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Como un fruto herido

Enid Carrillo

(Número 13, Noir. Noviembre de 2022)

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Puse a los canarios en la mesa. Estaban en un plato con el cuerpo lleno de alfileres, las plumas manchadas de carmín, servidos como un manjar junto a un par de frutos heridos que levanté en el jardín. No puedo evitar sentirme así, como un fruto que cayó de un bello árbol y quedó estrellado contra el piso.

No sé por qué lo hice, pero estuve observándolos por días. Desde la ventana los veía revolotear en su jaula por un largo rato, hasta que lograron desesperarme. Al verlos a detalle, comenzaron a parecerme algo monstruoso y sucio, como todo lo que me rodea.

Desde que supe del embarazo todo en mi vida se ha llenado de niebla. De pronto fui invadida por el frío y las preocupaciones, tenía las ojeras tan marcadas que temía que algo me hubiera tragado los ojos. Mi cuerpo estaba a merced de algo feroz que provocaba en mí temores profundos. Los nueve meses que duró mi calvario estuve anémica y temerosa de lo que llevaba dentro. Pablo creía que exageraba, pero casi no estuvo presente durante aquel tiempo, apenas llamaba por teléfono y me visitaba de vez en cuando para dejarme dinero.

Aquello abrió una grieta entre nosotros. Esa pareja eléctrica que fuimos antes ha quedado perdida entre las sombras. Nunca tuve problema con la clandestinidad, incluso la prefería porque todo lo bueno de Pablo estaba reservado sólo para mí. Solía adularme todo el tiempo, me decía que era su mejor estudiante, que necesitaba explotar mi talento y me ofreció hacer prácticas en su estudio.

Fuimos provocándonos poco a poco, hasta que ambos nos rendimos. Estaba a punto de terminar la universidad y poco me importaba salir con un profesor que casi me doblaba la edad. Quería conquistarlo todo: tendría una carrera, un trabajo, una casa, no quedaría nada de aquella muchacha que dejó a su familia para ir a la universidad.

Entonces quedé embarazada. Cuando se lo dije, Pablo se puso como un loco, gritó, se confundió y, de una extraña manera, también se emocionó. De tanto llanto me hice agua y él se conmovió. Entonces me pidió disculpas y lloró conmigo, me dijo que todo estaría bien, que las cosas con su esposa estaban agonizando. Iba a hacerse cargo de la situación y yo no tendría que preocuparme.

Pero había una condición: nadie podría saber que estaba embarazada. Por eso me llevó a su casa de campo, lo suficiente lejos de la ciudad para que nadie me viera embarazada. Le dije que sí y le puse yo una condición: mi madre tenía que saber lo del embarazo. Me dijo que no. Apenas pude avisarle a un par de amigas que me iba, pero no di más explicaciones.

Camino a mi nuevo hogar, hicimos una parada en la carretera. Un muchacho cargado en la espalda con una fila de jaulas de madera se acercó a ofrecernos los canarios y yo le pedí a Pablo que me los comprara porque no quería estar tan sola. Escogí el par para que entre ellos también se hicieran compañía.

Ésta es una zona de montañas donde la gente tiene casas para vacacionar, pero nadie vive aquí, llegan ocasionalmente, pero se van pronto. Estoy sola con las montañas. La música de los árboles es muy extraña, está llena de voces que hablan todas al mismo tiempo. Lejos de sentirme libre, aquí me siento atrapada en mi propia cabeza.

Por eso he tenido el tiempo para descubrir cada agujero de la casa, cada esquina, cada árbol, cada problema. El peor de todos son las ratas del jardín. Al principio no me importaban mucho, nunca me han dado miedo los animales, pero ya no soporto sus chillidos. La blancura de esta casa hace que me estalle la cabeza y los huecos entre el concreto amplifican los ruidos del reloj, del llanto de mi hija y de mis pensamientos.

Luego del primer mes de embarazo, me fui apagando poco a poco, no tenía fuerzas para levantarme. Pasé tanto tiempo sin hablar, que a veces intentaba cantar o hablar conmigo misma para recordar cómo era mi voz. Pensaba mucho en mi familia, así que nostálgica y con el vientre hinchado, caminé al pueblo para llamar a mi madre a escondidas y contarle lo que pasaba.

Le pedí un consejo porque la noche se había apoderado de mí y no sabía qué hacer. Tenía mucho miedo de todo. Mi madre lloró, me dijo que mi papá seguía enojado conmigo por haberlos abandonado y que no merecía la pena que supiera que era la amante de un hombre casado. Me dio los nombres de unas hierbas para que se me quitara el frío y me dijo que comprara veneno en polvo para las ratas. No hemos hablado más.

Desde el preciso momento en que Lea nació, se volvió la dueña de mis pechos, de mi tiempo y mis pensamientos. Necesitaba ayuda y le dije a Pablo que podía llamar a unas amigas de la escuela para que estuvieran aquí conmigo, que ellas no dirían nada. Pero sólo escuché un “No” que hizo eco en toda la casa.

Lea es una niña muy bonita, tiene los ojos grandes y claros y unos rizos oscuros que bailan siempre en su cabeza. Pero yo no puedo soportarla. Su llanto y sus balbuceos se meten en mi cabeza igual que la música de los árboles. Algo en mí me dice que la quiero, pero mi cuerpo es incapaz de demostrarlo. Me duele tanto alimentarla y a ella no le gusta mi leche agría, por eso siempre está pálida.

Las cosas no han mejorado con el tiempo, hacerme cargo de ella sigue estando fuera de mi alcance. Siempre tengo miedo de algo: de tirarla, de romperla o asfixiarla, de perderla en una calle sin nombre y sin personas y no verla jamás. De que un día las ratas se la coman y yo no pueda más con todo esto.

Cuando intento contarle a Pablo, él apenas me escucha. Dice que su esposa nunca pasó por esto, que no es normal estar tan triste y preocupada, que tengo que hacer algo al respecto porque lo tengo harto con mis quejas. De paso también me dice que no se va a divorciar y que me quedaré aquí por más tiempo hasta que decida bien qué hacer.

Le molesta que la casa huela a leche, que me haya puesto gorda, que esté desesperada. Y yo no me atrevo a decirle que dejó de gustarme, que su sola presencia me irrita y me exaspera, que odio la forma en que me dice las cosas y la forma en que las calla. Odio que me haya mentido y que me haya dejado abandonada en esta casa que cruje y se burla de mí sacudiendo sus ventanas.

Me exige demasiado, pero no escucha cuando le digo que es imposible que una madre triste tenga una hija feliz, por eso discutimos y yo le pido que me ayude, que me dé algo, que me saque a esa mujer de humo negro que se apoderó de mí desde el embarazo.

Cada vez me dice menos cosas, sé que ya no siente nada valioso por mí, pero con la niña es diferente. Ella es la razón por la que aún regresa, por la que aún se queda. Adora que tenga sus mismos ojos y le apriete la cara con sus manitas. Cuando los miro jugar y ser felices se convierten en una película vieja de la que sólo soy una espectadora.

Pablo le ha comprado un vestido muy bonito a nuestra hija y se quedará con nosotras este fin de semana para festejar su primer año. A pesar de todo, quiero celebrar en el jardín, por eso debo encargarme de las ratas. Es curioso cómo el veneno se parece tanto al azúcar, pienso mientras me encargo de la plaga y aquello pone frente a mí una nueva posibilidad.

Mañana es el cumpleaños de mi hija, prepararé el desayuno más delicioso que jamás hayamos comido. Ese será el fin de la tristeza. Lea tendrá un gran pastel de zarzamoras. Hornearé toda la noche, feliz de ver cerca la salida. ¬

Ojo de buey

J. P. Medina

(Número 13, Noir. Noviembre de 2022)

Jamás me encontrarán. Me lo ha dicho él y le creo. Mi cuerpo morirá allá arriba y yo moriré con él acá abajo. Mi carne, insiste, servirá de abono, luz y agua para esas flores que sólo crecen de este lado. Seré flor. Seré cientos y cientos de flores. Flores que curan males, rejuvenecen y alargan la vida.

No soy la primera, me dice con sinceridad. Tampoco la última. Como yo, hay cientos de chicas que desearon ser purificadas. Que han cometido faltas, agravios, delitos y males. Que hemos cometido errores. Que hemos cometido errores y que no podemos arreglarlos cuando, a fin de cuentas, son incorregibles.

Observo por la ventana. Los de este lado saben dónde estoy y a dónde me voy a dirigir una vez que vengan por mí, pero no tienen problemas con eso. Están al tanto porque las paredes son casi transparentes y porque, con los foráneos, siempre saben dónde se encuentran todo el tiempo que permanecen aquí. Sus habitantes son como micelios y trabajan igual que ellos: debajo de la tierra, como una red de comunicación secreta. Y ahora formo parte de ésta.

La noche es larga, o es que acaso estamos tan abajo que no puedo saber si ya ha salido el sol. La luz que se filtra en columnas desde la superficie está tan difuminada que puede ser del día o de la noche. Mi cuerpo es un puntito negro, como una estrella ahogada que duerme lejos, cerca de los acantilados, en el lugar donde me pidieron reposar. De estar aquí, conmigo en este extraño pueblo, aquél me habría dicho que acá abajo pareciera como estar buceando en lo más profundo del mar. La oscuridad que nos envuelve tiene esa tonalidad azul turquesa propia del océano, aunque la fuerza de gravedad, por otro lado, es la misma que la de allá arriba.

De estar aquí aquél. De estar aquí, pero mejor no. Hui precisamente para no estar juntos. Porque no sé quiénes somos cuando estamos juntos. No lo sabía tampoco antes de cometer aquella estupidez, pero ya no hay vuelta atrás. En ese entonces al menos me quedaba la duda, y la duda era igual a la piedra ónix que me regaló hace mucho tiempo en mi cumpleaños: absorbe las energías negativas y las convierte en positivas. Y la piedra, como la duda, es cada vez más grande y más pesada. Me obliga a encorvar mi cuerpo y a arrastrarme sobre la tierra como la inmunda serpiente que soy. Que somos.

Pienso regalarle la piedra a la niña que me ayudó a cruzar a este lado. Pobre criatura miserable. Sucia, enferma, sola. Pero estar sola no es siempre algo malo. De haber estado sola desde el nacimiento, sola yo con mi madre, nada de esto hubiera sucedido. Y la niña no tiene la culpa de lo que va a pasarme. Tal vez creyó que me serviría, que podía salvarme. No sabe nada en realidad. Tiene sus propias penurias, sus propias desgracias y quizá la piedra le ayude más de lo que me ayudó a mí. Porque, en cualquier caso, es un objeto cuyo único propósito es ése: ayudar.

¿Qué pasará con mi cuerpo una vez que muera? ¿Cómo es que se puede morir dos veces, en dos lugares distintos? Sé muy bien que no debería importarme mucho, pero tengo curiosidad y seguramente la tendré hasta el final. Él no me ha comentado nada al respecto. Sólo dice que jamás me encontrarán, y le creo. Sus palabras son dulces y cálidas; y cuando sus manos tocan mi rostro olvido todos los pesares y las faltas que me han llevado hasta aquí.

¿El otro? Debe estar buscándome mientras me encuentro pensando en esta pequeña habitación. Hace casi un mes que me fui de casa y la última vez que hablé con mamá fue hace una semana. Pero es listo, seguirá mi rastro un tiempo hasta cansarse. Nunca sabrá si sigo viva o si ya estoy muerta, y quizá sea lo mejor. No será una clausura, pero tampoco guardará luto. Seré su gata de Schrödinger. Encerrada dentro de su cabeza con un átomo radioactivo.

Hará preguntas, coincidirá con gente, hará anotaciones, tomará camiones nocturnos, beberá en habitaciones de hotel que descansan a orillas de la carretera, peleará a puño limpio con los lugareños, le apuntarán con armas de fuego, fumará un cigarro y luego otro y luego otro y luego otro, hasta que tenga la voz tan áspera y porosa como el raspador con el que enciende los cerillos.

Pero todo será en vano, porque seré flor. Seré esa flor que sólo crece aquí y por la que viajan desde todas partes del mundo para conseguir aunque sea sólo un pétalo. La flor que se alimenta de la falta y la pobreza. La flor que cría un pueblo abandonado, desesperado por sobrevivir, huérfano de padres, completamente aislado.

Seré también micelio: omnipresente. Seré las sombras que proyectan las largas paredes de las estructuras y las cuales suben y se pierden allá arriba hasta conectar con las ruinas que hacen de punta en la superficie. Seré este sueño lúcido, este espíritu fuera del espíritu. Fantasma entre fantasmas. Proyección astral sin foco ni faro. Seré humo, música en el acordeón, espuma en la cerveza, ungüento, incienso, vela aromática, amuleto contra el mal de ojo, polvo en el órgano de tubos.

Ahora vienen a llevarme. Para sofocar el miedo pienso en todo lo que seré después de morir. Camino detrás de Él por las calles que salen del pueblo, como si estuviéramos en procesión. Los niños que se unen a la marcha brincan, corren y ríen mientras las mujeres murmuran, los hombres carraspean y los ancianos dan golpes secos con el bastón sobre la tierra. La cantidad de flores que va creciendo a ambos lados del camino va aumentando poco a poco hasta que es difícil contarlas a todas. Hoy no hay turistas. Hoy es día de fiesta y lo será durante todo un mes más. Jamás me encontrarán, y no estoy segura de que quiera que lo hagan. ¬

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