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Escolopendra

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Instrucciones

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Marcos Macías Mier

(Número 9, Ruralpunk. Junio de 2021)

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Guillermo veía la abundancia de flores en una sección de sus tierras pensando que, si pudiera quitarse el traje engorroso, podría percibir el aroma cautivador que seguramente estaría invadiendo el aire. La luz de la estrella en el horizonte atravesaba los nubarrones de colores metálicos y le pareció que llegaba más débil que en su infancia. Aquello debía de alegrarlo; era una señal de que estaban conquistando al Gran Chaac. En vez de eso, se dejó llevar por una angustia que resonaba a lo largo del yermo casi infinito que dominaba la vista.

Justo cuando hubo terminado el arado de una porción de ese terreno invadido de piedras enormes, escuchó el llamado a la plaza. La lesión en la cadera lo castigó. Tanto trabajo ya comenzaba a afectarlo. Apenas tenía cincuenta años, pero temía que los dolores lo estuvieran retrasando y que sus plantas fueran las que menos oxígeno aportaran a la atmósfera del Gran Chaac. Cada vez que abordaba su viejo Mielnik III y recorría el camino hasta la plaza central, veía con envidia las grandes extensiones de hierba verde que habían cultivado sus colegas más sanos o jóvenes. Aquel recorrido no fue la excepción. Las flores dominaban el camino y se extendían hasta la plaza. Sin embargo, Guillermo notó por primera vez algo raro en sus formas, como si fueran más primitivas que las que él cultivaba. Le traían un tumulto de ideas que lo atormentaban.

Los jóvenes fueron los primeros en acercarse al centro de la plaza. Guillermo los observó detenidamente: tenían unos rasgos fuertes esculpidos por la luz inclemente de la estrella que rasgaba el cielo cada día, sus trajes amarillos no estaban remendados ni viejos, sino que refulgían a pesar del polvo que los manchaba y sus ojos cafés estaban hinchados por la confianza que tenían en sí mismos. Pocos parecían afectados por la incertidumbre.

Félix fue el primer conocido que encontró en el lugar. Lucía serio, como siempre, pero había algo en su rostro que a Guillermo le hizo pensar en una piedra de obsidiana, cierta rigidez en su piel oscura. Estaba quieto y triste. Aunque ambos tenían la misma edad, cualquiera diría que Félix era más grande debido a los surcos en su cara, a su mirada lejana o a su calvicie total. Se apoyaban mutuamente dándose consejos para la siembra, y habían desarrollado esa clase de amistad que no necesitaba de llenarse con comentarios banales. Se entendían en el silencio, uno que sólo rompían cuando las palabras valían la pena.

Puede que llueva dijo Félix a modo de saludo. Guillermo asintió con la cabeza. Era cierto, las nubes estaban hinchadas y tenían formas que nunca habían visto, amenazaban con estallar sobre los terrenos arenosos a la entrada del pueblo.

Ya no nos tocará ver la lluvia buena respondió Guillermo sonriendo. Se decía que conforme avanzaran en el proceso de terraformar el planeta, esas nubes traerían aguas cada vez más limpias. Félix no contestó. En cambio, discretamente, volteó en dirección a la Cueva, donde crecían los extraños árboles de piedra roja.

¿Cómo sigues? preguntó Félix, señalando a la cadera.

No me deja dormir por las noches, y me hace más pesada la siembra.

El otro ya no dijo nada. Terminaron de llegar todos los adultos, bajo el ardid prometido de los cielos y la patética bandera color jade que se alzaba sobre el pueblo, ondeando su símbolo en el centro, el de un jaguar rojo que se mecía a merced del viento.

La voz del jefe tronó:

Tulán, nuestro pueblo es el primero en esta tierra. Somos los cientos que construirán los caminos que usarán los millones que han de venir. Ahora sembramos para que nuestros hijos cosechen habló el jefe, enfundado en su traje idéntico al de cualquier otro, tal vez más parchado por el uso, pero que de alguna manera parecía ser más voluminoso. El pueblo estaba quieto, escuchando todas las palabras a través de las bocinas dentro de sus cascos . Por esta razón debo ser franco, porque le debemos nuestro sacrificio al futuro, a los días que vendrán con el agua pura de las nubes. Con mucho pesar debo informales que el motor “Corazón del mundo” se ha parado. La estrella en el cielo caló fuertemente, como empecinada en consumir las pequeñas vidas que se aferraban al planeta enorme que llamaban Gran Chaac. El motor era uno de los principales generadores de electricidad, por lo que perderlo arruinaría todo el avance de los cultivos.

Una pantalla al fondo mostró una imagen de la Cueva. El jefe continuó hablando, pero todo lo que quería decir estaba expresado de mejor manera por ese abismo a sus espaldas.

Hacía ya doce años que la habían descubierto. Vino como a lanzar un reto, con sus árboles pétreos, su oscuridad y neblina. Cuando la vieron por primera vez, produjo fascinación y no miedo. La zona ya había sido explorada y no se había detectado ninguna clase de gruta, por lo que algunos llegaron a decir, con el tiempo, que había brotado de la arena roja del Gran Chaac, que era el alma de una calamidad que había salido para manifestarse como una especie de mercader de desgracias y dolor.

Guillermo recordaba perfectamente aquel día, uno muy parecido a ése, porque estaban lamentando la falta de refacciones para reparar sus Mielniks. Se habían reunido, además, para discutir el descubrimiento. Guillermo, por lo general prudente y moderado, no pudo resistir unirse a la oleada de asombro que reinaba en esos momentos.

Uno de los vigilantes del pueblo, Demetrio, fue el primero que entró, en una noche iluminada sólo por la luz de los haces gemelos que salían de su casco. Iba reportando la situación en la gruta conforme iba entrando. Describía unas formaciones complejas de roca aparentemente pulida. Todas parecían representar una columna vertebral o un ciempiés. Hablaba, también, de unos tambores que juraba escuchar, pero que no se registraban en los micrófonos, y del aire desgarrado por el olor a putrefacción que decía que le llegaba incluso a través de los filtros del traje.

Algo se mueve fueron las últimas palabras que le escucharon. Los sonidos restantes fueron gritos que llegaron desde sus auriculares hasta la base en el pueblo, gritos fuertes y largos. La agonía fue de horas.

Lo encontraron a la mañana siguiente en la entrada de la Cueva. Estaba desnudo, hecho un ovillo, con el rostro totalmente desfigurado. Tenía mordidas realizadas por siete diferentes tamaños de bocas, pero eran superficiales, como si las docenas de colmillos no buscaran alimento, sino descarnar el torso por mero entretenimiento. El cuerpo frío, rodeado de una mancha enorme de sangre que reptaba lentamente sobre el suelo, abrazaba algo con devoción. Era una caja de refacciones, las mismas que el pueblo necesitaba para echar a andar los Mielniks.

Se habló de ir a cobrar venganza. La falta de armas y de voluntarios frenó la empresa. Secretamente, sin embargo, la primera generación nacida en ese planeta hilaba cuentos de extraña naturaleza sobre los acontecimientos, de cómo las refacciones habían sido un regalo del caos, un tributo que se daba a cambio del sacrificio de un hombre. Alababan la potencia destructora que sentían en medio de los cerros, allende los límites del pueblo, y comenzaban a hacer rituales entre murmullos que invadían la noche.

La angustia se había agarrado de Guillermo. Lo había dicho en voz alta, en la cantina: Demetrio no llevaba esas refacciones, ¿por qué aparecieron de la nada?

La pregunta vició el aire. Ninguno se atrevió a decir lo que pensaba realmente.

La segunda vez que alguien entró a la cueva fue durante la peste. Fue por error o curiosidad. Lo encontraron abrazado a una caja de antibióticos. Se había sacado los ojos con los pulgares. El resto de su cuerpo, blanco, hacía un contraste con las manos manchadas del vivo rojo que daban cuenta del martirio. Dominando el paisaje, nuevas formaciones de piedra adornaban la entrada de la gruta. Eran signos caprichosos, todos de piedra, mostrando un tronco común segmentado del que nacían cientos de ramas o apéndices delgados.

A partir de ese momento comenzaron esas imploraciones de sangre a la gruta. Primero enviaron a los enfermos, luego a los criminales. En ocasiones llegaban piezas o herramientas; en otras, remedios para alguna enfermedad o mapas de regiones inexploradas. De cada muerte nacían unos cuantos árboles grotescos de piedra, y el terreno alrededor de la cueva no tardó en convertirse en un bosque denso.

Guillermo maldecía cada ocasión en que llegaba algo útil. Compraban su vida a cambio de la sangre de otros, y esto le parecía aborrecible. Notaba, sin embargo, que cada vez era más raro ese pensamiento entre la gente del pueblo. Con el tiempo se hicieron menos preguntas, y el enigma que debería dominarlos se iba tornando en una fascinación intensa pero secreta.

La pantalla mostraba la caverna. Se alzaba grotesca sobre el corazón del llano, bloqueando la vista del gran motor descompuesto. Guillermo se paralizó; no recordaba haber visto un enfermo o un ladrón en mucho tiempo.

Debemos ser fuertes. Somos pueblo, somos nación, somos los hijos del Gran Chaac resonaron las palabras del jefe en toda la plaza . Ahora, sin embargo, necesitamos de la cueva. Estamos todos congregados. Es justo que enviemos a la gruta a aquél que es menos provechoso para este nuevo mundo.

Tras esto vino una gran pausa. El dolor de la cadera de Guillermo lo latigueó a pesar de que trataba de darle descanso pasando su peso de una pierna a la otra. Félix estaba ausente.

Una gráfica se mostró en la pantalla. Los jóvenes la celebraron con una expresión radiante. Comenzó un griterío. Guillermo leyó el título lentamente a pesar de que ya intuía la información que estaría mostrando. Se titulaba, simplemente, “Producción de oxígeno de los habitantes”. Buscó su nombre con el corazón acelerado mientras iba recorriendo cada una de las barras. Esta solución es la más justa ante nuestro problema actual dijo el jefe, y Guillermo continuó leyendo mientras la multitud comenzaba a moverse— . Debemos enviar a uno de nosotros para obtener las piezas para reparar el “Corazón del mundo” un forcejeo comenzó a su alrededor . Debemos mandarlo a pesar de nuestro dolor, a pesar de la profunda marca que dejará su ausencia. Recuerden que lo hacemos por amor, amor al resto, amor que se multiplicará en los tiempos futuros, cuando la estrella reciba su nombre y los campos se llenen de monos y aves, y los suelos arenosos se conviertan en buena tierra para las raíces de la ceiba.

El ruido y el caos no le dejaban comprender la situación a Guillermo. El aire arrojaba su odio.

Así que, ciudadano Félix, no te aflijas. Nosotros sólo somos semillas para el futuro, y toda sangre derramada dará fertilidad a estos suelos.

¡No es justo! dijo Félix.

La voz le llegaba claramente a Guillermo, tan clara como la visión del nombre de su amigo en la pantalla. “Félix Ruelas, peor producción”, se leía en letras rojas. Un mar de cientos de manos ya luchaba para inmovilizarlo.

Mis plantas se murieron por un hongo, no es justo. Trabajé gritó , trabajé hasta el cansancio. ¡No tienen derecho!

En ese momento Guillermo no distinguió gran cosa. Los brazos que afianzaban a Félix eran tan monstruosos como una sombra de proporciones grotescas o como un ser de cientos de pies y cabezas dispuesto a clavar sus dientes como pedernales entrando en el cuero. Lo amarraron como haciendo una danza alegre y salvaje. El jefe seguía hablando del Gran Chaac y los días venideros que estarían llenos de maíz, de sogas hechas de henequén y piedras talladas de formas preciosas mientras Guillermo intentaba luchar. Un golpe en el estómago lo fulminó, tirándolo al suelo. Gateó patéticamente, con la cabeza torturándolo con un ardor imbuido de rabia, pero que no le dio más que para avanzar unos cuantos pasos en dirección a Félix. Fue quedándose solo en la plaza. El dolor en la cadera volvió, presagiando que él sería el siguiente.

A lo lejos, vio los cascos de todo Tulán relumbrando, como si se fundieran con la estrella que ardía en el horizonte, a punto de ser devorada por la cueva. Ahí, en el suelo, observó detenidamente las flores que infectaban la plaza. Crecían grotescas, a diferencia de las que poblaban sus tierras. Subían con formas retorcidas y anidadas desplegando unas hojas diminutas y torvas, mitad espinas, mitad patas. Parecían ciempiés germinando del suelo, como un símbolo que triunfaba sobre todo el espacio y sobre el resto de las vidas efímeras que las rodearían únicamente como tributo.

Cenizas

Xóchitl Olivera Lagunes

(Número 10, Parias. Octubre de 2021)

Cuando Cami despertó ya era de día. Parpadeó un par de veces para ayudar a que sus ojos se acostumbraran a la luz que llenaba la habitación. Odiaba la luz. O no, lo que en realidad odiaba era que las sombras podían hacerse presentes entre la luz. Vio una que corrió de una pared a otra y giró la cabeza. Una más se asomó desde abajo de la cama y se estiró sólo lo necesario para que Cami la notara. Ella se encogió un poco y retrajo las piernas hasta que su cuerpo se compactó. Si había algo que le molestara más que ver un montón de sombras cohabitando con ella en las horas de luz, eso era sentir el tacto frío cuando alcanzaban a tocarla. De inmediato los vellos del cuerpo se le erizaban y el frío le corría por toda la piel. Sentía el calor que se le escapaba por cada poro y el corazón que bajaba de su pecho a sus entrañas. Antes, cuando Robi estaba, él se encargaba de las sombras. Apagaba la luz o cerraba la cortina, dependiendo de si era de noche o de día, le decía que se acostara bocabajo y le acariciaba la espalda despacio con toda su palma. Robi no cantaba, pero en algún momento recargaba su cara en la espalda de Cami y escuchaba los sonidos de su cuerpo: el flujo de su sangre, los movimientos de sus pulmones, sus espasmos musculares. Con la oreja adherida a la piel de Cami, Robi capturaba todo lo que sucedía dentro de ella y la arrullaba con tonadas que inventaba en el momento. También lo hacía después del sexo, cuando intentaba sosegarse y le decía, con la voz muy baja y muy grave, quiero comerme ese corazón, quiero comerme ese corazón, y ésa era la mejor manera de decirle que quería poseerla de verdad.

Cami andaba por la vida cargando dentro de su pecho aquello que Robi deseaba. Cuando Robi se fue, las sombras no sólo estuvieron cerca de ella, sino que intentaron entrar en su cuerpo. Ella supo que querían quedarse con su corazón. Quizá tendrían éxito porque podrían transmutar y convertirse en filamentos oscuros que podrían entrar en su cuerpo a través de sus poros. Cami intentó protegerse por todos los medios, pero un cuerpo no puede cerrarse a su entorno por sí solo. En su intento sólo consiguió hacerse daño. Llegó a la clínica en tal estado que de inmediato, uno a uno, los médicos colocaron esos diminutos parches en sus poros. Estaban hechos de un material que les permitía transpirar y excretar las toxinas, pero el proceso fue tan agresivo que las heridas tardaron semanas en cicatrizar, y no bien ella sentía que mejoraba cuando su propia piel irritada exigía algún tipo de fricción para obtener alivio. Cami se rascaba con las uñas y, en el proceso, arrancaba pequeñas costras y se llevaba con ellas los parches que tanto había costado colocar. Entonces los médicos debían recomenzar. Después de algunas veces, optaron por ponerle vigilancia permanente, y una enfermera le aplicaba cataplasmas de algún ungüento apestoso en tanto Cami dormitaba con las manos vendadas.

Desde que le colocaron los parches siempre tenía sueño, y algunas veces no se daba cuenta de cómo el día se convertía en noche para volver a amanecer, en tanto Cami fabricaba imágenes que a veces encajaban de manera continua pero casi siempre se difuminaban para terminar inconexas. Había escuchado sobre esos métodos cuando Robi investigaba al respecto. Hubiera sido un gran médico de haber terminado la universidad. Ella no era tan lista, por eso se conformaba con acompañarlo hasta muy tarde cuando se quedaba estudiando, o con escucharlo cuando llegaba a casa emocionado porque alguno de sus proyectos tenía avances. Cuando por fin le quitaron las vendas de las manos y la dejaron sola en ese cuarto sin cortinas, Cami pensaba que Robi hubiera sido el único capaz de hacer indoloro el procedimiento de colocación de los parches. Quizá con esos lentes ajustables de los que salían dos estructuras similares al objetivo de un microscopio y le permitían ver cosas del tamaño de los pelos que se le asomaban por la nariz.

Sí. Sin duda Robi hubiera revolucionado la medicina. Si no se hubiera muerto en el incendio que esos mismos lentes provocaron. Una razón más para odiar la luz que entraba por la ventana cuando la cortina estaba abierta. Eso y las sombras. Cami no pudo salir por sí sola, pero de alguna manera que nadie supo explicarle despertó en el hospital, con un tubo conectado a su pecho. Tardó varios días en poder moverse, y todo el tiempo las sombras estuvieron ahí. Los médicos la obligaron a dormir con los medicamentos que le inyectaban sin pedirle autorización, pero las sombras entraron a su cabeza. ¿De qué otra forma si no por los poros? Porque primero las sintió entre la piel y los músculos, luego rodeando sus órganos internos, y al final recorriendo y abrazando y apretando sus pensamientos. Las sombras no volvieron a dejarla en paz, hasta que los parches quedaron en su lugar, y Robi nunca más estuvo para acariciar su espalda o escuchar los sonidos de su cuerpo o para decirle que quería comerse su corazón.

Cami tenía los ojos cerrados y las manos apretadas sobre sus rodillas cuando el médico entró y se anunció con un saludo distante que ella ni siquiera se tomó la molestia de escuchar. Traía con él una lata de aluminio que dejó sobre la cama. Dijo algunas cosas que Cami no entendió, la jaló de un brazo para revisar los parches, apuntó un delgado haz de luz hacia sus ojos e inspeccionó algunas zonas de su piel con una lupa. Dijo algo más y salió. Cami escuchó la puerta cuando la cerraron por fuera. Acercó el brazo a su cara y observó los parches, diminutos, como si sus ojos tuvieran integrados los lentes que iniciaron el incendio en el que Robi desapareció. Se rascó ante un ataque de comezón y sintió entre las uñas los parches que desprendió a la fuerza. Notó la lata de aluminio sobre la cama. La tomó, miró el exterior, la destapó y en su cara se dibujó una expresión de horror. Ceniza. Pequeñísimas partículas oscuras. Exhaló cerca y sin querer levantó una nube negra que, al descender, quedó sobre los dedos que se apoyaban en el borde de la lata. Se levantó de la cama con fuerza y soltó la lata como si le quemara la piel. Una parte de la ceniza se salió y se regó por la sábana y el piso. Cami vio la que tenía en los dedos y trató de limpiarla en la tela de la camiseta. Siguieron negros. Quería quitársela, pero si lo hacía con fuerza se arrancaría los parches y la ceniza entraría por sus poros. La ceniza contenía sombras. La ceniza estaba hecha de sombras. Se sacudió todo lo que pudo, pero su propio movimiento levantó algunas partículas que viajaron hacia ella, hacia su piel, hacia sus poros que se abrían para recibirlos. No quería más sombras, ni en su cuerpo ni en su cabeza. Se alejó, pero la perseguían como pequeños organismos que podían reconocerla. No iban a dejarla en paz. Pensó en Robi y en el incendio. Pensó en que él quería comerse su corazón y en que ella con gusto se lo hubiera entregado. No quería la ceniza rondándola. No quería las sombras cerca. Hizo lo único que pudo: a puños, dejando ese rastro negro en sus manos, su cuello y su boca, comió la ceniza que le dejó la boca seca, pasó por su garganta y bajó, partícula por partícula, hasta concentrarse en un solo lugar de su cuerpo, encapsularse, y quedar lo más lejos de sus poros que Cami pudo mantenerla.

Hombre en sueños

Jeannette Realpe Castillo

(Número 10, Parias. Octubre de 2021)

He perdido mi trabajo. He perdido, también, al hombre que me amaba. Me acompañan las deudas, una renta que pagar y medios para alimentarme y vivir. Al inicio logré mantener la presión a raya. Un horario escrito en una libreta. Uno que cumplo en un cincuenta por ciento, si acaso. El psicólogo opina que me ayuda a mantener la rutina, a darme un sentido de orden en donde éste no existe.

Planeo una sesión de ejercicios diaria que inicia a las siete y treinta. Para entonces, se supone que la cama debería estar tendida, mi cara lavada, hidratada y con bloqueador. Lo uso para que la luz de la pantalla de mi pc no pigmente mi piel, porque ya casi no recibo el sol. Salgo cada tres semanas para hacer compras y ya siento debilidad corporal por falta de vitamina d.

Si mi descenso de peso continúa galopante, pronto pareceré desnutrida. Mi alimentación tiene pocos carbohidratos y muchas verduras. Me confiere una sensación de autocuidado. Quizás la única. Solía hacer ejercicio con religiosa puntualidad, por la misma razón. Pronto pasé de éste. Mi cerebro ya no colabora en este tipo de asuntos.

Dejé de meditar hace semanas. Pero cocino, como y veo tres capítulos de mi serie favorita al mismo tiempo. Es importante que mantenga el ritmo. Pero no puedo ser fiel a rito alguno ni a mi libreta de apuntes todo el día. Ésta parece ser el ancla a este mundo. Pero no quiero habitar este mundo. Al menos, no una parte de mí.

El día en que olvidé redactar mi horario, apareció. Padezco de adicciones estúpidas, creo que olvidé decirlo. Me he enganchado con facilidad al Cola-Cao de fresa, a las gomitas de tiburón y a la música. La música fue el detonante. Lo hago desde niña, escucharla por horas, repetirla hasta el cansancio para lidiar con la presión, con mi tendencia al underachievement, a la procrastinación.

El día en que ese hombre apareció vestía de traje. Dijo que necesitaba verme, arreglar las cosas entre los dos. Su aspecto lo calqué de una celebrity para que pareciera interesante. Me nutrí de sus fotografías, que se cuentan por miles en las redes, de sus videos, de sus entrevistas. Tomó forma como algún prometido ausente, que me había dejado hace catorce años para casarse con otra.

Me dijo que me sacaría del hoyo en el que me hallaba, como si yo necesitase de su salvación. Tal vez así era, pero me negué. Él podía resolver mis problemas, sólo tenía que darle una señal. Una luz verde. Yo no estaba segura, se había ido hacía tanto. Le pedí retirarse antes de que llegara nuestro hijo. Sí, me inventé un hijo.

Al principio, no aparecía en las mañanas. Me permitía conciliar el sueño hasta las ocho. A esa hora preparaba el desayuno, me vestía, me disponía a trabajar. Digo trabajar a falta de una palabra mejor. En realidad, buscaba empleo, y de mala gana. A la una preparaba el almuerzo y la tregua duraba hasta las tres. Luego, el trabajo de nuevo. El hombre aparecía a las siete cuando la tentación por la música, nuestro leitmotiv, entraba en escena. Podía imaginarlo sentado en el banco de la cocina, mientras conversábamos, mientras intentaba acercar su mano a la mía y yo la esquivaba. Me entretenía pensar en que no le permitía tocarme ni posarse a menos de un metro de distancia.

Me gustaba hacerme la dura.

Desaparecía en las noches. Me permitía leer, incluso escribir o dormir. Pero, al despertar un día, lo imaginé a mi lado. Nos abrazamos. Nunca más volví a levantarme temprano.

Enseguida tomó confianza. Se colaba en mis rutinas. Al inicio por minutos: diez, veinte, quince más, cuarenta y cinco. Una hora. Sin querer me vi trabajando a las once, a las once y media. Nos gustaba pensarnos ahora hablo en plural en medio de un corro, en casa de una amiga. Me entretenía imaginar que nos mimábamos, que él me mimaba. Que mis amigas envidiaban nuestra relación y admiraban la belleza de mi hijo. Ahora ese hombre es mi esposo, ahora él me cuida. Me obliga a comer porque estoy flaca. Yo me rehúso, él se molesta.

Al llegar a casa sale del auto más rápido que yo, abre mi puerta y me saca del brazo con violencia. Me lleva a la sala, me acomoda en su regazo boca abajo, me levanta la falda y me propina tres nalgadas: una por hacerle un desaire en público, dos por desobedecerle, tres para que aprenda a comportarme. Lloro, pataleo, no me puedo levantar. Luego, me lleva del brazo, amoratado ya por la fuerza, hasta nuestra habitación. Esta vez me sienta en sus piernas, me consuela, me limpia los mocos con sus dedos. Hace lo mismo con mis lágrimas. Me dice que es sólo un juego, que no es para tanto, que me tranquilice. Yo me calmo. Si es un juego, entonces vale calmarse. Pero no lo parece.

Así perdí todo un día.

Hago esfuerzos para levantarme en las mañanas, a las siete. En ocasiones él me lo permite. Juego a que tiene que ir al trabajo, a que le preparo el desayuno. Ésa es mi estrategia para dejarlo que se vaya, para poder concentrarme y escribir, buscarme la vida, pagar las cuentas, tomarme un baño, hacer la cama, cualquier cosa que me ofrezca una ligera sensación de logro.

Un momento, ¿por qué tengo que preocuparme por dinero? Él es millonario, yo lo pensé así.

¿Por qué seguimos en este departamento abyecto? Podría imaginar uno mejor, a la altura de nuestras posibilidades. En mis fantasías, la seguridad económica es importante, fundamental. Es el signo inequívoco de que estoy bastante jodida.

Ahora vivimos en un departamento adecuado a nuestra condición. Ahora podrá nalguearme con estilo. Y hacerme todo lo que él quiera, si le place. Esa noche hicimos un trato: en la vida real tengo licencia para hacer lo me dé la gana, pero en la noche (y en la cama) le obedeceré. Si te portas como una niña buena, no te dejaré caer, me dijo. Yo estuve de acuerdo.

Así vivimos un tiempo, hasta que se le ocurrió abrir la relación. No tengo idea de dónde saqué eso. Supongo que de algún grupo de freelove en Facebook. Tampoco entiendo por qué me empeño en enturbiar mis propias imaginaciones, en eclipsar la dopamina necesaria para resistir, un día más, las deudas por pagar y la refrigeradora famélica. Pero se hizo. Tuve que aceptar. Era eso o perderle.

Y yo no deseo perderle.

Cada día me invento formas más creativas para dilatar una salida al supermercado. Desayunos ínfimos o de plano inexistentes, almuerzos frugales, ninguna merienda. Él me prefiere delgada, me digo, pero me engaño. La ropa por lavar se apila en la canasta, las cebollas se enmohecen, las zanahorias se marchitan. El congelador se llena de escarcha. Me prometo que descongelaré la heladera. Sé que eso no ocurrirá.

Mi hijo lo descubrió con una tipa de Europa del Este en un bistró al que fue con sus amigos. Mi hijo va a bistrós porque puede. Porque yo lo diseñé así. Le armó una escenita, quiso golpear a su papá. Mi hijo me lo contó todo. Yo fingí sorpresa e indignación. Es una puta, me dijo. ¿Cómo lo sabes? Porque mis amigos las contratan. En nuestro acuerdo no estaba considerado el recurrir a la prostitución. Tampoco que mi hijo tuviera ese tipo de amistades. Esa tarde tuvimos una discusión seria. Pruebas de ets para todos. ¡Qué vergüenza!

¿Por qué me hago esto?

No he salido del departamento en tres semanas. Es imposible posponer las compras que fueron quincenales y ahora son mensuales. Tengo que ahorrar, me digo, para encubrir mi incapacidad de enfrentar el desempleo, la luz solar, el smog, el trato con los demás. Necesito pagar el arriendo, comprar el desayuno, implementos de limpieza, el mercado en general. Planeo un sólo día para el efecto: tirar la basura, regresar por la ropa para enviarla a la lavandería, retirar dinero del cajero automático, pagar la renta, hacer las compras, regresar en taxi, pagar el taxi, subir las bolsas en tres tiempos. Encerrarme, de nuevo, en casa, para jugar a él, a ellos, a la familia disfuncional.

Todo lo anterior se hace. No me he echado tanto a perder, después de todo. Todavía hay esperanza. El psicólogo dice que puedo escoger, que se trata de mi decisión: ¿es ése un comportamiento funcional para mí?, ¿contribuye o no con mi supervivencia? Hace semanas que dejé de hacerme esas preguntas. Hace semanas que abandoné las sesiones. Me es imposible costearlas. Mi marido dice que podemos salir juntos de ésta, que debemos hacer terapia familiar, que él conoce a una excelente profesional. Yo me niego. No asistiré a una consulta imaginaria. He dejado de levantarme de la cama, ¿para qué?, aquí tengo todo lo que necesito: su calor, mi música, mi teléfono celular. Dejé de contestar llamadas, pronto dejarán de sonar. Nada importante, sólo cobranzas y finanzas. Nadie a quien en realidad desee atender. A las personas como yo no deberían ofrecer tarjetas de crédito, les hago un favor al no contestar. Podría oler la basura que se añeja en el tacho de la cocina, si tan sólo cocinara. No recuerdo si me alimento. Sólo sé mirar hacia él, pero no lo veo, no lo tengo frente a mí, sino adentro. Y mis ojos no miran en esa dirección. Mi hijo se ha ido a estudiar al extranjero. Al fin tenemos el departamento para los dos. Al fin no tengo por qué reprimirme. Al fin la cama truena, al fin hago ruido. Al fin le pido más. Buena chica, me susurra al oído.

Él se ha ido. No lo encuentro por ninguna parte. En la mañana me cortaron la luz. Fue la casera, sin duda. Quiere que me largue. Sin energía eléctrica no hay internet, sin internet no hay música. Y sin música… Tal vez sea el momento para levantarme y tomar una ducha (de agua fría) para lavar los trastes (¿cuáles trastes). Para pedir ayuda a mamá.

Se acumulan el polvo y las deudas en la misma esquina. El agua estancada de polillas muertas en mi taza de la suerte ha marcado el período de mi último episodio. Cuatro o cinco días, cálculo aproximado. Mis riñones lloran agua de la llave. Timbra el celular. Contesto por defecto. Tienes que comer. ¿Quién habla? No te me hagas la tonta. Hago silencio. Baja, el del delivery te espera. ¿Qué cosa? Te has portado bien, nena. Me quito las chanclas y me pongo el calzado, mi barbijo, mis gafas oscuras para ocultar la mirada roja. No tengo dinero, le digo al muchacho que me entrega una bolsa de plástico humedecida en alcohol. No se preocupe, señora, me contesta. Su esposo ya pagó la cuenta.

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