6 minute read

Onirigramas

Next Article
Instrucciones

Instrucciones

Iliana Vargas (Número 7, Transhumanismo. Octubre de 2020)

Nos habíamos conocido pocos meses antes y esa tarde nos encontramos por casualidad afuera de un teatro. Decidimos ir a tomar algo y empezamos el paseo platicando de tu trabajo y el mío; de los cambios cada vez más radicales del clima sobre la Tierra y sus manifestaciones en los géiseres que habían estado brotando en distintos puntos de la ciudad durante las últimas semanas; del caos y el autoexilio de miles de personas hacia quién sabe dónde; de las extrañas aves que habían estado migrando a la ciudad desde entonces; de los árboles que, quizá alebrestados por esta energía subterránea, crecían más frondosos y altos, con ramas y hojas que daban la impresión de estar hechas de materia indestructible. Tú decías que era como si las estalagmitas se revelaran cual alma verdadera de los troncos. Yo decía que era como si las hojas tuvieran columnas vertebrales hechas de piedras preciosas y que tal vez por eso sus colores habían cambiado con los gases de los géiseres y ahora tenían muchos tonos de turquesa, amatista y rubí. Avanzábamos observando y recodificando lo que veíamos sin pensar mucho por dónde íbamos, hasta que nos dio hambre y notamos que ya casi todo estaba cerrado y que de alguna manera habíamos llegado al camellón de la avenida que atraviesa toda la ciudad. Nos detuvimos un momento a evaluar la situación: estábamos muy lejos de mi casa, pero si seguíamos hacia el norte, no tardaríamos en llegar a la tuya, así que continuamos algo azorados por la curiosa forma en que estábamos pasando la noche juntos. Dejamos de hablar un rato, atentos a lo que se nos cruzaba en el camino y a los sonidos que llegaban de lejos. En algún momento empezamos a sentir mucho frío y fue cuando notamos que amanecería pronto. Sabíamos que en esa época del año se soltaban fuertes ventiscas de aguanieve como curioso preludio al arribo del sol en el cielo, así que decidimos buscar algún café 24 x 24 para refugiarnos hasta que el clima volviera a templarse. Nos metimos por calles desconocidas que atravesamos como si las hubiéramos recorrido varias veces y sin embargo no encontrábamos nada abierto. Las heladas gotas empezaban a caer y estuvimos a punto de abordar un taxi, y entonces el ruido de una cortina metálica abriéndose nos dio la señal del rumbo que debíamos seguir. Nos movíamos aprisa, esquivando en lo posible el agua y deseando que la cortina fuera de una tienda donde podríamos comprar café y algo de comer. El cielo ya había comenzado a aclarar cuando dimos con el local y notamos que no era lo que buscábamos, pero igual entramos para averiguar si tendría un baño, que en ese momento ya nos urgía. Nos acercamos al que supusimos era el encargado mientras acomodaba con cuidado unas cajas diminutas en una vitrina alta, a la que sólo se podía acceder mediante la escalera en la que él estaba subido, a un costado del mostrador principal. Se sobresaltó un poco al oír tu voz, pero al mirarnos, seguramente percibió nuestro cansancio trasnochado y sin pensarlo mucho nos indicó que el de hombres estaba al fondo y el de las mujeres arriba. “Te acompaño y luego voy yo”, me dijiste mientras caminábamos hacia el pasillo que nos había mostrado con el dedo. “Aquí no hay nada qué temer, joven; a este lugar no entra quien no deba entrar”, respondió el hombre, muy sereno. Te hice una seña con la cabeza dándole la razón y terminaste yendo por tu lado mientras yo subía por la rampa que llevaba al primer piso.

Advertisement

Ii

Agradecimos al hombre mientras nos dirigíamos a la salida, pero él, con un tono serio, distinto al de hacía un rato, nos respondió que no nos podía dejar ir así y nos hizo señas de que nos acercáramos al mostrador donde acomodaba con cuidado dos catarinas metálicas diminutas, de apenas tres milímetros de ancho y largo, como un balín morado con patitas y motitas rojas y amarillas que parpadeaban igual que los foquitos que se usaban décadas atrás en las celebraciones de Navidad. “¿Cómo que no nos puede dejar ir, señor?”, le pregunté con una sonrisa, como si nos estuviera bromeando. “No es que no los quiera dejar ir, pero es mi deber no dejarlos ir sin antes mostrarles esto”. Por supuesto, la curiosidad guiaba nuestros actos y, sin resistirnos mucho, nos dejamos encandilar con sus palabras: “Estos dispositivos se llaman onirigramas y se activan automáticamente cuando reconocen pulsiones astrales entre dos cuerpos, sin importar la naturaleza de su especie ni sus lazos afectivos. Hoy ustedes llegaron juntos aquí, pero podrían no volver a verse nunca y no importaría; tampoco importaría si uno de ustedes fuera un rinoceronte y el otro un chapulín: los fotones de su materia primigenia provienen de la misma nebulosa y tienen la capacidad de comunicarse y encontrarse en distintos niveles del sueño usando estos transmisores sin que la distancia que medie entre sus cuerpos en vigilia sea un problema”. Nos quedamos mirando esos aparatitos largo rato hasta que tuve que preguntarle cómo sabía todo eso, cómo era posible que otros seres soñaran, además de los humanos; de dónde provenían esos dispositivos, quién los había hecho y para qué. Su respuesta fue clara y contundente: “Los sueños son un lenguaje al que todo ser vivo puede acceder. Y los regalos no se cuestionan; simplemente se aceptan o no”.

La operación fue muy sencilla, y el dolor, aunque intenso, se esfumó rápido dejando una punzada ardiente en nuestras cejas izquierdas, donde a partir de entonces anidaría el onirigrama que nos mantendría conectados más allá de los límites de la materia.

Iii

El hombre no nos dio un instructivo ni una explicación más detallada de cómo funcionaría el dispositivo. Mientras suturaba las heridas de cada uno, relataba algo parecido a un sortilegio: “la visión del sueño es infinita, igual que el destino, igual que las voces que nos habitan // somos cuerpos de sal y de fuego // somos cuerpos de celulosa onírica // florecemos como fractales para viajar de una dimensión a otra // nuestros deseos hablan por la boca del Cosmos // ahí nos tocamos // ahí fluimos en nuestra naturaleza astral”.

Por último, nos pidió una muestra de saliva que depositamos en las cajitas donde antes aguardaban nuestras respectivas catarinas y nos deseó un buen viaje.

Volvimos a vernos repetidas veces durante cuatro años, siempre sin llamarnos ni acordar dónde ni cuándo nos encontraríamos; sólo aparecíamos impulsados por el onirigrama o nuestros instintos. Poco a poco nuestras rutas se fueron separando como las líneas que se tocan, se entrecruzan y vuelven a alejarse, pero siempre en una misma dirección. Fue justo cuando nos alejamos más que el onirigrama comenzó a funcionar de una forma distinta. Empezaste a aparecer en mis sueños comunicándote sólo con señas o con sonidos que provenían del centro de tu cuerpo, un cuerpo que al principio era todo una sombra negra y después, sueños más adelante, se convirtió en una masa transparente, gelatinosa, con bordes que cambiaban de color entre naranja, verde y azul eléctrico. Nunca pronunciabas palabras, pero yo te entendía como si mi cuerpo también perdiera su corporeidad humana y se adhiriera a las formas sonoras que construías mostrándome las visiones que experimentabas en tus múltiples dimensiones oníricas: entraba a tu lenguaje y me dejaba acariciar por él.

Así estuvimos un par de meses hasta que hace unos días sucedió algo que no había notado y que no sé cómo resolveré. Encontré la manera de entrar a distintos paisajes astrales a la vez, adaptando mi cuerpo onírico a las condiciones de cada espacio y adquiriendo las características matéricas de aquello que quisiera sentir o comprender mejor. Sabía que tal vez estaba violando las reglas de funcionamiento del onirigrama porque al despertar lo sentía arder bajo la ceja, pero tuve un mal presentimiento cuando esta mañana, al bañarme, algo me picaba por dentro de la planta izquierda del pie, y al rascarme descubrí que era el dispositivo. No sé cómo habrá llegado hasta ahí, si podré sacármelo o si tendré que ir a buscar la tienda para que el hombre lo haga y me ponga otro. Lo más raro es que mi cuerpo terrestre ha adquirido una desbocada capacidad de transformar algunas de sus partes en las cualidades más intensas que se filtran a través de mi organismo sensorial, y lo que es peor: tengo lapsos de adormecimiento consciente donde una parte se queda y la otra se va, por así decirlo, dejándome aquí a la intemperie, con el cuerpo a medias en loops de los que me cuesta salir sin un potente estímulo lumínico. He alcanzado a escribir todo esto justo antes de que la noche viniera a abrazarme. No es que le tema, pero no estoy segura de si volveré, qué aspecto tendré y, sobre todo, en qué lenguaje nuevo me convertiré si no logro despertar. ¬

This article is from: