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Espectáculo en Micelio

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Instrucciones

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Mario Humberto López Araiza (Número 7, Transhumanismo. Octubre de 2020)

La misión de los tripulantes de la nave espacial Nébula era muy clara: infiltrarse en la base de operaciones de los micelarios para recuperar el generador de energía a partir de hidrógeno. La Nébula tenía días sobreviviendo con las reservas y estaban a punto de agotarse. En la última batalla con los habitantes del planeta Micelio, la Nébula resultó perdedora y sin generador, ocasionando que quedaran abandonados a su suerte en la galaxia Fungi-17. Para salir de ahí necesitaban recuperar el dispositivo.

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¿Qué haremos, capitán? inquirió Ciara Lenni, oficial de navegación . Sólo debe ir uno de nosotros para evitar sospechas.

Iré yo, disfrazado aseguró Filius Alfornost . Desplieguen el archivo de caracterización señaló la parte frontal del puente. Una serie de imágenes se proyectaron. Numerosas formas de enmascararse se sucedieron en la pantalla . Debe ser algo radical, algo que ni se imaginen, ¡Espera!

Las transiciones se detuvieron en la imagen de una cyborg de piel verde, con cables por todo su cuerpo y con un lente naranja sobre su ojo izquierdo. Tenía el cabello largo de color azul recogido en una coleta hasta la cintura. Usaba un traje morado con blanco y botas negras hasta la rodilla. Perfecto.

Señor, es una drag queen cibernética, Selina Junx de la Galaxia 98 comentó Marina Nápoli, oficial de comunicaciones . Es muy conocida. Dudo que los micelarios se la crean, podrían atraparlo.

Descuida, Marina. Los enemigos agradecerán la visita de una celebridad.

Con estas palabras se retiró al cuarto de simulación donde le insertarían un microchip que produciría la imagen deseada. Así, al hallarse en terreno enemigo, no lo verían como un humano, sino como la drag cyborg. Los sistemas de simulación de la Nébula eran sofisticados y era muy difícil descubrirlos.

Una vez insertado el microchip, Filius experimentó un cosquilleo recorriendo su cuerpo. Se echó a reír en presencia de los encargados del programa de simulación, sintiéndose patética al notar que sus colegas ahogaban unas carcajadas al verla en ese estado. La sensación era parte del proceso, ya que un montón de nanopartículas la recorrían para crear la imagen surgida de cada poro de su piel. El cosquilleo desapareció pronto y la capitana pudo admirarse en un espejo. Su piel era verde, tenía una coleta de cabello azul hasta la cintura, cables por doquier y el inconfundible traje bicolor.

Con su nueva apariencia se dirigió al hangar de la nave. Seleccionó un viejo carguero, ideal para sus planes. Selina Junx fijó curso al planeta Micelio. La sorprendió el tamaño del cuerpo celeste cuando se encontró con él. Su forma le recordó a un hongo de la Tierra, esos maravillosos seres que descomponían materia orgánica, que vivían en la humedad y a la sombra de los bosques. Aterrizó a las afueras del distrito capital llamado Hifálone, una urbe bulliciosa donde estaba la base de operaciones. Las tropas habían trasladado el generador ahí para analizarlo y replicarlo. Se sabía que los micelarios codiciaban la energía del hidrógeno generado por electrocoagulación, algo que sólo la Unión Galáctica tenía y en lo que la Nébula era pionera. La enorme estructura de la base de operaciones de veinte pisos con forma esférica intimidó a Selina Junx. Ingresó por la entrada principal, ya que alguna treta pondría en riesgo la misión. Identificación y motivo de la visita le dijo un guardia micelario de doce ojos y cuerpo tornasol.

Soy Selina Junx se presentó con voz aguda y elegante , el entretenimiento le guiñó su ojo derecho, pícaramente.

Con gesto de aburrimiento, el guardia le dio el pase sin hacer más preguntas. Él se había quedado en la base mientras todos iban a la batalla y ahora tampoco disfrutaría de la recompensa que le esperaba a sus compatriotas.

Selina Junx atravesó la construcción hasta localizar un amplio vestíbulo en el que se estaban reuniendo los micelarios. El guardia debió de dar aviso y los curiosos querían saber qué asunto traía a una celebridad galáctica a su mundo. Selina subió a un escenario al fondo del vestíbulo, alumbrado por una gigantesca luz cenital. Supo que tenía que cumplir cabalmente con su papel. Empezó a moverse, de algún lugar se escuchó una canción. Se deshizo en vueltas y acrobacias entre vítores de la concurrencia. Durante su baile entornó los ojos hacia cada resquicio del lugar. Lo divisó por un ventanal al costado del salón: el generador yacía en el salón contiguo, entre un corro de examinadores. Sin más tiempo que perder, Selina sacó un revólver láser de su traje bicolor.

¡Trae un arma! exclamó alguien.

La multitud se dispersó en medio de gritos y empujones. Algunos guardias se acercaron al escenario.

Selina disparó a la luz cenital, haciendo estallar la lámpara. El desorden desatado fue la oportunidad que buscaba para escabullirse. Corrió entre los micelarios hasta entrar al otro salón. Disparó a diestra y siniestra, sin poder asegurarse si las descargas dieron en algún blanco. Cuando estuvo junto al generador utilizó su comunicador: Devuélvanme a la nave.

Antes de que los micelarios pudieran detenerla, Selina Junx desapareció de la base de operaciones junto con el generador de hidrógeno.

Se sintió volver al puente de la nave, donde esperaba que la tripulación la recibiera triunfante. En lugar de eso, una risotada le dio la bienvenida.

Capitana Filius Alfornost, ¡Qué sorpresa!

Alzó la cabeza. No era Ciara Lenni quien hablaba. Ni tampoco era el puente de la Nébula. Por lo visto, le gusta hacerse pasar por otras y se está acostumbrando a los escapes de emergencia.

De la silla, en el centro de la nave desconocida, se levantó una cyborg.

Alguien en Micelio me avisó que yo estaba dando un espectáculo, cuando hace mucho rompí relaciones con ellos por negarse a pagar espetó la verdadera Selina Junx . Por fortuna, la intercepté antes que la Nébula y créame, a la Unión Galáctica le va a costar cara su liberación. Póngase cómoda, iremos a dar una vuelta. ¬

Enjambre

Pedro J. Acuña

(Número 8, Realidad. Febrero de 2021)

Se conocieron en una fiesta. Con una seguridad alcoholizada, Héctor se acercó a Karla. Hablaron de cine serie B, italianadas, ciencia ficción de los cincuenta, zombis, Gamera; ella le contó que era fotógrafa y él mencionó su trabajo en un despacho jurídico. Intercambiaron teléfonos.

De regreso a su casa, mientras el taxista hablaba de política, Héctor se preguntaba cómo sería la primera vez que la besara, si sus manos y pies eran fríos, si se vería mejor desnuda que con ropa. Lo único que no le gustó de Karla fue su voz: nasal y aguda. Pero que tuviera un defecto la hacía real, humana. Esa noche, Héctor durmió feliz.

Esperó una semana y le marcó. Quedaron de tomar un café al siguiente día. Estuvo la mañana entera distraído. Le hormigueaban las manos cada vez que se acordaba de ella y se le hacía un hueco en el estómago.

La citó en un café del Centro. Llegó vestida con un cárdigan rojo y unos jeans ajustados; a Héctor le pareció el traje de una termita reina. Comenzaron por preguntas simples: ¿cómo acabaste ese día?, ¿qué tal tu semana?, ¿qué has hecho?

Karla habló de fotografía: tiempos de exposición, apertura del diafragma, sensibilidad de la película, de la falsa superioridad de lo analógico sobre lo digital. Comparó la fotografía con la caza: una buena foto es aquella que se dispara con el cuerpo entero, con el sistema nervioso perfectamente calculado para ponderar, en menos de un segundo, la luz, el encuadre, el momento. Según ella, el fotógrafo otorgaba la eternidad en un disparo.

Mientras hablaba, Héctor creyó ver que se hacía ligera, como si pesara menos que un mosquito. Era más alta que él, con una nariz recta y ligeramente aguileña, ojos grandes y cafés, cara alargada, pelo iridiscente como un escarabajo enjoyado; incluso sus dientes, polillas blancas y perfectas, le gustaban.

Cuando ella se levantó al baño, Héctor se fijó que Karla movía la cadera con un ritmo oscilante y festivo, como el de una libélula. Se entreveía, a causa de los jeans, la piel de su espalda baja, erizada por el frío de la tarde.

Hasta él, un abogado sin pretensiones estéticas, podía reconocer la belleza cuando se le estrellaba en la cara.

Sonrió.

La acompañó a su auto después de tres horas en el café. Se despidieron con un “Nos hablamos en la semana”.

En el trayecto a su casa, Héctor se puso nervioso: ¿y si la aburrió? ¿Qué tal que Karla sólo había fingido por amabilidad y nunca más le contestaría el teléfono? ¿Se dio cuenta de que su risa, desagradable como su voz, lo había incomodado al principio? ¿Estaba saliendo con alguien más? No quería creer en un enamoramiento tan rápido, pero negar lo obvio era de necios. Miró a la gente en la calle: solitarios, cabizbajos, cansados. De la emoción, sentía que flotaba algunos milímetros por encima del suelo. Le dio vergüenza lo cursi que eso era.

Contrario a todo su nerviosismo, Karla aceptó tener una segunda cita con él. La noticia le alegró la semana, aunque dos días salió del trabajo a la una de la mañana. Quedaron de verse el jueves en una cantina al sur de la ciudad. Después de tres cervezas, Héctor le preguntó por sus fotografías.

Me da pena dijo con su voz horrible.

Ándale, déjame verlas.

Sacó su cámara digital.

A ver si te gustan apuntó, con la cara roja como una catarina.

Las fotos eran primeros planos de cabezas de insecto. Él nunca hubiera pensado que tuvieran tanta textura, tanto detalle. Y, en especial, que fueran tan expresivos. Una araña parecía burlona; una mantis se veía feliz y satisfecha; una tijerilla insinuaba un llanto; un pez de plata mentía. Estaba impresionado.

Héctor le contó de su fascinación infantil por los insectos, que durante la secundaria quiso ser biólogo pero su papá lo convenció de que eso no era una carrera de verdad. Aún guardaba en su departamento los libros de entomología que compró al terminar la preparatoria.

¿Qué te parecen? Igual no están tan buenas como las de tus libros.

Las otras son, no sé, estériles; éstas tienen más vida. Nunca había visto nada tan bonito respondió Héctor.

No sólo se refería a las fotografías.

Ella sonrió.

Días después, fueron a su primera fiesta juntos. A ella le gustaba tomar vodka con arándano; él sobrevivió la noche con cerveza. Mientras bailaban, se acercó y la tomó de la cintura. La besó y saboreó el azúcar extra que Karla le ponía a sus tragos. Héctor sintió cosquillas, como si una colmena de avispas caminara por su cuerpo. Cuando se separaron se les escapó una risa. Se mudaron a un departamento a los pocos meses.

Llevaban ya un año juntos y Héctor no podía estar más feliz. Con lo que ganaban les alcanzaba para rentar una casa con jardín y pudieron comprar una sala, una pantalla plana y un estéreo Bose. Todavía no hablaban de casarse o tener hijos, pero él estaba dispuesto a envejecer con ella; empezó a pagar un anillo de compromiso que iba comerse sus ahorros de un año.

Un día, a las tres de la mañana, como era su costumbre de los miércoles en la madrugada, empezaron a hacerlo. Llegaron juntos al orgasmo, uno profundo, con la sólida base de la rutina y el conocimiento de otro cuerpo cual si fuera el propio. En cuanto el semen tocó la pared vaginal, se desencadenó un segundo orgasmo.

Por unos instantes, Karla reveló su verdadera forma: una inmensurable espesura de bichos.

La cara se deshizo en cochinillas color carne; los brazos eran ciempiés unidos como hebras de una cuerda; la piel, formada de cucarachas aplanadas, se separó lo suficiente para se le vieran las entrañas: millones de orugas sustituían a los intestinos. No había huesos: la estructura humana se sostenía por medio de mandíbulas de escarabajos hércules. Los ojos eran una colonia de langostas blancas. Su cabello se reveló como una maraña de insectos palo.

El enjambre, al darse cuenta del error, volvió a unirse. Héctor la aventó y agarró instintivamente una bata.

¡Espérate, Héctor! gritó ella.

Héctor se encerró en el baño, sacudiéndose la entrepierna. Unos alacranes cayeron al suelo y desaparecieron bajo el marco de la puerta.

¡Abre, por favor! suplicó.

La voz que se escuchó era un canon: hablaba desde quién sabe qué espacio: una jauría de sintetizadores aullaba lascivamente con cada sílaba, como si alguien raspara un pizarrón. Las voces se separaban por una milésima de segundo; cuando la primera iba a la mitad de una frase, la última comenzaba a decirla: una polifonía apenas comprensible.

—Abre la puerta, por favor —dijo el coro invertebrado. Con cada palabra, el siseo machacaba los oídos de Héctor.

Un par de horas después, Karla volvió a tocar la puerta. ¿Estás bien? su voz había regresado a ser la nasal y aguda. Por favor, vete.

Sal y hablamos. Se oía tan tierna.

Vete rogó él.

Karla se vistió, tomó su cartera, su celular y salió del departamento. Márcame cuando puedas.

Héctor escuchó la puerta cerrarse y no salió hasta que el escozor de la orina desapareció de sus piernas.

Héctor se mudó con sus papás. Cuando le preguntaron por Karla, respondió que se habían peleado, que no sabía lo que iba a pasar. A pesar de lo que había visto, el concepto de terminar con ella le trajo un vacío en el estómago. No mencionó ojos de larvas o piel de grillos, pero empezó a exigir repelente de mosquitos, calidad industrial, gises anti cucarachas en los cuartos, y siempre tenía a la mano un Raid casa y jardín.

Una tarde, su padre trajo jumiles. Al verlos, Héctor cogió su insecticida y bañó la mesa hasta que la lata quedó vacía.

Durante un mes no contestó ni las llamadas ni los mensajes de Karla. Todos eran similares: “Sólo dame una oportunidad para hablar. Te amo”, “Si quieres terminar aquí, está bien, pero vamos a vernos”, “No tires a la basura lo que hemos vivido”, “Me estoy muriendo sin ti”.

La ausencia de Karla empezó a minarlo. El recuerdo de los desayunos que hacían juntos, cómo roncaba, cómo siempre se alegraba cuando lo veía. Su cuerpo, su cara; el sexo en la cocina, el baño, la cama, el balcón. Sus fotografías.

Mató una mosca y se sintió culpable. ¿Qué tal si era el pezón de un niño al final de la cuadra? Cambió de opinión inmediatamente y arremetió, con furia y chancla, contra el cadáver.

Un jueves por la noche, veía el Discovery Channel: pasaban un programa sobre la vida sexual de las babosas; los falos salían de la cabeza y se mezclaban en una especie de flor traslúcida.

Así intercambiaban material genético para después, en soledad, parir. Héctor se horrorizó y enterneció al mismo tiempo. Extrañó a Karla y le envió un mensaje:

“¿Dónde estás?”

“En el departamento. Por favor, vamos a vernos. Te extraño muchísimo. Sólo quiero hablar”.

Tardó tres horas en contestar.

“Te veo allá a las ocho”.

“Aquí te espero”.

Aventó el teléfono a la cama. No creía lo que estaba a punto de hacer. Pensó en romper la cita, mandarle un último mensaje y cortar cualquier tipo de relación. No iría por ropa ni por la tele, que se las quedara, no quería saber más de ella. El último pensamiento le tensó los brazos.

Afuera llovía. En el marco exterior de la ventana, vio una mariposa que luchaba por levantar el vuelo: sus alas, agujeradas por el agua, eran de color malva, pálidas y frágiles; le faltaba una pata, y la lengua, antes un espiral perfecto, colgaba de forma miserable.

Héctor tomó una chamarra y salió.

Media hora después, estaba enfrente del edificio. El reloj marcaba las ocho. Saludó al vigilante, tomó el elevador y llegó al octavo piso. Suspiró. Estaba cansado. No sabía qué iba a decir.

Salió al pasillo y caminó hacia la puerta de su departamento. Respiró profundamente y tocó. Cuando Karla vio a Héctor frente a ella, una cochinilla se descoyuntó de su labio; la retuvo con la mano izquierda. Se quedaron en el umbral de la puerta.

¡Héctor! salió el millón de voces seseantes.

La boca de Héctor se llenó de un sabor ácido; aguantó las arcadas. No creo soportar esto. Sea lo que sea dijo él. La miró. Era hermosa. Recuerdos aglomerados en un segundo: lo que esos ojos le habían dicho, las veces que lo vieron con cariño, la mosca a la que le tuvo lástima, las babosas que hacían el amor, la mariposa moribunda en la ventana.

Estaban a punto de llorar; la notó tan frágil, tan perfecta.

¿Ya no me amas? preguntó ella.

Ahí estaba frente a él lo que siempre había querido, la persona que lo hacía feliz. ¿Cómo no amarla?

Sí, pero...

Sólo eso importa estriduló el coro de insectos.

¿Realmente sólo eso importaba? ¿A quién o a qué amaba? Si uno de esos bichos se perdía, ¿lo extrañaría?, ¿lo cuidaría de que nadie le hiciera daño? Karla estaba ahí enfrente, fuera lo que fuera, era Karla.

Sí, sólo eso importa dijo él. Héctor sonrió, sincero; no podía negar lo que sentía. A ella se le salió una lágrima de felicidad (que en realidad era una larva traslúcida). Los insectos lo rodearon, cubrieron su cara, sus brazos, se refugiaron en sus oídos. Él los dejó hacer. Un millón de abrazos, un millón de caricias, un millón de besos. ¬

Cindy sin dientes

Alondra Isabel

(Número 9, Ruralpunk. Junio de 2021)

La niña corre, brinca y rompe la paz del frondoso bosque, intenta escapar de la bestia que le pisa los talones. Algunos árboles declaran la primavera; otros se oponen rotundamente y anuncian la llegada del otoño con su color cobrizo y hojas muertas. Las incongruencias son necesarias. El escenario es un holograma, los bestiales juancitos gigantes son producto de su imaginación. Una imprudente roca detiene la carrera y le enreda las piernas.

Sin tiempo de meter siquiera las manos, la niña cae al suelo. El holograma pinta un suelo húmedo y lodoso; sin embargo, Cindy está cubierta de arena seca.

¡Apágate, chingadera cagada! grita entre lágrimas y mocos.

Como un origami, el escenario se dobla hasta formar una miniatura. La niña toma la figura y la guarda en una de las bolsas de su pantalón. La realidad queda al descubierto. Rompe el hechizo tecnológico y su magia deforesta al frondoso bosque hasta reemplazarlo por un baldío de tierra seca y matorrales. El cielo está despejado, no hay ni una nube a la vista, únicamente el sol con su redonda y amarillenta presencia. Ella llora en un desierto que le parece infinito, cuando crezca se dará cuenta que es tan sólo una manchita en la Tierra.

El impacto del golpe lo recibió en la boca, pasa la lengua por la encía y empuja al próximo exiliado. La asusta su futura transformación. La pérdida de un diente es un evento totalmente distinto si tu nombre es Cindy. Cindy sin dientes. Para una niña tan pequeña sería el primer contacto con la humillación pública. El diente deja un hilito de sangre cuando lo separa de la encía, el sabor a fierro viejo le llena la boca mientras masajea la carne tiernita.

Cindy, ¿quieres ir a la tienda conmigo? pregunta su abuelo.

La niña pega un pequeño brinquito por el susto. Sujeta con fuerza el diente y lo esconde en su espalda. Decide que lo mejor es no abrir la boca, así que sólo asiente y aprieta los labios con fuerza. Corre tras su abuelo, quien ya ha iniciado la marcha. Allá en el baldío, un juancito se despide de ella sacudiendo su mano.

Hace calor, como siempre. El sudor empieza a acumularse en su nuca y su nariz y el abuelo le presta un pañuelo rojo para que se limpie. Su piel morena exhala el aliento de los rayos del sol. La niña pasa el trapo por su cara y lo devuelve húmedo y embarrado de arena.

Andas toda chorreada, te va a chingar tu mamá cuando te vea.

La niña se encoge de hombros y continúa su marcha dando brinquitos. El abuelo se ríe, la toma de la mano mientras abre la puerta del establecimiento que les congela el sudor al entrar. Manchan el suelo blanco con sus zapatos cubiertos de tierra, pero el material del piso absorbe de inmediato las huellas y borra el rastro de los clientes.

Bienvenidos a tiendas OXXO; mi nombre es Mario y estoy para servirles los recibe una voz monótona.

Es un robot un poco más grande que Cindy. Ella se apoya en las puntas de sus pies para hablarle a lo que parece ser una cara.

Tino, mira. Ya traje lo que te prometí.

El blanco robot soporta el peso de la niña, quien lo sujeta por encima de lo que podrían ser sus hombros. La niña abre su mano y deja al descubierto su diente amarillento frente a los receptores de la máquina. El robot no alcanza a identificar la charla, dentro de su existencia el diente sólo representa un objeto cubierto de suciedad.

Disculpe, no cuento con las herramientas necesarias para realizar una limpieza del objeto. ¿Le gustaría agregar la sugerencia?

Oye, tú no eres el Tino su respuesta lo delata. Cindy sabe que Tino jamás olvidaría la promesa que le había hecho.

Meses atrás, cuando le contó que traía flojito un diente, Tino le confesó que no tenía dientes. Ella revisó su cavidad bucal y, en efecto, no existía ninguna evidencia de dentadura. Sintió pena por él, por su amigo molacho. Así que le prometió regalarle el segundo diente que se le cayera; el primero no, el primer diente sería para el hada, porque la quería conocer para pedirle un regalo. Después de eso, todos sus dientes serían de él, para que sonriera.

Pues no dice el abuelo, quien se encuentra revisando la sección de las bebidas , te dije que el Tino se descompuso. Lo cambiaron por éste, pero es igual de inservible. A ver, tú, ¿dónde fregados están las cocas?

Cindy lo observa mejor, se da cuenta que esta versión tiene un color blanco más intenso. Tino era del color de los huesos, y un poco más alto. El nuevo empleado se pierde con el color del suelo, hasta parece que es una extensión.

¿Estás pegado al suelo?

La cabeza del robot da un giro, de pronto su espalda se transforma en su pecho.

La información no es relevante para el cliente contesta y gira la cabeza hacia el abuelo.

Chingadas cosas demoniacas que hacen ahora. Toma tus cincuenta pesos y dame la soda.

A diferencia de Tino, los ojos de este ser no parpadean. Sólo son cuencas oscuras con destellos de luces azules al fondo.

Gracias por su compra. Mi nombre es Mario. Fue un gusto atenderles. Regresaron a su hogar, Cindy se encontraba un poco confundida por el paradero de su amigo. En cambio, el abuelo no podía sacarse de la cabeza a la máquina blanca y de ojos huecos. Cuando él era un niño, su padre se asustó con la llegada de los robots a las tiendas. Tino fue incomprendido al principio, mucho después se adaptaron a su presencia. A diferencia de los demás, él nunca temió que las máquinas dominaran el mundo. Ahora comprendía el rechazo que sintió su padre ante robots como Tino. El miedo a la tecnología lo hizo sentirse viejo.

Ay, papá, te dije que era una de dos litros.

La madre de Cindy los recibía con una sopa de albóndigas y tortillas de harina.

Pues sí, mijita, pero me diste un billete de cincuenta.

¿Te lo aceptó el Tino? Ya te dije que ahí sólo aceptan tarjetas.

Pues a mí nunca me han dicho nada; el dinero es dinero. Échale agua mineral para que haga bulto.

Ay, papá.

Cambiando de tema: ya trajeron al nuevo robotino. La niña no sabía que lo habían corrido. Nada sabe esta chamaca, papá, puro correr con su cosa esa mata imaginación. Pobrecito el Tino, se puso loquito y mejor lo tiraron. Ya estaba bien jodido, llevaba como diez años trabajando. Lo bueno que ahora está descansando en el cielo de los robotinos. El nuevo da mucho miedo. Parece de esos que un día despiertan y mandan a la chingada a la humanidad.

Uy, y eso que es modelo viejo. En las ciudades grandotas ya hay máquinas más avanzadas. Aquí envían las que van sobrando. Ya ves, al Tino todavía se le veían los cables. ¿Dónde se han visto máquinas con cables ahora?

Hasta eso, ya ves esa cochinadita con la que juega la Cindy.

Tus nalgas son cochinaditas, Tata.

¡Cindy! ¡Te voy a reventar el hocico!

Salió disparada como un rayo. Escuchó los gritos de su madre y la risa de su abuelo. Afuera estaba oscuro, justo el tipo de escenario que le causaba un terror desmedido. En otros tiempos, iría a buscar a su amigo, pero eso ya era cosa del pasado. Regresar ahora era arriesgado, su madre seguramente estaba sumamente enojada. Lo mejor sería esperar unos minutos. Caminó entre las casas abandonadas, silbó para llamar a los juancitos sin recibir una respuesta. Sacó el diente de su bolsillo y jugó con él mientras caminaba por un pueblo que parecía fantasma.

Recordó que dejó el generador de escenarios en su casa, justo sobre la mesa. Estaba obligada a sentarse y esperar a que el tiempo pasara. De nuevo, pensó en Tino. Empezó a preguntarse dónde podría estar su amigo, en qué momento se lo llevaron. Si ayer lo vi susurró.

La idea saltó en su cabeza. Se preguntó: “¿Dónde ponemos las cosas que ya no sirven?”

¡En la basura!

Nunca había visitado el basurón, aunque sabía dónde se encontraba. No estaba muy lejos de su casa, de hecho, puede que su casa estuviera dentro de lo que fue en sus tiempos ese lugar. Su abuelo le contaba historias, cosas que a él no le constaban, pero que había escuchado de su tatarabuelo. Decía que los cerros eran en realidad torres de basura empanizadas por la arena y el viento. Si bien, Cindy no creía por completo las historias, se le antojaba tener un cuchillo gigante para poder partir los cerros como pasteles y descubrir qué había dentro.

Cuando por fin llegó se encontraba completamente cansada. El trayecto le resultó difícil, era demasiado empinado para sus piernas cortas. Un rayo de luz roja sobresalía entre la oscuridad. Recordó que el cuerpo de Tino resplandecía con ese mismo tono rojizo cada vez que lo querían asaltar o simplemente golpear. Cindy caminó con mucho cuidado, por miedo a caerse y a lo desconocido.

Ay, nanita decía por lo bajito, temerosa de terminar despertando a algún monstruo nocturno.

Tino brillaba entre la basura y la mugre. Cables desbordaban de su pecho destruido, piezas perdidas de su rostro dejaban el robótico esqueleto al descubierto. Cindy lloró al ver a su amigo, jamás había experimentado la pérdida de un ser querido. Tino se transformó en un rompecabezas sin sentido. Ella localizó la cabeza; las demás piezas parecían ser parte de otros mundos. Una fuerza mayor empujó a Cindy hasta el suelo. Años después, frente a la tumba de su abuelo, comprendería que esa fuerza no era más que la derrota que trae consigo una pérdida.

Tino, arréglate; tú puedes, Tino repetía una y otra vez entre lágrimas.

El calor de la mano de su madre invadió su hombro. Encontró a su hija llorando sobre las piezas de una máquina. Jamás imaginó un escenario como tal. La muerte era un tema que le asustaba explicar a su hija.

Cindy, mi niña, ya es tarde. Deja al Tino aquí. Vámonos, te haré unos dogos bien ricos, ¿sí?

La niña enterró su rostro en el pecho de su madre. En su abrazo encerraba el cuerpo pequeño de su hija quien le contagió la tristeza y, unidas lloraron por el robot que yacía en el suelo.

Cindy tomó entre sus brazos la cabeza de Tino, marchó siguiendo los pasos de su madre, quien cargaba el resto de las piezas. El abuelo observó la aureola de luces que las acompañaba. Era un espectáculo multicolor, aunque muy bello, la niña no sabía cómo reaccionar, lo interpretaba como un intento desesperado de Tino por permanecer con vida.

Al mirar el cuerpo del muerto, por reflejo el abuelo se retiró el sombrero. Él lo había bautizado como Tino, por una caricatura de sus tiempos. Aunque al principio reprocharon la llegada de los robots, pronto se volvieron personajes del pueblo. Las lágrimas brotaron sin la menor provocación, el agua salada se derramó sobre la máquina que había dejado de brillar.

Sepultaron el cuerpo en el patio de su casa. Cindy conservó la cabeza y la decoró con calcomanías de flores. El abuelo retiró todo: cables, sensores, batería, dejó tan sólo el casco que solía ser el rostro de Tino. Aun así, el hueco cráneo sonaba como matraca cuando Cindy lo cargaba. Nadie se molestó en preguntarle qué llevaba ahí dentro. Nadie imaginó que se trataba de un diente. Un pedazo de hueso que fue promesa, y ahora deseo por revivir lo que está muerto. Un deseo que sólo el hada de los dientes podría cumplir.

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