que éste escribía historias para el vulgo; historias que, en realidad, pudieron haber sido escritas por cualquiera. Si esto era así, ¿entonces por qué no fueron escritas por cualquiera?

No se pueden narrar eventos extraordinarios de manera extraordinaria. Es por ello que el relato de “lenguaje difícil” está obligado a ser realista. Los exponentes de este estilo son como nadadores tímidos, que no se atreven a alejarse

demasiado de la orilla. Sus narraciones casi siempre están protagonizadas por intelectuales con vidas poco interesantes. Esto es porque en los relatos de “lenguaje difícil” el lec tor pasa tanto tiempo descifrando lo que le están queriendo contar que ya no se le puede pedir nada más, mucho menos imaginar otro mundo distinto al que habita.

La mayoría de los subgéneros (fantasía, ciencia ficción, terror y hardboiled) tiene la capacidad de proponer otros mundos, otras realidades, pero, para lograr que cobren vida en la mente del lector, éstas tienen que ser comunica das con la mayor claridad posible. ¬

El presente texto es una adaptación de los capítulos I, II y VII del libro El asesino de las mil caras (FOEM, 2019), libro con el que Hilario Peña obtuvo una mención honorífica de ensayo en el X Certamen Internacional de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz” y que reproducimos en Espejo Humeante, con el permiso del autor, dado que enfatiza la importancia del lenguaje en el ejercicio de los géneros especulativos asociados al hardboiled. Los invitamos a consultar el libro completo en nuestra página de descargas y en: https://ceape.edomex.gob.mx/sites/ceape.edomex.gob.mx/files/El_asesino_de_las_mil_caras_Web.pdf

▶ Blaise-Alexandre Desgoffe. A soap bubble exhibiting interference colours. (1883).

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Noir: aproximaciones

Un solo de trompeta se derrama sobre la calle oxidada, lluvia de disonancias metálicas en un paisaje desenfocado. Las siluetas empapadas cruzan ese panorama: algunas sin rumbo, asumen la aventura del azar citadino. Otras trazan su travesía con la precisión felina del cazador. Pero a la deriva o con un mapa, los personajes del noir se engañan. No son dueños de nada, son nómadas en el agreste territorio de la corrupción sistémica y el desencanto. Sólo persiste la ciudad bajo esa lluvia malsana y el quejido de bronce del trompetista para enmarcar su soledad.

Un hombre, una mujer, atrapados en una pintura de Edward Hopper. En una fotografía en blanco y negro a la manera de Javier Vallejo. Están bajo llave en ese universo de fatalidad ineluctable. Son víctimas, verdugos, detectives, políticos, madres, amantes. Son retazos de nota roja. Nacen de esos claroscuros a medianoche donde pululan los juicios endebles de la ley y la justicia, de esas ceremonias de sangre que ofician bribones a sueldo. Son aquellos que meten fuerte el hombro para entrar en el vagón del Metro y nos empujan a las vías con la media sonrisa de quienes sobreviven. Su luz es la de los cigarrillos furtivos. Se apagan cuando le damos vuelta a la página de las noticias policiacas. O se encumbran en la ciénega de la política para seguir sonriendo mientras los demás se hunden. Ellos son los personajes del noir.

Historias citadinas. Relatos de arrabales apenas urbanizados. Fincas de empresarios que entre sus hierros y muros encierran los balbuceos de la justicia amordazada. Tramas cuyas peripecias se despeñan desde lo alto de rutilantes torres construidas con acero, vidrio templado y avaricia. El noir habita en los corredores de los pasos perdidos de la alta burguesía y en el callejón del lumpenproletariado. Es navaja de resorte y pistola cromada, brazo de mercenario o delicada palmada de cabildero. Crece como mala hierba

en esos rumores de cantina, en anécdotas que se cuelan a través de puertas mal cerradas, en risotadas de abogados festejando alguna tropelía. Sus historias nos repelen y nos atraen porque son demasiado verosímiles. Son la vida misma vista en la multiplicidad de esquirlas de un hueso astillado, en los charcos oleaginosos de la avenida donde el cadáver de un perro atropellado nos mira con un reproche que no alcanzamos a comprender.

Fuma —al menos un personaje del noir debe fumar— sin importarle los cortes comerciales que hablan de los peligros de la nicotina. Bebe acodado en la barra de un congal desvencijado. Saluda con apenas un gesto, se encoge de hombros, pide otra ronda —mejor aún, espera que tú la pidas para él o ella— y te mira con esos ojos que no han conocido el sueño en varias noches. En el noir el primer asesinato es, como aquel de Lady Macbeth, la muerte del sueño reparador. Escucha la pregunta que le haces. Levan ta una ceja, alza la mirada y con la fluidez del humo del cigarrillo que se eleva entre ustedes, saca de su gabán una cuarenta y cinco amartillada. Sonríe al ver tu desconcierto. La sinfonola toca aquel solo de trompeta que gira y gira sobre tu vértigo. Nunca escucharás el disparo mientras caes en las baldosas grasientas que te esperan.

Fade out.

Te encuentras en la pulcra oficina de un potentado, en lo alto de una colina, rodeado de residencias y somnolientas palmeras. Te invita a sentarte en un sillón de piel de búfalo que te abraza voluptuoso. Va a ofrecerte un trato, una salida a la vida de mierda, a la única existencia a tu alcance. Y sin embargo tienes en la boca el regusto amargo de las monedas viejas, un icor a níquel reemplaza tu saliva y no, no puedes pasarla por la garganta. En efecto, el gran señor te propone algo sencillo, una traición casi cotidiana. Y aceptas, claro está. Pero ese sabor no te abandonará el

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resto de tus días.

Fade out.

Son ya demasiados hombres, una inundación de sexos, olores, dolor, que han dejado sus detritos en este colchón donde te prostituyes. La ventana tiene los surcos de innumerables lluvias. Dibujas en la mugre que la impregna una carita sonriente, mientras ves las nubes amontonarse en el crepúsculo cárdeno de tu desazón. Tocan a la puerta y con el pulgar borras la cara a medias: ahora es una mueca que te observa mientras vas por la bata y te aproximas al picaporte para dejar entrar al próximo cliente.

Fade out.

Ahí está el perro atropellado, en el proceso final de su putrefacción. Tiene el vestigio de un collar de buena cali

dad. Es un animal de compañía, acostumbrado a una casa, acaso a los cariños de los niños. Se extravió, es todo, musita el empleado de sanidad que levanta sus restos y los arroja al camión de la basura. El tráfago de la avenida no se detiene. Se acerca Navidad, la lluvia fría arrecia y el empleado se sube de un brinco al camión, custodio final de los sueños pútridos de la ciudad insomne.

Fade out.

El monólogo de la trompeta acompaña a los créditos finales. La gente se levanta de sus asientos, se oyen cuchicheos, arrumacos y las luces se van tornando más luminosas. Más allá de la salida de emergencia, de las palomitas de maíz quemadas, en las calles aledañas, en los restaurantes, entre el humo de las alcantarillas, la ciudad los aguarda. ¬

▶ Luis Abaid. SIN TÍTULO. FOTOGRAFÍA (2022).

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▶ Romy Riq. SINTÍTULO.Collage digital con fotomontaje (2022)

Fantasmas contra extraterrestres

Tengo poco que decir acerca de mi familia y de mi patria. Miento. No quiero hablar de ellos, quizás ya sea hora de que empiece a hablar de mí. Un bastardo sin estudios ni cualificación alguna. ¿Quiénes son los grandes moralistas alemanes? No lo sé. No me importa.

Soy carpintero. A veces hago muebles. O no. Da igual. Me gano la vida con las manos. Eso me deja la cabeza libre. Es por eso que soy propenso a cierta deriva contemplativa que me permite metodizar los conocimientos que adquirí a edad temprana. Todo esto es un poco complicado.

Me someto a unos axiomas estrictos. De ahí cierta confusión en lo que escribo. Pongamos que soy carpintero. Pongamos que tengo un lápiz y una libreta. Paso el cepillo por un tablón. Una y otra vez mientras el serrín. Acaricio con la mano la superficie cepillada. Entonces paro un momento y anoto cuatro líneas en el cuaderno. Continúo el cepillado.

No sé cosas. Nada sobre los moralistas alemanes, ya lo he dicho. Pero tengo unos rígidos hábitos de pensamiento que me permiten detectar ficciones que la elocuente locura de sus autores intenta enmascarar. Todo texto es una con fesión en el diván del psicoanalista.

No sé nada sobre los moralistas alemanes, pero podría aparentar que soy un entendido en el tema. La Red puede hacer que simples monos parezcan ilustres pensadores. En internet nadie sabe que eres un perro. Es un viejo chiste. Soy yo quien debería ser desenmascarado.

Me sacudo el serrín antes de anotar en la libreta: I was the shadow of the waxwing slain / By the false azure in the windowpane. La sombra de una sombra. Fuga Psicogénica. La culpa como motor de una perturbación psicológica. Luego cepillo. Ras. Ras. La aridez de mi genio. Ras. Mi falta de imaginación. Ras. Mis opiniones escépticas. Ras.

Ras. En el fondo todo se reduce a fenómenos físicos. Ras. La cálida madera protesta. Ras. Ras.

—Señor. Estoy aquí, detrás de un árbol. —No se mueva. ¿Ve algo? —Señor. La niebla es muy espesa, señor. —Permanezca atento.

La sombra de una sombra. Eso soy. Era. El fuego fatuo calienta la madera y la alisa. Voy anotando. Luego, en las pausas, multiplico mi presencia en la Red. Mi avatar sacado de un siniestro manga; un fotograma de una película anuncia mi presencia. Sombras que ocultan el dolor, asépticas y planas. Liberadas de la realidad.

Trabajo de carpintero en un barco. Parece un trabajo absurdo en tiempos digitales. Estaba en una taberna cerca del puerto, bebiendo, conectado. En una mesa cercana se desató una pelea. Un hombre joven increpaba a otro avejentado por la sal y el aire marino, terriblemente borracho. El mayor agarró una botella por el cuello y la rompió en el borde de la mesa, desafiante. El joven, ante aquel gesto tan melodramáticamente cinematográfico del borracho se echó a reír a carcajadas. Todo era tan excesivo, tan absurdo, que sonreímos hasta la sangre brotando del cuello del joven. Así conseguí este trabajo.

Es decir. Soy un escéptico. No creo en supersticiones. Eso debo dejarlo claro antes de seguir adelante para que no veáis en mi relato el delirio de una mente susceptible y débil. Yo soy aquel para quien el pomposo decimonónico escribió aquello de que poseo una mente para la cual los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

Pero no sé nada sobre los grandes moralistas alemanes.

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Creo que ya sabemos dónde estamos. Las huellas no se pueden borrar. Son las ventajas y las desgracias de las técnicas digitales. Todo es susceptible de ser copiado, de ser pla giado. Mi experiencia como carpintero me consiguió trabajo en un barco. Todo de teca malabar y remaches de bronce.

Todavía no sé si ocupé el puesto del viejo borracho o del joven asesinado.

Fantasmas contra extraterrestres (a. k. a. FvsE ) es un videojuego de disparos en primera persona que tiene elementos de RPG, aventura gráfica y juego de estrategia.

Los remaches de bronce de la embarcación de madera permitían una perfecta conexión a la Red. En la puta era de la comunicación por satélite nada más absurdo que un carpintero a bordo de un velero.

Ya he dicho que me someto a una disciplina estricta. Todo obedece a un plan determinado. Apoyado en la barandilla miro por la borda sin nada que hacer. Una nube aislada. Su color singular. La primera nube desde que zarpamos. La única. Escupo por encima de la barandilla y me refugio en mi camarote a jugar a FvsE.

Añoro las montañas Adirondak de las highlands de Escocia sin haber estado nunca en ellas. Al principio del juego la nave extraterrestre las sobrevuela. Siempre ha sido uno de mis lugares favoritos. Enclaves de fauna imposible.

Fantasmas contra extraterrestres sigue un planteamiento singular: ante una inminente invasión alienígena todos los habitantes de un planeta se han suicidado. Cuando las tropas de asalto procedentes de la nave nodriza se diseminan por toda la superficie, descubren multitud de estructuras abandonadas donde se ocultan los fantasmas de los suicidas.

Navegué mucho tiempo en aquel velero. Nunca me sentí dominado por una inquietud nerviosa que me acosase como un espíritu malévolo. Todo era trivial y monótono. Quizás si no hubiese escupido al mar y vuelto a mi camarote habría visto la nube invadiendo de este a oeste el horizonte. Ciñéndolo con una angosta franja de vapor seme jante a una larga línea de playa baja.

Quizás los extraterrestres tuvieron esa misma visión cuando desembarcaron: la nube, el color rojo oscuro de la luna, y a lo lejos el mar, sometido a repentinos cambios hasta que el agua adquirió una apariencia más transparente que de costumbre. Entonces empezó el ataque. Los fantasmas surgieron de todos los rincones y diezmaron a los extraterrestres.

El día de la nube, la calma y el silencio me impulsaron

a dejar el juego y volver a la cubierta. El calor era insoportable, y de la madera surgían exhalaciones caliginosas como de metal al rojo. La brisa fue disipándose mientras anochecía y la calma devino total. Todos los síntomas que preceden a la tempestad. Fui a hablar con el capitán y me despachó sin miramientos.

La verdad es que no era un mal trabajo. Un trabajo absurdo, si se quiere, pero no agotador. Me permitía conocer países y costas vislumbrados antes como fotos inmóviles tomadas por satélite. Postales ajadas de una época imprecisa. Tenía la sensación de vivir fuera del tiempo, pero al no tener cómo gastar la paga, que no era excesiva, lo consideraba un periodo desgajado de una realidad que luego retomaría con cierta seguridad económica.

Todo trabajo es absurdo. En la mayoría de ellos generas unos bienes de los que nunca podrás disfrutar. Y debes soportar las órdenes de alguien, en muchos casos, escasamente cualificado; alguien que ha trepado por el escalafón laboral a base de favores innombrables. La aptitud no es un mérito. Una empresa es un ente antidemocrático, una pequeña tiranía a tiempo parcial, un reflejo de la naturaleza humana.

El capitán me despachó sin miramientos cuando lo avisé de la inminente tormenta. A pesar de eso, poco después ordenó arriar las velas y navegar bordeando la costa, sin admitir que tal cosa le había sido sugerida por un mísero empleado que ni tan sólo era marino. Ras, ras.

Volví al camarote. Encendí la consola. Miré alrededor. Ahí estaba el chaquetón. Un buen abrigo de marinero. No para hoy, claro. El calor era un manto opresivo. Pero aquel abrigo era un símbolo. Quizás el mejor abrigo que había tenido. En la espalda un enorme logotipo de la empresa marcaba indeleblemente a aquel que lo llevase. Nos identificaba como asalariados de la compañía. La marca del patrón. El signo del esclavo.

La primera fase del juego es un escenario que funciona a modo de tutorial para familiarizarse con los mandos y las opciones. El jugador controla en primera persona a uno de los extraterrestres invasores. Arma en mano, un grupo de colonizadores desciende de la nave. Llevan aparatosos trajes espaciales que no permiten distinguir su aspecto real.

El principio antrópico puede parafrasearse como «vemos el universo en la forma que es porque nosotros existimos», es decir, el Universo, y las leyes que lo rigen, es como es únicamente porque nosotros lo observamos. ¿Tendría el mismo comportamiento físico en caso de que no hubiese

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nadie para comprobarlo? La pregunta sólo puede formularse desde una perspectiva humana. Cualquier respuesta sería cuestionable, ya que no tendría más sentido que sa tisfacer las condiciones de la proposición no demostrada. Un argumento ontológico. Un razonamiento endogámico indemostrable. Una paradoja autocomplaciente.

Por otro lado, tenemos también el antropomorfismo. Lanzamos la pregunta: «Suponga que recibimos una visita de los extraterrestres, ¿cómo le gustaría que fueran?»; y recibimos una serie de respuestas del tipo: «educados, buenos y cultos», «valientes, coherentes, leales y maleducados», «tontos y divertidos», «más pequeños y bobalicones que nosotros (para poder someterlos)», «monstruos destructores a los que hay que combatir», etc. Tendemos a atribuir a lo desconocido, en este caso la posible vida extraterrestre, rasgos antropomórficos, tanto físicos como morales. No hay indicio alguno que nos indique que la vida extraterrestre pueda parecerse a la humana, pero nuestro miedo debe tomar aspecto antropomórfico para que podamos canalizarlo, entenderlo, combatirlo.

Te lanzas a la exploración del planeta desierto al frente de un comando invasor equipado con trajes espaciales de asalto. La primera misión es una toma de contacto con el juego. Apenas debes hacer nada más que avanzar hacia un bosque dejando a tu espalda el mar y el resplandor rojo oscuro de la luna en su superficie.

—Despliegue en abanico sin perder contacto visual.

—Señor. La niebla es muy espesa, señor.

—Avancen lentamente y estén atentos a las órdenes.

Pausa. El silencio ahí fuera es abrumador. Ese tipo de quietud desasosegante que te empuja a percibir cosas donde no las hay. No es extraño que la gente crea en lo sobrenatural: mete a una persona en un lugar cerrado donde el silen cio sea total y la oscuridad persistente, donde los sentidos queden prácticamente anulados, y empezará a percibir cosas que no están ahí. Pero, fuera como fuese, un rumor sordo iba creciendo en el centro del silencio. Fin Pausa.

Los comandos de asalto están ocultos tras los árboles, escrutando el silencio de la niebla que los envuelve.

—Señor. He oído algo, señor.

—No pierda los nervios, soldado. ¿Está seguro? —Señor. Sí, señor. A mi derecha. —Tres y Cuatro: avancen a la derecha sin perderse de vista.

El problema es en última instancia un problema de lenguaje: no podemos describir lo indescriptible y, cuando lo intentamos, sólo es posible por comparación y analogía. El mayor defecto de muchas novelas de terror radica preci samente en tratar de describir al monstruo: en cuanto el lector se ve empujado a dar forma en su imaginación a los viscosos tentáculos del ser acéfalo pierde contacto con el espanto que hasta ese momento trasmitía el texto. La descripción mata al monstruo y lo convierte en un adorable muñeco de peluche.

—Señor. Hay algo delante de nosotros, señor. Es como si… —¿Tres, Cuatro? Descríbanlo. —Señor. Es como si algo se moviese en el interior de la niebla, una forma cambiante, señor. —Cuatro. ¿Qué ve?

—Se… se… señor. Hay algo, señor. Es como si nos mirase y se ocultase y nos acechase y riese y …

En varias de sus novelas, especialmente en Solaris y Edén, Stanisław Lem ha sabido captar la complejidad de las imposibles relaciones entre especies que no comparten los mismos patrones lógicos y físicos. La conclusión de Lem viene a ser que no hay posibilidad de comunicación. Y si no hay comunicación ni interacción, es posible que el prin cipio antrópico cobre todo su valor: el universo es tal como es porque nosotros estamos aquí.

Los canales de Tres y Cuatro sólo trasmiten estática. Das la orden de reagrupar el comando. Y entonces empiezas a percibir como os rodean unas formas que se estiran y retuercen en el interior de la niebla, unos cuerpos que son parte de la esencia de la niebla y que rezuman una malignidad tan intensa que los soldados quedan paralizados. Las sombras empiezan a corporizarse. Distingues los ojos y las enormes fauces que se abren plagadas de imposibles hileras de dientes afilados. Ordenas abrir fuego. Una boca enorme engulle la pantalla. Fin de la primera misión.

La quietud me intranquilizaba. De pronto sentí una vibración en el centro del barco y se desató sobre nosotros

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toda la furia del mar y el cielo. El camarote empezó a girar en torno a sí mientras todos los objetos y yo mismo éramos zarandeados de la pared al techo y de nuevo a la pared y fi nalmente aplastados contra el suelo lleno de agua. El barco había dado una vuelta completa. La quilla había saludado a la infernal tormenta y, milagrosamente, había vuelto a enterrarse en el agua. La cubierta reapareció desnuda; los mástiles habían volado por la borda y sólo quedaban restos de velamen y aparejos destrozados.

Habría que analizar los actos que llevamos a cabo en momentos críticos. En aquel momento no se me ocurrió nada más que ponerme a recoger mis cosas, desperdigadas por el camarote, antes de que se empapasen de agua. Metí en una mochila el portátil, la consola, las baterías solares, el lápiz y la libreta, mi cartera con los documentos y una botella de agua medio vacía. Y una toalla.

En el video de transición descubres que tu personaje se ha convertido en el único superviviente del ataque global al planeta. Cientos de avanzadillas de colonizadores han sido exterminadas por los fantasmas de los habitantes suicidas. Al parecer hay algo peculiar en ti que te ha salvado. Los altos mandos de la invasión, la mayor parte de la flota y el Cuartel General se mantienen en órbita; han decidido encargarte la tarea de conseguir información sobre los fantasmas del planeta y la posibilidad de destruirlos.

El juego se desarrolla en dos escenarios paralelos: mientras completas misiones de combate sobre la superficie del planeta, en las naves en órbita se realizan una serie de investigaciones que debes coordinar de forma eficiente. A mayores descubrimientos mayor potencial de ataque. Para empezar, después de analizar tus condiciones peculiares, los científicos han desarrollado una coraza que repele el ataque de los fantasmas.

Con la mochila a la espalda salí a cubierta. Todo estaba arrasado. El barco cabeceaba desbocado a merced de impetuosos remolinos y olas enormes cargadas de espuma.

Miraba mareado a mi alrededor, fascinado por la magnitud de la tormenta. Fuertemente sujeto a los salientes, intentaba avanzar en busca de alguien que permaneciese a bordo. Me topé con un camarero sueco con el que apenas había cruzado palabra hasta entonces. Tampoco es que nos entendiésemos demasiado. Descubrimos que éramos los únicos supervivientes. Las olas habían barrido a todos los oficiales del puente, y los camarotes estaban anegados

y vacíos. No necesitábamos entendernos para ver en nuestros ojos el miedo y la certeza de que íbamos a zozobrar en cualquier momento.

La primera misión oficial consiste en desembarcar en unas ruinas y acceder a un aparato oculto que según se te informa, coordina a los fantasmas. Debes evitarlos a toda costa, ya que la resistencia de tu nuevo traje mejorado es limitada. Se trata de una carrera contrarreloj para descubrir el lugar en el que se ubica el dispositivo y desmantelarlo sin ser descubierto. Una vez cumplida la misión eres transportado a la nave, donde debes disponer los recursos científicos para analizar el dispositivo. Ahora mismo tienes abiertas dos líneas de investigación: la que mejorará tu resistencia y la que te proporcionará un arma rudimentaria para eliminar fantasmas.

Vivo un tiempo sin contornos en el que contar historias ha perdido parte de su sentido. Las placas solares alimentan escasamente las baterías en este perenne crepúsculo por el que se desliza el barco. Pero ahora llegará después.

Beckett afirmaba que su Godot no tenía ninguna relación simbólica con Dios. Es como si yo ahora me pusiese a escribir en francés y crease un personaje ausente y titulase la obra En attendant Diosot. Aun así, no tendría ninguna relación simbólica con ningún personaje de ficción.

El camarero sueco y yo intentamos aprovisionarnos de los restos que encontramos en los destartalados camarotes y las bodegas anegadas. El hombre no tenía buen aspecto. Debió de recibir algún golpe en la embestida de la ola gigante que ahora se cobraba poco a poco su resistencia. Navegábamos a una velocidad endiablada, y las olas no dejaban de romper sobre nosotros. Pero el barco se mantenía a flote por un extraño capricho que yo era incapaz de entender. El sueco hablaba del lastre equilibrado y de las bombas en funcionamiento en un inglés incomprensible para mí. Palabrería.

Todo viaje puede considerarse un descenso al infierno.

Las siguientes incursiones ya se ciñen al patrón de FPS, si bien la potencia de las armas es limitada y la resistencia del escudo precaria. En general, las misiones siguen el patrón clásico de este tipo de juegos, en el que tienes que avanzar por un laberinto plagado de enemigos hasta alcanzar un

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objetivo predeterminado. A partir de la tercera incursión puedes empezar a investigar la tecnología Spengler, que te permite desarrollar trampas y armas de rayos protónicos que te permitirán capturar a los fantasmas para su estudio y eliminarlos con mayor facilidad. Obviamente, a medida que se avance en las investigaciones y se vayan incorporando nuevas armas desarrolladas específicamente para la lucha contra las entidades ectoplásmicas, más complicadas serán las misiones y más resistentes los enemigos.

Las palabras nos afianzan a la realidad. Hablábamos sin entendernos para confirmar que seguíamos vivos. O algo así. Las sonrisas y los gestos que acompañaban nuestra jerga ininteligible nos alejaban del terror de morir arrastrados por el siguiente embate del mar. Durante cinco días y noches, mientras nos alimentábamos de galletas húmedas, aquel futuro pecio ingobernable avanzó a una velocidad imposible de calcular impulsado por la terrorífica tormenta.

El descenso al infierno está presente ya en la Odisea y en la Eneida, en la Divina comedia, en Fausto, en Bajo el volcán, en El corazón de las tinieblas, en Viaje al fin de la noche y en La muerte en Venecia; tal vez en La montaña mágica y, seguro, en el Ulises, aunque sea porque no había más remedio. Y también, por extensión, en Dublinesca. La muerte es el escenario narrativo. Toda narración es un descenso al infierno.

Cinco días. Para mí el tiempo carece de sentido. Una vez estuve encerrado. Una habitación alicatada, con una única silla. En las paredes se proyectaba un marcador digital con una cuenta regresiva que empezaba en 07. Posiblemente el cambio se efectuase cada minuto. 06. 05. 04. Cómo saberlo. Al final de la cuenta atrás sonaba un timbre. Luego volvía a empezar desde 07. Siete minutos. A veces parecía que pasasen horas entre timbrazo y timbrazo, y en otras ocasiones, pocos segundos. Pero por mucho que observase, que intentase contar mentalmente, por mucho que sin ningún otro baremo tratase de comprobar la constancia del tiempo, era imposible saber cuánto tiempo había pasa do desde el último timbrazo. Siete minutos son siete minutos, duren cien segundos o cuarenta y tres minutos. El viejo sueco dijo que habían pasado cinco días. Al siguiente estaba muerto.

Los teólogos al servicio de Diosot idearon un delirio sadomasoquista al que llamaron Infierno y ante cuyas puertas forjadas en hierro se podía leer formando un semicírculo

la leyenda Abandonad toda esperanza. Luego, nuevos ser vidores del Mal (los mismos de siempre, sus relucientes uniformes engalanados con calaveras de plata) la cambiaron por otra que mencionaba la libertad y el trabajo. Esa es otra historia (pero el mismo Diosot).

Me desperté sudoroso tras una pesadilla. Parecía la continuación de un sueño que hubiese tenido con anterioridad, o quizás soñé las dos partes consecutivas del sueño y las dividí por alguna razón que se me escapa. Fui capaz de desarrollar la narración perfecta, la novela incuestionable que debía escribir. Pero una extraña entidad se aparecía en la pesadilla advirtiéndome que escribir aquella historia supondría mi muerte. No mentía. Desperté y el cadáver del camarero sueco rodaba por la cubierta sometido a los embates de la tormenta.

Armado con la nueva tecnología Spengler y con nuevos trajes herméticos (adornados con calaveras de plata) las incursiones son más sencillas. Enemigos que antes eran invencibles sucumben al primer disparo. La misión ahora es dar caza y captura a los entes más resistentes. Si bien avanzar entre hordas ectoplásmicas resulta menos costoso, capturar a los líderes fantasmales es casi suicida.

De acuerdo. El sueco no está muerto. Todavía. En aquellos seis días de perpetua zozobra los aparatos no funcionaban. Tomo notas de memoria ahora, en un inacabable atardecer cuyo albedo permite con dificultad cargar las baterías. Hacía frío. El viento era intenso e irregular. Se levantaban montañas de agua que azotaban la cubierta en una y otra dirección, barriendo lo poco que quedaba sobre ella. El sol era un mortecino círculo que apenas alumbraba en un cielo sin nubes. Como si un manto de opaca desesperación se interpusiese entre su luz y nuestro barco. Cinco días de lúgubre resplandor y cinco noches de espantosa oscuridad. Vimos cómo el sol se ponía el sexto día, abruptamente, como si una mano lo hubiese apagado de una vez por todas. Y entonces la sexta y perenne noche se abatió sobre nosotros sumiéndonos en una completa oscuridad.

Equipados con tecnología Spengler, nuevos batallones de asalto dirigidos por el jugador se abaten sobre el planeta. Los miembros de los pelotones caen mientras las trampas

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se abren y los rayos intentan doblegar a criaturas demasiado fuertes para atacarlas individualmente. Si logras capturar a una de esas entidades tendrás que enfrentarte a ella en un duelo conversacional para obtener información sobre el misterio que rodea al planeta sepulcral. Debes seguir investigando a las criaturas capturadas con el fin de obtener nuevos datos que mejoren tus armas y defensas. Es importante acelerar el estudio sobre el escáner psicoquinético.

La extraña fosforescencia del mar salvaje nos permitía ver las olas que nos acosaban furiosas, pero nada más. Ni mi mano frente a la cara, ni al sueco, que debía de estar agonizando sobre las tablas de madera. Un imponente silencio se abatió sobre nosotros como una cualidad de la oscuridad impenetrable. El barco trepaba y se hundía en simas de agua desbocada. En la inflexión de uno de esos abismos oí por última vez la voz del sueco: «Titta! Titta!», exclamó, chillando junto a mi oído. «Allsmäktige Gud! Titta! Titta!» Pegado a mí, forzando mi cara para que mirase en la dirección que le espantaba. De acuerdo. Nunca vi el cadáver del sueco zarandeado por las olas en la cubierta. Debió de ser parte del sueño. De acuerdo. Ahí el cadáver del sueco. Qué más da. Oí su voz por última vez en la oscuridad que nos envolvía y miré hacia donde me indicaba. Había un gigantesco navío flotando sobre la cresta de las olas, por encima de nuestras cabezas. Un barco de un profundo y sucio color negro.

En una de las misiones uno de tus compañeros muere atacado por un espectro de categoría 6. Ves su cadáver sobre la cubierta, mecido por el embate de las olas. No. Ves su cadáver entre las hierbas que se agitan por la tenue brisa crepuscular. No. No es eso. Sí es eso. Luego oyes su voz por el interfono alertándote de un peligro. ¡Mira, mira! El aparato brilla en la oscuridad de las ruinas carcomidas por la vegetación que se alza como una montaña de agua a punto de desbordarse sobre tu cabeza. Eliminas al fantasma que se vuelve contra ti. ¿Qué fantasma? Un fantasma sueco, canturreas mientras te acercas al aparato después de eliminar a todos los enemigos. El primer aparato generador de ectoplasma.

—Aquí se separan nuestros caminos, Edgar. Cambio.

—Señor. Confirme comunicación, señor. Mensaje incomprensible, señor. Cambio.

—Aparato detectado. Solicito equipo científico y transporte inmediato. Cambio.

—Señor. Entendido, señor. Equipo y transporte en ca mino, señor. Cambio… Señor…, ¿quién es Edgar?, señor. Cambio. —…

Aquel casco de profundo y sucio color negro como la oscuridad primigenia que nos rodeaba arremetió contra nuestro barco y lo partió en dos. Salí despedido a la noche junto a cientos de pedazos de madera a los que se aferraban aún aparejos, cuerdas y velamen. Fue una suerte no caer al mar. Tengo que reprimir una risa enloquecida que quiere explotar desde mis pulmones. ¡Suerte! ¡Suerte! Cómo nos traiciona el lenguaje. Tal vez hubiese sido más afortunado salir despedido junto al cadáver del sueco (de ahí proviene la imagen, ¡claro!, lo vi rodando por la cubierta justo antes de ser embestidos y partidos y el cuerpo voló por los aires y yo volé por los aires) (quizás no, quizás en aquella completa oscuridad nunca pude ver su cadáver ni el barco negro abalanzándose contra el nuestro) (todo es representación, incluso la memoria) y acabar ahogándome en el mar que no quedar enredado en los restos descuajeringados que colgaban de los obenques del barco negro.

El aparato generador de ectoplasma fue el arma empleada para convertir a los habitantes del planeta en fantasmas. Has encontrado indicios de que el suicidio colectivo no fue precisamente voluntario, pero no los has compartido con los mandos. A medida que la investigación sobre el generador sigue adelante, empiezas a intuir cuál será el siguiente paso que querrán tomar: la creación de un invasor fantasma.

Aquí se separan nuestros caminos, Edgar. Si contase lo que realmente ocurrió no querríais creerlo. Caí en la cubierta del barco negro. Me ignoraron. Durante días estuvimos navegando en el centro de la tormenta gris hasta que divisamos tierra. El barco, aún lejos, fondeó para permitir arriar un bote. Cuatro marineros silenciosos condujeron el esquife hasta el puerto y allí me dejaron. Contemplé su regreso y seguí parado sobre el suelo de cemento hasta ver al barco alejarse llevándose consigo el centro de la tormenta. Los vientos arreciaron y la lluvia empezó a caer con fuerza. Busqué refugio y así todo terminó.

Dos veces podrás negarte a convertirte en un fantasma. A la tercera, ya no podrás seguir avanzando. La historia del juego habrá terminado.

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¿Quién quiere un final como ése? Edgar no. Sobreviví a un naufragio y fui rescatado por una tripulación silenciosa y afónica. No conocían mi idioma. No. Eran todos mudos porque su capitán no quería que ninguno de ellos hablase de lo que habían visto o hecho. No. Estaban agotados de la trivialidad de la conversación. No. Estaban cansados de mascullar palabras que nos devuelven siempre al mismo sitio. No. Habían alcanzado el arte de la minimización. Estaban muertos. Querían rodearse de un misterio que consistía en la voluntad de crear un misterio. No. Nada de eso es cierto. Naufragué, fui rescatado y puesto a salvo. Fin. ¿Quién quiere la realidad, Edgar, pobre lastimero?

Puedes negarte dos veces a obedecer las órdenes de tus superiores. Cada una de esas negativas te conduce a una nueva aventura:

LA CASA ENCANTADA7

EL BARCO ERRANTE8

En caso de una tercera negativa el juego se convierte en una sucesión de escenarios de combate sin continuidad narrativa, al estilo de los viejos juegos clásicos (Doom, Duke Nukem, Quake, Unreal…), que se consume a sí mismo, desaparecida ya toda posibilidad de desarrollar nuevas investigaciones e interactuar con los elementos del juego. Aunque éste siga operativo y sea igualmente adictivo y entretenido, se puede decir que la misión ha fracasado y que nunca se podrá desentrañar el misterio del planeta.

Mi consejo es que nos neguemos dos veces para resolver las misiones mencionadas, y que a la tercera aceptemos someternos a las órdenes de los superiores y nos introduzcamos en el generador de ectoplasma.

Mi primer impulso al pisar la cubierta del barco negro fue esconderme. El aspecto de aquellos tripulantes grises que deambulaban de un lado a otro en completo silencio me hizo recordar antiguos relatos de misterio y horror. Poco a poco fui recuperando el valor y, ante la indiferencia total no sólo de los marineros, sino del barco en su totalidad, acabé instalándome en la cubierta. Navegábamos en el centro de la tormenta. El cielo era negro en el horizonte, confundiéndose con el mar oscurecido9, pero el barco se mantenía, en el centro de la espantosa tormenta, bajo una abertura gris que pendía siempre sobre nuestras cabezas como un ojo en el cielo.

Una viuda recibe una carta de una poetisa (poeta), buena amiga de su marido, expresándole sus condolencias en un lenguaje tan elevado como almibarado. La mujer no en tiende lo que la poeta (poetisa) quiere decirle. Las palabras bailan ante sus ojos intercambiando posiciones dentro de las frases sin que en ningún momento éstas alcancen a mostrar un sentido consolador o de pésame.

«Zembla: distante tierra nórdica»: tenemos pues a un narrador que se despoja deliberadamente de un pasado gris y desdichado y lo sustituye por una brillante invención.

Se ha hablado tanto sobre el tema, se ha comentado tanto el vuelco que da Fantasmas contra extraterrestres en este punto, que ocultarlo sería una ingenuidad. Ya nadie puede afrontar el juego con la sorpresa con que lo abordamos los primeros jugadores. Aceptado el sacrificio que supondrá convertir al personaje en fantasma para infiltrarse entre los espectros del planeta, se sucede un vídeo que muestra la transformación. Querría tan sólo que sintierais la emoción que sentimos nosotros cuando estábamos por primera vez a punto de contemplar el verdadero aspecto de los alienígenas, sin su traje. Reflejados en la pared bruñida del laboratorio podemos contemplarnos y descubrir lo que somos. Humanos. Los invasores alienígenas son humanos. Toda la empatía que hemos podido sentir por los defensores espectrales del planeta, que el desarrollo del juego nos ha hecho pensar que éramos nosotros, se desmorona. Los extraterrestres somos nosotros.

Viajábamos al extremo opuesto de Zembla, a las distantes tierras australes sin nombre, cabalgando una tempestad inmen sa sobre su mismo centro, sobre el preciso fondo del abismo.

Ante la indiferencia de los tripulantes, que me producían una extraña aversión a causa de sus movimientos lentos e inseguros y a la nube de pesadumbre grisácea que los envolvía, desplegué mis aparatos. Instalé los paneles solares y conecté las baterías. A pesar de la tormenta que nos cercaba, el ojo en el cielo proporcionaba bastante luz de albedo para que se pudieran cargar. Y es curioso, aunque conseguí conectarme a internet, en ningún momento fui capaz de determinar geo-

7 http://phantomsvsaliens.blogspot.com/2013/07/la-casa-encantada.html

8 http://phantomsvsaliens.blogspot.com/2013/07/el-barco-errante.html

9 Ponto vinoso.

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gráficamente mi posición. Como si navegásemos en un mar fuera del espacio pero conectado a nuestra realidad.

Navegaba siempre hacia el sur, alejándome de Zembla, en un barco decrépito. Y, mientras, mantenía mi presencia en la Red, inalterable, inamovible.

Ahora eres un fantasma. Combates contra tus antiguos compañeros. Combates contra los humanos invasores. Todos los caídos desde que empezó la invasión forman parte del ejército de fantasmas. Eres el único que aún conserva retazos de la realidad de esta lucha, y tu misión es recopilar información sobre el misterio del planeta. Pero, ¿estarás dispuesto a compartirla ahora que eres uno de los otros?, ¿ahora que eres al mismo tiempo el personaje de un juego y el que maneja los controles?

La poetisa (poeta) escribe cartas a sus sobrinas que éstas reciben alborozadas. Leen. Las frases de su tía se enroscan sobre sí mismas plagadas de adjetivos rimbombantes formando construcciones melodramáticamente arcaicas que las hermanas se esfuerzan en retorcer aún más entre risas y juegos maliciosos con las palabras. «El perro ha muerto», leen. Se ríen a carcajadas.

Nadie quiere escuchar la historia de un marinero rescatado por una tripulación taciturna y puesto a salvo en uno de los puertos más meridionales del mundo. No. Todos quieren ver sufrir al náufrago, todos quieren imaginar su muer te después de confiar su último mensaje a una botella que lanza por la borda mientras una inmensa montaña de hielo, como un gigantesco ser primordial surgido del origen de los tiempos, engulle la nave y a todos cuantos navegan en ella.

En tu nueva y desconcertante naturaleza, tu lealtad dividida, empiezas a comprender los motivos que empujaron a estos seres a suicidarse en masa. También que no fue un acto voluntario. Que los generadores de espectros fueron colocados por el gobierno, que la población fue exterminada sin piedad con el objeto de crear un ejército fantasmal de defensa contra la invasión. Que es una trama despiada da para impedir que los humanos conquisten el planeta. Que en algún lugar de sus entrañas… ¿Deberías informar de esto? Luchas y combates contra tus antiguos semejantes. Pero ya no reconoces como igual más que a la tropa ectoplásmica. Ni humanos, ni extraterrestres ocultos en refugios bajo la superficie del planeta.

FIN

Nadie quiere oír ese tipo de historias. El marino rescatado, un carpintero, debe obviar lo que ocurrió realmente. Abandonar el puerto cuando la tormenta amaina (pero no cesa: es la tempestad del fin del mundo en el puerto más al sur) y llegar a otro (siempre bajo la lluvia), y allí contar la historia de la tripulación fantasmal que en silencio, agotada por siglos de navegación errante en el centro de la tormenta, busca un abismo en el que hundirse definitivamente y desaparecer de la memoria de la humanidad.

—¿Cómo te salvaste? —te preguntan.

—Perdí el conocimiento cuando la montaña de hielo se abrió frente a la popa y el barco empezó a precipitarse en el vórtice insondable donde mueren los mares. Desperté en una playa de arenas blancas pulidas por los vientos y las aguas durante eones.

Pulsa el botón. No pulses el botón. Desconecta el juego.

40.- KIEH / LIBERACIÓN: Trueno sobre agua.

«Caen el trueno y la lluvia: la imagen de la liberación. El hombre superior perdona los errores y olvida las injurias.»

Kieh indica que se encontrarán ventajas en el Sudoeste. Si no es necesario emprender nuevas acciones, será conveniente volver a la antigua situación. Si fuera necesario emprender nuevas acciones, traerá buena fortuna iniciarlas cuanto antes.

Me embarqué de nuevo rumbo sudoeste. Otro puerto. De nuevo la misma historia en la misma taberna de pescadores que escuchan con la misma atención incrédula. Un espejo interminable donde los escenarios y los oyentes y las cervezas se multiplican sin fin. La anciana lo había dicho después de lanzar las varillas de aquilea sobre el tablero oscuro para componer el hexagrama. «Se encontrarán ventajas en el Sudoeste», o en el sur y el oeste. El relámpago sobre el agua es símbolo de liberación. La tormenta continúa, pero no es necesario emprender nuevas acciones. Adiós, Edgar;

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adiós, finales melodramáticos.

Los relámpagos rasgan el cielo y la lluvia cae con fuerza en una realidad brumosa a la que ya no perteneces. Tienes frente a ti el botón que desvelará la ubicación del entramado de túneles donde se ocultan algunos de los habitantes del planeta. Seguramente una élite sin escrúpulos, capaz de sacrificar a la mayor parte de sus semejantes con tal de conseguir refugio. Filamentos de consciencia te dicen que merecen morir, pero estás ya muy lejos de juicios morales. Y tampoco quieres complacer a los que te han convertido en lo que ahora eres.

La poetisa (poeta) escribe una carta al Departamento de Asuntos Sociales del Ayuntamiento de su ciudad deplorando el estado de las calles y quejándose del llanto lamentablemente persistente de un niño de la vecindad. «Lleva dos días llorando», logran descifrar los funcionarios después de pasarse la carta unos a otros intentando desentrañar su significado. En algún lugar de la ciudad, piensan los funcionarios, un niño no deja de llorar. Qui-

zás esté muriendo, piensan. Revisan la carta, pero la mujer olvidó poner el remite. Dirección desconocida. Tal vez reciban otra de la misma mujer (poeta, poetisa), también sin remite, meses más tarde. Exige que se prohíba la circulación de vehículos de motor a explosión «indecentemente ruidosos» y agradece al departamento haber acallado el insidioso llanto del niño.

Toda predicción oculta la ruina de quien la solicita. «Si no es necesario emprender nuevas acciones…» ¿Era necesario? ¿Debía apretar el botón? Incapaz de tomar una decisión, dejé el juego sin terminar. Sueño con el botón. También sueño con todas las posibles tonalidades de gris girando sobre un único punto de cielo azul, un gris que se oscurece paulatinamente mientras bajo la mirada hasta un horizonte completamente negro en todas direcciones. Brillan los relámpagos sobre el agua. Volví al primer puerto. No tuve que esperar mucho para ver cómo el ojo de la tormenta volvía a buscarme. Aún tengo tiempo de lanzar este mensaje a la Red antes de embarcarme de nuevo. ¬

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REVISTA ESPEJO HUMEANTE Este relato fue publicado originalmente en 2013. Esta nueva versión, basada en aquella, aparece en Espejo Humeante con el permiso del autor, así como del editor de Rango Finito Ediciones.
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Los andamios paralelos

Ami compadre Beto se lo había contado un peón de obra un día de la Santa Cruz en que, tal vez ani mado por la novedad de ser el patrón, le sinceró aventuras amorosas, una pregunta política y al final aterrizó en lo sobrenatural. “En El Reloj de Arena”, le dijo, “hay una rendija, y del otro lado estamos todos”. Beto me lo contó a su vez con el desenfado con que algunas personas suelen depositar historias inútiles en mí, para comprobar que soy ocioso, o para llenar un silencio. Le pregunté a qué se refería el albañil con eso de que todos estamos, qué clase de rendija. “No lo sé”, respondió, “pero insistió en que de aquel lado todo sigue sucediendo”. Dijo que luego el hombre pareció recuperar súbitamente la sobriedad, le agradeció la comida y la cerveza y se retiró. No había vuelto a mencionar el asunto, ni Beto lo había vuelto a recordar hasta que me lo contó.

Tampoco yo volví a mencionarlo hasta otro día en que cenaba con él y con Martha y ella volvió a bromear con que yo ya no era pachuqueño, porque la historia de Pachuca había empezado el día que Glaría metió con la entrepierna el gol definitivo al Cruz Azul, y yo no había estado ahí para verlo. En ese entonces andaba lejos, enseñaba español en una preparatoria francesa, trabajaba de ocho a cinco y la vida era pobre y buena aunque apenas me tocaba sol de segunda mano en los recesos en la sala de profesores. “Tú ya eres turista”, me dijo, y como vio que me sentía añadió un “no es cierto, compadre, es pura broma”, y me sirvió otro brandy. Entonces Beto dijo: “Mi trabajador dice que te vio”, “¿Dónde?”, “En El Reloj de Arena”, “Hace años que no tomo pulque”, “En la rendija del Reloj de Arena”. El hombre me conocía de cuando Beto había construido mi casa y yo visitaba la obra; según él, me había visto en la rendija, colado

en una historia muy suya que nada tenía que ver conmigo, pero que me reconoció porque yo “pasaba por ahí”.

La historia era absurda pero algo en su extravagancia le confería una virtud verosímil de la que carecen los cuentos de borrachos. Fui al Reloj de Arena un miércoles que llovía a latigazos intermitentes. La pulquería estaba como la última vez que la había visitado: un aire de agonía cubría la barra, el aserrín, el orinal bajo la imagen de la Virgen, los tornillos servidos de neutle. En una esquina conversaban aún dos jóvenes que me miraron con desconfianza; había dos hombres más en la barra, uno dormía pesadamente sin soltar su tornillo y el otro rogaba sin éxito que le fiaran medio vaso más. No pude reconocer al cantinero a pesar de que era un hombre notable (tenía un ojo glauco y su calva se mostraba irregular como si le hubieran arrancado el pelo a puños), y de que sabía que era el mismo que atendía El Reloj de Arena desde hacía décadas. Él no mostró ningún interés por reconocerme; mientras le pedía un curado de nuez miró hacia una esquina en la que no sucedía nada, luego se dio media vuelta y no me sirvió lo que ordené sino un pulque tal vez más fermentado que el que bebía el resto de los comensales. No protesté.

Me empiné mi tornillo a pequeños sorbos para no ensu ciar de borrachera cualquier cosa que me fuera dado descubrir. Estudié tan discretamente como pude cada rincón de la pulquería: las tinajas de madera, el cielo desgarrado sobre nuestras cabezas, un espejo de salón que había visto luces más diáfanas, el tubo al pie de la barra interminablemente escupido. Pero no vi ninguna rendija. Estuve así casi una hora hasta que, convencido de que nada me sería revelado, apuré los restos de mi litro y me volví para pagar al cantinero. Al hacerlo advertí que el hombre daba un

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paso hacia el espejo, del que pendía un cordón al costado; entonces, con un gesto como si abriera una ventila, tiró de él y el espejo se precipitó sobre mí, igual que en el poema de Girondo, con las columnas y la gente que tenía dentro.

En el infinito lapso que le tomó al espejo inclinarse veinte grados desapareció El Reloj de Arena de su superficie y aparecieron imágenes de lo que creí era el pretérito, pero luego vi que eran múltiples variaciones sobre una misma trama que antecedía ese momento y lo continuaba más allá. El espejo delataba una especie de traspapeleo divino en el que se mezclaban memorias de lo que podía haber sido el mundo y de lo que sería. Vi persistir el viejo edificio de la escuela Americana años después de que fue derrumbado, vi enamorarse de mí a una adolescente de pelo castaño y voz aguda a la que nunca me declaré y la vi cambiarme por otro y después arrepentirse, vi a Luis Biosca derrotar a la diabetes que lo mató, vi a los ochentaysiete mineros salir a tiempo antes de ser sepultados por los gringos de la Compañía en aquel hoyo de fuego; vi a mi padre volver de ese viaje. Y en cada visión aparecían protagonistas desconocidos, gente que no ocupaba ningún espacio en mis recuerdos y que en esas otras tramas eran parte de mi vida. Comprendí que así me había visto el hombre que trabajaba con Beto, yo era parte de un ramal de su vida del que ninguno de los dos estaba enterado. Pero también vi futuros: me vi ir a una finca de Huasca al día siguiente con gente desconocida, vi a mi perro deambulando por la colonia en busca de una pareja en celo; y eventos igual de extraordinarios pero menos íntimos: la construcción de la estatua monumental de El Santo frente a la Arena Afición

Este

(vigilante de mármol de cuarenta metros de altura mirando al sudeste); y vehículos como tapetes propulsados por el viento cruzando la ciudad. También vi el día de hoy, y yo no estaba en la pulquería sino caminando la Plaza Inde pendencia y creía tener claridad sobre mi vida.

El espejo terminó de caer sin más sonido que la nota del cordón al tensarse. Apenas se volvía hacia mí el cantinero para averiguar qué deseaba cuando ya le había dejado sobre la barra un billete que excedía mi consumo.

Salí a la noche húmeda y eché a caminar sobre Morelos hacia el exconvento de San Francisco. Hubiera deseado que la embriaguez explicara el caleidoscopio imposible del que acababa de ser víctima, pero mis pasos evidenciaban sobriedad. Caminé hacia el antiguo barrio de putas en La Surtidora, subí hasta llegar a un punto en el que pensé que, si me volviera, tendría a la vista la Plaza Juárez y, más allá, los edificios frente a la Arena Afición. Tuve miedo de mirar y descubrir que había provocado algo abominable, que con alguna de esas memorias alternas había cimentado otro presente, y que vería en el horizonte no sólo la estatua de Juárez sino también la del enmascarado de plata, y que quién sabe qué más habría cambiado y quién sabe cómo sería ya la vida.

Me volví, y comprobé que el paisaje no había cambiado. Pero dos cosas sucedieron: vi pasar por la esquina a mi pri mo Pavel en una camioneta blanca, y un perro que discurría me tiró una tarascada que apenas me hendió una pantorrilla sin hacerme daño. Me pregunté si en una trama paralela Pavel no necesitaría mi ayuda, y si en otra el perro no me habría herido de gravedad. Tal vez más adelante logre recordarlo. ¬

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cuento fue publicado originalmente en el libro Talud, de Yuri Herrera (Literal Publishing, 2016).

Síndrome de Stendhal

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Ella llegó a la plaza por la tarde. A lo lejos, por encima de casas y edificios, miró las nubes: enrojecidas, como incendiándose; pero serenas, ardiendo en calma y sin dolor. Xxxxx sintió un desvanecimiento del cuerpo, un mareo repentino, unas ganas de abandonarse.

Los libros son personas, no libros: cada vez que abres uno, la persona salta afuera y se convierte en ti. Ray Bradbury

Pero ocurrió que mientras el sol se pone por un costado de nuestra existencia, del otro lado hay una llovizna. Entonces ella recobró el gobierno de sí porque ante sus ojos caían copos de luz, e imaginó que nevaba desde el sol. Dejó de escuchar el ruido de los autos y de las personas porque sus lentes se le llenaron de gotitas: su mirada se posó a dos

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centímetros de sus párpados, pues en sus anteojos ocurría otro espectáculo. Mirar hacia el atardecer era como encerrarlo en burbujas y multiplicarlo.

2

Al escritor se le llena la libreta de gotitas, hace algunas anotaciones rápidas, la cierra y se apresura a guarecerse antes de que la lluvia arrecie. Pero apenas cae una llovizna.

3

Dentro de cada gota, ella ve laberintos circulares y obras de arte todavía no creadas. Entonces, el sol se oculta tras una nube y Xxxxx se da cuenta del imponente paisaje con la lluvia acercándose. De nuevo el mareo, el desvanecimiento.

4

Por la noche la llovizna seguía cayendo, y los copos de luz permanecían en sus anteojos, pero ahora proyectados por las luces del alumbrado público. Era una noche de septiembre, y en esas fechas las luces de la ciudad se multiplican por los adornos de las fiestas nacionales. Xxxxx caminó bajo la llovizna. Levantó el rostro y sintió un cosquilleo en la frente y las mejillas. Sus lentes se tornaron un caleidoscopio y sus ojos no creyeron en la variedad de formas que se le presentaron. La tristeza, que no la soltaba desde hacía meses, podría describirse igual a lo que estaba viendo.

Para cuando llegó a la Plaza Juárez, las piernas le flaquearon ante el espectáculo de luces y llovizna. Su corazón sintió un desasosiego y Xxxxx se echó a llorar.

5

El escritor hace una pausa para fumar. Da algunas bocanadas y vuelve a su texto.

6

Estas flaquezas le comenzaron con el arte. Ella concuerda que el arte es, o debiera ser, la máxima expresión de los sentimientos.

Pero en su caso, le conmueve más la belleza natural.

Xxxxx considera que el arte debe funcionar igual que la naturaleza, con la adición del razonamiento humano, por

lo tanto debe generar en el espectador no sólo una impresión, debe causar algún sentimiento: repulsión, disgusto, tristeza o felicidad.

7

El escritor no ha descubierto aún de dónde proviene la tristeza de su personaje. Él, que es narrador y a la vez testigo de la historia, no sabe cuál es el origen de su depresión. Cuando comenzó el cuento, la tristeza ya estaba en Xxxxx, y no se atreve a sacarla de la página para preguntarle por qué sufre.

Pero sí sabe por qué ella siente desmayarse si se encuentra ante grandes cantidades de belleza: padece síndrome de Stendhal.

Al escritor, entonces, se le ocurre escribir de sí mismo, esperando que ella se acerque a charlar.

8

Una vez, ella estaba molesta y triste. Xxxxx, mi personaje, se salió de una línea de mi cuento para reclamarme los malos ratos que le hago pasar. “¿Por qué no me describes más contenta?”, me recriminó.

“¿Por qué aparentas que no te importo?”

Estas dos preguntas no salieron de mí, pero yo tuve que escribirlas. Llorando, mi personaje regresó a la página mientras me decía adiós. Después se echó a caminar por las calles del Centro. Llegó al Reloj Monumental y sintió por él un gran amor porque detrás estaba el sol y al mirar no se quedaba ciega. Xxxxx observó directamente el atardecer y sus ojos resistieron el brillo, pero su corazón flaqueó y ella sintió aquel desvanecimiento.

Xxxxx se dejó derrotar y se fue de espaldas, pero entonces yo, el narrador de esta historia, hago una pausa en mi texto, pongo tres puntos suspensivos… y aparezco repentinamente detrás de ella para evitar que caiga al suelo.

9

El escritor está sentado en un café. Su personaje lo acompaña en la mesa. Ambos beben lo mismo, comparten un solo cigarro y no hay otra conversación entre ellos. Él siente la mirada inquisitiva de Xxxxx, como si ella tratara de adivinar la nueva frase que anotará en su cuaderno.

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Xxxxx me ordena que suba a su auto. Arranca y me lleva de paseo por Pachuca. Los dos estamos tristes y no tenemos ganas de diversión nocturna. Me lleva a un café deprimente como ella, deprimente como la sombra que tiene debajo de los párpados. Me invita una copa de vino tinto y después se burla de mí al verme escribir en una libreta; dice que tengo toda la pinta de escritor. Se ríe un poco, para y ríe de nuevo. Dice que me veo ridículo mientras los comensales de las demás mesas sonríen y tararean la canción que toca el músico del lugar.

Me descubro humillado por el personaje de mi historia. Me doy cuenta de mi ridiculez al escribir en un café, justo donde todos puedan observarme, “que todos se enteren que eres escritor”, dice Xxxxx. Me siento apenado y antes de cerrar la libreta escribo un punto final.

Mi personaje se levanta de la mesa y se va. Yo me quedo solo, bebiendo un vino que me sabe a clavos.

11

Xxxxx entra a una galería donde se exhibe una muestra de plástica local. Cada obra que contempla le parece peor que la anterior, y peor y peor. Cuando cree que no hallará algo aceptable, en el fondo del recinto descubre un cuadro sencillo. Lo mira. Sólo se trata de líneas negras sobre un fondo blanco, unas más inclinadas que otras. Es todo.

Pero ella, sombría y ausente como estaba, se vio a sí misma en esos trazos, parte de su vida contenida entre líneas torpes. Y sin poder salir, se sintió presa y su llanto brotó enseguida.

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El narrador tiene miedo de que la depresión no sea de su per sonaje sino suya, y que las lágrimas descritas páginas atrás en realidad sean las que debieron brotar de sus propios ojos. Una idea le golpea la cabeza y le entra miedo: hacer que su personaje se plantee el suicidio. Pero si ella menciona esa posibilidad, ¿quién siente, en realidad, el deseo de morir?

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“Qué poco escribes”, me dice. “Ya quiero llegar al final de

este cuento. Qué mal escritor eres”. Yo, el narrador, no sé con qué línea responderle, así que guardo silencio y la página se queda en blanco…

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Mi personaje se niega a restringirse a los bordes del párrafo, a contener el aliento si escribo un punto final, o hacer pausas si yo ordeno una coma. Ella rige en este texto y no las leyes de la gramática. Es definitivo: se me ha salido de control.

Yo decido que Xxxxx debe caminar por una calle del centro. Con mueca de desprecio en la cara, se va por otro rumbo. Entonces ya no sé para dónde va mi historia, porque ella no tiene ánimos de hacerme caso.

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¡El narrador se enfurece y arroja la libreta en que escrib

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“Es así como descubrí un día que no quería casarme contigo”. Xxxxx arrojó esa sentencia, pero en este texto nadie había hablado de matrimonio.

“No escribas un mal cuento. Si no lo sientes, no lo escri bas”. Eso dijo, pero en ningún momento se trató de escribir el mejor cuento del mundo.

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Al escritor se le ocurre un fragmento inverosímil e incoherente con su historia:

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Xxxxx aparece subida en la parte más alta de los andamios que rodean al Reloj de Pachuca, utilizados para su remozamiento.

Repentinamente es el año 2008 y no el presente, como al principio del relato. Del lado norte es de día y del lado sur es de noche; ella contempla un rato el paisaje diurno y otro el nocturno. Xxxxx, entre la franja del día y la noche, esboza una sonrisa de burla y mira desde arriba al escritor patético, sentado del lado oscuro en una jardinera, escribiendo en una libreta mientras las hojas se agitan por el viento.

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Cuando el narrador levanta la cara para descubrir a su personaje, ella ha desaparecido y sólo queda el barullo del centro pachuqueño y el caminar de la gente. Ahora es de noche y de nuevo octubre en el presente. No hay andamios. El escritor se siente solo, porque se ha vuelto un personaje pensado por sí mismo: escribe que se ve escribiendo acerca de una mujer llamada Xxxxx:

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Yo, el escritor, estoy sentado en una banca junto al Reloj, y se me ocurre que puede ser al mismo tiempo día y noche, los años no me importan, tomo mi libreta, la de abajo, la del personaje y escribo sobre Xxxxx que se burla de mí, miro hacia arriba para descubrir si realmente ella ha estado ahí.

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El escritor llega hasta donde está el Teatro Guillermo Romo de Vivar. Ve que comenzará un recital de poetas catalanes y mexicanos. Entra cuando faltan 10 minutos para el inicio. Apenas hay treinta personas en un recinto para doscientas. A casi nadie le importa la poesía, se dice, y recuerda que Xxxxx, su personaje, desprecia a los poetas. Si aún no lo ha dicho en su cuento, aprovecha esta página para escribirlo:

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Xxxxx, que se conmueve tanto con los paisajes naturales y con las escenas que ofrece el mundo, odia a los poetas. Cómo es posible, dice ella, que caigan bien en algún lugar personas tan insoportables, tan convencidas de que su poesía está sobre las otras artes, y crean que sus versos son bien recibidos en donde sea. “Ellos sólo escriben poesía para los mismos poetas, porque a los demás los aburrirían”.

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La lectura inicia mientras él sigue escribiendo. Pero se interrumpe, pues cuando uno de los poetas lee unas líneas donde invoca al fuego, la sala del teatro comienza a incendiarse. El escritor se asombra del poder del verso, pero en realidad se trata de un incendio verdadero y se ve obligado a cerrar su libreta, terminar su párrafo y guardar su bolígrafo lo más calmadamente posible para salir de ahí.

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A esta historia le hace falta intensidad, dice Xxxxx, aburrida de acumular líneas y líneas sin que pase nada, sintiéndose presa en un cuadro sin título y que no conmueve a nadie.

Da un manotazo en el escritorio donde el narrador juega al desalmado, le revuelve los papeles, rompe el bolígrafo en dos y le arroja los pedazos en la cara, para después salir apresuradamente a la calle, donde ve escenas de otros cuentos: una atropellada, un hombre que abraza un suéter rosa, oye blasfemias y ve a otro que no puede parar de maldecir.

Se queda quieta en la banqueta. El escritor ha salido también a alcanzarla. Detrás de ella, en silencio, piensa en un buen final para su cuento:

25 —Xxxxx, estoy muy solo, quédate a vivir conmigo.

—Yo no soy el personaje de nadie, Castillo; y no te voy a permitir que hagas de mí lo que tú quieras. Odio este mundo que no has creado porque no eres Dios, pero lo cambias a tu antojo como si lo fueras, sin tomarme en cuenta. No es menos que un pretexto tuyo. El síndrome de Stendhal lo tienes tú, no yo.

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Xxxxx me ha pedido, después de una pelea terrible entre ambos, que borre su nombre de esta historia. Ella en realidad no fue mencionada. He logrado que se quede un tiem po más conmigo, con la promesa de que ella estará en otro lugar, uno más bello y alegre: entonces, estamos a la orilla del mar, sentados en un tronco que se aferró a la playa. Miramos las olas y el sol queda a nuestras espaldas. Y con el ocaso llegan colores que, estoy seguro, no volveré a ver; que incluso el mar trata de imitarlos. En aquella playa, a Xxxxx y a mí se nos mete el atardecer por los ojos y ya no sale. Ella recarga su cabeza en mi hombro izquierdo y dice: “Me siento mal, estoy enferma de mucho de lo que hablas y de lo que yo misma me invento, por favor, llévame con todos los doctores”. ¬

Este cuento fue publicado originalmente en el libro Las Furias, de Diego Cas tillo Quintero (Cecultah, 2015).

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La impronta de los patos sin plumas

Hoy el día es más frío que de costumbre. Durante la noche nevó y esta mañana una capa gruesa cubre todo; los campos y hasta las ganas de salir de casa. El camino es corto. Sales envuelta. Apenas pones un pie afuera y el frío recorre tu columna hasta los labios. Los hace temblar sin ritmo.

Al llegar a la granja ya hay varios cuerpos que no sobrevivieron a las bajas temperaturas. Y comienzas como todos los días, colgando tu ropa extra y acomodándote un lugar entre las demás. En círculo, todas trabajan mirando hacia el suelo, evitando ver a los ojos de cualquiera. Nadie viene del mismo lugar. Todas rezan a dioses diferentes y lloran por distintas desgracias.

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Dossier:Hidalgo especulativo / AutorA invitadA
Narrativa
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Recién comienzas. Tus dedos ya resienten la fuerza que imprimes sobre el animal que se retuerce entre tus brazos. Éste se pone difícil. Te muerde. Si no lo miraras retorcer se ante ti, si no escucharas, si no supieras de qué lugar se trata, pensarías que estás en cualquier otro lugar menos en ése. A tu alrededor flota el color blanco cubriendo las ruinas del almacén que te rodea. Los patos parpan a destiempo creando una canción triste. El suelo blanco y movedizo te hace pensar que las nubes podrían ser algo así.

A tu lado, dos mujeres conversan en un idioma que no entiendes; piensas que están seguras de saber qué lugar las rodea. Tú no. Después de tanto tiempo, te acostumbraste a ignorar el horror tarareando una canción que tu madre entonaba. Mientras, tomas al pato del cuello para que su boca no pueda alcanzar tus dedos; sostienes su cuerpo con las piernas para evitar que se mueva. Sus patas quedan flotando y con ellas puedes medir la fuerza de tus manos: su pataleo feroz te pide misericordia.

A tus compañeras parece no importarles mucho. La mujer fofa de junto ha abierto la piel de una oca; se enoja. Sabe que coser esa herida le tomará minutos que la harán perder parte de su sueldo. Pero debe hacerlo, pues el animal no debe morir hasta cumplir la cuota de plumas que se le exige a su corta y penosa vida. Sientes lástima. Cuando entierra la aguja en el animal, cierras los ojos y tarareas más fuerte. Sabes que la curación, en realidad, sólo retrasará su muerte, pues se infectará en pocos días o el mismo dolor lo matará en ese momento. Sin anestesia, los animales se desmayan para después no despertar jamás.

Apenas empieza tu jornada. Jalas con fuerza en contra de la dirección de las plumas. Un puñado completo llena tu mano y con rapidez la abres. Todo sale volando al suelo, a tu rostro, algunas se atoran en tu cabello. Repites la operación. Una vez más. Durante el día habrás cumplido tu cuota de ciento veinte animales. El pato deja de pelear, adormecido por el mismo dolor. No ha pasado mucho tiempo desde que llegaste a este lugar. El hombre a cargo te gritó al descubrirte llorando con un pato sobre las piernas. Recién llegabas desde el pequeño pueblo en el que naciste. El tiempo que ha pasado no te ha hecho sentir mejor. Aquel lugar de muerte te hace sentir como en casa.

Mientras permaneces consagrada a tu ritual, cuentas las horas para salir, mirando a los patos caminar hacia el aire

libre, con las alas manchadas y los poros abiertos; eso te hace pensar que no todo puede ser tan malo, que si ellos pueden resistir tal tortura, tú aún tienes una oportunidad. Aunque no estás segura de qué tipo de oportunidad.

De pronto un parpar te hace salir del trance. Buscas con la mirada, cuidando que nadie sepa de tu interés. A lo lejos ves cómo un hombre entra con más gansos y patos. Los trae del cuello y, frente a él, abre sus alas, las cruza haciendo un nudo que les impide volar. Rendidos, los animales no hacen más que dejarse tumbar, conscientes de lo que vendrá, pues algunos irán por su tercera vez. Si tienen suerte lograrán sobrevivir al proceso cinco veces. Los novatos están nerviosos: les tiembla el cuerpo y no dejan de graznar; intentan mover las alas, pero sólo consiguen ser aturdidos con una patada.

Y lo encuentras con la mirada. Sus patas deformes lo delatan. Recuerdas cuando arrancaste todas sus plumas por primera vez. El pato que te había puesto a llorar aquella ocasión en la que llegaste a este nivel del infierno. Ambos estaban asustados y ahora estás segura de que ambos pagaban los mismos pecados de alguna vida pasada y te preguntas quién hizo más de qué para haber sido el pato o quién no hizo qué para haber sido tú. Aquella vez lo miraste a los ojos. Él, acomodando el cuello en tu mano, te pedía que lo hicieras rápido. Sus poros parecían preparados, pues no necesitaste tanta fuerza para que las plumas salieran apenas dieras el tirón. Todas caían pesadas sin volar alrededor de ti. No sabes bien por qué, pero te hizo recordar cuando eras niña. Hacías lo mismo cuando tu madre curaba tus rodillas después de caer: apretabas los dientes antes de que limpiara la carne expuesta. Pensabas que si te mostrabas más dispuesta al dolor, menos interés tendría en ti.

No lo piensas mucho y te apresuras con el ganso en tus piernas. Te sientes mal porque sabes que le duele tu prisa. Ya casi terminas, algunas plumas del cuello y… “no, no, no, no, no”. Abriste su piel con ese último tirón. Volteas la mi rada y te das cuenta de que todas te observan burlonas. No tienes otra opción: debes coser la herida. Mientras, observas cómo tu pato es escogido por otra mujer.

Desde que la conoces has visto cómo deja aturdidos a los animales y sabes que de sus manos pocos salen caminando. No es torpe, más bien disfruta esa pelea dispar entre la fuerza de sus brazos y las alas de los patos. Envidia, piensas, pues esa mujer, aun con alas, no podría volar. Te enerva mirarla

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escupir mientras reza al final de la jornada. Ella lo sabe y le hace gracia tu odio. Tú sientes comezón en todo el cuerpo.

Miras cómo con sus manos gordas lo toma del cuello. Te falta el aire. Lo jala aun cuando el animal no ha buscado resistirse. Sientes el miedo subir por tu estómago hasta atorarse en tu garganta. Titubeante, comienzas a coser la herida del ganso que patalea en tu regazo. Los miras. Pones atención en cómo la bestia se acomoda el cuello bajo la axila. Piensas que lo va a matar. Y aunque sabes que eso sería lo mejor, deseas que no lo logre. Porque al final todos temen a la muerte, aunque sospechen que la vida no contempla para nadie ningún beneficio.

Fingiendo que no lloras, buscas ser veloz. Insertas la aguja en la piel del animal en tus piernas y lo sientes tem blar; su boca se abre para permanecer así durante todo el procedimiento. El hilo que atraviesa a la fuerza la piel se atora cuanto más rápido lo haces. Su graznido no hace más que crecer. No entiendes si se trata de una piel áspera o si la sangre la puede clasificar en otra categoría, pero en tus manos hasta la fuerza se humecta con el líquido rojo. Cada puntada es un arroyo sangriento que se desdibuja en los ojos del animal. Se te escapa un sollozo. La mueca que deforma tu cara es observada por todos. Las mujeres te desaprueban con la cabeza. Los hombres sueltan un suspiro con forma de sonrisa burlona.

Desde su lugar, la mujer te mira desafiante. Lo sabe. ¿Cómo? No importa. Juguetona, sonríe y muy despacio finge acariciar el pecho de tu animal, lo hace con suavidad cuando… “¡ahh!”. Arranca violenta un puño completo de plumas. Ríe.

Dentro de tu pecho se vuelcan tus rencores más antiguos, se hacen olas y golpean tu faringe para salir. Pero no te puedes enfrentar a ella. No ahí. Tragas la saliva que ya inunda tu garganta. Dejas de parpadear porque sabes que vienen las lágrimas. Tu pato mantiene el pico abierto. Busca que con suerte el aire lo asfixie. Pero no funciona así.

Tarareas la canción en tu cabeza. Más fuerte. Finges que no te importa. Clavas la mirada en el trazo que has dibujado con hilo en el lomo del ganso. Te ha quedado fatal. Te levantas para dejarlo afuera, donde el frío pueda calmar su nueva herida. Detrás de ti, todos observan. En la puerta, lo colocas en el suelo esperando que tenga la fuerza suficiente para encontrar un lugar para su agonía. Lo miras alejarse lento, titubeante y a punto de desmayar sobre la paja. Va y reposa su cuello sobre un alambre que divide su mundo del

infierno. Tú entras nuevamente sólo para mirar que el pato que buscabas proteger ya está listo. El aire vuelve a circular dentro de tu cuerpo. En el suyo, sólo conserva las plumas de las alas. Se ve ridículo, parece más bien un mal disfraz. Sus alas cubiertas de plumas manchadas con la sangre de un cuerpo calvo son la corona de espinas que hacen del animal el hazmerreír de su especie. ¿Qué tan especial puede ser una criatura que puede volar si nunca lo ha hecho? El pobre se detiene sobre sus patas y se dirige a los pies de todas, buscando dónde reposar el cuerpo, pero lo reciben a patadas para que salga de su vista.

Te acercas haciendo parecer que te lo has topado por accidente. De ti también se burlan, porque piensan que eres débil y que no estarás ahí mucho tiempo. Como si fuera cualquier pato, lo tomas entre tus brazos y lo llevas afuera.

En el suelo se ve más pequeño que en tu regazo, cuando lo cargaste la primera vez. Irá por su tercer o cuarto desplume. Sabes que no aguantará mucho más. Se miran fijamente y en tu cabeza brilla la idea que habías contemplado hace tiempo.

Miras a tu alrededor. Todos están en lo suyo. Te acercas a los costales de alimento y tomas dos puños llenos. Los acercas a su hocico y él no entiende nada. No entiende que en su miseria miras la tuya también. Estira el cuello y come un poco. También le das de beber con tus manos. Y aunque el agua está sucia, el animal no deja que nada quede en los poros de tu piel. Hace no mucho, bebías agua de la misma manera; y aunque no es tiempo de pensar en eso, la imagen de tus manos sucias sosteniendo el líquido para llevarlo a tu boca se aferra a este momento.

Ha pasado más de un cuarto de hora. Adentro deben estarse preguntando qué pasa contigo. Nerviosa, lo cargas; en tu suéter se quedarán las manchas de sangre que no podrás quitar con ningún jabón. Atraviesas el enorme terreno que divide el lugar del campo abierto. La malla de seguridad también. Continúas de frente. No hay un camino libre de nieve hacia donde te diriges, entonces haces uno propio con tu andar; los músculos de tus piernas se entumen.

Después de algunos minutos, te detienes en un lugar que parece despejado en el cielo, sin árboles que estorben. Lo miras temblar entre tus brazos con la cabeza inquieta mirando hacia todos los ángulos. Piensas que su cuerpo ya no arde y que está listo para morir en donde sea, menos en ese lugar.

Otra lágrima se escapa de tus ojos. Tu nariz está ya muy roja. El frío se clava en tu cuerpo porque has salido sin

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abrigo. Acercas tus labios a la cabeza del animal y sin tocar su piel lanzas un beso, esperando que no se pierda en los centímetros que hay entre ambos. Respiras hondo y cierras los ojos porque quieres imaginar que su vuelo permanece intacto a pesar de la tortura. Allá va. Extiendes los brazos para impulsar al ave. Es más ligero de lo que imaginabas. Escuchas sus alas abrirse y los segundos pasan lento. Pero un golpe seco en la nieve te obliga a abrir los ojos.

Desde el suelo el animal te mira confundido. Como preguntándose por qué. Miras al pato con una mueca de certeza. De pronto lo entiendes todo. Has aprendido a ver el futuro y el pasado. Aprendes una palabra nueva en un idioma cuyo nombre no conoces.

Lloras fuerte. El pato no deja de mirarte. La nieve se tiñe con la sangre de su cuerpo y tus lágrimas que caen harán que el siguiente invierno azote con más fuerza.

Desesperada al conocer tu destino, intentas otra cosa: mueves los brazos procurando asustarlo, para darle el valor. Nada. El animal sólo se arrastra tratando de huir en centímetros. Ya no te mira. Lo asustas. Y mete su cabeza en la nieve. Ahora comienzas a tararear la canción de tu madre en voz alta. ¿Deseas calmar al pato?

Los empleados comienzan a salir del almacén. El ruido de tu canto los ha hecho pensar que algo malo sucede. Afuera, miran varios metros hacia el bosque. Te observan a lo lejos, levantando al pato y arrojándolo en el aire una y otra vez. El cuerpo del pobre, ya inerte, sólo puede golpear el suelo a la orden de la gravedad. Piensan que debes haber perdido la cabeza. Y regresan adentro. Ya falta menos para la hora del almuerzo. ¬

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REVISTA ESPEJO HUMEANTE Este cuento fue publicado originalmente en el libro La impronta de los patos sin plumas, de Sinead Marti (Secultah, 2020). ▶ Romy Riq. SINTÍTULO.Collage digital con fotomontaje (2022).

Tiresias subterráneo

Te imaginabas volteando para ver qué era aquello que habías percibido, pero nada, una rata quizá, un perro, el encresparse de las olas en el puerto. Te viste de pronto como si fueras un actor de cine en mitad de una escena, la cámara rotando a tus espaldas, la gabardina ondulada por el helado viento que también te despeinaba. Pero no había cámara ni viento ni gabardina, había solamente alcantarillas en las calles, tu saco de uso diario, el resonar de tus pasos, tu vuelta a casa como todas las noches, el miedo de todas las noches. Tu descenso hacia el metro sería tan sereno, tan decepcionante como siempre, pero, como siempre, pensabas, en cualquier momento podría dejar de serlo.

El juego de los Mets estaba en la segunda entrada, pero eso a ti te tenía sin cuidado, cosas que paralizaban a la ciu dad y a ti te pasaban desapercibidas, o casi, pero entonces de repente por eso las calles vacías, el silencio, la extrañeza en el ambiente, el inquietante silencio en una ciudad siempre mundanal, siempre bulliciosa. Parte baja de la segunda entrada, la ciudad enmudece, Wallace al bat.

Seguiste caminando y cuando te diste cuenta estabas ya descendiendo las escaleras para introducirte en el mundo subterráneo y esperar tu vagón, el que te dejaría, al cabo de una hora de tumultuosa travesía, en las puertas de tu

ras a esa hora el único que se paseaba por las calles de Nueva York, volteando a cada instante sobre tu hombro, sospechando de cada ruido, de cada movimiento, de cada gato que te observaba, que te seguía, agazapado entre los botes de basura. Alguien protegido por la penumbra podría salir en cualquier momento en mitad de la noche, amedrentarte, llevarse tu portafolios creyendo que llevas ahí una suma millonaria, descubrir que te había matado por un montón de papeles inútiles y formas gubernamentales que había que llenar y sellar, algunos datos irrelevantes, nombres, direcciones, teléfonos... investigarlos resultaría algo equivalente a asaltar al primer peatón o allanar la primera casa.hogar. Los Mets seguirían jugando, sin duda, y tú podrás dedicarte a llenar ficheros y fórmulas y minutas, prepararás un té, elegirás un disco de Jorge Bolet, te asomarás de vez en cuando a la ventana y ello te llevaría a interrumpir tu trabajo, te abandonarás a la ciudad y contemplarás los millones de luciérnagas que conforman el circuito urbano, mientras la música, a tus espaldas, flota en el aire, lo llena todo, lo satura todo, te abre las puertas de la noche y de lo inasible, de ese mundo tan lejano a los oficios por triplicado, al juego de pelota, al viaje por debajo de la urbe.

En la estación esperabas casi solo, un par de vagabundos sentados contra la pared, una rubia sonriente de cabello corto promocionando un dentífrico, una anciana, un grupo de estudiantes, un empleado de limpias o de supermercado. Uno de los vagabundos escuchaba el juego en una radio destartalada y sabía que todos los que llegaran a la estación en ese momento, los que por alguna razón no pudieron ir al estadio o al bar con los amigos o a casa a tiempo estarían deseosos de saber en qué momento Wallace pegaría un hit que le permitiera llegar a tercera o, al menos, a segunda, y se lo agradecerían con unas monedas o un vaso de café. Pero a ti eso no te importaba, y nadie hablaba, todos estaban atentos al juego, a la radio del vagabundo, que de vez en cuando veía recompensado su servicio comunitario.

Todos esperaban en silencio el vagón, mirando hacia el frente, salvo los estudiantes, que no cesaban de hacerse bromas. El resto, como tú, sólo esperaba, y escuchaba.

Uno de los últimos trenes llegó al filo de las once. Mejor así, pensaste. Arribó el tren que todos abordarían en vagones distintos, se detuvo, bufó con el cansancio acumulado de la jornada y frente a ti apareció un vagón que creíste ver vacío. Se abrieron las puertas y entonces, cuando ya habías dado un paso hacia el interior, te diste cuenta de que había en él dos ocupantes, que eras el tercero, que en ese vagón se encontraba dispuesta una televisión para que los pasajeros pudieran seguir el juego. Rodríguez lanza, hombres en segunda y tercera.

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Julio Romano ▶

En una esquina del vagón sonreía un anciano. Sonreía y elevaba el rostro hacia el techo, no hacia el televisor; pensaste, por sus gafas oscuras, que era ciego. Ante sí sostenía su bastón, sobre cuyo mango descansaba ambas manos. En otro asiento, un joven de tu edad daba la espalda al televisor, leía; apartó sus ojos del libro para observarte y te siguió con la mirada.

—Buenas noches —dijiste.

—Buenas noches, joven —contestó el anciano—. Es una hermosa joven la que lo acompaña.

Nadie venía contigo, pero las palabras del anciano te hicieron dudar; volteaste hacia la puerta del vagón, aún abierta: nadie había entrado.

—No haga caso —dijo el otro pasajero—, ha estado diciendo cosas así durante todo el viaje. Más de una hora, verá.

—No digo sino lo que veo —replicó el anciano.

Delirios de un loco, pensaste, y seguramente el otro pasajero había estado pensando lo mismo. Le hiciste una seña para preguntarle si estaba ciego, pasaste la palma de la mano repetidamente ante tus ojos y moviste los labios como preguntando “Is he blind?”, y te contestó de igual modo, “And crazy”, al tiempo que señalaba con el índice su sien derecha y lo hacía girar en un vaivén.

La puerta se cerró y el tren empezó a moverse, elegiste un asiento, frente al anciano, más cerca de él que del hombre del libro, quien volvió a sumergirse en la lectura mientras Wallace pegaba un cuadrangular que despertó la euforia del estadio y de los cronistas. Tú estabas más interesado en lo que ocurría del otro lado de la ventana, en el vagabundo que se ponía de pie, se colocaba su radio al hombro, recogía sus pocas pertenencias y comenzaba a deambular, tambaleante.

—Media ciudad dijo que irían arriba antes de la cuarta —dijo el pasajero del libro sin despegar su mirada de las páginas.

Como a su comentario siguiera el silencio, observó de reojo al anciano.

—¿Y a mí qué puede importarme lo que digan la ciudad o el mundo? —farfulló el anciano al cabo de unos segundos.

Las dos siguientes estaciones viajaron en silencio. Pusiste tu portafolios sobre tus piernas y esperabas, examinando tu alrededor, el vértigo que producía la sucesión de luz y oscuridad en las ventanas, el juego que iban ganando los Mets, la lenta respiración del anciano, sus movimientos pausados, absurdos, era como ver a una iguana esperando a que dé señales de vida.

En el televisor había un primer plano de Wallace en la banca, mordiéndose las uñas, reclinado en su asiento y con un pie sobre la hielera, atento al desarrollo del juego. Lo veías nervioso, pero impasible, hierático, sus brazos enormes, y te avergonzaste de los tuyos.

Retiraste de él tu mirada y la dirigiste al libro del otro pasajero. Quisiste saber qué leía, pero no preguntarle. No te gustaba, preferías no saber o averiguarlo en un relam pagueo, un movimiento fortuito, un cambio de página, y así finalmente pudiste leer Finnegans Wake en la portada y disimular mal tu asombro. Fin de la cuarta entrada, los Mets arriba por tres. El tren se detuvo.

Antes de que se abrieran las compuertas el pasajero del libro ya estaba de pie ante ellas, presto a abandonar el vagón. Apenas se abrieron, salió. Te quedaste ante el anciano unos minutos, el tren arrancó sólo contigo y con él, y con el inicio de la quinta entrada.

Aquello era el silencio, un silencio que no dejaba de serlo a pesar de los clamores de los aficionados en el estadio y el desplazamiento del tren sobre los rieles. La luz que entraba a ráfagas por las ventanas te hacía ver al anciano como a través de una persiana o por parpadeos. Quizá sentiría tu mirada, quizá por eso empezaría a mover lentamente su cabeza, como si clavase sus ojos en los tuyos, y sonriera burlándose de tu incertidumbre, de tus dudas, del sudor de tus manos.

Una vez más el tren llegó a uno de sus destinos intermedios y se iluminó el vagón. El ruido de las compuertas al abrirse fue un alivio para ti, la luz, toda esa luz artificial, pero luz. Escuchaste entonces unos pasos y su eco, pero no volteaste. Preferiste esperar: eras prudente, pero curioso. Miraste por el rabillo del ojo hacia la entrada y descubriste unas piernas morenas, deliciosamente torneadas, y no pudiste evitar girar la cabeza: una joven de tez oscura y cabello ensortijado te daba la espalda para atender al juego: era, nuevamente, el turno de Wallace. Ella volteó, y pudiste observar su rostro. Quedaste cautivado por sus labios y su escote, y te avergonzó haber sido descubierto. Pero ella sonrió, se acercó a ti, se sentó a tu lado. Esa turbación.

—¿Te molesta? —preguntó.

—No, en absoluto.

—Desde aquí se ve mejor el juego.

—Seguro —complementaste con una tímida sonrisa, como siempre en esos casos, esos pocos casos.

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Un grito masivo de sorpresa y angustia acompañó al primer abaniqueo de Wallace en las finales. Nadie lo podía creer. La joven a tu lado se llevó una mano a la boca tras una leve aspiración.

—Es parte de la estrategia, ¿no crees? —volvió a preguntarte—. Para que se confíe el lanzador.

—No me gusta el béisbol —respondiste.

—Oh... veo —dijo la joven, y devolvió su atención a la pantalla.

El anciano rio apenas, exhibiendo sus dientes amarillentos. La joven a tu lado lo miró con asco y sintió cómo la recorría un escalofrío desagradable, que pudiste percibir. Te preguntó por él, con un gesto.

—No estoy ciego —dejo el anciano, adelantándose a tu respuesta—... ¡Ni loco! —gritó, al cabo de un par de segundos.

La joven se sobresaltó. Volteó a verte.

—Yo bajo en la siguiente estación.

La sonrisa que había acompañado siempre a sus palabras desapareció de pronto.

—Yo bajo hasta...

—Tú no bajarás —te interrumpió el anciano—. Tampoco sabrás cómo terminará el juego.

Cuando terminó de hablar pudiste ver, esplendorosamente repulsiva, su dentadura incompleta y putrefacta, y escuchaste el grito exultante del cronista que saboreaba el inevitable jonrón de Wallace. No supiste qué hacer ni pudiste reaccionar. Pensaste que lo más natural sería abandonar ese vagón, salir de esa pequeña pesadilla que te empezaba a arañar, seguir a la joven, acompañarla hacia la superficie, platicar del episodio, reírse, y después la invitarías a ir por una cerveza para terminar de ver el juego. Ella dudaría, claro, pero a ti no te gusta el béisbol, y entonces dirías algo galante que la sorprendiera, algo acerca de otros juegos que sí te gustaban quizá. La harías reír con eso, te presentarías formalmente, sabrías cómo se llama y ella aceptaría tu compañía esa noche que de súbito comenzaría a iluminarse y a poblarse. Pero no pudiste hacer nada, te quedaste sentado, mirando al anciano, mientras escuchabas, cada vez más débiles, los pasos de la hermosa desconocida, el eco de sus temblorosos pasos hacia la superficie.

Las compuertas se cerraron antes de que pudieras reponerte y volver en ti, antes de que lograras recobrar el dominio sobre tu cuerpo, escapar.

El tren reinició su locomoción y lentamente ganó velocidad. Tú veías al viejo de frente mientras maldecías tu debilidad, el haberte dejado turbar por su demencia, por sus palabras.

“I am not blind... nor crazy!”

Habrá percibió un rumor, pensaste, el levísimo rumor que dejaron escapar tú y el pasajero del libro en su diálogo mímico, te explicabas, demasiado tarde. Intentaste tranquilizarte con las racionalizaciones de que eras capaz y con la idea de volver a casa. Quizá bajarías en la próxima estación y esperarías el siguiente tren para alejarte del viejo, del insoportable trayecto que ahora empezaba a parecerte más largo que de costumbre.

—Yo también era aficionado a Joyce en mi juventud. Lo encontraba magnífico, ¿sabes? Hoy me aburre. Me aburre de sólo recordarlo. La juventud suele experimentar más e inclinarse por lo experimental. Es como una perdición, hijo. Pero no experimentar también es una perdición.

Preferiste no hacer caso del viejo, te concentraste en los ruidos de la máquina desplazándose. Llegaban a ti, lejanos, los ecos del juego: las cámaras seguían a Wallace, siempre a Wallace, aun cuando no hiciera sino mascar goma, como ahora, sonriente, haciendo bromas a un compañero de equipo. Veías al gran bateador cruzado ahora de brazos, ahora de pie, su mirada fulminante, poderosa, intimidante. Su mirada impía.

—Parece que se agotó la energía —dijo el anciano.

Hubieras querido no decir nada, dejarlo, que hablara solo, que se ahogara en sus alucinaciones.

—¿Por qué lo dice? —replicaste tras un minuto de silencio. —Estamos a oscuras. ¿No lo notas acaso?

Entonces preferiste no contestar, dejar que nuevamente cayera sobre ustedes el largo tiempo del sigilo. Wallace tomaba el bat y se sacudía la tierra de los zapatos con uno de sus extremos. Estaba en home, y sonreíste al pensar en casa, en tu propia casa, con tu música, tus ritmos y tus formularios. El cronista te hizo saber que estaban ya en la octava entrada, que en la séptima la pizarra se había ce rrado pero que vendría Wallace para remediar eso, que se veía tranquilo, confiado. El rival debe ser aniquilado antes de que pueda levantarse.

Un chirrido metálico y una sacudida te devolvieron bruscamente al vagón. Una colisión, pensaste, o un descarrilamiento. Pero el viejo se mantenía imperturbable, como si nada hubiera sucedido. Recuperaste tu postura en el asiento. El silencio era más hondo ahora. El tren se

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había detenido antes de llegar a la estación. La débil iluminación de esa especie de cabina en la que empezabas a sentirte atrapado era la única fuente de luz con que contabas; lo descubriste al dirigir tu mirada al televisor, que se había apagado. Volteaste hacia el viejo: hacía el ademán de ponerse de pie y quitarse las gafas. Alcanzaste a ver su ceguera antes de que las luces, de golpe, se apagaran. Y lo escuchaste hablar, lo escuchaste hablar, cada vez más cerca. —Ten calma. No hay razón para inquietarse. El beisbolista estrella ha pegado un cuadrangular que le permitirá al equipo recuperar su cómoda ventaja... pero aún queda una entrada. Lo sé, como sé que no estarás aquí mucho tiempo, como sé que te sientes insignificante cuando ves los ojos o el cuerpo de Wallace, o cuando se acerca a ti una mujer hermosa. Ésa también fue mi perdición, verás. Pero ten calma. Te acostumbrarás a las sombras, como el vagabundo se acostumbra a dormir entre cartones y noticias del pasado, a estirar la mano, a mendigar un trago de café por mantener encendida una radio inaudible, a su propia gloriosa repugnancia.

Comenzaste entonces a sentir un ligero vértigo, te faltaba el aire. Con el primer mareo te sobrevinieron ganas de vomitar, pero te contuviste; una vez más te contuviste. Una sensación de desequilibrio te inundó, como si estuvieras en altamar. No veías nada, no escuchabas nada. Sentías, por decirlo así, los pasos del viejo, su bastón anclándose en el suelo metálico. Entonces percibiste el desplazamiento del vagón, cómo empezaba, una vez más, a correr por los rieles, a ganar velocidad.

Fue un alivio para ti, todo esto terminaría en unos segundos o unos minutos, verías nuevamente la luz en la próxima estación, te bajarías, huirías, saldrías corriendo, quizá una multitud te devoraría, eufórica tras el triunfo de los Mets, tras la última carrera de Wallace, y buscarías la forma de escabullirte, de escapar de esa red de sardinas, de volver a casa, de dormir, solamente querías dormir. Pensabas en eso, en eso y en nada más. A esta velocidad pronto llegarían a la siguiente estación. Muy pronto. Pero el tren no se detenía, la luz no regresaba y podías sentir sobre tu rostro la respiración del viejo, su fétido aliento, sus dedos llenos de callos sobre tu rostro, y tú seguías corriendo, hijo, la luz no regresaba y tú seguirás corriendo, seguirás corriendo, seguirás corriendo seguirás corriendo seguirás corriendo seguirás corriendo seguirás corriendo

seguirás corriendo seguiras corr Ahora voy a decirte lo que sucederá esta noche, ahora que estamos solos. Ojalá te hubieras bajado a tiempo, ¿cierto?, con aquella joven, ojalá pudieras acariciar esas piernas, ese cuerpo, en la penumbra de una habitación, la tuya, la de ella, la de un hotel barato. Demasiado tarde. Conozco el poder de mis palabras; siempre lo he conocido. Son el canto de la lechuza. ¿Crees que podrás abandonar este tren en la próxima estación, que detrás viene otro, que detrás siempre viene otro? Ahora estás más lejos que nunca de casa. Te estaba esperando precisamente a ti esta noche, en este vagón. Sabía que vendrías, como tantas cosas. Ya te carcome ese mareo que todos sienten cuando descubren que la luz se ha ido para siempre. Pero descuida, se irá desvaneciendo conforme la velocidad del tren aumente. ¿Lo sientes ahora? Ya nada podrá pararlo, nada lo detendrá, como nada detendrá a esa bola que ha bateado Wallace y que escapa del estadio, que hace explotar y gritar de gozo y emoción a los asistentes, a los fanáticos, como ha de estallar este tren al final del recorrido, un estallido cada vez más cercano, más brutal, más dulce, y en él te has de perder para siempre, hijo, no hay escape posible, así que distiende tus músculos, relájate, disfrútalo, es como un éxtasis esta turbulencia, no te agites, no servirá de nada, mejor quédate ahí, tranquilo, olvídate de sus pesares, respira hondo, eso, así, ¿lo ves?, mucho mejor, y sonríe, sólo puedes hacer una cosa, esperar, esperar, sí, esperar el horrísono estruendo final, así que espera, espera, espera, espera un poco, un poco más, ya casi, ya casi, ya... —...no esperes más. ¬

2014).

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Este cuento fue publicado originalmente en el libro No verás el alba, de Julio Romano (Cecultah,

Como un fruto herido

Puse a los canarios en la mesa. Estaban en un plato con el cuerpo lleno de alfileres, las plumas manchadas de carmín, servidos como un manjar junto a un par de frutos heridos que levanté en el jardín. No puedo evitar sentirme así, como un fruto que cayó de un bello árbol y quedó estrellado contra el piso.

No sé por qué lo hice, pero estuve observándolos por días. Desde la ventana los veía revolotear en su jaula por un largo rato, hasta que lograron desesperarme. Al verlos a detalle, comenzaron a parecerme algo monstruoso y sucio, como todo lo que me rodea.

Desde que supe del embarazo todo en mi vida se ha llenado de niebla. De pronto fui invadida por el frío y las preocupaciones, tenía las ojeras tan marcadas que temía que algo me hubiera tragado los ojos. Mi cuerpo estaba a merced de algo feroz que provocaba en mí temores profundos.

Los nueve meses que duró mi calvario estuve anémica y temerosa de lo que llevaba dentro. Pablo creía que exageraba, pero casi no estuvo presente durante aquel tiempo, apenas llamaba por teléfono y me visitaba de vez en cuando para dejarme dinero.

Aquello abrió una grieta entre nosotros. Esa pareja eléctrica que fuimos antes ha quedado perdida entre las sombras. Nunca tuve problema con la clandestinidad, incluso la prefería porque todo lo bueno de Pablo estaba reservado sólo para mí. Solía adularme todo el tiempo, me decía que era su mejor estudiante, que necesitaba explotar mi talento y me ofreció hacer prácticas en su estudio.

Fuimos provocándonos poco a poco, hasta que ambos nos rendimos. Estaba a punto de terminar la universidad y poco me importaba salir con un profesor que casi me doblaba la edad. Quería conquistarlo todo: tendría una carrera, un trabajo, una casa, no quedaría nada de aquella muchacha que dejó a su familia para ir a la universidad.

Entonces quedé embarazada. Cuando se lo dije, Pablo se puso como un loco, gritó, se confundió y, de una extraña manera, también se emocionó. De tanto llanto me hice

agua y él se conmovió. Entonces me pidió disculpas y lloró conmigo, me dijo que todo estaría bien, que las cosas con su esposa estaban agonizando. Iba a hacerse cargo de la situación y yo no tendría que preocuparme.

Pero había una condición: nadie podría saber que estaba embarazada. Por eso me llevó a su casa de campo, lo suficiente lejos de la ciudad para que nadie me viera embarazada. Le dije que sí y le puse yo una condición: mi madre tenía que saber lo del embarazo. Me dijo que no. Apenas pude avisarle a un par de amigas que me iba, pero no di más explicaciones.

Camino a mi nuevo hogar, hicimos una parada en la carretera. Un muchacho cargado en la espalda con una fila de jaulas de madera se acercó a ofrecernos los canarios y yo le pedí a Pablo que me los comprara porque no quería estar tan sola. Escogí el par para que entre ellos también se hicieran compañía.

Ésta es una zona de montañas donde la gente tiene casas para vacacionar, pero nadie vive aquí, llegan ocasionalmente, pero se van pronto. Estoy sola con las montañas. La música de los árboles es muy extraña, está llena de voces que hablan todas al mismo tiempo. Lejos de sentirme libre, aquí me siento atrapada en mi propia cabeza.

Por eso he tenido el tiempo para descubrir cada agujero de la casa, cada esquina, cada árbol, cada problema. El peor de todos son las ratas del jardín. Al principio no me importaban mucho, nunca me han dado miedo los animales, pero ya no soporto sus chillidos. La blancura de esta casa hace que me estalle la cabeza y los huecos entre el concreto amplifican los ruidos del reloj, del llanto de mi hija y de mis pensamientos.

Luego del primer mes de embarazo, me fui apagando poco a poco, no tenía fuerzas para levantarme. Pasé tanto tiempo sin hablar, que a veces intentaba cantar o hablar conmigo misma para recordar cómo era mi voz. Pensaba mucho en mi familia, así que nostálgica y con el vientre hinchado, caminé al pueblo para llamar a mi madre a escondidas y contarle lo que pasaba.

Le pedí un consejo porque la noche se había apoderado de mí y no sabía qué hacer. Tenía mucho miedo de todo. Mi ma-

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Dossier:Hidalgo especulativo / AutorA invitadA / Narrativa

dre lloró, me dijo que mi papá seguía enojado conmigo por haberlos abandonado y que no merecía la pena que supiera que era la amante de un hombre casado. Me dio los nombres de unas hierbas para que se me quitara el frío y me dijo que comprara veneno en polvo para las ratas. No hemos hablado más.

Desde el preciso momento en que Lea nació, se volvió la dueña de mis pechos, de mi tiempo y mis pensamientos. Necesitaba ayuda y le dije a Pablo que podía llamar a unas amigas de la escuela para que estuvieran aquí conmigo, que ellas no dirían nada. Pero sólo escuché un “No” que hizo eco en toda la casa.

Lea es una niña muy bonita, tiene los ojos grandes y claros y unos rizos oscuros que bailan siempre en su cabeza. Pero yo no puedo soportarla. Su llanto y sus balbuceos se meten en mi cabeza igual que la música de los árboles. Algo en mí me dice que la quiero, pero mi cuerpo es incapaz de demostrarlo. Me duele tanto alimentarla y a ella no le gusta mi leche agría, por eso siempre está pálida.

Las cosas no han mejorado con el tiempo, hacerme cargo de ella sigue estando fuera de mi alcance. Siempre tengo miedo de algo: de tirarla, de romperla o asfixiarla, de perderla en una calle sin nombre y sin personas y no verla jamás. De que un día las ratas se la coman y yo no pueda más con todo esto.

Cuando intento contarle a Pablo, él apenas me escucha. Dice que su esposa nunca pasó por esto, que no es normal estar tan triste y preocupada, que tengo que hacer algo al respecto porque lo tengo harto con mis quejas. De paso también me dice que no se va a divorciar y que me quedaré aquí por más tiempo hasta que decida bien qué hacer.

Le molesta que la casa huela a leche, que me haya puesto gorda, que esté desesperada. Y yo no me atrevo a decirle que dejó de gustarme, que su sola presencia me irrita y me exaspera, que odio la forma en que me dice las cosas y la forma en que las calla. Odio que me haya mentido y que me haya dejado abandonada en esta casa que cruje y se burla de mí sacudiendo sus ventanas.

Me exige demasiado, pero no escucha cuando le digo que es imposible que una madre triste tenga una hija feliz, por eso discutimos y yo le pido que me ayude, que me dé algo, que me saque a esa mujer de humo negro que se apoderó de mí desde el embarazo.

Cada vez me dice menos cosas, sé que ya no siente nada valioso por mí, pero con la niña es diferente. Ella es la ra zón por la que aún regresa, por la que aún se queda. Adora que tenga sus mismos ojos y le apriete la cara con sus manitas. Cuando los miro jugar y ser felices se convierten en una película vieja de la que sólo soy una espectadora.

Pablo le ha comprado un vestido muy bonito a nuestra hija y se quedará con nosotras este fin de semana para festejar su primer año. A pesar de todo, quiero celebrar en el jardín, por eso debo encargarme de las ratas. Es curioso cómo el veneno se parece tanto al azúcar, pienso mientras me encargo de la plaga y aquello pone frente a mí una nueva posibilidad.

Mañana es el cumpleaños de mi hija, prepararé el desa yuno más delicioso que jamás hayamos comido. Ese será el fin de la tristeza. Lea tendrá un gran pastel de zarzamoras. Hornearé toda la noche, feliz de ver cerca la salida. ¬

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FINLANDIA

Sé que aquel e-mail te encontró al borde del abismo, Rigoberto; que por aquellos días el empleo como mago era escaso y mal pagado; que los niños preferían celebrar las acrobacias de un payaso con disfraz de El Hombre Araña que admirar un show como el tuyo,

de magia verdadera. De los hurones que hacías aparecer durante el espectáculo, sé que se esfumaron hace meses para escapar de ti y del fracaso que se cernía sobre tu futuro como un aciago matamoscas. Sé también que los únicos actos de escapismo que realizabas eran ya para no ver al ca-

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sero que te exigía el pago de las últimas tres rentas, alzando la voz desde el pasillo. Algo que pudo ser telepatía te otorgó la clave del wifi de la viuda del departamento trece, pero sería más honesto decir que le atinaste.

El apartamento en que vivías era diminuto, tenía el techo cochambroso, las paredes sucias, un único foco amarillento que parecía irradiar oscuridad y mugre y un olor a podredumbre que parecía salir de todos lados a la vez, que se impregnaba en las cortinas y en tu ropa. “El olor del fracaso”, te decías, pero en verdad que todo aquello olía muy mal; en serio: de veras apestaba. Algo te provocaba mucha comezón. Sé que hacía mucho tiempo que no recibías visitas, hasta que un día ese joven pelirrojo y con granos, vestido con overol y guantes blancos se apersonó frente a tu puerta:

—Buenas tardes, ¿señor Rigoberto?

—Sí.

—Señor, yo trabajo… Sucede que… Hablaron los vecinos para reportar una plaga de… índole diversa que asedia al edificio. Encontramos que el foco se encuentra, pues… precisamente… en su cocina.

—¿Se está usted oyendo, amigo?

—Perdone.

—¿Se atreve usted a cuestionar mi higiene? ¿Acaso no le parece mi manera de vivir, idiota?

—No, señor, yo nunca…

—Entonces lárguese. Lárguese antes de que llame a la patrulla.

Le cerraste la puerta en la cara. Sentado en una esquina de la cama destendida, te rascaste todo el cuerpo con una espátula metálica, pues la comezón no hacía sino crecer. Frente al espejo descubriste algo que te dejó helado: larvas y huevecillos en tus cejas y en tus vellos axilares. Intentaste ducharte, pero descubriste que el casero había cortado el agua para presionarte con el pago. No lloraste, pero casi. Empezaste a arrepentirte de tu maldito orgullo cuando llegó, como campana salvadora, el e-mail en que solicitaban tus servicios como mago. En pocas palabras escribían que se trataba de un evento infantil, ponían la fecha, la hora, la dirección y además un croquis para llegar al sitio. “Bosques de Poniente”, leíste, bastante mosqueado; en primera porque había que cruzar toda la ciudad para llegar allá; en segunda porque en esa zona vivían los poderosos, los dueños de los bancos, los políticos, los ejecutivos de compañías extranjeras. El remitente se identificaba como la señora Silja Mustanen, finlan-

desa. Ni siquiera pedía una cotización. Todavía receloso, redactaste un e-mail en que pedías el cincuenta por ciento del costo total por anticipado, pues eras un profesional. Pediste más del doble de lo que solías cobrar normalmente, cuando aún tenías el par de hurones y los vecinos contrataban tus servicios. Como sospechaste, la supuesta señora Mustanen no escribió de vuelta; sonreíste, satisfecho de tu astucia (pero todavía hambriento y desempleado), porque cómo alguien iba a verte a ti la cara de imbécil.

Tres días después recibiste la notificación del depósito por concepto del costo total del espectáculo y comprendiste, francamente conmovido, por qué razón Finlandia encabeza las listas en cuanto se refiere a PIB per capita, esperanza de vida, auroras boreales y todo eso, pero sobre todo pensaste que éste podía ser para ti un nuevo comienzo. Pensaste en ponerte al corriente con el pago de la renta, pero mejor compraste víveres y alquilaste por dos días una camioneta van. La mandaste personalizar con tu nombre artístico, “El Gran Kaladrys”, pegado en papel adhesivo sobre la carrocería. Robaste del parque un perro Yorkshire Terrier y un par de palomas. El perro lucía famélico y enfermo, no comía y vomitaba un ácido espumoso y amarillo, pero después de un baño pareció sentirse mejor. Utilizaste todo el dinero, te habría gustado contratar además una asistente bellísima que después conquistarías para hacerla tu pareja, pero pensaste que con mucho cuidado podrías sacar adelante el show tú solo. Sabías que si el espectáculo gustaba habría buenas propinas; además, tenías pensado repartir tarjetas de presentación y convertirte en el showman más solicitado de la zona. Seguramente habría alguno entre los padres de familia que quedaría tan deslumbrado con el espectáculo que te contactaría con uno de esos agentes que promueven magos en Las Vegas, y entonces sí, por fin habría nacido al mundo el digno heredero de Sigfried & Roy. Después, cuando ya fueras famoso y te hubieras cansado de viajar por el mundo, te comprarías una residencia, probablemente por aquella zona (sería cosa de ir buscando letreros de “Se vende”) e inaugurarías la “Academia El Gran Kaladrys para magos” con el fin de apadrinar a las jóvenes promesas. Serías exitoso, Rigoberto, vaya que sí, sólo tenías que dar un espectáculo por nota en unos cuantos días.

El día del evento amaneció radiante. Muy temprano, cargaste en la camioneta lo necesario para el espectáculo: el

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equipo de audio, la escenografía, los vestuarios, las cadenas y candados para el acto de escapismo, los animales en sus jaulas y todo lo demás. Te arreglaste con esmero, esperanzado. Empacaste el menos gastado de tus dos trajes, el de color negro brillante, la capa de satén rojo. Condujiste un par de horas hasta Bosques de Poniente. Allí quedaste deslumbrado por los altos edificios financieros, por el cielo blanquísimo, por las avenidas amplias y llanas, silenciosas. “Así debe de ser Finlandia”, pensaste. Seguiste conduciendo y, cuando te diste cuenta, estabas ya ante la caseta de vigilancia del fraccionamiento exclusivo que buscabas. Un policía gordo y con gafas oscuras te pidió tu identificación, revisó el contenido de la van, habló con alguien por teléfono y te permitió el acceso. Tres minutos más te pusieron a las puertas de la residencia Mustanen: ostentosa, enorme, blanquísima, justo una hora y media antes de tu presentación. Te identificaste por el interfón. Se escuchó un zumbido apresurado al otro lado de la línea. Un momento después se abrió una verja color negro y se asomó una niña como de siete años. Llevaba un vestido blanco, tenía una larga trenza rubia y las mejillas sonrosadas; sus ojos parecían un par de monedas de agua del mar Báltico. Titubeaste unos segundos.

—¿Silja Mustanen? —preguntaste, incrédulo.

—Es mi madre, señor —respondió en un español masticado, pero bastante aceptable. Su voz era cristalina como una ráfaga de viento—. ¿En verdad eres un mago?, ¿sabes lo que yo quiero ser cuando sea grande? Activista social. Me llamo Iita —y te tendió una mano minúscula.

“Vaya con los niños finlandeses”, pensaste, mientras se la estrechabas. “Debe ser la calidad educativa, o el frío, yo qué sé”. Conocías a varios mocosos de la misma edad que sólo sabían berrear y orinarse.

—¿Dónde están tus padres? —preguntaste, molesto por tener que dirigirte a la niña pequeña.

—Dentro —te respondió la chiquilla—. ¿En verdad puedes escapar de un maletín como el que usa mi papá?

Por unos segundos te imaginaste encerrado en un maletín elegantísimo de cuero negro, junto a mucho dinero y papeles importantes, y unos segundos después afuera, con los brazos extendidos, mientras la niña Mustanen aplaudía, radiante.

—Mira —respondiste, cerrando los ojos—. Yo sólo quiero saber dónde puedo dejar todas mis cosas en lo que empieza el espectáculo.

La niña Mustanen señaló una carpa blanca en medio de un jardín inmenso y bien cuidado.

—Hoy es mi cumpleaños —te reprochó, ofendida, y se marchó corriendo a reunirse con los otros niños. Los miraste jugar por un momento.

Acarreaste tu equipo hasta la carpa, dispusiste todos los elementos en su sitio. En el trajín alcanzaste a ver algu nas salas tipo lounge, una piscina, una decena de mesas redondas adornadas fastuosamente con arreglos florales y manteles de un gusto exquisito. En medio del jardín se llevaba a cabo un espectáculo de capoeira. Tres fornidos bailarines brasileños ejecutaban maniobras con gran agilidad, acompañados por el rítmico sonido del berimbau. A veces metían las manos en las bolsas de sus pantalones y arrojaban al aire miles de papeles color verde y amarillo; entonces los niños, más de treinta, extranjeros todos, que hasta entonces habían permanecido casi inmóviles, casi estúpidos, conformando un corrillo alrededor de los dan zantes, se volvían locos de alegría y corrían, tratando de hacerse con todos los papelitos que pudieran. Los niños orbitaban algunos segundos de manera aleatoria, en una danza que poco tenía que ver con la capoeira, y sí con algo que te pareció tan ancestral e instintivo que te dejó perplejo. Después se posaban en su sitio para seguir mirando. No habías identificado aún a aquella que sería tu puerta de entrada al mundo glamouroso de los magos, al mundo Caesars Palace y al mundo Luxor Hotel & Casino, pero más te sorprendió constatar que además de los bailarines brasileños y de ti mismo no parecía haber en toda la re sidencia Mustanen ningún otro adulto. Recuerdas haber leído una nota de un medio informativo de legitimidad dudosa: “Si bien Finlandia es un país ejemplar en muchos aspectos, es bien sabido que los niños son abandonados a su suerte en los pantanos de Laponia al cumplir los cinco años para que aprendan a valerse por sí mismos. Algunos sociólogos defienden que es cuestionable, hasta cierto punto, que los padres alienten así su independencia”. Preferiste esperar en la camioneta para no decepcionarte: ya llegarían. Te pusiste el vestuario para salir a escena. Calentaste las cuerdas vocales y el diafragma. Aflojaste los dedos con algunos agarres y pases de baraja. Repasaste mentalmente el programa, conocías cada secreto, cada insignificante movimiento de la mano que debías hacer para desviar la

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atención mientras la magia se gestaba poco a poco en otro lado, cada sutil cambio de inflexión en la voz que te permitiría hacer creer a tu audiencia. Te sentiste un maestro del arte, Rigoberto. Bajaste de la camioneta particularmente inspirado, sintiendo que podrías conquistar al mundo con tu magia. Afuera, en la esquina de la cuadra, dos de los bailarines brasileños marcaban por teléfono celular. Desde lejos te gritaron algo en portugués que, por supuesto, no entendiste. Su show había estado bien, pensaste, pero el tuyo lo dejaría en el pasado.

Nada más entrar al jardín, la pequeña niña Mustanen tomó tu dedo índice con su manecita y te condujo hacia la carpa. Probablemente había estado jugando con los otros niños, pues había conseguido rasgar y ensuciar con tierra su vestidito blanco, y tú notaste su mejilla rasguñada. En el camino te hizo prometer que no la ridiculizarías con sombreros estúpidos ni haciendo que los demás le cantaran “Happy Birthday”. Pensaste que ya estarían ahí todos los padres de familia. Entonces lo viste. Bajo la carpa, más de treinta niños se desplazaban sin sentido, como sonámbulos, con los ojos ausentes, o se mantenían inmóviles de cara a la lona, aferrados. Aún no había el menor indicio de adultos. Pensaste en drogas sintéticas que los padres de clase alta administraban a los niños para poder dejarlos solos en las fiestas infantiles, sedados y sin niñeras, mientras ellos disfrutaban de la mejor comida japonesa o italiana en los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Descartaste a toda velocidad ésa y otras teorías por parecerte inverosímiles. Un niño gordo de cabello rizado pasó junto a ti imitando el zumbido del motor de un bombardero supersónico, y se prendió de la pernera de tus pantalones. Lo ahuyentaste con las manos, pero el niño gordo dio una vuelta en redondo y volvió a la carga como un avión soviético de caza. Al verlos llegar, los niños empezaron a tomar de a poco sus lugares en el corrillo, con orden, haciendo gala de una civilidad que, pensaste, sólo puede conseguirse cuando un go bierno invierte más del doce por ciento de su presupuesto en financiar el modelo educativo. Intuiste que no lo hacían por ti; los habías visto jugar hace rato e identificaste que la niña Mustanen ejercía sobre ellos una suerte de dominio o de fascinación inexorable que los llevaba a hacer precisamente lo que ella quisiera, como si fueran sus vasallos.

No había rastro de los padres de familia. “Al menos la alberca está cubierta”, pensaste, por pensar en algo, pero la

verdad era que te daba lo mismo si alguno moría ahogado, excepto, tal vez, la niña Mustanen, a quien le habías tomado cierta inexplicable simpatía. Lo que había debajo de ese pensamiento era una profunda decepción, Rigoberto, y la certeza de que la oportunidad de tu vida se te escurría entre los dedos, y la ominosa sensación de que tal vez la vocación de mago no era diferente a la de vendedor de ilusiones curativas de cualquier compañía multinivel. En ambos casos se trataba de dominar la técnica a fuerza de repetir los movimientos para hacer caer al espectador en el embuste. Tu nombre artístico, “El Gran Kaladrys”, grabado en tu baúl de magia, no haría más que girar un poco hacia “Rigoberto Hernández (Agente de ventas)”, impreso en un gafete plastificado. Y en ese mismísimo momento habrías dejado allí a los niños, vulnerables y sin espectáculo de magia, cuando sentiste que algo extraño saltó dentro de ti, desde lo hondo, algo como un bacalao de gran tamaño, que muy bien habría podido llamarse amor propio; o era tal vez que ya te habías hecho a la idea de la niña Mustanen mirándote escapar del maletín de su padre, aplaudiendo, siendo feliz en su cumpleaños. Y fue entonces que decidiste que ése sería tu último espectáculo de magia, tan lejos de Las Vegas y de la gloria que alcanzó alguna vez David Copperfield y sí cerca de esos niños finlandeses que bien podrían haber sido drogados hace apenas unas horas. ¿Pero qué seguías haciendo allí, Rigoberto?, ¿y si alguno de los niños moría por la negligencia de sus padres de dejarlos solos?, ¿y si la policía investigaba y se enteraba que habías estado en la fiesta, que habías sido el único adulto a cargo?, ¿y si… •

El espectáculo no comenzó como hubieras querido. El número en que sacabas de tu boca treinta metros de una mascada de colores tan sólo consiguió arrancar a la audiencia unos cuantos bostezos, y que el niño gordo de cabello rizado retomara su imitación del bombardero supersónico. Ni siquiera estuviste seguro de que hubieran entendido el chiste del mago que aborda el autobús, así que lo volviste a contar, y obtuviste por respuesta otro silencio arrollador y miradas idiotas, si acaso un zumbido sordo y generalizado. Entonces decidiste jugar tu primera carta fuerte: el acto de ventriloquia con Constantino, y hasta ahí las cosas empezaron a ir un poco mejor; un par de niños incluso se animaron a acariciar al perrito de peluche que les ofrecías, y la niña Mustanen reía. Pero llegó la hora de guardar a

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Constantino en la casita, para que en su lugar apareciera no el peluche sino el perro (el verdadero, el que habías robado del parque); y cuando las cuatro paredes de la casita se abatieron no encontraste al Yorkshire alegre que esperabas ver saltando entre los niños y moviendo la colita, sino a ese bulto que llevaba como tres horas de muerto, que despedía un olor horrible, acosado por muchísimos insectos, ensopado en su propia mierda líquida y demás fluidos corporales.

Los niños se interesaron como nunca, y entonces el es pectáculo alcanzó un pequeño clímax, pues en unos segundos los tenías a todos alrededor de ti, extendiendo sus manitas para tocar siquiera un poco el cadáver del Yorkshire. Te empujaban, entonces recordaste a los bailarines brasileños y sus papelitos verdes y amarillos. Hiciste de tu varita mágica un surtidor de caramelos de colores, los niños se dispersaron y se pusieron de rodillas para acaparar todos los dulces posibles y, por una fracción de segundo, te parecieron, y con qué razón, Rigoberto, una evidente multitud de moscas, frotando sus patas delanteras sobre un inmenso pastel de merengue, ávidas de azúcar.

Aprovechaste la confusión para dejar fuera de escena al cadáver y comenzar a recoger tu equipo, para terminar de irte al carajo. Sentiste un tironcito en la capa, te volviste y encontraste a la pequeña niña Mustanen parada junto a ti (y de nuevo el bacalao, su coletazo de reproche a la mitad del pecho, Rigoberto, ese sabor salado, los ojos de la niña humedecidos por el llanto). Sin saber muy bien por qué, le explicaste con cuidado que no podrías escapar del maletín de su padre porque de entrada él no estaba por allí para pedírselo, pero que harías el acto de escapismo con un costal enorme para cartas que tenías; y que ella podría ser tu asistente, pero sólo si entendía que debías partir después de eso.

La niña Mustanen aceptó, secando sus lágrimas con el dorso de su manita sucia, e hizo callar y sentar a todos en un instante con una mirada breve y significativa. Te pareció que nada en este mundo podría resistirse a sus ojos glaciares. Llevaste al frente el saco postal, las cadenas de gruesos eslabones y candados para el acto de escapismo. Pediste un aplauso para tu nueva asistente y los niños respondieron casi ritualmente, pero con entusiasmo. Dejaste

el saco abierto a un lado, te arrodillaste con las manos en la espalda, como quien pide perdón, y le pediste a la niña que te colocara las esposas alrededor de los tobillos, y las cadenas alrededor del cuerpo y de las manos. Sentías sus deditos yendo y viniendo por tu cuerpo. La miraste sonreír, Rigoberto, y debiste verme a mí sonreír con ella, desde atrás de sus ojos, pero no lo hiciste; entonces cuando ella te empujó, con una fuerza que te pareció tal vez demasiado grande para su tamaño, pensaste que había tro pezado o que lo había hecho jugando. Habías quedado en una posición vulnerable, desfavorecida, tumbado de espaldas, aplastando tus manos con tu propio cuerpo. Después notaste con horror que se quitaba el vestidito, y que a la mitad de su espalda de piel láctea aparecía algo así como una cremallera que bajaba por la columna vertebral, y que manipuló con algo de trabajo pero que estaba comenzando a ceder, porque es tan incómodo comer con el disfraz puesto. Tuviste miedo y cerraste los ojos para no ver lo que aparecería cuando la falsa piel cayera por completo, pero al final pude salir y te obligué a voltear la cara, y esa fue la primera vez que nos vimos de frente, Rigoberto. Escuchaste el zumbido ensordecedor de muchas alas membranosas y te pareció el presagio de algo terrible. Pudiste ver con asco tu rostro miserable millones de veces repetido en mis ojos. Pude probar el sabor salado de tu miedo con mis patas antes de probarlo con mi boca. Hiciste un esfuerzo insulso por escapar, pero vomité sobre tus ojos para ahorrarte la pena de mirar cómo las demás se despojaban de su cáscara y se precipitaban sobre tu cuerpo encadenado.

Ahora le hablo a tu cadáver, nido de mis futuros hijos, Rigoberto, y espero que no te lo hayas tomado como algo personal. Es que mi descendencia es tan grande que no puede siquiera imaginarse, ¡infinita!, no alcanzarían los años del mundo para calcularla, y es mi deber procurar el alimento. Pero aún me parece notar algo de reproche en tus ojos sin vida y es cierto, tienes razón, habríamos podido hecho venir a El Hombre Araña, pero deberías saber que las moscas gigantes de la carne, cuyo señorío se extiende a lo largo de los pantanos de la Laponia finlandesa, no solemos hacer chistes tan malos. ¬

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Sopa de ajir

Llegué en medio de una tormenta con los Tomasi. Cerca del lago se asomaba un pequeño rancho, abandonado en el fin del mundo y descompuesto por el tiempo. Fue difícil encontrar un hotel. El frío y el viento no me dejaban ni abrir los ojos. Por eso me quedé toda la tarde ahí. Adentro, desde la cocina, observé con tranquilidad el lugar. Era un terreno extenso y bastante bonito. Me gustó imaginar que, si fuera mío, sembraría un jardín, me sentaría y disfrutaría de la jubilación; pero los Tomasi no sabían nada de eso. Estar parados en el sitio más bello de Las Cruces y no darse cuenta me pareció triste.

Mi forma de trabajo era la siguiente: buscaba, para hospedarme, el lugar más cercano al hogar, observaba meticulosamente durante dos o tres días, realizaba el informe y me llevaba desde uno hasta cinco niños dependiendo de la postura familiar. Nadie se había quejado de mi estancia; el orfanato se encontraba casi repleto y ellos quedaban protegidos de la guerra entre los cárteles. Sí, tardaba un poco en arreglar el papeleo y aclarar situaciones desagradables, pero al final del mes, teníamos la población necesaria para que el gobierno nos diera un buen cheque.

Antes de que las calles del pueblo quedaran desiertas, en las oficinas recibimos una denuncia de maltrato infantil. Al pobre Emilio Tomasi lo golpeaban brutalmente. A diario se oían gritos en los alrededores y varios vecinos se quejaban de que nadie se había armado de suficiente valor para robarse al niño. Lo que me gustaba de mi trabajo era llevar a estos pobres desprotegidos y abandonados con bien al orfanato. Creía que el cuidado del gobierno era la mejor opción, que irme cuesta arriba en el primer monte y quitarles sus hijos a esas familias, criaturas que en realidad eran más felices entre ellos que en un sistema precario, era tener un trabajo exitoso. El problema que siempre se presentaba en aquellos días era que las madres no facilitaban información necesaria. A veces visitaba durante semanas los mismos casos para asegurarme de que lo que me dijeron en la primera entrevista fuera cier-

to; ya saben, hay padres que no sé cómo pero se enteran de que el servicio social está por llegar y la casa parece más segura y acogedora de lo que realmente es.

Me acercaba a ellas progresivamente, platicaba sobre las novelas de la televisión, de algunas revistas que aún vendían en los puestos de periódico. Días antes, mi rutina consistía en sentarme durante horas frente al televisor o en los jardines estrechos de los pequeños hoteles hasta aprenderme un par de cosas para conversar. El no realizar o leer otra cosa me ponía de muy mal humor, me arreglaba un poco la culpa el pensar que en la universidad terminé el catálogo completo de una página de cine independiente y uno que otro libro significativo, me convencí por mucho tiempo de que mi añoranza era superficial, que esto era lo que necesitaba: conocer, hacer mi trabajo bien y vivir en el mundo real. Tener un tema de afinidad con las señoras del pueblo se convirtió en mi talento y, tan pronto como obtenía los datos, era sencillísimo llenar los papeles y seguir con otro caso.

La señora Tomasi, con su modo de hablar suave y rápido, provocó en mí una ternura inmediata. Por mi mente rondó varias veces la pregunta de si tendrían enemigos con tiempo libre para realizar llamadas mal intencionadas. Hablé con Emilio, pausadamente, disfrazando mi intención de encontrar algún moretón que evidenciara el maltrato, pero el niño sólo se limitaba a contestar con monosílabos. ¿Te gusta la escuela? No. ¿Te gusta vivir aquí? Sí. ¿Te llevas mal con alguien? No. ¿Qué opinas de tu madre? Y se me quedó viendo, quería leer en su rostro alguna palabra de auxilio; al final, fue en vano. Tal vez fui yo, al no formular mejor las preguntas.

Al siguiente día tampoco encontré en las proximidades ningún lugar donde hospedarme. La familia acomodó un colchón en un cuartito que era del hermano mayor de Emi lio, quien había desaparecido al inicio del conflicto entre los cárteles. Observé los primeros días a la madre con un poco de desconfianza; por lo regular no me ensañaba con las denuncias, pero este caso era algo especial: en menos

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de un mes las llamadas de vecinos llenaron la contestadora y los antecedentes me habían dejado intranquila. Las tensiones entre los cárteles de Las Cruces y El Sacramento no me impidieron ir al pueblo en búsqueda de Emilio.

La noticia llegó al segundo día con el padre de Emilio. Bajó de un burro con cuatro costales de comida y un bulto de desechos; nos contó que los militares habían cerrado todo el perímetro, que no había transporte o tiendas abiertas; la guerra había sido declarada. Afortunadamente el mercado estaría abierto, sólo debíamos tener cuidado. Escuché por mucho tiempo del cártel y de toda esa gente que se moría del otro lado del pueblo, pero eso fue un mes o dos antes de dejar el orfanato, y jamás me imaginé que pasarían los límites de Las Cruces. Ya era tarde.

Me quedé parada frente al señor Tomasi, lo vi desempacar su despensa y pensé en las tostadas que Doña Chuy preparaba en el orfanato: frijoles, guacamole y chicharrón; sentí cómo mi lengua se disolvía en baba, me dio pena preguntar por un taco o algo con qué “amarrar el estómago”. La señora Tomasi adivinó que moría de hambre. Mientras preparaban la comida, traté de hablar otro poco con Emilio. Fue imposible: un chillido me ensordeció, parecía un niño gritando de dolor. No era lógico que ese sonido naciera de la pequeña boca que tenía frente a mí. El ruido se apoderó de todo el espacio. Lo único que Emilio llegó a susurrarme ese día fue: Es el ajir. Se sobó la panza lleno de gusto para después dirigirse a la cocina.

Esa tarde fue la primera vez que probé sopa de ajir. El

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simple acto de conocer algo llamado así me produjo morbo, como cuando te dicen que en China comen ratas o caldo de murciélago. Quería estudiar cómo era el olor y la forma. La señora Tomasi me sirvió en un plato hondo, inmediatamente la náusea me alcanzó y a pesar de todo, de la fetidez, de lo viscoso de la carne y lo extraño en su color aceitoso, metí con una gran carga de compromiso la primera cucharada de sopa a mi boca. Repetí en mi mente cada una de las recomendaciones del manual que aprendí en la escuela. Mientras la carne pasaba por mis dientes, resbalaba por mi garganta, y yo no sabía con claridad si era un gargajo o comida, recordé a la Dra. Ludzpig. Dado que yo era la favorita de su clase, me hacía sugerencias para simpatizar y facilitar el trabajo de campo. Quise preguntar qué es el ajir, pero preferí ahorrarme la incomodidad de que la respuesta me avergonzara profundamente; me limité a sonreír y a comerlo todo.

Durante el tiempo que pasé con ellos, a diario el niño gritaba alrededor del mediodía ¡Mamá, mamá! ¿Nos preparas un poco de sopa? La señora Tomasi me miraba con los ojos entrecerrados y decía: ¡Es que les encanta!, y otra vez esa mirada tan extraña, llena de complicidad. El problema es que ella me miraba como si yo supiera algo y no, no estaba segura de comprender. ¿A ti no te parece un buen platillo?, me preguntó. Sonreí por educación, todo este tiempo me habían hospedado con amabilidad. ¿Qué podía decirles? ¿Me parece repugnante? A Emilio y al señor Tomasi parecía encantarles. Y mientras trataban de comprender mi silencio, la madre cantaba y acariciaba el cabello de Emilio: una fotografía enternecedora. Me sentí bastante mal porque los veía desde la extrañeza. Supuse que el platillo era algo que ellos preparaban habitualmente con las sobras del mercado, que la carne o el ajir eran sobras de pellejos molidos; supuse que era una familia tan normal como las otras. Me acostumbré a ese plato hondo de baba y aceite. Olvidé durante mi estancia por qué estaba ahí. Las mañanas y el desayuno eran agradables. La familia contaba con un pequeño huerto que rendía una razonable cantidad de porciones para ellos; así que concluí que ese platillo no lo preparaban por necesidad, sino por gusto. También ayudaba a Emilio a recolectar los huevos y cortar algunas verduras; el señor Tomasi regresaba bañado en sudor al mediodía con las sobras del mercado, pues ir y regresar le tomaba casi todo el día. Después de la noticia procuré no acercarme a él, me pareció

sospechoso que él sí pudiera cruzar los límites protegidos por el cártel. Traté de evitarlo cortésmente, al final de cuentas nunca saqué provecho de una conversación con los hom bres de las familias. Este último acto me llevó a ofrecerme como ayudante de la señora Tomasi, le dije que la sopa me pareció riquísima, que por favor me enseñara a prepararla. Ella aceptó con la mirada llena de orgullo y presunción. Sacó las sobras. Al principio me pareció que no estaban en tan mal estado como para que el platillo luciera así. La señora Tomasi me pidió partir en pedazos pequeños las verduras y la carne, separar los huesos del pellejo, batirlos con huevo y dejarlos en el refrigerador. Al mismo tiempo que me indicaba la técnica correcta del batido, sacó otra bolsa con desechos del día anterior. Mi mente no podía imaginar el por qué de esa consistencia, hasta que me dijo que pasáramos a cortar la carne para la sopa. ¿La carne? Detrás del huerto en el que todos estos días Emilio y yo pasábamos el rato, ni siquiera me había percatado, se encontraba una pecera llena de lodo. La señora Tomasi me pidió que me acercara, ahí yacía el cuerpo extraño con tentáculos y colmillos. Vació la bolsa de desechos y empezó a cantar. Es que les gusta que cante cuando comen, dijo. El monstruo abrió lo que supuse que era su boca y devoró con rapidez los vegetales, la carne y el arroz. Mientras estaba distraído, la señora Tomasi tomó un serrucho y le cortó una extremidad. Ahí reconocí el color, la textura y lo aceitoso de la sopa.

Mi cara no reparó en hacer una arcada bastante ruidosa, me apené muchísimo. Imaginé que la Dra. Ludzpig estaría muy molesta de verme así, pero la señora Tomasi fue muy amable; me dijo que no me preocupara, que increíblemente al ajir le crecían de nuevo esas partes, que por eso se debía alimentar bien. Empezó por contar desordenadamente la historia de su descubrimiento. Pude rescatar que durante mucho tiempo la familia se quedó sin trabajo y lo único que tenían era ese rincón del pueblo cerca del lago; el hermano mayor de Emilio se dedicaba a la pesca y por varios días no apareció; cuando lo fueron a buscar encontraron en la orilla del lago el cuerpo del ajir. El hambre los venció y decidieron probar con una pequeña parte del animal.

Les pregunté si sabían qué tipo de animal era. Sepa, niña. Lo bueno es que no nos hemos muerto y Emilio ya no se en ferma tanto. Además, sabe buenísimo, ¿no? La naturaleza es sabia y si esto envenenara, ya estaríamos muertos.

No encontré explicación alguna, tal vez tenía razón,

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¿quién era yo para juzgarlos en estas condiciones? Y, de todos modos, a pesar de lo desagradable del platillo no me había enfermado ni una sola vez. Por primera vez sentí que esa conversación no tenía nada que ver con las novelas de la televisión o valoraciones psicológicas; entendí todo y nada. La señora Tomasi volteó y por un momento me pareció entender lo que esa mirada quería decir. Calentamos el horno para cocinar el ajir. Untó con mantequilla el tentáculo y le puso perejil. Nos sentamos hasta las cuatro de la tarde, mientras Emilio y el señor Tomasi cercaban el rancho. A la hora de la comida salió de nuevo ese enorme plato hondo. Esa tarde cambió todo para mí. Terminó el encierro,

regresé al orfanato y de vez en cuando oía al ajir chillar, llamándome.

En la universidad aprendí cómo actuar y qué decir al visitar las comunidades más alejadas; rutinas y actitudes que pensé mucho tiempo como un manual que se debía seguir rigurosamente, en el que no había lugar para un error. Disfruté de caminar y abrazar la vista de aquellos paisajes ventosos con olor a tierra mojada y comida caliente.

Durante años los placeres de la zona me impidieron buscar algún trabajo en la ciudad. Regresaba al rancho de los Tomasi con el pretexto de visitar a Emilio, pero lo que persistía en mi mente era volver a probar al ajir. ¬

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▶ dutch master. boyblowingsoapbubblesStädelMuseum (1740).

Rock ‘N’ Roll Suicide

la verdad no siempre es real y la realidad no siempre es verdadera Haruki Murakami

las cosas que pasan sin que nadie las anuncie, las cosas que mueren sin que nadie las llore Mark Z. Danielewsky

El otro lado de la cama está tibio aún, con las sábanas revueltas, pero vacío. Ella tendría que estar ahí, no haberse ido a trabajar nuevamente sin avisarle. No en sábado. Seguramente él no despertó cuando ella se despedía o seguro él le dijo adiós dormido, sin recordarlo. Era lo que ella solía decirle. En el buró, la taza de té manchada de labial rosa aún despide un hilo de vapor.

Luego de un tiempo se resigna a estar solo en esa casa grande y fría. Reproduce su disco favorito, Ziggy Stardust. Enciende un cigarro y lo fuma acostado. Hace cuentas. Lleva una semana sin saber de ella. Ya ni siquiera sabe si la extraña o si sólo desea verla para reprocharle en silencio.

La vida que lleva ahora es complicada. Nada le divierte; todo le fastidia, todo le cansa. El sábado anterior ella tiró a la basura la mitad de sus mazos de cartas y amenazó con hacer lo mismo con las figurillas de su colección. Tuvo que salir a recorrer las calles en busca de algún bazar para encontrar un comprador, cualquier freak con algo de conoci miento a quien malvender las rarezas que le quedaban, los mazos incompletos cuyo valor ahora era ridículo.

Cuando ella volvió a casa, la ignoró el resto del día. La miraba de reojo, la contemplaba de lejos. Pero no le habló,

no comió con ella. Se fue a dormir aparte. Al día siguiente, lo mismo. Por la tarde se fue a ver a sus amigos. Ahora sólo los acompaña al table. Pero no se divierte. Se siente demasiado joven para terminar ahí y demasiado viejo para negarse. Pasea sus tragos toda la noche sin beberlos. Observa a las mujeres como quien ve pasar a los autos mientras espera el transporte. Mira su reloj y espera pacientemente a que termine una canción, otra canción, otra. Preferiría estar en casa leyendo algún manga o limpiando sus figuras de resina. Desde que vive con ella, y paga la renta y el mantenimiento de esa enorme casa, no ha podido aumentar su colección. Ahora lo piensa detenidamente antes de rendirse al impulso de adquirir una figura nueva. El año anterior había comprado una réplica china, una Hatsune Miku hecha con tal descuido que aún se notaba el filo de desmolde, a pesar de los mil pesos que había costado. La figura se deterioró en menos de un año; la resina cambió de color, la pintura comenzó a cuartearse. Ninguno de sus esfuerzos sirvió para restaurarla. Cuando ella la vio, le dijo que ya era hora de tirar esos juguetes. En ese momento no sabía que lo orillaría a hacerlo, aun sin su consentimiento.

Cuando se conocieron, él vendía series animadas; él mismo las descargaba y grababa los discos con su computa dora. Ella le dijo que debía buscar un trabajo para adultos, sobre todo si pensaban casarse y tener un hijo pronto. Convencido por su lógica, obedeció. Consiguió trabajo como mesero en un turno nocturno. Ahora caminaba todos los días a la una de la madrugada del restaurante a su casa. Y sólo pensaba, un paso detrás del otro, que quizá había vivido demasiado.

Fue entonces cuando sus horarios dejaron de coincidir, salvo los fines de semana. Por lo menos sabían que el otro estaba ahí al acostarse, al reconocer sus cuerpos tibios en las sábanas. Luego ella tiró sus mazos de cartas y él sintió que todo se iba al carajo.

Regresó del table antes del amanecer. Estaba cansado, ni

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Dossier:Hidalgo
/ Narrativa ▶
especulativo

siquiera se dio cuenta si ella estaba dormida. Cuando despertó al mediodía siguiente, ella se había ido.

No la ve durante toda la semana. Sus cuerpos ya no se reúnen, ni siquiera entre las sábanas. Sólo sabe que ella aún habita el departamento por los signos que delatan su paso: las tazas sucias, la ropa usada que se acumula, los objetos fuera de lugar en el tocador, la humedad en la cortina de la regadera.

Por la tarde, los mismos signos le hacen saber que ella está ahí. Aun así, pasa el sábado sin verla. El domingo restaura sus figuras, mientras los sonidos que ella hace se escuchan a través de las paredes y lo desconcentran. Pone Ziggy Stardust

nuevamente para ignorar el ruido. Quita la música en la penúltima canción.

Se planta en la sala a mirar el televisor hasta quedarse dormido en el sofá. Despierta en algún momento de la madrugada y se va, decidido a acostarse.

Se pierde en el largo pasillo, entra en otra habitación. Sin darse cuenta, vuelve sobre sus pasos, corrige el rumbo y cruza el umbral de la alcoba. La cama se siente tibia, pero ella no está. Se queda dormido.

Así pasa también la siguiente semana, sin acostumbrarse del todo a vivir cada día en esa soledad a medias. Cuando termina su jornada el viernes, los otros meseros lo invitan a una fiesta. Acepta, a pesar de saber que se aburrirá.

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▶ Romy Riq. SINTÍTULO.Collage digital con fotomontaje (2022)

Se despide poco antes del amanecer. Se apresura a llegar a casa.

No dejes que el sol queme tu sombra, piensa. No dejes que este presentimiento turbio te domine.

Cuando entra a la alcoba llena de humo y no la encuentra, lo comprende por fin: ella lo ha abandonado. Toma el cenicero, aún caliente. Todo es tan natural, tan religiosamente descortés. No entiende nada; sólo que se siente jodido, completamente jodido.

Después de aceptar que se ha quedado solo, deja de poner atención a los sonidos detrás de las paredes hasta que ya no logra escucharlos; semanas atrás pensaba que el ruido lo hacía ella. Ahora él está solo y no sabe qué pensar.

Las tazas y ceniceros empiezan a quedarse donde los deja. Al llegar a la cama, el colchón siempre está frío. Y la casa, ya de por sí grande, sin el calor, sin el ruido, sin la presencia de su compañera, le da la sensación de haber duplicado su tamaño.

Pasa los días mirando el televisor apagado hasta que llega la hora de ir al restaurante. Al volver, todas las madrugadas, abre la puerta y se va directamente a la cama. Ahora el silencio y el polvo cubren todo: los muebles, los trastos, las figuras de resina.

El cuarto sábado permanece sentado en el sofá desde que despierta. Al anochecer ni siquiera se molesta en prender las luces. Se conforma con los haces naranjas del exterior que penetran en la sala y cortan la continuidad de las sombras.

Sigue preguntándose qué le habrá pasado. Ella no contesta su teléfono. Mientras tanto, imagina los motivos que pudo haber tenido para tirar sus cartas, para amenazarlo con tirar las figuras, para hacerlo trabajar en algo que odiaba, para abandonarlo.

Quizá tuvo una revelación, quizá se vio a sí misma casándose, viviendo, cogiendo, criando a su hijo con un pobre fracasado que no maduraría, que leería historietas en blanco y negro y puliría estatuillas de adolescentes en minifalda hasta que su hijo tuviera edad para hacer exactamente lo mismo. Quizá simplemente había empezado a odiarlo, como se odiaba ahora él a sí mismo.

En medio de la oscuridad, se levanta a cerrar las ventanas, pone trapos en la base de las puertas, abre las perillas de la estufa. Luego vuelve al sillón, reproduce una última vez el disco de David Bowie en el teléfono, se pone cómodo y cierra los ojos, dispuesto a quedarse dormido.

Una tras otra, las canciones del álbum le hacen recordarla, mientras cada centímetro cúbico de la enorme casa se satura de gas propano.

Cuando termina “Suffragette City”, está por caer dormido. Justo antes de los primeros acordes de “Rock ‘N’ Roll Suicide”, un ruido tenue lo pone en alerta.

¿Eres tú? ¿Eres tú?, dice en voz alta.

El gas y los lamentos de Bowie envuelven de nuevo el ambiente. Se levanta mareado, somnoliento, se acerca a la estufa para cerrar las llaves. Para su sorpresa, ya están cerradas. Aun así, el aire sigue viciado.

Oh, no, Love! You’re not alone

Se acerca a la ventana de la cocina. No puede abrirla. Tampoco las de la sala ni las puertas que dan a la calle y al patio. Está encerrado. Se cubre la boca y la nariz con la manga del suéter y piensa qué puede hacer ahora.

La negrura se vuelve más densa cuando mira hacia el pasillo. Las sensaciones de mareo y somnolencia se intensifican.

Se interna con miedo en la oscuridad del corredor. La casa se ha vuelto un lugar aún más grande.

Ella está ahí, en algún lugar, esperando encontrarlo. En el lavabo del baño, uno de los cepillos dentales está húmedo. Pasa su dedo por las cerdas reblandecidas y escucha claramente cómo alguien abre las ventanas.

Vuelve a la sala. No hay nadie.

Vuelve a cruzar el inmenso pasillo hacia las habitaciones, con la esperanza de encontrarla.

¿Dónde estás?, escucha una voz fantasmal más allá, al fondo. La escucha claramente por primera vez en semanas.

Entrecierra los ojos para tratar de ver hasta dónde llega, y avanza hacia allá decidido.

Entra en la recámara donde guarda su colección. También está irreconocible: convertida en una amplia galería de muñecas japonesas cubiertas de polvo, impregnadas del olor a gas.

Casi al fondo ve una fila de figuras limpias. Junto a ellas, un trapo húmedo, sucio.

Sale de la habitación. El pasillo se ha extendido tanto que ya no le es posible ver las paredes, como si fuera un gigantesco salón vacío.

You’re not alone

¿Eres tú?, escucha de nueva cuenta en la lejanía.

Voy, responde y avanza tan rápido como el mareo le permite.

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El eco de sus voces los guía, está seguro, a pesar de que recorren la casa sin encontrarse.

Tras un rato se encuentra con una pared; cerca de ella, reconoce la puerta de la alcoba. La abre.

Apenas puede cruzar el umbral de la habitación. Del otro lado, la oscuridad se convierte en tiniebla, está viva y es casi impenetrable; el silencio y el ansia de morir también lo están, como un deseo a punto de cumplirse.

Gimme your hands cause you’re wonderful

Vencido por el cansancio y el mareo, cae de rodillas y avanza a gatas, lentamente. La oscuridad, cada vez más vis-

cosa, lo frena.

¿Dónde estás?, escucha una última vez, como ruidos que viajan debilitándose a través del agua.

Con sus últimas fuerzas, estira el brazo y se arrastra, hasta que las puntas de sus dedos rozan una mano que se aferra a la suya.

Cierra los ojos.

¿Dónde estabas, dónde estabas?, escucha su voz, aún lejana, mientras sujeta su mano con firmeza.

La ha encontrado.

Ahora puede quedarse dormido. ¬

Una versión preliminar de este cuento fue publicada originalmente en la antología David Bowie. Manual de amor moderno para aliens, compilada y editada por Juan Carlos Hidalgo (Revista Marvin, 2019).

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noir
▶ David Bowie.TheRiseandFallofZiggyStardustandtheSpidersfromMars.DETALLE DE PORTADA (1973).
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Romy Riq. ESPACIO ZEN. Collage digital con fotomontaje
(2022)

Ciudades futuristas, espacios secretos

Romy Riq, “Mujer Pájaro”

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Gráfica
Ilustración
Serie: “Ciudades futuristas, espacios secretos”
Autora: Romy Riq Año:2022 Técnica: collage digital con fotomontaje, por medio de Photoshop
▶ Romy Riq. COMOESARRIBAESABAJO.Collage digital con fotomontaje (2022)

Hay una frase que describe perfectamente mi trabajo, me lo dijo mi profesor en la época en que estudiaba técnico audiovisual, me lo había dicho a propósito de un trabajo que era justamente un documental. Igual que al monstruo de Frankenstein, lo habíamos ido cortando y pegando a favor de una buena narrativa e ima gen; y el profesor dijo que nuestro proyecto se parecía al monstruo. Desde entonces ese nombre, esa frase ha estado allí, inmersa en mi poesía y en mis obras digitales.

Tal vez por eso es que nunca pongo un título, tal vez por eso mis obras huérfanas de un nombre tienen voz propia cuando las miran.

Así es mi proceso: escucho una resonancia, un pensamiento, un sentimiento, y entro en una especie de trance, armando y buscando cada imagen. Es como cuando Borges se refirió al trabajo del poeta, quien toma ese algo preexistente, que flota en el éter y lo vuelve real, ésa es la labor de un collagista, de un poeta, de un escritor, de un artista. ¬

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▶ Romy Riq. ENELCENTRODETODO.Collage digital con fotomontaje (2022)

La muerte, la tinta

Llegamos a medianoche. La llamada, anónima, daba pocas señas, pero éstas nos bastaron para dar con el lugar: la puerta de la vivienda seguía abierta y el olor que de ahí emanaba no dejaba duda sobre lo que íba mos a encontrar. Al matrimonio lo habían matado con una saña que espantaba. A las dos niñas les habían arrancado la cabeza; los cuerpos, tendidos en el pasillo, eran irreconocibles masas de carne y de piel. Una anciana de cabello peinado en dos trenzas nos miraba desde la cocina; tar damos en darnos cuenta de que también estaba muerta, desde hacía mucho, al parecer.

—¿Y esto, mi jefa? —me preguntó Miguel mientras señalaba aquí y allá lo que de pronto y en la piel de uno de los cuerpos me parecieron párpados o bocas.

Mi segundo de abordo no era del tipo conversador; que dijera tanto tan de pronto era señal de que, incluso para quienes llevábamos mucho en el oficio y habíamos visto de todo, esto daba mala espina: los cuerpos estaban húmedos, como aguados, enmarañados en una posición que nos pareció antinatural. Pese a la flacidez, el de la madre tenía bien grabado el rictus de espanto en la cara. Lo que más nos sorprendió fue que todos evidenciaran eso que al principio tomamos por cortadas, aunque una mirada más atenta (incluso sin la intervención del patólogo) nos hizo darnos cuenta de que se trataba de largas llagas viscosas, casi moradas, que supuraban un icor negro y hediondo. La casa toda olía raro, un hedor repulsivo a pescado en mal estado. Pero la presencia de cuerpos en descomposición justificaba cualquier cosa, y aún no era tiempo de especular. La misma viscosidad oscura que cubría los cuerpos se extendía a lo largo del pasillo, en el piso, en las paredes, en las grietas del cemento. Lo que sea que allí hubiera andado era grande y se había desplazado a placer.

Mientras el perito terminaba de tomar las muestras me puse a inspeccionar el entorno. No encontré nada que lla-

mara mi atención más de lo necesario. Los vecinos ya habían salido a ver de qué se trataba: un par de señoras en bata de dormir, dos viejos muy encogidos, una niña demasiado pequeña para estar despierta a esas horas. No me pareció correcto que la dejaran mirar pero no me metí; el barrio era pobre, peligroso, no sería la primera vez. A la niña le ofrecí una paleta de ésas que a veces cargaba en el bolsillo y a todos los demás los interrogué. Ninguno dijo nada que me pareciera relevante. En algún momento la niña se rio, de mis botas, de mi apariencia, de sólo dios sabría qué.

Me fui a casa con muy mal sabor de boca. En el informe, que recibí el jueves, vi escritas cosas que tampoco me gustaron: los cuerpos de las víctimas habían sido aplastados de golpe y con mucha intensidad. La sangre se agolpaba en ciertos puntos, producto quizá de una fuerte succión. El líquido oscuro del pasillo resultó ser una mezcla de agua, sal y melanina, la misma que encontramos en la que fue la siguiente víctima, dos días después, mismo barrio, pero a espaldas del mercado. Yo llegué cuando mis colegas ya estaban trabajando. Habían tapado los restos con una sábana de cuyos bordes brotaba una mancha parduzca. Puro pellejo y huesos quedaban. Lo que sea que lo atacara había devorado sin piedad. Devorar, claro, no era la palabra justa pero no se me ocurría otra. Salí a tomar aire y afuera descubrí, no sin sorpresa, a los dos viejos de la otra vez. Andaban bastante lejos de casa, aunque no tanto como para que su presencia me extrañara. En ciertos barrios la gente no hace otra cosa que eso: salir, observar, ver a quién mataron esta vez. El viejo vino a mí enseguida, como si sólo hubiera esperado mi aparición:

—Es ella, agente —me dijo—. Tiene que detenerla. Ella no es lo que usted cree.

La vieja se acercó despacito y en su mueca estaba escrito algo que asustaba.

—Usted no se ha dado cuenta. Nosotros no tenemos la cul-

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir 56 Gráfica / Ilustración ▶
Narrativa / Relato ▶

pa. A veces las cosas se descontrolan, algo tenemos que hacer... ¿Ella quién? ¿De qué me hablaban este viejo y su mujer? Iba yo a pedir aclaraciones cuando la niña se acercó. Salía de no sé dónde, con la boca pringosa, el vestido manchado, una extraña malicia en el rostro. Sentí pena por partida doble: por ella, que al parecer sólo tenía a este par de carcamales por familia, y por los viejos, que tenían que hacerse cargo de una niña, tal vez la nieta que algún hijo o hija desconsiderados les había dejado a cargo en el colmo de la irresponsabilidad. Porque era evidente que ellos ya no estaban para estos trotes: el viejo desvariaba, la vieja le hacía segunda, quién sabe si por amor o por mera imitación. Me acordé de mis abuelos, a los que no conocí; por lo que mi padre contaba de ellos siempre pensé que así había sido mejor. Me dieron lástima y les repetí que se fueran, que no se expusieran tanto, que la ciudad no era segura. Tomé nota de sus señas, por si había que llamarlos a declarar. Esa noche y las siguientes fueron terribles. Soñé tiburones

que parían fetos de niño, peces con miembros humanos, seres con garras y plumas. Todos carecían de ojos y jalaban detrás suyo una suerte de cordón umbilical. Nunca había sido muy afecta a las películas de horror, pero al despertar supe que no iba a volver a ver una jamás. Para colmo, esa misma tarde hubo otra muerta. Fue en el parque, con marcas de ventosas por doquier. Pechos, cara, manos, todo en un estado lamentable. Le habían arrancado ojos y lengua, todo desde la raíz. Mientras me alejaba de la escena vi a los viejos en la esquina pero ya no me sorprendí. Inmóviles, esperaban junto a un farol cuya luz les llovía sobre las cabezas y creaba a sus pies una sola y única sombra monstruosa.

—Detén el auto —le indiqué a Miguel.

Me bajé dispuesta a arrestarlos, pero de camino me acordé que no llevaba yo una orden, y de cualquier forma ellos no parecían tener intención alguna de escapar. La vieja, al contrario, me tomó de las manos y me entregó una estampita:

—A ver si le hace el milagrito, agente, pero tiene que tenerle fe.

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▶ Romy Riq. enlaoscuridaddelcallejón.Collage digital con fotomontaje (2022)

Era una virgen muy rara: conchas en el manto, algas en las alas, de pie sobre algo que parecía una piedra.

—La niña —susurró el viejo—. ¿De veras todavía no lo ve?

Tiré al suelo la estampita aunque luego lo lamenté. Pura superstición, desde luego. No que yo creyera en santos, vírgenes o diosas, pero las circunstancias no estaban como para arriesgar. Mi semana fue atroz de todas formas. No podía sacarme de la cabeza lo que me habían dicho los viejos, lo que yo sentía que habían querido insinuar. En consecuencia, ahora veía yo amenazas por todas partes. Nadie me parecía de fiar; incluso mi sobrina, que vino a verme con mi hermano una tarde de ésas, me pareció diferente. Algo le pasaba en los dientes, en los brazos, a lo mejor era que estaba creciendo. Pensé que se convertiría en algo espantoso. Me acordé de mi propia adolescencia, de cómo me fui haciendo mujer, de la forma en que se me acabaron las pocas gracias que tuve de pequeña. Una mañana vomité grumos acuosos que formaron patrones circulares en el agua del excusado. Llamé al jefe, para reportarme enferma.

—Mal día, Estela —me dijo aquél—. El asesino volvió a atacar, y la que mejor lo conoce eres tú.

Más tardé en llegar al lugar de los hechos que en arrepentirme de ello: el cuerpo, en un parque de la misma colonia, estaba destrozado, como si algo lo hubiera masticado, digerido prácticamente antes de regurgitarlo. Por todas partes había manchitas púrpuras, flagelos que se movían en el agua viscosa de los charcos. Algo empeoraba, pero yo no sabía qué.

Entre los que trabajábamos en ello, algunos le empezaron a decir El pulpo, por lo de las ventosas, claro está. A mí la idea de un pulpo que se paseaba por la ciudad me daba más risa que miedo; era como decir Godzilla, Mazinger Z, Calamardo. Creyéndome detective de serie gringa me puse a buscar en la biblioteca para ver qué averiguaba. No encontré nada serio sobre pulpos que mataran gente. Cuentos, esos sí, de escritores de nombres que yo no conocía de nada y cuya lectura enseguida abandoné. ¿De qué me iban a servir esas historias de cualquier forma? Mi asistente dijo que, si quería saber de pulpos, fuera al museo al sur de la ciudad. Yo no me paraba por ahí desde que llevamos a mi sobrina, de eso hacía muchos años. De niña nunca tuve esos goces porque la idea de diversión que mi padre tenía empezaba y se acababa en las tardes de copas, en las cantinas llenas de borrachos, en las palizas sólo porque sí. Pero era mi día libre, así que tomé el Metro y el camión y hasta allá me lancé.

El museo me pareció descuidado, feo, seguro les faltaba presupuesto como en el resto de la ciudad. El tanque de los pulpos estaba al fondo. Me pregunté con quién vendría mi asistente, si tenía hijos, una novia con un niño al que se veía en la obligación de complacer. Los animales (¿qué eran, a todo esto? Peces no, seguro; mis conocimientos de biología de plano andaban muy mal) me miraron desde adentro con lo que me pareció inteligencia, como si quisieran decirme algo que no entendí.

Entonces, casualidad o consecuencia, aparecieron los viejos. Los hallamos en su casa, al otro día, a dos calles de aquel primer lugar. Ya se habían llevado los cuerpos cuando me puse a mirar el entorno: fotos por todas partes, criaturas espantosas, ilustraciones de animales negros, rojos, con probóscides que resplandecían en la oscuridad. Libros de biología por doquier. Tanques llenos de algas que apestaban. Algunos diplomas de universidades de las que yo nunca había oído hablar. El viejo, por lo que deduje, debía haber sido alguna vez alguien importante, quizá un antiguo profesor caído en desgracia. Allá, al fondo del cuarto, brillaba una suerte de altar donde reconocí a la virgen de la estampita acompañada de un ser de una especie que no debería existir. Y ahí, en la penumbra del cuarto, estaba ella, por supuesto, la niña, quiero decir. Tenerla enfrente fue de pronto como descorrer el velo, atisbar en lo prohibido, ver cosas que uno no sabía que ahí estaban. La muerte, la tinta, pensé, no sé por qué.

—¿Qué eres? —le pregunté, sabiendo que no habría respuesta.

Ella sonrió, sacó la lengua, giró la cabeza como en las películas de posesas y avanzó de espaldas en mi dirección. Sin creer en el diablo ni en esas tonterías igual me persigné. Algo en la niña tronó y se retorció, y cuando abrió la boca le brotó un tentáculo viscoso, negro, con algo ganchudo en la punta. Estuve a punto de gritar, pero me aguanté. ¿De qué, si no, serviría haber sido policía por tantos años? ¿De qué, pues, haberse preparado siempre para lo peor? Porque a una le debe tocar algún día, y nadie dirá que yo me rajé. Pensé con cansancio en mi padre, en mi departamento barato, en los hijos que no tuve ni iba a tener. Pensé en esta ciudad de mierda que de todas formas se moría. Entendí que tarde o temprano esto estaría por todas partes, poco importaba lo demás. Lo que de la boca de la niña salía reptó entre los muebles, se deslizó por el suelo, se alzó inmenso en el aire en un movimiento tenaz. De afuera alguien gritó: Jefa, ¿estás bien, Jefa? ¿Nos necesitas?, Jefa, abre la puerta ya. Yo cerré los ojos y fingí no escuchar. ¬

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Ojo de buey

Jamás me encontrarán. Me lo ha dicho él y le creo. Mi cuerpo morirá allá arriba y yo moriré con él acá abajo. Mi carne, insiste, servirá de abono, luz y agua para esas flores que sólo crecen de este lado. Seré flor. Seré cientos y cientos de flores. Flores que curan males, rejuvenecen y alargan la vida. No soy la primera, me dice con sinceridad. Tampoco la última. Como yo, hay cientos de chicas que desearon ser purificadas. Que han cometido faltas, agravios, delitos y males. Que hemos cometido errores. Que hemos cometido errores y que no podemos arreglarlos cuando, a fin de cuentas, son incorregibles.

Observo por la ventana. Los de este lado saben dónde estoy y a dónde me voy a dirigir una vez que vengan por mí, pero no tienen problemas con eso. Están al tanto porque las paredes son casi transparentes y porque, con los foráneos, siempre saben dónde se encuentran todo el tiempo que permanecen aquí. Sus habitantes son como micelios y trabajan igual que ellos: debajo de la tierra, como una red de comunicación secreta. Y ahora formo parte de ésta.

La noche es larga, o es que acaso estamos tan abajo que no puedo saber si ya ha salido el sol. La luz que se filtra en columnas desde la superficie está tan difuminada que puede ser del día o de la noche. Mi cuerpo es un puntito negro, como una estrella ahogada que duerme lejos, cerca de los acantilados, en el lugar donde me pidieron reposar. De estar aquí, conmigo en este extraño pueblo, aquél me habría dicho que acá abajo pareciera como estar buceando en lo más profundo del mar. La oscuridad que nos envuelve tiene esa tonalidad azul turquesa propia del océano, aunque la fuerza de gravedad, por otro lado, es la misma que la de allá arriba.

De estar aquí aquél. De estar aquí, pero mejor no. Hui precisamente para no estar juntos. Porque no sé quiénes somos cuando estamos juntos. No lo sabía tampoco antes de cometer aquella estupidez, pero ya no hay vuelta atrás. En ese entonces al menos me quedaba la duda, y la duda era igual a la piedra ónix que me regaló hace mucho tiempo en mi cumpleaños:

absorbe las energías negativas y las convierte en positivas. Y la piedra, como la duda, es cada vez más grande y más pesada. Me obliga a encorvar mi cuerpo y a arrastrarme sobre la tierra como la inmunda serpiente que soy. Que somos.

Pienso regalarle la piedra a la niña que me ayudó a cruzar a este lado. Pobre criatura miserable. Sucia, enferma, sola. Pero estar sola no es siempre algo malo. De haber estado sola desde el nacimiento, sola yo con mi madre, nada de esto hubiera sucedido. Y la niña no tiene la culpa de lo que va a pasarme. Tal vez creyó que me serviría, que podía salvarme. No sabe nada en realidad. Tiene sus propias penurias, sus propias desgracias y quizá la piedra le ayude más de lo que me ayudó a mí. Porque, en cualquier caso, es un objeto cuyo único propósito es ése: ayudar.

¿Qué pasará con mi cuerpo una vez que muera? ¿Cómo es que se puede morir dos veces, en dos lugares distintos? Sé muy bien que no debería importarme mucho, pero tengo curiosidad y seguramente la tendré hasta el final. Él no me ha comentado nada al respecto. Sólo dice que jamás me encontrarán, y le creo. Sus palabras son dulces y cálidas; y cuando sus manos tocan mi rostro olvido todos los pesares y las faltas que me han llevado hasta aquí.

¿El otro? Debe estar buscándome mientras me encuentro pensando en esta pequeña habitación. Hace casi un mes que me fui de casa y la última vez que hablé con mamá fue hace una semana. Pero es listo, seguirá mi rastro un tiempo hasta cansarse. Nunca sabrá si sigo viva o si ya estoy muerta, y quizá sea lo mejor. No será una clausura, pero tampoco guardará luto. Seré su gata de Schrödinger. Encerrada dentro de su cabeza con un átomo radioactivo.

Hará preguntas, coincidirá con gente, hará anotaciones, tomará camiones nocturnos, beberá en habitaciones de hotel que descansan a orillas de la carretera, peleará a puño limpio con los lugareños, le apuntarán con armas de fuego, fumará un cigarro y luego otro y luego otro y luego

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otro, hasta que tenga la voz tan áspera y porosa como el raspador con el que enciende los cerillos.

Pero todo será en vano, porque seré flor. Seré esa flor que sólo crece aquí y por la que viajan desde todas partes del mundo para conseguir aunque sea sólo un pétalo. La flor que se alimenta de la falta y la pobreza. La flor que cría un pueblo abandonado, desesperado por sobrevivir, huérfano de padres, completamente aislado.

Seré también micelio: omnipresente. Seré las sombras que proyectan las largas paredes de las estructuras y las cuales suben y se pierden allá arriba hasta conectar con las ruinas que hacen de punta en la superficie. Seré este sueño lúcido, este espíritu fuera del espíritu. Fantasma entre fantasmas. Proyección astral sin foco ni faro. Seré humo, música en el acordeón, espu-

ma en la cerveza, ungüento, incienso, vela aromática, amuleto contra el mal de ojo, polvo en el órgano de tubos.

Ahora vienen a llevarme. Para sofocar el miedo pienso en todo lo que seré después de morir. Camino detrás de Él por las calles que salen del pueblo, como si estuviéramos en procesión. Los ni ños que se unen a la marcha brincan, corren y ríen mientras las mujeres murmuran, los hombres carraspean y los ancianos dan golpes secos con el bastón sobre la tierra. La cantidad de flores que va creciendo a ambos lados del camino va aumentando poco a poco hasta que es difícil contarlas a todas. Hoy no hay turistas. Hoy es día de fiesta y lo será durante todo un mes más.

Jamás me encontrarán, y no estoy segura de que quiera que lo hagan. ¬

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▶ Romy Riq. sintítulo.Collage digital con fotomontaje (2022).
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▶ Romy Riq. Sin título. ZEN. Collage digital con fotomontaje (2022) .

Luna negra de sangre

The blood is the life! Drácula, Bram Stoker

El cuerpo estaba en medio de la habitación, totalmente desnudo, bocabajo, de una blancura de nieve.

Piedelobo, detective de Asuntos Extraordinarios, se hincó a su lado, vistió los guantes y retiró el mechón de cabello que ocultaba el cuello. Ahí las dos marcas definidas, los bordes cauterizados y la carne alrededor como un anillo rosado contra la palidez de la piel.

El cuerpo estaba totalmente drenado de sangre, hasta la más ínfima gota.

—El primero en una centuria —dijo Gamoneda.

—Eso es lo que me preocupa.

Un perito llegó junto a Gamoneda.

—Comandante, la buscan en el ministerio con urgencia.

—Piedelobo, encarga un servicio de limpieza, que te ayuden Santiago y Rosario, me reportas en una hora.

Piedelobo asintió y miró alejarse a María Gamoneda, comandante general del departamento y quizá la mayor experta en el mundo de los fenómenos licantrópico y vampírico.

—Rosario, quiero un análisis minucioso de toda la habitación; Santiago, marca para que vengan a limpiar.

Piedelobo salió del edificio. Llovía ligeramente y la luna destellaba contra los charcos superficiales. El reflejo mecido con las ondas producidas por las gotas al caer. Se ajustó la chamarra de cuero, exhaló una nube de vapor.

Cruzó la calle hacia la cafetería de enfrente. Entró y pidió un café doble. Esperó en la barra junto a los ventanales y observó el ir y venir de la gente. Era la salida del trabajo y las calles comenzaban a poblarse de transeúntes deseosos de regresar a casa, totalmente absortos de la muerte cercana.

Escuchó su nombre y recogió el café. Bebió unos sorbos y sintió el calor de la bebida en su cuerpo. Una diferencia vital, la temperatura donde el corazón bombea la sangre que irriga los músculos y los órganos. Pero los vampiros no la tenían, muer-

tos para la eternidad, sedientos de ese líquido tibio. Terminó su café y sacó su teléfono móvil. Marcó. —Recuérdame el pacto —dijo al teléfono.

—Las muertes serían cambiadas por una provisión constante de los bancos de sangre.

—Al parecer alguien lo olvidó. —Imposible, el castigo es severo para quienes quiebran el pacto —escuchó—. Aunque en los últimos tiempos hay temor porque las provisiones escasean, muchos no donan a pesar de las campañas al respecto.

—¿Entonces es posible?

Del otro lado de la línea se hizo un silencio. —¿Crees que pueda hablar con él?

—Márcame en una hora. Piedelobo salió. Todo quedaba para una hora después. No había mucho qué hacer cuando se conocía al asesino y pronto recibiría un castigo atroz.

Pero eso no importaba, lo crucial es que esta ruptura fuera un evento único y todo regresara a la normalidad del pacto milenario.

En la habitación blanca, los receptores estaban recostados sobre mullidos colchones. La enfermera había colocado los catéteres y ahora llegaba el líquido rojo en una bolsa quirúrgica.

Los receptores sonrieron.

La enfermera colocó la bolsa en el soporte y conectó dos tubos dirigidos a una bomba neumática. Tubos más largos se conectaron a las sondas de los receptores. La enfermera encendió la máquina y el líquido fue succionado con espasmos lentos.

Los receptores cerraron los ojos, sus rostros esbozaban tranquilidad.

Piedelobo entró a la oficina en el momento mismo en que

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Gamoneda regresaba del ministerio.

—Te recibirá, hablé con él, media noche en punto.

—¿Y qué propósito tiene?

—Es una formalidad, le harás unas preguntas, responderá y redactarás el reporte. Ellos se encargarán del resto, pagarán a los deudos una indemnización cuantiosa. Ahora iré con el ministro a verlos para que conozcan la verdad por la vía institucional.

Piedelobo asintió.

Gamoneda lo dejó.

Tenía tiempo de sobra hasta la cita. Piedelobo abrió el cajón y sacó el cuaderno de reportes. Comenzó a llenarlo. La información del barrido de la habitación se descargaba en la impresora. Los datos estaban bien, excepto por un pequeño detalle.

Piedelobo revisó con atención. Definitivamente no lo podía creer.

Los receptores despertaron y la enfermera los ayudó a levantarse. El tratamiento tardaría en dar efecto, pero cada vez presentaba mejores resultados.

Quizá necesitarían dos rondas más.

La enfermera tomó el teléfono y marcó un número. Volteó a ver a los receptores. Uno de ellos asintió.

La enfermera dio la instrucción y colgó.

—¿Entonces no son ellos? —preguntó al teléfono.

Del otro lado de la línea, Rosario confirmó la información. La espectrografía era exacta, ningún vampiro había estado en esa habitación al momento del crimen.

Piedelobo colgó consternado. Esto era un problema serio porque la justicia ya estaba en marcha. Al final, de co rroborarse, los cargos serían dobles y la guerra estaría al borde de estallar.

En la computadora descargó el expediente del occiso. Trabajaba como ejecutivo de alto nivel en el Corporativo Latino, una aseguradora con presencia en toda Latinoamérica.

Los vampiros no mataban aleatoriamente, estudiaban a sus presas por meses para cerciorarse de que eran las víctimas adecuadas.

Pero ahora parecía que no eran los causantes de esta muerte. La sangre habría sido destinada a otros propósitos. ¿Quién más podría requerir con urgencia la sangre de un humano además de estos seres oscuros y los enfermos

en situación grave?

Él mismo había donado, cuando la operación de su hermana, plaquetas para su recuperación tras la quimioterapia. Sangre escasa, de tipo raro que casi nadie tenía.

La joven servía leche en un pocillo. Le dolía la cabeza tras las juntas en la oficina, todo el día de cálculos que no representaban más que la frialdad de la gran máquina del dinero.

En una taza sirvió una cucharada de miel. La leche hirvió y apagó el fuego. Vertió el líquido y revolvió con la cuchara.

Sus hijos dormían y su marido no tardaría en llegar. Prendió la televisión con las noticias.

Sintió una corriente de aire en la espalda y al voltear no pudo evitar el movimiento veloz de una garra contra su cuello. Dos punzadas, como un piquete de mosquito, y el desvanecimiento inmediato.

El hombre sostuvo el cuerpo y colocó la succión que comenzó a vaciar la sangre de la mujer en el acto.

• Piedelobo entró al hospital por la plataforma de carga. Se dirigió con paso ágil al banco de sangre.

Varias veces había pasado ahí horas conectado a la máquina que le extraía y reponía la sangre, vaciada de las plaquetas necesarias para su hermana. Conocía a la encargada. Quería hacerle unas preguntas.

Llegó al mostrador. El encargado se acercó.

—¿Está Elena?

El hombre negó con la cabeza. Se llamaba Pedro y le correspondía este turno. Piedelobo mostró su placa. El hombre entendió sin más.

—¿Cómo está el inventario ahora? —preguntó Piedelobo.

El hombre hizo un gesto con la mano, las reservas esta ban en el último cuarto.

Piedelobo marcó por teléfono.

—Otra vez yo, dime, ¿se ha reducido la provisión?

—No que esté enterado.

—¿Alguna escasez en algún lado?

—Sólo rumores, por el momento no hay afectación. Aunque hace semanas hubo un suceso inusual.

—¿De qué tipo?

—La provisión se redujo a la mitad, pero después llegó normal.

—¿Tiene mucho de eso?

—Apenas dos semanas, quizá tres.

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Piedelobo colgó porque otra llamada quería entrar. Contestó. Era Gamoneda. Le dio una dirección, lo quería ahí en quince minutos a lo mucho.

Todo había comenzado con una conferencia. El doctor ve nía del extranjero y sus ideas eran controvertidas, expulsado incluso de las academias médicas a las que pertenecía.

Pero su mensaje tenía fuerza con un público reducido y discreto, ávido de esperanzas a ultranza, del grial sagrado que la medicina moderna no había hallado todavía.

Y la solución parecía tan poca cosa, se hacía desde tiempo atrás en muchos hospitales. Sólo era cosa de cantidades y de reemplazos.

Lo importante era intentarlo, experimentar con el propio cuerpo. La edad les permitía creer que no había nada que perder.

Y el poder del dinero serviría para ocultar los muertos que fueran apilándose.

Piedelobo entró a la habitación.

A los niños se los había llevado el marido, mismo que había dado parte a las autoridades al descubrir el cuerpo.

La mujer vaciada de su sangre, las mismas marcas en el cuello.

—¿La cita? —preguntó.

Gamoneda negó con la cabeza, el teléfono pegado a la oreja opuesta.

Piedelobo inspeccionó el cadáver. Las marcas como mor dida de vampiro, pero los anillos rosados alrededor de las heridas. Desde ahí tuvo que haberlo visto, que eso no era el crimen de un vampiro descarriado, sino otra cosa: la succión veloz de una máquina.

Con la mirada recorrió el piso. En un rincón, un brillo alumbró de pronto. Se hincó y recogió el objeto.

Era una pequeña placa metálica que tenía un número serial. Con el teléfono tomó una fotografía que envió al banco de sangre.

Gamoneda se acercó y miró la placa que tenía en la mano. El teléfono de Piedelobo sonó.

—Adelante, ¿qué tienes para mí?

Piedelobo anotó la dirección. Se la mostró a Gamoneda.

Todos los agentes irían al lugar.

Mientras, la lluvia seguía derramándose sobre el mundo como la sangre se derramaba por las arterias de los vivos.

El edificio estaba registrado por un laboratorio de reciente creación, Extenditas. Los agentes rodearon el edificio y a la señal entraron por las puertas delanteras y traseras como un solo cuerpo. Con velocidad subieron por los pisos y aseguraron el lugar. En el último piso una oficina tenía la luz encendida. Los agentes detonaron la puerta y, protegidos por el humo, entraron.

Ahí, sin temor alguno, el doctor los esperaba, confiado en que no habría nada que lo atara a las muertes recientes. Desconocía que la placa se había desprendido de una de sus máquinas de transfusión.

Gamoneda no había logrado la confesión del doctor, así que Piedelobo entró al cuarto de interrogatorio con una idea rebelde en su mente.

—Saldrá en una hora si sus abogados terminan el papeleo. El doctor sonrió.

—Pero una hora es mucho tiempo para un vampiro. Tal vez uno de ellos quisiera probar su sangre.

Los ojos del doctor se abrieron grandemente. Esto salía de los protocolos aceptados, seguro el agente le tendía una trampa, esto era inaceptable.

La puerta se abrió y un señor alto, de facciones angulosas, entró.

—Lo dejaré con mi amigo —dijo Piedelobo sin más—. Tienes una hora.

En el momento en que Piedelobo se disponía a salir, el doc tor comenzó a llorar. Entre los sollozos mencionó los nombres.

En el cuarto blanco los receptores terminaban la última transfusión. Era la tercera en dos semanas y la mejoría parecía constante.

La enfermera desconectó las sondas y retiró los tubos y la bolsa vacía. Cada una representaba una vida joven que se entregaba en el sacrificio de la vida eterna.

Era al fin la hipótesis del doctor, una transfusión para sustituir todos los glóbulos rojos, las plaquetas y los linfocitos, que sería una cura ante la senescencia natural.

Los receptores eran los hermanos Montelongo, accionistas mayoritarios de Corporativo Latino, adinerados de abolengo. El dinero compraba todo en la vida, siempre lo habían sabido, ahora incluso compraba la vida y la juventud.

La enfermera no escuchó cuando los vampiros entraron.

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De pronto estaban ahí. Los sintió muy tarde. Uno de ellos le tocó la frente y ella se desvaneció en el acto.

Los dos ancianos, sobre sus colchones blancos, la última transfusión ya reflejada en una lozanía de pieles, abrieron los ojos en el último momento, cuando los seres oscuros se inclinaban sobre sus cuerpos e introducían sus colmillos sobre sus carnes blandas.

La vida reciente se derramaba así por cada herida producida por los colmillos y la sed de los no vivos se apaciguaba con

un fervor que permanecería en su memoria para siempre. •

Piedelobo tiró el reporte a la basura. El pacto se mantendría, la justicia consumada de forma poco ortodoxa.

Gamoneda estaría en el ministerio resolviendo los pormenores, al gobierno no le convendría que ninguna muerte se supiera.

Piedelobo salió de la oficina. La lluvia caía, la luna negra era de sangre. ¬

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▶DALL E / RTG. Noirdetectivecyborgpaintedwithacrylic..Imagen generada por I. A. (2022).

Una conciencia limpia

Una fétida neblina los envolvía, mezclada con la enrarecida atmósfera provocada por el petricor externo, el consumo etílico y la propia tensión de la negociación.

A pesar de ello, los ejecutivos mantenían su lógica y diplomacia habitual en el trato, no sin cierta camaradería. La mesa de aquel exclusivo y lujoso restaurante era sitio para acuerdos que no podían cerrarse en el marco de la legalidad.

—Licenciado Garza, ¿estamos en un lugar seguro para hablar? Usted sabe lo que se rumora por ahí… sobre los incorruptibles —susurró Gerardo Gutiérrez, mientras se inclinaba lentamente hacia el lado derecho de la mesa.

—¿Incorruptibles? —inquirió Garza, también con voz baja.

—Sí, se rumora que son agentes de la policía que no aceptan sobornos. Y lo peor, que vigilan todas las transacciones legales en las que hay dinero público involucrado. Buscan la transparencia absoluta de todos los acuerdos — aseveró Gutiérrez con suma solemnidad y recato.

—¿Agentes infiltrados? —el licenciado Garza nunca había escuchado sobre ello.

—Eso se dice —concluyó en un susurro más tenue.

—Descuide —incrementó el volumen de su voz—, todos aquí somos de confianza. Sólo somos mi vendedor estrella, mis dos nenas y yo. —Abrazaba a dos hermosas mujeres iguales entre sí, de cabello castaño y tez morena, con rebosantes mejillas rosadas que irradiaban el candor de los veintes, aunque el señor Garza alcanzaba los sesenta años—. Y no se preocupe por ellas, no entienden lo que hablamos, fueron creadas estúpidas. Pero la boca la saben usar y muy bien —soltó una carcajada que fue acompañada por los presentes.

—Está bien. Antes que nada, dígame, ¿ustedes se encargan de producir los clones o los compran a otros proveedores? —inquirió Gerardo Gutiérrez. Lo acompañaba Eduardo Osorio.

No se sabía exactamente cuál era la fuente de ingresos de los dos últimos, pero el licenciado Garza y Rodríguez

asumían que era mejor no preguntar.

—Los compramos a otros en China —dijo Rodríguez, quien estaba seguro de que los negociantes estaban desesperados por la insistencia y premura con la que los habían citado, comprarían el producto incluso si les decía la verdad.

—Eso quiere decir que, básicamente ustedes son intermediarios, ¿cierto? —cuestionó Osorio.

—Así es, realmente nosotros no los generamos ni mantenemos, los recibimos en periodo de dormancia —agregó Garza.

—He escuchado mucho sobre los clones procedentes de allá, no les dan suficiente ácido fólico y tienen muchas deficiencias en la metilación del ADN. —Gutiérrez hizo una mueca—. No sé si nos sirvan.

—Despreocúpate, Gutiérrez —intervino Osorio—. Creo que servirán para lo que tienen que servir. Además, mira a esas nenas, se ven de muy buena calidad.

“Servirán para lo que tienen que servir”, la frase resonó en la cabeza de Rodríguez, como un estridente y ahogado grito.

—Perdone que pregunte, pero, ¿para qué planean usar los clones? —musitó el vendedor—. Quizá les pueda brindar una mejor asesoría sobre el tipo que les puede servir.

—Eso no les incumbe, así como a nosotros no nos incumbe el cómo lograron evadir la ley para vender clones sin el certificado de aprobación de la Organización Internacional de Derechos de los Humanos Replicados, ¿me entiende? —respondió Osorio, de forma contundente.

—Por supuesto que lo entendemos, ¿verdad, Rodríguez? —el licenciado Garza miró de soslayo a su subordinado, en signo de desaprobación.

—Pues bueno, Osorio, si estás seguro de que no tendremos inconveniente con aquello de la metilación, yo no tengo nada que agregar. Los clones están a muy buen precio —agregó Gutiérrez, no del todo convencido, pero tampoco con los argumentos suficientes para poder objetar.

Los asistentes siguieron discutiendo los pormenores del trato, riendo, bebiendo y bromeando. Cerraron el trato y

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celebraron a discreción. La charla continuó y, de un momento a otro, se centró en la disertación sobre los derechos de los clones.

A la salida, sólo Rodríguez caminó al suburbano bajo el goteo constante que llovía sobre aquellos lúgubres edificios olvidados, lejos de la opulencia del restaurante minutos atrás. “Si se cierra el trato con esos tipejos, te llevarás una comisión suficientemente buena, hasta podrías comprarte a una de nuestras chicas, o a cinco”, le dijo su jefe antes de despedirse.

Llegó a su austero departamento y observó a su alrededor, el mantenimiento era necesario desde hacía mucho tiempo: pintar las paredes, arreglar la cerradura de la puer ta, las ventanas y también la instalación eléctrica que echaba chispas. Si todo salía bien, efectivamente conseguiría el dinero suficiente para arreglar los desperfectos.

“Servirán para lo que tienen que servir”, retumbó en su cabeza, casi como el chillido de una superficie lisa al raspar con las uñas. La venta de humanos replicados, o clones, como se les conocía coloquialmente, estaba fuertemente controlada en todo el mundo, muy pocas empresas podían ofrecer tal producto, puesto que cumplir con la legislación ética era un martirio. La mayoría de los que lo intentaban, renunciaban al esfuerzo luego de toparse con la rígida burocracia de certi ficación que bien podía demorar un par de años. Sólo su jefe logró traficar aquellos clones y venderlos abiertamente sin ser atrapado. Rodríguez aún desconocía su secreto.

“Servirán para lo que tengan que servir”, se repitió en su cabeza y observó de nuevo su departamento. Ante las carencias en las que vivía, aquel dinero también resonó en su cabeza por un instante. Como una ráfaga, su conciencia moral suprimió aquel eco. Rodríguez no podía permitir que la duda se extendiera por encima de su rectitud, así que corrió a la cocina y tomó un cuchillo. Con la punta trazó algunas líneas sobre la epidermis de su muslo, sin ni siquiera permitirse manifestar a sí mismo el dolor que sentía. Apenas unas gotas de sangre brotaron de su cuerpo, llevando consigo los residuos de aquella duda punzante.

El motel esplendía con sus luces neón que cambiaban su color entre la oscuridad de la noche y la humedad de la lluvia. Sin alumbrado público circundante en funcionamiento, aquella iluminación era lo único que permitía ver a las prostitutas rodeando el hediondo lugar, a la espera.

Escogió al azar a una de las mujeres cuyo rostro le pareció familiar, sus ropas y cabello escurrían. Tan pronto llegó a la habitación, la sexoservidora se quitó la ropa ante la sorpresa de Rodríguez. La joven lo miraba, expectante, con ojos humedecidos y mejillas rebosantes. A pesar de la peluca y el exagerado maquillaje, Rodríguez identificó su rostro, era el mismo de las mujeres que los acompañaron en la negociación, meses atrás. Intentó conversar pero ella simplemente no parecía captar el significado de ninguna de sus palabras. “¿Deficiencias en la abstracción de ideas?”, se preguntó.

“Hasta podrías comprarte una de nuestras chicas, o cinco”. La mujer, incapaz de sostener la mirada, mantenía la cabeza baja mientras escapaban un par de lágrimas y ahogaba sus sollozos. Sin embargo, seguía luciendo hermosa. Rodríguez se acercó lo suficiente para rozar sus labios con los de ella, húmedos y con aroma a cigarro. Instintivamente, colocó sus falanges sobre los hombros de la chica y profundizó el beso.

Luego llevó sus manos a las mejillas de la chica y al sentir el torrente de sus lágrimas humedeciendo sus dedos, se detuvo. Le pagó y salió del motel.

“Finalmente, los clones son creados al servicio de la sociedad. Sin derechos, libertades ni obligaciones, sin la capacidad de quejarse si uno así lo quiere. Quienes los compran también los usan, los someten a experimentos de todo tipo y llaman ciencia a eso. ¿Cuál es la diferencia entre quien los compra? ¿Darles una vida digna? ¿No te parece hipócrita que el gobierno diga eso? Los nacidos no tienen qué comer, viven en una aguda pobreza, ¿y me dicen que los clones merecen buena calidad de vida? Si de todos modos existirá la trata de órganos y de mujeres, ¿no es mejor que la fuente de esos recursos sea fabricada y no humana? Seguramente así disminuiría el número de desapariciones en el país”. Esas fueron las palabras de su jefe.

Recostado sobre su cama, Rodríguez se preguntó si las clones que lo acompañaban aquel día también lloraban por las noches, mientras sostenía y presionaba el filo del cuchillo contra su piel, esta vez más profundo, más desgarrador, formando grietas que manifestaban el quebranto de su voluntad. Mientras el dolor se incrementaba explosivamente, sus pensamientos eran acallados por completo. Los deseos asentados en su mente horas atrás escaparían con el oxígeno de su sangre. Las neuronas que perpetraron aquella

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vacilación no merecían más de aquella molécula vital.

Las pruebas presentadas por Rodríguez eran suficientes. El licenciado Garza fue acusado de corrupción, falsificación de documentos legales y tráfico de influencias. Resultaron clave para la localización de sus cómplices en el departamento nacional de la Organización Internacional de Derechos de los Humanos Replicados, aquellos que desviaban la mirada ante la venta ilegal de Garza. Los compradores, Gutiérrez y Osorio, también fueron arrestados por trata de humanos replicados. El destino de las clones sería luego determinado por el Comité Nacional de Ética, quizá serían enviadas a algún centro de rehabilitación luego de unos años de trámites burocráticos.

Fue una victoria más para el Departamento Policiaco de Modificación Suprahumana, cuyos agentes recibían un entrenamiento especializado. Estaban condicionados para no sentir deseo, codicia o apego por ningún objeto material o persona, mientras sus respectivas conciencias eran mucho más incisivas y ruidosas que lo normal. Por ello eran llamados “suprahumanos”. Dicho departamento había demostrado ser eficiente, impoluto e incorruptible, por lo que el Comité Nacional de Ética no cuestionaba sus métodos.

Rodríguez acudió a la oficina de su jefa de verdad en el departamento. Algo perturbaba sus pensamientos, sabía que la inquietud moral era esa picazón insistente que poco a poco lo obligaba a desgarrar la epidermis hasta hacerla sangrar. Quizá si se desangraba por completo lograría expiar sus culpas.

—Jefa, sobre este asunto de los clones, yo flaqueé en muchos momentos. Y me encargué de rectificar, pero siento que no lo suficiente —lamentó Rodríguez ante ella, una mujer de alrededor de cincuenta años.

—Lo importante es que hiciste lo correcto, eso distingue a nuestro departamento. Pero si quieres sentirte tranquilo contigo mismo, podemos apoyarte. ¿Te gustaría recibir un refuerzo moral? Cuando mis suprahumanos empiezan a dudar, es correcto brindarles ese servicio gratuito.

—¿Qué me pasaría si, acaso, me corrompiera? —pre -

guntó el subordinado.

—El entrenamiento conductual es tan fuerte que posiblemente no soportarías tu existencia. La culpa se volvería una carga tan grande que incluso podrías acabar con tu vida. Afortunadamente, nunca nos ha pasado.

—Quiero el refuerzo moral —agregó Rodríguez, después de un largo e incómodo momento de silencio.

Todo su cuerpo agonizaba, millones de agujas se clavaban hasta sus músculos; cada centímetro de su piel recibió su castigo. Miles de microcircuitos se conectaron a cada célula cutánea del sistema nervioso, azotándola hasta desfallecer. Cada deseo, anhelo, cada aspiración o pensamiento de superación fue oprimido con ese castigo. Cada momento de duda desató una ráfaga de violencia y dolor. “Recuerden este tormento cuando piensen en decir sí. Recuerden la aflicción de este refuerzo cuando duden de hacer lo correcto”, dijo el entrenador miles de veces. “Regresen cuando vuelvan a sentir que su conciencia no ha sido suficiente para guiarlos en el camino de la rectitud”.

Apenas tolerando el roce de la ropa sobre su piel, Rodríguez llegó a su pequeño departamento, se despojó de sus prendas y permaneció de pie en la única esquina libre al interior de sus cuatro paredes. No quería recostarse, segu ramente no soportaría el dolor.

Cansado y con la epidermis punzante, observó a su alrededor. Las despintadas paredes, la cerradura que no era segura, las ventiscas que corrían por la habitación con ventanas rotas, acompañadas de las chispas que crujían con la corriente eléctrica, la insondable soledad que lo envolvía todo con su eco estremecedor. Bajo una renovada visión del mundo, todo le pareció hermoso.

—Austero y bello. Qué bien me siento de vivir así, de servir para lo que tengo que servir, de ser un suprahumano —exclamó orgulloso para sí, mientras intentaba dormir de pie, desnudo, con miles de cicatrices en su cuerpo, pero con la conciencia más limpia que nunca. ¬

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Hitchcock

Como todos sabemos, Alfred Hitchcock aparece unos cuantos segundos en las mejores de sus películas. Gran orquestador de bromas macabras, Hitchcock hizo un pacto con la muerte: aparecerá unos cuantos segundos en todas y cada una de nuestras

vidas. Lo veremos a lo lejos, cruzando la calle entre la multitud; lo veremos asomarse detrás de unos arbustos, o reflejado en el espejo de un bar, o a bordo de un taxi que se aleja cualquier noche, cualquier año… Hay que estar atentos. ¬

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Narrativa
Microficción
▶ Álvaro Fernández Melchor. FiebreHereford.Ilustración (2022)

Ciencia y anticipación

Zacarías Zurita Sepúlveda

Carlos Scotto es genetista y biotecnólogo a cargo de la investigación con organismos transgénicos y edición de genes, también es escritor de ciencia ficción dura. Nuestro editor Zacarías Zurita platicó con él para Espejo Humeante sobre biogenética, ciencia ficción y Covid-21, novela de anticipación escrita en 2019 que, en efecto, anticipó desde un año antes el escenario de salud pública que nos sería familiar a partir de 2020.

Zacarías Zurita: Cuando hablamos de biogenética, nos vienen a la mente un campo de investigación de, digamos, países pertenecientes al llamado Norte Global; esto genera en nosotros una idea errónea de que los países de América Latina deberían enfocarse en otros campos de desarrollo. ¿Por qué estudiarla en Latinoaméri-

ca, en particular en Perú?

Carlos Scotto: Para Latinoamérica la importancia de la biogenética radica en el desarrollo de esta área en varios quehaceres de la actividad humana de muchos países que han impulsado el desarrollo e innovación de la salud, la agricultura, la ganadería, el medioambiente y la biodiver-

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Entrevista con Carlos Scotto ▶ Diego L. Lavagnino. Monstruodevoradordeilusiones.Ilustración DIGITAL (2022).

sidad. Varios países son centros de recursos genéticos que pueden ser aprovechados por edición génica y otras metodologías a nivel molecular y celular.

ZZ: ¿Hacia dónde apunta la biogenética mundial y en nuestro continente en este momento?

CS: Principalmente se enfocan en dar soluciones locales y regionales con una visión holística del bienestar del humano.

ZZ: Escribiste un libro de anticipación llamado Covid-21. ¿Cómo anticipar con algo así? ¿Cómo surge? ¿Por qué el título?

CS: El libro fue escrito a finales del año 2019. Cuando había mucho escepticismo en que una pandemia se venía. Y aún no termina. Por eso se proyectó dos años más adelante y así sucedió… Se usó mucha de la información científica existente para construir una trama local buscando “predecir” lo que pasaría con ella y su efecto en la humanidad. Como científico tenía esta información de primera mano, que fue la base para generar una historia creíble, y Covid-21 se prestó a la misma.

ZZ: Has hablado en diferentes entrevistas sobre el coronavirus. ¿Hacia dónde crees que nos lleva o nos podría llevar el covid-19?

CS: El covid nos ha enseñado que, a pesar de nuestro desarrollo tecnológico, hemos sido vulnerados. Hemos tenido antes pandemias, pero no hemos aprendido nada, pues hemos cometido los mismos errores. Un exceso de confianza, incapacidad para unirnos y afrontar el problema mancomunadamente, mucho egoísmo, mucha soberbia de nuestros líderes, falta de toma de decisiones técnicas y/o científicas para afrontarla, etcétera. La moraleja es: “No bajar la guardia y fortalecer el sistema sanitario para que

no sea vulnerado a futuro”. Hablamos de más de 6 millones de muertos; y de estar alerta ante nuevos brotes que se darán en adelante, aproximadamente cada 10 años.

ZZ: ¿Consideras que, ante los retos sociales y ambientales de la actualidad, la biogenética tiene algo que aportar a la llamada salvación de la humanidad?

CS: Estamos viviendo tiempos cruciales por un crecimiento poblacional descontrolado, cambio climático y/o contaminación ambiental; y urge, mediante el uso de la genética y afines, dar seguridad alimentaria, incrementar la productividad de recursos zoo y fitogenéticos, buscar la cura de enfermedades, desarrollar nuevas biotecnologías y demás. El punto es que no hay mucho tiempo. Los puntos críticos se alcanzarán a mediados de este siglo XXI y será aún peor a finales del mismo.

ZZ: ¿Cómo surge tu veta de escritor de ciencia ficción?

CS: Fue madurando desde la juventud. Con el ingreso a la universidad y la especialización en genética esta motivación creció para enfocarme en hacer una ciencia ficción dura local y/o regional. El poder construir una historia basándome en las leyes que rigen los aspectos de la biología, las matemáticas, la física y la química, que son los pilares de la ciencia dura.

ZZ: Para finalizar: ¿A qué autores y editoriales peruanas actuales crees que deberíamos poner atención?

CS: A editoriales peruanas como son: Autónoma, Torre de papel, Pandemonium, Estruendomundo y Arena. Y a autores peruanos de ciencia ficción como Luis Arbaiza, Giulio Guzmán, Jim Rodríguez, Carlos Enrique Saldívar, Carlos de la Torre Paredes, Alexis Iparraguirre y Ana María Heinlan. ¬

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Timeless Hong Kong

Luis Abaid

Serie: Timeless Hong Kong

Autor: Luis Abaid Año:2022

Técnica: fotografía en blanco y negro.

Luis Abaid reside actualmente en Hong Kong, territorio que lo ha empujado a una nueva profundidad en su imaginación y en la experimentación de colores, simetrías y patrones. Entre sus objetos de interés se encuentran los medios de transporte y los caminos, los símbolos cotidianos, la naturaleza, el agua. Su equipo fotográfico de elección es el Nikon D850 y una lente 50 mm f/1.8. El color rojo crimson le resulta particularmente fascinante.

La colección de fotografías para el número Noir de la revista Espejo Humeante, extraídas del portafolios Timeless Hong Kong, procura mostrar el espíritu, el carácter y el alma de dicho territorio desde el ojo de un mexicano nómada. Son estudios de luz y sombra que refieren a fotógrafos que han tributado a esta ciudad anteriormente, como Fan Ho. Aunque revelan su contemporaneidad, la imágenes también capturan la mística atemporal de esta ciudad. ¬

Gráfica /
FOTOGRAFÍA
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▶ Luis Abaid. SerieTimelessHongKong:Lowkey.FOTOGRAFÍA
(2022).

Abaid.

Luis Abaid. Serie Timeless Hong Kong. FOTOGRAFÍA (2022).
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(2022). 74
Luis Abaid. SerieTimelessHongKong:Snapseed2.FOTOGRAFÍA

Puerto de sobrevivencia

Tarde, siempre tarde. Para cuando encontramos el cuerpo ya estaba infestado de ratas. En esta ciudad seguramente llevaba menos de un día de ser atacado, pero había pasado el tiempo suficiente para que, estando herido o muerto, los vagabundos, otro tipo de ratas, lo hubieran encontrado y le hubieran robado todo aquello que tenía algún valor: prótesis, implantes, órganos, todo podía venderse en el mercado negro, sin preguntas y pagando en efectivo. Por eso es el lugar ideal para deshacerse de un cuerpo: en menos de 24 horas no quedaba nada que sirviera para identificar a una persona.

Le pedí a Noir que se acercara y algunas ratas huyeron al verla, primero por el instinto natural de huir ante un depredador; y, segundo, por el miedo a lo desconocido. La felina lleva consigo un enlace neuronal antiguo marca Zostok, grande y tosco, muy difícil de ignorar, injertos me tálicos que abarcan la mitad de su cabeza, ojo y oreja izquierdos incluidos. Algunos pensarían que es maltrato, yo digo que es sobrevivencia. Nadie en su sano juicio entraría caminando al “puerto de sobrevivencia”, como llaman las sanguijuelas locales a este vertedero. Aquí sólo se viene a morir, los asesinos aparecen en sus aerodeslizadores, arrojan su carga y desaparecen. Demasiado peligroso incluso para los creadores de muerte.

Por eso Noir es la mejor opción para investigar, la felina es una cazadora por naturaleza, la más despierta de su camada, y antes de conectarla al enlace neuronal ya ha bía sido entrenada para reconocer el olor de la sangre y los cadáveres humanos. Dicen que los perros tienen el mejor olfato, pero los gatos no están nada mal y, siendo honesto, tienen mejor instinto de sobrevivencia.

Si bien puedo controlar los movimientos de Noir, salvo en momentos específicos, prefiero no hacerlo. Es una gata lista. Sabe cuándo pelear y cuándo correr, darle libertad de movimiento le ha salvado la vida muchas veces. En con-

traparte, siempre dejo abiertos los canales sensoriales, veo y escucho todo lo que Noir percibe, incluso a veces siento la agitación de su pecho cuando corre o la tensión en su musculatura cuando presiente una amenaza.

Noir merodea el cuerpo. Logro distinguir un poco de ropa interior. Es un hombre, quizás de 1.80 o 1.90 metros, no muy corpulento, o al menos eso parece. No sé cuánto tejido muscular ha perdido en el estómago de las ratas. Inhalo con fuerza, es un acto reflejo, las sensaciones de Noir llegan directamente a mi cerebro, pero insisto en llenar mis pulmones de aire para pesquisar mejor el olor: es tierra, moho y sangre, no sé si está fresca, pero sé que no hay nada podrido. El cuerpo debe haber sido arrojado hoy, quizá ayer. Sospecho que es alguien que conoce el puerto, hoy es día de limpieza. El mejor momento para asegurarse que cualquier evidencia desaparezca.

Presiono a Noir para que se acerque al rostro de la víctima, una rata le chilla al pasar por su lado. La han atacado en otras ocasiones, pero no hoy, hoy están demasiado ocupadas comiendo, saben que tienen poco tiempo antes de que su almuerzo desaparezca. Al tipo le ha ido bien, sus globos oculares han desparecido, pero más allá de algunos rasguños, moretones y mordidas en su nariz, el rostro está intacto, debe tener, o, mejor dicho, tenía entre treinta y muchos o cuarenta y pocos, un tipo joven, pero con edad suficiente para cometer errores que le costaron la vida.

Invito a Noir a abrir su boca, tiene la mandíbula apre tada y ¡sorpresa! Pese a la carencia de todos los dientes frontales, sus muelas siguen ahí y son reales. Una ironía actual es que puedes clasificar el estrato económico de las personas por sus dientes. Ni la avanzada tecnología ni la devastación de la humanidad pudieron arrebatarnos ese rasgo tan antiguo. Los vagabundos no tienen dientes, o si los tienen son muy pocos, maltrechos y con caries. Luego hay un grueso importante de personas que tienen implan-

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tes, dependiendo de la calidad del material o lo sofisticado del implante puedes encontrar clase media humilde, trabajadores estatales y gente acomodada, luego están los injer tos de diamante, rubí o perlas, cada uno más costoso que el anterior, que llenan la boca de los riquillos, pero existe un nivel mucho más alto, una dentadura natural, no puede ser vendida para uso, sólo para colección de algunos fetichistas, por eso no son populares, pero te indica que los dientes nunca se dañaron para necesitar implantes o injertos, gente de buena cuna y cuidada alimentación, personas con tanta plata que su muerte no podría pasar inadvertida. Estas muelas pertenecían a ese grupo.

Enciendo un monitor en mi guarida, busco en la base de datos policial, nada tiene la etiqueta de urgente en los casos de homicidios recientes, prendo una segunda pantalla, hace mucho que no veo televisión, incluso desde mucho antes de encerrarme voluntariamente en mi morada. Reviso las transmisiones locales y me centro en los noticiarios, aunque hoy en día no son más que otro elemento de entretenimiento que se centra más que nada en la farándula; el mundo está demasiado quebrado como para repararlo y es demasiado deprimente como para que se atrevan a mostrar los hechos reales.

Paso los canales con tal velocidad que apenas distingo lo que dicen, pero no necesito oírlos, sólo verlos. Entonces aparece, la imagen a media pantalla del rostro de un hombre joven. Richard Velois Grend, sobrino en tercer grado de Peter Grend, ya saben, el dueño de los parques Grend, unas pocas hectáreas en las afueras de la ciudad donde aún hay flora nativa y tiene el acceso restringido para su protección y, por supuesto, para cobrarle lo mismo que sale una prótesis dactilar a aquellos que quieran respirar aire natural y tengan el dinero para pagarlo. Parece que el joven Richi era un tiro al aire que disfrutaba de gastar el dinero de la familia sin ningún decoro, se embriagaba con destilados artificiales y tenía fama de irse de juerga por varios días. Así que nadie sospechó cuando desapareció y, por el tono jocoso de los reporteros que anuncian su ausencia, no tienen ni la menor idea de su destino.

Decido escanear las muelas con el ojo biónico de Noir para guardar el registro junto con la imagen de su rostro aún reconocible, pero sólo he podido escanear un par de ellas cuando un estruendo ensordecedor espanta a la felina y a las ratas, son los limpiadores, así que todos trepan por las paredes lo más alto que pueden para resguardar sus vidas.

La forma en que se limpia el puerto de sobrevivencia es

un poco distinta a como se limpia el resto de la ciudad. En vez de tener esos armatostes con mangueras y cepillos que recorren las calles cada noche, aquí una vez por semana, en un horario indefinido, viene una suerte de aspiradora gigante que en su tosco cuerpo tiene un compactador y un incinerador. Aunque el puerto no es pequeño, la comunidad lo ve como un basurero, así que tienen sólo seis limpiadores de gran envergadura y largos brazos para introducirse en los callejones; están viejos, oxidados y no han recibido una buena mantención en años, por lo que al avanzar emiten el estridente sonido del metal siendo torturado. Pese a esto, cumplen su función eficientemente y su aspirador posee tal potencia que incluso los vagabundos temen ser atrapados porque, si no era obvio, los limpiadores carecen de inteligencia artificial, no distinguen qué es lo que están limpiando, no les importa si es orgánico, metal, material reciclable o si está vivo.

Gracias a los ojos de Noir veo cómo el cuerpo de Richard desaparece entre la maquinaria llevándose toda la evidencia, dejando sólo manchas de sangre, paredes de metal cubiertas de óxido y mugre tan adherida al suelo que aquellos que no sepan que el piso está recubierto con hierro jurarían que es parte de él. Sospecho que es obra de policías. No es el primer cuerpo de clase alta que encuentro, para ser honesto es el cuarto, todos de la misma forma, arrojados sin ser vistos el mismo día u horas antes de la limpieza.

Para lograr aquella coordinación se necesita de información clasificada que yo poseo porque soy policía y esta es mi zona de trabajo, pero conozco mi oficio y a mis colegas, nadie recto llega muy lejos; los más tontos son carne de cañón para las protestas y los más listos o experimentados, como yo, terminan en basureros como estos, trabajando tras pantallas y haciendo informes y registros de casos que nunca se resolverán.

«Deben ser policías», repito mientras veo el limpiador alejarse y le ordeno a Noir regresar a casa. Sólo los policías son tan listos como para hacer las cosas simples, un ajuste de cuentas y la posterior limpieza. Modestia aparte, es el mejor oficio en la actualidad, aún degradado es posible vivir tranquilo. Nadie ataca a un policía, de alguna forma pasamos de ser guardianes a convertirnos en el depredador natural. La gente nos teme y nosotros los cazamos.

Noir entra por su puertilla interrumpiendo mis pensamientos. Se sube a mi regazo, o a lo que queda de él, hace mucho que mis piernas no reaccionan, accidente laboral le llamaron, no sé si dejarte sin refuerzos en una zona roja puede considerarse accidente, pero aquí estoy postrado en esta silla que odio; al menos sirvió de excusa cuando quise empezar a trabajar solo. No confío en esas víboras, venderían a su madre por un poco de poder. Ya no hay lealtad, no para mí. Acaricio a la felina y estoy por enviarla a descansar cuando algo llama su atención, en lugar de usar el enlace neuronal

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volteo y busco lo que miran sus ojos, es una rata en la pared detrás de mí, a aproximadamente un metro de mi cabeza. Detesto las ratas y probablemente ellas también me detestan a mí porque rara vez veo alguna en la guarida, supongo que el aroma a gato las espanta, pero no a ésta, de hecho, parece devolverle la mirada a Noir sin mostrar la menor señal de intentar huir. Quizá, el miedo la paraliza.

—Sácala de aquí —le ordeno a Noir.

La felina trepa rápidamente en dirección al roedor, por lo que este corre hacia abajo, baja por las salientes de la pared y termina sobre mi pierna derecha. Pensé que sólo me usaría como herramienta en su huida, pero se detiene en mi rodilla. Hay algo extraño en esta rata, siento que me mira a los ojos. Intento atraparla con una mano, pero me muerde un dedo, me suelto y mi instinto me llama a golpearla, pero es demasiado rápida, antes de que pueda evitarlo se introduce en mi camisa. Veo a Noir confundida sin saber qué hacer.

—Sácala de aquí —repito alarmado y la felina salta sobre mi pecho.

En el forcejeo la rata muerde la base de mi cuello, cerca de la clavícula y la arteria yugular, empiezo a sangrar. Intento no entrar en pánico, pero muerde de nuevo, sospecho que quiere entrar a mi cuerpo para huir de Noir. Intento sujetarla, pero mi propia sangre vuelve su cuerpo resbaladizo. Sospecho que podría acabar conmigo. Harlem el flamante detective asesinado por una rata, “accidente laboral” dirá el informe del forense, si es que llegan a encontrar mi cuerpo. Noir sigue peleando, muerde a la rata y le arranca un poco de piel. Entonces lo entiendo, no es una rata, al menos no una cualquiera, los implantes de metal delatan un enlace sensorial más tosco que el de Noir, seguramente artesanal, pero mejor camuflado. Sigo sangrando y sé que no me queda mucho tiempo, me siento un idiota. La rata siguió a Noir, alguien llevaba tiempo buscándola, buscándome. El cuerpo era una trampa para encontrarme, quizá todos los cuerpos lo fueron, no lo sé. Empiezo a desfallecer, desearía correr y buscar ayuda, no puedo. Presiento que no me queda mucho tiempo, pero al menos tengo una certeza: no es un policía, es una rata cazando a su depredador. ¬

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La vieja escuela

Las luces en verde de los antiguos semáforos dejaban una estela sobre el casco de Margaret O’Bryan. Ya no importaban esos señalamientos. Hacía tiempo que estaban ahí porque a nadie le había importado retirarlos. Las ruedas de la motocicleta se adaptaban a la superficie del terreno sin producir movimientos bruscos en su conductora. Arriba, los autos circulaban en un solo sentido sobre los monstruosos carriles negros. Desde abajo, en la parte menos habitada, se podían ver las estructuras más altas como las rejas de una prisión. Parecían una serie de barrotes que impedían ver el cielo con claridad, ese firmamento de tonalidades amarillentas y anaranjadas donde no se distinguía la noche del día. El tiempo establecido por el hombre era la única forma de saber que el planeta seguía en movimiento. En una orilla de la mica del casco térmico, la fotografía de un hombre sin cabello ni vello facial apareció. Margaret guiñó el ojo derecho y la imagen cobró vida.

—¿Dónde estás?

—Distrito seis —respondió ella sin reducir la velocidad.

—¿Cuánto vas a tardar?

—Cuatro minutos más. ¿Hay algún problema?

—Creo que sospecha algo.

—¿Por qué lo dices?

—Tengo a otra agente siguiéndolo. Está intranquilo. No quiere permanecer en la estación.

—No hay forma de que sospeche. Se está haciendo viejo, eso es todo. Por eso se tiene que ir.

—¿Viejo? Eso es, ustedes creen que pueden suplirnos a los viejos. Dalton no ha fallado una sola vez.

—¿Qué pasa? ¿También estás envejeciendo? Tendremos que buscar a tu reemplazo. Tú lo sabes bien, son tiempos difíciles, no hay cabida para todos. La ley natural es que ustedes nos dejen su lugar.

—Hablas demasiado, O’Bryan. Aún soy tu superior. Si te di la orden de eliminar a Dalton es porque él sale mucho

más caro a la compañía. No hagas que me arrepienta.

—Tranquilo, jefe. Debes cuidar tu corazón.

—No tardes.

Las casas abandonadas vibraron al acercarse el tren suburbano. Margaret jaló el acelerador a todo gas para no retrasarse.

Theo Dalton levanta con la mano izquierda su infusión. Tiembla. La deja sobre la mesa sin beber. Extraña los días de whiskey. La acidez lo hace tocarse la garganta. Ríe con disimulo. El cáncer y el sida se erradicaron y las malditas agruras siguen siendo un problema. Hay poca gente que camina de un andén a otro. A unos metros, en otra mesa, una mujer que finge leer cruza las piernas. El aparato dentro de la bolsa de Dalton vibra. Lo saca y el hombre alopécico aparece.

—Eres de la vieja escuela. Deberías dejar de usar esos aparatos, Theo.

—Lo que debería es hacer un viaje al océano. Necesito vacaciones.

—Estoy seguro de que pronto descansarás. ¿Todo en orden?

—Tanto como es posible. El tren viene con un retraso, como siempre.

—¿Estás tranquilo?

—¿Cuándo he fallado?

—Los años pasan. —Para todos. ¿Tienes mi pago?

—Es más de lo que la compañía puede pagar, ya lo sabes.

—Recorten personal.

—Trabajamos con lo justo. Te pagaré lo mismo.

—No hay trato. —Dalton toma el bastón metálico para ponerse de pie.

—Desgraciado. Sabes que te necesito para esto. Ahora lo resuelvo.

—¿Puedo confiar en ti?

—Sabes mejor que nadie que en este negocio siempre se

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tiene que desconfiar. Ahora mismo transfiero tu pago. —Vale.

Theo Dalton mira, todavía distante, el tren que se acerca a gran velocidad. Revisa la fotografía en el aparato antes de regresarlo a la bolsa de su pantalón: es un hombre rubio de ojos que podrían ser de cualquier color. Se apoya en el bastón y busca a la mujer que había permanecido cerca de él desde que llegó a la estación. Ya no está. Sonríe y camina hacia el andén.

Greg Terry toma el portafolios, nervioso. En el vagón sólo hay gente que vuelve de sus trabajos, agotados, en silencio. Se acabaron las pláticas casuales. Ya nadie habla si no es indispensable. Todos son sospechosos, cualquiera podría querer su cabeza. Comprueba que el disparador esté listo. Usa las gafas para cubrir sus ojos inconfundibles. El tren se detiene y él avanza alerta hacia la estación. El zumbido que provoca la motocicleta cesa cuando la cadera de Margaret se separa del asiento. No se quita el casco ni los guantes de piel. Pasa frente a la cafetería, no hay nadie, sólo un termo con una infusión que no desprende vapor. El tren abre sus puertas. Ella aprieta el paso cuando ve a Dalton acercarse. La gente se amontona y ella no lo pierde de vista. El disparador está listo, su dedo índice recto espera el chasquido del pulgar para liberar el rayo letal que será dirigido al cuello del agente. Como si se tra tara del mar ante el paso de Moisés, los viajeros se separan lo suficiente para que, a unos metros, el blanco esté libre. Matar de espaldas no es mal visto en el gremio, Margaret lo sabe y Theo también. Se acerca para no fallar el tiro cuando un hombre con gafas oscuras choca contra ella. El portafolios cae y la agente O’Bryan gira. Entre el espacio que deja libre su casco y la chaqueta de piel, la punta del bastón de Dalton se posa fría e implacable. Una descarga silenciosa la hace caer sin vida. Greg Terry permanece estático frente a la mirada serena del asesino.

El aparato vibra. Theo Dalton lo abre y el hombre sin pelo aparece sudoroso.

—¿Qué demonios pasó, Theo? —pregunta agitado.

—Tú lo dijiste: en este negocio no se puede confiar en nadie.

Los ojos del hombre se abren de forma descomunal antes de desaparecer de la pantalla. En su silla vacía, la mujer que había acompañado a Dalton en la estación se sienta tranquila. Sus labios pintados de rosa muestran una sonrisa.

—Está hecho —dice la mujer antes de cruzar las piernas. Greg se quita las gafas y cierra el aparato de Dalton. Sus ojos cambian de color al entregar el portafolios al agente. Theo lo toma y ambos se dan la mano.

—Las cosas bajo mi mando serán distintas. De ahora en adelante la compañía funcionará como en sus tiempos, señor Dalton.

—Lo sabré a mi regreso. Tomaré unas largas vacaciones. —Sacude el portafolios antes de continuar—. Supongo que está completo. ¿Puedo confiar en usted?

—¿Tiene alguna duda?

El hombre se pone sus gafas y se va deprisa. Theo Dalton se estremece al ver que la gente sube a empujones en el tren, todos esquivan el cuerpo de Margaret sin prestarle importancia.

—Nos hemos deshumanizado —murmura el agente antes de llevarse la mano a la garganta. Las agruras no lo dejan en paz. ¬

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Papá es un héroe de acción

Papá llegó a recogerme a la escuela. Antes de que cargara mi mochila y me subiera al auto, antes incluso de saludarme, le dio una golpiza al director.

Soy Ezequiel Tyger Jr., el hijo de Ezequiel Tyger: detective del Departamento de Policía de Los Ángeles y, sin duda, el héroe de acción más grande de este año, 1987.

¿Qué hace a papá tan importante? Pues que, a diferencia de otros de su tipo, como John Mc Lane, Snake Plissken o Jack Reacher, él sí existe.

Papá llega a la oficina del director. No se molesta en tocar la puerta, sino la abre de una patada. El profesor Smith está sentado frente a su escritorio y le dice a papá que no tiene ningún derecho de entrar así, pero papá lo carga para arrojarlo por la ventana como la bolsa de basura que tengo que sacar todos los martes. El director se incorpora cojeando desde el patio de la escuela y saca de su chaqueta una pistola. La escuela es un universo de gritos aún mayor que cuando toca la hora de salida. Cuando comienza a disparar, la cosa se pone peor. Todo mundo se agacha como imanes atraídos al suelo, menos papá, que camina hasta donde está el director.

—Rogelio Cartagena —dice, al momento que le arrebata la pistola y la arroja al suelo—. Trabajaste para el narcotraficante Caro Quintero y huiste a Los Ángeles, creyendo que nadie daría contigo. Te consiguieron trabajo de director en una escuela pública. No eres listo.

Después lo muele a golpes. Una vez que queda blandi to lo deja esposado y llama a sus amigos de LAPD, que significa en inglés Los Ángeles Police Departament. Todos mis compañeros estallan en aplausos, no sé si porque saben que mi papá es un héroe, si saben que el director no es director sino un señor malvado, o si nada más querían verlo golpeado por ser el director y ya.

Subimos al auto, un Gremlin amarillo, y papá comienza a conducir por todo Bulevar Wilshire.

Pero conducir como persona normal, respetando el tráfico y los señalamientos, no es para papá. En pocos minutos se escurre entre los coches y se va en sentido contrario. Escucho groserías, claxonazos y veo señas obscenas de todos los conductores. Papá no se detiene hasta llegar al puente de la calle 6, en el río de la ciudad.

No se puede ser héroe de acción si no has conducido por el acueducto, ya seco, del puente de la calle 6. Ambos fueron construidos en 1936, han sido escenario de miles de películas de acción.

—Hijo, pásame la pistola. Está en el asiento trasero. Tengo que matar a unos terroristas escondidos en un carrito de helados.

Le doy el arma y papá me dice que no. Que ésa es la calibre 22 que usa mamá, y que se la dio el día de su cumpleaños. No, no. La otra. Esa es la Heckler & Koch MP5. ¡Bien! Ésta es: la Beretta 92.

Antes de comenzar a disparar, papá introduce un casete en el estéreo del coche y comienza a sonar “Welcome to the Jungle”. Muchos papás normales odian esa música, pero mi papá no es lo que se dice normal.

Y es que no puedes ser un héroe de acción si no conduces por la parte baja del acueducto de Los Ángeles, sostienes una pistola, matas terroristas y escuchas rock pesado de moda… de moda para 1987, quiero decir.

Al ritmo de la voz del señor Axl Rose, papá dispara a un carrito de helados que explota más rápido de lo que sale la bala del cañón.

Papá sigue conduciendo por la parte baja del acueducto. No deja de disparar, gritar groserías en español y en inglés y poner casetes de rock pesado. Mientras suena “We’re not gonna take it”, esta vez de Twisted Sister, pienso que no es tan fácil ni tan divertido ser hijo de un héroe de acción como a simple vista parece.

Mi papá nota mi cara de tristeza y me dice si quiero ir a

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Randy Donuts, en Manchester Boulevard. Es una tienda de donas muy famosa, con una donota gigantesca arriba del techo de su local. Es tan popular que ha salido en mu chas películas también. Papá me advierte que no le diga a mamá que me dio golosinas antes de comer. Aunque los dos están divorciados, mamá es la única persona a la que papá le tiene miedo.

Cuando llegamos a Randy pido una glaseada. Mientras me la como me acuerdo de mi vida con papá y Alan, mi hermano mayor que quiere el puesto de profesor de literatura moderna en la Universidad de California.

Mi abuelo era un inmigrante ilegal que llegó a Estados Unidos hace tiempo. Mi familia obtuvo la nacionalidad. Mi papá entró a la policía de Los Ángeles y nos tuvo a Alan y a mí. Después se divorció de mamá. Crecí viendo caricaturas como He-Man y los Thundercats y películas bien aburridas, como Duro de matar, Arma Mortal, Depredador o Terminator. A mí todos esos actores como Chuck Norris me aburren, porque yo tengo a un personaje como ellos a diario que no es un actor.

Por ejemplo, en la Navidad de 1985, cuando me regalaron un juguete de los Transformers, papá llegó la mañana de Navidad y desenfundó su pistola. Le apuntó al juguete y lo voló en pedazos.

—¡Papá! Era el regalo de Ezequiel. ¡Se lo trajo Santa Claus! —gritó mi hermano, que estaba leyendo acurrucado al lado del árbol de Navidad. Él es quince años mayor que yo y siempre pide libros, para su carrera y para divertirse.

—No es un juguete —dijo papá, mientras enfundaba su arma—, es un auténtico robot que dejaron para intentar matarnos. No entiendo por qué los malos siempre joden a los héroes de acción en Navidad. Tienen todo el maldito año. No te preocupes, luego te compro otro.

Después de comernos nuestras donas subimos al coche. Esta vez, papá pone “Heroes”, de David Bowie, lo que quiere decir que ya está más tranquilo. Siempre que se pone tierno escucha a ese señor con los ojos de dos colores. Cuando canta que todos podemos ser héroes, aunque sea por un día, me dice:

—¿Te gustaría ser como yo? Aún estás chico y te puedo enseñar. Sabes que Alan escogió otro camino, y no me importa que se decidiera por literatura, que es una carrera para delicaditos, pero hubiera preferido que fuera como yo. Creo que la profesión de héroe de acción no será eterna. A la me-

jor en el año 2000 las películas pierden su magia, su esencia y su inocencia. Cada vez somos menos los héroes como yo. Me encojo de hombros. Le digo que ni siquiera sé qué haré cuando acabe la primaria y que lo voy a pensar. Pero que no quiero decepcionarlo.

Papá sigue conduciendo hasta pasar por el edificio de la Fox Plaza ubicado en el número 2121 de Avenue of the Stars. Es también muy famoso porque allí se filmaron Duro de matar y Arma Mortal 2. Nuestra casa queda cerca de allí. Llegamos a nuestro departamento. Papá abre la puerta y nos damos cuenta de que Alan prepara una exposición para la universidad. Lo sabemos porque siempre que estudia se mueve de un lado a otro, sostiene un fajo de hojas en una mano, un libro en la otra y habla solo:

—…el concepto de héroe de acción no es exclusivo del cine. En la literatura, comienza con Ulises en La odisea y hasta se puede rastrear con Hamlet de William Shakespeare. Tienen todos los elementos: sus historias están regidas por conceptos como el honor, la venganza y llegar a casa para ver a sus seres amados. Escritores como Robert Ludlum y Tom Clancy han popularizado a sus personajes Jason Bourne y Jack Ryan…

Cuando se da cuenta de que hemos llegado nos saluda y sigue en lo suyo.

Papá será muy bueno para matar malvados y desactivar bombas, pero es pésimo para cocinar, de modo que agarra el teléfono y marca a Chuck E. Cheese y pide una pizza grande para los tres.

—¿Expondrás sobre héroes de acción?

—Sí, papá. Tal vez puedas ayudarme. Sé que no soy ni alto, ni fuerte ni sé usar armas, pero al menos puedo seguir tu legado.

Papá sonríe.

—Bueno, yo no soy tan culto como tú. En realidad soy bastante bruto y salvaje.

La pizza llega en menos de treinta minutos. Mientras nos servimos voy al coche y saco del estéreo el casete de David Bowie, para ponerlo en la enorme grabadora que tenemos en la sala.

Alan y papá no paran de hablar y yo los escucho, para ver qué puedo aprender de los dos. Quiero tener lo mejor de ambos cuando sea grande.

Bowie dice que podemos ser héroes, aunque sea un solo día. ¬

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Yaanakíimil

Después de un rato de espera, llegó el auto que Claudia pidió por su aplicación. Abrió la puerta, se despidió de sus amigas con las que disfrutó de una fiesta de bienvenida. Las abrazó, les dijo cuánto las quería, abordó y cerró la puerta.

—Buenas noches —saludó el conductor, y en la pantalla táctil indicó el destino: camino al Ajusco, en la zona alta de Tlalpan. La mujer respondió la cortesía, confirmó sin mucha atención, pues movía la mano tras la ventanilla, despidiéndose.

En el auto se escuchaba una canción que sonaba por la radio. La usuaria pidió que lo apagara por favor, compartió el viaje a sus amigas e inició un juego en su consola portátil, en ella podía acceder a la red en cualquier momento. No le ponía mucha atención y se limitó a mirar las calles hasta que el largo silencio se vio interrumpido.

—Estuvo padre la fiesta, ¿verdad? —preguntó el hombre que, sin esperar respuesta, siguió hablando—. En la Zona Rosa hay bares a reventar. Acostumbro a venir en la madrugada por buenos viajes y compañía placentera.

Arrugando el ceño la usuaria mostró su turbación por el comentario. Al devolver la vista al celular notó que la batería se agotaba.

—¡Me lleva! —lamentó—. No traje mi batería externa. Oiga, ¿trae un cable para cargar el cel?

—¡Pero claro! —respondió el conductor con una gran sonrisa—. Me perdonarás, pero sólo sirve el cargador del tablero. Anda, pásamelo.

Claudia se lo dio. El conductor lo acomodó frente él a modo de parecer conectado y siguió hablando.

—Sabes, Claudia… Por cierto, qué bonito nombre, te puedo tutear, ¿verdad? Yo también fui joven, me divertía con mis amigos, pero más con las amigas. Salíamos a todos lados, con o sin invitación, no importaba…

Más al pendiente de su consola, a ella parecía no importarle la plática, se limitaba a responder: ¿En serio? ¡No es cierto!

Varios minutos después, cuando circulaban por Mixcoac, preguntó por el teléfono. —¿Ya se cargó, señor? No obtuvo respuesta pues aquel seguía con monólogo. Con paciencia esperó un tiempo más y reiteró la petición con mayor energía. —¡Oiga! ¡Le estoy hablando! ¿Todavía no carga?

El conductor se señaló la oreja derecha y se excusó al decir que le fallaba. Fingió desconectar el celular y se lo entregó a la dueña quien exclamó: —¡Ay, se apagó! ¿Pues qué onda? ¿No lo conectó bien o qué? —No, si sí lo hice bien. A lo mejor tu pinche aparato no sirve. No te enojes, chiquita, a ver, préstamelo otra vez. Alertada porque el sujeto la llamara “chiquita”, se lo pasó de nuevo. No obstante que lo hizo con cierta precaución, el conductor aprovechó y acarició su mano, hecho que le re pugnó. El conductor, sin frenar, lo conectó una y otra vez. —No, no carga —finalmente respondió—. A lo mejor es mi conexión, creo que no lo sabremos. No te preocupes, el viaje no terminará hasta que yo lo haga. Vas para mi rumbo, ¿sabes? —le informó con regocijo.

Enseguida, con toda intención, acomodó el retrovisor para verla de forma lasciva repetidamente mientras seguía manejando. Si la notaba intranquila, no le importaba.

La mujer buscó calmarse, sintió que el tipo la devoraba con la vista. Despreciaba cada vez que la acosaban, aunque esta ocasión era diferente, tenía que estar alerta.

—No te espantes, Claudita —retomó el conductor su monólogo—, pero en el rumbo al que vamos se han encontrado los cuerpos de varias mujeres que fueron violadas, asesinadas…, pobrecitas, ¿no crees? Pero, pues, ¿quién les manda salir tan noche? Nadie, ¿verdad? Por cierto, ¿no te da miedo andar solita, a estas horas, vestida así… con ese escote y esa faldita? —expresó mordiéndose el labio inferior.

Al escuchar aquellas palabras un rencor enorme la poseyó,

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pensó terminar con la situación en ese momento. Sin embargo, su determinación por llegar a su destino fue mayor.

—No te la vas a acabar, pinche perra —murmuraba el sujeto en voz baja.

—¿Qué dijo? —preguntó la mujer.

—Nada, mi reina —respondió guiñándole el ojo por el retrovisor.

Mirando a otro lado, Claudia recordó las prolongadas conversaciones que sostuvo al respecto, de cómo la duda y el miedo a fallar podrían entorpecer su decisión. Se mostraba algo alterada, reaccionaba inquieta ante cualquier movimiento del sujeto. Éste, a su vez, lo sabía, lo disfrutaba mucho.

—No esté jugando, oiga —balbuceó la joven.

El individuo soltó una risotada al escucharla, enseguida continuó con su verborrea:

—Es difícil de creer, pero esos crímenes son algo recurrente, de forma sospechosa, las cámaras de vigilancia siempre fallan en esa zona. Mira, como me caíste del cielo, te diré un secreto: hay gente que disfruta estar de mirones en esos salvajes actos de amor terrible, brutal, pero amor al fin.

Tras esperar un momento continuó:

—Se paga por ver, pero en criptomoneda, a través de una aplicación terriblemente segura, como ésta por la que pediste tu viaje. —Señaló su dispositivo—. Aunque… casi todo se puede hackear, eso dicen. No me preguntes cómo, sólo lo sé. El mundo está de locos, por eso tengo una nueve milímetros en la guantera que no ha viajado en vano, ¿eh?

Claudia sintió el golpe de la realidad. Aunque lo imaginó muchas veces, la verdad es que no sabía qué esperar. Inmersa en sus emociones, la incertidumbre la atacó, sintió que no debió abordar el auto, que no iba a lograrlo, que no podría hacerlo. Los segundos pasaban lentamente. Debía tranquilizarse, el peligro era real y el ataque inminente, era consciente de que podría ser su último día. No miraba al conductor que la vigilaba por el espejo. Faltaba poco para llegar al punto indicado.

—Sí voy a poder —musitó a manera de plegaria—, voy a estar bien, todo va a estar bien...

—¡Siempre me ha salido bien! —sentenció el tipo extasiado por su presa—. Ahora dime tu secreto, dime cómo te gusta que te cojan.

A fuerza de voluntad la mujer logró calmarse, funcionaron los ejercicios de respiración que aprendió. No era mo -

mento de dudar. Reconoció el oscuro lugar de su destino. Sabía lo que tenía que hacer, se aferró a su bolso y desató sus tacones.

—¡Ya valiste madre, pinche puta! —tronó el sujeto extasiado de poder mientras aparcaba el auto.

La joven era un mar de emociones. Aunque no se había enfrentado a ello, ensayó muchas veces el cómo enfrentar la situación, planeó escenarios. Había que salir del auto, afuera tendría mejores oportunidades. Buscó abrir la puerta sin lograrlo.

—Es tu día de suerte, chiquita. ¡Hasta vas a pedir más, pinche perra! —gritó con el rostro descompuesto de deseo, se preparaba para lanzarse sobre su presa.

Claudia supo que había llegado el momento.

—¡Chiquita madres, cabrón! —le increpó con voz temblorosa, el nervio la traicionó.

—¡Me encanta que peleen! —aulló aquel tipo que, sin prisa, buscó su arma cuando un estruendo y un dolor enorme se lo impidieron; al voltear, miró a Claudia que le apuntaba con la vieja Glock que compró de segunda mano. Ella, más segura, le espetó:

—¡Si te volteas te vuelo los güevos, pendejo!

La mira láser le ayudaría a no fallar, fue un consejo que le dieron en una de aquellas conversaciones. El herido no dejaba de mirar hacia la guantera. Claudia ya controlaba los nervios de principiante.

—Es verdad, es mi día de suerte, porque precisamente a ti, te estaba buscando. Yo te encontré, antes que los otros. Tienes razón, casi todo se puede hackear.

—¡¿Qué te pasa, pendeja?! —gritó el conductor conteniendo los gemidos por el dolor—. ¿Estás loca? Si quieres llévate el auto, no hay pedo, las llaves están pegadas, ¡Déjame ir, culera! ¡No sabes con quién te estás metiendo!

—¿Por qué me hablas así? —respondió Claudia con un tono sarcástico, tenía que meterse bien en su papel—. ¿Acaso ya no te gusto? —ironizó, apuntando con el arma en una mano y acomodándose el escote con la otra—. Míralas bien, maldito cerdo. Te diré mi secreto.

El dedo índice de su mano izquierda señaló el broche de su escote.

—Por aquí, desde esta cámara, te miran —confesó mientras le guiñaba el ojo—. Sonríe y saluda a los espectadores, inicié la transmisión poco después de abordar el auto.

—¡Pinche vieja loca! ¡Te voy a matar, culera! —exclamó

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con furiosa indignación el hombre que de nuevo intentó alcanzar su escuadra. Otra detonación en la misma pierna lo regresó a su asiento. Quiso dar el tiro final, pero la Glock no disparó.

—¡Puta madre! —gritó la mujer maldiciendo su suerte.

—Ora sí, culera ya valiste verga —ladró el tipo como poseído y estiró el brazo para alcanzar su escuadra.

Una explosión de adrenalina desbordó a Claudia que llena de rabia se abalanzó contra su oponente dando fuertes culatazos en el cráneo, en las cejas, donde pudiera.

El conductor, aturdido, renunció a su intento. Salió del auto antes de que la sangre le nublara la vista por completo. Desde la parte trasera, recuperando el aliento, Claudia lo vio tambalearse para luego desplomarse metros adelante. Un débil haz de luz de una lejana farola atestiguaba la escena.

Victoriosa, la mujer encendió un cigarrillo. Al fumar recordó cómo ajustar el arma. Tras salir del auto, a modo de prueba jaló el gatillo contra el parabrisas: funcionó. Las visitas al campo de tiro fueron un acierto.

—¡Espero estén contentos! —profirió en voz alta hacia su cámara. Triunfante, de manera pausada caminó hacia su presa, el rojo láser resaltaba en la negra noche.

—¿Pues no que muy cabrón? —preguntó con toda ironía, recargada en el costado del auto.

“Hay que tener cuidado con una fiera herida”, pensó mientras exhalaba una nueva bocanada de humo. De su bolso sacó un pequeño equipo proyector, lo vinculó a la cámara, cuando hubo terminado lo acomodó sobre el toldo. La imagen de los espectadores que seguían la transmisión fue proyectada.

—Mira, este es nuestro público. Sonríe, tenemos gran audiencia. Parece que no creían en mí, seguro esperaban un cruel espectáculo, totalmente gratis.

Tapó el micrófono por un momento para susurrar.

—¡Qué cabrones! ¿No crees? Aunque no vales mucho, es mi debut, y como todos se habrán dado cuenta, casi valgo madre. —Acariciaba su Glock cuando fue interrumpida.

—¡No me mates, por favor, no me mates! ¡Te daré lo que quieras! —lloraba el sujeto tendido en el piso, con la sangre pintando sus ropas.

—¡Cállate! ¡Eres un vil cobarde, me vas a bajar los puntos! —le gritó furiosa arrojándole una piedra que estaba a la mano. De inmediato se dirigió a su audiencia—: ¡Cum pliré el deseo más interesante de los espectadores!

En la imagen se mostraban mensajes que no paraban de llegar. Córtale lo güevos. @Elputoasesino Sácale los ojos. @Princesarosa57

Leyó varios mensajes hasta que uno llamó poderosamente su atención.

—Éste me gusta. ¡Y tiene recompensa extra! En verdad lo disfrutarás —anunció de forma coqueta al individuo que no dejaba de suplicar por su vida. Le indicó que se colocara boca abajo. Ante la negación le disparó en las manos, funcionó.

Cuando lo tuvo a modo, introdujo su mano libre en un guantelete biomecánico que sacó de su bolso. Cedió vía la app el control al usuario elegido, quien con certeza aprovechó la oportunidad por la que pagó: Filo por el culo, se leía en la pantalla. El pantalón no resistió la embestida del agudo cuchillo. El hombre se revolcó de dolor, para luego desmayarse por el grave daño causado.

Claudia, tan pronto recuperó el control sobre su mano, anunció el triunfo en voz alta, gritó el nombre de la app y del juego una y otra vez.

Yaan a kíimil, yaan a kíimil, yaan a kíimil…

La euforia de los espectadores era total, coreaban la frase a la par: Yaan a kíimil, “Te vas a morir”, y una ola de pulgares abajo llenaba la proyección. Entonces Claudia descargó los demás cartuchos sobre el cuerpo de su víctima. Con el corazón latiendo a mil por hora, miró que su puntaje no paraba de crecer y las criptomonedas se acumulaban en su cuenta.

—¡Gracias, muchas gracias! —gritó con los brazos en alto, hizo un reverencia y, al lanzar el puño derecho al cielo exclamó— ¡Yaan a kíimil!

Saltó dos niveles, algo poco visto en una principiante. Al subir de rango, se desbloqueó el siguiente catálogo de objetivos. La primera vez era la difícil y se preparó para ello y se superó.

Con los demás niveles… ya vería. ¬

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El mundo a cuestas

La bala entra en su vientre justo antes de que detone la bomba mental. El agujero ya ha engendrado una mancha roja alrededor de su camisa cuando recupera el sentido. Siente un frío que se hace terrible con los destellos verde violáceos de ese laberinto de acero casi interminable, con el sudor que domina su frente y con los movimientos que hace el Tejedor en su hombro.

—¿No puedes liberar algo para calmar el dolor, maldita sea? —dice Jana al Tejedor mientras continúa su camino. Lo único que siente como respuesta es una descarga que proviene del parásito—. Gracias —le dice, pues el dolor ha sido aniquilado por una droga sintetizada por el bulbo carnoso que está unido a su hombro.

Jana se dirige hacia la única puerta que se encuentra en el túnel, acompañando el eco de sus pasos con unas cuantas maldiciones. Decide realizar una última revisión antes de continuar por el pasillo para ver si la bomba mental ha sido efectiva. Si uno de los guardias del complejo sigue en pie, todo ha acabado. Afortunadamente comprueba que el costo del armatoste ha valido la pena: después de que el parásito ha absorbido algo de su sangre y ha tejido el enlace para realizar el escaneo, sólo ha encontrado otro cerebro activo. Ha funcionado, la bomba estaba calibrada para ig norarla a ella y al chico.

En vez de sentir las emociones del joven como un remolino de confusión y miedo, sólo logra sentir un grito de auxilio mental engendrado por un suplicio enorme. Piensa en su herida y concluye que su dolor no es nada comparado al que está provocando esos alaridos profundos justo al otro lado de la puerta.

Todo había comenzado unas semanas antes.

—¿Nunca le creíste? —le había dicho Luisa mientras trabajaba en la mesa dominada por cables. Jana estaba acostada en la cama mientras veía el vacío

infinito a través de la ventana de la habitación. Debido a la distancia entre ellos y las estrellas, Jana no percibía que el mundo-nave estuviera viajando a una velocidad endemoniada. Aun así, se sentía a merced de ese océano agresivamente oscuro.

—Nunca —dijo sin apartar la mirada de la ventana—. El cliente explicó el caso intranquilo, pero su voz no se rompió en ningún momento y sus ojos se movían de un lado a otro, rehuyendo mi mirada. Lo extraño es que un escaneo mental me confirmó que no trató de ocultar la mentira.

—Entonces decidió no hacerlo. —Luisa se rascó la frente antes de seguir trabajando. Un chispazo comenzó a emanar de su soldador—. Quieren que estés enterada de que todo es una fachada —dijo distraída—. Pero…

—Pero ocultan las verdaderas razones de su desaparición. El cliente sólo me dio el discurso y una foto de su supuesto hermano desaparecido. Cuando traté de sondearlo para averiguar sus sospechas… —dijo mientras su Tejedor succionaba sangre. Su cuerpo bulboso creció un poco hasta alcanzar el tamaño de una manzana—. En ese momento sí percibí un muro impenetrable.

—¿Entonces por qué lo aceptaste? —dijo Luisa retirándose los lentes protectores.

Su playera blanca estaba llena de diminutos agujeros creados por las chispas que habían ido desprendiendo sus aparatos a lo largo de los años, como un cielo invertido con estrellas negras habitando un espacio lechoso. Sonreía distraída. Jana sabía que eso indicaba que había terminado de fabricar la bomba mental.

—No es su hermano. Aun así, sentí un deseo enorme en el interior del cliente por encontrar al chico de la fotografía. Me gustaría ayudarlo.

Luisa meneó la cabeza.

—Casi te creo, mentirosa. ¿Cuánto te pagarán?

Jana no respondió, sólo sonrió mordiéndose el labio.

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Para encontrar al chico, Jana debía extender un enlace mental a miles de habitantes de la nave. Era de las pocas poseedoras de Tejedor que no trabajaba para el gobierno. Tenía el talento para usarlo y la suerte de haber obtenido uno en el mercado negro hacía años.

Todas las luces de la consola estaban apagadas, sólo que daba vivo el resplandor de una vela y el débil fulgor de un botón rojo de encendido. Cuando Luisa lo presionó para poner en marcha el extensor, Jana sintió la potencia entrando por los electrodos en su cabeza. Su Tejedor chilló con el contacto, pero pronto fueron uno: máquina, parásito y mente. Unas tenues líneas comenzaron a bosquejar el

mundo mientras Jana se concentraba, estremeciéndose. Lo último que sintió fue un beso de Luisa y un “buena suerte” que le llegó con un tono fantasmal y apestando a una reali dad ajena a las visiones delineadas por los electrones.

Visualizó al joven de la foto. Le dibujó su rostro con gran detalle, buscando alguna resonancia en las mentes. Los habitantes del mundo, de esa enorme nave llamada Mielnik VII, se veían como corpúsculos de polvo ante sus ojos. Tenía pocos minutos antes de que esa nube de cerebros interconectados terminara por matarla de dolor.

Sentía el miedo de los habitantes de la Mielnik. Lo conocía bien: hacía ya dos décadas que la nave tenía averiados los motores. Seguían viajando, pero sin poder decidir su desti-

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no, alejándose día con día de la ruta hacia el planeta que sus descendientes estaban destinados a colonizar. Ese miedo lo permeaba todo bajo las bóvedas de acero, como una sombra enorme que no podía ser desterrada, sólo contenida por un componente que ella no era capaz de concebir.

Cada vez que entraba a la red mental percibía esa sombra, pero en esa ocasión se le ocurrió una conjetura demasiado grande como para ser abordada en esos momentos: existía una relación entre la situación del mundo-nave y el joven desaparecido.

Debajo de todo ese denso sedimento de desesperación, encontró respuesta en el conglomerado de los barrios marginados del bloque C. Ahí habían visto a Adriel, el joven desaparecido. Usó los ojos de uno de los residentes para obtener las coordenadas exactas y una imagen del lugar. Los primeros gigabytes que sacó de la red mental fueron extraídos con facilidad, como si estuviera cosechando tranquilamente los datos, pero el proceso se fue convirtiendo poco a poco en una lucha por no perder la cordura. El tiempo estalló como una nova, y un segundo de dolor fue multiplicado en los espejos de cientos de cerebros que estaba conectando para dar con el paradero del chico.

Apenas logró su cometido, la realidad le cayó como un martillo. Se había mordido los labios hasta lastimarse. Estaba nuevamente en la habitación de Luisa, con ese sonido de la tensión eléctrica recorriendo las paredes y el montón de fibra óptica en el suelo. El olor a sangre se combinó con la inconfundible peste que acompañaba a su Tejedor, que también había sido lastimado en la inmersión de la red mental.

Contactar con tantas mentes, incluso durante unos cuantos segundos, provocaba un dolor inmenso, pero había valido la pena. No tardarían en encontrar al joven.

Su cliente no se mostró sorprendido cuando se enteró del paradero. Se dirigió sola a rescatar al joven después de haber recibido el adelanto, con Luisa al otro lado del auricu lar y habiendo planeado todo durante días.

Había estudiado el lugar. La zona había sido devastada en una de las disputas del Gran Pánico, cuando los motores habían dejado de funcionar y se habían puesto en un movimiento rectilíneo hasta un destino incierto, alejándose de las comunicaciones con la Tierra y otras naves. La zona se alzaba todavía sangrando como una herida fresca en la superficie de la colonia C-2, la clase de lugar hinchado

por las muertes, perfecto para mantener a alguien cautivo.

Toda su planeación y toda su prudencia no valieron mucho ante el azar. Fue descubierta en la entrada. Presionó el detonador ante la visión de la pistola del primer guardia, apostando su vida en un relámpago impactando en el cráneo de los guardias.

Siente la cabeza apretada por algo parecido a una prensa mecánica haciendo una grieta en su cráneo. Hay un mudo pavor encerrado en las paredes y cada paso la acerca a su fuente. Jana no entiende cómo encaja Adriel en todo esto, pero cercada por las sombras ha sido impulsada a llegar a la puerta.

Lo distingue aovillado, con su espalda atravesada por cables. Su rostro es el mismo, no hay duda, aunque está desfigurado por el hambre y la desesperación. Adriel se encuentra invadido completamente por Tejedores, bulbos dolorosamente atados a cada centímetro de su piel descubierta, manchando de un líquido ocre el lugar en el que están encajados sus pequeños dientes. Se hinchan alternadamente, drenándole poco a poco la vida al joven de ojos muertos que por un oscuro milagro sigue consciente, en larga agonía. Su cuerpo está lleno de úlceras, amarillo, sin ninguna clase de belleza ni orden. La visión deja a Jana sin aliento y sólo la voz de Luisa la despierta del estupor.

—Necesitas salir rápido. Detecto movimientos desde el C-1 —dice a través del auricular.

Jana avanza. Está decidiendo, pues ya ha comprendido la situación. Adriel está ahí enlazando las mentes de la Mielnik, de un mundo-nave sin camino, ayudado por docenas de parásitos Tejedores. Jana no concibe la magnitud de su suplicio. El enlace con un Tejedor y un extensor puede fracturar tanto la mente como el cuerpo en cuestión de minutos, dependiendo de la fuerza del huésped, pero el joven está ahí, soportando los organismos que lo conectan a un mar de cerebros llenos de ansiedad desde hacía quién sabe cuánto tiempo.

—Es lo que nos está manteniendo cuerdos, Luisa —dice Jana a través del auricular.

—Cálmate, tienes que actuar rápido. ¿A qué te refieres? —dice Luisa detectando debilidad en las palabras de Jana.

Ella avanza hasta el joven.

—Usan a Adriel para mantener tranquila a la población. Para evitar disturbios. Está atado a docenas de Tejedores y a un extensor para tranquilizarnos. Para adormecernos.

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—El motor. —Luisa comprende.

Sin Adriel conectado a los bulbos, seguramente resurgiría el Gran Pánico. Con ello, más disturbios. Más cicatrices y más muertes.

Jana lo entiende, ha sido utilizada por personas que han descubierto el secreto del joven en el sótano del mundo. La han puesto a elegir el destino de la nave, tal vez porque ella, usuaria de un Tejedor, conoce mejor que nadie el dolor de la situación de Adriel.

—Sabes lo que pasará si lo desconectas —dice Luisa lenta, casi dulcemente—. El caos.

Jana hace que su Tejedor le segregue más adrenalina para seguir despierta. Siente la tentación de marcharse y dejar las cosas tal y como están, pero al volver a escuchar un gri to de ayuda en su mente le nace una furia enorme. Ella no puede ignorarlo a pesar de las consecuencias.

Arranca los tubos en la espalda del joven y ordena mentalmente a los Tejedores de Adriel que se separen de su piel manchada de rojo por los miles de diminutos huecos

que dejan sus quirúrgicos dientes. El joven gime, pero agradecido de sentir una aflicción que no lo esté acercando al abismo. No tiene fuerzas en los pies, así que Jana lo apo ya en sus hombros mientras los gritos de Luisa inundan sus oídos y el agujero en su vientre se vuelve más grande. Caminan débiles hacia la salida mientras la portadora del Tejedor murmura palabras huecas de aliento.

Ni el exterior calma el olor a Tejedor que rodea a Adriel. Su cliente los espera a la salida del complejo, con una manta para el joven. Tiene una sonrisa en el rostro, pero a Jana le parece estúpida porque, a pesar de todo, él no ha terminado de comprender la magnitud de la situación.

Jana intenta aferrarse a algo para seguir fuerte, pero no puede engañarse. Dados los millones de habitantes de la nave, conclu ye a pesar de lo terrible de sus pensamientos, un solo chico en agonía no sería suficiente para calmar la ansiedad provocada por la avería del motor. Sólo una imagen la domina, la imagen de cientos de jóvenes en suplicio, soportando injustamente en perpetua angustia el peso del mundo. ¬

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Jacques de Gheyn II. SVanitas Still Life. (1603).

Me guían de noche

Nunca hubieran sospechado que las hermanas me seguían. Ellos me vigilaban desde que bajé del taxi. En cambio, yo los observé durante tres días. Por eso, Benito sabía que iba a tomarme al menos tres cosmopolitan falsos. Al servirme el primer trago, preguntó si no me podía dedicar a otra cosa. Secaba una y otra vez un vaso, parecía un padre preocupado: Helena, nomás cuídate mucho. Yo me acomodé el diminuto vestido para hacerlo más largo y, con la mirada perdida, le dije que estaba

bien. No es que ignorara a Benito, es que al caer la noche las hermanas me hablan todo el tiempo.

El aire olía a brea y la humedad me encrespó el cabello. Al verme sola, se acercó el Gancho; le decían así porque pasaba por guapo, tenía el cabello de lado y una chaqueta de mezclilla. Se paró junto a mí y mostró interés con una plática ensayada. Hace unos días le preguntó lo mismo a una chica. Mantenía contacto visual conmigo: ¿qué estás tomando? Nomás un cosmo. Fue a la barra, pidió uno y,

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▶ Luis Abaid. SerieTimelessHongKong.FOTOGRAFÍA (2022).

con habilidad, deslizó una pastilla desde la manga de la camisa hasta la copa. La colocó sobre la mesita como si me estuviera entregando un tesoro. Suelo tener un humor retorcido, así que le pregunté por qué había tantas burbujitas. Su ritmo cardiaco gritaba. Aun así, disimuló e inventó con naturalidad un no sé qué del agua mineral.

Fingí tomar un sorbo, ni siquiera mojé los labios. Con la vista anclada en la suya, me levanté de la mesa: ahorita vengo, guapo. En un descuido, Benito cambió la bebida. Regresé a mi silla y, como no supe qué droga simular, sólo le dije que nos fuéramos. Pensó lo fácil que había sido. Daba coraje la cínica sonrisa, así que me colgué de su brazo para rasguñarlo, acto que pasó por torpeza: Ay, cariño, ¿me perdonas? Es que de repente me puse muy mal. Salimos juntos del local. Le guiñé un ojo a Benito, que limpiaba la barra aunque ya estaba limpia.

Mi cálculo fue correcto, y a treinta pasos del bar me subieron a la camioneta beige que ya había visto rondar la zona. Taparon mis ojos y boca, amarraron mis manos y pies, yo sabía a dónde íbamos. Puse el cuerpo blando y ya recostada, percibí la luz de las farolas a través de la tela; parecían una hilera de luciérnagas cansadas. Dejé de verlas cuando me pusieron una manta encima. El segundo hombre, al que llamaré el Payaso, se burlaba: Es rarita, es de las que nomás pelan los ojos. Ése hablaba agudo y sus pala bras no tenían descansos.

Al doblar en calzada Majos, un policía los detuvo: ¿Cómo vienen? ¿Bien o vienen tomados? Ahí escuché la voz del tercer hombre, que según su identificación leída por el agente se llamaba Luis Eliseo. Traté de no moverme. El Payaso y el Gancho se agarraban de los asientos con las manos sudadas. Yo tampoco quería que me viera. Porque entonces los hubieran detenido y luego nada, que no hay delito. El Luis Eliseo no tenía don de gentes, y fue parco al contestar. El policía no me vio, o le ofrecieron algo, no supe. Aquél encendió el motor y el Gancho reclamó: No mames, ya no le pises, pues.

Al llegar, me cargaron como un bulto. Me ataron a una silla en un cuarto que casi hablaba por las grietas. La suciedad había grabado el olor de sudores, aceite de motor y comida chatarra en las paredes. El Payaso hizo un chiste repetido sobre mi rareza. Ninguno de los otros se rio. Me dio vergüenza ajena. Hasta para ser un monstruo hay que tener alguna gracia.

En ese lugar estaban otras dos chicas atadas. Una de ellas era la que había estado en el bar de Benito días antes. También tenían tapados los ojos y la boca. Lloraban con poca fuerza. Para calmarlas, las arrullé con un canto que sólo ellas podían escuchar. Una melodía acompañada por mis hermanas, quienes revoloteaban como mariposas. Los llantos disminuyeron hasta convertirse en respiraciones lentas y profundas. Eso me fue bastante útil a mí también. Aprendí de la hermana Maya que algunas emociones podrían entorpecer la faena. Me gusta que Maya me visite, porque lleva ya un tiempo muerta y se ha hecho muy sabia.

Yo estaba lista, esperando que alguno diera el primer paso. El Luis Eliseo tomó un banco, que por el sonido creo que en realidad era un bote de pintura vacío. Se sentó a mi lado y murmuró frases prefabricadas para asustarme. Metió la mano en mi entrepierna. Dejé que avanzara, que tomara confianza. Comencé a trabajar y puse dentro de su cabeza el hocico de un lobo rabioso, el que mejor pude imaginar. Sé que la hermana Cristina se hubiera reído del animal sobreactuado, sin embargo, a él le causó tanta impresión que retiró la mano como si la quitara de un fogón y miró que en su lugar sólo había un muñón sangrante. La voz aguardentosa llenó el lugar. Por fortuna, las chicas se durmieron con el canto y ya no lo escucharon. Él intentó mostrar la herida a los colegas, quienes se rieron del su puesto manco sin involucrarse mucho.

Aunque no entendió lo que había pasado, el Luis Eliseo quiso golpearme. Me tomó del cabello con violencia, pero justo antes del azote, vio que su mano estaba intacta. Pensó: A lo mejor sí, ya estuvo bueno, hay que bajarle a la loquera. Amigo, pensé, ninguna droga te hace eso. Sólo soy una chica atada de manos y pies frente a un hombre grande y fuerte. Algo de orgullo, por favor.

Luego, el Gancho y el Payaso se llenaron la boca de frituras. Ahí se me ocurrió que se les enredara la lengua con un nudo marinero que aprendí de la hermana Geraldina. Tar daron en captar qué les pasaba y se enseñaban el interior de la boca mutuamente, no encontraban nada extraño. No les salía la voz, y se ahogaban. Pidieron ayuda al Luis Eliseo, quien por fin percibió la rareza del ambiente. El malestar les duró un minuto, y así me di cuenta de que tenía que practicar mejor mis nudos. Pero es que la hermana Geri se me aparece poco, ya está cansada.

Entonces recordé que el Gancho tenía el brazo rasguñado,

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y que se podía practicar lo que la hermana Roma me enseñó. Mis uñas son navajas, recité. El Gancho gritó del susto, sus arañazos se tornaron heridas abiertas. El Payaso se burló porque en realidad el Gancho gritaba por nada. Aquél, muy confundido, se enredó unas gasas y se aguantó el dolor. Entré en su mente, y vi que sólo le preocupaban las cicatrices. Colega, si te ves algo así, preocúpate por no desangrarte.

No tenía toda la noche, así que me dejé de experimentos. Les puse un dolor de cabeza a los tres. Calculo que fue un dolor intenso, el de un taladro que estalla dentro del cráneo. Se apretaron las sienes, aunque eso no les ayudó. Tirado en el suelo, el Payaso quiso alcanzar un frasco de pastillas, pero su mano temblorosa no lo permitió. Después de un rato les quité aquella migraña.

El siguiente paso fue fácil. Cada persona reacciona diferente, pero el resultado es el mismo. Los llené de desconfianza. Es un trabajo que me enseñaron hace ya tiempo y que cosecha solo. Las hermanas me contaron al oído lo que ocurría alrededor. Primero se miraban unos a otros. Tenían las pupilas dilatadas y sospechaban de cualquier movimiento. El Gancho se fue a otra habitación y llamó desde su teléfono para acusar, no sé con quién: se me hace que este compa es azul, algo nos puso. No, no, te lo juro, men, que trae algo. Sí, ya sé que estuvo en lo de la niña, igual y es enfermito.

Al Payaso y al Luis Eliseo los puso paranoicos que el Gancho se alejara para hacer una llamada. Empezaron a acusarse entre sí. Discutieron sin sentido, diferencias de centavos o cosas añejas que se guardaron. Fue subiendo el calor de la discusión, hasta que los vecinos escucharon. La primera llamada a emergencias fue ignorada. La operadora escribió en un reporte: riña doméstica. Para entonces, los tres ya se amenazaban con armas blancas. Sus gritos inundaron el barrio, parecían sonidos que venían de un caballo torturado dentro de un instrumento de viento. La operadora tomó en serio el caso cuando más de catorce llamadas refirieron lo mismo.

Las hermanas me desataron y salí por una ventana. Con el dedo, marqué una cruz invisible sobre uno de los muros. Después caminé hasta encontrar una calle transitada. Estoy segura que nadie me vio. Levanté el brazo y un taxi se

detuvo: Oiga, no vaya sola por estos rumbos, a diario andan llevándose muchachas. Le agradecí el consejo, aunque estaba más atenta a las hermanas, que me contaban cómo terminó el trabajo en aquella casa. Dijeron que la policía llegó a los veinte minutos.

Los agentes ensordecieron al bajar de la unidad, y aunque sus voces no se distinguían entre el ruido, se identificaron y pidieron que abrieran la puerta: no hubo respuesta. Lo pidieron una vez más, advirtiendo que tenían una orden. Primero se escuchó un golpe seco, que retumbó en toda la casa. Luego uno más y otro. Al cuarto, la puerta fue derribada. Encontraron las luces apagadas y un olor intenso a vainilla quemada. En el suelo, el Gancho, el Payaso y el Luis Eliseo yacían en paralelo, envueltos en mantas y una soga que los enredaba como capullos de un mismo insecto. Mientras uno de los agentes dio aviso a la central, con un guante descubrió que los tres cadáveres tenían los ojos cosidos con hilo negro. Los vecinos en pijama fueron testigos del desenlace de la casa sospechosa: Es que siempre llegaba gente diferente, pero uno no sabe.

En tanto, otro agente recorrió los cuartos con la adrenalina hasta el tope. Dejó de apuntar con la pistola al ver a las chicas. Ellas despertaron, y tengo entendido que las cuidaron, incluso cuando daban pataletas porque no sabían que las estaban liberando. La última imagen que tuve de ambas fue que una terapeuta les tomó de las manos en la ambulancia y un paramédico diagnosticó una obvia deshidratación. No se conocían de antes, aunque una de las hermanas me dijo al oído que se acompañarían un tiempo.

Y como suele suceder, quedé muy fatigada de aquella noche. Después de descansar cuatro días, fui a platicar con Benito y me sirvió un cosmopolitan de verdad. Era una noche tranquila y sólo nos acompañaban unas chicas que jugaban billar. Me insistió que dejara este trabajo: dedícate a otra cosa menos fea. A ver, pues, mejor cierra tú el bar, le contesté. Es que tú sabes hacer uñas bonitas, y preparas buenas bebidas también. Él dijo, y creo que tiene razón, que un día voy a salir lastimada. Pero Benito no sabe que mientras él quiere cuidarme, las muertas, mis hermanas, me piden cosas. No puedo negarme. Yo las escucho mientras me guían de noche. ¬

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Más allá del vacío

“Cada mañana despierto y entre la lluvia y el humo de esta ciudad miro a esos zombis, sin emoción, sin propósito ni futuro. Todos son víctimas del sistema, su ambición fue su carnada. Por eso prometí sacarlos de aquí, de vuelta al valle… más allá del vacío.” Chava Larraga. 2036—2063

La tarde parecía eterna dentro de estas paredes blancas. Además de la mesa y las tres sillas sólo había una puerta y un espejo que obviamente era una ventana para contactar al exterior. Me estaba poniendo ansioso porque el interrogatorio comenzara de una vez.

—Señor Ochoa, ¿puede contarnos lo que pasó? —dijo uno de los hombres en traje.

Moreno con barba del día anterior, corbata floja y mangas dobladas. Su aspecto lo hacía parecer accesible, como si él hubiera sufrido la espera, tanto como yo. Él estaba tratando de hacerme sentir cómodo.

—Finalmente. Ya llevamos tres horas aquí, obviamente estoy fastidiado —respondí.

—Lo entiendo, pero realmente hay cosas que no nos quedan claras —dijo su compañero.

Él estaba parado junto a la puerta, observando, mantenía su traje impecable, era rubio y su corte militar parecía recién retocado. Su quijada cuadrada lo hacía parecer más rudo que su compañero. Si mi intuición no fallaba, su labor era intimidarme.

Policía bueno, policía malo. He leído suficientes novelas policiacas como para reconocer este método.

—Conozco su táctica —dije, mirando a los ojos al güero—. Sé que quieren que cometa un error en mi narración para que puedan captarme en “la mentira”. Pero así es la cosa, esa técnica sólo funciona cuando la historia que te cuentan… no es real.

—Entiendo su molestia, señor Ochoa —respondió el moreno, llamado Ramírez—. Pero esto no es más que protocolo.

—Además, no creemos ni una palabra de su declaración

escrita —dijo el rubio, de apellido Álvarez—, así que, por el respeto a nuestro tiempo, sea directo.

—¿Quieres la verdad? —respondí al límite de mi paciencia—. Ésta es la verdad. ¿Alguna vez han sido testigos de un momento en el que dijeron: “Aquí está naciendo la historia”? Porque yo sí. Yo vi el ascenso, la transformación, la gloria y la caída de Chava Larraga.

—El occiso —remarcó con cinismo el detective Álvarez.

—Si así lo quiere ver —respondí, molesto porque in terrumpió mi narración—. Chava Larraga era el bajista y letrista del proyecto de art-rock conocido como Los Hijos del Amanecer. Su sensibilidad al escribir y sus ritmos pegajosos, en conjunto con su personalidad artística, la que él describía como “el profeta del último nuevo culto antes del apocalipsis”; lo propulsaron como el rostro de la banda. Muy raro para un bajista, quien por lo regular cae en la oscuridad, comparado con la atención que reciben los otros miembros, como el cantante. Sin embargo, Chava era diferente. Él se había convertido en el primer ícono desde la implementación del feelink.

—En español, por favor —respondió Álvarez con un tono que estaba comenzando a cansarme.

—Es la tecnología que usan los jóvenes ahora —contestó su compañero—. Es una especie de implante en el cerebro que estimula a las personas para que puedan sentir lo que el intérprete sentía cuando grabó la música.

—¡Tonterías! —dijo Álvarez, levantando sus brazos en incredulidad—. No veo cómo esto es relevante.

—Vivimos en tiempos desesperados —le dije, cruzando mis brazos—. La alta carga laboral ocasionada por los

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altos costos de vida y el continuo deterioro ambiental han hecho que la vida al aire libre sea prácticamente insostenible. Al no poder explorar el exterior, las personas buscan sondear sus opciones al interior. Esta tecnología nos ofrece la opción de conectarnos como nunca. Experimentar nuevas emociones o reafirmar las que ya tenemos. Algunos críticos creen que este tipo de tecnología podría facilitar la manipulación externa del estado emocional de otra persona. Para una generación de jóvenes deprimida, como la de hoy, tenían que elegir una voz que los representara. Sólo alguien como Larraga pudo capturar el miedo y la desolación del mundo moderno.

—Sigo sin entender —me dijo de forma retadora el detective Álvarez.

—Creo que el problema aquí es otro —respondí entre dientes.

—Retomemos el tema, señor Ochoa —contestó Ramírez—. Cuéntenos de su relación con el señor Larraga. ¿Cómo lo conoció?

—Chava Larraga estaba a punto de cumplir veintiocho —continué con mi historia—. Como ustedes saben, los veintisiete son una edad complicada para los músicos del género. Muchas personas toman como una marca de orgullo morir en esa edad. Pero para Chava, ése no era el caso. Su cumpleaños se acercaba y él quería dejar un testamento de su reto a la muerte, quería probar que era alguien diferente a sus antecesores. Que podría sobrevivir la maldición de los veintisiete. Así que ella me contrató para escribir las memorias de esa hazaña.

—¿De qué rayos hablas? —dijo Álvarez—. ¿La maldición de los veintisiete?

—Algunos músicos famosos han muerto a los veintisiete —respondió Ramírez—. Muchos tontos creen que morir a esa edad los eleva a estatus de mártir.

—Exacto —respondí.

—¿Quién lo contrató, señor Ochoa? —me dijo el detective Ramírez.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir
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—Cecilia —respondí—, la pareja de Larraga. Ella es fotógrafa, conoció al bajista en una sesión de fotos que tomó para una revista. Cuando yo los conocí, llevaban una relación de más de dos años, la mitad de ese tiempo habían estado viviendo juntos. Ella era una gran influencia en la carrera de Chava. Algunos fans teorizan que la decisión de Chava de presentarse con su identidad de “profeta del Apocalipsis” venía de ella. Una crítica a las figuras religiosas contemporáneas y a los “influencers” de internet. El personaje comenzó a tener mayor presencia en redes sociales y en los conciertos a partir del inicio de su relación. Cecilia creía firmemente que las letras de Chava tenían el poder para influenciar el cambio en la mentalidad de los jóvenes, “la generación sin futuro”, solía decir. Sin embargo, durante los últimos meses ella había comenzado a sentir que la salud de Chava se estaba deteriorando. Su depresión estaba cada vez peor. Finalmente, un día decidió contactarme. Como periodista musical, mi trabajo siempre ha reflejado la simpatía que siento por los temas que Chava abordaba en su música, por lo que ella me eligió para escribir sus memorias. Cecilia pensaba que hablar con alguien de sus experiencias podría ayudarlo a combatir sus demonios, antes de que las cosas empeoraran. Considerando la influencia que Chava tenía en tantos jóvenes, yo estaba de acuerdo en esa parte. La conocí en octubre pasado, ella llevaba un abrigo rojo sintético para protegerse de la lluvia ácida; nos encontramos una noche en el puente Morelos. Ahí me platicó sus preocupaciones sobre Chava. Debo confesar que, aunque en un principio consideraba que estaba exagerando, ella me recitó el verso de su, en ese entonces, nuevo sencillo: “Libérame de la rutina, / libérame de estas estruc turas de control. / Una vida sólo trasciende / cuando supera el miedo al vacío. / Resistir el dolor y ser pacientes / no nos hará libres, / sólo el último escape nos dará paz”. Ahora, se ha convertido en su canción más popular.

—Santo cielo —dijo el detective Ramírez—. ¿Dices que estas letras son populares entre los jóvenes?

—Detective, vivimos en tiempos complicados —respondí—. Y, si le soy sincero, una parte de mí se resistía a caer en la retórica conservadora: que el arte debe ser censurado bajo el pretexto de “proteger a los jóvenes”. Pero la tecnología había abierto la puerta a un nuevo tipo de adicción que nunca vimos venir: la seductora adicción a la tristeza ajena. Yo estaba asustado de dicha influencia. Por eso en

un inicio no quería llevar a cabo el trabajo. Sacar al mundo las ideas sin filtro de una persona tan influyente y que obviamente estaba luchando con sus propios demonios. Pero eventualmente Cecilia me convenció de que era mi responsabilidad contextualizar sus emociones, una llamada de atención antes de que fuera demasiado tarde.

—Eso suena como una advertencia —dijo Ramírez.

—Mas bien una amenaza —dijo Álvarez—. No creas que no nos hemos dado cuenta de que tu libro estaba programado para salir unas semanas después de su cumpleaños 28. Que él desapareció misteriosamente la noche anterior a la víspera de su cumpleaños. Casi como si quisieras que las noticias de su desaparición coincidieran con el lanzamiento.

—¡Por favor! —dije al límite de mi paciencia—. Lo últi mo que necesitaba mi libro era ser opacado por las noticias de su desaparición. Además, la editorial canceló el lanzamiento hasta que apareciera.

—El apareció —dijo Ramírez.

—¿En serio? —respondí con sorpresa, era la primera vez que lo escuchaba.

—Pareces sorprendido —dijo Álvarez—, casi como si esperaras que no apareciera. Como si tuvieras más por ganar si él se convirtiera en una leyenda.

—¡Eso no es verdad! —Estaba comenzando a perder los estribos con sus insinuaciones—. Quizás él sea una figura polémica, pero a pesar de todo lo seguí durante meses. Lo quiera admitir o no, él se había convertido en una parte importante de mi vida. Él era mi amigo.

—¡Por eso lo mataste! —me gritó el detective Álvarez.

—¿Qué? ¡Claro que no! Él no debería estar muerto. ¿Cómo pasó? —Estaba aterrado. ¿Era acaso que estaban jugando conmigo? ¿Qué estaban tramando?, me preguntaba a mí mismo cuando finalmente mi curiosidad me hizo descuidarme—. ¡Ese no era el plan!

—¿Qué plan, señor Ochoa? —Me dijo Ramírez con completa serenidad. Al fondo Álvarez sonreía y apretaba los puños en señal de victoria.

Me quedé callado por unos instantes.

—Habíamos planeado que fingiera su muerte. —Finalmente cedí, creo que no tenía mucho caso seguir ocultando la verdad—. Él estaba harto de la presión que la fama, la disquera y su familia le estaban poniendo a su salud mental. Chava debía fingir estar borracho y nadar río abajo. Hasta

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un lugar seguro cerca del puente Morelos. Él era un nadador experto y debía estar bien, tomar un pasaporte falso y salir del país. Cecilia y yo construiríamos la narrativa de que él necesitaba una ayuda que su estilo de vida no podía ofrecerle. Que sirviera de ejemplo y ayudara recapacitar a sus fans sobre los peligros de la adicción a la tristeza.

—Lo encontraron muerto. Ahogado río abajo. Con un nivel alto de alcohol en su sangre —dijo Ramírez, tratando de ser sutil.

—Parece ser que fingió estar ebrio demasiado bien — dijo Álvarez sin una pizca de sutileza.

—En su bolsillo tenía dos cartas y su anillo de matrimonio dentro de una bolsa de plástico —continuó Ramírez—. Una iba dirigida a su novia: “Lo siento mucho, pero ya no puedo continuar con esto”, decía. La otra, dirigida a usted, era un poco menos clara: “Espero que algún día encuentres la libertad en el vacío, ojalá la vida sea cálida contigo. Algún día nos volveremos a encontrar”.

—Yo… No puede ser. —Estaba atónito, eso no tenía sentido.

—¿Sabes qué es lo más raro? —dijo Álvarez—. Que él puso los derechos de sus letras a tu nombre y firmó la autorización legal para que sólo tú puedas escribir sobre su vida. Todo esto unos días antes de que llevara a cabo “su plan”. Ni siquiera su recién esposa aparece en su testamen to. ¿Qué opinas tú Ramírez? No sé tú, pero, para mí éstas son un montón de coincidencias.

—Debo ser honesto con usted, señor Ochoa —dijo Ramírez acercando su cara a la mía—, tenemos suficiente evidencia circunstancial para acusarlo de manipular al señor Larraga para que tomara su propia vida. Usted fue quien lo estuvo empujando hacia estas emociones negativas en

los últimos días. “No filtres nada, déjalo salir”. Eso dice su último registro de memorias en su libro. ¿No es así?

—Pero no lo entienden —traté de explicarles—. La idea era decir que estaba peor de lo que parecía, para que cuando fingiera su muerte fuera más creíble. Él realmente nunca se sintió así. ¡Pregúntenle a Cecilia! ¡Ella respaldará mi versión!

—Lamento decirle que no es así —respondió Ramírez—. Ella dijo que la salud mental del señor Larraga y su miedo paranoico a la maldición de los veintisiete sólo empeoró desde que comenzó a juntarse con usted, que desearía que la disquera nunca lo hubiera contratado para escribir sus memorias.

—¡Eso es mentira! —les dije con desesperación—. Estaba tratando de ayudarlo. Yo nunca haría algo así. Esto es imposible.

—Eso dicen todos —dijo el detective Álvarez mientras abría la puerta y dejaba entrar a dos uniformados—. Llévenselo, muchachos.

Mientras los oficiales me sacaban de la sala de interrogatorios, no podía dejar de pensar en el pobre Chava, en cómo había podido ignorar los consejos que le había dado, que rompió la promesa de que bebería sólo lo suficiente para poder nadar al otro extremo del río. Él no pudo ser tan descuidado. No con esto. Por un momento recordé aquella noche, a Cecilia hablando con la gente de la disquera mientras iba por el “alcohol” que Chava debía beber en público.

Fue entonces que la vi, parada al otro extremo de la fiscalía, con el abrigo rojo que traía la noche que me contrató, la noche que me dijo que era el único periodista que entendía a Chava. La noche que me ofreció escribir sus memorias. Cecilia estaba sentada al fondo, con lágrimas en sus mejillas, pero una sonrisa en su rostro. ¬

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Román Nina, “El caza ratas”

Gráfica / Cómic ▶
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Crimen Pasional

Miro desde la ventana la ciudad completa; es decir, podría hacerlo si la polución que lo cubre todo lo hiciera posible. Estoy en la cima de un rascacielos, con las piernas abiertas sobre esta amplia cama. Escucho un resuello en mi oído. Trata de penetrarme y no puede. Me encaja los dedos. Cree que así los aceites aromosos que lubrican mi vulva lograrán excitarlo. Imagino a todas las que han desempeñado mi rol en otras ocasiones. Los rostros de satisfacción ensayados; los jadeos, los gritos fingidos. Trato de evitar la mueca de placer que aparece en mi rostro. Intento cerrar la boca, pero se abre cuando acerca su miembro flácido. A pesar de estimularlo con mi lengua bífida, no se erecta. Me da una bofetada. Observa mi rostro temeroso. Quiero dejar de disculparme; las instrucciones en mi software me obligan, como han hecho con mis gestos, con mi boca y la lengua.

Se levanta de la cama y toma una serie de artefactos que reposan en un escritorio cristalino. Me ordena que vaya hacia la pared y ata mis manos sobre mi cabeza. Atina uno, dos, tres golpes con un látigo de puntas. La piel en la espalda comienza a sangrar y eso lo anima. Cuando toma el abrecartas y ensaya pequeñas incisio -

nes en los brazos y las piernas, reconozco su modus operandi . Sé que en cualquier momento podrá penetrarme y sólo será cuestión de minutos para enterrarme un trozo de espejo en la yugular.

Una erección que apenas se asoma me roza las nalgas. Es el momento oportuno. Mis muñecas se transforman y taladran con su filo mis ataduras. El ojo biónico detecta las manos que buscan el cuello. Giro y le tiro una patada en los bajos que hace que se retuerza en el piso. Tomo el abrecartas y sin mediar explicación, le corto los testículos y el miembro. El hombre lloriquea y aúlla. Trata de parar la sangre con las manos. Lo amarro con cinta y le taponeo la boca con sus partes nobles. Miro en sus ojos el pánico. Rememoro una a una las fotografías y las historias de una docena de expedientes. Embarro mis dedos en el charco de sangre y escribo en el espejo del tocador el mensaje que hubiera dejado cualquier marido ultrajado.

Antes de irme, me camuflo en el hombre cuarentón desaliñado y con barba que entró en el penthouse hace un par de horas. Ése es el encanto de mi naturaleza híbrida. Los periódicos rezarán la explicación de tantos casos sin cerrar. ¬

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Retirador

Fuerzo la entrada de la casa. Todo está oscuro, pero no es un problema, los anteojos negros que llevo tienen visión nocturna. Camino por la sala, el suelo cruje, por lo que me quito de inmediato las botas y las dejo a un lado; el objetivo podría notar mi presencia. Subo las escaleras y me dirijo a la habitación al final del pasillo. Ahí la veo dormir profundamente, con una mascarilla antia rrugas en su rostro y un antifaz blanco con puntos rosas encima de sus ojos. Cualquiera que la viera no creería que tiene casi noventa años, ésa es la magia a la que han llegado los avances médicos, una longevidad prolongada, por desgracia el avance médico no ha ido a la par con el avance en alimentos. Los viejos viven más, nacen más niños, hay más población, eso significa más bocas que alimentar.

Tomo una almohada y se la acerco al rostro. Pero no hay suficiente abasto. Aprieto hasta que empieza a mover los brazos y los pies. La sociedad se debe de deshacer de alguno. Busca desesperada mi cara, la encuentra y me araña, pero sólo parece joven, no tiene la fuerza necesaria para quitarme de encima.

Unos minutos después abandona todo intento de liberarse, mi trabajo ha terminado. Dibujo un número “1” sobre la pantalla insertada en mi muñeca, cambia de color verde a rojo. Tomo mis botas y me retiro de la escena sabiendo que mi cuenta bancaria ha sido incrementada.

Antes de subir a mi carro observo la casa. Por la mañana su familia la encontrará muerta, sus vecinos se lamentarán y dirán: “¿Cómo es posible?, si se veía con buena salud”, pero nadie hará más preguntas. Tendrá un entierro decente, llorarán por ella y pasado un tiempo sus hijos y nietos al no poder soportar el recuerdo ocuparán la casa o la venderán, si tengo mala suerte, a otro anciano que algún día visitaré.

Ya en mi carro con ayuda de un trago de alcohol me paso las dos pastillas reglamentarias para los agentes. Una nos permite inhibir nuestros sentimientos y la otra nos permite estar siempre con energía. Aunque nuestros objetivos son ancianos, a veces es complicado asesinarlos.

Conduzco por las calles oscuras de la ciudad. Para la po-

blación, los otros, al igual que yo, sólo somos una sombra, una historia de terror para los ancianos, la evolución del hombre del costal. Pero para el gobierno somos reales, una extensión necesaria para mantener la paz y el control, somos sus agentes retiradores.

Arribo a las oficinas de la ciudad, una cafetería con un anuncio neón que muestra una taza de café junto a las pa labras “24 horas”. Al entrar me dirijo a la barra.

—¿Vas a querer lo de siempre, Julián?

—Sí, con crema y tres de azúcar.

—Ok. Ahorita regreso.

Sentado en la barra, espero mi café. En el lugar otros agentes charlan de cosas triviales como el clima, el fútbol o la familia. Sigo sin comprender cómo algunos pueden tener familia. Yo rompí todo lazo hace muchos años para evitar ver el rostro de algún ser querido y recordar que no merezco la sonrisa que me ofrecen por la sangre que tengo en las manos. Pero este pensamiento no es compartido por todos, hay algunos que se justifican diciendo que el ver a sus hijos al final del día les recuerda por qué hacen esto.

El barista llega con mi café y una galleta encima de una servilleta. Devoro la galleta e intento disfrutar el café antes de conocer mi siguiente objetivo. Con cada muerte siento menos el sabor dulce en mi paladar, dicen que es por consecuencia de la ingesta de pastillas, yo creo que es el sabor de la culpa.

Me miro en el espejo que hay frente a mí y recuerdo cuando ingresé, tenía veintiún años, lo hice para casarme con mi novia. Los primeros tres años fueron fáciles, aprendí a volverme una sombra, a seguir a los objetivos y retirarlos sin armar alboroto. En esos años disfrutaba el dinero que me daba el gobierno sin pensar en las víctimas, hasta que un objetivo lo cambió todo.

Pensé que sería fácil, que era como todos los demás. Una noche entré como siempre a su habitación y amarré una cuerda a su cuello, pero abrió los ojos y pronunció mi nombre, me reconoció en medio de la oscuridad, a mí, el novio de su hija. Vi escurrir lágrimas por su mejilla mientras me suplicaba que me alejara de ellas.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir Narrativa / Relato ▶
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Al terminar, salí corriendo, subí a mi auto y conduje sin rumbo. Rompí todo lazo sentimental. Me volví un agente errante, sin una ciudad fija de trabajo, siempre moviéndome y recibiendo los trabajos más difíciles o que son rechazados por los agentes locales debido a su cercanía sentimental.

Regreso al presente. Me termino la taza de café y le doy vuelta a la servilleta para escanear el código QR con la pantalla que tengo en la muñeca. Mi siguiente objetivo, un señor de nombre Alonso que acaba de cumplir los ciento cinco años.

Su familia lo había tenido muy bien oculto ya que el gobierno nunca deja que lleguen a una edad más allá de los noventa y uno, pero existen casos, muy pocos, en los cuales las familias se enteran de nosotros, no creen que somos falsos, así que toman acciones: cambian documentos para alterar la fecha de nacimiento y la edad de la persona, se cambian de casa constantemente y en casos extremos fingen la muerte del anciano. Sin importar lo que hagan nosotros los descubrimos al final y nos encargamos de que sea retirado el anciano.

Conduzco a la casa del objetivo, el sol comienza a salir por lo que decido dormir un rato en el carro. Despierto y lo veo en el jardín jugando con sus dos nietos. Es más gordo de lo que parecía en mi pantalla, se nota que la familia lo quiere mucho. Los niños se van a la escuela y los padres a trabajar. Cerca del mediodía toda la calle está sola, es el momento.

Bajo del coche y me dirijo a la puerta con un portafolios. Voy a realizar un procedimiento rutinario, fingiré ser un vendedor de bebidas para convencerlo de entrar a su hogar con una prueba gratis. Una vez dentro le ofreceré una dosis de veneno en forma de bebida energética. Platicare con él algunos minutos hasta que la sustancia haga efecto y caiga muerto. Saldré del domicilio y esperaré en mi carro la llegada de alguno de sus familiares que lo encontrarán y reportarán su muerte.

Toco el timbre varias veces, pero no abre. De repente observo un rostro detrás de una cortina. Lo saludo cordialmente y me presento como un vendedor, le enseño la credencial de la compañía ficticia y algunas botellas que

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▶ RTG. SDanzónenlosbarriosaltos.FOTOGRAFÍA (2007).
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llevo en el portafolios, claro, todas con veneno.

Alonso abre la puerta y lo convenzo para que me deje entrar. Ya dentro, preparo todo el show en la cocina. Alon so se pasea a mi alrededor sin decir una sola palabra, su figura me recuerda a un viejo Santa Claus calvo. Llegó el momento, le ofrezco una prueba gratis que me rechaza, insisto, pero el sigue rechazándomela. Por fin habla sólo para pedir que me retire y al ver que no lo obedezco me tira la botella de mis manos. Después me toma de la camisa, me alza medio metro del suelo y me lanza al otro lado de la cocina. Para ser un anciano posee mucha fuerza.

—¡Largo de mi casa! Ya sé quién eres.

El anciano se lanza sobre mí otra vez, me carga y me estrella contra el fregadero. El dolor me hace recordar el ex pediente: Alonso había estado tomando clases de sumo y lucha grecorromana. Además de realizarse varias cirugías para fortalecer los huesos.

Me paro y uso todo a mi alrededor para detener al gigante anciano, pero es como una locomotora vieja, su rostro se pone de color rojo y con cada golpe y embestida que lanza lo acompaña una respiración ajetreada y una furia incontenible. Nada de lo que le digo lo convence de mi identidad falsa. Cansado de fingir decido pelear. Destruimos la cocina y el comedor en nuestra contienda.

Su resistencia disminuye al llegar a la sala, veo mi oportu nidad, contrataco. Gracias a mi cuerpo más ágil le doy golpes críticos en la cabeza y en las piernas hasta que lo tiro. Sin pensarlo me encimo en él, saco un arma que tenía guardada en mi cintura y le apunto a su cabeza, él suplica, yo disparo. Su sangre queda esparcida en la alfombra. He terminado el trabajo pero estoy destrozado al igual que la casa.

Como puedo, me levanto, voy a la cocina, tomo mi portafolios y guardo los pedazos rotos de la botella. Después me dirijo a las habitaciones y agarro todo lo de valor que encuentro. Salgo con un gran botín hacia mi carro, donde toco la pantalla verde de mi muñeca, el rostro de Alonso aparece y dibujo un número “5” que hace que cambie a rojo.

Tomo mis dos pastillas y descanso. Un golpe en mi ventana me despierta, dos agentes aparecen junto a mi carro. Bajo la ventana, les entrego las cosas que he tomado y me retiro del lugar, ellos se harán cargo. Realizarán el protocolo número 5, primero destruirán toda grabación en la casa y sitios aledaños, después llevarán a un delincuente, lo obligarán a tocar el cuerpo, algunas cosas y los objetos de

valor. Luego llamarán a la familia para reportar el asesinato. La familia llegará y los agentes, fingiendo ser policías, le mostrarán al delincuente y les darán el pésame por la muerte del anciano.

Llego al café entrada la noche. Si no fuera por las pastillas, los golpes que recibí no me dejarían moverme. Le pido al barista una taza de café con seis cucharadas de azúcar.

Al poco tiempo regresa con mi pedido. Escaneo la servilleta y leo los datos de la anciana. Salgo corriendo sin terminarme el café. Mientras voy conduciendo al domicilio pienso en cómo realizar el trabajo.

Apago el motor y bajo del carro, todo parece un déjà vu: el jardín verde, los gnomos vigilando los pastos, la cerca roja, la puerta negra con chapa amarilla. Es como volver a mi infancia, antes de las muertes, antes de las pastillas, antes de que el café me supiera siempre amargo.

Ingreso en silencio, llego a la habitación y veo al objetivo: mi madre. Me acerco, tomo la almohada, pero no puedo hacerlo. Salgo corriendo de su recámara, de la casa de mi infancia, y me arrodillo a unos pasos de mi carro. ¡¿Cómo es posible que el objetivo fuera la madre que no habías visto en más de 15 años?!

Te maldigo, mundo, y también a ti, destino, por vengarse de las muertes que he cometido en los últimos treinta años. Enciendo el motor, me quiero ir, me detengo, si no lo hago alguien más lo hará y tal vez la haga sufrir. Tomo dos pastillas de mi bolsillo, necesito inhibir mis emociones. No surten efecto todavía siento el temor, la ira, el miedo, la tristeza; tomo otras dos, otras dos, y otras, me termino la dotación de una semana. Mi visión está borrosa y siento espuma en la boca. Cierro los ojos y me inclino en mi asiento, al abrirlos me encuentro atravesando el patio. Parpadeo, ahora estoy subiendo las escaleras, no siento mi cuerpo. Vuelvo a parpadear y veo a mi madre agonizar mientras sostengo un cable de teléfono. Cierro los ojos, mis lágrimas brotan y los rostros de todas mis víctimas ríen frente a mí. Recobro la consciencia, sentado en la barra del café, la pantalla de mi muñeca está en rojo, he cumplido con el trabajo. El barista me deja una nueva taza de café, yo sólo puedo ver mi rostro en el espejo de enfrente. “Es por el futuro de la humanidad, es por el futuro”, me repito mientras pienso que algún día uno de los agentes sentados junto a mí llegará a mi hogar. Miro la taza de café y sólo me queda agradecer porque al menos el agente que me matará nunca llegará a ser mi propio hijo. ¬

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La Quebrada

Todo empieza en un amanecer sin nubes, donde el sol brilla al punto que el cielo es blanco. Hay un barrendero levantando el polvo gris de la avenida con su escoba de mijo, un vocero cortando los cordeles de cáñamo en los que viene amarrado el paquete de periódicos impresos en tinta negra, el lechero deja dos frascos de vidrio transparen te a la puerta y el panadero lleva sus pambazos espolvoreados de harina en una canasta, la cual balancea en su cabeza mientras gira en la esquina el manubrio de la bicicleta, para alejarse pedaleando sobre el asfalto negro.

No son imágenes inventadas, pertenecen al documental The Day is New: Dawn to Darkness in Mexico City que, narrado con la contundente voz de Sheldon Dick, pretende mostrar por qué la Ciudad de México es una de las más modernas y avanzadas del mundo en la naciente década de los cuarenta.

Ciudad de México, vaya nombre estúpido.

Ni siquiera los chilangos venidos de provincia a vivir aquí le decimos así, pero eso a los yanquis les tiene sin cuidado; buscan retratar la estampa de amistad incondicional entre los dos países: George Washington hecho monumento frente a la embajada, la Niké coronando en guirnaldas la Columna de la Independencia, los jardines frente a la Catedral o el ejemplo de constitucionalidad y democracia que es el presidente Ávila Camacho.

—Otra vez soñando despierto, colega.

La voz de José me trae de vuelta a este restaurante-bar del Hotel Reforma, que en el documental se dice es uno de los mejores del mundo, donde todos los días se reúnen viajeros, intelectuales y demás gente de la alta sociedad a tomar tragos para hablar de lo que se habla en esta cuarta década del siglo veinte.

—Detective. —Lo saludo haciendo el gesto de levantarme, aunque él lo desestima con una mueca y se sienta en la silla frente a mí.

En vez de decir “café solo”, pide a la camarera un “ameri cano sin azúcar”, excusándose ante mi escocés porque está de servicio pero sacando de su cigarrera un White Owl, el cual le prendo yo con mi propio encendedor.

—¿En qué estás ahora? —pregunto.

Es como un viejo ritual entre nosotros dos, desde mis tiempos en la gendarmería. José sonríe, se hace esperar por un segundo o dos, como preocupado de que alguien más esté escuchando y susurra: —Un loco.

Lo que en su caso es bastante qué decir.

—¿Y tú? —pregunta, bebiendo un sorbo de la taza que le han servido.

—Tu último caso —digo sin ningún preámbulo. —Felícitas.

No sé por qué José se niega a llamarla Ogresa, Descuartizadora, Espantacigüeñas o Trituradora de angelitos, como hacemos todos.

—Acaban de soltarla.

—Adió.

—Así es —digo—, por seiscientos pesos.

—¿Pese a los testigos y los restos humanos?

—El juez tercero se declaró incompetente para seguir llevando el proceso y el octavo determinó dejar a la partera en libertad bajo fianza, porque no había cuerpo del delito.

—¿Lo compraron?

—Desaparecieron la evidencia y amagaron con denunciar a todas las señoras que la fueron a solicitar.

—Sí, vi los titulares.

Me he terminado el whisky y dudo si pedir otro. José se queda callado, calando lo último de su tabaco mientras piensa en vaya a saber qué cosa.

—¿Y qué vela tienes tú en el entierro? —me pregunta.

Veo el fulgor último de su cigarro antes de apagarse.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir Narrativa / Relato ▶
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Ayer noche ha ido a verme una de las clientas a mi despacho. Es curioso cómo funciona la memoria.

Recordé el petricor, los goterones mojando el suelo seco y los cristales de las ventanas. Si algo tenía la capital era ese clima cálido que de pronto se volvía tormenta tropical.

Mi despacho estaba en la esquina de Londres y Praga, a unos pasos de la avenida Chapultepec, por donde supongo había venido manejando ella, antes de apersonarse frente al portón de la casona estilo barroco francés y dar dos golpes firmes con los nudillos enguantados de una mano, mientras la otra sostenía su paraguas Harrods.

—¿Francisco Armas? —me preguntó en cuanto entreabrí la puerta, asomándome en mangas de camisa, sin gabardina ni sombrero.

Asentí.

Mentiría si dijera que abrí confiado ante la majestuosidad de su porte o su inaudita belleza; lo hice, porque la lluvia me calaba los huesos y vaya usted a saber por qué, pero estaba descalzo. Los calcetines de lana gris estaban negros de tan mojados, lo mismo los dobladillos de mi pantalón.

—Pase usted —supongo que dije o quizá le hice una seña para seguirme mientras corría yo a refugiarme en mi despacho—. ¿En qué puedo servirle?

Rosalía.

Me dijo su apellido, pero no presté atención sino al pla teado de sus ojos. No era una metáfora. Nací con acromacia y no distinguía ninguno de los colores, daría lo mismo si el iris fuese miel, aceituna o aguamarina; para mí, todo ojo claro era un tono distinto de gris. Aunque, en su caso podía jurar le brillaban como plata recién bruñida durante todo el rato que me la quedé mirando, mientras estaba yo descalzo, empapado y escurriendo aterido frente a ella.

Era la única heredera de un magnate de los textiles, amigo de los Ávila Camacho, a quien alguien del círculo íntimo de Ana Soledad le recomendó a Felícitas cuando se enteró de que estaba en estado. No era de su prometido americano sino de un muchacho quien traía las telas por carretera para su padre, desde las fábricas de Puebla.

Fue al edificio de Salamanca, donde vivía Sánchez Aguillón hacía unos meses, a practicarse un aborto; y si sobrellevaba el cargo de conciencia, le resultó imposible en cuanto se dieron a conocer los titulares.

—No puedo perdonármelo —había dicho antes de romper a llorar—. Los retratos de los fetos en el wáter.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir

Fue el muchacho de los mandados, el mismo que la preñó, quien le habló de mí y mis servicios. A saber cómo se había enterado.

—Francisco Armas. Su familia es también de Puebla, del barrio de La Luz, pero se mudaron a la capital hace muchos años. Cuando lo corrieron de la gendarmería puso su despacho como detective privado. Está ahí, donde termina la Juárez, y tiene fama de cumplir siempre con sus encargos.

Eso o algo parecido le habían dicho de mí.

Y yo, que hacía trabajos de mujeres cuya mayor preocupación era seguir al marido para averiguar cuánto costaban el departamento o las joyas de la amante, no supe qué decirle. Asentí en silencio y me quedé de pie sobre el charco en el parqué del suelo a mi alrededor.

Los zapatos seguían junto al perchero donde estaban colgados el saco, la gabardina, la sobaquera con el revólver y mi sombrero.

—Quiero matarla, ése es el encargo.

Y aunque lo dijo sin titubear en primera persona, resaltó el “el” de la frase como diciendo “su”.

Ésa es mi vela en el entierro.

Estoy ante el detective José Acosta Suárez, quien en persona ha detenido a Felícitas y a su amante en la colonia Buenos Aires, justo cuando están por darse a la fuga hacia el puerto de Veracruz.

Tres meses tiene de eso.

José, además de ser mi amigo había sido mi compañero en la gendarmería. Trabajamos juntos hasta que me dieron de baja por golpear a mi superior; lo hice porque el muy cabrón había dejado ir libre a un violador conocido suyo, a quien atrapamos en el acto. Acosta me contuvo para que dejara yo de golpearlo y se puso en medio de los dos cuando el comandante sacó su revólver, preguntando, sin dejar de mirarlo a los ojos: ¿qué quería que dijera el informe?

—Debo darle un recado —respondo al detective, sin de jar de mentirme a mí mismo que es una verdad a medias.

Acosta asiente conforme; no estoy seguro si baja la mirada para ver los posos del café. Por supuesto, no hay ningún presagio ahí, el filtro es tan fino que se ha desvanecido hasta el mínimo rastro de grano molido y el fondo de la taza está vacío.

—Seguro se irá a vivir con el padre de su hija —me dice—. Alberto Sánchez Rebollar, mejor conocido como

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“El Beto”. Tienen un negocio en la calle Guadalajara número 69, un expendio llamado La Quebrada.

José se levanta de la mesa y, dejando un billete que cubre tanto su bebida como la mía, se acomoda el sombrero de fieltro, presto a retirarse antes de concluir:

—Él vive no muy lejos de ahí.

¿Se rompió algo dentro de Acosta cuando me lo dijo? ¿Podía saber mi colega que yo estaba mintiendo? O peor aún, ¿adivinar el encargo de la señorita Rosalía?

No hay manera ya de saberlo.

Se va del restaurante-bar y salgo detrás suyo, él toma un trolebús rumbo a Tacuba mientras yo me voy caminando desde aquel Hotel en Reforma esquina con Milán, por la avenida de los Insurgentes y las calles de Oaxaca y Durango.

Me gustaría decir que la capital tiene una atmósfera urbana, donde el tráfico de los automotores se mueve al ritmo de las bandas de Fletcher Henderson, Duke Ellington, Jimmie Lunceford o Chick Webb, pero el ocaso luce más bien rural. No hay tantos autos como en el centro. Hasta me parece ver, en la calle de Durango, la carreta de un ropavejero jalada por una mula y de algún fonógrafo se alcanza a escuchar “Por un amor”, del maestro Gilberto Parra. Ésa es la tarde-noche en la capital.

La XEFO, además de ser el canal oficial del Partido de la Revolución Mexicana, desquita el subsidio mensual de los yanquis transmitiendo de manera regular conferencias del Ministerio Británico de Información. Mientras tanto, La Prensa vespertina anuncia que han descubierto una célula de espías nazis operando un radiotransmisor a unas calles de donde voy yo caminando, en la misma colonia Roma con sus caminos de tierra apisonada.

Llego a la calle de Guadalajara y doblo a mano izquierda.

Se encienden las farolas, pues comienza a oscurecer. No hay mucha gente en la calle, salvo unos cuantos me -

quetrefes a quienes pregunto por “El Beto” primero y “El Güero” después, que es como lo conocen por el rumbo. Me dan santo y seña, suponiendo soy un reportero o quizás un gendarme de incógnito.

Es así como llego a la casa de Sánchez Rebollar.

Saco mi reloj del bolsillo para ver que son las ocho, aunque se mira entrada la noche, en el barrio no se distinguen luces de cantinas ni salones de baile; de hecho, no hay nada sino unas cuantas luminarias en algunos departamentos y a lo lejos, al fondo de la Avenida Sonora, la negrura deshabitada del Bosque de Chapultepec.

No toco el zaguán, me quedo afuera de la casa fumando un cigarro frente a la ventana de la cocina, pensando lo que voy a hacer con el encargo de la señorita y con mi propia vida pues estoy a punto de tornar en víctima mía a la victimaria de un centenar de criaturas.

En eso estoy cuando de pronto veo que se enciende la luz y, unos minutos después, tras el cristal aparece la misma Felícitas para abrir la ventana de par en par.

Me ve ahí, con la colilla del cigarro en una mano y pregunta sin más:

—¿Eres el ángel de la muerte? ¿Has venido por mí?

No sabría decir si es medio bruja y conoce los arcanos, pero estoy seguro que su presencia no me hace sentir amenazado ni tengo la necesidad de sacar mi revólver.

¿Qué podía hacerme la mujer con sus ojos negros?

Se le ve descuidada, vieja y gorda, harta de todo.

¿Qué le quedaba sin su trabajo de partera, los abortos clandestinos o la compraventa de infantes?

—Pues llegas tarde —me incordia—. Si miras la etiqueta roja, verás que me he bebido el pentobarbital.

Y sin más me cierra la ventana en las narices, mientras intento distinguir entre los papeles sobre la mesa, ¿cuál de todos esos medicamentos grises es el más colorado de todos? ¬

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El blues de la utopía

En esta ciudad la gente usa sombrero para tres cosas: protegerse de la lluvia ácida, cubrirse de las luces neón que emanan de los anuncios holográficos y taparse la cara. Nadie quiere ser reconocido en las calles. Por lo menos era lo que veía desde la ventana del aerotaxi al sobrevolar las puntas de los edificios.

Me dirigía al lugar donde, pensaba, obtendría las respuestas que buscaba. Tal vez ahí encontraría al demente detrás de todo.

¿La víctima? Un joven vintari, de unos doscientos años, llamado Nezclk. La policía había encontrado el cuerpo en frente de la tele, con sus sesos azules esparcidos por todas partes. Aunque no me gustaba decirlo en público, era como si a una cucaracha de dos metros le hubieran machacado la cabeza. No se encontró ningún arma con la que pudiera haberse suicidado o algún indicio de que alguien hubiera estado allí con él en el momento de su muerte. Las ventanas y paredes estaban intactas, por lo que no era posible que el homicida fuese un francotirador, suponiendo que era un asesinato. ¿Su cabeza había explotado de la nada? No lo creía ni un segundo, por lo que pedí un análisis de sangre.

Poco después, gracias a la tecnología del siglo XXII, llegaron los resultados: la gran mayoría de los órganos de Nezclk estaban infectados por un peculiar hongo tecnoorgánico. ¿Cómo llegó? Al tratarse de algo artificial, pudo ser introducido en su cuerpo por alguien o algo. Microdrones, restaurantes de comida rápida manejados por biomafias, algún fetiche sexual con la cibernética, había muchos lugares donde buscar.

Afortunadamente, no pasó mucho antes de averiguar la siguiente pista: drogas. Según la pareja de Nezclk, Axanackl, los dos consumían de todo, desde lo más simple como marihuana terrestre hasta lo más exótico que pu dieran costearse, como la especia de los gusanos de arena. Cada fin de semana, los enamorados visitaban un pequeño

club en el centro de la ciudad llamado El Moebius, donde se inyectaban diferentes drogas.

Por inercia, decidí visitarlo para ver qué información podía obtener. Era un lugar irritantemente colorido, con lámparas flotantes parpadeando a cada instante y música electrónica a todo volumen. Strippers mutantes de dos cabezas bailaban encima de la tarima mientras que, en los bordes, hombres vestidos de cuero disfrutaban el espectáculo y se aplicaban sustancias de cuestionable procedencia en los ojos. “La lujuria en todo su esplendor”, pensé mientras negaba con la cabeza.

Al caminar entre todo ese bullicio, escuché algo que atrajo mi atención:

—Sí, hermano, es la nueva moda. Mi primo dice que es el viaje más lúcido que ha tenido en su vida.

—Y… ¿es seguro?

—¡Por supuesto! Sólo coges la jeringa de aquí, te metes los hongos por la nariz y ¡Pumba!: un mundo entero a tu disposición.

Giré para ver a dos jóvenes lacernianos: uno grande y fornido con escamas amarillas y el otro flaco y encorvado de escamas moradas. De inmediato, me acerqué a ellos, mostrándoles mi placa.

—Hola, muchachos —dije con una sonrisa forzada—. ¿Les puedo preguntar algo?

Los dos cruzaron miradas, tragando saliva.

—¡No estábamos haciendo nada, se lo juro! —empezó a chillar el amarillo—. Acabamos de llegar, no nos hemos metido nada aún. Por favor, no puedo volver a la cárcel.

—Tú coopera y olvida que pasé por aquí. —Miré la pequeña mesa frente a mí. Sobre ella había un contenedor esférico de vidrio con un líquido negro conectado a una jeringa—. Háblenme de esto.

—Es…un nuevo hongo alucinógeno, La utopía —dijo temblando el reptil morado—. Se introduce en la nariz

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para poder llegar al cerebro. Una vez ahí, ves un lugar, una ciudad con edificios blancos, fuentes cristalinas, cielo azul sin ningún rastro de contaminación…Todos los que la han probado dicen ver lo mismo. Bingo.

—Y ustedes… ¿Lo han probado?

Los dos negaron con la cabeza desesperadamente. —Muy bien. Una última cosa: ¿Saben de dónde viene o quién lo provee?

—Éste es el único lugar de la ciudad donde lo venden… o eso dijo su primo —dijo señalando a su amigo musculoso.

—Gracias, caballeros.

Terminé sonriendo de oreja a oreja. Era un buen inicio. Mientras los dos lacernianos salían corriendo, empecé a recopilar todo lo que sabía. El hongo, La utopía, provocaba alucinaciones. ¿Y si alguien transmitía esas imágenes a los consumidores? Al fin y al cabo, era una máquina. ¿Con qué

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▶ Luis Abaid. SerieTimelessHongKong.FOTOGRAFÍA (2022).
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propósito? Suponía que la droga había hecho que el cerebro de Nezclk explotara, lo que significaba que cualquiera que la consumiera podría sufrir el mismo destino. Tenía que actuar rápido si no quería más cuerpos en la morgue.

Surgió una idea rápida. Esperando que la música resguardara el sonido, le di un fuerte golpe al cristal del contenedor, el cual se quebró y el líquido negro empezó a derramarse. Me apresuré a alejarme del sitio.

Estuve ahí unos largos minutos, observando atentamente el lugar. Finalmente, un robot de servicio se percató del gran charco oscuro en la mesa, por lo cual extrajo el contenedor y se dirigió hacia la parte trasera del club, lo seguí dando zancadas y bajándome el sombrero a la altura de mis ojos. El robot llegó a una pared al lado de un bar, don de una puerta metálica se abrió automáticamente. Logré entrar a duras penas antes de cerrarse.

Al otro lado, encontré una bodega grande, repleta de estantes rojos con cajas de cartón encima. Mirando que no hubiera ninguna cámara, me desplacé por el lugar, a las espaldas de los robots que rondaban la zona. Por pura curiosidad, decidí abrir una de las cajas en donde había frascos llenos de pastillas multicolor. ¡Era una bodega de drogas! Tendría que informar a mis superiores de esto, pero por ahora sólo tenía un objetivo. Identifiqué al robot con la esfera rota, el cual se acercó a la última fila de estantes. Por una casualidad algunos drones de carga estaban sacando cajas de un camión, frente a una figura encapuchada con una túnica verde. Entrecerré los ojos, la tela de su vestimenta parecía estar llena de pequeños bultos oscuros…del mismo color que La utopía. Saqué el blaster de mi gabardina.

—¡Quieto! ¡Policía! —grité, sosteniendo el arma entre mis manos.

El de la túnica no perdió tiempo para saltar a la parte de atrás del camión y golpear una de sus paredes. Al instante, el motor se encendió y el vehículo despegó del suelo. Corrí lo más rápido que pude hacia él, pero salió volando de la bodega.

Sin perderlo de vista, paré un aerotaxi.

—Siga a ese vehículo —le dije al conductor con cabeza de pulpo. Una frase cliché, pero efectiva.

Estuve tenso todo el camino, asegurándome de estar a cierta distancia para que no nos viera. Una media hora después, a las afueras de la ciudad, el vehículo paró en un edificio abandonado. Parecía ser propiedad de una vieja

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compañía de computadoras e IA. El nombre de la empresa era familiar: M4C0ND0 SYSTEMS. Leí en alguna parte que cerró al ser la responsable de un virus informático que casi deja a todo el planeta sin electricidad.

Le dije al taxista que parara a unas cuadras del edificio. Estaba en medio de un barrio oscuro y solitario apenas iluminado por la luna. No había ni un alma cerca.

Antes de entrar en el gran edificio, mandé un mensaje al cuartel, explicándoles todo lo que descubrí y que, si estaba en lo cierto, mandaran refuerzos. Luego suspiré, me froté las manos y me adentré en aquella jungla de cristal derruida.

Parecía una película de terror: cables colgando del techo, mugre y musgo cubriendo completamente las paredes, luces destrozadas en el piso, pilas de computadoras desecha das en cada esquina…no me hubiera sorprendido si algún fantasma cibernético me saltara.

Empecé a subir los pisos cautelosamente, tratando de no hacer ningún ruido que delatara mi presencia.

Estuve así por una media hora más, en la cual sólo se oía el viento golpear con el vidrio de las ventanas restantes. Al llegar al penúltimo piso, justo cuando pensé que no encontraría nada y era un callejón sin salida, escuché voces arriba. —¡Larga vida a la utopía electrónica!

Eran hombres y mujeres, todos humanos. Estaban rezando en coro. Sin bajar la mirada, saqué mi blaster y em pecé a ascender. Los rezos siguieron, acompañados de sonidos eléctricos y viscosos. ¿En qué me había metido? ¿Un culto enfermizo? Odiaba los cultos.

El último piso era diferente a los demás. Asomándome por la esquina de una pared, pude ver que se trataba de una gigantesca oficina decorada con muebles, pinturas y bibliotecas, además de un gran escritorio que tenía vista a toda la ciudad. Me llevé la mano a la boca al presenciar por lo menos una docena de personas, desnudas, tallándose en el cuerpo símbolos con cuchillos afilados. Pero lo que más me sorprendió fue una masa negra y gelatinosa colgando del techo, moviéndose al ritmo de los cantos y alumbrando a los cultistas con pantallas de computadora incrustadas en su cuerpo.

—SIGAN, HIJOS MÍOS, SIGAN. PRONTO ESTE PLANETA SE CURARÁ DE SU ENFERMEDAD — decía una voz sintética. Simultáneamente, todas las pantallas mostraron imágenes de diferentes especies alienígenas sin cabeza—. LAS DEMÁS RAZAS CONOCERÁN

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A LOS AMOS DE ESTE UNIVERSO, LOS PUROS, LOS PERFECTOS, LOS DIOSES DE LA TECNOLOGÍA: ¡LOS HUMANOS!

Los cantos se hicieron más fuertes al tiempo que, de la masa negra, caía un líquido oscuro dentro de un recipiente circular. Las pantallas cambiaron de imagen, mostrando exactamente lo que el lacerniano había descrito: una utopía. Todo cobró sentido repentinamente. Era esa supercomputadora, entidad o lo que fuese, la causante de todo. Ese caos debía terminar de inmediato.

Preparándome para correr, disparé con mi blaster a las pantallas de la masa, las cuales estallaron en mil pedazos. Oí un rugido eléctrico.

Los cultistas se voltearon hacia mí, expulsando espuma por la boca.

—Perdón, buscaba el baño.

Salí disparado de allí, perseguido por gritos de furia.

Toda mi piel estaba palpitando y mi corazón se estaba acelerando como el propulsor de una nave. Los cultistas agitaban sus cuchillos en el aire, como una bandada de cavernícolas caricaturescos ¡Dios mío! ¿Sería éste mi fin?

Pateé la puerta al final de las escaleras, la cual daba a la punta del edificio, un helipuerto circular. De inmediato, me

recosté contra ella, dejando caer todo mi peso para que esos psicópatas no pudieran pasar. Pero ellos eran más fuertes.

Caí de espaldas en el momento que salieron gruñendo y mostrándome sus dientes llenos de líquido negro. Al parecer disfrutaban realmente del hongo de su maestro, sin la presión de que sus cabezas explotaran.

—¡Atrás! —grité mientras me arrastraba, apuntándoles con mi blaster. Pero ellos no pararon.

Segundos después me encontré en el borde del helipuerto. Cerré mis ojos. Había sido una buena vida… —¡Ésta es la policía de Nueva Bacatá! —Abrí los ojos para presenciar un helicóptero iluminándome la cara, casi dejándome ciego—. ¡Bajen las armas inmediatamente! —Gracias al cielo —grité, apuntando a la noche—. ¡Dios sí existe!

Todo se resolvió antes del amanecer. Los cultistas fueron arrestados y condenados a cadena perpetua. La masa negra con pantallas fue desmantelada, aunque no se encontró ningún rastro de una IA. Aún me pregunto si destruí a su maestro o si sigue allí afuera. El Moebius cerró una semana después debido a que la policía encontró muchas drogas ilegales. En cuanto a mí, sigo mirando las calles pintadas de neón, preguntándome qué se estará ocultando a simple vista. ¬

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▶ Luis Abaid. Serie Timeless Hong Kong: Snapseed. FOTOGRAFÍA (2022).

Sombrío

Del puño tutelar un dedo prófugo de color esquelético y proceder cadavérico acaricia el rostro comburente de la ira; se deleita de crepitantes vituperios y culmina en evanescencias orgásmicas de gemidos grises. Fumo el silencio enardecido, la oscuridad pronuncia mi nombre, escucho la marea frente al acantilado. El lobo depreda al pez acorralado, aullido sanguinario. Destazo atroz del lozano texto hendido por el colmillo cruento, punzante, que resquema concepto; espectral silueta que manifiesta un álgido contorno de luna como navaja que vierte el asesino en el vaso de vino venal transido. En el ocaso del sol herido tras ido, el asesino vierte el colmillo en el hendido cuello. Vampírico acto, dantesco advenimiento, en el infierno resuena la infame poesía; soy la voz que al paranoico mentía. Orquesto, en compases adosados, crueles susurros de vivaz cercanía y contemplo de invidente la agonía. Cincelo memorias de tortura; dedico una sublime letanía a fatal selecta compañía. Conozco del abismo la hondura y sé que las sombras artífices claman cuando los altivos claudican

y los orgullosos me imitan. Soy el fantasma oculto en la letra que escribe al tiempo que lees. Interrogo al espejo; torna una palabra, una mirada de póstumas cicatrices, una herida de pestañas mordaces, un cadáver de vivas sensaciones, un esqueleto de muertas palpitaciones; en el cementerio, lápidas vulnerables, tan castigadas por la Muerte, que las abandona a su suerte. Soy de térrea pena el consuelo, soy el horror dichoso del cielo y el hedor que desprende la carne expuesta, y el reloj que comprende la brecha dispuesta sobre el occiso en tétrico ángulo de cara a la cámara descompuesta por el sórdido atractivo del pómulo.

La esperanza exilia a estos cuerpos perdidos; soy el volcán de cuya lava son revestidos, pero una lava silente, de un eruptivo silencio, expelido por inhumanas sutilezas; relegado a llamas umbrosas. Demente con tacto: metáforas insanas. De mente contacto: ¿Callas o llamas? Soy la misericordia del condenado a quien el injusto existir ha enjuiciado. Frente a mí, la efigie desollada llora la hora humillada. La contraportada cierro descreída en un rapto de liderazgo suicida. ¬

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir Poesía ▶
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La transmigración de la costumbre: Reseña de Latransmigracióndeloscuerpos, de Yuri Herrera

Cuando conocí a Yuri Herrera en la presentación de La transmigración de los cuerpos en 2013 tuve la ocurrencia de llevar Trabajos del reino para que la dedicara también. Preguntó mi nombre para escribir en el ejemplar de La transmigración …, se lo dije y pareció recordarlo de Twitter o por ahí. Impertinente, solté algún dato inútil sobre mi currículum y la entrevista acabó abruptamente. Quizá en ese momento cumplía ciertos compromisos editoriales o simplemente no estaba de humor, el caso es que tomó Trabajos mostrando cierta nostalgia, pero también algo más que no pude descifrar, y dijo algo así como: “Es la primera edición” y me lo devolvió. Un libro con dedicatoria, no dos. ¿Qué fue lo que ocurrió ahí? Es simple, hasta hilarante: si yo hubiera sido uno de sus personajes, me habría asesinado.

Suelen compararlo con Rulfo. Críticos, colegas, lectores nacionales y extranjeros sueltan el lugar común: “Recuerda a Rulfo”, y luego el paliativo: “Guardando las distancias”. La comparación suele limitarse a su artificio con el lenguaje, el de un artesano, no, más bien el de un joyero. Pero sus temas y personajes también evocan a otro grande. Carlos Fuentes, sin el tema de lo fantástico, aparece también como referente de Herrera, cuyos personajes oscilan de trotadores de cantinas hasta duros que cuadran al mundo. Las relaciones que teje entre nichos sociales establecen un discurso en torno al poder definido por jerarquías que asientan, áridos y brutales, sus microcosmos narrativos: “Makina hablaba las tres [lenguas], y en las tres sabía callarse”, nos dice en Señales que precederán al fin del mundo ; rasgos, la jerarquía y el abolengo poniendo a cada uno en su lugar, que están presente en sus novelas, y en los cuentos anteriores a ellas, como ecos de otros tiempos, pero con el mismo cinismo con que siguen operando en la realidad misma, quizá porque el mundo a veces funciona así: mediante costumbres.

Me interesaba destacar ese asunto menos espectacular, más propio del alumno refundido en estudios comparativos que era en 2013, que del intrépido y valema -

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir Reseña / Libro ▶
La transmigración de los cuerpos Yuri Herrera Editorial Periférica, 2013. Cáceres, España. 134 pp.
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drista ensayador de conexiones (que nunca fui). Desde la primera vez que leí a Herrera llamó mi atención el desarrollo costumbrista que presentaba en su narrativa, pero enmarcado por premisas o contextos insólitos e inusuales que recordaban más a los procedimientos de lo fantástico. En La transmigración dejaba de lado la orfebrería alegórica que magnificó sus dos novelas anteriores para traernos un experimento centrado en las palabras, en los significantes, pero también en la vi sión costumbrista de una ciudad sumida en una epidemia de ciencia ficción y, sobre todo, en la conducta que adoptarían los grupos de crimen organizado al operar en dicho contexto. La Ciudadcita es a la vez tema y personaje que posibilita el desarrollo de la trama que tejen el Alfaqueque, el Delfín, la Ingobernable y las demás criaturas que pueblan las páginas. La ciudad habla usando nuestras mismas frases y sus reflexiones golpean en medio de hechos simples en torno a los personajes:

Todos valemos lo mismo, no importa si crees en yerba ardiente, en pájaros jariosos, en libros enterrados, en la lana, en el verbo o en la verga, todos tenemos un espacio aquí. No, qué, él sabía: la regla era Me vale madre lo que hagas, nomás no te me quedes viendo, cabrón.

En la década de los sesenta, teóricos como Greenblatt postularon que la literatura no refleja pasivamente la Historia sino que interviene en ella desde el momento en que la representa. La mímesis va acompañada de intercambios culturales colectivos que el lector se apropia, de modo que la literatura no se concibe como un ámbito separado de la práctica social. Sin profundizar en estos pormenores teóricos, la ciudad de Herrera nos presenta este intercambio que a cuentagotas revela algunas de las maneras y conductas que tienen quienes viven en ella, a la par que despliega esa joyería semántica que mencionaba antes:

Hubo otras épocas de la ciudad en que la gente se moría a carretadas, pero en ese entonces era por tuberculosis a sueldo o por derrumbes a destajo, normal. Quizá porque la vida era corta, la gente de la ciudad había aprendido a no meterse en lo que hicieran los otros [...] Quizá también por eso eran tan afectos a las buenas formas, buenosdiar y comolevar y primerodiosar y muyamabliar todo el día, para poner distancia.

Así hablábamos en la Ciudadcita (que podía ser Pachuca, pero también cualquier ciudad provinciana de

México) y mientras a nosotros no nos sorprendía ver en papel frases como: “Tienes la boca atascada de razón”, para el lector externo enmarcado por un 2013 ajeno a las transformaciones sociales que vendrían, ese lenguaje debía ser un festín cultural, una nueva complicidad y no lo que ahora consignan algunas reseñas en Goodreads: una desconexión. Es cierto que las lecturas actuales que enfatizan la moralidad han ampliado nuestras perspectivas sobre ciertos temas, pero a costa de dar demasiado peso al puritanismo: a una censura, una desconexión, una preferencia por la linealidad y un desdén por cualquier capa de lectura que busque explorar más allá del subtexto.

Parte de su éxito se debió a que recordaba puntual mente a los grandes maestros, Rulfo y Fuentes, sí, también Arreola, Ibargüengoitia, pero su voz seguía siendo personal. Una apuesta estilística importante era navegar a contracorriente en plena era del intertexto. Herrera es un joyero, toma materiales concentrados, caros en sí mismos, palabras y frases del slang popular llenas de fuerza autónoma, y les asigna formas caprichosas que sin embargo el usuario final carga con naturalidad, como si fueran hechas para ellos, como si fueran hechos por los lectores mismos. Es el poder del contexto. Todo éxito [y toda desconexión] es un malentendido . Los intercambios entre texto y sociedad se multiplican a través del tiempo. La creación escrita adquiere legitimidad y, al mismo tiempo, se convierte en materia arqueológica del porvenir, y esto conecta a La transmi gración con otras obras del pasado, como Salón de belleza de Mario Bellatin, y de su porvenir, como el actual auge de narraciones costumbristas enmarcadas por lo especulativo.

se acercó a darle un beso, y cuando estaba a punto de hacerlo se volvió hacia un lado y estornudó en la parte interna del brazo. / A lo mejor en el futuro la gente ya no se acordaría de cómo fue que todos empezaron a hacerlo así, en vez de taparse la nariz con las manos. Tenía que llegar un susto de a deveras para que algunos gestos prendieran y luego quedaran como cicatrices que parecen siempre haber estado ahí.

El hecho es que esta novela, quizá sin planteárselo, propuso convertirnos en objeto histórico. Este secreto velado en torno a lo que somos los conciudadanos, puesto en evidencia mediante rasgos de costumbres y relaciones jerárquicas, es lo que ubica a La transmigración de los cuerpos en el mismo nivel altamente lírico y alegórico de sus dos novelas anteriores, a pesar de que sus temas más superficiales y su artificio lingüístico parecen enfocar nuestra atención lectora en otros aspectos. ¬

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Autorvs

Yuri Herrera (Actopan, 1970). Escritor, académico, traductor y editor. Maestro en Creación Literaria por la Universidad de Texas, El Paso y doctor en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad de California, Berkeley. Ha colaborado en revistas como Etcétera, La Jornada, Letras Libres, Eñe, El Malpensante, Rio Grande Review y Border Senses, entre otras. Autor de las novelas Trabajos del reino, Señales que precederán al fin del mundo y La transmigración de los cuerpos y de los libros de cuentos Talud y Diez planetas. Con su primera novela obtuvo el Premio Binacional de Novela Border of Words 2003 y el Premio Otras Voces, Otros Ámbitos España 2009. Fue finalista del Premio Inter nacional de Novela Rómulo Gallegos 2011. Además, obtuvo el Premio Anna-Seghers Alemania por la traducción de sus tres novelas. Es editor fundador de la revista El Perro y profesor de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans.

Hilario Peña (Mazatlán, 1979). Escribió la novela policiaca Detective Malasuerte (Océano, 2019) y el western Un pueblo llamado redención (Grijalbo, 2017), libro merece dor del Premio Bellas Artes “José Rubén Romero” 2016. Su manual de escritura creativa, El asesino de las mil caras (FOEM, 2019), obtuvo mención honorífica en el X Certamen Internacional de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz” 2018. Vive con su esposa e hija en Tijuana, ciudad a la que llegó para trabajar como ingeniero y donde se convirtió en escritor.

Javier Avilés (Barcelona, 1962). Autor-editor del blog de crítica literaria El lamento de Portnoy, ganador en su momento del premio al mejor blog literario concedido por Revista de Letras en 2011. Ha publicado dos novelas que suscitaron elogiosas críticas: Constatación brutal del presente (Libros del Silencio, 2011) y Un acontecimiento excesivo (Rango Finito, 2016). Algunos de sus relatos han formado parte de recopilaciones como Mi madre es un pez (Libros del Silencio, 2012), Tiros Libres (Lupercalia, 2014), Combus tible Lovercraft (Orciny Press, 2017) y otros pueden leerse a través de la página web de Enrique Vila-Matas.

Romina Riquelme Maturana, “Romy Riq” (Chile, 1985). Poeta y artista visual. Ha diseñado portadas de libros, ha publicado sus cuentos en dos antologías hechas en AL CIFF y un poemario bajo el título de “Lelikelen” por Liz ediciones.

Luis Abaid (México, 1984). Practicante de fotografía creativa desde hace 15 años. Ha realizado proyectos de fotografía documental, corporativa, de marca, retratos, paisajes y arte fino. Actualmente reside en Hong Kong. IG: @luis_abaid_photo.

Alma Mancilla (México) Escritora. Su obra ha sido merecedora, entre otros, del Pre mio Nacional de Cuento y Poesía Benemérito de América (2001), del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (2011), del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero (2018) y del Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola (2022).

Ricardo Bernal (México). Cuentista, poeta y profesor de cursos chingones desde 1992.

Eva Van Kreimmer (Chile). Autora de la novela de ciencia ficción El asesino del Trauco (Sietch, 2022), la novela Sybille (2020). Ha participado en antologías como Deathward de fan tasía oscura, 8 voces de ciencia ficción y temáticas LGBTIQ y Carnívoras. Relatos zombis escritos por mujeres. Utiliza sus conocimientos técnicos, junto a sus visión feminista y defensora de los derechos LGBTIQ, para crear historias que visibilicen conflictos de forma cercana.

Ramón López Castro (Estado de México, 1971). Sus libros publicados más recientes son: El corto verano del cuervo (FOEM, 2016); A rostro desnudo (An.Alfa.Beta, 2018) y Sol de la incertidumbre (UANL / An.Alfa.Beta, 2019). Es miembro del Seminario de Estéticas de la Ciencia Ficción (CENIDIAP, INBAL) y cofundador del Círculo Love craftiano y de Horror de la Ciudad de México.

Daniel Bernal Moreno (Toluca, 1978). Cuenta con estudios de escritura creativa en la Universidad del Claustro de Sor Juana y el INBAL. Cursó el diplomado de Creación Literaria en la Escuela de Escritores Mexiquenses Juana de Asbaje. Becario PECDA en 2015 y 2017. Autor de Todos estamos aquí (BUAP, 2018) Mención honorífica Laura Méndez de Cuenca 2017 en la categoría de cuento por Entonces vimos llover (FOEM, 2019). Autor de Líbranos del fuego, novela de próxima publicación. Colaborador en las revistas Castálida e Intacto.

Bernardo Monroy (Ciudad de México, 1982). Es escritor y periodista en El Heraldo de León y otros medios digitales. Ha publicado las obras Slasher, El gato con Converse, Locos en el poder y varios cuentos en diversas publicaciones impresas y electrónicas. Publica semanalmente la columna “Para matar… el tiempo” sobre crímenes reales, y es titular de dos podcasts.

Carlos Scotto (Perú). Genetista y biotecnólogo a cargo de la investigación con organismos transgénicos y edición de genes, también es escritor de ciencia ficción dura.

Diego Castillo Quintero (Tepeapulco, 1983). Escritor originario de Tepeapulco, Hidalgo. Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay 2007. Ha publicado los libros de cuento: La batalla de las luciérnagas y Las Furias.

Julio Romano (Ciudad de México, 1983). Maestro en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana, doctor en Letras por la UNAM. Autor del libro de cuentos No verás el alba (2014). Ha publicado en revistas como Texto crítico, Pirandante, Revista de literatura mexicana contemporánea, Cuadernos fronterizos, Este país y Confabulario. Al guna vez fue becario del FONCA. Le va al Necaxa.

Enid Carrillo (Pachuca). Autora de La noche nunca termina (2019) y editora en Casa Futura Ediciones. Becaria FONCA 2021-2022 en la especialidad de cuento.

Sinead Marti (Hidalgo, 1993). Ganadora del Premio Estatal de Cuento Ricardo Ga ribay en 2019 con su obra La impronta de los patos sin plumas. Actualmente es becaria del Programa de Jóvenes Creadores del FONCA en la categoría de cuento.

Eduardo Islas Coronel (Pachuca, 1993). Poeta, narrador y docente. Licenciado en Ingenie ría Mecatrónica por la Universidad La Salle Pachuca. Maestro en Ciencias en Automatización y Control por la UAEH. Becario PECDA en 2018. Su obra No sé por dónde empiezan a romperse los objetos obtuvo el Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2018. Textos suyos aparecen en diversas revistas y antologías estatales y nacionales de literatura.

Anaid Galvez Zaldivar (Pachuca, 1995) Escritora, docente, fotógrafa y melómana. Gana dora del Premio Estatal Ricardo Garibay 2022 con el libro de cuentos El punto Jonbar.

J. P. Medina (Guadalajara). Empleado general y escritor de pacotilla. 33 años dando mantenimiento a este puente entre la imaginación y el mundo en el que vivimos. Escribe sobre las pequeñas cosas mágicas que habitan dentro de la cotidianidad.

Daniel SanMateo (México-Francia) Autor de Luciérnagas en el desierto y de Libro de los secretos. Ha publicado cuento en Axxón, Espejo Humeante, Teoría ómicron, Penum bria, Luvina, Opción, Nudo Gordiano entre otros.

Liliana López León (Mexicali, 1984). Es doctora en Medios, Comunicación y Cultura por la Universitat Autónoma de Barcelona. Es maestra en Estudios Socioculturales y Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UABC. Le gusta la ciencia ficción y las bicicletas clásicas.

Olivia Guarneros (Puebla, México). Premio de Cuento Mujeres en Vida 2017, Concurso Iberoamericano de Cuento Ventosa-Arrufat y Fundación Elena Poniatowska Amor 2020. Mención honorífica en el VII Concurso de Periodismo Gonzo 2021, así como el Quinto Concurso de Cuento Corto FENALEM 2022. Sus textos han aparecido en revistas y antologías diversas.

Marcos Macias Mier (México). Físico, lector de ciencia ficción y analista de datos. Sus textos han aparecido en las revistas Penumbria y Zompantle.

Julio César Reséndiz Esparza (Ciudad de México, 1980). Participa en el taller Gran Colisionador de Textos Especulativos. Ha tomado talleres de escritura en la Casa de la Primera Imprenta de América. Gusta de la lectura y salir a bares con Alien y Depredador.

Carlos A. Huerta (México). Escritor mexicano. Le gusta escribir reseñas de películas en Twitter. Entre sus colaboraciones se encuentra la extinta revista Oajaca, además de tra bajar como escritor y editor de algunos webcomics. Actualmente se encuentra trabajando en su primera novela.

Jorge Pérez (México). Licenciado en Administración y Técnico en computación egre sado de la UNAM. Publica cuentos cortos en su blog y microcuentos en Twitter bajo el usuario @T_contare.

José Luis Ramírez (Puebla, 1974). Ingeniero Industrial en Electrónica. En 1998, recibió el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. Ha sido publicado en Los Mejores Cuentos Mexicanos, así como en distintas antologías, revistas y fanzines de ciencia ficción.

Mical Karina García Reyes (México). Bióloga, con estudios de maestría en Ciencias Bioló gicas por la UNAM. Ganadora del Premio Imaginarias 2022. Integrante del taller Gran Coli sionador de Textos Especulativos desde 2020. Sus microficciones y relatos pueden encontrarse en diversos digitales, como Cósmica Fanzine, Especulativas, Anapoyesis y Penumbria.

Samuel Varón Peña (Colombia). Fanático de la ciencia ficción y la escritura. Explora las culturas y su relación con el mundo y la naturaleza, además de preguntarse sobre la tecno logía en el futuro y las razas alienígenas aún desconocidas. Desea vivir en una casa hobbit.

Damián Malafé (México) Entusiasta de la literatura, la filosofía y la música. Lector absorto en el romanticismo oscuro, la literatura decadentista, la poesía pura y literatura de vanguardia.

Román Nina, “El caza ratas” (Bolivia). Autor de comics, animador 2D e ilustrador.

Álvaro Fernández Melchor (Aguascalientes). Artista plástico especializado en arte contemporáneo. Explora temas como la caricatura, el neoconceptualismo, el arte povera y algunas otras expresiones propias de los medios alternativos.

Diego L. Lavagnino (Guatemala, 1994). Pintor y escultor guatemalteco. Artista al que le gusta ver lo natural de las cosas desde su esencia. Su obra va de lo figurativo a lo abstracto.

Zacarías Zurita Sepúlveda (Linares, 1980). Profesor de Historia, Universidad de Playa Ancha. Escritor, melómano y cuasi músico. Fundador de Espejo Humeante y del fanzine Letras Públicas

Rafael Tiburcio García (Villahermosa, 1981). Escritor, melómano y locutor. Edita Espejo Humeante y, ocasionalmente, hace podcasts. Ha colaborado en antologías y revistas de México, Chile, España, Estados Unidos y Perú. Autor de Cuentos de bajo presupuesto (2014) y Rabia | Ikari (2015). Mención honorífica en el Premio de Cuento Imaginación y Futuro 2021 de MexiCona. FB, TW, IG: @juancorvus.

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir
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CONVOCATORIA Mundos mejores

La revista Espejo Humeante INVITA a participar en su décimo cuarto número mediante las siguientes:

BASES

1. Podrán participar autores e ilustradores de cualquier edad, género y nacionalidad presentando un trabajo original escrito en español, o en cualquier idioma o lengua originaria siempre que incluyan su respectiva traducción al español, cuyo tema sea: MUNDOS MEJORES.

2. Los participantes enviarán un único texto de ciencia ficción u otras variedades especulativas que propongan historias que ensayen o imaginen soluciones a problemas sociales, ambientales o personales a partir del ejercicio humanista de la ciencia, los avances tecnológicos o los actos políticos activos; historias en las que la bondad, la resistencia o la rebelión contra lo injusticia y la desigualdad constituyan una elección que afirme la humanidad de los personajes. Si bien aceptamos textos de cualquier tono, daremos preferencia a aquellos que desarrollen los contrastes y aspectos propositivos o esperanzadores por sobre aquellos que sólo prioricen los desarrollos emotivos o aquellos que únicamente emulen superficialmente el optimismo de la época dorada.

3. Recibiremos colaboraciones de los siguientes GÉNEROS:

o Cuento / Relato: máximo 2000 palabras.

o Ensayo / Artículo / Crónica: máximo 2000 palabras.

o Reseña: máximo 700 palabras.

o Microficción: máximo 500 palabras.

o Poesía: máximo 500 palabras o 90 versos.

o Artes visuales: hasta 5 ilustraciones (tema libre).

4. El texto deberá enviarse en un archivo de Word escrito en fuente Times New Roman, a 12 puntos. El documento no de berá incluir el nombre del autor y deberá nombrarse según el siguiente formato: “[Género]-Mundosmejores-Título.docx”.

Ejemplo: “Cuento-Noir-Demonionegro.docx”.

Ejemplo: “Cuento-Mundosmejores-Demonionegro.docx”.

5. Para ARTES VISUALES, recibiremos de 1 a 5 ilustraciones, preferentemente del mismo estilo, en formato .jpg o .png, con un tamaño mínimo de 1000 y máximo de 3000 pixeles por lado. Cada imagen deberá nombrarse según el siguiente formato: “Autor-Título-técnica-año.jpg” o “.png”.

Ejemplo: “NormaPerez-Druidas-digital-2022.jpg”.

6. Los textos e ilustraciones se enviarán a través del siguiente formulario de Google: https://forms.gle/1PLV3BFJimPjZ8H49

Además de cargar su participación en el formulario, se les soli

citarán su nombre artístico, semblanza breve y otros metadatos. Toda la información que proporcionen será tratada con absoluta confidencialidad por parte del comité editorial y sólo se dará a conocer aquella estrictamente necesaria para la difusión de los trabajos que resulten seleccionados.

7. El formulario permanecerá abierto para la recepción de colaboraciones del 28 de octubre al 13 de noviembre de 2022.

8. Los autores e ilustradores seleccionados serán dados a co nocer en el sitio web y las redes sociales de la revista la última semana de diciembre de 2022. Salvo casos muy específicos, no hacemos notificaciones personalizadas, por lo que sugerimos a los participantes seguir nuestras redes y sitio web para conocer los resultados de la convocatoria.

9. Los autores seleccionados aceptan que el material de su au toría sea sometido a las correcciones pertinentes de estilo, forma o fondo, en caso de que el comité lo considere necesario. Espejo Humeante procura mantener un cuidado editorial riguroso, siempre en beneficio de la obra, por lo que no participar en estas revisiones y sugerencias será motivo de descalificación.

10. Los trabajos se publicarán en febrero y abril de 2023.

11. Espejo Humeante es un proyecto independiente, sin fines de lucro y de publicación gratuita; por tanto, no ofrecemos pago por los textos.

12. Sobre los derechos de autor: los escritores e ilustradores publicados conservan todos los derechos sobre sus obras en todo momento y pueden reproducirlas en otras publicaciones; sin embargo, solicitamos que, por respeto a nuestro trabajo editorial nos otorguen un periodo de exclusividad de dos meses para promoción y difusión. Asimismo, son responsables de las opiniones que expresen. La responsabilidad sobre la legitimidad de los derechos de propiedad intelectual o industrial correspondientes a los contenidos aportados por quienes envíen material para su publicación, recae exclusivamente en quienes los envían, y de ninguna manera sobre la revista o el comité editorial.

13. El comité editorial está facultado para descalificar cualquier colaboración que no cumpla con los requisitos de esta convocatoria y no estará obligado a dar razón del rechazo de ningún trabajo. La participación implica la aceptación de todas las bases.

Contacto: espejohumeanterevista@gmail.com https://espejohumeanterevista.wordpress.com Facebook, Youtube, Issuu: @EspejoHumeanteR Twitter, Instagram: @EspejoHumeanteR

REVISTA ESPEJO HUMEANTE #13 / noir
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