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La lengua de los pájaros

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Comegente

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Alma Mancilla

(Número 11, Lenguaje. Febrero de 2022)

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Empezó durante el verano en que llegamos a Rurino, al islote, claro, a cuál otro va a ser, enclavado en el Pacífico, un lugar verdiazul, casi opalino, la anomalía en el mundo que cambiaba y que por eso tantos querían estudiar. Era el caso desde siempre pero ahora que el archipiélago se moría el anhelo era apremiante. Yo no me las daba de gran cosa, un doctorado, algunos papers, mi enclave personal de pequeños conocimientos adquirido hacía tiempo y que ahora me tocaba poner al servicio de la sociedad. En este caso mi papel era estudiar la lengua de los pocos nativos que quedaban, no estaba claro para qué. Más allá de la curiosidad antropológica, del evidente deseo de conocer los orígenes y remanentes del pasado, me preguntaba si el interés de quienes me enviaban desde tierra firme no obedecía a un deseo de robarse el paraíso, de disfrutar también de este oasis improbable, de cambiarle a los nativos oro por espejos. Así había sido desde siempre, y no faltaría quien quisiera, una vez domesticado el entorno, levantar también aquí un centro comercial o un enorme hotel. No se me escapaba, por supuesto, que en ello yo era el intermediario del diablo, pero para eso me pagaban y también debía ganarme el pan.

Lo de las aves resultó un suceso inesperado. Lidia, antigua estudiante que venía conmigo y a quien me unían lazos que yo me empeñaba en mantener ocultos, fue quien me lo señaló:

¿Has visto? me dijo . Allá arriba. ¿No es extraño?

Lo era, en efecto. Sobre el manglar que bordeaba el islote hacia el sureste, una gran bandada de aves blancas revoloteaba en formación compacta, apretada, como si en su configuración hubiera algo artificial. Pensé que eran garzas o grullas, y aunque sus graznidos me parecieron extraños no era mucho lo que a ese respecto podía yo decir. Ni mi compañera ni yo, antropólogos ambos, sabíamos gran cosa de biología aviar de todas formas. Yo estaba ocupado en lo mío: a casi dos meses de la llegada me costaba establecer contacto con los locales y estos aún me miraban con desconfianza. Pero esa tarde me recibía al fin el jefe de la tribu, así que no me quise entretener con lo que consideraba fruslerías que no entraban en mi campo de investigación.

El viejo me acogió a la hora convenida. Me senté en un rincón, sobre una silla de un material que al principio tomé por hueso pero que para mi decepción resultó ser simple plástico. Al fondo de la casucha reconocí un par de mesas plegadas, de ésas que ostentan la marca de una bebida local. Me dije que tal vez la idea que me hacía yo de la tribu en tanto comunidad prístina e intocada era errónea, puro romanticismo de pacotilla, una fábula que me contaba para sentirme mejor. Pero el viejo no hablaba español, eso era cierto, y mis intentos por que entre nosotros ocurriera algún intercambio entendible se soldaron en fracaso. Al final, lo más que pude conseguir fue que el viejo señalara algo en el techo, un pajarraco con las alas extendidas, disecado por supuesto, y que al mostrarlo me hiciera gestos de alegría con el rostro, y con las manos movimientos que recordaban a los niños que hacen sombras chinescas.

¿Las aves? pregunté . ¿Qué hay con ellas?

El viejo asintió y emitió un par de sonidos oclusivos que no supe descifrar. Volví a la cabaña triste, decepcionado de mí mismo, enojado por mi propia incapacidad. Esa noche, tras pasar en limpio mis notas, salí a asomarme al pórtico, de donde provenía una barahúnda que me impedía trabajar. Una parvada de lo que tomé por cuervos o grajos graznaba allí cerca, y en sus graznidos había una furia impropia del reino animal. Las ardillas corrían espantadas a esconderse en la maleza, y dos o tres de los trabajadores de tierra firme que conocía de antes, parte de un equipo de topógrafos que estudiaba el terreno pantanoso, pasaron corriendo en dirección al muelle.

¿Qué es? les grité haciendo bocina con la mano y pensando que quizá se avecinaba una tormenta.

Ya llega, ya llega me dijo uno de ellos sin detenerse . Si quiere irse, doctor, nosotros nos vamos ya mismo. Le sugerimos que lo piense, tal vez no habrá otra oportunidad.

No entendí el porqué de aquel apremio, y pensé que esta gente (que llevaba acá más que nosotros) tenía respecto al islote información que se negaba a compartir. Pero las envidias profesionales son cosa conocida, y por ello no insistí. No me gustó saber, eso sí, que nos quedábamos a solas con el entorno y los nativos: me acordé de haber oído que la gente de Rurino tenía ideas apocalípticas, y si pensaban que una catástrofe se aproximaba las cosas podían ponerse feas aquí. No que eso me sorprendiera en absoluto: todos los pueblos del orbe creen de una forma u otra en un fin cercano o remoto, y quienes viven en aislamiento no suelen ser la excepción.

En los días que siguieron anduve informándome al respecto y, en efecto, algunos de los lugareños parecieron darme a entender a señas que un cambio se acercaba. Fue Lidia, como siempre, quien mitigó la frustración que me generaba el hecho de no comprender sus historias a cabalidad.

Si las cosas van a suceder me dijo , ocurrirán aunque tú no entiendas el mensaje. Y no todo lo que se cuenta tiene que pasar en sentido literal.

Pensé que Lidia era lista, y mucho más perceptiva que yo.

Entretanto, sobre el islote había descendido una atmósfera extraña. Los nativos se habían resguardado en sus casas, como si algo temieran, y hasta yo, que no era oriundo del sitio, lo podía sentir también. Los insectos guardaron silencio dos noches seguidas mientras afuera de la cabaña y por todas partes a la redonda los tordos se arremolinaban en formaciones compactas que les daban el aire de conspirar. Más allá de la enramada un puñado de vencejos daba saltitos en la yerba, y nos miraban, como niños traviesos tratando de llamar la atención. Temí que nos atacaran (influencia de las películas de terror, supongo), pero ésa no parecía ser su intención. Las aves se limitaban a sobrevolar el alero, se posaban en los maderos y giraban en una enorme espiral que se disgregaba en pequeñas figuras que parecían signos matemáticos, runas o mandalas.

Parece que nos quisieran decir algo dijo Lidia.

Me acordaba que en lingüística existe la noción de acto performativo: la lengua que dice y hace a la vez, un bautizo o un casamiento por ejemplo, donde por sola obra de la palabra un niño entra en la grey cristiana y una pareja se convierte en marido y mujer. Me daba la impresión de que lo que ocurría con las aves poseía esa misma cualidad transformadora, como si con sus graznidos y movimientos los animales nos hicieran víctimas de algún conjuro cuyo alcance o poder desconocíamos. A mí me daba una mezcla de curiosidad y pavor ver cómo se agitaban y bajaban desde el cielo y nos miraban con lo que en ese momento se me antojó una inteligencia superior. Creo que fue entonces que empecé a sentir miedo, aunque no supiera exactamente de qué.

Que mi trabajo no avanzara no ayudaba pues, aunque pedí otra audiencia, los nativos se negaron a recibirme. Se limitaron a comunicármelo a señas, como si en el fondo a ellos les pareciera que yo no valía la pena como interlocutor real. Eso me frustraba como pocas cosas antes: sin lenguaje de por medio, yo sentía que nos movíamos en la oscuridad. No entender a los nativos me vaciaba, me hacía pensar que el que no existía era yo. Sólo Lidia me consolaba: ella pensaba que no hacía falta entender por completo para encontrar las conexiones, los sentidos, lo que se escondía detrás. A mi compañera, por cierto, le había dado por ponerse a observar a las aves, e insistía en que en sus chillidos también había una intención. Yo la miraba con sorpresa y escepticismo, aunque en cierta forma me parecía que lo que decía era verdad.

Una noche, cerca de una semana más tarde, vi luces en dirección al poblado. Raro, porque las costumbres de la gente acá eran, hasta donde yo había podido dilucidar, predominantemente diurnas. Corrían historias de espíritus y duendes de la noche, así que debía estar ocurriendo algo insólito o sagrado para que todos estuvieran de pie a una hora así. Me abrí paso por el bosque tratando no de esconderme, pero sí de no llamar demasiado la atención, y cuando llegué al poblado lo que vi me dejó frío: la tribu entera había salido de sus chozas y bailaba a la luz de una fogata, y se comunicaban entre ellos con graznidos y gorjeos, al tiempo que se movían en círculos y en espirales, y volvían a graznar de nuevo, sólo dios sabría por qué. Tuve la impresión de estar presenciando no una simple ceremonia aborigen sino algo prohibido o malvado, y cuando vi que todos graznaban al unísono hacia el cielo no quise quedarme a ver.

Volví de prisa por la misma ruta entre los árboles, mi alma presa de una inexplicable aprehensión. A mi paso se iban dispersando inmensas bandadas de aves que surgían de no sé dónde, de todas partes, somormujos, estorninos, garzas, algún cisne tal vez. Al fin avisté la cabaña a lo lejos y tuve una clara sensación de alivio que enseguida se desvaneció: Lidia salía de la cabaña y venía a mi encuentro, y movía los brazos y apretaba la boca en un rictus que no le reconocí. Cuando al fin la tuve enfrente la miré, interrogante, y ella emitió un par de sonidos de gallina clueca antes de echarse a llorar. “¿Qué es esto?”, pensé, “¿qué es esta maldición?”. Lidia y yo nos abrazamos, sin saber qué más hacer. Quise discutirlo, desde luego, pero de mi boca nada salió. Porque de la mente a la lengua hay laberintos, imprecisos callejones, agujeros escondidos, como bien lo descubrí: lo que quise decir sin haber dicho se escapó al fin de mis labios transformado en otra cosa, un graznido sordo, imperfecto pero claro, un hablar de grajo herido que se quedó flotando en el ambiente y allí permaneció.

Eso fue hace meses, no sé cuántos serán ya. En materia de lenguaje, Lidia y yo poco a poco vamos mejorando, y a medida que lo hacemos la tribu nos ha ido aceptando al fin. En las noches en que estamos solos, que son la mayoría, acaricio su vientre distendido mientras nos decimos en la lengua de los pájaros pequeñas cosas que a veces tienen sentido y en otras aún nos crean confusión. No se trata de nada que no pueda remediarse fácilmente; nos entendemos lo suficiente para saber que aquí estamos, que seguimos vivos, que pase lo que pase nos tenemos uno al otro y nos vamos a apoyar. Y, quién sabe, tal vez eso baste por ahora. Sí, quizá nunca haya hecho falta nada más. ¬

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