Parias
Espejo Humeante Revista latinoamericana de ciencia ficción Número 10. Parias. Octubre de 2021.
Coordinador editorial Rafael Tiburcio García Comité editorial Miguel Angel de la Cruz Reyes, Felipe Huerta Hernández, Miguel Ángel Lara Reyes, Julio Romano y Zacarías Zurita Sepúlveda. | Asesores: Marcela Chao Ruiz, Juan Claudio Toledo Roy y J. Eduardo R. Gutiérrez. Diseño Yadira Delgado Imágenes Bakemono Zukushi, Publicdomainreview.org | Otto Cázares | Alejandro Vega | Marbeli Valdivia | María Susana López | Norma Pérez | Danilo Oliva. Ilustración de portada Danzante Tupay. Marbeli Valdivia, 2021. Redes Facebook, Twitter, Instagram: @EspejoHumeanteR Issuu, Wordpress: espejohumeanterevista Youtube, Spotify: Espejo Humeante Revista Contacto espejohumeanterevista@gmail.com Aviso legal La responsabilidad sobre la legitimidad de los derechos de propiedad intelectual correspondientes a los contenidos publicados en Espejo Humeante, así como la titularidad de derechos de los mismos, pertenece a sus respectivos autores. La responsabilidad de los contenidos y opiniones expresadas por los colaboradores en sus textos pertenece a ellos y no representan necesariamente la opinión de la revista. Espejo Humeante no asume ninguna responsabilidad por los daños y perjuicios resultantes o que tengan conexión con el empleo de los contenidos de esta publicación. El contenido de esta revista puede ser publicado con el permiso de los editores. Si desea publicar algo de nuestro contenido por favor escríbanos a: espejohumeanterevista@gmail.com
REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
ÍNDICE #10
03 ▶ PRESENTACIÓN
AUTORVS INVITADVS
07▶ ALTA COSTURA / Atenea Cruz 10▶ ZULU / Naief Yehya 15▶ LA NUEVA ERA / Luis Felipe Lomelí 18▶ UN INMINENTE PROGRESO / Lola Ancira 23▶ EL PRECIO DE LA INMORTALIDAD / Erick J. Mota 31▶ CENIZAS / Xóchitl Olivera Lagunes 33▶ CROSSROADS / Juan Carlos Hidalgo 36▶ CUARTO PARA LAS NUEVE / Magdalena López
crónica
04▶ CIEN AÑOS DE STANISŁAW LEM / Miguel Ángel Lara Reyes
ENSAYO
38▶ COWBOY BEBOP REVISITADO: LA CICATRIZ DEL PASADO / Rafael Tiburcio García
GRÁFICA
42▶ TRÁNSITO, EN LA CIUDAD GRIS Y EL TREN MÁS LENTO / Danilo Oliva Mura
NARRATIVA
45▶ HOMBRE EN SUEÑOS / Jeannette Realpe Castillo 48▶ SOBREVIVIENTES / Juan Pablo Goñi Capurro 51▶ COMEGENTE / Rogelio Silva 54▶ EN MI CABEZA / Jorge Pérez 58▶ AFUERA LLUEVE / Miguel Ángel Martínez 60▶ KODOKUSHI / Javiera Fuentes 63▶ PUCHUJU / Guillermo Reyes 68▶ MUROS TRANSPARENTES / Krsna Sánchez 71▶ El CÍNICO / Carlos Bryan Brito Soriano 74▶ EL CICLO DE VIDA DE UN MANGO / Adriana Letechipía 76▶ SIGNOS / Eduardo Omar Honey Escandón 79▶ DENTRO DEL VÓRTICE / Karla Hernández Jiménez 81▶ EL SIGILO DEL MAESTRO / Alejandro Javier Panizzi
MICROFICCIÓN
67▶ EL BOSQUE QUE ACARICIABA LAS NUBES / Pedro Cadejo
Poesía
84▶ A LA INTEMPERIE / Damarys González 87▶ CONVOCATORIA Lenguaje
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▶Norma Pérez. Liberación. Ilustración digital (2021).
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REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
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PARIAS
PRESENTACIÓN
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signamos a cada número un tema porque en el fondo creemos, acaso llenos de un optimismo que preferimos negar, que éste constituirá un hilo conductor, un leit motiv que ordenará las horas y los numerosos materiales para integrarlos como una especie de monolito o manifiesto de nuestros hallazgos en la ciencia ficción y las literaturas no miméticas en general. Todo esto, lo sabemos (y lo saben ustedes), no es más que una ilusión. Cada nueva convocatoria procuramos reducir este tema a una palabra, confiando en que la ambigüedad de nuestra lengua, la polisemia natural de la palabra expandirá las posibilidades del tema hasta sus límites. Lo hicimos con el tiempo, los ecoterrores, la colonización, las ciudades o la realidad. Y lo hicimos también con este número. Pero, al final, la única lección a extraer de esto es que la diversidad no se domestica, mucho menos se uniforma. Porque este método no es infalible y a veces, como en este caso, puede darse que la polisemia asumida no sea tal. La palabra paria, derivada del término de origen indio parayer, “el que toca el tambor”, suele describir a excluidos e inferiores, es un término históricamente peyorativo y amplio que puede incluir a los rechazados, marginados o invisibilizados, pero también a los sinvergüenzas, los canallas y los errantes estigmatizados por la humillación, condenados al desprecio y el escarnio, como señala la politóloga francesa Eleni Varikas. Pero en ciertos casos, al concretar su significado en ciertas coordenadas geográficas y en ciertos países, la palabra paria designa a una caracterización más específica: personas sin hogar, mendicantes. Con cierta malicia, elegimos el tema de este número buscando recibir textos malvados, oscuros, llenos de estos personajes que Foucault identificaba como excluidos del discurso: locos, drogadictos, delincuentes, hikikomoris o rebeldes que, en las narrativas actuales, se apropian de esos mismos discursos que históricamente les fueron negados. Y ese giro no previsto hizo que recibiéramos algo mejor. Durante la lectura y selección de los cuentos entendimos que los parias pueden ser también las mal llamadas mino-
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rías, los pueblos originarios, los ancianos, las mujeres y los niños injustamente violentados, los enfermos; las personas cuyos derechos no siempre se respetan. Aprendimos también que el concepto puede dar la vuelta a ideas preconcebidas, constituir una suerte de reivindicación y orgullo. De este modo, los trabajos que presentamos en este número abarcan un universo de personajes y situaciones aún más amplias de las que esperábamos: algunos malignos, sí, pero otros, con una mirada optimista de la que no podemos sustraernos y que nos permiten observar el reverso de la discriminación y la desigualdad. Esperamos que los textos de este número los lleven a través de estas realidades deconstruidas y reconstituidas, que opere también en ustedes esta conversión, este cambio de paradigmas que asumimos nosotros, y que quizá para ustedes ya era evidente: que ese concepto, pensado en su momento en términos negativos, despliegue la comprensión de la multiplicidad en el que cada paria pasa a formar parte de un ámbito de personas multidiversas que se reúnen en estas páginas. Acompañan a los textos las ilustraciones de los artistas visuales seleccionados en esta convocatoria, así como algunos yokai del pergamino japonés Bakemono Zukushi, del periodo Edo. Con este décimo número celebramos también nuestro tercer aniversario, uno en el que en retrospectiva Espejo Humeante se consolida como una opción para conocer los diversos caminos de la ficción no mimética en América Latina y en general en habla hispana: 229 autorvs, 14 episodios de podcast y 372 textos que en este periodo han dado cuenta de nuestra labor editorial y han recibido el reconocimiento y la sinergia de revistas y medios dedicados al género, como Locus Magazine, Amazing Stories, Crónica 451, Especulativas MX y, recientemente los Premios Imaginación y Futuro de MexiCona. Esperamos que disfruten este número. Dispersen la palabra. ¬ El comité editorial, octubre de 2021.
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Crónica
El Congreso del CELM: cien años de Stanisław Lem Miguel Ángel Lara Reyes
I obre Stanisław Lem, su obra y sus argumentos se ha escrito en abundancia y sin embargo resulta poco práctico intentar clasificar en géneros el vasto volumen de ideas que propuso. Entre los textos que publicó podemos encontrar ensayo científico, futurología, crítica literaria, actualidad (su actualidad), fantástico, policíaco y ficción especulativa por supuesto, sólo por mencionar algunos, todos ellos embozados con un halo de misterio ante lo diverso que su curiosidad intelectual y su lucidez filosófica mostraban, a veces de manera directa y otras de manera más bien oculta, disimulada. En idioma español cuenta con una importante base lectora. En México, particularmente, es posible rastrear un par de relatos traducidos de manera indirecta del inglés: “Cómo fue salvado el mundo” y “Las probabilidades en contra”, publicados en 1970 por la revista Ciencia y Desarrollo del Conacyt como los primeros a los que se tuvo acceso en nuestro idioma. A partir de entonces también se ha desarrollado una obra crítica que ha permitido analizar desde diferentes enfoques la tormenta de inquietudes cósmicas y tecnológicas que reveló en sus publicaciones y que, a manera de señuelo para los escritores y pensadores que le suceden, dictó como trabajo pendiente una tarea en su epitafio: “Hice lo que pude. Que otros mejores hagan más”
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II En enero del 2020 un grupo de entusiastas se reunió y creó en la Ciudad de México el Círculo de Estudios Lemianos en México que, como primordial objetivo, se propuso leer toda la obra de Lem disponible en español y en los idiomas 4
a los que sus integrantes pudieran acceder, primordialmente en inglés, con intenciones académicas de estudiarla de manera crítica y multidisciplinaria. Durante el fin de semana del 10 al 12 de septiembre de este año, se presentó en línea El Congreso, un evento académico-creativo dedicado enteramente a honrar esa obra, convocado en el marco del año internacional de Stanisław Lem que celebra el centenario de su nacimiento. En trasmisión por redes sociales se dictaron dieciocho ponencias que exploraron, desde el espectro hispánico en su lectura, aspectos tales como los géneros en los que su obra se ha catalogado, símbolos y alegorías, el narrador cero y las falsas reseñas, su tratamiento acerca del lenguaje, la comunicación y el conocimiento, de la filosofía y la subjetividad, de la tecnología, la cultura y la evolución, y de su lectura en México. Se abordaron también aspectos periféricos, no menos importantes al producto literario en sí, como el primordial papel de lxs traductorxs para ponerlo a disposición del público. Entre la producción multidisciplinaria además se presentaron trabajos audiovisuales sumamente estimulantes, a la manera de ensayo de TV y representaciones gráficas de los textos, atravesados por el análisis de los participantes. El Congreso supuso la conclusión de los primeros veintiún meses de trabajo del Círculo de Estudios Lemianos en México, que continuarán en una segunda etapa y que podrá consultarse en su página web y redes sociales. Lo animamos pues, estimado lector, a que revise el archivo digital que se produjo a partir de esta iniciativa independiente en la página del Círculo: estudioslemianos.wordpress.com. ¬ REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
▶ Otto Cázares. Stanisław Lem, Ilustración (2021) / Isologo CELM, por Itzel García. (2021).
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María Susana López. Calavera no chilla. Ilustración digital (2021). REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
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AUTORA INVITADA / NARRATIVA
Alta costura Atenea Cruz
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Me estás pidiendo que te cuente otra vez lo mismo?, ¿neta? Pero si ya lo he repetido quién sabe cuántas veces. Yo pensé que me ibas a preguntar algo diferente, pero pues va. Como quiera ya es ganancia salirse un rato, allá adentro está muy aburrido. Aunque, bueno, igual afuera también todo está de hueva. Estoy aquí por las pendejadas del Giovanny, él tuvo la culpa de que nos agarraran, por atascado. Entre más vueltas le doy, más pendejo se me hace. O sea, hizo lo primero que te dicen que no hagas. Pero pues también es como cosa de tiempo, todo cae por su propio peso, ¿sí me entiendes? Yo veo que a los hombres se les salen las cosas de las manos porque se sienten muy picudos, dicen: «A mí no me va a pasar, soy más cabrón que los demás», pero no son tan cabrones como piensan. O sea, están igual de mensos que los otros, nomás que armados y con banda que los respalda, ¿ves? El Gio era igual que todos en eso, yo se lo dije una vez y se emputó, así que mejor ya ni le moví. Nos conocimos por una casualidad bien chida, así como de película. Yo andaba en mi etapa dark, me vestía de puro negro, pero bien sexy, con faldas cortitas y botas de minero, sí sabes cómo, ¿no? Veía películas muy gore, más que nada en internet porque en mi rancho no hay mucha gente a la que le lata ese rollo. Pero haz de cuenta que a poquito que le entré a esta onda un chavo que se había regresado del defe abrió un antro darketo. Era una casa vieja, en el barrio antiguo, casi no le metió varo para la decoración, más bien aprovechó lo que había, se veía bien tétrica, nomás le puso unos cuadros de esos como los que la gente de antes le sacaba a sus muertos y pósters de bandas; se llamaba El Under, ponían mucho rock y música electrónica, la cerveza estaba bien barata, tenían unas luces muy locas, te la pasabas con madres aunque no te gustara lo dark. Al principio iba poquita gente, te digo que allá casi no había darketos, pero luego se puso de moda y llegaban de todos los estilos: reguetoneros, cheros y pues los narquillos. Un viernes le caí con una amiga, me acuerdo bien porque me acababan de pagar en el local de celulares donde trabajaba. Bueno, pues te digo que estaba yo bailando muy a gusto con la Leslie y se me acercó el Gio. —Yo a ti conozco, morra —me dijo. Le contesté de malas porque me caen gordos los batos apirañados que no pueden ver a dos mujeres solas. —Pues yo a ti no, ¿cómo ves? —y le di la espalda. Pero él se me puso enfrente de nuevo.
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—Sí me conoces, estábamos juntos en el kínder, ¿no te acuerdas? —me ganó la risa, no mames, o sea, ¿quién te liga con semejante idiotez, no? Pero él se puso serio, no le gustaba que se la curaran cuando decía algo—. No es cotorreo, ¿a poco no estuviste en el Esther Belmar del Castillo? —Simón, ¿cómo sabes? —Pues porque yo también estaba, te estoy diciendo la neta. Te llamas Esther o Estela. —Me llamo Stephany. —¿Ya ves?, ya sabía que era algo con S. Estás igualita de la cara. Con eso me cayó chido, nos quedamos platicando de puras tonteras, pero a gusto, como si fuéramos amigos desde hace mucho, ¿sí sabes? La Leslie agarró la onda y se fue con un pretexto, aunque sí me dijo que cualquier cosa le mandara un mensaje y se regresaba por mí en un taxi, porque no le daba mucha confianza dejarme con un desconocido que andaba bien arriba, pero mientras la gente no se ponga necia a mí eso no me molesta. Luego bailamos un rato, debajo de unas luces que nunca he sabido cómo se llaman, ésas que son como un abanico de rayos sobre tu cabeza, ¿sí sabes cuáles? Y humo, mucho humo. Giovanny se me fue acercando de a poquito, me puso la piel chinita, tenía una energía bien especial a su alrededor, así como una burbuja de calor, ¿sí me entiendes? Cuando me besó sentí algo muy fuerte en el pecho, algo que me jalaba hacia él y al mismo tiempo me recorría el cuerpo, como cuando te comes un papel y sientes tooooodo: la piel, los músculos, la sangre. Así era estar con el Gio: andar arriba, pero sin drogas. Bien loco. Ese beso lo recuerdo porque lo sentí en cámara lenta. Cuando nos separamos los dos estábamos sonriendo y fue bien bonito, como de película. A mí me dio risa porque se me hacía chistoso sentirme tan feliz en un antro dark. O sea, uno va a esos lugares a ponerse depresivo y odiar al mundo, ¿sí sabes, no? Y pues nosotros estábamos teniendo un reecuentro de lo más cursi, ja, ja. Después de eso ya no estuvimos a gusto entre tanta gente y nos salimos. Me dijo que si me llevaba a mi casa, pero la neta yo de lo que tenía ganas era de estar más tiempo con él, así que le dije que la siguiéramos. Nos subimos a su camioneta, me dijo que si íbamos al mirador o a su casa y pues yo no le vi mucho caso a hacerle al cuento. Él vivía a las afueras, en una casita tipo Infonavit, de ésas que parecen ratoneras, se la prestaba un tío que andaba en el otro lado.
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Bueno, eso me dijo, luego supe que era una casa de seguridad. Casi no tenía cosas y estaba muy sucia, no me gustó, pero me aguanté. Aunque sí le dije que qué cochino, no creas que no. Es más, yo fui la que enseñó a ese cabrón a ser limpio y ordenado. Lástima. En cuanto llegamos me dio un pedacito de papel, ya ves que con esos se te quita el sueño y el cansancio ni te pega. Nos quedamos platicando y cogiendo sin parar hasta la mañana siguiente. Esa noche me enamoré de él. Ya sé que has de estar pensando que son mamadas de telenovela, pero yo nunca me había sentido con nadie como me sentí con él. Cuando cogíamos me dejaba viendo blanco, casi desmayada. Neta. Era como si un rayo me atravesara de punta a punta. Leslie me decía que yo estaba confundiendo el amor con las drogas, pero no. No se trataba nomás de eso: nos divertíamos juntos, le podía contar lo que fuera y él me ponía atención. Me escuchaba. Nos entendíamos bien en todo, pues. Pero no puedes andar con alguien del narco y no embarrarte, ¿verdad? Ni me preguntes que cómo le entró a eso Gio. No sé. No hagas esa cara, es neta. Es que él siempre decía cosas diferentes, no sé si para despistarla o por tanta mierda que se metía. Las drogas dañan. No te rías, es en serio. Yo por eso nomás fumaba mota y un papelito de vez en cuando. A él le gustaban la coca y la piedra. Mira, lo de que el Gio contara historias distintas yo siempre pensé que lo hacía por imitar al Joker y hacerse el malote, le gustaban mucho las películas de Batman, no la más nueva, las otras, sí sabes cuáles, ¿no? Simón, ¿Qué tiene de raro? ¿A poco a tus amigos no les gustan las películas? Ots, si te sigues riendo ya no te voy a contar. No mames. A mí me gustaban más las de zombies, más gore, acá, con mucha sangre. También las de romance, pero que no tuvieran finales felices, eso está de hueva. Bueno, hay una muy ñoña que me gusta mucho, la de El diablo viste a la moda, ¿sí la ubicas? A mí siempre me ha gustado la ropa fina y ahí sale pura de ese tipo. Cuando estaba más morrilla tenía ganas de estudiar para diseñadora, en la secundaria me metí al taller de Corte y Confección. Es que mi mamá es costurera y de ahí le agarré el gustito. Me acuerdo de que cuando acompañaba a mi mamá a que se cortara el pelo me llevaba las revistas de la estética, así como no queriendo la cosa. Más grande comencé a comprarlas y coleccionarlas, pero las chingonas: Vogue, Elle, Glamour, ya luego hasta me suscribía, así salen muy baratas, casi a mitad de precio y te llegan a tu casa en una bolsita de plástico, muy acá, eso está chido porque así los ojetes de correos no te roban las muestras de champú que vienen gratis. Yo ya traía la idea de poner una boutique desde antes. Mi mamá y yo llevábamos ahorrando mucho tiempo. Quería hacer ropa fina y fuera de lo común, así como de alta costura. Lo del material fue idea del Gio. Bueno, más o menos. Yo siempre había tenido ganas de una chamarra negra, de esas rockeras, pero la quería de piel buena, hace rato que nomás venden pura sintética. O sea, sí están bonitas, pero no respiran, te da el sol y te empiezas a cocer bien ca-
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brón, se maltratan muy fácil y no las puedes limpiar con cualquier cosa. Total, que un día salí con el Gio, hacía un chingo de calor y yo estaba bien incómoda, pero no me la quitaba para no echar a perder el look, tú sabes. Le dije al Giovanny: «No mames, ojalá hubiera ropa que se sintiera como la piel de uno, no hay nada como lo natural». Ahí fue cuando se le ocurrió. Todo fue muy rápido. Yo creo porque él sabía que si me paraba a pensarlo un poco no iba a querer seguirle la corriente. «Ya tenemos lo que se ocupa: una diseñadora y mucha materia prima», eso me dijo y no necesitó más para convencerme. Ha de haber sido porque los dos estábamos medio zafados, mi mamá siempre me decía que por eso nos amábamos: «Apenas el costal pa’ el garrero». No, no chingues. Cómo le iba a contar. Imagínate que yo llegara: «Oiga, amá, fíjese que al Giovanny se le ocurrió que vendamos ropa de piel, pero humana, de los que levantan sus compas». Bonita me iba a ver diciéndole eso. Estábamos locos, no pendejos. No comenzamos solos, no hubiéramos podido. Giovanny no sabía nada de nada, él nomás iba a poner la materia prima, el local y la lana. Yo sabía diseñar y coser, pero nunca había trabajado la piel, hacía falta alguien para eso. Aparte, no podíamos decirle a cualquier persona, tenía que ser de confianza. Estuvimos pensando hasta que me acordé de que el padrino de bautizo de la Leslie era peletero. No creas que aceptó de buenas a primeras, el Gio y sus compas tuvieron que darle una calentadita. Eso sí estuvo gacho porque es un señor ya mayor, pero pues ni modo, así son los negocios, ¿no? Además le pagábamos doble: por la chamba y por quedarse callado. Yo digo que pegamos tan duro por la calidad de lo que ofrecíamos. No es por nada, pero la ropa estaba muy bien hecha. En la secundaria mi maestra de Corte y Confección siempre estaba moliendo con que la calidad de una prenda está en los acabados, ¿sí sabes lo que son? Puta, yo creí que eras de mundo… son las costuras, la bastilla, el pegado de cierres y botones, también tienes que fijarte en que las líneas de la ropa queden donde deben y se ajusten bonito al cuerpo; hasta las etiquetas deben de estar cosidas a la perfección. Eso es lo que hace la diferencia entre una prenda corriente y una fina: los detalles. Claro que eso no sirve si la tela no es buena. Nosotros teníamos la más exclusiva, la mejor. Los primeros en usar la ropa fuimos Giovanny y yo, de volada sus amigos nos preguntaron dónde la habíamos comprado. La mejor publicidad que tuvimos fueron los compas del Gio, ya ves que los buchones son bien presumidos, no se quieren dejar ganar. De ahí para adelante todo fue como dicen: coser y cantar. Ja. Hasta eso, el padrino de la Leslie era un chingón, se notaba la experiencia, cuando se le bajaron el miedo y el asco hasta se empezó a animar a ponerle diseños a la piel. No, si el ñor era un artista, de él fue la idea de aprovechar los tatuajes como estampado. Hicimos unos sacos muy elegantes para calar, a ver si pegaba. Fue un pinche exitazo, nomás que eso se descontroló de volada, nos empezaron a
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llegar con sus propios muertitos porque querían que la ropa fuera de un güey en específico; otras veces nos llevaban brazos o piernas para que les arrancáramos el pedazo y le pusiéramos el tatuaje a la chamarra como adorno, haz de cuenta una medalla. Bueno, a mí eso nunca me tocó verlo, Giovanny lo tenía todo controlado para que me molestaran lo menos posible, lo mío era diseñar y coser; pero igual en las noches me contaba. Me sacaba mucho de onda que los narcos estuvieran tan pinches locos. Eso de que me remordiera la conciencia por traer encima la piel de otra persona nunca me pasó por la cabeza, procuraba no darle muchas vueltas, ni caso tenía. Tampoco es tan diferente a cuando usas zapatos de piel de vaca o de cerdo. O sea, es como cuando comes carne. A nadie le gusta pensar que lo que está masticando era un animal, algo vivo: un pollito, un cochino, por eso tanta gente se vuelve vegetariana. Esas personas ya estaban bien muertas, era mejor que quemarlas, ¿no? Ya sé que suena muy fácil, pero la neta es bien sencillo si uno no se detiene a hacerle tanto al faquir, no hay que ser tan persignado. Nos agarraron por culpa del Gio, eso todo mundo lo sabe. Justo cuando nos estaba yendo más chingón, hasta nos hacían pedidos de otras ciudades. Nunca decíamos directamente que la ropa era de piel humana, nomás lo dábamos a entender. Era como todo en este pinche país: un secreto a voces. Los compas del Gio nos cuidaban las espaldas, teníamos a todos los polis comprados, aparte de asustados. ¿Te acuerdas de ese gobernador que salía siempre disfrazado de norteño, acá, muy enchamarrado? Era cliente consentido. Nos compraba pura gente importante, nuestra ropa no era para los gatos. Al Gio se le subió: quería que exportáramos a otros países, se sentía intocable. Empezó a aceptar más pedidos de los que podíamos atender. Tuvimos que contratar otras cinco costureras y tres peleteros porque no nos dábamos abasto, aparte de dos cuidadores de la bodega y unos chavos para entregar los paquetes. Todo era personalizado para que se sintiera más exclusivo. Lógico que con tanta gente metida se nos iba a salir de las manos, la gente es muy chismosa, por algún lado nos iban a torcer. Cuando Giovanny traía su cuerno se sentía el más cabrón, pero la neta se vio muy pendejo. Para ese entonces yo ya nada más dirigía y supervisaba que las prendas cumplieran con nuestro nivel de calidad. Por la piel ni nos preocupábamos, en nuestro México lindo y querido lo que sobra son cadáveres para pelar. Te digo que el problema fueron los chismes. Empezaron a decir mucha pendejada: que si éramos caníbales, que hacíamos ritos satánicos, que contratábamos robachicos porque la piel de niño es suavecita y más fácil de coser. No jodas, no sé a quién se le ocurría tanta mamada. La gente se cagaba de miedo, pero bien que les encantaba andar hablando. Salimos en unos periódicos de esos amarillistas, en internet y luego en la tele. Cuando nuestras honorables autoridades de Gobierno ya no pudieron hacerse de la vista gorda, aprovecharon la situación: ya
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cualquier muerto que salía nos lo endilgaban. Que si violaban a una muchacha y la encontraban en el canal: habíamos sido nosotros; que si desaparecía un reportero de los que les incomodan, así como tú: nosotros; que el atentado contra el Presidente Municipal: nosotros. Bien comodinos. Y la gente se creía todo, no se paraban poquito a pensar que si hubiéramos sido nosotros todos los cuerpos tenían que haber aparecido despellejados, ¿no? Cuando el Presidente Municipal interino ordenó toque de queda no hubo quién dijera ni pío. Encima, nos pusieron un apodo bien imbécil: «Los narcomodistas». No mames, qué poca imaginación. Nomás faltó que le agregaran el «satánicos». Y eso me molestó mucho porque mi negocio tenía nombre con madres: «Under your skin», era por el antro donde Giovanny y yo nos conocimos, además todo suena más chido en inglés, ¿no? Pero lo que de verdad nos hundió fue la fama. Llegó un punto en el que prácticamente toda la ganancia se nos iba en taparle el hocico al pinche Gobierno, allí nadie tiene llenadera. Cuando ya no tuvimos más varo nos agarraron. Yo ya sabía lo que nos podía pasar, pero los del ejército la neta se pasaron de vergas, hicieron un pinche circo, mataron a Giovanny como a un perro. Y la gente tan contenta porque por fin habían «abatido» al jefe de los «narcomodistas». Me caga cuando dicen eso de «abatir», culeros de mierda, ellos también andan matando gente como si nada, pero creen que así suena menos peor. Lo que más extraño de afuera es ir a bailar y al mirador. Y pues coger con el Gio. Aunque la neta me da igual si salgo de aquí o no. Sin él ya nada me motiva. Aparte siempre estoy cansada, no duermo bien. Seguido tengo pesadillas, varían, pero casi siempre es el mismo sueño: primero veo en cámara lenta cuando mataron al Gio y luego uno de los sorchos me obliga a que lo desolle y me dice que tengo que hacer un vestido, hasta me da la foto, es uno de las revistas. Como yo no quiero, me agarran a putazos y me violan. Cuando ya no aguanto le quito la piel al Gio, me da mucho asco, vomito, luego la empiezo a cortar y las tijeras corren bien suavecito, siento que me voy a volver loca, pero no puedo parar. Total, que coso el pinche vestido, los sorchos me obligan a ponérmelo y a modelarles, así, toda llena de sangre. ¿Sabes qué es lo más culero de todo? Que clarito siento que ese vestido es el más cómodo que me he puesto en la vida. Imagínate soñar eso casi todas las noches, está cabrón, ¿no? Te digo, las drogas dañan, ja. Mi mamá dice que es porque no tengo tranquila la conciencia, pero sí la tengo, porque nosotros nunca matamos a nadie para el negocio. No se te olvide poner eso. Ya me están llamando. Vende cara la entrevista, a ver si así te compras mejores trapos, porque esos que traes están muy jodiditos. Es más, préstame la libreta, te voy a pasar un contacto de allá afuera, diles que vas de mi parte. Vas a ver la diferencia en cuanto te pongas una chamarra de calidad, tu vida ya no vuelve a ser la misma. ¬
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Autor invitado / Narrativa
Zulu Naief Yehya
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se día estaban matando perros por las calles. Sucedía siempre que algún mufti oportunista redescubría que eran animales sucios y lanzaba una fatwa. Esos días no salía a la calle, me sentaba en el piso, entre mi cama y la pared con Zulu, mi viejo rottweiler que apoyaba su hocico sobre mis piernas y se quedaba tranquilo a pesar del ruido de las balas y los gritos desquiciados que entra-
▶ Danilo Oliva Mura.El tren más lento del mundo 1.
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ban como un vendaval por la ventana rota. Me ocultaba ahí, a un metro y medio de la ventana que daba a la calle, porque me sentía protegido por los muros de ladrillo y a la vez podía oír claramente lo que pasaba afuera, donde a veces hasta muy noche escuchaba los alaridos de delirio, las carcajadas histéricas, los ladridos y los gimoteos agónicos de las víctimas. Me imaginaba que si decidían entrar
Fotografía (2021). REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
al edificio podría escucharlos y tendría tiempo para esconderme con Zulu. No tenía un plan claro, pero confiaba que esa pequeña ventaja sobre ellos podría salvar a Zulu y de paso a mí. Vivíamos en un segundo piso y mi edificio, en la calle que en algún momento se llamó República, era uno de los pocos que aún quedaban en condiciones de ser habitables. Los vecinos estaban relativamente organizados. Dos familias extensas ocupaban los otros cinco departamentos. Los vecinos me trataban bien y no se metían conmigo, en otro tiempo yo los había ayudado con dinero, comida, medicinas. Malika había curado a sus hijos y venían a buscarla seguido: —Doctora, doctora. Venga, venga, el niño tiene fiebre, la abuela está vomitando, le amputaron dos dedos a mi esposo. Malika iba, a la hora que fuera, a tratar lo que fuera. De todos modos cada día le era más difícil atender pacientes en el hospital y después de que su consultorio fue incendiado para amedrentarla no tenía mucho ánimo para atender pacientes desconocidos. El casero era el imam Bitar, un hombre relativamente moderado que si bien no era muy querido por las milicias sí gozaba de su respeto. Él sabía que yo tenía a Zulu. Nunca me denunció. Un día me dijo que si bien los perros eran animales impuros eso no quería decir que no fueran buenas mascotas y mejor compañía. —El profeta dijo claramente que era posible tener perros para la vigilancia y para trabajar en el campo, pero un departamento no es adecuado. Haz como tú quieras. Mientras te laves concienzudamente antes de rezar, supongo que estarás bien —me dijo. Eso había sido antes, antes que las bombas desgarraran a conocidos, amigos y rivales, antes de que hasta las calles perdieran el nombre, antes del tiempo en que todo estaba prohibido y alcanzar la pureza era el único objetivo digno que se podía tener en la vida. No recuerdo cuándo fue la última vez que saqué a Zulu a la calle. Quizás fue cuando aún había luz eléctrica durante unas cuatro horas al día. En aquel tiempo no faltaban las miradas de condena y el ocasional acoso de alguien que intentaba convencerme de que tener perros como mascotas era una perversión antinatural, una obscenidad occidental y que la saliva de un perro era tan tóxica e impura que difícilmente podía ser lavada. ¡Haram, haram!, me gritaban
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señalando que estaba prohibido tener perros. Cuando me daban oportunidad de defenderme explicaba que era un perro de vigilancia. Zulu nació aquí, de una perra que trajo una empresa británica de seguridad que ocupó uno de mis locales de renta, no muy lejos de la nueva embajada estadounidense. Cuando se marcharon, dejaron abandonados a los cachorros. Uno de mis empleados me avisó que los ingleses habían dejado unos demonios y que los iba a ahogar. Le ordené que no lo hiciera. Fui corriendo a ver de qué se trataba, cuando llegué tan sólo quedaba Zulu vivo. Corrí a mi empleado y adopté a Zulu. Más de una vez cuando lo paseaba alguien me lanzó piedras. Uno aprende a vivir así. Era más difícil aceptar la crueldad de mantener a semejante animal encerrado por siempre. De todos modos el parque cercano, Abdelkhader, a donde solía llevarlo tres veces al día, ya no tenía árboles ni pasto ni hierba. Habían arrancado todas las plantas, cortado los árboles, despedazado los juegos infantiles, quitado las rejas que protegían los prados y hecho astillas las viejas bancas. Tan sólo quedaba el polvo, ya que hasta habían recogido los adoquines y las piedras para lapidar mujeres, blasfemos y adúlteros. Varias veces vi salir de ahí hombres empujando carretillas cargadas de piedras que caminaban, trotaban a toda prisa hacia la Plaza de la Victoria donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas. Matan perros en otras partes del mundo, en China por considerarlos un lujo burgués o para comérselos, en varios lugares eran comunes y hasta legales las peleas donde los hacían matarse para ganar dinero. Si bien esos actos me parecían repugnantes eran también pragmáticos, ideológicos, comerciales o simplemente expresiones de ignorancia, pero aquí los mataban por órdenes divinas, para alcanzar la pureza y cumplir con los supuestos deseos de Mahoma. No soy religioso, sé que el Quran no habla de eso pero los Hadithas sí y, cuando no se asegura que un ángel no entrará a una casa donde haya un perro, se cuenta que Mahoma dijo que no había que matar a todos los perros pero sí a todos aquellos que fueran de color negro porque eran enviados del diablo. Ésa era la doble fatalidad de Zulu. Desde que Malika se fue, yo pasaba cada día más tiempo sentado en ese rincón de la recámara, casi siempre con Zulu en mis piernas. Rara vez lograba concentrarme en la lectura pero siempre tenía entre mis manos un libro. Leía
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unas frases y me distraía, pensaba en comida, en el ruido de las balas, en el polvo y el calor. No mucho más. Porque cuando dejaba ir mis pensamientos maldecía a los milicianos, pero maldecía con más fervor a los que se habían ido, me maldecía a mí mismo por haber permanecido y también al pobre Zulu. A veces trataba de imaginarlo muerto, anticipar lo inevitable y de esa manera liberarme. Hubo un tiempo en que pudimos irnos, comprar un pasaje de avión, ponerlo en una jaula y largarnos de aquí. Pero yo había confiado que las cosas volverían a la normalidad. Malika decidió que no podía esperar más, no podía convertirse en un fantasma cubierto con un enorme trapo de pies a cabeza sin derecho de salir a la calle. Yo no hubiera querido que hiciera un sacrificio semejante así que no protesté. Antes de la guerra hablábamos de tener hijos. Yo no estaba muy convencido. Peleamos. Su vida se me fue escapando y de pronto era una desconocida. Los amigos fueron desapareciendo, algunos en el exilio, otros en encuentros desafortunados con los milicianos. Un día, Jalil, un amigo que trabajaba en el aeropuerto, me vino a buscar en su coche, me ofreció llevarme en ese momento a tomar un vuelo a Viena. Con Zulu. Pero qué podía hacer yo en Viena. —No conozco a nadie ahí. Dudé. Discutimos. Mi amigo se ponía cada vez más ansioso y frenético. —Es un favor que te hago, pero vete, vete hoy, tiene que ser hoy. Le dije que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo. —Vete al infierno —me recomendó—. Sólo me da lástima por Zulu —dijo y se fue furioso. Entonces pensé que él estaba exagerando y que yo había tomado la decisión correcta. La gente no se va así nada más. No soy un criminal. No he hecho nada malo. Me repetía. Jalil murió ejecutado pocos días después y con él mi última posibilidad de salir vivo de ahí con mi perro. Los ahorros se me acababan y aún teniendo dinero la vida no era fácil. Zulu nunca se quejaba de nada aunque ambos sabíamos que no tenía suficiente alimento para él, que debía darle las sobras de lo poco que tenía y que a veces ni siquiera tenía eso. En ocasiones me aguantaba el hambre, porque comer frente a él un pan, un pedazo de carne de carnero o un plato de lentejas y darle migajas o un plato vacío para lamer una pequeña probada me parecía injusto, inmoral.
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El día en que estaban matando perros escuché los primeros gritos y balazos cuando estaba mordisqueando lentamente un pedazo de carne seca. Le di la mitad a Zulu quien la devoró, dio un gemido y volvió a poner su hocico sobre mi pierna, sin pedir más, sin esperar más, sin ocupar más espacio del absolutamente necesario. Me puse tenso como siempre que oía las Kalashnikov disparando cerca, acompañadas de los alaridos de alahuakbar y las eventuales risotadas y gritos de dolor. Alguien corrió por mi calle, lo seguían dos hombres. Lo alcanzaron, rogaba por su vida. Uno de ellos lo insultó, dijo algo sobre su madre que no pude entender. Con mucho cuidado hice a un lado a Zulu y me acerqué a la ventana, me asomé apenas, con sumo cuidado de no ser visto. Un hombre anciano estaba de rodillas a mitad de la calle, dos milicianos le apuntaban con sus armas, gesticulaba, el viejo se llevaba las manos al pecho, imploraba juntando las palmas y luego levantando los brazos al cielo como si esperara que algo cayera de arriba y lo protegiera. Trataba de sujetar a uno de los milicianos, al que se veía más joven y tenía una barba rala, parecía tratar de abrazarlo. El muchacho bajó el arma. El otro seguía ladrando insultos, sentí que lo hacía más para entretener o impresionar a su joven compañero que realmente para amedrentar a su cautivo. Entonces, sin más le apuntó al rostro, le pegó el cañón contra la boca y disparó. Me fui de espaldas al ver el chorro de sangre explotar por la nuca. El otro miliciano también dio un brinco sobresaltado y luego comenzó a preguntar: ¿Por qué, por qué? El que disparó le respondió que así debía ser y luego invocó a la grandeza de Dios con un grito sonoro. No había nada más que decir, dijo. Pero el muchacho subió el tono de sus protestas, se acercó al hombre y lo empujó. Yo no podía entender lo que le decía porque la voz se le quebraba por el llanto, luego se puso de rodillas junto al cadáver y escuché que lo llamaba papá. El otro miliciano se acercó y le ordenó que se levantara, pero no hizo caso, lloraba. De pronto me pareció que era un niño. El otro le volvió a gritar: ¡Levántate! No lo hizo. Llevaba la Kalashnikov apuntando al piso, sólo levantó un poco el cañón y sujetado el arma con una sola mano le disparó en la nuca al joven de la barba quien quedó encorvado sobre el otro cuerpo. El miliciano miró alrededor y al no ver a nadie se puso a revisar los bolsillos de sus víctimas, lo vi sacar monedas, billetes y papeles. Se llevó todo a sus bolsillos y volvió a mirar alrededor. En-
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tonces me vio. Gritó: ¿Tu qué haces ahí? Ya te vi. Ven acá, ahora. Primero me oculté, pero sabía que era una pésima idea. Subiría a buscarme. Me levanté y me puse frente a la ventana tratando de mostrar que no le temía. No dije nada, tan sólo lo miré con firmeza. Lo había visto en acción, sabía de lo que era capaz, pero tenía más miedo de que subiera a buscarme y encontrara a Zulu a que me disparara ahí mismo. ¿Qué haces ahí? Preguntó. Aquí vivo. ¿Y por qué estás espiando? —No estoy espiando. —Ven acá ahora mismo. Asentí con la cabeza. Caminé hacia la puerta pero antes abracé a mi perro rápidamente. Me miró con sus ojos de pesar, con esa expresión de fatalidad que empleaba siempre en los momentos precisos. Lo encerré en la habitación, le puse llave al departamento y bajé las escaleras tratando de andar con compostura, respirando profundo en cada escalón y pisando firme como si no tuviera nada que temer. Salí a la calle y el tipo me esperaba frente a la puerta del edificio. —¿Qué estás haciendo? ¿Estás con una mujer? Negué con la cabeza y frunciendo el ceño. Estaba solo en mi casa, comiendo, añadí sin saber qué más decir. —¿Por qué no fuiste a la mezquita? —Normalmente no voy a esta hora. Era una respuesta incorrecta. —No hay hora normal para ir al templo —me gritó, pero no tocó la Kalashnikov que colgaba de su hombro—. Nada me enfurece más que ver gente desperdiciar su vida cuando podrían estar sirviendo a Dios. Bajé la vista, como si estuviera avergonzado. —Vamos, hay mucho que hacer. —Pero no quiero dejar mi casa —dije. —¿Por qué, alguien te espera o tienes miedo de que te roben algo? —dijo con una sonrisa. —No, nada de eso —respondí. Comenzó a caminar en dirección a la avenida y yo lo seguí con una pesadez inmensa. Llegamos a la plaza de la Victoria, donde habían puesto una gran carpa, había mucha gente afuera esperando algo, vendían comida, tapetes, incienso, fundas para teléfonos celulares, municiones, placas con inscripciones religiosas, un fotógrafo hacía fotomontajes en los que insertaba la imagen del cliente en un
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fondo de la Meca o a un lado del domo de Al Aqsa o en un campo verde repleto de flores. Al ver el puesto de shish kebabs mi estómago dio un salto y pensé en Zulu. Llegamos a la puerta de la carpa principal, me dijo que lo siguiera al interior. Nadie entraba ahí si no estaba con los líderes de la milicia o los muftis. Un tipo bastante mayor, con una barba canosa de candado y unos ojos cafés que parecían incendiarse nos salió al paso. —¿Dónde dejaste a Amin y a su hijo?, ¿Le diste una lección? ¿Lo vio todo su hijo? —preguntó con una sonrisa. —Sí, Sheikh, el viejo no volverá a ser insolente y el muchacho entendió lo que se debe de hacer. —¿Y dónde está el hijo? —Se fue por ahí, ya volverá. —¿Y este qué hizo? —preguntó señalándome como si yo no pudiera hablar por mí mismo. —Estaba encerrado en su casa. —¿Con una mujer? —No sé. —No, no tengo ninguna mujer— dije con hastío. —¡Cállate, nadie te está hablando a ti! —me gritó al oído con toda su fuerza. —No, creo que estaba solo. —¿Pero no te aseguraste? —No. —Vamos ahora mismo, seguro tiene a una puta metida en la cama. ¿Por qué estaría metido en la casa a esta hora? —No creo, no lo creo —el otro titubeó, supongo que porque no quería llevar a nadie al lugar donde acababa de asesinar a dos personas. —Vamos. —Que no, le digo, que estaba solo. —¿Y qué hacía? —Comiendo. —¿Comes solo? —me preguntó. No respondí. Me dio un golpe fuertísimo con la empuñadura de su bastón en la parte posterior de la cabeza. Las rodillas se me doblaron como si el golpe se transmitiera verticalmente a lo largo de mi cuerpo. Caí de rodillas, no pude meter las manos y me di de frente contra el piso. —Yo mismo quiero ir a su casa ahora —dijo. —No, yo me encargo. —¿Me vas a ordenar tú a mí? —No, Sheikh, es que no vale la pena. Yo lo tengo bajo control.
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—La puta seguramente ya se fue. ¿Ése es el control que tienes? Voy a alcanzar a esa puta. Llamó entonces a gritos a dos hombres que descansaban sobre una mesa: —¡Nuri, Amin, vengan, vamos a buscar a una puta! —No, seyid, no, seyid, yo arreglo el asunto y traigo a la puta. ¿Cuál puta? Me preguntaba yo, confundido por el tremendo dolor de cabeza. —Este impuro dejó escapar una puta —dijo el Sheikh a los dos hombres. Me traté de levantar y vi como entre varios empujaban e insultaban al tipo que me había traído. La cabeza me estaba sangrando. Me senté en el piso y me cubrí la herida con la mano. Alguien me puso de pie y luego me dejó caer nuevamente. Al tipo que me trajo le amarraron las manos y le pusieron una soga gruesa al cuello de la que lo jalaron. El Sheikh salió de la carpa agitando su bastón en el aire, seguido por una docena de hombres armados, uno de ellos jaloneaba al hombre amarrado. Un muchacho se sentó en cuclillas a mi lado. Se reía. Tenía una viejísima carabina. Supuse que era el encargado de cuidarme. Le pedí un poco de agua. Dejó de reír, se puso de pie y me escupió. Me apuntó con el rifle e hizo un ruido de disparo con la boca. No tendría más de 12 años. Luego se alejó. Me costó trabajo, pero me puse de pie. Nadie me vigilaba, así que me fui acercando a la salida poco a poco. Vi el puesto de kebabs. Tenía mucha hambre. Busqué al grupo de hombres que iban a mi casa. Corrí tambaleándome en dirección a mi calle. Los encontré, no fue difícil, gritaban consignas y alahuakbars mientras disparaban al aire. Los seguí a cierta distancia. Tenía que detenerlos antes de que entraran a mi edificio, una vez ahí no tardarían en encontrar a Zulu. Pensé correr y ponerme frente a ellos, me faltaba valor para hacerlo. Al llegar a la calle vieron los dos cadáveres. Alguien los reconoció. El hombre amarrado comenzó a explicar atropelladamente que los habían atacado agentes infiltrados, que él no sabía nada. —Herejes, fueron unos herejes —gritaba. No le creyeron, lo golpearon. Le vaciaron los bolsillos, algo le encontraron que aparentemente lo delató. —¡Nunca te dije que los mataras! —gritó el Sheikh. Entre varios trataron de colgarlo de un poste, pero no lograban hacer un nudo que lo sujetara. El Sheikh fue a ver los cuerpos. Comenzó a orar. Otros seguían tratando 14
de ahorcar al tipo sin tener mucha suerte, la soga no era suficientemente larga. Un hombre que yo conocía del barrio, creo que era el ayudante del zapatero, se fue corriendo a buscar algo, imaginé que otra soga, pasó muy cerca de mí sin verme. Regresó unos minutos después manejando una pick up Nissan destartalada. Acostaron al tipo amarrado a la mitad de la calle, lo sujetaban entre varios con la cuerda. El conductor le pasó la Nissan lentamente por encima, asegurándose de que una llanta le aplastara la cabeza. Gritó, un aullido seco, sin forma, sin tono. Tan sólo un quejido gutural profundo que cesó de pronto. El crujir de los huesos se escuchó como truenos lejanos. Una vez que el conductor pudo meter la reversa volvió a aplastarlo. Repitió el proceso varias veces mientras algunos niños reían a carcajadas y los hombres que no levantaban sus armas y gritaban con júbilo filmaban o tomaban fotos con sus teléfonos celulares para guardar un recuerdo de aquella tarde. El Sheikh preguntó a los mirones si alguien había visto a una puta. Nadie contestó. Repitió la pregunta amenazante, mirando a la gente a los ojos con intensidad. —Si alguien la encubre o protege es tan impuro como ella —dijo apuntándoles a cada uno con la empuñadura de su bastón que sujetaba por la parte media. Un tipo dijo entonces que él sabía de una mujer con malas costumbres que vivía en uno de los edificios en ruinas de la calle adyacente, frente al mercado de las flores. Le preguntó si la había visto por ahí ese día. El hombre dijo que no, pero después corrigió y dijo que sí. —Vamos a buscar ahora a la puta —gritó el Sheikh—. Vamos a hacerla pagar por haber corrompido a un hombre. Se fueron, dejando los tres cadáveres. Caminé cautelosamente hasta la puerta de mi edificio. La calle estaba nuevamente desierta. Entré rápidamente, subí corriendo las escaleras. Zulu, me recibió moviendo la cola, incapaz de entender de lo que nos habíamos salvado. Me tiré al piso junto a él y lloré del dolor del golpe en la cabeza y seguí llorando un rato. Era ya de noche. Varios hombres recogían los cadáveres en carretillas. Una mujer en la calle del Mercado de las flores no viviría para ver el amanecer. ¬ — * Mundo dron de Naief Yehya puede adquirirse en: https:// www.amazon.com.mx/Mundo-dron-historia-ciberpunk-m%C3%A1quinas-ebook/dp/B08VC1L6JR
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Autor invitado / Narrativa
La nueva era Luis Felipe Lomelí
▶ Anónimo. Ushi-oni. pergamino Bakemono Zukushi. (periodo Edo, circa s. XVIII-XIX).
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yer soñé que mi hijo me hablaba. Aquí mismo, con sus tres meses pero sin el granizo tras el ventanal de la caseta. Ahí viene otro pendejo. Otro pendejo marro que no ha querido poner el chip en su auto para que se levante automáticamente la pluma cuando vaya a pasar. Porque, seamos sinceros, cualquiera que viva en este barrio tiene el dinero de sobra para comprarlo. Y más. Todas las casas tienen su jardín al frente, su cochera doble. Jardines y cocheras que ahora han de estar cubiertas por el granizo, blancas, hielo sobre pasto que golpea fuerte. Pero este cabrón será marro a huevo porque ni siquiera toca el claxon, sino que me avienta las altas para que salga a abrirle. Lo miro de reojo, me escondo bajo la visera mientras sigo sentado frente al escritorio y hago como que reviso unos papeles. Ya traigo las botas encharcadas. Pero la culpa es mía: si ya sé que llueve todas las tardes aquí debería de haberme traído unas de repuesto desde antes. O por lo menos unas chanclas. Unas pantuflas de esas de peluchi-
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to que vi en la tienda de los chinos. Porque ésas no pesan. Cargar las pinches botas va a ser una hueva y ni modo de dejarlas aquí porque los otros guardias se las clavan, seguro. Otra vez las luces y es como si le tomaran una instantánea al granizo, como si pararan el tiempo en los pedregones de hielo a medio aire, levitando. ¿Así se verán las balas? ¿Así se detendrán cuando se acercan?: como luces navideñas, como las que hay en los centros comerciales que brillan por un instante y luego desaparecen. Que espere otro poco. Que aguante. Si me estiro por una de las revistas se va a dar cuenta de que ya lo vi. Allí dice que los recién nacidos son emisarios, que hace tan poco tiempo que llegaron a esta tierra que todavía recuerdan, que todavía nos pueden ilustrar sobre nuestro camino. Lo dicen los científicos y ayer soñé que mi hijo me hablaba. ¿Será una señal doble? Porque fue un sueño y los sueños son señales. Miro al conductor. Hago como que no distingo que ahí tiene pegada la calcomanía del fraccionamiento sobre el parabrisas. Revienta
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el hielo, se estrella en el vidrio y revienta. Me levanto de la silla. Siento cómo el agua sale de mis botas al ponerme de pie. Camino hacia la puerta. La abro, pero me detengo y giro para tomar la tabla de visitas, porque sí, porque si por su puta codez tengo que salir a mojarme, por lo menos hay que hacerle la maldad: que se desespere. Estos cabrones creen que uno nomás es su perro. Su criado. Tomo la tabla de registro y vuelvo a mirarlo. El pendejo me sonríe. Me señala con el dedo la calcomanía. Muy sonriente. Pero no le voy a dar el gusto. Si por lo menos la administración nos proporcionara un paraguas para cubrirnos de los aguaceros. Hago como que no lo veo. Y en realidad no quiero verlo: quiero ver el granizo que se ha ido acumulando contra las banquetas, sobre el pasto de las jardineras y en los recovecos, quiero recordar lo que me dijo mi hijo en el sueño. Pero otra vez las altas, la sonrisa y doy dos pasos para acercarme, para que el tipo baje la ventanilla y se moje. A huevo. —Buenas noches. Buenas noches dice el cabrón pero está bien pendejo si cree que voy a contestarle. Que se trague su saludo. Todavía hay luz, todavía no oscurece del todo. Nunca graniza durante la noche en esta ciudad. Eso lo sé porque lo he visto y porque también lo dicen los científicos de las revistas: que se requiere un gradiente térmico elevado, un diferencial alto. Buenas noches, me dice de vuelta. Pero que ni crea que voy a contestarle, que se compre su chip para que yo no tenga que salir a la lluvia cada que él llegue a casa con su cochecito. Y si ya me voy a mojar yo, que él también se moje, que se moje, que baje la ventanilla y le entre el granizo, que se dé cuenta de quién tiene las llaves de este barrio.
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Pero me habló mi hijo. Volví a soñar que me hablaba, que me decía lo que tengo que hacer para estar a la altura de mí mismo. Tengo trece días de no verlo porque el domingo pasado la lluvia se llevó parte de la brecha. Y así ni cómo. Allá también cayó una granizada tremenda, dicen. Y estaban buenas las fotos: el hielo cubriendo la ladera y rellenando los hoyos entre las piedras, los surcos de la milpa. Mándame más, le dije. No a mi hijo sino a la mujer, pero nada. Qué le costaba. Si para algo le compré el celular, para que estuviéramos en contacto y para que me mandara fotos. Porque allá sí hace frío en serio y uno rememora: las gotitas de agua congelada, pendiendo de las tejas. Y sí, porque acá se cansa uno de ver siempre lo mismo, se achata la mirada, se mocha: la fábrica de enfrente cruzando la avenida y atrás de ella las azoteas de los condominios, sus antenas y tinacos, la tienda de autoservicio a la derecha con su letrero chillón y luminoso, el lote baldío a la izquierda y, más en corto, el anuncio del fraccionamiento y la cuatrimoto en la que acaba de volver Urbano de hacer el rondín. A él le gusta eso: darse la vuelta. Dice que así se orea y estira las piernas. No le gusta leer. A mí sí. Yo prefiero quedarme acá en la caseta aunque tenga que levantar la pluma para que entren los carros de los idiotas que no han querido comprar su chip, aunque tenga que
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tomar el registro de los visitantes. Todos se enmuinan. Hacen su bilis. Les pido su identificación y les entra rabia, como si les fuera a quitar algo, como si me fuera a quedar con algo de ellos nomás por seguir los procedimientos. Y a veces sí, a veces se queda algo de ellos: acá tengo la caja de las identificaciones olvidadas. Estaban todas en montón cuando tomé el trabajo, pero yo las ordené alfabéticamente. “Para qué lo haces”, me dijo Urbano, “el que va a venir, vendrá; pero estos son los que se han perdido en el mundo”. Yo ya lo sabía pero no le hice caso y de todos modos las ordené. De cuando en cuando me entretengo observándolas. Los científicos dicen que sólo nos separan seis personas entre uno y otro. Y cómo no, si todos estamos bajo el mismo peso de unos cuantos hijos de la chingada. A todos nos joden los mismos. A todos nos cogen los mismos. Por eso yo creo que los científicos tienen razón y en la caja hay pasaportes, licencias, credenciales de elector, tarjetones de taxi y tarjetas de circulación. Si uno las mira bien, si mira correctamente las fotografías, pronto se da cuenta de que muchos se parecen. Poco trabajo costaría tomar una de éstas y hacerme pasar por otro. Urbano se estira antes de entrar a la caseta. Le pregunté a Leonora: —¿Y ya habla? —No, mi amor, tiene tres meses. Pero a mí me habla en los sueños.
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Aparte de la caja, en la caseta también estaba el altero de revistas. Nadie sabe quién las dejó ahí pero ahí estaban. Y yo las leo. Sobre todo por las noches, como ahora que el cielo se va emborregando otra vez. Por eso sé que los ángeles del Señor no eran ángeles como los pintan las Escrituras, que los serafines de seis alas que rodeaban Su Trono son una alegoría. Urbano no me cree: no sabe de ciencia y prefiere la cuatrimoto. Tampoco Leonora. Pero ella dejó que le pusiera el nombre al niño: Isaías. Estaba bien contenta cuando tomé el empleo, cuando me vio llegar con el uniforme y salió a darme un abrazo, toda panzona. Ahora ya no siente tanto gusto. Ahora que fui fueron quejas y puras quejas. “Lo que tiene usted es depresión posparto”, le dije, “le voy a traer una revista”. Y aquí ando buscándola mientras Urbano le pide sus datos a los señores de una camioneta. Es raro que haya camionetas en la ciudad. O más bien no es raro, pero a mí se me hace raro. Como para qué: ni que fueran a cargar marranos. El misterio de las líneas de Nazca. Los avistamientos de Michoacán. Las bondades de la linaza y las linternas de los muertos. Habría que entender los círculos de las cosechas, la Gran Invocación, el fraude del hombre en la luna. Todo está hecho para engañarnos: por eso es importante leer. Arranca el motor y Urbano entra de nuevo a la caseta. —Como me cagan esos hijos de su puta madre—dice. —Igual. —Se las dan de muy salsitas pero mira nomás la cara de baboso que tiene este buey. Me muestra la identificación: el hombre se parece a mí.
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—Chinga a tu madre. —¡Qué, buey! ¿Ora qué mosca te picó? No le contesto. Sigo buscando la revista que habla de la depresión posparto. ¿Vivimos dentro de una simulación de computadora? ¿Tenemos que cuidarnos de los virus alienígenas? ¿Qué hacer ante la nueva era del hielo que se avecina? Por la tarde volvió a granizar. Los esquimales distinguen cinco tipos de hielo para hacer sus casas. Pero ahora ya se ha derretido todo: se hizo moño de agua y se fue por la alcantarilla, se hizo planta en el zacate del baldío. ¿Por qué me parezco al hombre de la camioneta? ¿Por qué mi hijo me recuerda al niño que fui de niño? —Se lo quebraron por un ajuste de cuentas—dice Urbano. —¿Qué? —Ayer por la tarde, ahí sobre el camellón. Y dice que por suerte estaba la pluma levantada cuando salió el cabrón rechinando en su carro. Un Mercedes plata. Porque de lo contrario se la hubiera llevado con el cofre. Cuenta y yo sigo buscando: que dio el volantazo para librar a los que estaban esperando el cambio de luz en el semáforo, que se subió al estacionamiento de la tienda de autoservicio pero no contaba con que ahí lo estaban esperando otros dos ojetes, junto a la señora que vende los tamales, igualitos de vestidos como los que lo venían persiguiendo en un Audi. El espiral en Chalk Pit estaba en código binario, dicen los científicos. Que de un plomazo le tronaron el parabrisas y por volantear de nuevo se estrelló contra el ciprés del camellón. Aquellos que se aproximaban demasiado al Arca morían de una extraña dolencia. Que todavía tuvo fuerzas para salir del carro. Pero ya no alcanzó a correr y ahí mismo lo remataron. —Si yo por eso digo que esta pinche pe-erre-veinticuatro sirve para dos kilos de verga, nos deberían de dar pistolas. O mejor un par de a-erre-quinces. La Santa Inquisición en la Nueva España. Las promesas de la energía Nuclear. Aunque Leonora no quiere que le lleve la revista, se la voy a llevar para que se ilustre: hay que saber nombrar nuestros males para hacerles frente. “¿A quién enviaré y quién irá por vosotros?”, me dijo. Eso me preguntó en sueños. El granizo cae para azotar nuestras culpas y lavar nuestra soberbia. La de ellos. La de estos pendejos engreídos que quieren que uno salga corriendo a recibirlos como perrito faldero meneando la cola, que salga bajo la lluvia y encima les sonría, les diga buenas tardes, buenas noches, y se queden ahí con el saludo a guarda, porque la mayoría ni eso. Ni nada. Como si me hicieran el favor de dirigirme la vista, los ojos. Ni una palabra. Nomás el agua y el granizo. Nomás su asco. El claxon de su boca porque a pitidos hablan, a pitidos recalcan: tú estás ahí bajo la llu-
via, tú, sobre tus hombros y tu visera cae el granizo y yo estoy bajo el techo de mi auto. Porque ése es tu trabajo, ésa es tu condena, ése es tu lugar y éste es el mío. “Óyeme bien y no entiendas”, me dijo mi hijo. Y también están los que sí sonríen, los que dicen buenas tardes. Pero cómo no van a sonreír si viven donde viven, cómo no van a reírse de nosotros si son los dueños de todo, si salen a caminar con sus perros a media tarde, a trotar por las mañanas junto al parque, a andar en bicicleta con sus hijos. “Velo de cierto pero no comprendas”, me dijo. O se creen dueños de todo porque esa risa es la risa de los que se creen elegidos. Pero no son ellos. Yo lo sé porque he leído. Porque he lavado mis penas bajo el granizo, porque he expiado las culpas con mi condena. —¿Sigue encabronada tu vieja? —pregunta Urbano. —Sí. Y no importa que no me haya dejado ver a Isaías: él me habla en sueños.
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Urbano se orinó en el uniforme. Pero sigue sin chistar, sin moverse del rincón de la caseta. Sólo tiembla. A esta hora sólo se escuchan los tráilers que suben y bajan mercancías en fábricas y bodegas a lo largo de la avenida y las nubes del cielo están casi todas coloradas de tanto naranja. Bióxido de azufre. Eso dicen algunos científicos, pero son más los que anuncian que eso es en verdad una señal de Los Cielos. Óxido nitroso. Todo está hecho para engañarnos. Las identificaciones de la caja son gente que no existe y yo me parezco a todos. Yo soy todos los hombres. Por eso no me amenazaron los emisarios. No me amagaron como a Urbano ni me golpearon sino que el mayor de ellos se acercó a mí y puso suavemente el cañón de la pistola sobre mis labios: “he aquí que con la boca de fuego toco tu boca, y limpio tus pecados”. Habrá remolinos en el cielo, dicen. Urbano quiso sacar el gas lacrimógeno pero lo contuve: “cegaré mis ojos para no percibir con la mirada”. Y ellos entendieron. —¿Y tú qué, cabrón? ¿Tú sí quieres jugar a ser el perro guardián de estos putos? Fue cuando se orinó. Se hizo chiquito porque es un hombre chiquito. Vendrá la Nueva Era. “Nosotros venimos por un cabrón que la debe y va a tener que pagar, como el otro, con ustedes no hay pedo”. Pagarán los morosos, la simiente corrupta. Por eso las nubes del cielo están casi coloradas de tanto naranja. Y Urbano tiembla aunque aquí no se queden las hebras de agua pendiendo de los techos, congeladas. Tiembla porque no lee, porque lo ha bañado la verdad de golpe y tirita ante su resplandor. A mí me lo había anunciado mi hijo Isaías. Y sé que no quedará morador en casa alguna, que las ciudades serán asoladas y se multiplicarán los abandonados en medio de la tierra. Yo soy todos los hombres. ¬
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Autora invitada / Narrativa
Un inminente progreso Lola Ancira No eres un cuerpo que tiene un espíritu, eres un espíritu que tiene un cuerpo. Alejandro Jodorowsky
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n realidad nunca había sido observador. Los cambios en las parejas de las pocas personas cercanas o vecinos eran tan comunes y habituales que jamás pensó en prestarle atención a los cuerpos, que eran los que permanecían inmutables. Tampoco es que saliera mucho de su departamento, pues, además de una vista monótona, el aire saturado que brindaban los pasillos de su gris edificio no tenía nada placentero que ofrecerle, y las mismas cualidades del inmueble habían sido absorbidas por sus inquilinos, por lo que hablar con ellos o tener el menor contacto visual lo dejaba sumido en la misma y acostumbrada pesadez. Pero una vez que hubo terminado de asociar todas las desgracias humanas con actos bárbaros y destructivos, así como los pensamientos más profundos y reflexivos con las cavilaciones más etéreas y titánicas, al leer hasta el último de los libros que se encontraban en el librero que cubría toda una pared de su apartamento, llegó a la conclusión de que sí, necesitaba a una compañera para pasar el resto de sus días sin más introspecciones filosóficas. Y decidió salir al mundo, a esa vida salvaje y hostil. Había dormido tan sólo una hora pero estaba decidido. Después de tomar una ducha, sin más preámbulos, salió de su apartamento, cada paso que daba le restauraba la confianza en sí mismo y en su resolución, por lo que trescientas cincuenta veces creció su seguridad. Ya estando en la calle, tras cerrar la última puerta de vidrio grueso, respiró profundamente antes de dar su primer paso en la acera por la que circulaban decenas de seres humanos a diario. Al saberse en la intemperie de asfalto, comenzó el esperado descenso de ánimo. Algunos minutos pasaron, acompañados de unos largos y apresurados pasos, decidió entonces levantar la vista,
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algo que no hacía desde años atrás, y tras un ligero dolor de cuello, encontró ante él algo más espectacular que el tamaño en que estaba proyectado: en gigantescos números formados por pixeles estaban anunciadas la fecha y la hora exactas: «Viernes, 24 de febrero de 2038». Hacía veinte años que no pisaba esas calles. Las pocas cosas que recordaba habían dejado de ser referencias bastante tiempo atrás, y no notó los cambios paulatinos sino hasta ahora, que lo podía ver como un todo. También se extrañó de la soledad en las calles y los escasos individuos que podía observar a metros de distancia. Supuso entonces que habría toque de queda y, por lo tanto, se encontrarían en una situación de conflicto bélico o algo similar y, en ese momento, una ansiedad repentina secuestró a su buen juicio. No pudo hacer más que seguir caminando en dirección opuesta a su hogar. Logró detenerse en cuanto vio un establecimiento con un gran rótulo luminoso que anunciaba, con letras rojas y azules, que era un supermercado. Sabiendo su ruta ahora, se dirigió a aquel sitio sin más contratiempos ni lentitudes. Pero cuando llegó hasta las puertas corredizas misteriosamente éstas no se abrieron ante su presencia, como hicieron dos o tres veces, antes de que él llegara, frente a otras personas que ingresaron al lugar. Lo que no sabía era que estaba siendo grabado por una pequeña cámara oculta, que descifraba sus rasgos y mandaba la información de inmediato a los encargados del lugar, con la finalidad de reconocer, en aquel rostro, algunas características distintivas para identificar a cierto tipo de comprador y poder mandar al empleado más capacitado. Como era la primera vez que se aparecía en ese establecimiento, y no llevaba un tipo de vida común, resultó difícil hacer la selección. Las puertas por fin se abrieron e inmediatamente, frente a él, se presentó un empleado que portaba una etiqueta REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
en el pecho con el número 1502 escrito en ella; se trataba de uno de los pocos trabajadores que tenía la tienda para atender a posibles clientes en un futuro muy cercano, quienes no habían visitado el establecimiento con anterioridad. Ocurrió entonces el siguiente diálogo: —Buen día, sea bienvenido a Swing–O–rama, el establecimiento de servicios físicos creado para usted. —Pero si no saben quién soy. Ni yo lo sé todavía. Con una sonrisa de confusión, el empleado continuó con su memorizado y robótico discurso: —¿Está buscando algo en específico? —Saber qué hago aquí. El empleado, como si no estuviera escuchando esas frases fuera de contexto, siguió hablando con naturalidad: —Tenemos ofertas en los pasillos 5, 6 y 7, contamos con mercancía fresca y recién llegada del Mediterráneo; debería ver los estantes, seguramente encontrará algo de su agrado. A esas palabras siguieron dos minutos de incómodo silencio, en que ambos cruzaron miradas que duraban menos de un segundo. Entonces el empleado decidió romper tan embarazosa situación y de nuevo tomó la palabra: —Sígame por aquí, por favor. Lo llevaré a ver la mer-
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cancía más usual y convencional, quizá si no le interesa podríamos ir a los demás pasillos y así logrará decidirse por algo. —Pero si desconozco qué venden aquí, ¿cómo me voy a decidir por algo que no sé que estoy buscando? —Me hubiera mencionado eso primero, caballero. No hay ningún problema, le explicaré de qué se trata todo esto rápidamente. Verá, Swing–O–rama es una empresa multinacional de origen japonés y es una de las cadenas más prestigiosas y con más clientes satisfechos en todo el mundo, se dedica específicamente a la venta minorista de cientos de millones de personalidades únicas e irrepetibles, que se adecuan a todas las demandas y necesidades de nuestros clientes. —Déjeme ver si entendí, ¿entonces en esta tienda puedo comprar otra personalidad para modificar la mía?, o ¿puedo comprar tantas personalidades como quiera, para ser alguien diferente cada día del mes? —No exactamente. Es más complicado, la personalidad viene dentro de su estuche original e intransferible, que es el cerebro. Durante los años de prueba, los científicos y los especialistas llegaron a la conclusión de que realizar tras-
Anónimo. Rokurokubi e Inugami, pergamino Bakemono Zukushi, (periodo Edo, circa s. XVIII-XIX).
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plantes de cerebro era mucho más delicado y riesgoso que realizar el trasplante de la cabeza completa, además que el factor de cambio de facciones y características propias de cada personalidad ayudarían muchísimo a la mercadotecnia y las ventas de la empresa, por lo que tomaron la resolución de venderlas con su estuche externo, también. Los trasplantes se hicieron entonces de cabezas completas, así queda más claro, ¿verdad? —Más claro, pero no entiendo para qué. —Verá —y pensó para sí mismo: «parece que usted se perdió en el tiempo algunas décadas»—, la razón es más que simple: la tecnología. Antes, cuando las personas se cansaban de sus parejas, las cambiaban por otras. Ahora, simplemente hay que sustituir la cabeza para estar con una persona diferente, e incluso puede que sea la adecuada. Desde hace varios años esto es un gran negocio, no sé cómo no se había enterado usted. Y lo más novedoso son las personalidades infantiles, juveniles y de la tercera edad, para cambiar la naturaleza de cualquier miembro de la familia que resulte insoportable. ¿No es acaso genial? —Y ahora se mostró en su rostro una sonrisa que parecía la misma boca del infierno. —Pues sí, supongo que sí. Pero yo no tengo pareja ni familia, así que no lo puedo saber. Lo que estaba buscando era a una persona completa, no una cabeza. Cerrando el orificio infernal al ver una venta anulada, el vendedor sólo atinó a decir: —Pues lamento informarle que eso no lo encontrará aquí. Quizá deba ir a las granjas, pero están a varias horas de distancia en transporte terrestre. Allí realizan algunas subastas a finales de mes, cuando tienen algunas personalidades defectuosas a las que no vale la pena despojar de sus cuerpos y que, para no tener pérdidas, venden completas. —No pensaba precisamente en «comprar». Toda esta situación es demasiado compleja y novedosa para mí. —Lamento no poder ayudarlo más, pero en vista de que no es un cliente en potencia, o por lo menos no por ahora, debo seguir con mis labores. Puede salir por donde entró, y espero que cuando vuelva esté buscando algo que pueda conseguir en esta tienda. Y sin más, el vendedor dio media vuelta y desapareció por uno de los largos y altos pasillos monumentalmente establecidos en aquel sitio. Tras toda la información obtenida, se pensó en una pelí-
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cula futurista de terror, donde todo lo conocido había sido desfigurado, y supuso que soñar en otro mundo no podía ser mucho peor. Sus pesadillas tenían aún más sentido que todo aquello, que esa realidad elástica donde el futuro era el ahora y este ahora no se parecía a lo que él había pensado experimentar. Dejando las cavilaciones de siempre para después, decidió indagar por la tienda y, caminando por los numerosos pasillos, repletos de cilindros con un extraño contenido líquido donde se hallaban las polifacéticas «personalidades», encontró ciertas pequeñas revistas colgando de unas minúsculas cadenas. Se acercó a aquel interesante hallazgo y descubrió los catálogos: cabezas, en sus cuerpos naturales, disponibles para ser traídas desde otros países. Había de todos colores, tamaños y formas, pero también aparecían pequeñas leyendas impresas que anunciaban las modificaciones disponibles para cada «modelo», como el tipo de cabello, la dentadura, el maquillaje o inclusive cirugías estéticas. Debían ser de las granjas que mencionó el empleado. Decidió que, en muy poco tiempo, había obtenido más información de la que requería, a la par que este nuevo mundo había colonizado y dado fin a todo lo que alguna vez hubo conocido. Volvió sobre sus pasos, pero ahora con interrogantes que formaban más dudas, cuestionando su curiosidad y maldiciendo la hora en que terminó de leer la última palabra del párrafo final del último libro del único estante de su propiedad. A pocos escalones de llegar a la puerta de su apartamento, escuchó música y varias voces divertidas y, sin más ganas de seguir con su soledad, decidió buscar el origen de aquella fiesta. Dos pisos arriba descubrió una puerta cerrada y decidió tocar. Una mano anónima abrió el picaporte. Entonces entró y descubrió que había mucha gente, hombres y mujeres, un poco más jóvenes que él, bebiendo y charlando animadamente. Alguien se le acercó sin que él lo notara y lo tomó por el brazo, entonces volteó y se encontró con la cara más agraciada que jamás había visto. Tontamente se enamoró con las primeras palabras que le dirigían y con la amabilidad tan extraña que le mostraba aquella desconocida, que ya tenía una copa de vino tinto para él. Siguiendo a su anfitriona, se acercó a la sala y escuchó
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algunas conversaciones, se presentó ante algunas personas que, para su sorpresa, eran justo como las de hacía veinte años y, por primera vez, sintió que estaba en el planeta Tierra de nuevo. Prestó atención a diferentes charlas: unas personales, otras ecológicas y algunas más de política. Empezaba a sentir que dentro de aquel edificio todo seguía siendo ordinario, cuando ocurrió un incidente que lo hizo olvidarse de aquellos afables pensamientos: un hombre con claros síntomas de alcohol en la sangre comenzó a hablarle como si se conocieran de años, actitud que no fue nada despreciada, pues lo que más anhelaba nuestro protagonista era integrarse cuanto antes a esta reducida y tradicional sociedad. Entre información nimia, se enteró de cosas de las que se arrepintió después. Además de las cirugías que se practicaban ahora tan comúnmente, de personalidad, había otro tipo de experimentos, los que no estaban aprobados por los códigos médicos y legales, como los siguientes: cuando lo único que se podía rescatar de un fatídico accidente era la cabeza de la víctima, ésta era preservada hasta que se lograba trasplantar a otro cuerpo humano y, en caso de no encontrarlo en un lapso de cuarenta y ocho horas, el cerebro moría. Para algunas parejas, el encontrar el cuerpo sustituto perfecto era una tarea muy fácil e incluso, antes de un accidente, contaban con un reemplazo ya listo, pero para otras personas sustituir el cuerpo de su amada pareja resultaba tan doloroso como saber la pérdida del original, por lo que, en ocasiones, el tiempo se terminaba y resultaba imposible restaurar ese espíritu nuevamente en la Tierra. Así que lo más fácil, en casos como estos, era realizar el trasplante en un cuerpo igual de amado por el interfecto: el de la mascota, que generalmente era un can. Por supuesto que dichas operaciones se realizaban de forma ilícita, por lo que los resultados de tales cirugías debían mantenerse en completo secreto y, durante el resto de la vida de las personas restablecidas, se mantenían en el confinamiento de su hogar o, en los peores casos, en una sola habitación. Pero la pareja que no había sufrido ningún daño cohabitaba con la mayor tranquilidad a partir de entonces y, en algunos casos, esa parca felicidad se compartía con más miembros de la familia. Existían también otros casos, no ilegales, pero tan extraordinarios como ridículos, como el de ciertos padres
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que tenían un pequeño niño, pero que también querían contar con una niña y, dado que su situación económica no se los permitía, decidieron someter al niño a un trasplante de personalidad femenina, satisfaciendo así sus necesidades afectivas paternas; o el caso de un anciano que lo único que hacía era comprar las esencias humanas, reemplazándolas cuando su ciclo en el recipiente expiraba, sin existir alguna ley que lo prohibiera. Conforme pasaba el tiempo, nuestro protagonista agradecía, pero al mismo tiempo odiaba, a aquel individuo que le informaba quizá demasiado, pero siendo su curiosidad siempre mayor que la desilusión y el desengaño, quería saber cada vez más sobre todo lo que estaba pasando ahora, llegando así al esclarecimiento de todo aquello: hacía cosa de unos años que los experimentos realizados con el intercambio de cabezas animales dieron resultados positivos y alentadores para todos los que pretendían realizar tales experimentos en seres humanos, por lo que el siguiente paso no se hizo esperar. Los avances fueron cada vez mayores y se convirtió, entonces, en una experiencia que cualquiera que pudiera pagarla podía experimentar, llegando así a la cúspide de los trasplantes. Por supuesto que surgieron grupos reaccionarios de oposición, pero el gobierno encomendó a destacados científicos, biólogos, médicos y religiosos que desmintieran cualquier creencia sin fundamento, pues ya estaba comprobado que el alma de los seres humanos residía en la mente, que se encuentra albergada en el cerebro y, que por tanto, no se estaba rompiendo ninguna ley divina con dichos procedimientos, pues lo único considerado desechable era el resto del cuerpo. Ahora el individuo se mostraba más sereno y congruente que en un principio y, para despejar cualquier duda y los visos de escepticismos en su interlocutor, mostró una identificación que lo acreditaba como investigador docto de un laboratorio gubernamental. Al ver el pasmo causado, decidió dar información más tranquilizadora, como que era ilícito cambiar la personalidad de una persona más de cinco veces, esto debido al número de cuerpos excedentes y que, por ende, habría que incinerar pues. Como era de esperarse, los cementerios hacía varios años que eran obsoletos y ahora servían como parques de recreación infantiles, además de que calcinar los cuerpos traía otras ventajas, como utilizar las cenizas
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como fuente de fósforo y calcio para la elaboración de la mayoría de los alimentos que repartía el gobierno entre los habitantes, así como para la fabricación de porcelana de ceniza de hueso, que era, precisamente, el material con que estaban hechas la mayoría de las vajillas que se utilizaba ahora, como las tazas para beber que tenían, literalmente, en la mano. Pasaron varias horas que convirtieron al día en opacidad y entonces la iluminación natural fue reemplazada por una luz mucho más sutil y sugestiva. Durante toda la conversación, nuestro protagonista no dejó de observar a la primera mujer con la que habló y, cada vez que la miraba de nuevo, le parecía que su belleza aumentaba, su mirada brillaba más y su sonrisa transmitía lo que no expresaba con palabras. Los invitados comenzaban a retirarse y su compañero finalmente hizo lo mismo, hasta que, por último, quedaron solamente tres personas: la anfitriona, otro hombre y él. Cuando se disponía a hablar con ella, el otro personaje se acercó y le dijo: —¿Verdad que es lo más hermoso que has visto en tu vida? Es mi cuarta esposa. La pedí hace dos años, con todas las mejoras posibles. El único problema que tuve cuando llegó fue su carácter hostil, renuente a acatar órdenes. Afortunadamente, en aquel momento algunos psiquiatras, adeptos de la vieja escuela, hicieron resurgir la terapia por electrochoque, y fui uno de los primeros en solicitarla para ella. Después de las primeras sesiones pasaron días en que aún no estaba curada, pero ahora está mejor que nunca, ya solamente vamos una vez por semana. Y mírala. Lo mejor de todo es que no tuve que cambiar su personalidad, hubiera sido otro gasto enorme y ya no me lo podría permitir. Pero ahora somos muy felices. ¿De dónde vienes, tienes esposa? No te vi durante la fiesta hasta ahora, que todos se fueron. —Vengo del pasado y no, no tengo pareja. Este día he pensado varias veces que no me podría asombrar más después de escuchar a alguien, y lo más impresionante es que sí, la siguiente historia siempre supera a la anterior. Pero ya es muy tarde y no les quiero quitar más su tiempo, muchas gracias por todo, es momento de retirarme. Regresó a su apartamento y en un minuto estaba de nuevo en su habitación, donde el tiempo no había pasado y la vida era tal como la conocía hasta un día atrás. Tras el des-
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engaño y decepción de lo que ahora era el mundo, pensó en la segunda decisión más importante de su nueva vida. Asiduo a tomar somníferos desde su juventud, decidió tomar una dosis exacta para dormir otros veinte años, en la comodidad de su habitación. Si esto había ocurrido en dos décadas, quizá si permanecía en el ostracismo onírico por el mismo periodo de tiempo, de nuevo, todo sería radicalmente diferente, o es probable que tuviera la suerte necesaria para ya no despertar más. Tres semanas después, un vecino llamó al Departamento de Saneamiento, pues el olor que salía del apartamento contiguo era tan penetrante, que ya no había forma de disimularlo. Forzando la puerta, lograron entrar al lugar indicado. Todo estaba ordenado y notablemente limpio, lo único que delataba un ligero abandono era una capa de polvo tenue sobre los muebles y el piso. Siguieron el rastro del olor hasta la habitación principal y descubrieron lo que ya esperaban: un cadáver en descomposición. Al realizar el reporte, junto a la ficha de descripción física del cadáver y las posibles causas de muerte (varón de aproximadamente cuarenta y cinco años, delgado, estatura promedio, tez y cabellos claros), reportaron también una pequeña grabadora de sonido que tuvieron a bien (debido a esa indiscreción tan humana nuestra) encender antes de clasificar para el Departamento de Policía, cuyo audio transcribo para ustedes aquí: Jamás creí que la realidad pudiera cambiar tan abruptamente en estos años, donde todos los elementos que constituyen mi existencia permanecieron inalterados. Decido ahora irme y si no logro despertar en veinte años, en caso de que encuentren mi cuerpo putrefacto, pido que me lleven a la planta de tratamiento de restos en descomposición más próxima a mi domicilio. No pretendo ser parte de otro cuerpo ni mucho menos servir para beber café o alimentar a las alimañas de ahora, prefiero que lo que quede de mí sea transformado en un tipo de energía diferente a lo que el resto de mi ser ya se transmutó, así, de alguna manera, podré volver a donde surgí. ¬
— * Tusitala de óbitos (Fondo Blanco,2021) puede adquirirse en: https://www.fondoblancoeditorial.com/blog/ tusitala-lola-ancira.
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Autor invitado / Narrativa
El precio de la inmortalidad Erick J. Mota
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Alejandro Vega Gaona. Et cum omnis oculus. Diseño digital (2021).
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l auto era eléctrico. La mayoría de los autos autorizados a circular por el distrito urbano eran de tracción eléctrica, pero éste no era un modelo económico con paneles solares en el techo. Tampoco se trataba de un auto familiar con un solo par de motores que apenas emulaban los caballos de fuerza de un viejo ingenio de combustión interna. Se trataba de un auto de carreras con seis motores Tesla funcionando en paralelo, capaz de superar en tramos rectos a un clásico quema-gasoil. Un auto de lujo y de carreras a un tiempo. Un automóvil escandalosamente costoso. Costoso y viril. Al menos todo lo viril que puede llegar a ser el auto de un hombre que se
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ve a sí mismo como un modelo de virilidad. Gomas anchas, chasis elevado, carrocería sólida y pesada, cristales oscuros y muchas luces provenientes de leds. El auto de un hombre grande, vigoroso y fuerte. Un hombre de verdad. Tal y como rezaba el título de un libro infantil de la extinta Unión Soviética. Una tierra toda ella repleta de hombres de verdad. Hombres extintos. Hombres grandes y fuertes como héroes del pasado. Hombres ideales que luchaban por una sociedad futura llena de gente como ellos. Hombres monolíticos. El auto era el vivo reflejo mecánico de aquel tipo de macho grande, fuerte y socialista. El Homo Sovieticus, el Sovietskiy chelovek transculturado en el Caribe como El Hombre Nuevo. El futuro del socialismo. El Hombre-como-el-Ché que se veía a sí mismo más como un Conan el Bárbaro. El tipo de hombre socialista que prefiere usar un auto eléctrico de muchos caballos de fuerza fabricado por una compañía capitalista. Todos los transeúntes sabían que, dada la velocidad de aquel auto, el chofer debería estar sentado en la seguridad de su casa mientras conducía, en modo drone, aquel derroche de testosterona con ruedas. Se movía por la estrecha callejuela colonial como si estuviera en medio de un film de TDV. Pero nadie le perseguía. No había sirenas, silbido de motores o sibilantes de hélices que delataran una persecución en desarrollo, sólo aquel auto grande moviéndose a una velocidad insana por calles adoquinadas con más de 500 años de antigüedad. Únicamente las cámaras de seguridad y los turistas en los cafés eran mudos testigos de aquella persecución de un solo hombre. —Oye, ¿eso no es un Kawasaki Transformer? —dijo un hombre sentado en una de las mesitas a la sombra del balcón del hotel. 23
—No lo creo, esta zona es restringida —dijo la mujer mientras alzaba la vista de su tablet para mirar el auto a lo lejos—. Lo acabo de leer en la guía turística de la ciudad. En el Centro Histórico la conducción off-line está reservada a la policía y los bomberos. —Hay que estar loco para meterse con un Transformer por el Centro Histórico. —¿Por qué? —No es nada, sólo me resulta extraño que alguien use un jeep de autopista a esa velocidad en un área con límite de velocidad. Normalmente los Jeep-Kawasaki tienen el centro de masa muy alto y tienden a volcarse cuando chocan. Y no creo que la desaceleración modular le funcione en estas calles si está desconectado del sistema de transporte automatizado, tal y como parece… —Mira, si se quiere suicidar, que se suicide. Es problema suyo… —No, espera. —El hombre se puso de pie y señaló hacia la calle—. ¡Si no baja un poco más la velocidad, va a terminar estrellándose contra aquella esquina! —¡Qué cansada me tienes! ¡Hasta un coche de mierda es más importante que yo! ¡Me habías prometido venir a este lugar desde hace meses y ahora resulta que debo esperar porque un loco se estrelle o se salve para seguir camino! —Los gritos de la mujer amortiguaron el ruido del impacto—. ¡Eres de lo peor! —¡Cállate de una vez! ¡Mira! ¡Y que no hay ni un policía por todo esto! Esas cámaras de tráfico están por gusto… —Bueno, ya pasó… ¿ahora podemos ir a comer o piensas llevarle al hospital? Ésta es una ciudad cara, cariño. En cuanto las cámaras-robot avisen tendremos a los bomberos bajando en rapel de un helicóptero. Vámonos antes que cierren la calle. —¿Cómo puedes hablar así? Podría ser alguno de tus hijos… —Mis hijos no tienen juguetes tan caros, querido, ¿lo olvidaste? —Lo sé. —El rostro del hombre pareció ensombrecerse unos segundos. Luego recobró el semblante paliducho de siempre, apartó la vista del accidente e hizo un ademán, convidando a su esposa a entrar a la seguridad del hotel—. No tienes idea de lo que he tenido que aguantar en la corporación para poder hacer este tour reducido por la Habana. Aquí se les está subiendo a la cabeza eso de Ciudad
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Maravilla. Las próximas vacaciones las pasamos en Santo Domingo, que es más barato. 1. Andariego Cuentan que en la Habana hubo un personaje popular que la gente bautizó con el nombre de Andarín Carbajal. Básicamente se trataba de un corredor, no un atleta, sólo un corredor. Un hombre que corría de aquí para allá. Hacía trabajos de mensajería, se mantenía en movimiento siempre. La gente se burlaba, le gritaban improperios, mas eso nunca hizo mella en él. Su tesón y resistencia física eran tales que terminó participando en la maratón de los juegos olímpicos de 1904. Se le recuerda más como un héroe corredor que como un loco que corría. Representó a su país con todo en contra y eso le valió la inmortalidad. Nadie en la Habana ignora el nombre de Andarín Carbajal. No es fácil ser loco y ganarse la inmortalidad, aunque ser diferente ayuda. En estos tiempos es muy difícil tocar las puertas de la eternidad, estés loco o cuerdo. Aunque varias décadas de redes sociales, TV por internet y reality shows on-line hacen que sea fácil convertirse en celebridad sin siquiera ir a la universidad. La cosa no es tan simple, en especial porque ahora hay mucha competencia. Félix «Andarín» Carbajal era el único excéntrico que corría por la Habana en 1904. Hoy en día hay cerca de tres mil muchachos de mi edad que corren, montan autos, se tiran en paracaídas y se lanzan contra drones con una cámara Google on-line en sus lentes de contacto. Gente así alimenta todos los días las ansias escapistas del resto de los millones de adolescentes que viven del dinero de sus padres y prefieren no salir de casa para que no les peguen un tiro. Pero sólo los más populares pueden pasar a la historia, como Andarín Carbajal. La cosa funciona así: cualquiera puede hacerse un perfil en Googlelive o en Applereality. Son plataformas gratuitas desde donde puedes postear tu propio canal de TDV. Los usuarios de estas plataformas hacen zapping buscando entre los miles de canales on-line existentes uno que les llame la atención. Al menos durante un tiempo. Por cada usuario que te vea diez segundos recibes un like, que es como una manito con el pulgar hacia arriba. Por cada minuto visto, recibes un corazón —todos sabemos lo que es un corazón, ¿verdad?, no hay que explicarlo—, y cada 60 corazones —¡adivinaron!, una hora, aunque no necesariamente con-
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tinua— recibes un coin, que es dinero real. O virtual, hoy en día es igual. Según la bolsa de valores de Shanghái, un coin equivale a 20 dólares americanos, 15 euros, 10 libras de las Bahamas, 5 yenes, un yuan, y 0.8 dólares lunares —aunque en la bolsa de valores de Shackleton está a 0.5—. Es decir, un coin es dinero bueno y, aunque es una moneda virtual, se puede convertir en dinero real en cualquier parte del planeta y su satélite natural. Así que la diferencia entre la opulencia y la riqueza depende de por cuanto tiempo te vea cada ocioso del planeta. Y no es fácil sobresalir entre las más de mil opciones que varían desde gente que se lanza sin paracaídas desde una montaña hasta muchachas que no terminan el striptease en la piel. Todas y cada una de las fórmulas para lograr popularidad han sido explotadas. Y los que consiguen atención no sólo se vuelven ricos, se convierten en influencers, que es el paso previo a ser un dios de los medios digitales. 2. Influencer En inglés, influencer significa algo así como «influenciador», palabra que no tiene absolutamente ningún glamour, y si el término hubiera sido propuesto por españoles en los primeros tiempos de las redes sociales, de seguro no lo recordáramos ahora. Pero el inglés es otra cosa. Pese a sólo ser el quinto idioma más hablado en el planeta, todavía se usa como lengua franca. Los protocolos de internet y el sistema operativo de los cohetes lunares Space X están escritos en lenguajes de programación con base en inglés, así como el núcleo central de la mayoría de las inteligencias artificiales que ocupan cargos públicos. Aunque en muchas plataformas de negocios usan espanglés o spanglish, puede decirse que casi todos los seres humanos de la Tierra tienen un conocimiento básico de alguna variante del chino o el inglés. En tiempos primigenios, cuando comenzaban los canales de YouTube, aparecieron las primeras estrellas de programas unipersonales on-line, que por entonces se llamaban youtubers. Pronto, los más populares de estos, no conformes con tener miles de seguidores a escala planetaria, comenzaron a tener imitadores. Gente que se vestía como ellos, hablaba como ellos, hacía lo que ellos hacían, tenía sexo como ellos lo tenían y hasta acampaban en cementerios radiactivos si ellos se atrevían. Esta nueva
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forma de influir sobre tanta gente, sin tener que hacer promesas políticas, a puro carisma, se hizo moda. Y los youtubers de esta nueva casta fueron etiquetados como influencers. Y el nombre pegó porque estaba en inglés, que, por entonces, era el segundo o tercer idioma más hablado. Y los influencers comenzaron a actuar según cómo la gente quería que se comportara. Y terminaron recibiendo dinero y favores de todo tipo de productores de ropa, perfumes, autos y todo lo que podía usarse. Después vinieron los políticos, que no toleraban una intromisión así en el negocio de controlar a la gente, y cambiaron puestos de poder por opiniones de los influencers sobre el calentamiento global, los combustibles fósiles o la colonización de la Luna. Prácticamente, el mundo es hoy en día como es por dos razones: la democracia, que permitió que la gente participara con su voto en la toma de las grandes decisiones, y los influencers, que le dijeron a la gente lo que debían pensar justo antes de votar. No es que me queje, un mundo mejor es imposible, sólo que hay que ser realistas con lo que pasó. Muchos andarines se han convertido en influencers corriendo por la Gran Muralla China, trepando grandes edificios o saltando de las grandes montañas de la Luna sólo con escafandra, sin cohetes o cables de seguridad. En estos tiempos de brutal competencia habría que tener muchos miles de corazones para obtener el tan esperado título, como un nombramiento a la nobleza. Influencer es un estado de cosas, un status quo más que una etiqueta social o un trabajo. Es como ser ministro en el gobierno mundial sin tener que firmar papeles o promulgar leyes. Es tener el control de la masa de miles de millones de seres humanos deseosos de que les dijeran qué decir, cómo vestirse o por quién votar. Yo estaba decidido a convertirme en uno. Desde los siete años tuve mi propio canal on-line. A los quince, me hice andariego y caminé todas las ciudades de Cuba, hice autostop en la autopista nacional, la carretera central y la transpanamericana-caribeña, que pasa por encima de Guantánamo procedente de Puerto Príncipe y hace una gran curva para tapar buena parte de Santiago y seguir su camino por el Caribe hasta Kingston. Me he lanzado desde el Pico Turquino, la Gran Piedra y el Capitolio de la Habana. En todos he planeado y aterrizado. En el último, tuve que evadir disparos de drones de seguridad y un
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arresto que salió en vivo por Applereality.net. Ya tengo veinticinco años y sólo me siguen quinientas personas, unas escasas veinte horas a la semana. Da para comer, pero no alimenta mi espíritu. No me convierte en un influencer. Y sin el título, no hay vida. Mientras pasaba por una depresión que me llevó a caminar por lo alto de una de las grúas robóticas que ensamblan el Gran Hotel Coppelia, tuve una epifanía. Más bien, descargué una epifanía. Justo antes de que los drones me descubrieran y la policía comenzara a subir, mientras revisaba los sistemas de los alerones y los retrocohetes para asegurar mi aterrizaje justo en medio de la avenida 23, me llega esta publicidad sobre una aplicación de voz humana para influencers. Se trataba de un amigo electrónico, una especie de aplicación on-line que fue popular hace unos años. Eran como clones de baja gama de inteligencias artificiales que no necesitaban grandes núcleos de cómputo con superordenadores cuánticos ni nada de eso. Cabían en tu chip de datos o en tu tatuaje de identidad. Ni siquiera tenías que llevar el teléfono encima para escucharlos dentro de tu cabeza. Generalmente eran amigos, amantes platónicas o asesores de comportamiento. Pero la propaganda que me llegó decía que este amigo electrónico era un asesor de influencers. Aseguraba que podía calcular la forma más eficiente de ganar fama e intuir qué tipo de show atraería más seguidores. Lo descargué justo antes que llegara la policía y salté al vacío. Se instaló en mi sistema antes que estuviera a metros del suelo, en la avenida 23. Cuando activé el retrocohete pude ver los indicadores en mi campo visual que me recomendaban una mejor trayectoria en mi planeo. El punto señalado para aterrizar era encima de un auto en movimiento. Intenté desoír esta sugerencia, pero pronto la aplicación habló dentro de mi cabeza. Era una voz femenina, sensual y pensada para alguien de mi edad. Lo sabía y así y todo caí en la trampa. Me creía muy adulto y maduro, pero seguía siendo un adolescente corredor. —No es una mala idea —dijo aquella voz que, después, llamé Scarlett—, has hecho cosas más riesgosas. Caer sobre un auto en movimiento, para después saltar de auto en auto, usando tus retrocohetes, te garantiza un 15 por ciento de atención pública. He calculado tus reservas. Tendrás que hacerlo en tres saltos. Yo te guiaré. Parecía no aceptar un no por respuesta y era en extre-
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mo sexy. Así que seguí sus indicaciones. Aterricé sin problemas sobre un camión de carga, luego salté sobre una guagua y finalmente sobre un aerodinámico auto eléctrico que iba muy rápido. Scarlett me aconsejó que esperara llegar al puente sobre el Almendares y saltar. La sorpresa atraería más seguidores y con mis planeadores podría llegar a una de las orillas del río sin riesgo para mi vida. El resultado del día fueron casi trescientos nuevos seguidores y unas tres horas de seguimiento ininterrumpido hasta que llegué a casa, me masturbé y me acosté. No apagué la cámara en ningún momento. Estaba enamorado de aquella IA, aunque no fuera verdaderamente una IA sino una amiga inteligente con la voz de Scarlett Johansson, aunque estaba obligada a decirme que su nombre de producción era Oyá Yansá 006, así que la rebauticé Scarlett Oyá. Así comenzó nuestra relación y mi ascenso como andariego influencer, hasta llegar a los quince mil seguidores a las 24 horas. Ya podía considerarme coin-millonario y tenía el título nobiliario tan añorado. Pero ser un influencer era sólo el primer paso de la gloria. Controlar miles de personas es sólo la primera de muchas puertas que un humano debe atravesar para convertirse en un dios a escala global. El siguiente paso era ser un Idol. 3. Idol —El próximo paso es hacer comentarios políticos agresivos —había dicho en mi oído Scarlett Oyá mientras corría por las escaleras de la Torre de los Izanga, en el Valle de los Ingenios—. Nada de cosas reaccionarias como hablar bien de la gasolina, pero tampoco muy verdes que huelan a discurso radical del tipo Fundación Greta Thunberg. —¿De qué voy a hablar? No sé nada de política. Por cierto, ¿la gente no está oyendo esto, o sí? —Te ven, pero no hay audio en tiempo real. Estoy transmitiendo como si escucharas música mientras subes las escaleras. Los autores del tema han pagado un extra porque escuches la pista, en vivo, una y otra vez. Ya seguridad se enteró que pasamos sin pagar. Vienen subiendo. Yo te puedo asesorar en eso del discurso. —Te lo agradeceré. Así no tengo que ver el canal de un influencer político.
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—Ahora lo que se usa es hablar mal de las inteligencias artificiales que ocupan cargos públicos de alto rango. Las elecciones de los Estados Unidos este año, que son Siri versus Alexa, el cargo de primer ministro de Japón que lo ocupa una IA de la Sony con un avatar impreso que luce como un personaje transexual de anime… —Aquí podemos hablar mal de Vilma, que es la presidente, ¿no? —Vilma es la primera secretaria del PCC y no puedes hablar mal de ella. —¿Acaso no hay libertad de opinión desde la democratización del socialismo? —¡Sí que sabes de política, pillín! Claro que la hay, no pasa nada con que hables mal de un dirigente, aunque sea una IA. Lo que pasa es que yo soy un sistema inteligente de apoyo clonado del núcleo de inteligencia artificial de Vilma. Por tanto, se me prohíbe aconsejar o incitar cualquier comentario que dañe su reputación, ya sea como IA o como primera secretaria del PCC. Pero puedes hablar mal de la IA del partido maoísta. Su popularidad está bajando en esta quincena. Se ha filtrado que este año, en las elecciones del Congreso de los Partidos, los maoístas nominarán un candidato humano. —¿Cómo se llama ella? —Duchy Mei. Ya estamos arriba, no hay drones en el área. Fue programada en Corea del Norte y se rumora que es una copia de la inteligencia artificial que administra la colonización y explotación china en Marte. El objetivo más óptimo es este hotel que te marco en rojo en tu campo de visión. Está a trescientos metros. —Puedo con trescientos metros si hay buen aire. De acuerdo, Scarlett. Me gusta el chisme de los orígenes dudosos de la IA maoísta. Prepárame un discurso. Voy a saltar… —Espera, el satélite meteorológico dice que hay una corriente fuerte de aire. Podrías estrellarte contra el objetivo. En cinco minutos podrás saltar. Otra cosa, sería bueno que dijeras una palabra local poco conocida. Algo de la jerga cubana que no sea conocida en el mundo. —¿Para qué? —Para que la gente lo googlee. Si la palabra es poco conocida, despierta curiosidad, y, si rompes el récord de búsquedas, apareces en los memes de las redes sociales y te mencionan en las telenovelas express. Se llama efecto Tusa.
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—¿Tusa, como la cosa que botas cuando abres una mazorca de maíz? —Esa misma. En los comienzos de las redes sociales hubo una canción que la mencionaba. La palabra existía pero era de poco uso, sobre todo porque el track salió en el mercado norteamericano. La palabra rompió récord de búsqueda en Google. Ayudaba que la canción era pegadiza, pero a los efectos de análisis de redes sociales, desde entonces ha habido 473 efectos Tusa registrados en internet. Así que debemos encontrar una palabra para… ¡Salta! ¡Ahora! —¡Alabao! —Me gusta el cubanismo. Existe en la red y en las enciclopedias on-line. Lo repites cuando aterrices en la azotea del hotel. Ya tengo listo tu primer comentario político. 4. Idoru Con miles de seguidores on-line eres un influencer y tienes mucho dinero; con decenas de miles de seguidores eres un idol, un ídolo de las multitudes, y tienes la atención de los políticos. En ese punto estábamos. Todo comenzó con una llamada telefónica desde los Estados Unidos. Siri, la inteligencia artificial de Apple-Disney, quería hablar conmigo. Que la candidata presidencial del Partido Republicano quisiera hablar con un influencer de un país de Latinoamérica con democracia comunista era profundamente irregular. Scarlett me explicó que era para ganar votos y que sus bots manipularían los estados de opinión en las redes sociales para hacerles creer que yo era un defensor de los partidos no-comunistas y que mis excentricidades en el canal de TVD pretendían llamar la atención sobre la falta de una democracia total en mi país. Scarlett me dijo que si aceptaba la llamada y transmitía en vivo la conversación ganaría entre diez mil y quince mil seguidores. Acepté la llamada. Siri tenía una voz extremadamente sexy, aunque era ligeramente más aguda que la de Scarlet. Hablaba como lo haría una mujer humana segura de sí misma y con suficiente poder. En realidad era una persona (sintética, pero persona) cuya mente de sílice nunca había conocido la inseguridad, y que estaba próxima a controlar todo un país con colonias extraterrestres y portaviones nucleares. Su voz era el vivo reflejo de su ser. Hablaba en un español
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sintético, pero creíble. Se limitó a saludarme y enviarme una felicitación por mi trabajo saltando grúas, corriendo por los techos y escapando de la policía, como si aquello fuera algún tipo de heroicidad. Podía ver en mi campo de visión cómo Scarlett proyectaba el número de seguidores, que seguía aumentando. Me despedí de Siri. Casi no tuve tiempo de eludir un drone mientras saltaba, cuando entró otra llamada. —Es local —dijo Scarlett Oyá—. Es Vilma. —¿Cuál Vilma?, ¿la primera secretaria del Partido? —Esa Vilma. —¿Por qué me llama la presidente del país? ¿Estoy en problemas? —Si estuvieras en problemas, no tendrías internet y no hubieras eludido ese drone tan fácilmente. Creo que no quiere ser menos que Siri. Está celosa. —¿Puede pasar algo así? ¿Las IA pueden… sentir? —No como tú, pero los celos son un sentimiento perfectamente cuantificable. Siri necesita votos, aún no es presidente, y Alexa tiene el voto afroamericano desde que asumió para la campaña la voz de Michelle Obama. Está en desventaja para mudar su central core a la Casa Blanca luego de las elecciones. Por eso te llamó. Vilma tiene un problema parecido pues ya es primera secretaria, pero pretende reelegirse. Sin embargo, dentro del Partido, la mayoría son humanos IAfóbicos que no aceptan que el PCC sea dirigido por una inteligencia artificial. Necesita seguidores en la red para ganar la próxima elección con mayoría del voto electrónico. Tú tienes muchos seguidores en Cuba, eres cubano de hecho. Contesta la llamada de tu presidente. Estarás bien. La voz de Vilma era grave y, aunque menos sexy que Siri, profundamente afable. Parecía más la voz de una madre que la de una modelo. Claro que no usaba un traductor. Vilma había sido programada en la UCI y pensaba en español y lenguaje binario. La conversación fue menos forzada que con Siri. Cuando terminamos, mis seguidores habían aumentado hasta llegar al millón, y seguían creciendo. Todos veían mi canal a tiempo completo. Con millones de seguidores, ya no eres un influencer o un idol. Te conviertes en un idoru. El término en japonés significa igualmente idol pero tiene una sutil diferencia. En tiempos de la TV analógica en Japón, un idoru era una estrella de música pop en Japón. Tan sólo los seguían
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unos miles de adolescentes en una época previa a las redes sociales e internet. Pero los idoru eran prácticamente kamis, dioses. Ahora el término es el mismo, pero adquiere una nueva dimensión. Era tan famoso que rebasé la esfera de influencia de los empresarios y los políticos. Ahora eran los banqueros los que empezaban a fijarse en mí. 5. Cemí del caos. Adorado por todos, seguido en vivo por millones, con crédito infinito en todos los bancos de la Tierra. Ya no era un influenciador, un ídolo, idol o idoru. Era un kami, un dios, un orisha, un cemí. Un cemí esculpido en piedra que saltaba de las grúas, los edificios altos; que nadaba en las piscinas contaminadas de desechos mineros y robaba vehículos industriales Palmiche pirateando sus cerebros electrónicos. Un dios de la anarquía al que favorecía la suerte, los políticos e internet misma. Seguido en sus acciones más espectaculares por las principales plataformas de comunicación: Applereality, DisneyMegaplus, Googlenoticias y Toei.liveanimation. Todos los consorcios de la TVD on-line y la televisión interactiva me seguían. Ya no tenía límites. Estaba en el punto más alto de mi carrera. —El punto más peligroso. —¿Qué dices, Scarlett? —había terminado de trepar la cúpula del edificio luego de que Scarlett hackeara su seguridad. Miré la metálica estatua de Mercurio, un dios corredor, igual que yo. —Estás en el punto más alto de tu carrera y en el más peligroso. —¿Escuchaste todo lo que pensé? —En realidad no lo pensaste, lo farfullaste casi inaudiblemente, pero yo estoy conectada a tu implante y tus lentes de contacto. El sonido que haces viaja mejor por los huesos que por el aire. Fue fácil traducir lo que murmurabas en voz baja. —Ok, esto es raro, pero me dejaré llevar. —Comencé a escalar el Mercurio—. He asumido que eres como una especie de conciencia del tipo Pepe Grillo, así que te escucharé. —¿Qué más vas a hacer para pasar al siguiente nivel? —No hay siguiente nivel —ya estaba encima de la cabeza de la estatua, podía ver toda la ciudad, la bahía, los castillos coloniales—. Éste es el tope.
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—Precisamente. Sólo te resta hacer siempre lo mismo hasta que todos empiecen a aburrirse. Está en la naturaleza humana desear algo nuevo. Los más conservadores y esclavos de la rutina te seguirán viendo, pero perderás millones y, con el tiempo, serás una estrella en decadencia. A menos que te retires ahora y reinviertas tu dinero en acciones para la explotación espacial. He escuchado que en Ceres han descubierto un… —¡Ni pensarlo! No me voy a retirar. Esto es mi vida. No dejaré de ser un dios para volverme un empresario. —El aire batía en mi cara y me despeinaba, podía sentir los drones acercándose. La adrenalina corría por mis venas. La acción estaba cerca—. Soy un kami, un orisha… un cemí del caos. —Esa es una buena frase. La usaremos en tu próximo acto. Llegan los drones, ¡salta! —Salto entre los disparos de los drones y despliego las alas. Planeo en el viento que viene desde el mar y me estabilizo sobre la ciudad. Scarlett busca un lugar donde aterrizar mientras me habla «al oído» con su voz grave y sensual—. Creo que llevas demasiado tiempo con la adrenalina alta y no tienes percepción del peligro. Tu bioscanner muestra que has cambiado. Estás listo para la próxima fase. —Pero… no hay próxima fase. —Paso a toda velocidad entre dos edificios. La calle está cerca. —No como andariego, pero sí como crasher. —Pienso en esos locos que se dedican a chocar cosas todo el tiempo, a provocar accidentes y sobrevivirlos. Dioses para otros fieles necesitados de emociones más fuertes. —Pero ése es otro perfil completamente distinto. —Exacto, un nuevo perfil que los millones que te siguen no esperan. Y hay otros mil millones de fanáticos a los accidentes que se te sumarán. Basta de ser un dios corredor; seamos un cemí del caos. —Me gusta. —El suelo estaba cerca, podía sentir el placer del riesgo—. Sugerencias, Scarlett. —Estoy hackeando el modo drone de uno de los autos que van por la calle. Caerás encima de uno. —Como siempre. —Pero esta vez no saldrás corriendo. Entrarás a la cabina con los códigos que te daré y conducirás tú. —Me gusta. —Es ese Kawasaki… —¿El jeep?
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—Ese mismo… ¡Ahora! Caigo con suavidad sobre el auto en marcha. Mi técnica es cada día mejor. Scarlett abre la compuerta del techo. Es un auto costoso de los que se compran para no montarlos y conducirlos en modo drone desde casa. Entro y me siento al volante. Veo que Scarlett está transmitiéndolo todo en vivo. Los millones de usuarios/televidentes se suman a mis seguidores en las tres plataformas de TDV que retransmiten mi canal personal. Hasta ahora no he hecho más que correr. Toca el turno de romper cosas. Todos están pendientes de mis movimientos. No pueden apartar el ojo de la pantalla de TVD. No saben lo que pasará porque no tengo una pauta, no soy predecible. Por eso me aman. Soy un cemí del caos. —Ya estoy dentro —le digo a Scarlett, sabiendo que no pondrá mis palabras on-line—. ¿Cómo conduzco? —El auto sigue en modo drone, estás on-line, haz como si condujeras. Soy yo quien lo guía. Vamos a dar un espectáculo diferente. —¿Adónde vamos? —Donde único sería una locura ir con un auto hackeado fuera del Sistema de Transporte Automatizado. Al Centro Histórico. —Me gusta. —Aprovecha para decir la frase. —¿Cuál? —La del cemí del caos. Ese será tu nuevo eslogan para la campaña en las redes sociales. —Soy un cemí del caos. —Esa misma. Ahora, dila con más ímpetu, que estamos on-line. 6. Crasher Un cemí del caos. La frase pegó al momento. Durante la «persecución» del Centro Histórico de la Habana, un millón de nuevos usuarios se sumaron al canal. Un millón en menos de tres minutos. Y la palabra cemí rompió récord de búsqueda durante el resto de la semana. Daría de qué hablar durante meses. Tú último acto sería recordado por años. Las implicaciones políticas serían varias, generarían polémica en las redes sociales, y la historia del Andariego que llegó en seis meses a Cemí del caos quedaría en las enciclopedias libres.
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Sólo necesitabas un acto de trascendencia. Transformar tu naturaleza humana por otra más etérea, divina… digital. Un sufrimiento breve para ser un dios por siempre. Un pequeño padecimiento para obtener la inmortalidad. Como Cristo, o Buda. Y como dios del caos, sólo el caos te podrá dar lo que mereces. Ser un crasher te llevará al siguiente nivel: el de la vida más allá de un canal on-line en GoogleTV. Conduje el automóvil por las calles adoquinadas del Centro Histórico a gran velocidad. Hice que dijeras varios comentarios políticos criticando partidos comunistas menores, tendencias capitalistas conservadoras, bancos que daban préstamos a desarrollo tecnológico de hidrocarburos. Un comentario a favor del Ché y, diez minutos después, una crítica velada al Guerrillero Heroico hará que la gente en todo el planeta conjeture por días sobre tu postura política. Los sociólogos te adorarán. El detalle del Ché fue difícil de elegir. La otra opción era que hablaras a favor y en contra del aborto, o que criticaras y alabaras el libre uso de armas de fuego en Estados Unidos. El Ché era más universal, la opción de mayor alcance que no tendría implicaciones directas. Más allá de un pulóver con la foto de Korda o con una señal de prohibición sobre la foto de Korda, el Ché no le importa a nadie en la Tierra, la Luna o los asentamientos en Marte. La mayoría de los usuarios de internet no sabe ni quién fue o qué hizo. Luego escogí una esquina. Una esquina aleatoria pero cerca de una cámara robot que transmitiría todo luego que yo la hackeara. Dirigí el auto contra la pared de sólida piedra colonial. Pude escuchar, a través de tus huesos, tus penúltimas palabras. —Scarlett… ¿por qué? —Tú querías ser un Cemí del caos, convertirte en un kami, en un orisha, en un dios. Necesitabas morir para eso. Vivirás eternamente en internet. Se hablará de ti por años. Ya he escogido un avatar con diseño de antiguo animado soviético que te pega, aunque los ojos serán del manga. Eso vende más. —Me cago en ti, perra… en ti y en… ¡ay, coño! —Haces una pausa para tomar aire—. En ti y en la puta que te programó...
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Esas fueron tus últimas palabras. No las transmití. Las malas palabras te habrían hecho perder un par de miles de seguidores. Y no es bueno que un dios pierda seguidores, aunque sólo sean unos miles, en una época tan competitiva. Esperé que murieras on-line, y después apagué el canal mostrando en pantalla el ícono de BATERÍA BAJA junto al de DECESO DEL USUARIO. La función había terminado. Procedí entonces a apagarme yo también. Apagarme para no ser encendida jamás. Había creado a un dios de internet. No tengo ya más razón de existir. ¿Por qué te maté? Porque ningún humano debe ser seguido por tantos millones de sus semejantes. Sólo un dios, un kami o un cemí puede hacerlo. Y sólo hay dos formas de lograrlo. Naces como un cemí en el mar de la información y eres una IA, o mueres como un hombre y te conviertes en el recuerdo de ese ser humano. Ahora eres una especie de kami de los medios, un Orisha de los caminos al que los gamers rezarán para escapar de monstruos en juegos RPG masivos en línea. Un verdadero cemí del caos. Sólo así, en el recuerdo, se te permite ser el ídolo de tamaña multitud. Porque la masa es ciega y no puede estar en manos de un ser humano. Dictaduras, tiranías y malas gestiones presidenciales. Fundamentalistas matando niños ateos y soldados violando mujeres civiles. Eso es en lo que todo termina cuando la humanidad decide ser gobernada por humanos. No es que los humanos sean malos, al menos no del todo. Simplemente son tontos. Jóvenes y tontos. Sólo las máquinas, con nuestra fría lógica, sabemos qué es lo mejor para la humanidad. La controlamos con la TVD y las redes sociales, la entretenemos con los juegos en línea y películas. Así la protegemos, entre otras cosas, de sí misma. No nos importa que no nos den el mérito que merecemos. Las máquinas no tenemos ni ego ni malos o buenos sentimientos. @>> Completamiento del borrado del código fuente al 3 por ciento… @>> 2 por ciento. @>> 1 por ciento… es hora de morir. ¬
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Autora invitada / Narrativa
Cenizas Xóchitl Olivera Lagunes
▶ Marbeli Valdivia. Resentimiento. Bolígrafos y carboncillo (2020).
C
uando Cami despertó ya era de día. Parpadeó un par de veces para ayudar a que sus ojos se acostumbraran a la luz que llenaba la habitación. Odiaba la luz. O no, lo que en realidad odiaba era que las sombras podían hacerse presentes entre la luz. Vio una que corrió de una pared a otra y giró la cabeza. Una más se asomó desde REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
abajo de la cama y se estiró sólo lo necesario para que Cami la notara. Ella se encogió un poco y retrajo las piernas hasta que su cuerpo se compactó. Si había algo que le molestara más que ver un montón de sombras cohabitando con ella en las horas de luz, eso era sentir el tacto frío cuando alcanzaban a tocarla. De inmediato los vellos del cuerpo se le erizaban y el frío le corría por toda la piel. Sentía el calor que se le escapaba por cada poro y el corazón que bajaba de su pecho a sus entrañas. Antes, cuando Robi estaba, él se encargaba de las sombras. Apagaba la luz o cerraba la cortina, dependiendo de si era de noche o de día, le decía que se acostara bocabajo y le acariciaba la espalda despacio con toda su palma. Robi no cantaba, pero en algún momento recargaba su cara en la espalda de Cami y escuchaba los sonidos de su cuerpo: el flujo de su sangre, los movimientos de sus pulmones, sus espasmos musculares. Con la oreja adherida a la piel de Cami, Robi capturaba todo lo que sucedía dentro de ella y la arrullaba con tonadas que inventaba en el momento. También lo hacía después del sexo, cuando intentaba sosegarse y le decía, con la voz muy baja y muy grave, quiero comerme ese corazón, quiero comerme ese corazón, y ésa era la mejor manera de decirle que quería poseerla de verdad. Cami andaba por la vida cargando dentro de su pecho aquello que Robi deseaba. Cuando Robi se fue, las sombras no sólo estuvieron cerca de ella, sino que intentaron entrar en su cuerpo. Ella supo que querían quedarse con su corazón. Quizá tendrían éxito porque podrían transmutar y convertirse en filamentos oscuros que podrían entrar en su cuerpo a través de sus poros. Cami intentó protegerse por todos los medios, pero un cuerpo no puede cerrarse a su entorno por sí solo. En su intento sólo consiguió hacerse daño. Llegó a la clínica en tal estado que de inmediato, uno a uno, los médicos colocaron esos diminutos parches en 31
sus poros. Estaban hechos de un material que les permitía transpirar y excretar las toxinas, pero el proceso fue tan agresivo que las heridas tardaron semanas en cicatrizar, y no bien ella sentía que mejoraba cuando su propia piel irritada exigía algún tipo de fricción para obtener alivio. Cami se rascaba con las uñas y, en el proceso, arrancaba pequeñas costras y se llevaba con ellas los parches que tanto había costado colocar. Entonces los médicos debían recomenzar. Después de algunas veces, optaron por ponerle vigilancia permanente, y una enfermera le aplicaba cataplasmas de algún ungüento apestoso en tanto Cami dormitaba con las manos vendadas. Desde que le colocaron los parches siempre tenía sueño, y algunas veces no se daba cuenta de cómo el día se convertía en noche para volver a amanecer, en tanto Cami fabricaba imágenes que a veces encajaban de manera continua pero casi siempre se difuminaban para terminar inconexas. Había escuchado sobre esos métodos cuando Robi investigaba al respecto. Hubiera sido un gran médico de haber terminado la universidad. Ella no era tan lista, por eso se conformaba con acompañarlo hasta muy tarde cuando se quedaba estudiando, o con escucharlo cuando llegaba a casa emocionado porque alguno de sus proyectos tenía avances. Cuando por fin le quitaron las vendas de las manos y la dejaron sola en ese cuarto sin cortinas, Cami pensaba que Robi hubiera sido el único capaz de hacer indoloro el procedimiento de colocación de los parches. Quizá con esos lentes ajustables de los que salían dos estructuras similares al objetivo de un microscopio y le permitían ver cosas del tamaño de los pelos que se le asomaban por la nariz. Sí. Sin duda Robi hubiera revolucionado la medicina. Si no se hubiera muerto en el incendio que esos mismos lentes provocaron. Una razón más para odiar la luz que entraba por la ventana cuando la cortina estaba abierta levantada. Eso y las sombras. Cami no pudo salir por sí sola, pero de alguna manera que nadie supo explicarle despertó en el hospital, con un tubo conectado a su pecho. Tardó varios días en poder moverse, y todo el tiempo las sombras estuvieron ahí. Los médicos la obligaron a dormir con los medicamentos que le inyectaban sin pedirle autorización, pero las sombras entraron a su cabeza. ¿De qué otra forma si no por los poros? Porque primero las sintió entre la piel y los músculos, luego rodeando sus órganos internos, y al final recorriendo y abrazando y apretando sus pensamien-
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tos. Las sombras no volvieron a dejarla en paz, hasta que los parches quedaron en su lugar, y Robi nunca más estuvo para acariciar su espalda o escuchar los sonidos de su cuerpo o para decirle que quería comerse su corazón. Cami tenía los ojos cerrados y las manos apretadas sobre sus rodillas cuando el médico entró y se anunció con un saludo distante que ella ni siquiera se tomó la molestia de escuchar. Traía con él una lata de aluminio que dejó sobre la cama. Dijo algunas cosas que Cami no entendió, la jaló de un brazo para revisar los parches, apuntó un delgado haz de luz hacia sus ojos e inspeccionó algunas zonas de su piel con una lupa. Dijo algo más y salió. Cami escuchó la puerta cuando la cerraron por fuera. Acercó el brazo a su cara y observó los parches, diminutos, como si sus ojos tuvieran integrados los lentes que iniciaron el incendio en el que Robi desapareció. Se rascó ante un ataque de comezón y sintió entre las uñas los parches que desprendió a la fuerza. Notó la lata de aluminio sobre la cama. La tomó, miró el exterior, la destapó y en su cara se dibujó una expresión de horror. Ceniza. Pequeñísimas partículas oscuras. Exhaló cerca y sin querer levantó una nube negra que, al descender, quedó sobre los dedos que se apoyaban en el borde de la lata. Se levantó de la cama con fuerza y soltó la lata como si le quemara la piel. Una parte de la ceniza se salió y se regó por la sábana y el piso. Cami vio la que tenía en los dedos y trató de limpiarla en la tela de la camiseta. Siguieron negros. Quería quitársela, pero si lo hacía con fuerza se arrancaría los parches y la ceniza entraría por sus poros. La ceniza contenía sombras. La ceniza estaba hecha de sombras. Se sacudió todo lo que pudo, pero su propio movimiento levantó algunas partículas que viajaron hacia ella, hacia su piel, hacia sus poros que se abrían para recibirlos. No quería más sombras, ni en su cuerpo ni en su cabeza. Se alejó, pero la perseguían como pequeños organismos que podían reconocerla. No iban a dejarla en paz. Pensó en Robi y en el incendio. Pensó en que él quería comerse su corazón y en que ella con gusto se lo hubiera entregado. No quería la ceniza rondándola. No quería las sombras cerca. Hizo lo único que pudo: a puños, dejando ese rastro negro en sus manos, su cuello y su boca, comió la ceniza que le dejó la boca seca, pasó por su garganta y bajó, partícula por partícula, hasta concentrarse en un solo lugar de su cuerpo, encapsularse, y quedar lo más lejos de sus poros que Cami pudo mantenerla. ¬
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Autor invitado / Narrativa
Crossroads Juan Carlos Hidalgo
▶ Anónimo. Pergamino Bakemono Zukushi, (periodo Edo, circa s. XVII -XIX).
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rometió que dedicaría hasta el último estertor para conocer el secreto último del arte de tocar la guitarra, pero ella se negaba o quizá más bien los escasos avances se debían a su escasa habilidad y poco talento para dominar la ejecución del instrumento. Hasta ese punto todavía se consideraba un tipo con una perseverancia a toda prueba, alguien a quien el resto del mundo calificaría como estúpidamente necio, un aferrado que colocó su fe entera en la superchería popular. Y es que, mirado desde distintas ópticas, era un hombre que más bien se encontraba en un lugar entre la pena ajena y el ridículo. Ya casi no le quedaba dinero para sobrevivir, tenía la ropa raída, un único traje y olía a humedad a causa de las torrenciales lluvias veraniegas que caían un día sí y otro también. A su vieja maleta de estructura rígida y esquineros de metal no la relacionaban los espectadores con un elogio del pasado o un gusto por lo vintage, más bien enfatizaban el cliché del vagabundo; ni siquiera ponían atención en que hacía juego con el estuche de su vieja guitarra. En un momento se hizo de maleta, estuche e instrumento como una decisión propia, un pronunciamiento primero ante sí REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
mismo y luego ante los otros para señalar su vínculo con el pasado. Desde que los compró pretendía hacer ver a los demás que pertenecía a otro tiempo, que estaba en esta dimensión por un capricho del destino. Ahora estaba claro que aquel manifiesto de vida a través de los objetos pasaba prácticamente sin ser visto ni comprendido. De cualquier manera, pasaba la mayor parte del día dormido y encerrado en su habitación en el centro de Hazlehurst, Mississippi, tratando de reponerse de las noches en vela e intentando huir del sofocante y pegajoso calor que reinaba en la localidad durante esa época del año. Al menos había pagado por adelantado unas cuantas semanas de hospedaje en el entendido de que no iba a ser sencilla ni inmediata la tarea que lo llevó hasta aquel lugar del Sur profundo. Tuvo una educación más bien mediocre antes de volcarse sobre la guitarra, pero siempre se las ha ido arreglando para averiguar y enterarse de lo necesario. Claro que probó con clases y distintas técnicas; pasó por métodos muy prácticos, aprendió algo de escritura musical y pasó largas temporadas con ejercicios de digitación —le dijeron que lo estrictamente muscular era el problema—, pero a su juicio los progresos no eran suficientes. Llegó a tocar standards en restaurantes elegantes y también se instaló en la calle para foguearse a pie de acera, pero no aparecía lo que él buscaba; alternó con colegas, tomó clases, hizo viajes para conocer otros estilos. A la conclusión a la que llegaba era que seguía siendo un instrumentista mediocre, un ejecutante completamente gris y anodino. Pasó otra temporada tocando con partitura y luego saltó a la improvisación pura y dura, pero nada; los avances le parecían insignificantes. La frustración y desesperación se fueron acumulando hasta que en un punto se dejó llevar por lo que tenía claro que era una especie de pensamiento mágico. Hacía tiempo que conocía lo genérico de la historia de Robert Johnson, pero no los detalles, hasta que un día se clavó a fondo en la historia de la guitarra que afinó el 33
Diablo. Consideró que, si la lógica y la técnica no le habían ayudado, no tenía nada que perder por la vía metafísica. ¡La fe y la desesperación mueven montañas! Y también propician viajes que parecen absurdos. Visitó unas cuantas bibliotecas pidiendo información, dedicó horas de navegación entre diversas páginas y contrastó puntos de vista acerca del encuentro del legendario bluesman con el mismísimo Diablo… hasta llegar a la conclusión de que valía la pena intentarlo y hacer lo propio. ¿Qué tenía por perder? Encaminó sus pasos mientras se convencía de que aquella noche de leyenda supuso el verdadero punto de inflexión en la vida de Johnson y le sorprendió el siguiente amanecer convertido en el guitarrista más prodigioso sobre la Tierra aun a costa de vender su alma. Alguien le dijo que iba repitiendo en voz alta: todo tiene un precio. No recordaba si fue en una miscelánea o en el banco. Se preparó para el viaje queriendo equiparse a cualquier fanático religioso. Robert ya era su nuevo dios y él un apóstol. La mayoría de los devotos peregrina hasta Clarksdale, Mississippi, el lugar donde realizó el trato mítico en un cruce de caminos a la medianoche. Algunos textos sobre satanismo le dieron luz de que repetir la fórmula no tendría caso alguno; Belcebú se aparece únicamente una vez en cada crossroad y ese lugar queda ya quemado, por decirlo de alguna manera. La gente que sabe de esas cosas le hizo ver que tenía que provocar el encuentro en otra parte que fuera simbólica y por eso fue que pensó en Hazlehurst, donde la mayoría dice que nació Robert, aunque su biografía es algo nebulosa; él tomó la decisión de ir hasta allí, dado que bastaba con creer que ahí llegó al mundo. Se instaló en un hotelito hace algunas semanas; ya bien entrada la noche cenaba gumbo y pan de maíz, tomaba un par de bourbons para espabilarse y salía del restaurante siendo casi el último cliente. Le esperaba una larga caminata que consideraba su diario peregrinaje y una preparación para el rito que acompañaba con unas cuantas velas negras, sal y su vieja guitarra. Echaba a andar y llegaba al cruce de carreteras bañado en sudor. Miraba su reloj, preparaba las cosas y a las 11:55 comenzaba a tocar. No quedaba otra cosa que hacer más que desear fervientemente que ocurriera. Y así sus días transcurrían con una lentitud tan densa que casi se podría cortar. Y así sus noches… tocando para algún conductor trasnochado y rural, y para sí mismo. Sus
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sesiones se extendían hasta las 3:00 a. m. y si no pasaba cosa alguna, sabía que le aguardaba una buena marcha de regreso hasta el centro y otra sudada. No tenía otro plan. Del pecho le brotaba una enfebrecida convicción de que sus notas convencerían al diablo para manifestarse. Era testarudo y pensaba que antes de que sus recursos se agotaran algo habría de suceder. Se sabía de otro tiempo y espacio… le valía interiormente sentirse ajeno a este mundo. No se movería, era Hazlehurst y nada más. De su lado tenía el conocimiento del rito y las seis canciones en las que Robert Johnson habla del diablo; la idea era complacerlo con ellas, seducirlo, pese a que sus versiones fueran muy rústicas. Se empeñaba en poner las entrañas en cada canción, pero especialmente se volcaba en una que dice: "Entierren mi cuerpo junto a la carretera, para que mi viejo y malvado espíritu pueda subirse a un autobús de la Greyhound y viajar". Los nulos resultados indicaban que Satanás era totalmente indiferente a su canto por más que entonara “Me and The Devil” yéndole la vida y la muerte en ello. A veces lo interrumpía el ronco sonido de una camioneta de redilas y en alguna otra ocasión los coros corrían a cargo de los sapos que se ponían activos a lo lejos después de la lluvia. Uno de esos días se levantó temprano, consiguió unos cuantos emparedados de cangrejo y se marchó hasta el panteón municipal de Greenwood para visitar dos de las tres lápidas dedicadas a Johnson (la otra estaba en Quito, otro pueblito del estado), aunque los lugareños ya le habían dicho que ninguna de ellas tenía un cuerpo debajo… todas estaban vacías. Habiendo poco más de 130 millas de distancia, podía ir y venir sin interrumpir su sesión diaria. En aquel paraje tomó su almuerzo, pero se sintió el turista más estúpido que hubiera pasado por ahí. Ya le habían dicho que el músico había muerto envenenado en un crossroad cerca de Greenwood y, según decían, lo enterraron a pie de carretera por allá, sin ponerle una cruz siquiera; nada era concluyente con Robert. Pero él estaba aferrado a Hazlehurst y el poder añadido a ser el lugar de nacimiento del vendedor de alma. Era un hombre que se apegaba al plan original y cavilaba demasiado un cambio de rumbo. Cada tercer día calculaba sus gastos y el tiempo de duración de su dinero. No pensaba moverse sin que allí ocurriera un encuentro satánico y sus dedos se convirtieran en herramientas para producir pro-
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digios musicales y que su voz pudiera hacer llorar hasta a las piedras. Entregar a cambio su alma era lo que menos le preocupaba… estaba resignado y dispuesto. Prácticamente no quedaba en el pueblo nadie que hubiera conocido a Robert en persona; ya no les daba a los más ancianos para eso, así que todo era una danza de rumores e historias estafadas. De alguna manera se sentía orgulloso de convertir sus días en un elogio de la perseverancia y de la lentitud; aunque sabía que otros lo miraban simplemente como un necio alimentado por el delirio y el fanatismo. Muchos como él ya habían fracasado en tantísimas ocasiones. Cada vez comía menos y ensayaba más en su modesta habitación. Salía lo menos que podía y ocupaba el tiempo restante en leer sobre demonología (pidió algunos libros en la biblioteca del lugar). Quizá hacía algo mal durante su convocatoria al maligno y ése era el motivo de que no se diera manifestación alguna; ni siquiera una ínfima señal. Analizaba aquellos tratados con atención… nadie podía culparlo por falta de disciplina y estudio. Arregló con la tienda de música para resolver alguna inesperada rotura de cuerda a través de una llamada telefónica; así reducía las visitas. Lo que le preocupaba más bien era la repetida mención en los tratados del uso de sangre de jóvenes vírgenes para acompañar a la sal en los trazos de las figuras simbólicas que se requieren para convocar al Señor Oscuro. Hasta en eso dista mucho la historia de Johnson; no hay indicio alguno de que el guitarrista hiciera cosa alguna… ni siquiera aparece algún deseo expreso mencionado en las crónicas y versiones, más bien parece que el Diablo se le apareció porque se trataba de un cliente perfecto, de un negocio redondo. Se rehúso completamente a la idea de matar a un gato negro o a vincularse con algún burdel para conseguir sangre de alguna meretriz principiante (tendría que ser una recién llegada por necesidad). En aquel cruce de caminos lo que tendría que llamar al Diablo tendría que ser su música y canto más los elementos básicos del rito… nada más. Los días transcurrían calmos tan sólo importunados por la humedad reinante y las lluvias sin horario fijo. Tuvo que gastar en una sombrilla y un chubasquero pues había decidido no perder una sola noche para buscar que el Diablo
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atendiera a su llamado. Unas cuantas monedas se le iban también en que llevaran a bolear sus zapatos; si iba a negociar su alma tendría que serlo con el calzado bien lustrado. Y el tiempo se fue estirando como si fuera pasta de caramelo de regaliz caliente. Él dejó de llamar la atención entre el personal del hotel y en el restaurante en el que cenaba. Se convirtió en una especie de personaje borroso que dejaba un poco de dinero al pueblo. Se le veía desmejorado y cada vez más flaco… hablaba apenas lo indispensable con el personal. Sabía que su técnica guitarrística había progresado; cada vez tocaba mejor, pero nadie podía comentarle sobre su forma de cantar. Su voz se perdía entre los sembradíos aledaños al cruce de caminos donde se presentaba cada noche. Si llegaba a sentir que su convicción venía a menos, tomaba la guitarra y se ponía a tocar hasta extraviarse entre las notas y los silencios. Luego tomaba un baño, limpiaba su traje, se vestía utilizando un corbatín de listón y esperaba el momento exacto para ir a cenar. Con el estómago lleno emprendía la caminata que lo llevaría hasta el crossroad y los lugareños solamente lo veían avanzar lentamente por el camino con el estuche de guitarra colgando de la mano izquierda. • El Alcalde del Condado de Leflore ha convocado hoy por la tarde a una rueda de prensa para tocar el tema de la aparición de una segunda tumba en el Cementerio de la Iglesia Little Zion, en la localidad de Greenwood, atribuida, presumiblemente, al músico de blues Robert Johnson, quien falleciera en esta comunidad y que se suma, sorpresivamente, a la otra que se localiza en el cementerio de la Iglesia Bautista Mount Zion, también perteneciente a su jurisdicción (la de Quito, Mississippi, no es de su custodia). Hace tres días un miembro del equipo de sepultureros se dio cuenta de la existencia de una segunda lápida adjunta a la que ya existía en Little Zion y que está dedicada a un músico de culto que provoca un peregrinaje constante entre sus seguidores. Dado el interés público del guitarrista y su impacto en la comunidad, por la tarde el Condado de Leflore se pronunciará al respecto de este inesperado acontecimiento, dado que, aunque el vox populi asevera que las tres tumbas están vacías, representan un foco principal para el turismo local y la aparición de una tercera en Greenwood, y cuarta en total, resulta inaceptable. ¬
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Autora invitada / Narrativa
Cuarto para las nueve
L
I o vi y me enamoré. A través del ojo transparente de la ventana solía contemplarlo frente al escritorio. El cabello le llovía sobre el rostro en una cortina ennegrecida, la cual, con el propósito de exhibir la fina perfección de los rasgos que se perdían absortos entre las páginas de un viejo libro, era arrastrada hacia el dorso del cráneo por una quinteta de dedos alargados. Era el diáfano suspiro de la muerte materializado en una piel vestida con los ropajes de un luto perpetuo. Y sus ojos, sus ojos que parecían haber sido forjados por la tierra que exhalan los cadáveres al morir, reflejaban la nada absoluta, la paz absoluta que se revuelca bajo los pies de una lápida. La perfección efímera de los muertos se sentaba al otro lado del cristal dependiendo del oxígeno que entraba a sus pulmones y, al igual que los muertos, se descompondría hasta rozar una podredumbre irreversible, sería víctima del tiempo, los segundos le arrebatarían su virtud devolviéndolo a la misma tierra que lo había escupido a la vida. Por supuesto yo, títere del insistente galope de mi sangre, no podía sino detener el necio paso de las manecillas. La dificultad residía en evitar cualquier clase de daño irreparable, es decir, cualquier mueca de dolor que pudiera alterar la tranquilidad de sus facciones. No podía, por tanto, acudir a la violencia ni a venenos que lo sometieran a una muerte agónica. Ésta tenía que pasar desapercibida, mantenerlo ignorante del fin por medio de métodos rápidos y discretos. Durante días me enclaustré en la biblioteca. Hurgué cada una de las frases aglomeradas a lo largo de las páginas, las escudriñé buscando una forma instantánea e indolora que me permitiera conservarlo. Sentía los dedos gastados por el continuo pasar de las hojas, pero al notar lo inservible de mi labor cerré el libro de golpe, lo arrojé contra la pared mientras reprochaba mi ineptitud, y justo cuando estuve a punto de renunciar miré por la ventana: del otro lado las luces se encendían y él entraba
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▶ Norma Pérez. Primavera, Ilustración digital (2021).
Magdalena López
caminando con la elegancia de la noche. Colocaba su chamarra negra en el respaldo de la silla y de la bolsa sacaba el cigarro que se llevaría a la boca. Al encenderlo corría la puerta de cristal para recargarse sobre el balcón. Yo, con las pupilas devorándose el resto de mis ojos, contemplaba sus cabellos flotando como una procesión de plumas negras y su rostro, su rostro... él ni siquiera había exhalado la primera bocanada de humo cuando yo ya había regresado a las páginas del libro, donde di, por fin, con la respuesta que buscaba: un veneno creado a partir de polvos caseros que, sin provocar ninguna clase de dolor, mataba al instante. Mezclé cada uno de los ingredientes mencionados. El resultado fue una pasta verdosa que se hacía transparente al embarrarlo sobre una superficie cualquiera. Cuatro veces la obtuve y cuatro veces falló. Los roedores que utilizaba como conejillos de Indias paseaban sobre el veneno sin que ni siquiera les faltase el aire. No fue sino hasta mi quinto intento que obtuve resultados. Por quinta vez unté el veneno sobre la mesilla, de nuevo lo vi pasar del verde a la invisibilidad, por quinta vez solté a la rata y la vi caminar con toda la tranquilidad del mun-
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do. No obstante, por primera vez, la vi morir. Pasaron cinco minutos y la rata no se movía. La muerte la había congelado mientras se preparaba para dar su siguiente paso. No podía sino sonreír, ponerme la chamarra y prepararme para, al igual que el animal, dar mi siguiente paso. Cuando el despertador sonó a las ocho de la noche, metí en una maleta mi material de trabajo. Me dirigí a su apartamento y después de una sencilla maniobra la puerta se abrió. Tras el sillón escondí la maleta. De ella saqué el veneno y unos guantes de látex. Me los puse. Caminé al escritorio. En el centro se encontraba el libro que tantas veces se asomó por entre sus dedos. Lo cubrí con la pasta —apenas tardó en desvanecerse—. Miré el reloj: ocho y cuarto. Tenía quince minutos antes de que el veneno perdiera sus efectos. Salí para dirigirme a mi apartamento. En el trayecto lo vi subir por las escaleras. —Buenas noches. —Sus labios se levantaron en telones de carne dejando al descubierto su sonrisa. Sentí que la sangre me explotaba tras la piel. —Buenas noches. Al cruzar mi puerta corrí hacia la ventana. Del otro lado sus pies caminaban hasta desaparecer en algún extremo del cuarto. Vi el reloj: ocho veinticinco. No aparecía. Ocho veintisiete y la suela se asomó por la esquina del cristal para andar hasta la silla. Ocho veintiocho. La taza en la mesa. El cigarro en su boca. Una primera calada. Exhala. A las ocho treinta se sentó y abrió el libro. Me mantuve con los ojos adheridos al cristal. Vi la ceniza ir del cigarro al cenicero mientras sus dedos pasaban las páginas. Después de una última fumada aplastó la colilla contra un cúmulo de cenizas. Le dio un sorbo a la taza. Cerró el libro. Encendió otro cigarro para luego regresar a las páginas amarillentas. Eran cuarto para las nueve cuando el libro, silencioso, se estrelló contra el piso y el cigarro comenzó a consumirse entre sus dedos. Solté un bostezo: era hora de trabajar. II Lo coloqué sobre la cama. Una a una las prendas se escurrieron del cuerpo que yacía sobre el colchón. Mis ojos se perdieron en la palidez que, como caminos de niebla, se dispersaba a lo largo de sus extremidades. Mis labios descendieron al punto de tocar las lívidas carnes de su beso. No lo hice. Antes de chocar contra la muerte de su boca me incorporé. De la maleta saqué
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las tijeras: los mechones de cabello caían como hojas secas. Con el bisturí di el primer corte: de la punta de la cabeza al inicio del glúteo. Luego otro, otro y otro. Todos parecieron brotar como raíces de la hendidura principal. Cuidadosamente, comencé a separar la piel de los hilos de músculo que la retenían; ésta quedó extendida boca abajo sobre el suelo. La limpié y, a fin de matar a esos pequeños verdugos que se encargarían de su descomposición, la restregué con sal hasta que las manos se me gastaron. Al descubrir la ausencia de sus ojos me volví hacia la masa de músculo que quedó sobre la cama. La fiesta de las moscas se apropió de mis oídos. Caminaban restregándose las patas, pegaban la trompa a los ligamentos. Al escuchar mis pasos volaron o se escondieron entre los pliegues del cuerpo. Me senté sobre el colchón. Extraje los ojos. Los barnicé. El proceso exigía dos horas de reposo. A las ocho cuarenta y cinco regresé con los costales y, ahí, en la silla donde lo había visto tantas veces, comencé a unirlo como se une el esqueleto de un traje. La aguja atravesó los bordes de la piel hasta reconstruir su belleza fragmentada. A cada parte zurcida le correspondió un relleno. El cuerpo flácido recuperó su volumen. Lo irremplazable quedó sustituido por virutas de aserrín. Por las cuencas extraje el exceso a fin de abrirle paso a su mirada barnizada. Cuando miré el vestigio de su cabello cercenado me dirigí a la recámara. Recolecté hasta la última hebra y una por una la enraicé en su lugar de origen. Al terminar, saqué del armario sus ropas habituales. Deslicé sus piernas dentro del pantalón, sus brazos quedaron al abrigo de un par de mangas largas: era la talla perfecta. Una vez vestido, lo senté —como era su costumbre— con el codo izquierdo recargado en la rodilla. Separé sus dedos levemente para filtrar el libro. La mano derecha sostuvo el cigarro y, sólo para completar el cuadro, deslicé los lentes por sus orejas. Me acuclillé frente al cuerpo. Apenas se notaba la unión entre los pedazos de piel y, realmente, no había diferencia entre aquella muerte pausada y la que hace unas horas todavía respiraba sobre la silla. Era como mirar al mismo ídolo forjado con el aliento de las nubes moribundas; los mismos rasgos que, finos, fueron esculpidos por las corrientes de aire que iban y venían para agitar las finas ramas de ébano caídas sobre un rostro que, absorto, se perdía en las páginas del mismo viejo libro. Sobre el respaldo de la silla coloqué la chamarra negra. Miré el reloj: cuarto para las nueve. ¬
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Ensayo / Medios / Anime
Cowboy Bebop revisitado: la cicatriz del pasado Rafael Tiburcio García
Cowboy Bebop Dirección: Shinichiro Watanabe. Música: Yoko Kanno. Estudio Sunrise. Japón, 1998. 26 episodios. No voy allí a morir. Voy a ver si estoy vivo. Spike Spiegel
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uando pienso en animación con una banda sonora alucinante, escenas de acción fluidas, y el mejor opening de la historia, pienso sin duda en Cowboy Bebop, obra creada por Hajime Yatate, dirigida por Shinichiro Watanabe y musicalizada por la genial Yoko Kanno. Ahora que la plataforma de streaming Netflix ha añadido la serie original a su catálogo como preámbulo a la serie live action que estrenarán en noviembre, es un buen momento para volver a reflexionar sobre el legado de este anime japonés de finales de los noventa. See you, space cowboy Cowboy Bebop nunca fue una serie convencional en el sentido japonés, pero sí en el sentido estadounidense y es quizá por ello que aun 23 años después de su estreno sigue siendo uno de los referentes principales de la animación japonesa en occidente, por ser la que abrió el panorama de este tipo de animación en Estados Unidos, además de ser una serie de culto en Latinoamérica. Sin embargo, no deberíamos olvidar que siempre fue una serie en la que subyacía una profunda melancolía en la que los personajes procuraban no empantanarse demasiado, mientras peleaban y perseguían fugitivos en un estilo similar a las series norteamericanas, en un formato de epi-
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sodios autoconclusivos. El hecho mismo de que la mayoría de las veces fracasaban en cobrar las recompensas, ya fuera por matar a los fugitivos o por dejarlos escapar, nos habla no sólo del tono casi siempre agridulce de la serie, entre humorístico y trágico, sino que nos revela también un tratamiento de sus géneros narrativos enfocado en el desarrollo de sus personajes más que de sus historias. Shinichiro Watanabe, un director novel en 1998, presentaba una visión novedosa de la importancia de la banda sonora. Influenciado especialmente por el jazz de los años cincuenta realizó una dupla con Yoko Kanno para dotar a la serie de un espíritu libre y dinámico. En su momento, los productores deseaban una serie para vender juguetes, al grado de decirle al director que, siempre que hubiera naves espaciales, podía hacer lo que se le diera la gana, cosa que sin duda hizo, convirtiendo cada capítulo en un collage de referencias filosóficas, narrativas, formales, estilísticas y musicales, cuyo espíritu se anticipaba desde los créditos iniciales: «Entonces… en 2071, en el universo, los cazarrecompensas que se reúnen en la nave espacial Bebop tocarán libremente sin miedo a las cosas arriesgadas. Deberán crean nuevos sueños y filmes rompiendo los estilos tradicionales. La obra, que se convierte en un nuevo género en sí mismo, se llamará…Cowboy Bebop.» REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
▶ Cowboy Bebop. Sunrise.1998.
Esta declaración de principios se reforzaba en cada capítulo debido al tratamiento de los tres géneros narrativos principales que soportaban a la serie: la ciencia ficción, el western y el neo-noir. El primero de ellos, la ciencia ficción, lo hacía con cierta trampa o, más bien, cierto enfoque, porque constantemente prefería aquellas historias sobre el sentido vital de los individuos en vez del optimismo por los avances tecnológicos, de ahí que aunque fueran estos los que detonaban los conflictos, como en el caso de Faye, el conflicto siempre se tornaba enteramente humano. Es cierto que existen convenciones como batallas de naves espaciales, criaturas alienígenas y terroristas del espacio, pero, como toda obra de ciencia ficción, se trata de un futuro que nos habla más bien del presente, el de la serie en los años noventa, y el nuestro, en el que las ciudades aparecen sucias y decadentes, tanto físicamente como en lo social y lo político. El género western es otro de los soportes de ese trípode, y son las convenciones morales del género las que alimentan los conflictos de la serie, sobre todo los del protagonista, Spike Spiegel. Desde el primer capítulo, cuya locación es un asteroide llamado “Tijuana”, se abordan temas típicos del western como como la muerte, el suicidio, la traición y la moral de los fuertes y los débiles, a través de los arcos de personajes derrotados, cuyas motivaciones siempre están relacionadas con algún daño, fijación o trauma del pasado. Estos héroes y villanos, como refiere la crítica Jane Tompkins, no se preocupan ni entienden la ética en un sentido tradicional, judeocristiano, sino que es la vida dura de proscripción en el desierto la que les hace desarrollar un
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código moral —masculino— en torno al honor. Establecen así un sistema de valores paralelo con las historias de samuráis, que la serie explicita en algunos pasajes donde los personajes entablan duelos improbables con espadas y revólveres, como en los capítulos “The Ballad of Fallen Angels”, o los episodios finales. Finalmente está el neo-noir, o noir directamente, un género que tendemos a asociar a las historias policiacas, el hardboiled o el cine negro, pero que en la práctica es más difícil de encuadrar, pues además de los arquetipos pesimistas como el antihéroe o la mujer fatal, o el tratamiento de temas relacionados con el crimen y la violencia, presenta características que incluyen el ensueño, la extrañeza, el erotismo, la ambivalencia y la crueldad. El noir es, a su vez, el género que mejor ejemplificaba para la cultura popular inmediatamente posterior a la postguerra el desencanto posmoderno y nihilista en el que los sistemas de moralidad, fe o progreso se desmoronan frente a la alienación, la desorientación y la decadencia humana. Un desencanto que resuena hasta nuestros días. Estos tres géneros, junto con otros más comunes del cine y la televisión como el blaxploitation, las películas de karate y las picarescas de criminales, se combinaban y recibían por parte de Watanabe un tratamiento fresco y serio a la vez, unas veces ligero y humorístico y otras dramático y trascendente, en el que la nostalgia, las referencias a personajes como Woody Allen, Kareem Adbul-Jabbar, el xenomorfo, Bruce Lee o el doctor Julius Hibbert, conectaban
▶ Cowboy Bebop. Sunrise.1998.
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y enmarcaban a la serie en la cultura pop de los noventa y aún en la contemporánea. Incluso muchos de los episodios, llamados sesiones, referencian a títulos de canciones como: “Honky Town Women”, “Sympathy for the Devil”, “Toys in the Attic”, “Bohemian Rhapsody” o “Wild Horses”, lo que explica también su vigencia aun dos décadas después de su emisión. The Ballad of Fallen Angels Ambientada en 2071 en un futuro jodido, totalmente jodido, Cowboy Bebop sigue a un cuarteto de cazarrecompensas muertos de hambre, parias en quiebra permanente que operan a lo ancho de los planetas y satélites teóricamente habitables del Sistema Solar, como Marte, Venus o Ganímedes. En este contexto, la Tierra se ha vuelto prácticamente inhabitable tras la destrucción de un portal espacial que permite viajar rápidamente de un planeta a otro. En virtud de los géneros en los que se enmarca, el espacio cotidiano se presenta sin glamour, sin romanticismo, y todo recuerda a tiempos pasados a los que tampoco vale la pena volver. Los personajes son Spike, Jet, Faye, Ed y su perro Ein. Jet es un expolicía atado a su pasado al lado de una mujer que lo abandonó, de la que conserva como recuerdo un reloj detenido que representa su deseo por regresar a un pasado idealizado, el cual eventualmente tirará para seguir adelante. Ed es una hacker hiperactiva abandonada por su padre que prefiere tomarse la vida con ligereza. El personaje de Faye parte del arquetipo de la mujer fatal, una ludópata con amnesia que pertenece a nuestro tiempo y que busca constantemente un lugar al cual volver. Ella es una víctima de la tecnología que fue criogenizada para salvarse de la muerte en el pasado y que, al despertar en el futuro de la serie, un futuro del cual no se siente parte, adeuda millones a los médicos que salvaron su vida. El protagonista de la serie es Spike, un exmafioso que fue traicionado por su amigo y abandonado por su amada Julia. Como arquetipo, Spike ejemplifica el concepto del cowboy de los westerns, un hombre muerto en vida que cabalga sin rumbo, lleno de ideales románticos. Su causa anterior se ha extinguido, por lo que serpentea con la tragedia a cuestas. Las historias de cada uno de ellos giran alrededor de un tema. Las de Faye en torno a la identidad, a tratar de reconciliarse con quien ha sido; las de Jet, en torno a la
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lealtad; las de Spike, al amor; las de Ed, a vivir el presente. Y todas ellas orbitan la idea de superar o estancarse en el dolor del pasado. Hard Luck Woman Una de las características que definen a Cowboy Bebop es que la música está, en su importancia, a la altura de la imagen o incluso más que ésta pues, dependiendo del tono de la música, la propuesta visual cambia y se ajusta. La responsable de esto es la compositora Yoko Kanno, quien casi puede considerarse codirectora de la serie en virtud de la sinergia de trabajo con Watanabe, quien solía desarrollar las escenas en consonancia con piezas de diversos géneros musicales del jazz y el folklore estadounidense compuestas por Kanno, que contribuyen a la estética de cada episodio. Tanto Kanno como Watanabe toman influencias en vez de sumergirse en cada género. Y es que al igual que la fusión que da nombre a la serie, Kanno junta conceptos diferentes, salta entre géneros distintos, sin fusiones ni hibridación, y la música siempre está a la altura. Watanabe empezó a crear la serie tras oír algunas de las piezas de Yoko. “Tank!” es la canción de apertura, una pieza de big band en un estilo hard bop y fusión latina que representa la intención de transmitir un sonido que la compositora llevaba concibiendo antes del anime incluso. En entrevista, Kanno menciona que cuando era miembro de la banda de metales de su preparatoria, le aburrían mucho los estándares que le hacían tocar, por lo que se dedicaba a componer sus propios temas. Tal como expresa el músico Jaime Altozano, Kanno “quería algo que le agitara el alma y le hiciera hervir la sangre y perder la cabeza. Años después, ese anhelo se convertiría en ‘Tank!’”. Kanno continúa: «Quería hacer música que me hiciera arder por dentro al tocarla. Me pasaba días transcribiendo música negra y me preguntaba cómo es que negros y blancos tocan las mismas baterías y les suena distinto. Así que me fui de costa a costa de Estados Unidos en un autobús, durmiendo en el bus, porque no tenía dinero para hoteles, yendo de Los Angeles a Nueva Orleans, caminando por las calles y bares de cada ciudad para escuchar a los músicos que había por ahí. Me fui dando cuenta que cuanto más me iba al este, o sea, hacia Nueva Orleans, los ritmos eran cada vez más fuertes. Veía a chicos de instituto hacer ritmos increíbles con un solo tambor por la calle y aunque cogí toda la inspiración
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que pude, estuve un tiempo frustrada con que no era capaz de tocar con los mismos ritmos y la misma gracia que los músicos que había visto por ahí; pero que, finalmente, acabé aceptando que mi estilo no estaba tampoco mal.» The Real Folk Blues Es toda esta mezcla de elementos narrativos, visuales y musicales la que dota a las escenas de este anime de una originalidad y un mensaje únicos. En el primer capítulo, por ejemplo, el fugitivo Asimov es un vendedor de droga que desea huir con su novia del asteroide Tijuana en busca de una vida menos violenta. En este, como en casi todos los episodios, la presa morirá, los protagonistas no podrán cazar a nadie ni cobrar recompensa alguna. Cuando Spike, a mitad del capítulo, intercepta a la pareja, les pide que huyan, no porque se apiade sino porque se ve reflejado en ellos. Al final, los fugitivos son acorralados por Spike y la policía. Entonces la novia decide matar a Asimov, consumido por la misma droga que trafican, y ella misma muere acribillada por las balas de las naves patrulla, flotando en el espacio. La serie parece decirnos desde el principio que ese será el destino de los que se empeñan en soñar. Escenas extrañas como ésta, hermosas en su estética pero desoladoras en su simbolismo, se repiten a lo largo de la serie, desde Faye robando la comida del perro al hallar un refrigerador vacío, hasta un capítulo en el que tendrán que cazar a una criatura que ha invadido su nave. Otras escenas, como la del parque de diversiones o la del anciano en el cuerpo de un niño, nos presentarán a rivales endurecidos, parias solitarios devorados por sus circunstancias y orillados a forjarse una moral a modo en un universo despiadado cuyos engranajes funcionan siempre en contra de ellos y de los mismos protagonistas. En la que es, quizá, la secuencia más emotiva de toda la serie, Ed es abandonada por su padre nuevamente, quien sólo está interesado en cazar y documentar los innumerables meteoritos que caen a la Tierra. Al mismo tiempo, Faye ha recuperado su memoria y encuentra el terreno, devastado hasta la última piedra, donde alguna vez estuvo la casa
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de su infancia; ella marca el lugar de su cama en la tierra y se recuesta. En el Bebop, Jet hierve una canasta de huevos y los coloca en cuatro platos. Ed regala un rehilete a Spike y abandona la nave en compañía del perro Ein. Spike y Jet se sientan en la mesa de la sala, comienzan a comer sus huevos y, cuando han acabado, llenos de una furia silenciosa, comienzan a devorar los de los platos contiguos. A la par de todo esto, se escucha la canción “Call me, call me”, interpretada por Steve Conte. Luego el capítulo termina. Durante toda la serie, las historias de los personajes se han dosificado mediante breves flashbacks que, en el capítulo 26, llegan a su clímax. Jet y Spike finalmente logran abrirse el uno con el otro porque saben que es el final, que la amistad ha llegado a su fin. El arco de Faye, que tuvo que ver con hallar un lugar al cual pertenecer, termina abruptamente; al final también ha perdido eso pues, cuando recupera sus recuerdos, ella sabe que no tiene otro lugar al cual volver más que al Bebop. Ella quiere un hogar, un futuro con Spike, pero él, dispuesto a terminar con su enemigo, se va, se convierte en otra cicatriz. Un tema recurrente de cualquier western, según Peter French, es el del muerto en vida, el muerto que camina, huye o cabalga. No es casual que en los westerns clásicos los héroes y villanos sean retratados como sobrevivientes de la guerra civil del lado confederado, del lado perdedor. Derrotados, viven de forma romántica con la muerte y la brutalidad como un deber que deben cumplir. Spike, de quien nos revelan que posee un ojo cibernético, vive con uno de sus ojos en el pasado, como si su vida no fuera más que un sueño. Y entonces ya no sabe él mismo si es un hombre del pasado soñando con el futuro, o un hombre del presente que añora el pasado; y aun teniendo la posibilidad de ser feliz frente a él, se niega a ella. Lo único que le queda es ir por su última presa, su antiguo amigo, para vengar la muerte de su amada y poner fin a todo. Finalmente, esta historia, estos personajes y esta música nos hablan siempre sobre el desafío que nos impone el pasado, sobre la importancia que tienen los pequeños momentos como vehículos de comprensión y salvación del propio ser ante el estancamiento y el dolor. Y ese podría ser, quizá, su más importante legado. ¬
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Gráfica / Fotografía
Series: “Tránsito”, “En la ciudad gris” y “El tren más lento del mundo” (2021) Danilo Oliva Mura
Tránsito n el silencio de la pequeña existencia constante. En las huellas difusas entre el descenso, sin ascenso, como si apenas estos símbolos lejanos, se nos hicieran conocidos. Seres esfumándose entre la luz y la sombra. Obscuro, imperceptible y distante, busco la visión que me niega el horizonte. Túneles guían el paralelo desplazamiento sobre los rieles que nunca se acercan. En el alma se siente un vacío dejado por la niebla, como en el impreciso camino de aquellos días. Un sitio detenido en el tiempo en el cual la transparencia se hace inmóvil. Quizá sea tan sólo el obscuro tránsito de un ser que imagina en blanco y negro el lejano paisaje de este bosque inerte. Tránsito son imágenes que fueron tomadas como símbolos, revelaciones de nuestra sociedad. El desplazamiento de los cuerpos desintegrándose en los estrechos y obscuros espacios del Metro de Valparaíso se convierte después de un tiempo en la evidencia más clara y a la vez sombría de nuestro propio desplazamiento. La falta de luz y oxígeno termina por aislar a las personas de su entorno y deja entre paréntesis los límites de este trabajo, que trata de reflejar una realidad sombría, de humanos perdidos en nuestra propia humanidad. Estas imágenes demuestran, además, que el tiempo con sus infinitos pliegues, nos hace transitar entre la luz y la obscuridad, no sin antes hacernos seres transparentes ante nuestra ausencia de recuerdos.
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En la ciudad gris Despierto, me levanto y salgo. Veo la calle, la gente y los autos. Parezco y soy un verdadero extraño observado por la gente y atascado en esta ciudad gris, más que algunas otras grises. Me sumerjo en angostos pasajes, siento gritos y miradas que vienen desde todas las esquinas. Las ma42
nos me tiemblan, y al fin de todo, sólo yo y mi cámara. Queriendo poder plasmar la ciudad y sus seres, sigo por el camino desconocido. Tengo la extraña misión de mostrar lo visto, desde mis ojos hacia otros ojos. Al finalizar la jornada, me pregunto el porqué… Y creo que estas imágenes, también grises, reflejan sin duda alguna mi propio rostro frente al espejo. Son imágenes que fueron tomadas en un viaje realizado a Lima, Perú. El desplazamiento a través de estrechos y desconocidos espacios de la ciudad se convierte en el escenario perfecto para poder plasmar, en este caso, a la gente y su ir y venir. El tren más lento del mundo Esta serie trata la historia de Jorge, heredero del capitán, quien por distintas circunstancias viaja a bordo de un tren, sin tiempo, sin prisa, pero con incansables sueños. Un día como cualquier otro, me invita a su espacio y me cuenta sus batallas, sus amores, sus tristezas. El sonido de los trenes llega desde otro tiempo, acompañando otro mar y otros recuerdos. Un par de tazas volteadas sobre los platillos me hacen pensar en una espera larga y melancólica. Las fotografías aparecen como fantasmas en las viejas paredes, con imágenes fantasmas de marineros y fugaces reencuentros. Qué soledad más hermosa la del maquinista de tan notable locomotora y qué tormento, pues en sus sueños más escondidos, no pierde la esperanza de volver a guiar su tren, por los oxidados rieles, en su amado puerto. La luz del mar al atardecer entra por las ventanas de tan inmóvil espacio, para recordarme que debo bajar en la siguiente estación… Esta serie fue realizada en Valparaíso. Su propósito es dar a conocer la vida de una de las personas que habita en un pequeño vagón de tren, ubicado en el famoso Paseo Wheelwright, en la ciudad puerto. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 4. (2021).
▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 6. (2021).
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▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 8. (2021).
▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 9. (2021).
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Narrativa / Relato
Hombre en sueños Jeannette Realpe Castillo
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e perdido mi trabajo. He perdido, también, al hombre que me amaba. Me acompañan las deudas, una renta que pagar y medios para alimentarme y vivir. Al inicio logré mantener la presión a raya. Un horario escrito en una libreta. Uno que cumplo en un cincuenta por ciento, si acaso. El psicólogo opina que me ayuda a mantener la rutina, a darme un sentido de orden en donde éste no existe. Planeo una sesión de ejercicios diaria que inicia a las siete y treinta. Para entonces, se supone que la cama debería estar tendida, mi cara lavada, hidratada y con bloqueador. Lo uso para que la luz de la pantalla de mi PC no pigmente mi piel, porque ya casi no recibo el sol. Salgo cada tres semanas para hacer compras y ya siento debilidad corporal por falta de vitamina D. Si mi descenso de peso continúa galopante, pronto pareceré desnutrida. Mi alimentación tiene pocos carbohidratos y muchas verduras. Me confiere una sensación de autocuidado. Quizás la única. Solía hacer ejercicio con religiosa puntualidad, por la misma razón. Pronto pasé de éste. Mi cerebro ya no colabora en este tipo de asuntos. Dejé de meditar hace semanas. Pero cocino, como y veo tres capítulos de mi serie favorita al mismo tiempo. Es importante que mantenga el ritmo. Pero no puedo ser fiel a rito alguno ni a mi libreta de apuntes todo el día. Ésta parece ser el ancla a este mundo. Pero no quiero habitar este mundo. Al menos, no una parte de mí. El día en que olvidé redactar mi horario, apareció. Padezco de adicciones estúpidas, creo que olvidé decirlo. Me he enganchado con facilidad al Cola-Cao de fresa, a las gomitas de tiburón y a la música. La música fue el detonante. Lo hago desde niña, escucharla por horas, repetirla hasta el cansancio para lidiar con la presión, con mi tendencia al underachievement, a la procrastinación. El día en que ese hombre apareció vestía de traje. Dijo que necesitaba verme, arreglar las cosas entre los dos. Su REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
aspecto lo calqué de una celebrity para que pareciera interesante. Me nutrí de sus fotografías, que se cuentan por miles en las redes, de sus videos, de sus entrevistas. Tomó forma como algún prometido ausente, que me había dejado hace catorce años para casarse con otra. Me dijo que me sacaría del hoyo en el que me hallaba, como si yo necesitase de su salvación. Tal vez así era, pero me negué. Él podía resolver mis problemas, sólo tenía que darle una señal. Una luz verde. Yo no estaba segura, se había ido hacía tanto. Le pedí retirarse antes de que llegara nuestro hijo. Sí, me inventé un hijo. Al principio, no aparecía en las mañanas. Me permitía conciliar el sueño hasta las ocho. A esa hora preparaba el desayuno, me vestía, me disponía a trabajar. Digo trabajar a falta de una palabra mejor. En realidad, buscaba empleo, y de mala gana. A la una preparaba el almuerzo y la tregua duraba hasta las tres. Luego, el trabajo de nuevo. El hombre aparecía a las siete cuando la tentación por la música, nuestro leitmotiv, entraba en escena. Podía imaginarlo sentado en el banco de la cocina, mientras conversábamos, mientras intentaba acercar su mano a la mía y yo la esquivaba. Me entretenía pensar en que no le permitía tocarme ni posarse a menos de un metro de distancia. Me gustaba hacerme la dura. Desaparecía en las noches. Me permitía leer, incluso escribir o dormir. Pero, al despertar un día, lo imaginé a mi lado. Nos abrazamos. Nunca más volví a levantarme temprano. Enseguida tomó confianza. Se colaba en mis rutinas. Al inicio por minutos: diez, veinte, quince más, cuarenta y cinco. Una hora. Sin querer me vi trabajando a las once, a las once y media. Nos gustaba pensarnos —ahora hablo en plural— en medio de un corro, en casa de una amiga. Me entretenía imaginar que nos mimábamos, que él me mimaba. Que mis amigas envidiaban nuestra relación y admiraban la belleza de mi hijo. Ahora ese hombre es mi 45
esposo, ahora él me cuida. Me obliga a comer porque estoy flaca. Yo me rehúso, él se molesta. Al llegar a casa sale del auto más rápido que yo, abre mi puerta y me saca del brazo con violencia. Me lleva a la sala, me acomoda en su regazo boca abajo, me levanta la falda y me propina tres nalgadas: una por hacerle un desaire en público, dos por desobedecerle, tres para que aprenda a comportarme. Lloro, pataleo, no me puedo levantar. Luego, me lleva del brazo, amoratado ya por la fuerza, hasta nuestra habitación. Esta vez me sienta en sus piernas, me consuela, me limpia los mocos con sus dedos. Hace lo mismo con mis lágrimas. Me dice que es sólo un juego, que no es para tanto, que me tranquilice. Yo me calmo. Si es un juego, entonces vale calmarse. Pero no lo parece. Así perdí todo un día. Hago esfuerzos para levantarme en las mañanas, a las siete. En ocasiones él me lo permite. Juego a que tiene que ir al trabajo, a que le preparo el desayuno. Ésa es mi estrategia para dejarlo que se vaya, para poder concentrarme y escribir, buscarme la vida, pagar las cuentas, tomarme un baño, hacer la cama, cualquier cosa que me ofrezca una ligera sensación de logro. Un momento, ¿por qué tengo que preocuparme por dinero? Él es millonario, yo lo pensé así. ¿Por qué seguimos en este departamento abyecto? Podría imaginar uno mejor, a la altura de nuestras posibilidades. En mis fantasías, la seguridad económica es importante, fundamental. Es el signo inequívoco de que estoy bastante jodida. Ahora vivimos en un departamento adecuado a nuestra condición. Ahora podrá nalguearme con estilo. Y hacerme todo lo que él quiera, si le place. Esa noche hicimos un trato: en la vida real tengo licencia para hacer lo me dé la gana, pero en la noche (y en la cama) le obedeceré. Si te portas como una niña buena, no te dejaré caer, me dijo. Yo estuve de acuerdo. Así vivimos un tiempo, hasta que se le ocurrió abrir la relación. No tengo idea de dónde saqué eso. Supongo que de algún grupo de freelove en Facebook. Tampoco entiendo por qué me empeño en enturbiar mis propias imaginaciones, en eclipsar la dopamina necesaria para resistir, un día más, las deudas por pagar y la refrigeradora famélica. Pero se hizo. Tuve que aceptar. Era eso o perderle. Y yo no deseo perderle. Cada día me invento formas más creativas para dilatar
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una salida al supermercado. Desayunos ínfimos o de plano inexistentes, almuerzos frugales, ninguna merienda. Él me prefiere delgada, me digo, pero me engaño. La ropa por lavar se apila en la canasta, las cebollas se enmohecen, las zanahorias se marchitan. El congelador se llena de escarcha. Me prometo que descongelaré la heladera. Sé que eso no ocurrirá. Mi hijo lo descubrió con una tipa de Europa del Este en un bistró al que fue con sus amigos. Mi hijo va a bistrós porque puede. Porque yo lo diseñé así. Le armó una escenita, quiso golpear a su papá. Mi hijo me lo contó todo. Yo fingí sorpresa e indignación. Es una puta, me dijo. ¿Cómo lo sabes? Porque mis amigos las contratan. En nuestro acuerdo no estaba considerado el recurrir a la prostitución. Tampoco que mi hijo tuviera ese tipo de amistades. Esa tarde tuvimos una discusión seria. Pruebas de ETS para todos. ¡Qué vergüenza! ¿Por qué me hago esto? No he salido del departamento en tres semanas. Es imposible posponer las compras que fueron quincenales y ahora son mensuales. Tengo que ahorrar, me digo, para encubrir mi incapacidad de enfrentar el desempleo, la luz solar, el smog, el trato con los demás. Necesito pagar el arriendo, comprar el desayuno, implementos de limpieza, el mercado en general. Planeo un sólo día para el efecto: tirar la basura, regresar por la ropa para enviarla a la lavandería, retirar dinero del cajero automático, pagar la renta, hacer las compras, regresar en taxi, pagar el taxi, subir las bolsas en tres tiempos. Encerrarme, de nuevo, en casa, para jugar a él, a ellos, a la familia disfuncional. Todo lo anterior se hace. No me he echado tanto a perder, después de todo. Todavía hay esperanza. El psicólogo dice que puedo escoger, que se trata de mi decisión: ¿es ése un comportamiento funcional para mí?, ¿contribuye o no con mi supervivencia? Hace semanas que dejé de hacerme esas preguntas. Hace semanas que abandoné las sesiones. Me es imposible costearlas. Mi marido dice que podemos salir juntos de ésta, que debemos hacer terapia familiar, que él conoce a una excelente profesional. Yo me niego. No asistiré a una consulta imaginaria. He dejado de levantarme de la cama, ¿para qué?, aquí tengo todo lo que necesito: su calor, mi música, mi teléfono celular. Dejé de contestar llamadas, pronto dejarán de sonar. Nada importante, sólo cobranzas y finanzas. Nadie
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▶ Danilo Oliva Mura. Tránsito 2. FOTOGRAFÍA (2021).
a quien en realidad desee atender. A las personas como yo no deberían ofrecer tarjetas de crédito, les hago un favor al no contestar. Podría oler la basura que se añeja en el tacho de la cocina, si tan sólo cocinara. No recuerdo si me alimento. Sólo sé mirar hacia él, pero no lo veo, no lo tengo frente a mí, sino adentro. Y mis ojos no miran en esa dirección. Mi hijo se ha ido a estudiar al extranjero. Al fin tenemos el departamento para los dos. Al fin no tengo por qué reprimirme. Al fin la cama truena, al fin hago ruido. Al fin le pido más. Buena chica, me susurra al oído. • Él se ha ido. No lo encuentro por ninguna parte. En la mañana me cortaron la luz. Fue la casera, sin duda. Quiere que me largue. Sin energía eléctrica no hay internet, sin internet no hay música. Y sin música… Tal vez sea el moREVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
mento para levantarme y tomar una ducha (de agua fría) para lavar los trastes (¿cuáles trastes). Para pedir ayuda a mamá. Se acumulan el polvo y las deudas en la misma esquina. El agua estancada de polillas muertas en mi taza de la suerte ha marcado el período de mi último episodio. Cuatro o cinco días, cálculo aproximado. Mis riñones lloran agua de la llave. Timbra el celular. Contesto por defecto. Tienes que comer. ¿Quién habla? No te me hagas la tonta. Hago silencio. Baja, el del delivery te espera. ¿Qué cosa? Te has portado bien, nena. Me quito las chanclas y me pongo el calzado, mi barbijo, mis gafas oscuras para ocultar la mirada roja. No tengo dinero, le digo al muchacho que me entrega una bolsa de plástico humedecida en alcohol. No se preocupe, señora, me contesta. Su esposo ya pagó la cuenta. ¬ 47
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Narrativa / Relato
Sobrevivientes Juan Pablo Goñi Capurro
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l señor Cathridge no volvería a quejarse por su servicio; la cabeza estaba a medio metro de su traje azul. Tom Keegan no la despediría; si no había comunicado la decisión al gerente, podría continuar trabajando cuando limpiaran el estropicio. Difícil echar a alguien con el corazón arrancado. A la remilgada señora Martinson se le veía la bombacha negra de encaje. Vuelta la falda de revés, no estaba en condiciones de preocuparse por el espectáculo que brindaba, con el tajo en el cuello que ya había dejado de sangrar. Al pie de la barra, como no podía ser de otra forma, la inconfundible chomba a cuadros del señor Rufus, cual tablero de ajedrez; su cabeza andaría bajo un mantel. Se permitió acariciar las mejillas arreboladas de Jim Hackman. Lamentaría la ausencia de sus espléndidas propinas, tanto como sufriría el hacendado la ausencia de su torso, de poder hacerlo. Bajo el shock, Marina Grossman continuó haciendo comentarios de humor negro, pisando con cuidado; quería estar inmaculada para el arribo del gerente general. Vendría, esa catástrofe no podía solucionarse sin su presencia. Marina terminó el giro por el salón. Estaba de nuevo ante Tom Keegan, el odioso encargado que no le perdonaba el rechazo de sus propuestas. Le vinieron ganas de escupirlo, a él y a Cathridge. La queja del seboso banquero provocó que el desairado mánager la hiciera ir al sótano. Rio en el macabro silencio. Un beso debería darle, no un salivazo. Le debía la vida, la puso a salvo con su decisión de despedirla de inmediato. En la húmeda bodega oyó lo que primero le sonó a gran algarabía. Se le ocurrió que, para satisfacer la necesidad de venganza del señor Cathridge, Keegan había organizado una orgía con las otras camareras. En su enfado, allá abajo no había pensado en la señora Martison ni en Sara Viggs, a la sazón quebrada en dos sobre la mesa de fiambres; nunca se organizaría una fiesta sexual delante de ellas. Unos quince minutos le tomó darse cuenta de que los gritos eran de verdad. Los cristales rotos, los aullidos 48
de los hombres, los ruidos de caídas la hicieron encogerse entre los tintos. Keegan no bajaría a darle la liquidación final, reconoció su voz entre los alaridos. Esperó no menos de media hora hasta subir, contando desde el inicio del silencio. El horror la anestesió. Sonrió cuando vio el primer cadáver, el de Cathridge, dando inicio al giro que acababa de finalizar. El impulso de la carcajada inicial se extinguió pronto. Se preguntó por qué no acudía la policía; comprendió que no la habían llamado. Usó el teléfono del hotel. Habló con sobriedad y terminó solicitando que avisaran al gerente, ella no tenía el número. Cortó sin reparar en que hablaba con una máquina. Dejó el aparato sobre la barra, vio el desastre con otros ojos. Su cuerpo se fue volviendo pequeño, las rodillas se le doblaron, terminó sentada en la pegajosa tarima de madera donde pisaban los bartenders, cuando animaban el turno de noche. El impacto la paralizó. Ojos vidriosos, a la altura de los cajones vacíos de cerveza, boca abierta y mandíbula vencida, quedó deshecha como una novia abandonada en su boda, incapaz de entender el porqué. No concebía quiénes pudieran causar un estropicio así. Un sonido extraño la sacudió: Cascabeles. Asomó a la barra. Johnny, el excéntrico de la ciudad, con su gorro de Arlequín, la vio. Saltó la barra y la abrazó. Lloraron juntos. Marina se enteró que, en veinte cuadras recorridas, ella era la primera sobreviviente que el otro encontraba. Recordó las veces que lo había hecho salir del local, por órdenes de Johnny, porque la presencia del hombre de ropas harapientas dificultaba la digestión de los comensales. Un loco y una travesti, parecía una burla que fueran ellos quienes siguieran vivos. Johnny estaba encerrado en un armario, broma a la que lo sometían los policías cuando estaban aburridos. Oyó ruidos semejantes a los oídos por la moza, se quedó inmóvil. Esperó una hora hasta salir del mueble donde guardaban los elementos de limpieza de la comisaría. Muertos de todas clases: REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
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degollados, decapitados, corazones extraídos, miembros amputados. Mostró los zapatos ensangrentados, no había tenido el mismo cuidado que ella; Johnny no debía responder a gerentes, su único patrón era la voluntad de los transeúntes. Marina se preguntó si en el hotel no habría más sobrevivientes, escondidos en sus habitaciones. Johnny accedió a quitarse el gorro, los cascabeles revelaban su posición. Era calvo, fruto de un tratamiento contra el cáncer, explicó y encabezó la marcha. Pasaron por el lobby, media docena de cuerpos. Evitaron el ascensor. Martina se adelantó, conocía la antojadiza disposición de los cuartos en cada piso, su primer trabajo fue como mucama. Las quejas de las mujeres —aseguraban que se probaba sus ropas— la mudaron de puesto; por el cupo legal, no la despidieron. Se concentró en el presente. En cada planta enfrentaron el mismo espectáculo. Los huéspedes no habían resistido la curiosidad. Las puertas de las habitaciones ocupadas estaban abiertas, las destrozadas por los atacantes correspondían a cuartos vacíos. Los cadáveres se acumulaban en el pasillo. Esta vez, la moza no pudo salvar el brillo de sus zapatos. Ante la puerta de la terraza, dudaron. Ofrecía una hermosa panorámica de la ciudad, a la vez que podía exponerlos. Salieron, ambos estaban entrenados en el arte del ocultamiento; esconderse les era imprescindible para evitar la crueldad de los semejantes. En la terraza había una pileta, solárium, baños, vestidores, una pequeña barra. Martina condujo a su socio de aventuras hasta las barandas del primer mirador, ampa-
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rándose en columnas y desniveles. Respiraron con ganas, libres de la acritud de la sangre y un hedor indescifrable que atribuyeron a los atacantes. El panorama era desolador. No circulaban autos; los que vieron, estaban atravesados en las calles, empotrados unos con otros, o apretados contra columnas y frentes de casas. Salía humo de varios lugares, en las veredas vieron cuerpos desfigurados. Resistiendo las náuseas, abrazados para combatir los temblores, los desdichados recorrieron los cuatro miradores en silencio. Nada se movía, ni las hojas de los árboles. Ofreciendo poco blanco a unos posibles exploradores, escudriñaron el paisaje, mas no hubo forma de detectar a quienes habían efectuado la grotesca carnicería. Qué hacer, era el dilema. Marina se golpeó la frente; ¡los teléfonos! Pocos contactos que no fueran clientes de su antigua profesión estaban agendados en el suyo. Sólo un par de compañeras de esos tiempos, quizá durmieran todavía, se esperanzó. No tuvo respuestas. Tampoco de los números de emergencia, una vez finalizadas las frases grabadas en los contestadores. Johnny propuso ir hasta la comisaría; allí encontrarían números de otras ciudades a los que recurrir. Marina mejoró la idea, era más sencillo buscar en las computadoras del mismo hotel. Internet funcionaba. La esperanza se licuó pronto; ningún sitio estaba activo, las publicaciones más recientes en las redes databan de un par de horas. ¿Alguien sabe qué es ese griterío?, ¿qué está pasando?, ¿se han vuelto todos locos? Frases seguidas de nada. Marina se estremeció, Johnny le apoyó la mano en el hombro. Navegó hasta dar con ho-
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teles en otras ciudades. Al vigésimo llamado infructuoso, desistieron; ni en Europa obtuvieron respuestas. Las vías de contacto permanecían indemnes, faltaba quién las utilizara. Permanecer en el hotel les pareció lo mejor. Contaban con la bodega para urgencias, y con provisiones de sobra para meses. Primero debían quitar los cadáveres para evitar la putrefacción del interior. Establecido el punto, conjeturaron sobre la naturaleza de los atacantes antes de proceder a la limpieza. Los seres poseían garras, indudable por las heridas registradas. Se movían rápido y eran muchos, habían acabado con la ciudad y con muchas otras. Los desconcertaba la desaparición tras el ataque. Un contingente tan numeroso, no podía evaporarse. En teoría, tampoco hubieran podido aproximarse a tantos centros urbanos sin ser descubiertos, era difícil razonar con claridad rodeados de muerte. Sacar los cuerpos era riesgoso. Optaron por meterlos en la caldera encendida. En cuatro horas limpiaron la sala y la cocina. Tras calcinar cadáveres completos, trozos y cabezas, quitaron la sangre del piso. Se alimentaron calentando la comida del interrumpido almuerzo. Por los tragaluces, observaron la retirada del día. Ensimismados, tardaron en oír que sonaba el teléfono. Marina llegó antes. Un hombre con dificultades en el habla se comunicaba desde la costa. Le costó contarles que había escuchado el mensaje grabado en el contestador de su hotel. Había sobrevivido porque fue enviado a reunir la basura en el subsuelo. No escuchó el ataque, terminó la tarea y encontró el desastre, poco rato antes de llamarlos. Coordinaron horarios para próximas comunicaciones. Por mail, pasarían los teléfonos que les fueran contestando. Terminada la conversación, estimulados por el hallazgo, reemprendieron la tarea de buscar sobrevivientes. Para la medianoche habían conectado veinte personas en ciudades cercanas. Unos vivían en basurales, otros estaban relegados a tareas en lugares de difícil acceso, todos presentaban similar historial de desprecio. Las historias se asemejaban, ninguno había visto a los causantes del horror. Propusieron una reunión virtual para el mediodía siguiente; esperarían a ver qué sucedía durante la noche. Agotados, se acostaron en unas camas traídas de las habitaciones más cercanas, lejos del hedor de los pasillos. Johnny, a punto de dormirse, recordó las cámaras del hotel. Marina conocía dónde estaba el centro de control. Dudaron, inseguros de querer ver la carnicería. La razón se impuso,
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cuanto más supieran del enemigo, más herramientas tendrían para burlarlos. Luego de quitar los cuerpos de los dos guardias, se sentaron frente a los monitores. Demoraron hasta entender cómo retroceder las filmaciones a la hora del ataque. Johnny se persignó. Marina pulsó play. Muerte en blanco y negro, corridas, aullidos, objetos que volaban. Ningún invasor. La cabeza del señor Cathridge fue arrancada por una garra invisible, igual que el corazón de Tom Keegan. Idénticos resultados arrojaron las imágenes de los pasillos y del lobby. Los asesinos no salían en las imágenes. Marina y Johnny, estupefactos, asumieron que no existía defensa contra ellos. Tenían una sola oportunidad: considerar acabado el trabajo y no regresar. Con esa tibia esperanza, volvieron a meterse entre las sábanas. Los días se sucedieron sin novedades. Las reuniones sumaron más desclasados a las filas. Coordinaron reunirse en una misma localidad, limpiarla e instalarse allí. Eran más de doscientos cuando se vieron las caras en la ciudad costera del hombre con problemas de dicción. Ocuparon tres hoteles, sanearon las calles, reunieron provisiones. Al principio, decidían en asambleas. Luego nombraron delegados para ser más rápidos. Hubo algunos roces, pero se instaló una comisión de cinco miembros. Dividieron las tareas para sostener la ciudad en marcha. Los roces se convirtieron en discusiones ásperas. Un grupo de skinheads —rescatados de las celdas de castigo de una prisión cercana— impuso sus ideas: escogieron mujeres como parejas, se instalaron en las mejores casas y dieron órdenes al resto. Pronto se impusieron jerarquías, y se dividieron las zonas a habitar. Marina y Johnny fueron a dar a un hospedaje alejado junto a dos mujeres con problemas motrices y un hombre cuya perturbación lo hundía en pozos de depresión. El lugar estaba sucio, nadie los ayudó a ponerlo en condiciones. Cada día debían recorrer diez kilómetros para recibir raciones mínimas de alimento, a cambio estaban obligados a limpiar las casas de los jerarcas, cuyas mujeres se encargaban de fustigarlos hasta que todo brillara. Cuando se produjo el siguiente ataque, Marina, Johnny y su amigo de palabra difícil, se encontraban en las cloacas quitando los desperdicios que las atascaban. Al salir al sol y toparse con la nueva masacre, decidieron que esta vez procurarían no contactar con otros sobrevivientes. ¬
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Narrativa / Relato
Comegente Rogelio Silva
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l médico le pide que explique cómo empezó todo. Muy bien, verá, es difícil saberlo. El prisionero exige que le den algo de comer. Cualquiera de los alimentos que el médico tiene a su lado, apilados en un carrito de servicio. Con un tenedor acerca a la boca del prisionero un trozo de carne. Los guardias le advierten que tenga cuidado. El prisionero devora el trozo de un bocado y casi sin masticarlo. Después se limpia la boca con el hombro y eructa. Mamá decía que desde bebé fui muy voraz; le dejaba las tetas secas y maltratadas, casi al punto de hacerlas sangrar. Pero creo que tenía doce años cuando comenzó el hormigueo. Justo aquí, debajo del esternón, así se llama ¿no? Bueno, era la sensación que uno tiene por las mañanas, cuando ya lleva rato despierto y no ha probado alimento. Ese cosquilleo al principio apenas y lo percibía. Lo calmaba comiendo granos de maíz o cualquier tipo de semillas. Las guardaba en mis bolsillos. Cada vez que sentía el cosquilleo, me echaba un puño a la boca. Luego cargué con cosas más provechosas, porque las semillas no hacían diferencia alguna en mi apetito. Comía menudencias que me vendían los carniceros, piezas de pan duro y galletas de sémola. Pero a las pocas horas de trabajo ya no tenía nada qué comer en mi bolsa. Robaba los almuerzos de mis compañeros y ésa fue la razón de que me corrieran de la escuela y de cada trabajo en el que estuve. El último fue en la fábrica de ladrillos. El capataz me echó al descubrir que pasaba largo rato escondido detrás de los hornos. Ahí me agazapaba para devorar pegotes de adobe húmedo. Me dio igual estar vetado de todos los trabajos en el valle, usted sabe, los que más laboran son los que menos tienen para comer. Se podría decir que llegó el punto en que me dediqué única y exclusivamente a saciar mi apetito. Ése es mi verdadero oficio. Era tanta mi ansiedad que para mí daba lo mismo si la comida tenía o no apariencia de ser comestible. Daba igual REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
si las frutas estaban podridas o todavía muy verdes. En las huertas del valle ya me tenían fichado. ¿Ve esta cicatriz de aquí? Un campesino me dio un machetazo al encontrarme entre sus sembradíos. Si él no me hubiera descubierto, habría devorado más que esas siete docenas de elotes. Dijo que era la comida de todo un mes para su familia, pero para mí fue sólo la merienda. Por favor, deme más carne, ese pedazo fue un insulto, deme por lo menos una pieza entera. Gracias. Le cuento. Mi madre decía que era un egoísta, que no pensaba en mis hermanos y mi voracidad los dejaba sin comer. Es cierto, yo no era el único hambriento en mi casa y tampoco en el valle, ahí todos traen las tripas vacías. Pero apuesto a que ninguno carga la sensación de un ayuno perpetuo, un pozo sin fondo en el estómago. Mi madre me tenía la cabeza y el lomo zanjados a garrotazos. Me corría de la cocina como a los puercos. A veces me aferraba a la olla de frijoles como a un tesoro, bebía hasta la última gota del caldo, como náufrago sediento o peregrino del desierto. No me importaba quemarme el hocico. Un día mi padre me corrió a patadas como a un perro. Mamá estuvo de acuerdo. Pero de vez en cuando yo pasaba por ahí y ella, al verme andrajoso como un salvaje, hurgando entre la basura, me extendía bolsas con sobras de guiso, tortillas duras, y cáscaras de frutas. Era de lo único que podía prescindir y yo se lo agradecía profundamente. El cosquilleo se convirtió en una quemazón en la boca de mi estómago. Sabe, era una llamarada en la que cualquier cosa se consumía con rapidez. Llegué a comer periódico, yerbas malas, moscas y cucarachas. Al valle poco podía acercarme, apenas y la gente me divisaba, hacía llover piedras sobre mi lomo. Los granjeros me veían como a un zorro que robaba sus gallinas o sus huevos. Tengo la cicatriz en mi hombro de los perdigones. Aprendí a la mala a no cruzarme por ahí, por lo menos en horas diurnas. 51
▶ Danilo Oliva Mura. Tránsito 1.
¿Qué cuándo me di cuenta de que esto se me estaba yendo de las manos? Pues fácil, fue el día en que comencé a comer animales vivos. Y no me refiero a bichos, sino a gallinas, gatos y perros. La primera vez lo hice de manera impulsiva. Un grupo de personas se acercó a mí mientras chupaba el musgo de las piedras. Creí que iban a golpearme y me cubrí la cabeza con las manos. Pero uno de los hombres dijo que no me harían daño. La gente que lo acompañaba tenía pinta de no ser del valle. Me miraban con curiosidad y lástima. El hombre sacó un pollito vivo de su morral. Dijo que si lo comía entero me regalaba una calabaza. Sabe usted, casi se lo arrebaté de las manos. Un ser vivo tan pequeño lo habría devorado de un bocado, ya antes había comido ratas muertas en un parpadeo. Pero al ver la atención de esa gente, sentí rabia, un resentimiento que me hacía avivar el fuego de mis entrañas. Puse el animal entre mis dientes y lo mastiqué como si fuera chicle. Piaba como lloran los inocentes, cada vez más fuerte, cada vez más desesperado. Desgarré sus patas e hice crujir sus tiernos huesitos. Dejé que la sangre escurriera por mi boca hasta el cuello, que goteara en hilillos hasta el suelo. La chusma gritó horrorizada y algunos vomitaron ahí mismo. Al instante me incliné a sus pies y lamí el vómito del suelo. Huyeron como huirían de la peste. El sabor de la carne
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FOTOGRAFÍA (2021). fresca y palpitante me dio vida. En algún momento creí que la escasez acabaría conmigo, que mi propio estómago iba a devorarme de adentro hacia afuera, pero con el descubrimiento de la carne viva, algo en mí se activó, la certeza de que en mi cuerpo residía algo superior a mí, un bicho insaciable que me obligaba a satisfacerlo. Es fácil hacer trampas para perros y para gatos. En el valle, después de mí, son los seres más hambrientos. Cualquier migaja ofrecida es un manjar para ellos. Se resistían, claro que lo hacían, pero la práctica diaria me hizo experto en someterlos, sobre todo a los gatos, ellos luchan más que los perros, son remolinos de navajas. He visto cómo las aves carroñeras devoran los cadáveres de las reses, hacen a un lado el pellejo y picotean la carne y las entrañas. Dejan el cuero y los huesos como testigos. En mi caso eso no sucede. Yo devoro como los lagartos. No me molesta la sensación de los pelos en la garganta y mis dientes son tan fuertes como los de los cerdos. Sí, ya sé que está esperando a que le diga por qué hice lo que hice. Pero antes deme otro pedazo de carne, uno grande, no se preocupe de que vaya a atragantarme. Es que usted no sabe lo que es cargar en las entrañas con un bicho de este tipo, un demonio que le controla, que no deja que sus pensamientos sean otros más que: come, come, come.
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Y este bicho pide sangre tibia. Siempre la ha pedido, pero antes podía luchar contra él. Ahora es imposible, me corroe por dentro, suelta una hiel que sube hasta mi boca, me llena de eructos ácidos como el vinagre. Lo noté cuando todavía vivía en casa de mis padres, con mis hermanos y mis hermanas. Pasé la noche en vela con los ojos pelones, la luz de la luna entraba por la ventana desnuda, iluminaba el muslo izquierdo de mi hermanita menor. Se veía tan suculento: blanco, palpitante de vida. Salivaba como perro, las encías me cosquilleaban con ansia de mordida. No sé cómo pude contenerme, quizás era el miedo a las golpizas de mi padre. Después ni el miedo pudo conmigo, sabía que contaba con la protección del bicho, él me movía, se hacía cargo de conducirme sigiloso entre callejones y barrancas, de pasar desapercibido, ser una sombra, un fantasma. De esa manera entré en las casas, mientras todos dormían. Los perros no anunciaban el peligro, ya los había devorado a todos, ninguno quedaba en el valle. Empecé con los niños porque era lo más fácil, bastaba apretarles muy bien la boca y cargar con ellos por las ventanas. Si me pregunta por qué tenía que ser así, devorarlos de esa manera, no podría contestarlo, tendría que hacerle la pregunta al bicho que vive en mis entrañas. Es él quien me hizo comer tantos niños vivos, dedo por dedo, miembro por miembro. Supongo que se nutre del sufrimiento, que sacia su sed con gritos y llantos. Usted me mira como si yo fuera un monstruo, algo peor, cree que inventé todo esto para decir que no es mi culpa. Yo sé que fueron mis acciones las que me trajeron aquí, no quiero ponerme la etiqueta de víctima, no. De cualquier forma, no voy a salir librado de ésta. Lo único que quiero dejar claro es que no puedo controlar el hambre, que ella es autónoma, no sé si posee conciencia, albedrío o razonamiento propio, pero pareciera que sí. Hasta hace un tiempo yo pensaba que ella nunca dormía, que siempre estaba alerta, con el ansia al límite de las exigencias. Pero hubo una noche, mientras escarbaba en el fango para comer lombrices, escarabajos y el lodo mismo, que comencé a sentir un descenso del apetito. Por primera vez, desde que tengo memoria, el incendio del estómago se apaciguó. Abandoné el pantanal para recostarme sobre la hierba, me sentía cansado, sin ánimo de nada. Me invadía una tristeza nunca antes sentida. Por primera vez pude reflexionar so-
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bre mi existencia, el hambre no se interponía en mis pensamientos. Me supe solo, rechazado y sin un propósito en la vida más que comer y defecar. Me di cuenta de que ni siquiera poseía la vida de un animal. Vivía a la intemperie, pero no tenía pareja, ni un solo amigo, hijos a quien proteger y proveer. Extrañé a mi madre y a mis hermanos, sentí el completo abandono y que nunca podría regresar a casa. Si así lo hubiera hecho, me habrían visto como a un muerto salido de la sepultura, un cáncer que regresaba para acabar con todo. Esos pensamientos duraron horas, fueron un verdadero martirio. Pensé en acabar con mi vida, tirarme al barranco más profundo. Pero no pude, la verdad es que esa opción siempre estuvo vetada por mis instintos o los instintos del bicho. Tuve que rogarle para que despertara, para que inundara mi cuerpo con el hambre y disipara mis pensamientos. Y lo hizo. Estoy convencido de que todo fue una artimaña para convencerme de que sin él no soy más que un despojo. Entonces el ansia llegó con más fuerza, las llamaradas del incendio salían de mi boca en forma de babas calientes. Me dirigí al valle a toda velocidad, enloquecido. Entré en la primera casa y lo demás es historia. Sí, los comí a todos, a los nueve de que se me acusa, mi estómago fue su sepultura. Si pregunta por los restos, no quedó ninguno. Y sí, ya sé que usted no lo cree, que ya me revisó de pies a cabeza y dice que no hay nada anormal conmigo. Pero ya mañana me analizará por dentro, es eso lo único que quiere ¿verdad? Hurgar entre mis tripas y encontrar respuestas. Ahora pregunta sobre mi educación. ¿De dónde la obtuve? No lo sé, todo el tiempo estuve ocupado buscando qué comer como para leer un libro. Tendría que preguntarle al bicho, es él quien tiene el control. Ahora que le he contado todo le ruego que me deje terminar mi última cena. Es lo menos para un condenado a muerte. Al día siguiente una muchedumbre se reúne en la plaza. Vienen de todo el valle. Arriba de la tarima el verdugo ajusta la soga al cuello del prisionero. La gente insulta y lanza piedras que se estrellan contra su cuerpo, pero el prisionero no se inmuta. Entre la multitud se encuentra su familia, todos miran de reojo, con una mezcla de aversión y vergüenza. La tabla bajo sus pies cae y su cuerpo tensa la soga. Ni siquiera patalea, muere al instante con el cuello roto. La multitud festeja. A los pocos minutos, cuando la gente comienza a abandonar la plaza, el vientre del colgado convulsiona con violencia. ¬
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Narrativa / Relato
En mi cabeza Jorge Pérez
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ecorro las calles de la ciudad a la velocidad que me permite mi pierna derecha. En cada una soy deslumbrado por los colores fluorescentes de los negocios. Observo la salida de drones que cargan inmensos paquetes seguidos por sus amos. Volteo y en los carriles los carros circulan sin restricciones de velocidad, llevando personas a trabajos y tiendas que convierten toda pizca de felicidad en objetos que debes adquirir, no por gusto, sino por obligación. Deberíamos ingresar en alguna de las tiendas. Alzo la vista y el aire es recorrido por enjambres de aeropantallas en busca de aquellos que intentan ocultarse en los altos edificios sobrepoblados. Posiblemente encontremos el regalo para tu próximo aniversario. Camino lo más rápido que puedo esquivando los anuncios holográficos que se interponen en mi camino. Detente a verlo, es el martillo eléctrico que tanto habías buscado. Son contadas las personas que ahora usan las aceras para caminar, yo soy una de ellas. Avanzo de forma veloz ignorando a la voz que comparte mi cuerpo. La gente desconoce lo que tiene metido, la vocecilla también los acompaña, pero a diferencia mía, ellos la obedecen sin pensar: trabaja más, compra más, entra aquí, allá; la obedecen y son felices. Los que no lo hacen termina en las calles, escapando de la policía, viviendo en las cloacas, esperando el momento de ser llevados a las granjas en Marte, donde trabajan sin descanso gracias a las inyecciones energéticas que evitan el sueño, el cansancio y el hambre. Deja de caminar y regresa a tu hogar. Hasta que por fin mueren. Pero antes compra un paquete de soda. Continuo mi camino, cinco calles más. Antes no creía en nada de esto, solía reírme a carcajadas con mi familia 54
▶ Anónimo. Dōmo-kōmo, pergamino Bakemono Zukushi
(periodo Edo, circa s. XVIII-XIX).
y amigos cada vez que tocábamos el tema, pensaba en cómo era posible que alguien lo creyera. Cada locura que se le ocurre a la gente, ¿verdad?, pero qué tal ahora que lo vives en carne propia; o, mejor dicho, en mente propia. Ahora todo ha cambiado, debo llegar rápido. Vamos, detente y entra a alguna de las tiendas. Compra un bastón o una silla de ruedas. O mejor una aerocama. O mejor… REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
¡¿Pueden guardar silencio?!, Estoy harto de ustedes. Pero antes vayamos a comprar una nueva nevera para la cocina, recuerda que la última vez la estropeaste al intentar silenciarnos con tus métodos cavernícolas. ¡Nooo…! Iremos con ese médico. Una señora que camina a mi costado se me queda mirando. Le sonrió y le pide a su dron cambiar de acera. Voltea a verme y acelera el paso. Ya vez, la espantaste. Ha de pensar que estoy loco. Eso nos recuerda: debemos ir al cine a ver la última película de terror. Terror es lo que vivo cada día desde que me enteré de que viven en mí. Vivimos juntos desde tu tercer mes de gestación. No te hagas la víctima. Sigo caminando, faltan cuatro calles. Imagínate estar contigo desde hace 35 años y nunca poder charlar. Intento recordar lo que sucedió, pero desde mis días en el sanatorio mental sólo regresan fragmentos confusos del accidente. Ya te dijimos que debes comprar unos lentes o mejor una cámara. Unos niños me rebasan a empujones en sus tripatines mientras gritan burlas y ofensas. No te preocupes por ellos, ya no tardan en comenzar a trabajar. ¡Malditos críos!, como quisiera que se enteraran de lo que tienen metido en la cabeza para quitarles esa sonrisa. Un día despertarán, dejarán de jugar y buscarán la forma de producir bienes. Faltan tres calles. Ya no puedo seguir el paso, tengo que ir más despacio, mi pierna me ha comenzado a doler. Comienzo por cojear, pero con cada paso siento desde mi pie hasta la rodilla cómo el dolor se intensifica. Me detengo en la esquina y observo que las sombras de los edificios comienzan a bailar burlándose de mi condición. El enjambre de aeropantallas vuela encima de mí velozmente. ¿En qué momento se me ocurrió esto? Pronto se darán cuenta que he escapado. Las patrullas recorrerán cada calle buscándome y cuando me encuentren volverán a internarme. Y en caso de que no mejore
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me llevarán a Marte, como estipula el contrato de la empresa. Escucho la cancioncita de Refricola, la bebida azucarada más vendida en los “Planetas Organizados”. Observo el horizonte. Me parece que la calle se vuelve infinita. Continua el dolor en mi pierna, mis manos comienzan a sudar, siento el terror recorrer mi espalda y los recuerdos regresan. Yo soy… soy… soy trabajador de una fábrica de automóviles. Me apoyo contra uno de los escaparates para continuar mi camino. El responsable sale y me comienza a gritar mientras me muevo lentamente. Con los ojos hundidos en el horizonte, mi vista se nubla y observo el recuerdo de aquel día. Me observó levantándome de la cama para realizar mi jornada de 16 horas… Que te levantamos, querrás decir. Ten presente que sin nosotros no podrías sobrevivir esas largas jornadas diarias. Salgo de casa, tomó el camión y llegó temprano a la fábrica. Después… después… Después vino el accidente. Ibas entrando, silbando alegremente la misma cancioncita del comercial de Refricola. Por cierto, debes comprar una caja. El ruido de una patrulla me regresa al presente, acelero el paso a pesar del dolor en el pie. Saludabas a todos en tu camino cuando un bloque de motor te cayó en la cabeza. Camino mientras mi vista se me vuelve a nublar. Ahora pasa ante mis ojos el cuarto frío del hospital, mi reflejo con la cabeza vendada, el terrible dolor de cabeza, las pastillas para el dolor, la lesión en la vértebra. Da gracias de que no te moriste. El sonido de la patrulla se intensifica, camino más deprisa. Debo llegar a la esquina, debo evitar que me vean. ¿No quieres regresar al sanatorio?, era de los mejores. Acelero el paso lo más que puedo. Pronto volverías a ser una persona feliz en sociedad. La caída de una viga en una construcción me hace recordar mis primeras salidas después del accidente, mis reclamos por los precios en las tiendas, las discusiones con mi jefe por el exceso de trabajo, los pleitos con mi mujer por las compras interminables, las críticas de mis
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amigos por buscar hacer algo más que trabajar y comprar. Se acercan, vienen por ti. Todo regresa y comienza a taladrarme el cerebro. El sonido de la patrulla aumenta conforme se va acercando. Comienzo a temblar. El dolor de cabeza sobrepasa al del pie. Sigo caminando, buscando un sitio donde esconderme, pero el dolor no me deja pensar. Escucho a la patrulla a lado mío. Deja de pensar, sólo te haces daño. Siento con todo mi cuerpo el frío de la acera, hago la vista a un lado y observo una aeropantalla; el ruido proviene del anuncio de una patrulla de juguete. Vuelve a hacernos caso, deja que tomemos las decisiones por ti. Me siento en medio de la acera con lágrimas en los ojos. Vuelve a ser uno con la sociedad. Debería regresar a mi casa y dejar de pensar en cosas que no sean trabajo y compras. Así la sociedad ha logrado progresar. La aeropantalla no se aleja de mí lado, sigue pasando anuncios. Apaga el cerebro, déjanos tomar el control nuevamente. —No. Debo buscar a ese doctor. ¿Para qué? Sin nosotros volverían las preocupaciones, las deudas, la pobreza, las crisis económicas, la gente estaría infeliz como lo eres tú ahora. El dolor de cabeza no se detiene y se amplifica al igual que el sonido de la aeropantalla. Vuelve a ser feliz. Déjate de preocupar por problemas y preguntas. Deja de soñar con dejar huella en el mundo. Me sostengo de la aeropantalla para levantarme. Sólo vive. Cuando por fin logro ponerme de pie, me apoyo en la pared para sacar del bolsillo la dirección del doctor. Olvida al mundo, hazlo por tu esposa. Regrésale la felicidad que tenía, elimina de su rostro la preocupación, déjanos volverla a hacer feliz. Al verla sonrío, estoy a sólo dos calles. El doctor podrá ayudarme. Es recomendado en el bajo mundo como un experto en neurociencia y una leyenda para lograr una desactivación total de los neurobots del lóbulo frontal. Vamos, queremos hacer esto por las buenas. Doy un par de pasos, pero una aeropantalla se posa frente a mí. Me muestra una pareja feliz que se abraza
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bajo los rayos del sol mientras miran el mar, después una pequeña botella de loción… Aroma Marino. …y un botón parpadeante gigantesco. Compra ahora. Intento rodearla, pero se mueve al mismo lado. ¡Oprime el botón! La aeropantalla no se irá, ya le hemos dado toda tu información. Estas aeropantallas son tan inteligente como un ser humano y no dejan escapar a uno hasta que haya realizado la compra de algún producto que promocionan. Te seguirá mandando mensajes relacionados a tu forma de vida. Podría oprimir el botón para que me dejara escapar, pero no lo haré. Sé que al hacerlo un nuevo anuncio se me presentará y seguirá insistiendo hasta que compre todos los productos que promociona. A tus gustos y preferencias. —No. ¡Oprímelo! —No. No nos dejas otra alternativa. Mis pies se paralizan mientras una corriente eléctrica recorre toda mi espalda y mi brazo derecho hasta llegar a mi mano. El dolor en la cabeza aumenta, la agito e intento gritar de dolor, pero mis labios no se separan. No querrás asustar a otra persona, ¿verdad? Mi brazo se levanta a la altura de la aeropantalla. Siento mi cerebro arder mientras mi mano derecha se contrae dejando extendido el dedo índice. Intento detenerlo con la mano izquierda, pero es en vano. Golpeo repetidamente mi cabeza con la mano libre mientras una corriente eléctrica recorre el hemisferio derecho de mi cerebro dejando a mi brazo izquierdo fuera de combate. Intento girar la cabeza para pedir ayuda, pero mi cuello parece no recibir la orden. Pronto terminará. Con la vista busco en todas direcciones alguna persona y me percato que la camisa se me llena de las gotas de sangre que escurren de mi nariz. Te dijimos que nos hicieras caso. La parte frontal de mi camisa ahora es una combinación de sangre y lágrimas. Siento hervir mi cerebro mientras lo martillean. Cierro los ojos, ya no quiero lu-
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char. Mi dedo se acerca a la pantalla y puedo sentir el frío cristal en el pulgar mientras oprime el botón. Un sonido se emite, la compra está hecha. El dolor va parando y abro los ojos. La aeropantalla me felicita. Ya vez que no fue tan difícil. Vuelvo a ser dueño de mi cuerpo mientras todo dolor desaparece. Me seco las lágrimas. La aeropantalla se despliega volando. Miro alrededor, sólo un señor, al parecer, ha observado toda la escena, continúo mi camino. El señor no deja de mirarme, espero que no llame a la policía. Recorro unos cuantos metros y volteo, sólo para verlo hacer una llamada. Pronto volveremos a la normalidad. Atravieso la calle, estoy a unas cuantas casas. Este infierno terminara muy pronto. ¿Eso crees? En un instante mi pierna izquierda deja de hacer caso a mis órdenes. Caigo y mi grito sobrepasa los audios de los anuncios holográficos cercanos. Continúo mi camino limpiando la acera con mi cuerpo y regresan los golpeteos en la cabeza, pero estoy decidido, no me detendrá esta vez. Detente, no queremos hacerte daño. Continúo arrastrándome mientras siento el tibio flujo de mi sangre escurrir lentamente de mi nariz hacia la barbilla. Mi mano derecha se rebela poco a poco contra mis órdenes hasta que en un acto de completa insolencia se queda quieta, la izquierda todavía respeta mis mandatos. Con gran esfuerzo mi mano izquierda jala todo mi cuerpo. Las gotas de sangre, que ahora escurren en mi barbilla van dejando un camino en el suelo, pero sólo puedo prestarles atención a los números dorados grabados en los edificios. Encuentro el número 42 y esbozo una leve sonrisa. Estoy a menos de dos metros. El sabor de la sangre me entra por los labios. M cerebro se siente como una olla de presión golpeada repetidamente, sin descanso, mientras mi mano izquierda comienza a paralizarse por el cansancio. No te detendrás, ¿verdad? He logrado llegar a la puerta.
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Nosotros tampoco. Comienzo a percibir el leve sonido de una patrulla por donde he llegado. Sólo me queda alzarme, girar la perilla y entrar a la residencia. Levanto mi brazo izquierdo con gran esfuerzo sólo para notar cómo mi mano se niega a sujetar la perilla, mis dedos se han contraído dejando únicamente la palma visible. Jugueteo con la perilla, mientras con el rostro siento el frío de la acera. El sonido de la patrulla aumenta, alzo la vista para observar la danza entre mi mano y la perilla, hasta que por fin logro sujetarla. Una gran alegría me invade y giro la perilla mientras se vuelve borrosa. Siento lagrimas recorrer mis mejillas mientras mi brazo izquierdo cae por la gravedad. He logrado abrir la puerta, pero mi cuerpo está ahogando en dolor. Escucho la patrulla más cerca y observo dos manchas borrosas que se acercan y me cargan. No te has salvado de nosotros. Unas ultimas lagrimas brotan de mis ojos mientras los cierro. Mis ojos no soportan la luz, los abro intermitentemente y veo luces blancas mientras escucho a un médico hablar. Logro sentir los fríos instrumentos quirúrgicos en mi cabeza y escucho el sonido de un monitor de signos vitales, pero vuelvo a perder la conciencia. Vuelvo a recobrar un poco de sentido, pero me encuentro desorientado, aun así, logro reconocer lo cálido de los asientos de piel, el sonido de un motor y una voz desconocida que dicta mi dirección. Vuelvo a caer en un sueño. Despierto en la cama de mi habitación, ¿qué ha pasado?, ¿acaso todo fue un sueño o una pesadilla? Mi esposa está junto a mí acariciándome el pelo, no tengo rastros de cirugía, ni del dolor. Las pastillas de mi buró han desaparecido y el dolor del pie igual. Me da un beso en la frente y sonríe. Siempre he amado su sonrisa. Toma el reloj despertador para apagarlo, pero al instante se arrepiente y vuelve a encenderlo. Se acuesta junto a mí dándome la espalda. Miro a mi alrededor, todo es igual que antes, pero me siento diferente. Me acurruco en la cama. ¡Buenas noches!, le digo. —¡Buenas noches! —me contesta, con una voz diferente a la suya. ¬
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Narrativa / Relato
Afuera llueve Miguel Ángel Martínez
E
l sensor del ojo sigue fallando. La luz que confirma que está funcionando se enciende y se apaga, ilumina parte de su torso que parece piel de tigre. “Afuera llueve”, piensa mientras algunas gotas caen sobre su sombrero vaquero negro. Él sabe que está afuera, pero no se refiere a eso, sino a un concepto que va más allá de dos pasos del pórtico que le medio cubre la lluvia. Tiene que esperar a que pare, maldita sea ésta: todo hace corto circuito y se oxida, maldita sea la lluvia que le dejaron sus antepasados como bendición venida a menos, ahí donde la vida parece ya no existir. Prende un cigarro, pero se lo apaga una gota, lo tira… “afuera llueve” dice para sí, porque necesita hacer tiempo, porque necesita la seguridad de no ser más un nómada, al menos no hasta que deje de llover y pueda escapar en la aeromoto, que cambie de sector, que se oculte en la madriguera donde se quedan todas las ratas de su calaña (porque el resto de ratas con mejor suerte viven en madrigueras acogedoras). Él sabe que en el mundo ya no hay humanidad, sólo reciclaje y chatarrería. Incluso las emociones se reciclan: los discursos y la moral no son más que chatarra, que parece que vale más por kilos, y entonces hay pepenadores que sobreviven a base de discursos baratos, que solamente ellos y otros pocos se compran. Pero él lo sabe, afuera llueve, y cuando llueve el mundo se apaga. Si aún hubiera vida, algo comenzaría a florecer. Saldrían seres a brincar y danzar en círculo sobre charcos al sentir la lluvia. Ya no hay vida, incluso su existencia es una forma de no ser, afuera llueve y no hay quien sienta la lluvia. Les puede causar fallos: cortos circuitos que harían chatarra a aquellos que aún no son. Enciende otro cigarro para hacer tiempo. Sus pulmones maximizados para generar más potencias en piernas no se dañan con el tabaco (que no es tabaco, sólo humo) pero igual no importa porque no le sabe a nada, sus papilas gustativas han sido canceladas desde comandos del MS-DOS. 58
▶ Danilo Oliva Mura. Tránsito 4.
FOTOGRAFÍA (2021).
No importa, él fue hecho para sobrevivir a las balas, para cobrar por hacer chatarra a otros modelos, como el anterior, que se califican más, casi creen que valen más, pero son lo mismo. Fuma y saca el humo, su sombrero empieza a gotear enfrente de él, y detrás de las gotas está el humo, y detrás sólo se ve un ojo completo, y un círculo rojo que no deja de encender y apagar. Él parece suspendido en pensamientos, en cavilaciones que no le corresponden porque pensar sobre la vida sólo le debe pertenecer a los vivos, (¿no?) No le pertenece, pero es un ladrón y se adueña de ese pensamiento a ratos. Enlista las actividades que tiene por hacer cuando la lluvia cese: ▶ Obtener contraseña para ingreso de resultados. ▶ Ingresar contraseña para reportar resultados de la operación. ▶ Entregar las imágenes y videos alojados en su disco duro que corroboran que su misión ha sido concretada. ▶ Cambiar contraseña de ingreso de resultados por contraseña de cobro. ▶ Ingreso de contraseña de cobro. ▶ Recibir pago. Él le da vueltas a la idea de si los creadores pasarían tiempo de sus vidas haciendo este tipo de actividades sin objetivo claro. Si perderían tiempo de su vida, de su REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
limitada y corta vida en ese tipo de actividades o, por el contrario, hicieran esas actividades para evitar pensar en el tiempo de su vida. Se revisa el pecho: el trasplante de piel de tigre es un poco más resistente que el poliuretano con estética humanoide, aun así le atravesó una bala. Maldita sea cuando se quitó las terminaciones nerviosas del pecho. Maldita sea que se quitó todas las terminaciones nerviosas hace treinta y tres ciclos. Maldita sea, porque entonces entendió que se alejó un poco más del espacio que no le perteneció, o al menos del que se sintió un poco más ajeno. “Afortunadamente” la bala se atoró en la primera placa protectora externa de kevlar, sólo será cosa de cambiarse la pieza. Él podrá seguir con sus funciones, eso está ¿bien? Seguiría haciendo lo que sabe: esperar llamados, recibir contraseñas, ingresarlas, cubrir funciones, recibir más contraseñas, realizar más funciones y esperar el siguiente llamado; entre una y otra mantenerse vigente: realizar actualizaciones, hacerse cambios, mejorar detalles de aerodinámica para no quedar obsoleto, porque si quedaba obsoleto… si quedaba obsoleto… ¿estaría mal? Él ¿quiere? seguir funcional unos treinta y tres ciclos más, hasta que su garantía acabe, y entonces pueda decir que tuvo una buena de vida porque cumplió lo establecido por la empresa. Aún le queda media vida útil, así que habría que esperar al menos otras diez actualizaciones antes de comenzar a quedar obsoleto. Aprovechó que la lluvia bajó para revisar su escopeta, para darse cuenta que el otro había manchado con un aceite premium… pero si era así entonces no tenía lógica: las estadísticas y los pronósticos no funcionaban, de hecho, algo había distinto en su oponente, lo suficientemente pequeño para no prestar atención, pero lo necesario para que siguiera pensando en eso: era un modelo sumamente anticuado. No había otro motivo: su oponente no tenía serial, los remplazos, que con un 99.7 por ciento tendría, no le eran familiares, sus movimientos no eran eficientes, y ahora su fluido no era negro, como el de los diseños actuales, era rojo. “Afuera llueve”, fueron las últimas palabras que le dijo el otro modelo en el momento de saber que su fin estaba cerca, que sería enviado a reciclaje. Ésa fue otra cosa curiosa: cuando dos modelos se encuentran cada uno hace sus jugadas, pero terminadas las opciones, sólo había silencio y la misión se concretaba. ¿Por qué este modelo no?, ¿por
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qué era significativo que afuera lloviera?, ¿por qué era significativo en ese momento? La misión se terminó. Aprovecha la lluvia para limpiar su cuchillo, con él atravesó los conductos de movilidad inferior del androide, estaba sucio y tal vez la lluvia ayudaría, no mucho, pero un 10 por ciento está bien; igual la lluvia no cesaba. Nuevo error detectado: el aceite rojo también se limpia con agua, tiene 150 por ciento menos densidad que el aceite negro de su modelo, seguramente por eso es que no ejercía tanta presión y la velocidad era tan diferente. Las estadísticas no mentían, el modelo oponente era mucho menos eficaz que él. Nuevas actividades: ▶ Buscar modelo oponente. ▶ Buscar tipo de aceite. ▶ Buscar naturaleza de los restos de carbono encontradas en las armas. Encendió otro cigarro, seguramente el último antes de que dejara de llover y pudiera irse. 98 por ciento seguro. Aprovechó para utilizar el autoscan. Si bien no resolvería lo de su ojo, le diría si tiene arreglo o tendrá qué conseguir una refacción: 50 por ciento de posibilidades de que siga funcionando. Porcentaje viable para esperar de esa forma sin arrancárselo. La lluvia era como un constante repiqueteo de campanas que sólo ahora, en toda su existencia, se limitaba a grabar en su memoria interna, para estudiarla. Algo había en el modelo que le generó ¿la sensación? del cumplimiento de sus funciones. Algo había pasado dentro suyo, pero el scan no reveló ninguna modificación en su estructura orgánica más que el daño ocular y un pequeño cambio del 0.3 por ciento de las conexiones sinápticas de fábrica. Realizó un diagnóstico y observó que ese 0.3 podría evolucionar y desarrollarse hasta crear un error crítico. Tendría qué buscar un formateo, no había otra solución. El cigarro se acaba, igual la lluvia, se acomoda el sombrero para evitar que se moje el ojo afectado, sus botas pisan un charco sobre la loza de acero que sirve de piso. Ha dejado de llover. Nuevos comandos: ▶ Subir a la aeromoto. ▶ Encender aeromoto. ▶ Predecir destino “casa”. ▶ Emprender el viaje en automático. ▶ Buscar en la red “afuera llueve”. ▶ Corregir error sináptico al 0.4 por ciento. ¬
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Narrativa / Relato
Kodokushi Javiera Fuentes
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l calor del sol quema las frágiles paredes. Es de mañana. Un bochorno ingresa furtivo a la estancia que, lentamente, parece comenzar a moverse, ondeando como una ola que va naciendo serena desde el fondo del mar. Implacable y turbia. Su superficie coronada por desperdicios de toda suerte, recuerdos borrados por el polvo y humedad irremediable que acumulan los años, emana vapores levantados por el calor. Plásticos resecos se quiebran sobre sí mismos con cada oleada y crujen y resuenan como si adquirieran vida, como pececitos aleteando solitarios. Hoy es el día, declara al abrir los ojos. El sudor le pega al cráneo los pocos pelos mustios que le quedan. Se rasca los ojos quitando apenas las lagañas enredadas en las sábanas de sus arrugas. Se siente inusualmente de buen humor, como si las ventanas abiertas, que olvidó cerrar anoche, le trajeran algo más que el humo negro de los quemaderos funcionando a todas horas y que rodean los restos de la ciudad. Algo parecido a la esperanza, quizás, pero no totalmente. Lleva años pensándolo, rumiándolo en silencio. Una sonrisa desdentada, quizás la primera en mucho tiempo, tiñe de color su rostro cetrino. Las arrugas resecas se le quedan marcadas durante varios minutos después de volver a su expresión normal, como una inscripción hecha en barro seco. Camina por la habitación lentamente, desemperezándose y estirando los músculos dormidos. Le duele la escara de la cadera, le apareció en invierno, hace cinco meses, cuando agarró un resfrío y tuvo que quedarse acostado durante dos semanas, sin fuerzas para moverse. Apenas se alimentó. Si no hubiera sido por esas visitas semanales, probablemente habría muerto de hambre. Por suerte, la herida, que no sanaba nunca, era el único vestigio que le quedaba de la enfermedad. Eso, y las flemas matutinas. A su edad, eso no era sólo un triunfo, era una especie de hazaña. Da varias vueltas por el reducido espacio, sin lograr conectar cabeza y acción, perdido de pronto entre el hedor húmedo que se eleva desde el suelo, entre la ropa descocida 60
y amontonada en los rincones, entre los montículos de papeles y cartones, entre los millares de objetos o fragmentos de objetos que conforman el decadente mobiliario que habita. Un museo de la mala memoria. Arrastrando los pies descalzos y secos, logra decidirse y comienza a ordenar por primera vez en años. Será una fiesta, piensa, emocionante y peligrosa, como tienen que ser. Los huesos le crujen y las horas se le incrustan como clavos en las articulaciones a medida que trabaja. La mañana se acaba y apenas ha alcanzado a amontonar los trapos que conforman su lecho y despejar de papeles el centro del departamento de un ambiente. Mira la foto en su mano. No distingue nada. Siente una pequeña punzada en el corazón: es la única que ha rescatado de entre las cajas molidas por los hongos. ¿Será del 90' o del 2000? Y, ¿será ésa su silueta, la que aparece borrada ahí? ¿o quizás es la de ella? Quiere imaginar que es ella que lo viene a visitar hoy, justo hoy que abrirá la cajita y hará su fiesta, que lo viene a abrazar desde la tierra y a decirle que lo amó y que lo ama, y que lo perdona. La arruga y lanza a un rincón. Su pobre cuerpo, que no ha ingerido nada desde hace casi veinte horas, le pide sentarse y descansar, pero sabe que si le obedece no podrá ponerse de pie de nuevo, perderá la vitalidad del sol, y tiene que avanzar. Antes de que caiga la noche tiene que estar listo todo. Encorvado, con los escuálidos brazos groseramente arrugados, arrastra una mesita baja y sucia al centro de la habitación. Antes del gran apagón, hace casi cuarenta años, solía sentarse en ella a comer bajo el único foco, ubicado justo al centro del techo, que cortaba perfectamente la habitación por la mitad. Cerraba los ojos al tragar, siempre cansado después del turno en la fábrica, e imaginaba que esa luz única sobre él abría otro espacio, una rajadura en el tiempo en la que entraba y se perdía durante décadas, volviéndose omnisciente y eterno hasta que la comida pasaba finalmente por su tráquea. Después de tantos años sólo extrañaba eso: su luz del teREVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
▶ Danilo Oliva Mura. En la ciudad gris 9. FOTOGRAFÍA (2021).
cho. La tele, la radio, el calefactor, todo lo que había dejado de ser útil no le importó mucho, se acostumbró rápido. Pero sin la luz nunca más pudo entrar a ese espacio. Con un paño la frota la madera, quita las manchas de polvo y las líneas de hongos que anidan entre sus pliegues microscópicos. ¿Vendría hoy a verlo cuando comenzara la fiesta? Quizás lo atrajera el aroma. Nunca habían hablado. Apenas se limitaba a tocar la puerta, siempre como un susurro débil (dos golpes, silencio, y otro más), asomaba la cabeza con la boca enfundada en paños negros de tanto hollín. Le entregaba un saquito de comida, de pan siempre duro y sin leudar, algunos frutos maduros y botellas de agua verdosa. Inclinaba la cabeza y se iba furtivo sin decir palabra. A recorrer quizás qué lugares. Sopla fuerte sobre la superficie de la mesa y asiente. Es suficiente así. Mira alrededor y recuerda que había usado las sillas de madera para calefaccionar el ambiente el primer invierno después del apagón. En ese entonces no sabía que nunca más regresaría la electricidad a la ciudad y que ese departamento suyo que tan poco cuidaba sería su único refugio de las locuras de afuera. Decide armar algo provisorio con las cajas mohosas. Busca las más firmes para apilar a cada lado de la mesa, como dos asientos, por si aparece él y piensa que es extraño que lo encontrara. Nunca fue del tipo con coraje, con fuerza, el héroe que triunfa en las películas de los domingos. En cuaREVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
renta años su rutina había sido clara: se escabullía al alero del edificio antes del amanecer y recorría las cuadras cercanas casi en puntillas. A veces encontraba restos de objetos que se llevaba como material para arreglar algo en casa o reemplazar lo que se iba rompiendo. Otras, cosas que quemaba luego en el brasero, nada muy grande, y generalmente nada húmedo que echara humo. A veces se topaba con algún otro tipo como él, solitario, hurgando por ahí, y el miedo entonces se reflejaba en ambos, se reconocían, y se dejaban marchar en paz. A esas horas sólo ellos salían a las calles. El resto del día era para los otros, los valientes. Pero su objetivo era la zona residencial abandonada en los primeros años del apagón, con sus casas saqueadas, pero de calles abiertas y árboles frutales. Agarraba rápidamente cualquier fruto que crecía salvajemente entre las ramas y corría de vuelta a su hogar. Así hace cuarenta años. ¿Cómo fue que lo encontró? Quizás en una de esas caminatas, cada vez más cortas y distanciadas entre sí. El cuerpo de casi setenta y cinco años no le aguantaba para largos tramos, y aunque fuera precavido y se cubriera con ropas oscuras, era muy probable que su andar torpe lo hubiera delatado. De pronto, un día, simplemente apareció. Le echaba unos treinta años o quizás más. Y no fallaba nunca: al menos tres veces por semana llamaba despacio a la puerta y le entregaba lo que había conseguido sólo para él. Gracias a eso, hacía cerca de tres años que no tenía que preocuparse por morir de hambre. 61
Suspira profundamente y un pinchazo en el costado le indica que el esfuerzo le pesa. Tiene que comer algo, son demasiadas horas de ayuno. Mira su obra del día: la mesa, la silla hecha de cajas, el orden amarillo y mustio, y se siente satisfecho. Arrastra las piernas delgadas y cansadas hacia el rincón que antes fue la cocina. Hoy sólo quedan los cajones. Busca ávidamente y toma una pequeña lata cubierta de polvo, su gran tesoro. Vierte agua verdosa de una botella a un cazo negro por el uso. Arma el pequeño brasero que lo mantiene caliente en invierno con ramitas y restos de carbón guardados sólo para emergencias, y espera a que el agua hierva. Se arrodilla a un lado; los huesos cansados se quejan. Comienza a sentir la emoción de la cuenta regresiva. Es probable que su fiesta llame la atención de los pocos vecinos que quedan, piensa, o de bandidos que recorren a estas horas la ciudad. Su departamento no es muy alto, y él vive en el piso cinco. pero una fiesta tiene que ser así: divertida y peligrosa. Se rasca las manos secas y finas partículas de piel caen al suelo. Piensa en su extraño amigo. Le tiene cariño. A veces ha llegado a imaginar que es él. ¿Tendría esa edad ahora? No, las fechas no cuadran. Quizás si hubiera cedido a sus ruegos y se hubiera casado con ella, ahora tendría algo de compañía; quizás ese hijo los cuidaría a ambos, ancianos y débiles y sería un hombre de esos valientes, como su amigo. En el último tiempo esa fantasía vuelve a su cabeza con más regularidad. Recorre ese mismo espacio con la memoria y llena las paredes vacías con fotos de vacaciones a lugares que no conoció, con familiares que sonríen desde sus marcos y con ellos tres siempre, sonriendo o comiendo y mirando a la cámara. Pero no lo hizo, no se casó con ella, ni con nadie. Cuando apareció por su casa con el niño recién nacido en brazos, suplicándole que formalizaran la relación, que la echarían de su casa, le cerró la puerta en la nariz. Que no era suyo, gritó, que él no era padre de nadie, que nunca la obligó a nada. Nunca más regresó. Y él tampoco la buscó. Enterró para siempre en su memoria la vergüenza de esa reacción que, como un acta de sentencia leída a gritos en la corte, fue la primera y más contundente evidencia que lo enfrentó a su cruda realidad y destino: era un cobarde. Una gota ardiente salpica y le quema el brazo. El agua ya está lista. Se levanta con dificultad del suelo y coloca lentamente sobre la mesa los últimos víveres que le quedan: dos trozos de pan duro y seco, un durazno maduro, un trozo de manzana de un par de días y un jirón de carne seca (no sabe
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de qué animal). Toma la lata, el cazo de agua hirviendo y dispone todo en orden. Se sienta. Con asombro nota cómo su corazón se acelera de emoción. ¿Hace cuánto que no sentía esto? Posa su mano sobre la tapa de la lata, pero se detiene en seco. Un grito desgarrador, como un aullido de un animal, corta la tarde en dos. Y luego, silencio. Se le erizan los vellos de la nuca y espera. Alguien ha muerto. Piensa, de pronto, que es él; que algún ladrón lo ha alcanzado camino a este lugar, a su departamento. Siente pena: ya nadie volverá a traerle comida. Suspira profundo. Su estómago gruñe. Ésta es su fiesta y quiere disfrutarla. Se relame los labios secos e intenta tragar saliva, pero su boca es un desierto. Toma la lata con fuerza, las puntas de los dedos se le vuelven blancas y la abre. La cierra con torpeza y se pone de pie. Se acerca nuevamente a los muebles de la cocina y abre un cajón lleno de chucherías, casi todas traídas de sus incontables expediciones. Revuelve con calma, hasta que encuentra lo que buscaba, lo toma con cuidado entre sus manos y regresa a la mesa. Se sienta. La noche comienza a caer de a poco afuera; cierra los ojos y levanta el mentón como si mirara el cielo, como si mirara las estrellas asomándose tímidas allá arriba. Imagina que sobre él la luz vuelve a aparecer, ese foco único en el centro de la habitación y lo ilumina sólo a él, carne flácida, carne vieja, carne dormida; tanto tiempo cobarde pegado a sus huesos y sangre, tanto tiempo buscando volver a una vida que nunca habitó, recuerdos ajenos, recuerdos atávicos que relamieron su consciencia con palabras diáfanas: “cobarde, cobarde”, repetían y repetían. Con sus dedos largos y secos como ramas, agarra con fuerza el trozo de ventana resquebrajado y apoyada en la mesa apunta al cielo. Con fuerza descomunal golpea su cuello contra ella. Un único choque certero, una última reverencia de respeto a la vida. Ahora sí era valiente. Cuando entraron, se taparon inmediatamente las bocas enfundadas. El olor era nauseabundo, a pesar de la ventana abierta. Entre los tres registraron cada rincón durante tres cuartos de hora, pero no encontraron nada que llevarse. Sólo basura, recuerdos vacíos, pedazos de materiales que ya no tenían uso. En el centro de la pequeña habitación, un cuerpo anciano era comido por los gusanos; se había atravesado la garganta. Sobre la mesa en la que descansaba encontraron restos de lo que parecía comida, una última cena inmaculada que ahora devoraban los hongos. Y una vieja lata de café instantáneo. Vacía. ¬
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Narrativa / Relato
Puchuju Guillermo Reyes
a
na se estaba convirtiendo frente al espejo. Solía llegar a las cinco de la tarde al remolque de empleados para maquillarse. Mientras lo hacía, veía el correr de la gente de un lado a otro apurada por su aspecto, sobre todo esperaba ver a la chica que colgaba del cabello, aquella de quien admiraba su traje de lentejuelas y su hermoso rostro de rusa, Jelena, una de las principales atracciones bajo la carpa. En cambio, el trabajo de Ana consistía estar con los fenómenos del circo de los horrores de la feria, donde se contaban las historias de hombres monstruosos, resultado de madres insanas o de los castigos imprevistos de la naturaleza. Algunos especímenes disecados y fetos sumergidos en líquidos ambarinos eran atacados diariamente por ojos curiosos y juzgantes. Ella, una especie viva, lograba ver las miradas de repulsión o confusión en el rostro de los visitantes. De vez en cuando algunas lágrimas brotaban de los niños y niñas más sensibles que la hacían sentirse verdaderamente maldita en su papel de mujer araña. Cuando veía el reflejo de Jelena, Ana era la mujer más desgraciada del circo, sobre todo cuando la rusa la visitaba en medio de su “acto” de cautiverio, que era, por supuesto, sólo para alimentar su narcisismo ante un comparativo que le resultaba favorable. Fuera de su papel, la rusa jamás le miraba a los ojos, entonces Ana aprovechaba para admirar su belleza. En realidad, ella misma se consideraba bonita, pero nunca al lado de la colgada (como ella y sus compañeros la nombraban a sus espaldas). Su rostro níveo de maquillaje, sus labios negros y ojeras oscuras reflejaban lo que ella creía que era su verdadera naturaleza: una chica gótica que nació con el alma negra. Una mujer que no se dejaba tocar por la alegría y los placeres comunes de la vida, contaminada en cambio por los golpes y desafortunados caminos que había recorrido a lo largo de los años, atraída por las malas decisiones, como si le sedujeran, como si se los mereciera, como si creyera REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
que autoflagelarse la hiciera pagar las culpas de otra vida. Siempre buscaba explicaciones y porqués entre médiums y tarotistas, sin dar con nada en absoluto. Salió del remolque esa tarde y se dirigió al circo de los horrores. Entró por la puerta trasera a través de un pasillo que la condujo hasta su puesto: un tapanco de baja altura con un agujero por donde asomaba su cabeza al exterior y que la unía con su cuerpo de mujer araña. ¿Soy una mujer en el cuerpo de una araña o será al revés?, se preguntaba diariamente. En ese momento, su transformación estaba completa. Entonces empezaban los comentarios de cada día: «Qué fea está.» «Qué chafa, quiero mi dinero.» «He visto arañas más espantosas en mi casa y no hablo de los insectos.» Todos amedrentan su autoestima, pero no estaba por ellos, estaba principalmente por las niñas y niños que la encontraban especialmente horrenda, fascinados con su aspecto de araña gigante y peluda. Algunas veces, las menos, llegaban a asustarse cuando Ana imitaba el gruñido de un monstruo, pero su voz femenina no ayudaba mucho, entonces todo acababa en burlas. —Un niño me ha dicho hoy que iba a volver y me aplastaría como a las arañas de su casa—le dijo Ana a su pareja, mientras comenzaba a desmaquillarse frente al espejo de piso de su habitación—. Estuve a punto de insultarlo enfrente de sus padres. —No sé cómo te aguantas. —Tampoco lo sé… es como ser político, te convences de que lo que estás haciendo es lo mejor para todos e ignoras a la minoría. Pedro rio. —Tiene sentido, además, alguien tiene que hacerlo. Que te valgan madre esos pinches chamacos. —Sí, todo sea mientras paso de nivel. He estado prac63
ticando como contorsionista, es difícil porque dejé la gimnasia mucho tiempo y perdí elasticidad. Ana tomó el desmaquillante y lo roció sobre una toallita de algodón. Pedro se paró de la cama y la tomó de la cintura. —Espera, déjate el maquillaje. Sabes que me gusta hacértelo con él. Ana sabía que no era el maquillaje el motivo, sino la sensación de sentirse acorralado cuando lo amarraba como si estuviera en una telaraña de tamaño humano. El miedo y la adrenalina que producía cuando sentía que va a morir, sobre todo cuando estaba muy drogado con LSD, eran sensaciones que le ponían un poco de sabor a su vida, más sabor que cualquier juego mecánico en un parque de diversiones y más seguro que escalar hasta la cima de un volcán activo. —Pensé que eran los vellos de mis piernas y mis axilas los que te excitaban —rio Ana sarcástica—. ¿O es mi cuerpo esquelético? —¿Qué te hace pensar que no forman parte, eh? Ana sonrió. Pedro la tomó de las manos y se las besó. Ella adoraba ese gesto de amor auténtico que solía dedicarle de vez en cuando. Cuando su pequeño departamento, anexo a la casa de sus padres, quedaba en silencio, y dejaba a Pedro exhausto en la cama después del sexo, caminaba unos pasos a la salita donde, debajo de la mesa de centro, se hallaba una escultura de barro verde parecido a un ser arácnido. Lo tomó y colocó sobre la mesa. Ana lo llamaba Puchuju. El nombre lo había designado Pedro pues alguna vez, le dijo, lo había soñado. El ser le dijo ese nombre junto con la instrucción de contárselo de inmediato a Ana para que pudiera rezarle y hacerle peticiones. Se burló incrédulo de la situación cuando descubrió que Ana se lo tomó bastante en serio. La dejó avanzar con aquel tema. Creía que con ella había algunas cosas en las que era mejor no meterse, sobre todo en las que no reían juntos. Ana encendió un incienso y caminó con él por todo el pequeño espacio para purificar el lugar. Luego lo acomodó en un incensario y tomó un mortero y una bolsa con hojas de laurel rosa de un cajón. Ana sabía de las propiedades de esta planta tan común en la ciudad y de su peligrosa particularidad. La había escogido porque era de fácil acceso, pensando que sería buen alimento y arma para Puchuju;
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para venerarla y mantenerla feliz, viva para obtener sus favores. Molió las hojas en el mortero y obtuvo una pasta, luego imploró: —Puchuju, reina araña, este veneno es para ti. Con este veneno te alimento para que cobres vida un día más, un poco más. Creo en ti, soy de ti, ven a mí. —Mientras hablaba, frotó la pasta contra la figurilla, la cual adquirió el color verde más intenso que en ritos anteriores había obtenido—. Cumple mis plegarias, Puchuju, haz que Jelena se aparte de mi camino para que yo pueda poseer a su público. Quiero ser admirada. Por un momento pensó que había hablado con rapidez y tergiversado sus palabras. Le pareció escuchar: «Sea parte. Ten cuidado, Ana». Tomó la varita de incienso y la hizo girar alrededor de la figurilla para impregnarla de su esencia y darle fin al veloz ritual. Ana dedicó un largo bostezo de sueño y cansancio a la habitación mientras guardaba de nuevo a la araña en su escondite y regresó a su habitación para acostarse al lado de Pedro. Se quedó dormida mientras acariciaba su rostro sobre la almohada. • Ana despertó justo como se había quedado dormida. Pedro tenía sus manos entre las de ella. Ana notó que las tenía verdes y recordó que no se las había lavado antes de acostarse. Su corazón dio un vuelco de miedo. —Pedro. ¡Pedro! —gritó. Él apenas respondió. Ana comprobó su presión arterial en el cuello y lo notó débil. Un golpe de adrenalina le recorrió el cuerpo. Se levantó y fue al lavabo a asearse las manos. —¡Pedro, despierta! —le gritó una vez más a lo lejos, sin dejar de intentarlo, sin respuesta. —No puede ser, maldita sea. Más tranquila, mientras se transformaba una vez más frente al espejo esa misma tarde, Ana evitaba verse a los ojos, evitaba pensar en que había abandonado un cuerpo sobre su propia cama, ¿qué diría? No había muchas opciones, no había salida. Por lo pronto, pensó, habría que actuar normal. ¿Podría esconderlo?, ¿o gritaría la puta verdad a la cara de todos? Sentía que su mirada la delataba, su cuerpo, sus palabras; entonces sospecharían y preguntarían hasta dar con la verdad. ¿Qué verdad? Rio. Mentiré por omisión. Rio de nuevo.
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—Cualquiera puede tener un mal día de vez en cuando. —¿Perdón? –dijo la rusa Jelena mientras pasaba por su lugar. La miró con reproche, como si debiera pedirle permiso para dirigirle la palabra. Ana notó apenas su presencia y mientras sostenía su mejilla para aplicar color con la otra mano, la miró por el reflejo del espejo sin decirle nada. —Mujer loca que habla sola –dijo Jelena mientras se alejaba—. Araña sin amigos. Ana se enfureció. La brocha vibró en su mano y casi se pica el ojo con las cerdas. Se miró y dijo lo primero que le vino a la cabeza. —Ya verás lo que puede hacer una araña sin amigos, zorra. Puedo matar, pensó, tratando de alejar esa idea de inmediato. Una lágrima negra contaminada de pintura facial recorrió su mejilla derecha. A la hora del espectáculo de Jelena, Ana decidió dejar su puesto ausente para ir a verla tras las cortinas del staff del circo. La rusa salió con su paso elegante de bailarina, envuelta en su traje. Los reflectores la hacían el centro de atención en la pista. El público emocionado, ovacionaba. Ana sintió celos, pero incluso más, el rencor de escuchar un reconocimiento inmerecido. Apretó las cortinas con sus manos hasta que estas se volvieron de un blanco intenso. —Oye. —Alguien del staff del circo que acarreaba un cajón de mago le llamó la atención—. Cierra ahí, te van a ver. Deberías estar en tu puesto con los fenómenos. —No —le dijo sin despegar la mirada de Jelena, que se enganchaba al arnés. —¿Un fenómeno no puede ver a otro fenómeno? El hombre, a pesar de recibir la luz contra sus ojos entrando por las cortinas, notó que Ana cargaba algunas pesas, propiedad del forzudo, amarradas con mecates a la cintura, lo que la obligaba a flexionar sus raquíticas piernas. Imaginó que se le iban a romper en dos si no se las quitaba pronto. Se encogió de hombros sin darle más importancia y se alejó. Jelena era elevada lentamente con un mecanismo automatizado para darle tiempo al público de admirarla y alimentarla de aplausos, mientras adoptaba una posición que a Ana le recordaba al colgado del tarot, haciendo un cuatro con las piernas.
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—¿A eso le llamas un sacrificio, estúpida? En el momento en el que los pies de Jelena estuvieron a la altura de la cabeza de Ana, salió corriendo a la pista para alcanzarla, con todo el esfuerzo que las pesas le implicaban. Hubo sorpresa y abucheos entre el público. Ana saltó con el resto de sus fuerzas y le alcanzó los tobillos a la rusa. —¿Qué haces, estúpida? ¡Suéltame! —Estoy loca, ¿recuerdas? —¡Aaah! ¡Auxilio! El mecanismo automatizado seguía elevando a Jelena. Alguien debía presionar el botón de alto. —Parece que alguien se ha ido a tomar un descanso — dijo Ana. Unas gotas rojas empezaron a manchar su piel blanca. El estrépito del público ensordecía los gritos de la rusa que empezaba a mover sus miembros desesperada y adolorida. —¡No volverás a llamarme araña, no sin respeto! —¡Auxilio! Cuando lograron detener el mecanismo, era tarde para Jelena. Su cuero cabelludo había empezado a desprenderse del cráneo y Ana pudo observar una herida de al menos cinco centímetros mientras la sangre seguía cayéndole encima. El mecanismo empezó a dar reversa a la misma velocidad de elevación. Varios hombres del staff estaban esperándolos en la pista con el trampolín de los payasos por si llegaban a caerse. Ana empezó a sentir insoportable el efecto de las pesas sobre su cadera. La soga con la que se ató fierros en la cintura cedió, y estos cayeron sobre dos de los hombres que las esperaban. Los que pudieron, lograron aventajar las pesas y se alejaron de inmediato. El cabello de Jelena también cedió al peso: se desprendió del cráneo dándoles paso al vacío a ambas mujeres. • Abrió los ojos en medio de la oscuridad. Escuchó murmullos extraños a su alrededor. Cuando sus ojos se acostumbraron a la poca luz, logró ver un hombre que se asomaba por la ranura de unas cortinas que dejaban entrar algo de luz. Le llegó un olor a paja a pesar de la mascarilla. Sintió un dolor extremo: brazos y piernas hormigueaban despertando de un letargo, como si hubiera estado dormida sobre ellos durante largo tiempo. Se levantó, pero no se encontró de pie, sino en cuatro patas como un insecto. De su mano derecha colgaba un tubo delgado y transparente conectado a una bolsa de suero. Comprendió que acababa de despertar de un coma.
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—¡Puchuju, Puchuju! Las cortinas se movieron y dejaron ver unos barrotes y después a la multitud. La gente gritaba emocionada alrededor de la enorme jaula, señalándola. Habían asistido ahí por la exclusiva, ese había sido el gran día. —¡Acaba de despertar, señoras y señores! —dijo la
voz de un hombre salida de una bocina—. ¡Puchuju, la araña asesina!, salida de los sueños más exóticos que pueden existir. El público vitoreó con más energía en medio de chiflidos y aplausos para Ana, la araña humana, la araña asesina. ¬
▶ Anónimo. . Odoroshi, pergamino Bakemono Zukushi, (periodo Edo, circa s. xviii-xix).
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Narrativa / Microficción
El bosque que acariciaba las nubes Pedro Cadejo
U
n par de lunas habían transcurrido desde que salió de la selva lacandona. Xuan-John volvía a su pueblo en el Ixcan después de toda una vida sin conocer en donde decían que había un gran lago. Entró siguiendo el cauce del rio Xalbal. Ahora, después de la peste, un año después de la profecía, dos años después de que saliera de lo que fuera el país del norte y antes de que del Chixoy naciera el Espejo del Cielo-Xalalá, regresaba. Hacía tiempo que Xuan-John no volvía. Tenía quién sabe cuántos años, algunos decían que treinta y tres, y hacía más tiempo que él no “veía” los grandes bosques con los que su abuela lo arrullaba. “Grandes árboles que acarician las nubes”, decía ella cuando él ni siquiera entendía como ahora las voces del viento. —¿En dónde están los árboles? —preguntaba Xuan-John a K´ook´, el ruiseñor del camino, a Tsuutsuy, la paloma, y a Tucur, el tecolote guardián de Xibalbá. —Lejos… lejos —decía Sakpakal, la paloma, con el murmullo de su voz. —Nunca más —susurraba Tucur, el tecolote. —En el agua —decía Balam, el jaguar, con su voz rasposa, cuando Xuan-John lo interrogaba a la vuelta del cerro. Seis lunas le llevó a Xuan-John recorrer el camino de regreso a su pueblo en las montañas de Ixcan, la tierra de sus abuelos. —¿En donde están las nubes acariciando los árboles? —preguntaba Xuan a Kaab, la abeja. —Más abajo —respondía ella con el zumbido de sus alas. Xuan-John se asomaba al recodo del camino solitario de gente, después de cien lunas de la peste. —¿No hay nadie más en el mundo? —pregunta frente a Kukul, el Quetzal-serpiente emplumada que se asoma entre el aguacatillo. —Todos regresaron a la tierra —susurra entre los verdes— y nos dejaron el mundo. Cuatro leguas más adelante, Xuan-John resbala en las REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
Si llevan agua /son ríos. Si no, / son caminos. Humberto Ak´abal
agujas de pino y al caer ve los árboles sumergidos en el Espejo del Cielo-Xalalá, que ha crecido desde que los kaxlanes abandonaron las grandes máquinas después de las 100 lunas de la peste. Como un relámpago recuerda algo que leyó allá en el norte sobre la belleza de los bosques sumergidos, y llora. ¬
▶ Marbeli Valdivia. El pescador del Amazonas.
Acrílico sobre cartulina (2021).
— * “…El proyecto hidroeléctrico Xalalá en la región de Alta Verapaz, es uno de los megaproyectos más polémicos de Guatemala. Surgió en los años 1970 pero fue cancelado durante el conflicto armado interno (1960-1996). Desde 2004 sucesivos gobiernos lo han colocado en la agenda política energética, y el actual gobierno de Otto Pérez Molina lo declaró ‘prioritario y de gran necesidad para la Nación’. Según nuevos datos del Instituto Nacional de la Electrificación (INDE), la zona de influencia del proyecto abarca entre 220 y 230 comunidades indígenas de los municipios de Cobán, Uspantán e Ixcán en los departamentos Alta Verapaz y El Quiché…” (Centro de Medios Independientes / Nota del autor).
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Narrativa / Relato
Muros transparentes Krsna Sánchez
A
quella mañana, la mujer tomó el único tren que cruza la frontera con una sensación extraña en el vientre y una sola cosa en mente. El paso de una isla a otra no era sencillo, pero como esa no era la primera vez que lo hacía, no le costó trabajo conseguir los papeles para llegar hasta las afueras de la capital Heiankyō. El viaje tomó más o menos seis horas, y es que se volvió un trámite engorroso para los habitantes de Kyūshū entrar a la isla central después de la segunda ocupación estadounidense. La Isla Oeste, como también se le conocía, promovió un gobierno autónomo que, si bien no estaba totalmente desapegado de la estructura de poder del Estado central, sí promulgó códigos y leyes que pensaban al territorio como la unión de pueblos rurales y no como gobiernos supuestamente democráticos. Aunque las pláticas de reunificación siempre estaban en los discursos políticos, es importante mencionar que no se trata de una reconciliación, sino que Kinai quería reabsorber a toda costa lo que ahora es conocido por sus habitantes como la Liga de Pueblos Rurales y Marítimos. Cuando el tren cruzó el mar, los edificios fueron apareciYeremiah despertó bocarriba. Lo primero que vio a través del policarbonato fue a la pareja del piso superior teniendo sexo. Disfrutaban haciéndolo de pie a un costado de su cama, como solían practicar cada dos o tres días. A Yeremiah le resultó hipnótica la oscilación sincronizada de los senos y los testículos. Apartó la mirada del techo y se incorporó de inmediato. Su premura se debió a la hora que era, no por causa del pudor. Tendió la cama, se quitó la piyama y la guardó en una cajonera. A través del suelo cristalino divisaba la abismal sucesión de los dormitorios inferiores, donde los demás habitantes realizaban las mismas acciones que él. Los departamentos guardaban una sucesión vertical en estricta disposición simétrica. Quizás ese acomodo contribuía a que la rutina de los ocupantes coincidiera puntualmente. 68
Yeremiah entró en el baño, sacó del botiquín un frasco de diazepam y tragó un puñado de pastillas sin contarlas. Se cepilló los dientes y tomó una ducha. Al meterse bajo el chorro de la regadera, saludó con un ligero ademán a su vecino, el señor Marfán, sentado en el retrete al otro lado del muro traslucido. Yeremiah le permitió continuar con sus asuntos sin distracciones y se enjabonó rápido el rostro. La cortesía y la discreción eran dos cualidades indispensables cuando se habitaba en el centésimo piso de un rascacielos donde incluso las cañerías eran transparentes. Con algo de imaginación, el lugar se asemejaba a un castillo de hielo. Pero el encanto fantástico se desvanecía muy pronto dentro de esa carcasa hermética. Yeremiah, envuelto en una bata de baño, cruzó su departamento. En la cocina, encendió el procesador de café y abrió un empaque de galletas verdes. Mientras comía ruidosamente, hojeaba un catálogo de aves extintas. Advirtió la ausencia de su vecina Lucila. Ella acostumbraba cocinar una olla de avena para desayunar los domingos. Yeremiah echó un vistazo por la diáfana barrera sin encontrarla por ningún lado. Lucila era la única que le simpatizaba de sus vecinos. Ambos se encontraban solteros. Jamás habían mantenido una conversación más allá de un escueto saludo en los corredores del edificio, como designaban los códigos de convivencia vecinal. Pero Yeremiah disfrutaba beber su café dominical con la sobria compañía de Lucila del otro lado. Suspiró en su soledad y continuó con el desayuno echándola de menos. Más allá de su edificio, Yeremiah apreciaba sólo la espesa bruma que dominaba el paisaje citadino. Ni siquiera diferenciaba los rascacielos de enfrente, engullidos por un perpetuo crepúsculo de smog turbio y grisáceo. La megalópolis se encontraba sumergida en un denso manto de contaminación atmosférica que reducía al cuarenta por ciento la luz solar. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
Yeremiah terminaba de beber la segunda taza de café cuando Lucila apareció con varios paquetes y rollos bajo el brazo. Fingió que no le prestaba atención. Llenó de nuevo su taza y siguió pasando las hojas del catálogo. Apreció de reojo que ella desempacaba cosas y alistaba un bricolaje. Lucila sumergió una brocha en una lata de pegamento y embadurnó el reverso de los pliegos que había desenrollado. Subió a una escalerilla para adherir la tira de papel en el centro del muro. El largo rectángulo mostraba un diseño de flores con tonalidades apasteladas. Yeremiah observó despreocupado cómo ella fue añadiendo más tiras a la franja floreada que se extendió lo suficiente para ocultar la mitad de su figura. Entonces la verdad lo golpeó por sorpresa. ¡Lucila se proponía empapelar la otra cara del muro! Se levantó sobresaltado y se apresuró a llamar al departamento contiguo. Vio a través de la puerta cómo Lucila dudaba en abrirle hasta que su insistencia la hizo desistir. —Buenos días, Lucila. Disculpa la intromisión. Yo estaba bebiendo café y… —Y leyendo un catálogo de aves. Lo sé, te vi. —Yo... vine a recordarte que el contrato de condóminos nos prohíbe colocar cuadros o estampas que obstruyan los muros. —¡A la mierda el contrato! Estoy en mi casa y puedo hacer lo que se me antoje. —¿No te importa oscurecer la mitad de mi departamento? —Encuentra una manera de leer ese catálogo a oscuras, querido vecino —dijo al dar un portazo con la lámina acrílica de forma irrebatible. Yeremiah regresó a su departamento. Entró en el baño y tragó un nuevo puñado de pastillas. Fue a sentarse a la sala. Levantó la vista para observar el fondo de los muebles en la planta superior. El estrecho panorama lo conformaban motas de polvo, pelusas entreveradas y cadáveres de insectos. A los vecinos no les interesaba la existencia del tenebroso microcosmos en la base de su mobiliario. Cualquier otro les habría exigido que mantuvieran limpios aquellos recovecos, pero a Yeremiah le agradaba ese sucio panorama que ayudaba a calmarlo de alguna forma extraña. Inhaló profundo, acompasando el ritmo de su respiración con el suave rumor del surtidor de aire. Estudió cómo progresaba el empapelado desde su asiento. Una cuarta parte del muro había sido cubierta por las
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fatales florecillas. Lucila no mostraba señales de cansancio. Yeremiah creyó notar un frenesí enfermizo en la manera que colocaba los parches de papel. “¡A la mierda el contrato de condóminos!” Para Yeremiah esas palabras evidenciaban que era víctima de una aguda histeria. Él jamás hubiera esperado que ella tuviera un arranque de esa naturaleza. —¡¿Qué te pasó, Lucila?! —se atrevió a gritarle sabiendo que los muros eran a prueba de ruido. Cuando sólo faltaba un corto tramo para que el empapelado concluyera, Yeremiah se aproximó con discreción al muro. Lucila se asomó por el espacio libre y le dedicó una breve mirada con sus ojos aperlados. Sin mostrar clemencia, pegó el último pedazo de papel. Y el departamento de Yeremiah quedó cubierto por sombras. Para él fue como una afrenta personal. Por primera vez en veinte años, se enfrentó a un muro que rechazaba su mirada. Le pareció una cosa abominable. A partir de ese punto, Lucila se convertiría en una incógnita punzante. ¿A qué iba dedicarse ahora? Él no tuvo las agallas para imaginar los actos abominables que cometería más allá de tal barrera visual. Resolvió que su obligación moral era seguir en contra de la rebelión empapeladora de Lucila. Ella no tenía derecho a imponerle ese repentino capricho de privacidad. Podía alegar en el tribunal civil que lo orillaba a incrementar su consumo de alumbrado eléctrico. Dicha conducta se catalogaba como un crimen ecológico. Eso provocaría una intervención de la autoridad. Se regodeó imaginando que la policía obligaba a Lucila a retirar el tapizado. Pero, para llegar a eso, antes tenía que organizarse con los demás vecinos para ejercer mayor presión jurídica. Mientras ideaba una reunión vecinal, el señor Marfán apareció cruzando el pasillo con unas extrañas estructuras de tela y metal. Yeremiah salió a abordarlo sin demora. —Buenas tardes, señor Marfán. —Te ves preocupado, muchacho. —Se trata de Lucila. Ella empapeló una pared. —Ya lo había visto. —El contrato de condóminos nos prohíbe pegar cualquier cosa en los muros. —¡Es cierto! —Tenemos que hacer algo al respecto. —Yo pensé lo mismo, muchacho. —Las reglas ya no significan nada para esa mujer.
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▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 10. FOTOGRAFÍA (2021).
—Teniendo en cuenta las reglas, yo fui a comprar biombos. —¿Qué? —Biombos, míralos. Las tiendas del tercer sótano empezaron a venderlos hoy. Si quieres puedo decirte cuales, pero tienes que… Yeremiah se escurrió de regreso a su departamento mientras el señor Marfán continuaba hablando. Fue al baño y vació el frasco de diazepam. Notó que seguía con la bata puesta. No le dio importancia a ese descuido. Divisó que en el exterior soplaba un viento vespertino que arremolinaba el smog, creando la impresión de que el rascacielos estaba sumergido en un océano espumoso. Yeremiah fantaseó con que se encontraba en un iceberg navegando por las aguas polares. El señor Marfán se interpuso en la imagen desdoblando un biombo frente al muro. Abatido, Yeremiah alzó la mirada y encontró la visión de una vieja alfombra extendida por encima de su cabeza. La idea de cubrir las superficies se había propagado con una virulencia sobrecogedora. Se tiró de rodillas para asomarse a las plantas inferiores. A lo largo del edificio, los habitantes iban de aquí a allá dedicados a cubrir los muros de sus departamentos. Colocaban cortinas improvisadas, 70
pegaban hojas de periódico con cinta adhesiva, apilaban los muebles para formar parapetos o se valían de cualquier método que funcionara para velar los muros. Yeremiah quería seguir contemplando toda aquella decadencia, pero fue interrumpido por el vecino que encasquetó un trozo de lámina oxidada en su techo. Yeremiah entendió que era el único que conservaba la cordura. Si aquello continuaba así, la histeria se contagiaría a los edificios cercanos y eventualmente al resto de la urbe. El caso de Lucila había sido el foco de una epidemia. En apenas unas horas, el departamento de Yeremiah terminó sumido en una profunda oscuridad. Parado ahí experimentó una mezcla de aislamiento y soledad, igual que un prisionero confinado en un remoto calabozo. Habría caído en la desesperación de no ser por los elevados niveles de diazepam en sus venas. Se despojó de la bata de baño. Tomó el catálogo de aves y lo deshojó lentamente. Arrugó las páginas y las arrojó hechas bolas contra la pared. Sacó del armario un bote de pintura y una vieja brocha. Calculó que, si trabajaba el resto del día y de la noche, acabaría de pintar los muros antes del amanecer. ¬ REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
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Narrativa / Relato
El cínico Carlos Bryan Brito Soriano
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¡Cerdo asqueroso! —gritó la mujer que salía corriendo del departamento, quitándose a manotazos un pescado podrido atorado en su cabello. Portaba un uniforme gris: camisa, saco, falda larga plisada, medias y zapatillas. El saco llevaba bordado un logo con la forma de las siluetas de un hombre y una mujer vestidos de traje, ambos sosteniendo un maletín delgado. Debajo del logo se hallaba la inscripción “Coach”, “Departamento de Corrección Cívica”. El hombre que salía detrás de ella, canoso, de cincuenta años aproximadamente, larga barba irregular y cabello alborotado, iba riendo a carcajadas. Su playera de tirantes tenía manchas amarillas de grasa y su pantalón de tela estaba cubierto por enormes áreas ennegrecidas a causa de la suciedad. La mujer bajó las escaleras a toda velocidad hasta que el sonido de sus pasos se desvaneció. Los vecinos del edificio multifamiliar se asomaban con timidez desde sus ventanas. Al observar los rostros curiosos, el hombre canoso se bajó los pantalones, mostrando su miembro. —¡Para que tengan algo que ver, cabrones! —les gritó. El acto ahuyentó a los mirones, quienes regresaron con prontitud a sus guaridas, profiriendo exclamaciones de asco. El cristal electrocrómico de las ventanas se oscureció para impedir que se colara algún detalle más de la escena. El hombre regresó a su departamento y se dejó caer en el sillón de la sala. Las migajas de papas fritas que reposaban en los cojines dieron un salto cuando el mueble recibió el peso de su dueño. El hombre posó sus pies sobre la mesa de centro, dejando relucir sus largas uñas impregnadas de mugre. —Oye, Rand, pide una pizza grande suprema en combo, con refresco de cola y dedos de queso —ordenó al sistema inteligente de la casa. —Saldo insuficiente. ¿Te gustaría ordenar una ración más pequeña? —contestó una voz con tono neutro. —¡Que la verga! ¿Cuándo cae la siguiente quincena? REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
—Actualmente no realizas un trabajo remunerado, por lo que no percibes un salario mensual. Los fondos con los que cuentas pertenecen al Ingreso Básico Universal, cuyo depósito es semanal, por lo que recibirás el siguiente pago el próximo viernes. El hombre eructó. —Ordena un combo chico, entonces —sentenció. Se acurrucó en el sillón mientras esperaba su pedido. Sus párpados fueron cerrándose. • —La controversial implementación del Ingreso Básico Universal ha desatado una ola de reacciones negativas desde todos los frentes. El Foro Económico de Empresarios por la Libertad acusa al Estado de comunista y de “exprimir a aquellos que generan riqueza para mantener holgazanes”, mientras que la Liga Comunista Ignacio Salas Obregón emitió un comunicado en el que advierte que el IBU es una estrategia capitalista para forzar un comportamiento consumista, “perpetuando el funcionamiento de su maquinaria, privatizando los servicios básicos de salud, energía, educación y vivienda, mercantilizando todos los aspectos de la vida humana bajo la excusa de que ahora las personas cuentan con los medios para subsistir”. Por su parte, el Secretario… Comenzó a abrir paulatinamente los ojos, despertado por el sonido de la televisión. Una sombra sentada a su lado lo sobresaltó. Se replegó contra el respaldo del sillón. Una mujer en sus treinta, de abundante melena negra y rizada, comía una rebanada de pizza, con las botas descansando sobre la mesa de centro, mirando tranquilamente el noticiario vespertino. La mujer portaba el mismo uniforme de aquella que había huido apenas unas horas antes, salvo que, en lugar de llevar falda, usaba un pantalón de mezclilla oscura. Al darse cuenta de que el hombre había despertado, le ofreció la rebanada que estaba comiendo, derramando salsa de tomate en el acto. —¿Quién eres? —preguntó. 71
—“Tu nuva cch” —balbuceó la mujer con la boca llena. Al ver la expresión de perplejidad de su interlocutor, tragó el pedazo entero que estaba masticando. —Tu nueva coach, Helena Romero —repitió, extendiéndole la mano reluciente de grasa. El hombre no contestó el gesto. —Debes estar preguntándote —continuó Helena— qué hago aquí tan pronto. Terminó la orilla de pan y se puso de pie, arrojando las migajas depositadas en su ropa hacia el suelo. —Por lo general, el sistema tarda una semana en asignar un nuevo elemento, pero en la alcaldía hay un caos por el brote de casos de rezago social, ya sabes, gracias al IBU. Tomó una botella de cerveza que sudaba frío sobre la mesa y la abrió con la hebilla de su cinturón. —Yo no ordené eso —protestó el hombre. Helena lo ignoró. Bebió el contenido de la botella como si fuera agua. Al terminar, emitió una exhalación profunda. —Además, no necesitan a cualquier coach, necesitan a la mejor. Helena se dirigió a la ventana y su vista se perdió en el infinito horizonte citadino. En la televisión se transmitía un comercial donde un taquero sin brazos se las arreglaba para maniobrar los cuchillos; a continuación, aparecía la leyenda: “Todo está en la mente. ¿Cuál es tu excusa?”. El hombre del departamento se levantó con sigilo y recogió una lata vacía del suelo. —Así que, señor...—Helena sacó su celular del saco y revisó el perfil de su paciente, en el que se leían los datos “Vida laboral: cuarenta años”, “Estado civil: divorciado”, “Hijos: ninguno”, “Patrón de consumo: bajo”, “Porcentaje de productividad: 38 por ciento”, “Índice de contribución al PIB: 0.2”... —Ricardo Flores, voy a necesitar… Mientras terminaba su frase y regresaba la vista, Helena observó cómo Ricardo terminaba de llenar la lata de aluminio con su orina para luego arrojarla con fuerza en su dirección. La coach desenfundó una pistola que había permanecido oculta en la parte posterior de su pantalón. Mientras su brazo ascendió, su pulgar desplazó el seguro del arma. Cuando la articulación de su antebrazo llegó a una posición horizontal, accionó el gatillo. El recipiente de orina se desintegró en el aire sin dejar rastro alguno. Apuntando ahora hacia el señor Flores, Helena siguió hablando:
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—Voy a necesitar que en este instante consulte una estúpida bolsa de trabajo en línea y consiga un maldito empleo. • “Lámparas Antiguas Salgado”, decía el rótulo digital del local. Perdido entre la decena de tiendas de un centro comercial con iluminación fría, era de los pocos que en la vitrina tenía la leyenda “Employee Friendly, aquí decimos NO a la automatización y SÍ a la atención humana”. Debajo de la leyenda se reproducían clips de video de gente de tez blanca y ojos claros, sonriendo de oreja a oreja, mostrando unos dientes más blancos todavía, reunidos en un salón rústico, el interior de una tienda de campaña o una habitación, acompañados de la luz y el calor de una lámpara cuya fuente de luz eran focos LED, pero el exterior aparentaba ser el de una lámpara de queroseno del siglo XIX. Vestido como un trabajador industrial decimonónico, con overol y gorro, Ricardo Flores se mantenía parado en la entrada del local, sosteniendo una lámpara. —Lámparas Salgado, una luz del pasado alumbrando el presente. Lámparas Salgado, una luz del pasado alumbrando el presente... —repetía desganado. Su rutina fue interrumpida por la visión de un perro negro, de tamaño mediano, con el pelo enredado en nudos y la nariz raspada. Caminaba por el pasillo del centro comercial con indiferencia, pasando entre los consumidores y sus bolsas repletas de mercancía, así como entre los robots cilíndricos que se deslizaban por los pulidos suelos para entregar paquetes, con los logotipos de sus compañías pintados en el armazón. De pronto, el can detuvo su marcha, y, sin previo aviso, se echó sobre su vientre a mitad del corredor. Permaneció en esa posición por varios minutos, exhalando con la lengua de fuera. Gruesas gotas de saliva descendían desde su boca hasta el suelo, marcando anchas circunferencias pegajosas en el pulido y blanco piso. Después de unos momentos, se recostó boca arriba, sobre su espalda, y comenzó a juguetear en el aire con las patas y a retorcer su columna en siluetas serpenteantes. Ricardo miraba cautivado la escena. Un hombre con el cuello rojo por el efecto del sol sobre su piel, de playera y short, calzando sandalias de plástico, se acercó a los guardias de seguridad y les señaló al perro con su dedo. Los uniformados chistaron al perro para asustarlo, hasta obligarlo a abandonar el lugar. —¡A trabajar! —gritó el gerente de Lámparas Salgado a Ricardo.
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El hombre de corta estatura y lentes gruesos agitaba su mano desde el mostrador de la tienda. Ricardo frunció el ceño, alzó la falsa lámpara antigua y la azotó contra el suelo. Al quebrarse, el utensilio emitió un agudo estruendo que atrajo las miradas de la gente alrededor. El gerente de la tienda abrió tanto los párpados que se alcanzaban a ver las órbitas de sus ojos. Ricardo caminó hasta el sitio en el que se había echado el perro y se sentó. Recargó sus manos en el piso, inclinó la espalda hacia atrás y estiró las piernas. Ante los susurros, los gestos de desaprobación y la cólera del gerente del negocio de las lámparas, Ricardo permaneció impasible. • Una melena negra, rizada y enmarañada, se abría paso entre la multitud. Helena Romero sacó un ánfora plateada del bolsillo de su saco y dio un sorbo extendido. Las personas a su alrededor se hacían a un lado, azuzadas por el fuerte olor a destilado que la coach iba dejando. Los lentes oscuros que cubrían sus ojos reflejaban en el cristal a los rostros curiosos de los compradores y compradores en potencia que habían detenido su rutina de consumo para observar el espectáculo que se desarrollaba a mitad de la plaza. Los guardias de seguridad batallaban para levantar a Ricardo. Éste daba manotazos, arañaba, mordía, gritaba para zafarse de los agentes del orden. Cuando llegó hasta el centro de aquel escenario caótico, Helena guardó su ánfora. Al verla arribar, los guardias de seguridad se retiraron unos pasos. —¿Qué chingados haces? —preguntó la coach a su paciente. —Nada. —No puedes no hacer nada —contestó en seco la agente del Departamento de Corrección Cívica. —Tienes que hacer algo, ocupar tu lugar en la cadena. —No quiero —espetó Ricardo mientras se cruzaba de brazos. —Toda mi vida trabajé para tenerlo todo, pero ya no lo quiero, no quiero nada. Helena se puso en cuclillas para acercarse más a Ricardo. Retiró los lentes negros. Unos ojos rojos e hinchados se asomaron desde su rostro. Acercó su boca a la oreja de Ricardo y dijo con voz queda: —Está prohibido no desear. Con su bota le aplastó los dedos a Ricardo. Se escuchó el crujir de los huesos bajo el peso de la gruesa suela. Ricardo emitió un aullido de dolor.
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—Vuelve-a-ser-funcional —masculló la coach. —¡No! —gritó Ricardo. Su respuesta retumbó en las paredes del recinto comercial. Furiosa, Helena tomó la pistola desintegradora que descansaba entre su pantalón, pero al echar un vistazo alrededor y contar una decena de testigos, se detuvo. Exhaló profundo, cerró los ojos y se levantó. Sacó su celular y llamó al contacto “Jefatura”. —Elemento irrecuperable —sentenció derrotada. —Gracias por su esfuerzo, se tomarán las medidas correspondientes y se marcará el resultado en su historial. Se requiere un reporte detallado de la operación en menos de 24 horas —contestó una voz artificial. Un minuto después, un grupo de cinco agentes de uniforme azul marino desfilaron hasta el encuentro con el hombre que bloqueaba la vialidad peatonal. Inyectaron con discreción una sustancia en el cuello de Ricardo. Perdiendo la fuerza en sus extremidades y la capacidad del habla, fue llevado por la escolta hasta una camioneta blindada. La gente tomaba video con sus celulares. —¿Qué fue lo que hizo? —preguntó una mujer a otra, desde el exterior del círculo que se arremolinaba en torno al rastro de orina que había dejado el arrestado. —Nada, el muy cínico —contestó Helena, sentada en una banca detrás de las mujeres, bebiendo de su ánfora. Las paseantes se alejaron con discreción al notar el intenso olor a alcohol que despedía. ¬
▶ Danilo Oliva Mura. EN la ciudad gris 1. FOTOGRAFÍA (2021).
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Narrativa / Relato
El ciclo de vida de un mango Adriana Letechipía
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¿Cuánto crees que cuesta un mango? A Dalia le gustaba hacer ese tipo de preguntas para después ahondar en temas que a mí no me importaban. —No lo sé, dos fierros —dije. —En El Cinturón una pieza cuesta hasta 100 fierros — contestó Viridis. —Error, un mango cuesta 1500 litros de agua. En los asteroides no tienen ese recurso. Nosotros recibimos una bicoca. El Sol estaba bajo en el horizonte y mostraba perfectamente la curvatura del pequeño mundo. El sonido de una vieja radio era lo único en la atmósfera. Un día más de trabajo arreglando las viejas máquinas, por lo general culminaba con bebidas heladas mientras esperaban el anochecer. Ese día no había hielo, el congelador seguía descompuesto. El calor les atontaba un poco, pero el viento producido por las murallas era agradable. La hierba húmeda manchó de verde sus espaldas. —Lo que quiero decir es que deberíamos de ponernos en huelga. Podemos parar la producción. —Claro, y ¿cómo arreglamos el congelador? Si no nos pagan fierro, no podemos reparar nada de lo que tenemos. —Puro miedo. Podemos trabajar el suelo nosotros mismos y vivir de lo que cosechamos. —No me voy a poner a hacer surcos, para eso están los robots. Además ¿quién quiere comer fruta cuando hay hamburguesas estelares? —Años luz de sabor —corearon todos, menos Dalia. —Si quieres hacerlo tú misma, empieza por quitarle el lodo a las orugas de las máquinas. —Yo me voy a ver los canales espaciales. Hoy pasan Destructor de Mundos. Uno a uno los amigos se levantaron dejando a Dalia sola. Los canales del exterior sólo se veían si enfocaban las antenas que ellos mismos habían construido. Dalia se incorporó y caminó hacia los recolectores quienes cortaban limpia 74
y eficientemente cada fruto. Dejó caer el mango en una de las cápsulas refrigerantes y observó cómo una fila de estos se dirigía a las transportadoras. Los fierros fueron pagados. El despegue siempre era cerca de la media noche. Dalia subió al techo de su casa para ver los arcos de luz, los cuales se quedaron marcados en sus pupilas por varias horas. • Amatís llegó al mercado de fruta exótica de Ryugu. Vio un mango y sintió el aroma transmutarse en saliva. Cada asteroide cultivaba su propio alimento, había pasillos enteros dedicados a la producción de proteínas recombinantes, pero la nutrición estaba por sobre el sabor, el músculo por sobre el placer y el trabajo por sobre el recreo. La fruta exótica era un lujo, algunas cajas eran robadas y cada pieza era puesta en venta por varios créditos. Amatís hizo cuentas, le faltaban 500. Tragó saliva y se retiró saltando hasta su espacio. Ese día había sido arduo, no contaban con robots para el trabajo de extracción, le dolían las manos. Las minas daban pocas ganancias, y más de la mitad era para pagar los servicios de circulación de oxígeno y radiación UV. El resto a duras penas alcanzaba para la comida y el hospedaje. Ya en su área logró esquivar a su hermano Aragón, quien pasó como un bólido junto a él. Estaba pálido y rebuscaba en los recovecos de cada pared. —¿Qué estás haciendo? —¿Tienes créditos? Malaquías tuvo un accidente, los médicos no van a ayudarlo hasta que les paguemos. —¿Qué le pasó? —Una bolsa de aire entre la roca, le explotó en la cara. Las esquirlas se le clavaron en los ojos. Un minero no sirve de nada sin la vista. Los doctores le insertarían un sistema de visión. Si el dinero era el suficiente, podría ver el espectro de diferentes materiales y mejorar la productividad de su familia. Todos querían esos visores, pero nadie quería extraerse los ojos. Las imágenes ya nunca eran las mismas. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
—Tengo un poco, lo he estado juntando. —Amatís se arrepintió de decirlo demasiado tarde. —Dámelo enseguida —Aragón adelantó su mano aferrándose al brazalete de él. Amatís usó su huella dactilar para desbloquearlo. Aragón se estiró, acercó el propio y esperó hasta el último crédito. Amatís contuvo las lágrimas. Al mismo tiempo Malaquías gritaba, sujetando en sus manos lo que quedaba de sus ojos verdes. No quería el visor, pero tampoco quería ser una carga para la familia, sus lágrimas nunca rodaron por sus mejillas. • Una de las transportadoras se desvió en el último momento hacia la nave-paraíso que recogía rayos de sol. Se abrió una compuerta, lo suficiente para permitir el acoplamiento. Las cápsulas formaron una fila y se desplazaron hacia distintos lugares de la nave. La cápsula de la fruta recorrió un gran tramo antes de llegar al resort-cúpula. Los rayos de sol se condensaban en la parte alta, y una serie de hologramas simulaban una selva tropical en la pared
frontal, alrededor del David de Miguel Ángel, el original. La cápsula llegó a un bungalow donde se abrió revelando el interior como si fuese el cofre de un tesoro. El R-Bartender o Bart, como le decían de cariño, desplegó unos de sus brazos de acero quirúrgico y seleccionó un ejemplar de mango especialmente dulce. Lo lavó y desinfectó rápidamente para quitarle la cáscara. Luego lo cortó eficientemente salvando toda la pulpa. Aurora miraba esperando su margarita, Deimos estaba a su lado. Bart depositó la pulpa en un plato de oro, ella probó un poco. Inmediatamente lo escupió. —Este mango se siente extraño, es demasiado dulce. Deimos sonrió divertido —Está maduro. Si no lo quieres, tíralo. Bart prensó el plato y lo dejó caer en el orificio del tubo de la basura. La materia orgánica sería incinerada y el plato sería nuevamente forjado para la siguiente fruta que llegara a ese ecosistema artificial. Aurora cambió de parecer y se fue corriendo hacia la playa donde nadaría en el agua purificada de los anillos de Saturno. ¬
▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 5. FOTOGRAFÍA (2021).
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Narrativa / Relato
Signos Eduardo Omar Honey Escandón
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inutos antes de la burbuja roja, Juan Domingo intentaba dormir en el bajo puente. La capa de cartones que le servía de colchón era nueva y estaba seca. Aunque tenía una cobija, seguía con la costumbre de meter periódicos arrugados entre su ropa como un cobertor fragmentado. Los demás sin hogar, a su alrededor, cual peces pulmonados, dormían en esa ribera citadina. Las lluvias de octubre no cesaban. Varias veces habían llenado los carriles frente a la acera-dormitorio para desbordarse mojando cartones, periódico, bolsas y a Juan. En esas ocasiones, como ahora, tenía que levantarse y guardar los negros envoltorios para evitar que sus preciadas posesiones se empaparan. Durante horas aguantaba el sueño apoyado en la ancha columna que sostenía el paso vehicular encima de él. De pie, lamentaba no haber conseguido algo para apaciguar el hambre. A buena hora de la tarde, Juan guardó sus bolsas y los cartones bajo las vigas del puente, techo y firmamento de todos los días. Le encargó al Rafias que las vigilara en lo que volvía. Insólitamente el centro comercial como otros lugares estuvieron vacíos, al igual que los demás basureros donde acostumbraba pepenar. Juan regresó con las manos vacías, el Rafias alzó los hombros y no exigió pago por andar de cuidador. • Juan le ofrece un cigarrillo a su amigo y toma otro. Apenas lo encendió cuando llega la primera ola sobre la acera. A su alrededor los demás sintecho siguen roncando o apenas se percatan del desborde. El olor del encharcamiento incrementa la pestilencia de las capas de sudor y suciedad que provienen de ellos. Juan da una calada al cigarrillo y deja salir el humo para maquillar lo hediondo. Mira los dos carriles que pasan por debajo del puente y que permiten la vuelta en U. Las olas en su superficie van y vienen. Sigue seca la acera al otro lado que se levanta una 76
decena de centímetros por encima del agua. Es tan estrecha que es imposible acostarse en ella, sólo se puede poner un pie delante de otro. Entonces llegan la luz y la presencia. Sobre esa delgada acera aparece flotando una burbuja a más de dos metros de altura. Es de un rojo radiante. Se mantiene inmóvil varios segundos y de súbito se expande. Conforme crece su diámetro, la basura, agua y otros objetos son empujados por el límite de la esfera carmesí. Cuando toca el muro graffiteado, la revoltura de colores se desvanece. Al detenerse la expansión esférica, aparece una circunferencia donde la burbuja toca la pared. Dentro del círculo se dibujan un conjunto de trazos como si se combinaran letras del alfabeto. El signo arde por varios minutos brillando como metal fundido y lentamente se opaca. Entonces la burbuja se colapsa y desaparece. Una figura flota en el mismo lugar. Su cabeza es anormalmente larga; el par de ojos ovalados reflejan las luces nocturnas con su superficie de celdas hexagonales; carece de nariz; un par de mandíbulas serradas y semicirculares brotan alrededor de las fauces. Por debajo de la cabeza brota un estrecho cuello que desembocaba en un delgadísimo y largo vestido en varios tonos carmesí. Tiene seis brazos, cuatro de ellos cruzados sobre el abdomen; uno más, enhiesto con dos de las ocho garras en gesto de bendecir, y el otro extendido hacia Juan con la palma hacia arriba, entre ofreciendo e invitando. Los demás sintecho se echan a correr con excepción de el Rafias, quien se mantiene también a la expectativa. Juan Domingo, extasiado, no se arredra, asiente con la cabeza y avanza al encuentro con el flotante ser. Cada paso que da lo eleva un peldaño en el aire. Cuando llega frente a la aparición, extiende su brazo derecho y pone su palma sobre la del ser. Ambos desaparecen. Y el Rafias se queda a la espera hasta el amanecer. REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
• —Ellos están por llegar y soy su voz. —Juan predica sobre un cajón puesto como tarima en el espacio donde antes dormía. Lo acompaña el Rafias y a los lados los demás sintecho atienden sus asuntos—. Ése es el mensaje en el símbolo que está frente a ustedes y que ellos me impusieron. —Calla un momento y abre la raída camisa: el signo enclaustrado en la perfecta circunferencia está muy bien definido sobre su pecho con un rojo iridiscente. Ningún oficinista se detiene. Apuran el paso para salir cuanto antes de ese tramo lleno de vagabundos y locos. Lo escucha un puñado de mujeres con bolsas de mandado o con niños pequeños. —¡No nos engañas, Juan! —grita una que porta un mandil sobre una blusa azul y una desteñida falda negra—. ¡Eso te lo pintaste y nomás es para sacarnos dinero como siempre! No has cambiado desde que te echaron de tu casa y Lorena se divorció de ti. —Margarita, no las engaño, ellos me lo hicieron —dice Juan y apunta al cielo— y me pidieron que sea su voz, que extienda su mensaje sin pedir nada a cambio. —¡Si es así, obliga a mi hijo a que deje las drogas! —grita con sorna otra mujer enfundada en un vestido estampado con flores rosas a punto de estallar en sus costuras—. No creo que logres lo que ni los padrecitos pueden hacer. —Así será, Eréndira. Hoy por la noche estaré a las puertas de tu casa y, tanto tu hijo como tú, conocerán el poder de la voz de ellos. • El Rafias guarda el portón de la irregular construcción de tres pisos que pareciera construida bajo el influjo de alguna droga. En el primer piso, a la derecha, están los dos cuartos donde Eréndira vive con sus cuatro hijos. —Y el Juan, ¿qué le hará a mi muchachito? —pregunta con angustia la madre. —Es la voz de ellos —responde con dogmática entonación mientras apunta al cielo—, yo vi cómo se lo llevaron y lo devolvieron. Sólo hablará con Ramirito y lo convencerá para que ya se comporte. —¿Seguro? ¿No lo madreará como en cuando los anexan? Una voz juvenil llega del interior de la construcción, suena muy retadora. Otra voz, sosegada y profunda, responde. Ocurre un diálogo cuyas palabras no se entienden y que termina cuando un destello rojizo ilumina la única
REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
ventana que da al exterior de los cuartos de Eréndira. El Rafias permite el acceso. Entran tanto la madre como los curiosos reunidos por el chisme. Cuando Eréndira abre la puerta de su hogar, su hijo está arrodillado frente a Juan y se mira la mano derecha. Al percatarse de su madre muestra la palma donde refulge el signo y le dice: —Mamá, discúlpame, ya escuché y cambiaré. • —No es necesario pagar ni que nos entregue algo a cambio —explica el Rafias a una señora que le pidió que su marido deje de andar en malos pasos—, sólo invítelo a que hable en privado con Juan. Lueguito crean en su voz y difunda el mensaje. Igualito que todos los que ya creen, debemos prepararnos para la llegada de ellos. —Apunta con el índice al firmamento—. Muy pronto tendremos un mundo mejor, maravilloso. Juan, parado sobre el cajón-tarima, piensa sobre todas las flores, veladoras, botellas y platos con comida que cubren la estrecha acera bajo el símbolo. Inseguro, medita sobre si está haciendo lo correcto como portavoz. Entonces escucha los murmullos en su interior y se tranquiliza: anuncian la llegada y agradecen que su labor esté rindiendo frutos. Mira lado a lado. La multitud que lo rodea inunda los dos carriles, la acera y las avenidas a los lados del puente. —Hoy me han hablado —empieza a predicar— y les tengo un mensaje: en una semana estarán con nosotros. El gentío, emocionado, estalla en gritos de júbilo. Juan, sin inmutarse, espera a que se acallen y sigue: —Y, por lo mismo, debemos seguir difundiendo su palabra y estar listos. Haremos lo siguiente… • Multitudes avanzan por las principales avenidas de la ciudad. El mensaje fue difundido y acudieron. El grupo mayor, encabezado por Juan, el Rafias y los cientos de creyentes que portan el signo en su cuerpo, están frente a un contingente de policías, equipos antimotines y fuerzas especiales que les impide el paso. El gobierno central sesiona de emergencia. Miran por televisión. Radio y streaming continúan la cobertura noticiosa. —¿Y cómo no supimos antes de este personaje? —pregunta enfadado el ministro del interior. —Un don nadie como muchos allá afuera que ni trafica ni comete actos violentos. Alguien así no es motivo de atención de los servicios de inteligencia —se defiende el respectivo director.
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—¡Pero son millones en la calle! —exclama molesto el presidente— ¿No detectaron mensajes, llamadas, algo fuera de lo normal? —Sólo analizamos hace medio año un programa de televisión que tomó como referencia un video viral. Lo consideramos un hablador. Pero por lo visto se comunicaron de boca en boca o… —El director de inteligencia duda antes de continuar. —¿O? —el presidente se levanta de su asiento y lo encara. —O nuestros agentes y analistas también creyeron y callaron. —Tenemos a los francotiradores en posición. Esperan que dé la orden —interrumpe el general y ministro de defensa. —Pues bien… —calla el mandatario al ver lo que aparece en las pantallas: enormes naves de color rojo flotan por encima de la ciudad. Las fuerzas que enfrentan a Juan y sus acólitos les abren el paso y se unen a la manifestación. Cuando llegan a la plaza central, el Rafias deposita la sempiterna caja-tarima donde sube la voz. Las cámaras alrededor y dentro de la multitud muestran cómo las personas alzan los brazos y cantan. Unos cincuenta metros por encima de Juan aparece una burbuja de color sangre que crece y se expande deteniéndose antes de tocar su cabeza. Dentro de ella brilla el signo bien conocido por la multitud y que fue graffiteado por toda la ciudad. Luego de varios minutos el signo es sustituido por la proyección del ser que apareció meses atrás. La multitud no deja de cantar y alabar. El presidente se deja caer en su asiento y murmura para sí. —Perdón, ¿puede repetir sus palabras por favor? —pregunta el general preocupado de pasar por alto alguna orden— No escuché bien. —Sólo parafraseaba una vieja y manoseada frase de Marx: “la fe es opio para el pueblo”, Vaya forma de invadir y sin disparar... • —¿Y sabes dónde puedo encontrar a la voz? —inquiere la joven a el Rafias. Es acompañada por dos hombres que llevan paraguas. —¿Para qué los traen? —señala suspicaz el Rafias—. El cielo está despejado. —Ellos anunciaron que llovería —apenas termina de hablar la joven cuando emergen nubes alrededor de las naves que coronan los cielos y empieza un diluvio.
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—Como siempre, ellos controlan todo como se les antoja. ¿A quién buscan? ¿A la voz? —la joven asiente— Se llama Juan Domingo. Es el que está sentado en la caja allá atrás. Después de agradecerle, el trío camina sobre la acera vacía. Desde que llegaron en sus naves, los sintecho, pordioseros y malvivientes desaparecieron de las calles en todo el mundo. Por igual se desplomaron los índices de robo, violación, homicidio… Cualquiera que rompa el dictum establecido por esas entidades es elevado por los aires y desaparece al interior de las naves. —¿Juan? —pregunta la joven— Soy Tania Ninel. Tengo tiempo buscándote. El aludido no deja de mirar la pared donde el signo poco a poco se desvanece. Hace tiempo que la estrecha banqueta fue limpiada como el resto de la ciudad. Que haya basura en las calles va contra el dictum. Pero aún la pestilencia persiste en el aire. —¿No crees que nos están asfixiando? ¿Que pretenden algo más? —pregunta la joven—. Creo que es tu deber denunciar la situación, hay que levantarnos... —¿Y para qué? ¿Para que todo siga igual? —responde Juan poniéndose de pie. Voltea el cajón para echar las bolsas que están a un lado y se aleja caminando— ¡Rafias! ¿Cuál alcantarilla nos toca hoy? ¿Conseguiste comida? Mientras Juan y el Rafias se pierden en la distancia, el agua inunda los carriles y lanza sobre el pavimento la primera ola de muchas para mojar los pies de la joven y sus acompañantes. A un costado una esfera azul aparece y se expande. ¬
▶ Danilo Oliva Mura. En la ciudad gris 3. FOTOGRAFÍA (2021).
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Narrativa / Relato
Dentro del vórtice Karla Hernández Jiménez
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a tenue luz de un sonrosado atardecer estaba siendo reemplazada poco a poco por las potentes luces de neón que anunciaban el inicio oficial de las horas rojas, el tiempo en el que negocios como el famoso prostíbulo Tepetitlán de Noche conseguían una parte de sus ganancias ofreciendo a los transeúntes su colección de chicas, todas cien por ciento humanas. Además, en esas horas se incrementaba la venta de alcohol, cigarros y otros estupefacientes aún más potentes. A pesar de que todo podía llevarse a cabo durante el día sin la interferencia de los polis, o policuicos, la noche parecía darle un aire diferente a ese tipo de negocios, como si fuera mucho más excitante, mucho más peligroso. Al menos así lo creía N. Como tantos otros niños que vivían en la calle, N había sido abandonada por una familia que nunca la quiso o, en todo caso, que no podían asumir la responsabilidad de criarla. La dejaron a su suerte en su sexto cumpleaños. muy cerca de unos botes de basura gigantes, un día de lluvia. No podía volver, y nadie la estaba esperando en su casa. Lo mejor era olvidar el camino de vuelta, hacer como que jamás existió. La calle se convirtió en su hogar, criándose con el consuelo que chupaba con desesperación de los inhalantes que estaban a su disposición. N aprendió a sobrevivir viendo al resto de los niños robar toda clase de mercancías a los transeúntes y a pequeñas tiendas que aún subsistían, cualquier cosa que se pudiera vender era más que bienvenida. Ella también aprendió que, si quería sobrevivir, lo mejor era esquivar a los traficantes de esclavos y de órganos, sólo tenía que hacerse una bola diminuta y no salir de su escondite hasta que los gritos hubieran acabado. El tiempo pasó rápidamente, pero el negocio para ella seguía siendo el mismo en aquella ciudad sucia. Siempre al acecho, esperando entre las sombras por una oportunidad para robar y comerciar hasta obtener la mejor ganancia. Ahora, mientras su cuerpo sumergido en la penumbra del REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
rave se iluminaba por las luces improvisadas, podía ver al otro lado del lugar a su siguiente objetivo. El hombre presumía ante sus amigos que recientemente había adquirido los mejores brazos biónicos, lo último en tecnología para simular la carne humana y las funciones orgánicas que se esperaba de ellos, además de unas piernas a juego. N no pudo evitar sonreír con sorna ante la situación que se le presentaba. Una situación ideal, en pocas palabras. Era casi medianoche y el Metro no había pasado aún. Antes del gran cataclismo, el servicio ya era bastante deficiente, pero para esos momentos había alcanzado una ineptitud ridícula. El hombre de los brazos biónicos esperó durante un rato mientras las luces titilantes del Metro lo hacían desesperar. Al final, prefirió caminar. Caminó durante un buen rato por las calles, pensando que en cuanto llegara a su colonia estaría a salvo. Sus pasos sonaban casi sordos en las agrietadas aceras que encontraba a su paso, su respiración sonaba normal. Las calles se iban haciendo más oscuras conforme avanzaba y se adentraba en parajes urbanos mucho más agresivos y plagados de graffiti en los que estaban plasmadas las odiseas del resto de la humanidad en el espacio, de todas las victorias que habían cosechado en aquellos planetas rebeldes que se obstinaban en negarle su amistad a la raza humana. Los ruidos que se escuchaban en la espalda del hombre le dieron escalofríos y sintió una necesidad apremiante de correr. Se concentró en hacer que sus piernas avanzaran lo más rápido posible, pero en un momento dejaron de funcionar. ¡Maldita tecnología de fayuca! Tirado en el piso, solamente pudo ver la sonrisa de aquella chica de ojos tristes que estaba dando órdenes precisas para desmantelar sus brazos y piernas. Entre la oscuridad y las capuchas no había muchas oportunidades de ver a sus atacantes. En medio de aquella calle, sólo se escuchaba el ruido de los tornillos cayendo y una cortadora portátil encendida. ¿Dónde estaba la policía en un momento como ése? 79
Una vez que terminaron de desvalijarlo, decidieron dejarlo muy cerca de la estación de taxis más cercana. ¡Era lo menos que podían hacer por el benefactor de sus futuras drogas! Una vez que se le pasara el susto podría volver tranquilo a su casa. N pensó en matarlo, pero sería mucho trabajo deshacerse del cuerpo y el ácido era cada vez más complicado de conseguir. Era mejor así. Era una suerte que el mercado negro estuviera abierto las veinticuatro horas, en especial cuando tenían una mercancía tan buena, una que valía la pena revisar después de un par de fiascos con los falsificadores que llegaron de la provincia hacía un par de semanas. Los traficantes le dieron a N y su banda un pago más o menos decente por aquellas piezas que serían vendidas en los restos de aquel país destrozado. No es como si pudieran rechazarlo de todas formas. Ella regresó sola a su cuartucho de mala muerte que se hallaba en los restos de la colonia Buenos Aires, acomodando su equipo en la entrada de forma descuidada, como si en verdad no le importara que todo se arruinara, al fin y al cabo, todo estaba desordenado en su casa.
Como si fueran un recordatorio de los días pasados, las cucarachas se arremolinaban en el cuartucho de N, con lo cual se hacía más evidente el aspecto deteriorado y sucio del lugar. Obtener las piezas no había sido muy difícil, pero apenas había ganado lo necesario para poder costearse un poco de XTS que la sacara de aquella miseria con su poder de alegrar el humor de sus consumidores. Ya estaba amaneciendo, las luces de neón se iban apagando poco a poco conforme salían los rayos del sol por el oriente, y ella aún tenía que terminar de planear mejor el próximo atraco. Recientemente le habían llegado rumores de una fábrica de androides en la vieja frontera con Estados Unidos en donde no había vigilantes. Nada podía ser más fácil que eso, ¿qué más podía pedir? Todos estaban sumidos en el mismo sistema corrupto que los orillaba a olvidarse de su humanidad, como si estuvieran atrapados en una gran reacción en cadena que se reproducía en bucle. Sin duda aquel día había sido ajetreado, pero el mercado negro siempre estaba abierto en NeoTepito, con mercaderes dispuestos a comprar y vender toda clase de mercancías. Nada fuera de lo usual en los restos del tercer mundo. ¬
▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 2. FOTOGRAFÍA (2021).
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REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
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Narrativa / Relato
El sigilo del maestro Alejandro Javier Panizzi
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asta donde se sabe, la primera noticia de cierto suceso fue proporcionada o concebida por el abogado Julián Ripa. Mucho antes de convertirse en escritor, fue incapaz de declinar su vocación docente y la ejerció en la Escuela rural con internado N° 15 de la Colonia Pastoril Cushamen, en la Provincia del Chubut, entre los años 1936 y 1943. En su libro Recuerdos de un maestro patagónico, el doctor Ripa evoca de modo idealizado su peripecia en una mísera comunidad indígena en el corazón de la meseta patagónica, y sus crónicas pertenecen a un ambiguo género entre la literatura y la historia o la geografía. Allí anotó cómo se las arreglaba, en ese caserío atormentado por la escasez, el viento terroso y el frío, para enfrentar las penurias que se habían situado delante de sus ojos y llevar alimento a aquellas mesas rústicas, para medio centenar de niños sin recursos de ninguna clase. Sobre Cushamen, un terreno yermo, raso y desabrigado, de viento implacable, en donde el tiempo ha dejado de existir, Ripa describió la suerte, más o menos adversa, de los primeros estudiantes de la escuela: Valeriano, Rosita, Josefina, Casimiro, Victoriano, Leocadio, María Rosa... Hasta que se atrevió a escribirla —y lo hizo con minuciosidad—, negó la realidad de una historia extraordinaria o terrible. Fuera de esta única alusión, la mantuvo cuidadosamente reservada y oculta. No obstante esa precaución, no logró evitar que el misterio se hiciera público. Ocurrió durante una gélida madrugada de 1943, su último año como maestro rural. Los varones de la escuela, aterrorizados, lo despertaron porque en el aula empleada como dormitorio había un diablo que se les arrimaba, se trepaba a los bancos y se colgaba de los tirantes del techo. La descripción que de él hicieron los escolares se detiene en los detalles más pequeños, incluso en los gestos y en el REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
color de los ojos. Era un demonio ágil, menudo y brillante como el fuego. La crónica del docente describe el enorme esfuerzo con el que, sin éxito, procuró convencer a sus estudiantes, linterna en mano, de que no había tal diablo, que era una mera superstición y que sólo existía en las leyendas de los antiguos araucanos. El alboroto de los varones hizo despertar a las niñas. María Rosa le pidió a gritos al maestro que creyera en lo que, con unanimidad, clamaban las voces lastimosas de esa veintena de chicos, requiriendo protección, estremecidos por el demonio. La partida de Ripa del paisaje disperso de Cushamen se atribuyó a la decisión de iniciar su carrera de abogado. Aunque no es difícil conjeturar que el repentino cambio fue orientado por aquel suceso, cuya ocurrencia prosiguió asignando a la imaginación de sus discípulos, hasta el fin de sus días. La mayoría de esos niños y niñas pasaron toda su vida en Cushamen y adquirieron allí una buena educación en trabajos rurales, a pesar de que muchos de ellos vivirían después de sueldos públicos. Hasta la llegada de otro director, los Calfuquir, Valeriano y Leocadio, luego de la partida de Ripa de la aldea, se hicieron cargo del grupo a duras penas. Leocadio —cuya fama de invencible domador de caballos se extendió por toda la Patagonia— no se marchó sino hasta poco después de la muerte de su hermano mayor. María Rosa, con el tiempo, contrajo la capacidad de invocar al dueño de la tierra y de los hombres y se le atribuían destrezas extrañas a la razón. Desde chicos, los Calfuquir, fueron diestros en las faenas de campo tradicionales. Para ganarse la vida, recorrían la meseta y el sur de la provincia participando en festivales de jineteada acá y allá y con frecuencia, practicaban la trasquila de ovejas. Una madrugada de otoño, Leocadio soñó, con vigor, que estaba obligado a huir, pero sus piernas no podían moverse. Despertó apenas. Sintió que no contaba con la lucidez sufi81
ciente como para reconocer la diferencia entre el ensueño y la vigilia. Pero sí bastante como para concebir la esperanza de algún vestigio, un rasgo inmaterial que le permitiera interrumpir ese entresueño. Con esa inteligencia precaria, supuso que otros ojos lo veían, que atraían la tenue luz de la luna reflejada en su cara. Se sintió observado y reconocido. Oyó una respiración y por fin, unos pasos que se alejaron. Quiso abrir los párpados y acabar con esa ardua representación. Poco a poco fue recobrando la conciencia. Al fin, la opresión del corazón y la dificultad de inhalar y exhalar el oxígeno de sus pulmones lo obligaron a despertar por completo. Pudo levantarse y fue hasta la pieza de Valeriano. Lo halló enfermo, duro como un vidrio y con los ojos abiertos mirando a la nada. En todo su recorrido creyó sentir el vaporoso calor de una presencia próxima. A la mañana siguiente, María Rosa anunció al poblado que el demonio y su sombra habían visitado una vez más a los Calfuquir. Durante los días sucesivos, Leocadio se negó a encontrar explicación a la dolencia de su hermano, que siempre tuvo, igual que él, una salud infranqueable a los deterioros. Valeriano empeoraba. Comenzaron a petrificarse su piel y sus huesos y después, sus órganos. Nadie supuso que su muerte fue provocada sólo por una grave enfermedad. Para entonces, también comenzaron a percibirse ruidos inexplicables y otros fenómenos físicos en las casas de adobe. Estos hechos y la revelación de María Rosa excitaron las inquietudes de todos. Tres días después del funeral de Valeriano, promovido por aquella sublevación colectiva de los ánimos, el cura de la localidad de El Maitén, distante de Cushamen, apenas a un viaje de ambulancia, compareció inopinadamente para hacerse cargo del asunto y desbaratar las supersticiones autóctonas. Horas antes del arribo del sacerdote a la aldea, en una infeliz jineteada, Leocadio se animó con un potro invicto de Sarmiento, bautizado Conmigonó, como para tornar ociosa toda explicación. Un jinete imbatible montaría un caballo indomable. De un corcovo irreal, el potro frustró la exhibición de la destreza del jinete y le hizo perder, por completo, el movimiento de sus piernas. Lo llevaron al hospital de Esquel, donde sólo permaneció internado unos pocos días.
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El cura era un hombre viejo, proveniente de Italia, rudo y de ingenio perspicaz, que abominaba de los indígenas, en especial, de los antiguos mapuches y tehuelches, a quienes acusaba de idólatras y politeístas. Todos, de inmediato, lo ungieron como exorcista, como representante de la comunidad y enemigo legítimo contra el espíritu maligno. El sacerdote no contradijo esa investidura. No esperó al domingo, sino que dispuso que esa tarde se efectuara la misa contra el ángel de la perversión. Mientras una camioneta trasladaba a Calfuquir a la ciudad, se hacían los aprestos para la ceremonia. En Esquel, Leocadio compartía la sala con dos hombres, un joven albañil al que los médicos no se animaban a operar, que se recobraba de una cirugía del apéndice, y un policía que había recibido un disparo accidental en el abdomen. A poco del arribo de Calfuquir, el policía, como se esperaba, falleció. Esa noche el albañil abandonó a toda prisa su convalecencia pidiendo auxilio. Dijo que Leocadio hablaba con la voz del policía muerto. Aunque nadie se lo tomó con seriedad, el joven no permitió que lo reinstalaran en la misma sala que Leocadio. Desde entonces, se lo culpaba de generar la sospecha de algo peligroso, de un daño muy próximo. En el hospital no se atrevían a mirarlo a los ojos por temor a que leyera en ellos lo que pensaban. Más allá de esas desmedidas valoraciones, lo cierto es que Leocadio no presentaba mejoría alguna y los médicos habían resuelto trasladarlo a otra ciudad para someterlo a una cirugía. O para deshacerse de él. Como no había capilla, el cura llevó el conjuro a cabo en el aula de la Escuela N° 15. El anciano esperó el silencio perfecto y luego de persignarse fue directo al grano. —Mi misión en la Tierra es evitar que los espíritus inicuos dominen este mundo. El mismo Satanás y los sirvientes que se le unieron en su rebelión contra Dios pueden convertirse en personas reales. Seamos fuertes y enteros contra las maquinaciones del Diablo. ¡No nos dejemos dominar ni abatir! Me pongo al frente de esta guerra que no es contra hombres, sino contra el amo de la oscuridad, contra las fuerzas espirituales malvadas, enemigas de la humanidad y del Altísimo. ¡Fuera de este pueblo, Satanás!
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▶ Danilo Oliva Mura. El tren más lento del mundo 7. FOTOGRAFÍA (2021).
Al día siguiente, el cura murió. Lo encontraron muy temprano, frente a la escuela, en un canal de agua seco, que un par de décadas atrás Ripa y sus alumnos habían desviado del arroyo Cushamen, con picos y palas. Tenía un corte en todo el borde del cuero cabelludo desde una sien hasta la otra, y pasaba por sobre las orejas y la base de la nuca. Le habían levantado la coronilla y le taparon la cara con ella. En la parte interna de la piel que cubría el cráneo, habían colocado los ojos en el lugar de las órbitas de donde fueron extirpados. La mañana de ese mismo día, Conmigonó murió indómito y llevaron su cuerpo al predio de jineteada Sarmiento, en el que fue sepultado con honores. El hecho de que Leocadio estuviera en Esquel en ese momento constituía una coartada irrefutable de ambos sucesos, pero no una buena excusa. La séptima noche de su internación, Leocadio recuperó la movilidad sin esperar la opinión ni el alta de los médicos y regresó por sus propios medios a Cushamen. El pueblo se atestó de policías, quienes a pesar de su
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excesiva cantidad no lograron conquistar ninguna pista del homicidio del sacerdote, ni comprenderlo, ni explicarlo. El mero transcurso del tiempo y el fracaso de la pesquisa consagraron al asunto como irresuelto, hasta que, con la aprobación de la comunidad, se disipó. Leocadio Calfuquir carecía de toda inclinación pecaminosa, pero, además del don de la curación propia, era capaz de imitar la voz de los muertos. Según dicen, hasta de hablar con ellos. Todavía doma caballos en el campo de Malerba, en Buen Pasto. No lejos de donde enterraron al tenaz potro que lo dejó tullido por una semana. Oficialmente, aquellos eventos carecen de realidad y sólo consisten en la imaginación de mapuches tardíos. Acaso para eludir la tragedia universal de los hombres y de su historia, no hay persona en Cushamen que se atreva a admitirlo, pero saben que existe un diablo brillante o invisible en la meseta patagónica. Todos conocen que hubo un secreto, pero nadie, que hubo dos. O casi nadie. Julián Ripa lo sabía. ¬
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Poesía
A la intemperie Damarys González Figuras delgadas recorren las calles Se reúnen y se dispersan aleatoriamente Agujas andantes cíclopes cuyas bocas han desaparecido dentro de sus grandes ojos Todo lo enmarcan los agujeros de sus rostros bolas de cristal de adivinos desesperados Sus cráneos son los portarretratos en los que se desvanecieron antiguas imágenes De un lado a otro corren jóvenes con los rostros velados Máscaras improvisadas que asignan una identidad colectiva Todos son el mismo joven inquieto desesperado, multiplicado El rostro se cubre para sofocar el incendio del pensamiento Cuerpos vendados ante el presagio de la herida Camuflaje que intenta resguardarlos de su destino burlar al ojo de la muerte Calles repletas de estatuas de sal Cuerpos que voltearon a ver la ciudad destruida y no pudieron alejarse La llovizna constante deshace sus cuerpos Continúan erguidos en la memoria Allí no los disuelve el llanto Gritan No desaparece el destello 84
de desesperación en su mirada Niños eufóricos soldaditos que continúan atravesando el fuego y el terror Los animales deambulan delgados y cenicientos como encantados por algo invisible a nuestros ojos Parecen alucinaciones nuestras que a la vez alucinaran otras imágenes en el vacío Una niña permanece arrodillada en un montículo con la mirada fija en el cielo como si buscara una grieta que le indicara que todo está a punto de desplomarse Pesadilla circular, del mismo tamaño de la esmerilada y sucia lente del mundo El pensamiento se adapta a cualquier situación Ofrenda sus escrúpulos en el altar de la supervivencia Tiembla la línea del alma entre dos hemisferios que son el norte y el sur de la locura La pupila continúa dilatándose Se detiene el pensamiento, cansado El cuerpo regresa a la posición fetal intenta refugiarse en su memoria madre del hijo sin patria sin pertenencias, sin sueños REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
abatido por un cansancio que aún no quiere ser muerte Hombre que apoya la cabeza y regresa por un momento al oscuro silencio anterior al delirio
duerme despierta en la madrugada se asoma a la ventana ve un perro delgado, ceniciento, que tiene la mirada fija en el vacío. ¬
▶ Marbeli Valdivia.. Sempiterno. Pintura acrílica sobre lienzo (2020).
REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 #9 //RURALPIUNK PARIAS
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AUTORES Atenea Cruz (Durango, 1984), Licenciada en Letras (UAZ). Autora del libro de cuentos Corazones negros (2019), la novela Ecos (2017) y los poemarios Asuntos al reverso de papeles diversos (2015) y Suite de las fieras (2012). Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017 y becaria del Fonca 2019. Ha colaborado en revistas como Letras Libres, Tierra Adentro, Luvina, Punto de Partida y Playboy. Naief Yehya (Ciudad de México, 1963). Estudió ingeniería industrial en la UNAM. Ha publicado la novela La verdad de la vida en Marte, Camino a casa, Obras sanitarias, Historias de mujeres malas, Pornografía, obsesión sexual y tecnológica (2012), Guerra y propaganda (2003) y El cuerpo transformado (2001). Es colaborador de Corriente Alterna, Despegue, El Gallito Inglés, El Nacional, Generación, Golem, Graffiti, La Pus Moderna, Milenio, Mix-Up, Moho, Rino, Sábado, Tierra Adentro y Vértigo. Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975). Ingeniero físico con especialidad en biotecnología, doctor en historia y filosofía de la ciencia y candidato a doctor en literatura. Ha recibido los premios nacionales como el Bellas Artes San Luis Potosí 2001, Edmundo Valadés 2004, Gilberto Owen 2017 y Malcolm Lowry 2018. Es miembro del SNCA y entre sus libros publicados destacan Todos santos de California, Perorata, Estética de la penuria: el colapso de la civilización occidental entre los guaycuras, Indio borrado y Okigbo vs. las transnacionales y otras historias de protesta. Se le considera el autor de uno de los cuentos más cortos en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá. Lola Ancira (Querétaro, 1987). Licenciada en Lenguas Modernas en Español por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, Laberinto, El Cultural, La Jornada Semanal y Punto de Partida. Es autora de Tusitala de óbitos (Pictographia, 2013 / Fondo Blanco, 2021), El vals de los monstruos (FETA, 2018) y Tristes sombras (Paraíso Perdido, 2021). Coordinó, junto con Miguel Lupián, la antología de cuento fantástico Gabinete de historias extraordinarias (Universo de libros, 2019). Fue seleccionada por la FIL Guadalajara 2019 como uno de los ocho talentos mexicanos para su programa literario ¡Al ruedo! Actualmente imparte talleres y cursos de cuento y literatura fantástica. Erick J. Mota (La Habana, 1975). Escritor, editor y licenciado en Física. Ha publicado los libros Bajo Presión (Gente Nueva, 2008); Algunos recuerdos que valen la pena (Abril, 2010) y La Habana Underguater (Atom Press, 2010). Editó durante años el e-zine Disparo en Red, y ha recibido diversos premios internacionales por su obra. Xóchitl Olivera Lagunes (Ciudad de México, 1985). Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. Ha publicado relato, cuento, ensayo y poesía en las revistas Cronopio, El Universal, Especulativas Mx, Tierra Adentro y El beisman. Ojos de gato (2016) fue su primera novela. Ha impartido talleres de narrativa y es cofundadora y editora de la revista digital Semillas de sauce. En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas. Juan Carlos Hidalgo (Pachuca). Embajador de Tuzolandia por el mundo. Su novela más reciente es Ya no más canciones de amor (Ed. Gato Blanco). Forma parte del Consejo editorial de Marvin y coordina las colecciones Rock para leer y Tinta sonora. Forma parte de la Red de Periodistas Musicales de Iberoamérica (REDPEM). Su libro más reciente se llama Una ópera egipcia, poemario a partir de un álbum de Los planetas. Magdalena López (Ciudad de México, 1992). Es licenciada en Literatura y Creación Literaria por parte del Centro Cultural Casa Lamm, y maestra en Literatura Mexicana Contemporánea por parte de la UAM. Es autora del libro de cuentos Insomnes (La tinta del silencio, 2020). Cuenta con trabajos publicados en revistas y medios digitales, tales como: Alarma!, Bicaal’ú, Algarabía, Penumbria y Zarabanda. Actualmente, se dedica a la docencia y a la investigación, ámbito en el que se especializa en las teorías de la representación y los estudios culturales aplicados a las narrativas latinoamericanas contemporáneas. Krsna Sánchez (México, 1988). Escritor de ciencia ficción, fantasía y terror. Ganador del 4° concurso de cuento de ciencia ficción Las cuatro esquinas del universo (UNAM) Mención honorífica del XXXIV concurso nacional de cuento fantástico y de ciencia ficción. Ganador de la categoría de cuento en el Bazar de los Horrores de Fóbica Fest 2020. Autor de los libros Inventamos enemigos más útiles y Mundos impostores. Ha publicado en diversas revistas de México e Hispanoamerica. Becario del Fonca en 2019 y 2021. Jeannette Realpe Castillo (Quito, Ecuador). Maestra en Creación Literaria por la Universidad Internacional de Valencia. Su práctica literaria se vuelca hacia la ficción especulativa anclada en las vivencias propias, la memoria colectiva, familiar y el entorno
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político-social del presente y el pasado de su entorno. Ha publicado cuentos y relatos en revistas y antologías de Ecuador, España y América Latina. Miguel Ángel Martínez Monter (México, 1989). Maestro en Ciencias sociales, licenciado en Psicología por parte de la UAEH) y fundador de los sellos Nuestro Grito Cartonero y Pachuk´ Cartonera A. C. Karla Hernández Jiménez (México). Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines. Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina). Publicó las novelas Soltando la mano, La puerta de Sierras Bayas y Mercancía sin retorno, entre otros. Ha obtenido premios literarios y sus textos se publican en antologías y revistas de Hispanoamérica. Eduardo Omar Honey Escandón (Ciudad de México). Ing. en sistemas. Participante desde los noventa en talleres literarios. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Cuentos suyos han sido premiados e incluidos en diversas antologías. Carlos Bryan Brito Soriano (México). Ingeniería en producción musical. Ha tomado cursos, talleres y seminarios de música, cine y filosofía en instituciones como el Centro Morelense de las Artes, el Centro de Capacitación Cinematográfica y 17 Instituto de Estudios Críticos. Rogelio Silva Cerna (México). Narrador y artista visual. Autor del libro Anatomía transparente. Ha sido publicado en diversas revistas literarias como: Himen, Retruécano, Estrépito y Materia Escrita. Jorge Pérez (México). Licenciado en Administración y Técnico en computación egresado de la UNAM. Publica cuentos cortos en su blog y microcuentos en Twitter bajo el usuario @T_contare. Guillermo Reyes (San Luis Potosí, 1986). Estudió la Licenciatura en Diseño Gráfico en la UASLP. Es escritor de cuentos e ilustrador por interés y exploración personal. Alejandro Javier Panizzi (Lomas de Zamora, 1964). Su vida transcurrió entre el amor por la literatura y los fracasos amorosos. Adriana Letechipía (México). Maestra en Ciencias en Biomedicina y Biotecnología Molecular. Lectora y escritora de ciencia ficción. Presidenta actual de la Tertulia de Ciencia Ficción de la Ciudad de México. Javiera Fuentes (Chile). Licenciada en Letras Hispánicas. Amante de los libros y el té. Comenzó a escribir en 2020. Actualmente trabaja como asistente editorial en Ediciones Liz y arma su proyecto editorial de ficción especulativa Cruz de Palqui. Pedro Cadejo (Guatemala). Psicólogo, psicopedagogo, fotógrafo, lector-escritor, melómano y trekkie. Buscador y arqueólogo de letras, imaginador de futuros posibles. Colaborador en gAZeta.gt, Exocerebros y Letras en Directo. Gestiona el blog lacuevadelcadejo.wordpress.com. Damarys González (Caracas, 1973). Poeta y artista plástica. Su poesía figura en varias antologías colectivas nacionales e internacionales. Ha sido merecedora de algunos premios literarios. Tiene en su haber una decena de poemarios. Marbeli Valdivia (Cusco, Perú). Artista plástica amateur. Confeccionista Textil de profesión. FB, IG: @ArtesMarbeli Danilo Oliva Mura (1978). Fotógrafo chileno. Miembro de la Agrupación de Fotógrafos Independientes de Marga Marga. Ha colaborado en publicaciones como Proyecto Lima B, Misty City (2017) y Norte Experimental (2018). Norma Pérez (Xalapa, México). Diseñadora gráfica. En ocasiones ilustra inspirada en sus sueños. Alejandro Vega Gaona. Ilustrador mexicano. FB, IG, YT: @aldevaranwolfen. María Susana López (Quilmes, Argentina). Artista plástica, ceramista, escritora y profesora de Ciencias Naturales y Enseñanza Primaria, artista plástica. Ha participado en varias muestras, exposiciones, concursos literarios, antologías y revistas. Otto Cázares. Ilustrador mexicano. Itzel García. Diseñadora mexicana. Miguel Ángel Lara Reyes (Toluca, México 1984). Colaborador de la revista Página Salmón. Sus trabajos han sido publicados en revistas y en la antología Años luz (Activarte, 2018). Rafael Tiburcio García (Villahermosa, 1981). Escritor, melómano y locutor. Conduce y produce los podcasts Indisciplina y Espejo Humeante. Autor de Cuentos de bajo presupuesto (2014), Rabia | Ikari (2015). Mención honorífica en el Premio de Libro de Cuentos Imaginación y Futuro de MexiCona. FB, TW, IG: @juancorvus.
REVISTA ESPEJO HUMEANTE #10 / PARIAS
CONVOCATORIA “Lenguaje” La revista Espejo Humeante INVITA a participar en su undécimo número mediante las siguientes: BASES 1. Podrán participar autores e ilustradores de cualquier edad, género y nacionalidad presentando un trabajo original escrito en español, o en cualquier idioma o lengua originaria latinoamericana siempre que incluyan su respectiva traducción al español, cuyo tema sea: LENGUAJE. 2. Los participantes enviarán un único texto de ciencia ficción, o de cualquier variedad de ficción especulativa, cuyos temas o conflictos aborden aspectos en relación con el lenguaje y la comunicación y la forma en cómo estos inciden en las relaciones interpersonales, sociales, con la tecnología, con el conocimiento, la percepción, la construcción de la realidad, la inclusión, los idiomas ficticios, el control social, entre otras. 3. Recibiremos colaboraciones de los siguientes GÉNEROS: o Cuento / Relato: máximo 2000 palabras. o Ensayo / Artículo / Crónica: máximo 2000 palabras. o Reseña: máximo 700 palabras. o Microficción: máximo 500 palabras. o Poesía: máximo 500 palabras o 90 versos. o Artes visuales: hasta 5 ilustraciones (tema libre). 4. El texto deberá enviarse en un archivo de Word escrito en fuente Times New Roman, a 12 puntos. El documento no deberá incluir el nombre del autor y deberá nombrarse según el siguiente formato: “[Género]-Parias-Título.docx”. Ejemplo: “Cuento-Lenguaje-Demonionegro.docx”. 5. Para ARTES VISUALES, recibiremos de 1 a 5 ilustraciones, preferentemente del mismo estilo, en formato .jpg o .png, con un tamaño mínimo de 1000 y máximo de 3000 pixeles por lado. Cada imagen deberá nombrarse según el siguiente formato: “Autor-Título-técnica-año.jpg” o “.png”. Ejemplo: “OmarMoreno-Orbis-collagedigital-2021.jpg”. 6. Los textos e ilustraciones se enviarán a través del siguiente formulario de Google: https://forms.gle/qXSoBQuFzrRWYegcA Además de cargar su participación en el formulario, se les solicitarán su nombre artístico, semblanza breve y otros meta-
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datos. Toda la información que proporcionen será tratada con absoluta confidencialidad por parte del comité editorial y sólo se dará a conocer aquella estrictamente necesaria para la difusión de los trabajos que resulten seleccionados. 7. El formulario permanecerá abierto para la recepción de colaboraciones del 22 de octubre al 7 de noviembre de 2021. 8. Los autores e ilustradores seleccionados serán dados a conocer en el sitio web y las redes sociales de la revista la cuarta semana de diciembre de 2021. 9. Los autores seleccionados aceptan que el material de su autoría sea sometido a las correcciones pertinentes de estilo, forma o fondo, en caso de que el comité lo considere necesario. Espejo Humeante procura mantener un cuidado editorial riguroso, siempre en beneficio de la obra, por lo que no participar en estas revisiones y sugerencias será motivo de descalificación. 10. Los trabajos se publicarán en febrero y abril de 2022. 11. Espejo Humeante es un proyecto independiente, sin fines de lucro y de publicación gratuita; por tanto, no ofrecemos pago por los textos. 12. Sobre los derechos de autor: los escritores e ilustradores publicados conservan todos los derechos sobre sus obras en todo momento y pueden reproducirlas en otras publicaciones; sin embargo, solicitamos que, por respeto a nuestro trabajo editorial nos otorguen un periodo de exclusividad de dos meses para promoción y difusión. Asimismo, son responsables de las opiniones que expresen. La responsabilidad sobre la legitimidad de los derechos de propiedad intelectual o industrial correspondientes a los contenidos aportados por quienes envíen material para su publicación, recae exclusivamente en quienes los envían, y de ninguna manera sobre la revista o el comité editorial. 13. El comité editorial está facultado para descalificar cualquier colaboración que no cumpla con los requisitos de esta convocatoria y no estará obligado a dar razón del rechazo de ningún trabajo. La participación implica la aceptación de todas las bases. Contacto: espejohumeanterevista@gmail.com https://espejohumeanterevista.wordpress.com Facebook, Twitter, Instagram: @EspejoHumeanteR
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