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Me guían de noche

Liliana López León (Número 13, Noir. Noviembre de 2022)

Nunca hubieran sospechado que las hermanas me seguían. Ellos me vigilaban desde que bajé del taxi. En cambio, yo los observé durante tres días. Por eso, Benito sabía que iba a tomarme al menos tres cosmopolitan falsos. Al servirme el primer trago, preguntó si no me podía dedicar a otra cosa. Secaba una y otra vez un vaso, parecía un padre preocupado: Helena, nomás cuídate mucho. Yo me acomodé el diminuto vestido para hacerlo más largo y, con la mirada perdida, le dije que estaba bien. No es que ignorara a Benito, es que al caer la noche las hermanas me hablan todo el tiempo.

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El aire olía a brea y la humedad me encrespó el cabello. Al verme sola, se acercó el Gancho; le decían así porque pasaba por guapo, tenía el cabello de lado y una chaqueta de mezclilla. Se paró junto a mí y mostró interés con una plática ensayada. Hace unos días le preguntó lo mismo a una chica. Mantenía contacto visual conmigo: ¿qué estás tomando? Nomás un cosmo. Fue a la barra, pidió uno y, con habilidad, deslizó una pastilla desde la manga de la camisa hasta la copa. La colocó sobre la mesita como si me estuviera entregando un tesoro. Suelo tener un humor retorcido, así que le pregunté por qué había tantas burbujitas. Su ritmo cardiaco gritaba. Aun así, disimuló e inventó con naturalidad un no sé qué del agua mineral.

Fingí tomar un sorbo, ni siquiera mojé los labios. Con la vista anclada en la suya, me levanté de la mesa: ahorita vengo, guapo. En un descuido, Benito cambió la bebida. Regresé a mi silla y, como no supe qué droga simular, sólo le dije que nos fuéramos. Pensó lo fácil que había sido. Daba coraje la cínica sonrisa, así que me colgué de su brazo para rasguñarlo, acto que pasó por torpeza: Ay, cariño, ¿me perdonas? Es que de repente me puse muy mal. Salimos juntos del local. Le guiñé un ojo a Benito, que limpiaba la barra aunque ya estaba limpia.

Mi cálculo fue correcto, y a treinta pasos del bar me subieron a la camioneta beige que ya había visto rondar la zona. Taparon mis ojos y boca, amarraron mis manos y pies, yo sabía a dónde íbamos. Puse el cuerpo blando y ya recostada, percibí la luz de las farolas a través de la tela; parecían una hilera de luciérnagas cansadas. Dejé de verlas cuando me pusieron una manta encima. El segundo hombre, al que llamaré el Payaso, se burlaba: Es rarita, es de las que nomás pelan los ojos. Ése hablaba agudo y sus palabras no tenían descansos.

Al doblar en calzada Majos, un policía los detuvo: ¿Cómo vienen? ¿Bien o vienen tomados? Ahí escuché la voz del tercer hombre, que según su identificación leída por el agente se llamaba Luis Eliseo. Traté de no moverme. El Payaso y el Gancho se agarraban de los asientos con las manos sudadas. Yo tampoco quería que me viera. Porque entonces los hubieran detenido y luego nada, que no hay delito. El Luis Eliseo no tenía don de gentes, y fue parco al contestar. El policía no me vio, o le ofrecieron algo, no supe. Aquél encendió el motor y el Gancho reclamó: No mames, ya no le pises, pues.

Al llegar, me cargaron como un bulto. Me ataron a una silla en un cuarto que casi hablaba por las grietas. La suciedad había grabado el olor de sudores, aceite de motor y comida chatarra en las paredes. El Payaso hizo un chiste repetido sobre mi rareza. Ninguno de los otros se rio. Me dio vergüenza ajena. Hasta para ser un monstruo hay que tener alguna gracia.

En ese lugar estaban otras dos chicas atadas. Una de ellas era la que había estado en el bar de Benito días antes. También tenían tapados los ojos y la boca. Lloraban con poca fuerza. Para calmarlas, las arrullé con un canto que sólo ellas podían escuchar. Una melodía acompañada por mis hermanas, quienes revoloteaban como mariposas. Los llantos disminuyeron hasta convertirse en respiraciones lentas y profundas. Eso me fue bastante útil a mí también. Aprendí de la hermana Maya que algunas emociones podrían entorpecer la faena. Me gusta que Maya me visite, porque lleva ya un tiempo muerta y se ha hecho muy sabia.

Yo estaba lista, esperando que alguno diera el primer paso. El Luis Eliseo tomó un banco, que por el sonido creo que en realidad era un bote de pintura vacío. Se sentó a mi lado y murmuró frases prefabricadas para asustarme. Metió la mano en mi entrepierna. Dejé que avanzara, que tomara confianza. Comencé a trabajar y puse dentro de su cabeza el hocico de un lobo rabioso, el que mejor pude imaginar. Sé que la hermana Cristina se hubiera reído del animal sobreactuado, sin embargo, a él le causó tanta impresión que retiró la mano como si la quitara de un fogón y miró que en su lugar sólo había un muñón sangrante. La voz aguardentosa llenó el lugar. Por fortuna, las chicas se durmieron con el canto y ya no lo escucharon. Él intentó mostrar la herida a los colegas, quienes se rieron del supuesto manco sin involucrarse mucho.

Aunque no entendió lo que había pasado, el Luis Eliseo quiso golpearme. Me tomó del cabello con violencia, pero justo antes del azote, vio que su mano estaba intacta. Pensó: A lo mejor sí, ya estuvo bueno, hay que bajarle a la loquera. Amigo, pensé, ninguna droga te hace eso. Sólo soy una chica atada de manos y pies frente a un hombre grande y fuerte. Algo de orgullo, por favor.

Luego, el Gancho y el Payaso se llenaron la boca de frituras. Ahí se me ocurrió que se les enredara la lengua con un nudo marinero que aprendí de la hermana Geraldina. Tardaron en captar qué les pasaba y se enseñaban el interior de la boca mutuamente, no encontraban nada extraño. No les salía la voz, y se ahogaban. Pidieron ayuda al Luis Eliseo, quien por fin percibió la rareza del ambiente. El malestar les duró un minuto, y así me di cuenta de que tenía que practicar mejor mis nudos. Pero es que la hermana Geri se me aparece poco, ya está cansada. Entonces recordé que el Gancho tenía el brazo rasguñado, y que se podía practicar lo que la hermana Roma me enseñó. Mis uñas son navajas, recité. El Gancho gritó del susto, sus arañazos se tornaron heridas abiertas. El Payaso se burló porque en realidad el Gancho gritaba por nada. Aquél, muy confundido, se enredó unas gasas y se aguantó el dolor. Entré en su mente, y vi que sólo le preocupaban las cicatrices. Colega, si te ves algo así, preocúpate por no desangrarte. No tenía toda la noche, así que me dejé de experimentos. Les puse un dolor de cabeza a los tres. Calculo que fue un dolor intenso, el de un taladro que estalla dentro del cráneo. Se apretaron las sienes, aunque eso no les ayudó. Tirado en el suelo, el Payaso quiso alcanzar un frasco de pastillas, pero su mano temblorosa no lo permitió. Después de un rato les quité aquella migraña. El siguiente paso fue fácil. Cada persona reacciona diferente, pero el resultado es el mismo. Los llené de desconfianza. Es un trabajo que me enseñaron hace ya tiempo y que cosecha solo. Las hermanas me contaron al oído lo que ocurría alrededor. Primero se miraban unos a otros. Tenían las pupilas dilatadas y sospechaban de cualquier movimiento. El Gancho se fue a otra habitación y llamó desde su teléfono para acusar, no sé con quién: se me hace que este compa es azul, algo nos puso. No, no, te lo juro, men, que trae algo. Sí, ya sé que estuvo en lo de la niña, igual y es enfermito.

Al Payaso y al Luis Eliseo los puso paranoicos que el Gancho se alejara para hacer una llamada. Empezaron a acusarse entre sí. Discutieron sin sentido, diferencias de centavos o cosas añejas que se guardaron. Fue subiendo el calor de la discusión, hasta que los vecinos escucharon. La primera llamada a emergencias fue ignorada. La operadora escribió en un reporte: riña doméstica. Para entonces, los tres ya se amenazaban con armas blancas. Sus gritos inundaron el barrio, parecían sonidos que venían de un caballo torturado dentro de un instrumento de viento. La operadora tomó en serio el caso cuando más de catorce llamadas refirieron lo mismo.

Las hermanas me desataron y salí por una ventana. Con el dedo, marqué una cruz invisible sobre uno de los muros. Después caminé hasta encontrar una calle transitada. Estoy segura que nadie me vio. Levanté el brazo y un taxi se detuvo: Oiga, no vaya sola por estos rumbos, a diario andan llevándose muchachas. Le agradecí el consejo, aunque estaba más atenta a las hermanas, que me contaban cómo terminó el trabajo en aquella casa. Dijeron que la policía llegó a los veinte minutos.

Los agentes ensordecieron al bajar de la unidad, y aunque sus voces no se distinguían entre el ruido, se identificaron y pidieron que abrieran la puerta: no hubo respuesta. Lo pidieron una vez más, advirtiendo que tenían una orden. Primero se escuchó un golpe seco, que retumbó en toda la casa. Luego uno más y otro. Al cuarto, la puerta fue derribada. Encontraron las luces apagadas y un olor intenso a vainilla quemada. En el suelo, el Gancho, el Payaso y el Luis Eliseo yacían en paralelo, envueltos en mantas y una soga que los enredaba como capullos de un mismo insecto. Mientras uno de los agentes dio aviso a la central, con un guante descubrió que los tres cadáveres tenían los ojos cosidos con hilo negro. Los vecinos en pijama fueron testigos del desenlace de la casa sospechosa: Es que siempre llegaba gente diferente, pero uno no sabe.

En tanto, otro agente recorrió los cuartos con la adrenalina hasta el tope. Dejó de apuntar con la pistola al ver a las chicas. Ellas despertaron, y tengo entendido que las cuidaron, incluso cuando daban pataletas porque no sabían que las estaban liberando. La última imagen que tuve de ambas fue que una terapeuta les tomó de las manos en la ambulancia y un paramédico diagnosticó una obvia deshidratación. No se conocían de antes, aunque una de las hermanas me dijo al oído que se acompañarían un tiempo.

Y como suele suceder, quedé muy fatigada de aquella noche. Después de descansar cuatro días, fui a platicar con Benito y me sirvió un cosmopolitan de verdad. Era una noche tranquila y sólo nos acompañaban unas chicas que jugaban billar. Me insistió que dejara este trabajo: dedícate a otra cosa menos fea. A ver, pues, mejor cierra tú el bar, le contesté. Es que tú sabes hacer uñas bonitas, y preparas buenas bebidas también. Él dijo, y creo que tiene razón, que un día voy a salir lastimada. Pero Benito no sabe que mientras él quiere cuidarme, las muertas, mis hermanas, me piden cosas. No puedo negarme. Yo las escucho mientras me guían de noche. ¬

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