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Comegente
Rogelio Silva
(Número 10, Parias. Octubre de 2021)
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El médico le pide que explique cómo empezó todo.
Muy bien, verá, es difícil saberlo.
El prisionero exige que le den algo de comer. Cualquiera de los alimentos que el médico tiene a su lado, apilados en un carrito de servicio.
Con un tenedor acerca a la boca del prisionero un trozo de carne. Los guardias le advierten que tenga cuidado.
El prisionero devora el trozo de un bocado y casi sin masticarlo. Después se limpia la boca con el hombro y eructa.
Mamá decía que desde bebé fui muy voraz; le dejaba las tetas secas y maltratadas, casi al punto de hacerlas sangrar. Pero creo que tenía doce años cuando comenzó el hormigueo. Justo aquí, debajo del esternón, así se llama ¿no? Bueno, era la sensación que uno tiene por las mañanas, cuando ya lleva rato despierto y no ha probado alimento. Ese cosquilleo al principio apenas y lo percibía. Lo calmaba comiendo granos de maíz o cualquier tipo de semillas. Las guardaba en mis bolsillos. Cada vez que sentía el cosquilleo, me echaba un puño a la boca. Luego cargué con cosas más provechosas, porque las semillas no hacían diferencia alguna en mi apetito. Comía menudencias que me vendían los carniceros, piezas de pan duro y galletas de sémola. Pero a las pocas horas de trabajo ya no tenía nada qué comer en mi bolsa.
Robaba los almuerzos de mis compañeros y ésa fue la razón de que me corrieran de la escuela y de cada trabajo en el que estuve. El último fue en la fábrica de ladrillos. El capataz me echó al descubrir que pasaba largo rato escondido detrás de los hornos. Ahí me agazapaba para devorar pegotes de adobe húmedo. Me dio igual estar vetado de todos los trabajos en el valle, usted sabe, los que más laboran son los que menos tienen para comer. Se podría decir que llegó el punto en que me dediqué única y exclusivamente a saciar mi apetito. Ése es mi verdadero oficio.
Era tanta mi ansiedad que para mí daba lo mismo si la comida tenía o no apariencia de ser comestible. Daba igual si las frutas estaban podridas o todavía muy verdes. En las huertas del valle ya me tenían fichado. ¿Ve esta cicatriz de aquí? Un campesino me dio un machetazo al encontrarme entre sus sembradíos. Si él no me hubiera descubierto, habría devorado más que esas siete docenas de elotes. Dijo que era la comida de todo un mes para su familia, pero para mí fue sólo la merienda.
Por favor, deme más carne, ese pedazo fue un insulto, deme por lo menos una pieza entera.
Gracias. Le cuento. Mi madre decía que era un egoísta, que no pensaba en mis hermanos y mi voracidad los dejaba sin comer. Es cierto, yo no era el único hambriento en mi casa y tampoco en el valle, ahí todos traen las tripas vacías. Pero apuesto a que ninguno carga la sensación de un ayuno perpetuo, un pozo sin fondo en el estómago.
Mi madre me tenía la cabeza y el lomo zanjados a garrotazos. Me corría de la cocina como a los puercos. A veces me aferraba a la olla de frijoles como a un tesoro, bebía hasta la última gota del caldo, como náufrago sediento o peregrino del desierto. No me importaba quemarme el hocico.
Un día mi padre me corrió a patadas como a un perro. Mamá estuvo de acuerdo. Pero de vez en cuando yo pasaba por ahí y ella, al verme andrajoso como un salvaje, hurgando entre la basura, me extendía bolsas con sobras de guiso, tortillas duras, y cáscaras de frutas. Era de lo único que podía prescindir y yo se lo agradecía profundamente.
El cosquilleo se convirtió en una quemazón en la boca de mi estómago. Sabe, era una llamarada en la que cualquier cosa se consumía con rapidez. Llegué a comer periódico, yerbas malas, moscas y cucarachas. Al valle poco podía acercarme, apenas y la gente me divisaba, hacía llover piedras sobre mi lomo. Los granjeros me veían como a un zorro que robaba sus gallinas o sus huevos. Tengo la cicatriz en mi hombro de los perdigones. Aprendí a la mala a no cruzarme por ahí, por lo menos en horas diurnas.
¿Qué cuándo me di cuenta de que esto se me estaba yendo de las manos? Pues fácil, fue el día en que comencé a comer animales vivos. Y no me refiero a bichos, sino a gallinas, gatos y perros. La primera vez lo hice de manera impulsiva. Un grupo de personas se acercó a mí mientras chupaba el musgo de las piedras. Creí que iban a golpearme y me cubrí la cabeza con las manos. Pero uno de los hombres dijo que no me harían daño. La gente que lo acompañaba tenía pinta de no ser del valle. Me miraban con curiosidad y lástima. El hombre sacó un pollito vivo de su morral. Dijo que si lo comía entero me regalaba una calabaza. Sabe usted, casi se lo arrebaté de las manos. Un ser vivo tan pequeño lo habría devorado de un bocado, ya antes había comido ratas muertas en un parpadeo. Pero al ver la atención de esa gente, sentí rabia, un resentimiento que me hacía avivar el fuego de mis entrañas. Puse el animal entre mis dientes y lo mastiqué como si fuera chicle. Piaba como lloran los inocentes, cada vez más fuerte, cada vez más desesperado. Desgarré sus patas e hice crujir sus tiernos huesitos. Dejé que la sangre escurriera por mi boca hasta el cuello, que goteara en hilillos hasta el suelo. La chusma gritó horrorizada y algunos vomitaron ahí mismo. Al instante me incliné a sus pies y lamí el vómito del suelo. Huyeron como huirían de la peste. El sabor de la carne fresca y palpitante me dio vida. En algún momento creí que la escasez acabaría conmigo, que mi propio estómago iba a devorarme de adentro hacia afuera, pero con el descubrimiento de la carne viva, algo en mí se activó, la certeza de que en mi cuerpo residía algo superior a mí, un bicho insaciable que me obligaba a satisfacerlo. Es fácil hacer trampas para perros y para gatos. En el valle, después de mí, son los seres más hambrientos. Cualquier migaja ofrecida es un manjar para ellos. Se resistían, claro que lo hacían, pero la práctica diaria me hizo experto en someterlos, sobre todo a los gatos, ellos luchan más que los perros, son remolinos de navajas. He visto cómo las aves carroñeras devoran los cadáveres de las reses, hacen a un lado el pellejo y picotean la carne y las entrañas. Dejan el cuero y los huesos como testigos. En mi caso eso no sucede. Yo devoro como los lagartos. No me molesta la sensación de los pelos en la garganta y mis dientes son tan fuertes como los de los cerdos.
Sí, ya sé que está esperando a que le diga por qué hice lo que hice. Pero antes deme otro pedazo de carne, uno grande, no se preocupe de que vaya a atragantarme. Es que usted no sabe lo que es cargar en las entrañas con un bicho de este tipo, un demonio que le controla, que no deja que sus pensamientos sean otros más que: come, come, come. Y este bicho pide sangre tibia. Siempre la ha pedido, pero antes podía luchar contra él. Ahora es imposible, me corroe por dentro, suelta una hiel que sube hasta mi boca, me llena de eructos ácidos como el vinagre. Lo noté cuando todavía vivía en casa de mis padres, con mis hermanos y mis hermanas. Pasé la noche en vela con los ojos pelones, la luz de la luna entraba por la ventana desnuda, iluminaba el muslo izquierdo de mi hermanita menor. Se veía tan suculento: blanco, palpitante de vida. Salivaba como perro, las encías me cosquilleaban con ansia de mordida. No sé cómo pude contenerme, quizás era el miedo a las golpizas de mi padre.
Después ni el miedo pudo conmigo, sabía que contaba con la protección del bicho, él me movía, se hacía cargo de conducirme sigiloso entre callejones y barrancas, de pasar desapercibido, ser una sombra, un fantasma. De esa manera entré en las casas, mientras todos dormían. Los perros no anunciaban el peligro, ya los había devorado a todos, ninguno quedaba en el valle.
Empecé con los niños porque era lo más fácil, bastaba apretarles muy bien la boca y cargar con ellos por las ventanas. Si me pregunta por qué tenía que ser así, devorarlos de esa manera, no podría contestarlo, tendría que hacerle la pregunta al bicho que vive en mis entrañas. Es él quien me hizo comer tantos niños vivos, dedo por dedo, miembro por miembro. Supongo que se nutre del sufrimiento, que sacia su sed con gritos y llantos.
Usted me mira como si yo fuera un monstruo, algo peor, cree que inventé todo esto para decir que no es mi culpa. Yo sé que fueron mis acciones las que me trajeron aquí, no quiero ponerme la etiqueta de víctima, no. De cualquier forma, no voy a salir librado de ésta. Lo único que quiero dejar claro es que no puedo controlar el hambre, que ella es autónoma, no sé si posee conciencia, albedrío o razonamiento propio, pero pareciera que sí. Hasta hace un tiempo yo pensaba que ella nunca dormía, que siempre estaba alerta, con el ansia al límite de las exigencias. Pero hubo una noche, mientras escarbaba en el fango para comer lombrices, escarabajos y el lodo mismo, que comencé a sentir un descenso del apetito. Por primera vez, desde que tengo memoria, el incendio del estómago se apaciguó. Abandoné el pantanal para recostarme sobre la hierba, me sentía cansado, sin ánimo de nada. Me invadía una tristeza nunca antes sentida. Por primera vez pude reflexionar sobre mi existencia, el hambre no se interponía en mis pensamientos. Me supe solo, rechazado y sin un propósito en la vida más que comer y defecar. Me di cuenta de que ni siquiera poseía la vida de un animal. Vivía a la intemperie, pero no tenía pareja, ni un solo amigo, hijos a quien proteger y proveer. Extrañé a mi madre y a mis hermanos, sentí el completo abandono y que nunca podría regresar a casa. Si así lo hubiera hecho, me habrían visto como a un muerto salido de la sepultura, un cáncer que regresaba para acabar con todo. Esos pensamientos duraron horas, fueron un verdadero martirio. Pensé en acabar con mi vida, tirarme al barranco más profundo. Pero no pude, la verdad es que esa opción siempre estuvo vetada por mis instintos o los instintos del bicho. Tuve que rogarle para que despertara, para que inundara mi cuerpo con el hambre y disipara mis pensamientos. Y lo hizo. Estoy convencido de que todo fue una artimaña para convencerme de que sin él no soy más que un despojo. Entonces el ansia llegó con más fuerza, las llamaradas del incendio salían de mi boca en forma de babas calientes. Me dirigí al valle a toda velocidad, enloquecido. Entré en la primera casa y lo demás es historia.
Sí, los comí a todos, a los nueve de que se me acusa, mi estómago fue su sepultura. Si pregunta por los restos, no quedó ninguno. Y sí, ya sé que usted no lo cree, que ya me revisó de pies a cabeza y dice que no hay nada anormal conmigo. Pero ya mañana me analizará por dentro, es eso lo único que quiere ¿verdad? Hurgar entre mis tripas y encontrar respuestas.
Ahora pregunta sobre mi educación. ¿De dónde la obtuve? No lo sé, todo el tiempo estuve ocupado buscando qué comer como para leer un libro. Tendría que preguntarle al bicho, es él quien tiene el control.
Ahora que le he contado todo le ruego que me deje terminar mi última cena. Es lo menos para un condenado a muerte.
Al día siguiente una muchedumbre se reúne en la plaza. Vienen de todo el valle. Arriba de la tarima el verdugo ajusta la soga al cuello del prisionero. La gente insulta y lanza piedras que se estrellan contra su cuerpo, pero el prisionero no se inmuta. Entre la multitud se encuentra su familia, todos miran de reojo, con una mezcla de aversión y vergüenza. La tabla bajo sus pies cae y su cuerpo tensa la soga. Ni siquiera patalea, muere al instante con el cuello roto. La multitud festeja. A los pocos minutos, cuando la gente comienza a abandonar la plaza, el vientre del colgado convulsiona con violencia.
Insignificantes
Cecilia Eudave
(Número 11, Lenguaje. Febrero de 2022)
Para Francisca Noguerol
Si alguna particularidad tengo es que duermo a todas horas, en cualquier lugar y sin importarme las consecuencias. No siempre fue así. Era un niño normal hasta que mi padre, escudriñándome desde su sillón, sentenció:
Otro hijo insignificante.
Y para colmo tiene mal sueño terminó por decir mi madre.
Eso debió quedar en mi cerebro, o en algún lado se atoró, porque desde muy temprana edad decidí que dormiría la mayor parte del tiempo. Al principio fue una condición molesta en mi futuro, luego se convirtió en mi fuerza, en mi singularidad. La culpa, si hay que echársela a alguien, fue de mi subconsciente, que pudo haber escogido otra cosa, cualquiera, pero de entre todos los traumas, fobias o miedos que determinan el desarrollo de un ser humano seleccionó el dormir constante para nutrir mi vida.
No crean que por pernoctar mucho me quisieron más. Lejos de facilitarles mi crianza, se vieron obligados a vigilarme constantemente: no sabían si por las noches tenía frío o calor, hambre o cólicos, pues me limitaba a girar de un lado a otro de la cuna o a lanzar algunos quejidos, imperturbable como una tabla o una piedra en el fondo del mar. La nana, con los años, aprendió a interpretarme de acuerdo con los quejidos o movimientos en la cama, acertando casi siempre; mamá, en cambio, renunció a mi cuidado pensando que me habían hecho brujería:
Nos han hechizado al niño. Te dije que la yerbera del mercado Corona le echó mal de ojo, como le gustas… repetía constantemente ; en todo caso nos han hechizado a todos. Éste duerme todo el tiempo, el otro se come todo, literalmente, mira lo que acabo de sacarle de la boca y le enseñaba unos cables , y la niña… no sabemos cómo va a ser la niña.
Se tiene la creencia de que de padres monstruosos a veces nacen bellezas, pero de padres hermosos nunca se espera que paran bestias. Nosotros pertenecíamos a la segunda categoría: nunca estuvimos a la altura de los deseos de mamá o papá. De verdad nos esforzamos: si bien no resultamos, después de unas penosas adolescencias, unos adonis, sobre todo la niña (que a ciencia cierta no sabíamos cómo iba a ser), logramos ocupar un modesto lugar entre los normales. Digo modesto porque, aun queriendo pasar inadvertidos, era difícil imaginar a un hijo que ya entrado en angustia de exámenes semestrales se comiera los libros, los bolígrafos, las lapiceras y los termos de café: a trocitos, bien doblados, por aquello de no desgarrarse un intestino. Mientras el otro, o sea yo, era entregado en calidad de bulto por los maestros, los policías, los amigos o algún transeúnte piadoso, porque simplemente no despertaba por más intentos que hicieran. Ni agua fría, ni caliente. Infusiones, bálsamos olorosos, pastillas, remedios, doctores, chamanes: nada pudo contrarrestar esta tendencia mía, decidí dormir con tanta voluntad que fue imposible combatirme. ¿Y la niña? Nadie sabía con ella qué. Tal vez nunca se le puso atención a su crecimiento. Yo tengo un recuerdo muy vívido, como si hubiese sucedido ayer. Llegó muy tarde a cenar, nadie hubiera notado su ausencia, pero fue a disculparse diciendo:
Me he cenado a un hombre.
Mi padre dejó por un minuto el periódico y la miró. Mi madre se limpió la boca con la servilleta intentando no perder la compostura; no atinó a pronunciar palabra. Mi hermano siguió comiendo con esa glotonería insaciable que le orilló a tragarse un pedazo de cuchara (es la angustia, el ansia, decían los doctores del hospital), y a mí aquello me pareció genial:
Es caníbal, la niña es caníbal.
Comencé a reír apenas un instante hasta que mi padre carraspeó y se quitó los lentes (él nunca hace eso) para preguntar:
¿Lo dices en sentido literal o metafórico?
Los ojos de los cuatro cayeron sobre ella, levantó los hombros y se quedó de pie. Mi padre suspiró, se puso los lentes de nuevo, siguió con la lectura del periódico y con la cena. Yo no supe dónde colocarme, sólo atiné a mirar el rostro de la niña, lleno de frustración. Quise seguir escudriñando aquella cara que se mostró ante nosotros, los labios ligeramente amoratados, los ojos hundidos, desproporcionadamente tristes, las manos crispadas y el color de su piel perdido en algún lado, recostado, quizás, en otra pared. La descubrí hermosa, algo en ella se abrió instantáneamente y nadie quiso darse cuenta. Tal vez debí comentar algo para sacarla de ese letargo. Mi madre se apresuró a gritarle:
Lávate las manos y ven a cenar.
Entonces yo sentí que todo aquello debió ser un sueño, por eso nunca le dije nada y caí desvanecido sobre la sopa.
Ii
No hacía falta que me esforzara por mantener los ojos abiertos. La verdad, las pocas horas que me animaba a estar entre los diurnos eran suficientes para saber cómo iba nuestra vida familiar, como en esas películas malas que me llevaban a ver de niño. No me extrañó que mi madre, quien ya había perdido la fe a fuerza de tanto hijo mal parido, se enrolara en cosas de espiritismo y otras artes buscando algún consuelo. Nos hizo practicar a su lado toda clase de atajos para llegar a ser las personas adecuadas en su vida. Ni limpias, ni viajes astrales, ni la herbolaria sagrada, ni el vudú (que practicó con recato y recelo, tampoco nos precisaba zombis) hicieron de nosotros lo que ella quería. Fueron quizá su mayor consuelo las lecturas de vidas pasadas. Aquí, bajo la tutela de Madame M., logró establecer la conexión kármica que existía entre ella y nosotros. Porque no éramos, eso le quedó muy claro, un dharma en su vida, una bendición de los dioses, una dádiva de la naturaleza. Entre sueños y duermevelas recuerdo su rostro ahogado en lágrimas mientras se miraba al espejo reclamándose por no haber criado una familia decente, como si eso se pudiera criar. Luego nos maldecía a cada uno, haciendo una enorme lista de defectos (en ello no había ninguna distinción, todos éramos arrasados de manera equitativa), lanzando sin recato su desilusión, aquí y allá, en donde fuera.
Mis hermanos nunca llegaron a escucharla, por lo menos era discreta frente a ellos; yo tuve la desgracia de despertar un par de veces durante sus crisis y soportar, fingiendo dormir, cual muro de las lamentaciones, su desdicha. Por supuesto, ella siempre pensó que estaba dormido.
Mamá fue la primera en someterse a las regresiones. Madame le confirmó que fue una duquesa caprichosa. La vidente, astuta, supo manejar a mi madre, que jamás hubiese pagado lo que pagó por oír sobre una vida ínfima y sin decoro. ¿Quién hubiera querido ser una huérfana del hospicio Cabañas o una prostituta famélica de San Juan de Dios? Así estuvo meses, escuchando su pasado de realeza, descubriendo el porqué de su conducta y, claro está, la relación con nosotros. Sobre este punto la pitonisa afirmó que la duquesa, ahora madre nuestra, era dueña absoluta de la existencia de sus criados y los trataba como esclavos, nulificándolos y maltratándolos constantemente. Tal vez por esa razón nosotros, sus sirvientes, ahora reencarnados en sus hijos, veníamos a escarmentarla. Horrorizada ante la idea de ser la mala, y de que se lo dijeran, decidió dar un giro a su relación con su prole (sobre todo para despejar el mal karma y no volvernos a ver en sus vidas futuras) y estableció su estrategia: dejarnos a nuestro libre albedrío, es decir, a crecer salvajemente.
Eso hubiera cambiado el rumbo de nuestras existencias y quizá no hubiésemos acabado así como acabamos; pero como Madame M. no tenía intenciones de perder tan buena clienta, le sugirió que nos llevara y sometiera a un proceso de regresiones, sobre todo para determinar si era un mal karma en relación a ella o cargábamos con culpas más específicas. De ser así, ella debía orientarnos para liberarse y liberarnos. Ésa era su misión: ser nuestra guía. Como si tuviéramos misiones en el mundo.
Sin poder negarnos, para no acentuar la idea de que éramos unos pésimos hijos, acudimos puntuales a las citas. Yo resulté ser un piojoso ratero del siglo XVII, debatido entre la necesidad de reconocimiento y la avaricia, un holgazán de pacotilla que vivía del trabajo de los otros, del que se esperaba mucho y al final no logró nada.
De ahí viene su necesidad de dormir tanto, para evadir su fracaso sentenció la Madame.
¡Por Dios! Fue mi elección, no una evasiva.
Luego le tocó a mi hermano. Quietecito y taciturno como era, comiéndose a hurtadillas los clavos de la silla, escuchó estoicamente su pasado. La mujer, después de escarbar mucho, bajando a los planos alfa, beta y no sé qué más, logró ubicarlo como un boticario borracho que intoxicó y mató por negligencia a mucha gente allá en el XVIII. ¿Y la niña? No pusimos mucha atención, sobre todo porque la asoció con algo así como un espíritu muy joven que había habitado plantas y animales:
Es un ser muy tribal, una esencia poderosa.
Mi madre debió haber escuchado: “Es un ser muy trivial, en esencia poderosa”, cosa que no le gustó en absoluto, pues en casa la única con poder era ella: ¿Por qué nadie sabe qué va a ser esta niña?
Iii
Como había dicho, mi ego, acompañado del favor del inconsciente, decidió vivir más dormido que despierto. La verdad no fue ninguna complicación llevar este ritmo en la cotidianeidad: nuestras vidas eran como esas películas donde te duermes y cuando vuelves a abrir los ojos sigue sin pasar nada, ya lo he dicho, lo cual te facilita seguir la historia. Vivía enterándome de lo fundamental, como cuando mi hermano se tragó todo un instrumental médico y murió a causa de ello. En realidad fue un suicidio, eso a todos nos quedó muy claro, menos a mis padres; en el funeral se mantuvieron abrazados mientras de manera siniestra movían la cabeza al unísono negando aquello. Quizá porque mi madre reconoció en silencio que no se puede tomar la batuta en cuestiones kármicas y que mi hermano siempre fue un pésimo doctor (porque nunca quiso serlo).
Además, un médico que, en ese intento de no llevar una vida tan monótona, dejaba dentro de sus pacientes un pequeño bisturí u otras cosas sin importancia. En algunas ocasiones este olvido voluntario acabó con la vida de sus pacientes. Quizás, y no lo justifico, fue esa necesidad de que los otros continuaran comiendo las cosas que a él le prohibieron desde siempre, echándole la culpa al ansia, a la angustia. Si lo hubieran dejado inmolar a aquel hombre que se tragó un avión en tres años, mi hermano estaría vivo, sería famoso y no estaría repitiendo su karma.
Yo lo quería y aun así me quedé dormido en su entierro.
¿Y la niña?
Apareció como las sombras llegan para deslizarse sobre un árbol del que no se movió hasta que el féretro descendió y comenzaron a echarle tierra. Cuando quise acercarme para saber de su vida, ya no estaba. Pero sí los reporteros, acechando a mis padres con preguntas morbosas. Logré persuadirlos y ayudé a mis progenitores a subir al auto a toda prisa. Por recompensa obtuve una mirada húmeda, distraída; yo, como siempre, me dormí.
Pasaron los años. Yo luchaba contra un destino manifiesto que me condenaba a ser ladrón, porque a fuerza de repetirme aquello, llegué a creerlo. Y después de la muerte de mi hermano, mi madre se empeñó en vigilarme más. Así que, por sí o por no, me mantuve al margen de las fortunas (de los otros) y de lo que me pudiera traer problemas. Me hice de buenos trabajos en los que me esforzaba y destacaba, pero mi imposibilidad de mantenerme despierto me impidió sobresalir. Todos se volvieron recelosos: una persona que duerme tanto no puede estar sana ni física ni mentalmente. Uno a uno fui perdiendo mis empleos, mis amigos y novias; a la larga siempre me quedaba dormido.
V
Mi padre me informó, después de despertarme varias veces, porque dormitaba constantemente en el teléfono, sobre la muerte de mi madre. No lloré ni sentí nada, salvo un profundo alivio. Me incomodó un poco no haber sido invitado al funeral, celebrado de manera privada y con apenas unos cuantos allegados (¡por Dios, yo soy el hijo!). Sin embargo, como una cosa natural, fui notificado, esa fue la palabra que utilizó mi padre, como una atención por los lazos de sangre; además quería verme por un asunto muy familiar. Descarté la idea de una herencia tardía: mamá nos desheredó desde que nacimos.
Nos reunimos para cenar. La mesa que antes estuviera llena ahora sólo nos albergaba a los dos. Sin pronunciar palabra comimos. Como de costumbre, mi padre leía el periódico y yo tardaba bastante en terminar cada plato, pues dormía fugazmente entre uno y otro. Cuando por fin llegó el café doble para mí, a ver si la cafeína hacía su trabajo , él se quitó los lentes (cosa que no presagiaba ninguna buena noticia) y habló:
Creo que tu hermana sí está comiendo personas literalmente. Hay que buscarla, no quiero más escándalos… No más, ¡por la memoria de tu madre!
Sin evitarlo solté la carcajada que muchos años antes se me atoró en la garganta. Una vez que terminé de reírme (no cabía duda de que con los años uno aprende a reprimirse menos), pude observar a mi padre. Muy serio me miraba con atención. Quién sabe qué descubrió después de examinar mi cara durante un buen rato, pues le devolvió un rostro sereno. Se puso los lentes y, sin dejar de lado el periódico, dijo:
Menos mal que contigo no me equivoqué, ojalá todos hubieran nacido así de insignificantes. Los restos de la risa se me atragantaron y no, no pude caer dormido. ¬