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JULIO CEJA VS. JAMIE MCDONNELL lucas matthysse vs. lamont peterson pág.5

ESTA REVISTA SE REALIZÓ CON APOYO DEL ESTÍMULO A LA PRODUCCIÓN DE LIBROS DERIVADO DEL ARTÍCULO TRANSITORIO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO DEL PRESUPUESTO DE EGRESOS DE LA FEDERACIÓN 2012.

EDITORIAL

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adrian el confesor hernandez los caminos de la experiencia

el peso de los suenos sobre pág. 13 saul alvarez y floyd mayweather jr

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PILOTOS EN LA TORMENTA

primeras abducciones de aaron pryor

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Sonny Liston fue el campeón de los pesos pesados apenas durante tres años pero la huella que dejó (si bien por razones más extra deportivas que deportivas) ha sido duradera. Fue, sin duda, un peleador, fuera y dentro del ring, pero al final, como a muchos, fueron los enemigos fuera del cuadrilátero quienes lo vencieron. Su muerte estaba envuelta en el escándalo, pero no más.

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Esquina Boxeo es una publicación mensual de Ediciones La Dulce Ciencia S.R.L. de C.V. Periodo de exhibición: junio de 2013. Reserva de derechos de título en trámite. Domicilio: Morena 1306, interior 303, colonia Narvarte, México, D. F., CP 03020. Ejemplar gratuito. Prohibida su venta. Publicidad: (044) 55 1513 2910 Redacción: (044) 55 2304 6897 e-mail: redaccion@esquinaboxeo.com Editor responsable: Rodrigo Castillo. Edición: Rodrigo Castillo, Rodrigo Márquez Tizano y Mauricio Salvador. Editor en EUA: Carlos Acevedo. Diseño: Juanjo Güitrón. Formación: Ana Laura Alba. Consejo editorial: Carlos Acevedo, Pablo Duarte, Luis Carlos Hurtado, Luis Felipe Ortega, Hilario Peña y Juan Manuel Vázquez.


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Mauricio Salvador @mauriki

fotos POR Juliana Alvarado

Adrián El Confesor Hernández: LOS CAMINOS DE LA EXPERIENCIA

xcepto por la estructura metálica que cubría el ring, no había ningún otro elemento que pudiera aislar a los peleadores del calor que aquella tarde azotaba a la capital de Tailandia. Incluso en video, las imágenes de la primera defensa de Adrián El Confesor Hernández contra Kompayak Porpramook parecen sobreexpuestas, producto de la poca pericia de los productores antes que del fulminante sol que azotaba el ring montado en las instalaciones del 11 Regimiento de Infantería, en Bangkok. Incluso la lona y las cuerdas, blanquísimas, reflejaban el calor desde todos los ángulos posibles. El cálculo parecía bueno. En los niveles más altos cualquier ventaja puede ser significativa. Adrián Hernández viajó a Tailandia en diciembre de 2011 para realizar la primera defensa de su cinturón del Consejo Mundial de Boxeo de la categoría de los minimoscas. Aquella defensa representaba el primer paso del sueño que muchos peleadores tienen: defender su título, ser campeones por mucho tiempo. Para Hernández la aventura representaba un riesgo considerable (como el que años atrás experimentara Juan Manuel Márquez cuando viajó a Indonesia para defender su título ante Chris John), porque Kompayak Porpramook era un veterano de casi medio centenar de peleas, invicto desde 2006, que en los últimos años había hecho de su natal Tailandia un bastión invencible. Como muchos boxeadores tailandeses, Porpramook comenzó su carrera en las disciplinas del Muay Thai y el kickboxing. Y como muchos boxeadores su educación fue prácticamente inexistente y su desarrollo marcado por la pobreza en que vivía su familia. Junten estos elementos, más una pelea de campeonato mundial más el orgullo nacional y lo que obtendrán será un peleador

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fiero en el mejor sentido de la palabra. Además Porpramook tenía que ser fiero: Quería comprar una casa a sus padres. La pelea no fue fácil, para ninguno. Hacia el noveno y décimo round Hernández lanzó varios ataques para terminar de una vez por todas con el martirio producto de los intercambios, del calor y de la dureza del tailandés. Pero fue Porpramook, sin embargo, quien en el décimo round conectó una combinación de izquierda y derecha a la quijada con la que mandó a la lona al mexicano. Agotado y lastimado, Hernández fue incapaz de superar la cuenta de protección. “Mi estrategia no fue la adecuada”, recuerda Hernández. “Fajarme con él. Y más en su país, bajo el calor, que me sofocó mucho. En el round 10 estaba muy cansado. Y además del derechazo fue el cansancio lo que hizo que ya no me parara”. Poco menos de un año después, en octubre de 2012, Porpramook viajó a la ciudad de Toluca para ofrecer una revancha al ex campeón. A diferencia de Porpramook, El Confesor no había usado las ventajas inherentes de Toluca, situada a una altitud de 2600 metros de altura sobre el nivel del mar. Antes de ganarse el derecho a pelear en su lugar natal, Hernández peleó la mayoría de encuentros en el Distrito Federal, Japón (dos veces), Italia (dos veces), Estados Unidos, y ciudades como Cancún, Guadalajara, Boca del Río, León, Ciudad Obregón y Texcoco, donde en el Coliseo Don King, ganó por primera vez el campeonato minimosca del CMB al yucateco Gilberto Keb Baas. En Toluca El Confesor no dejó nada al azar, se dedicó a golpear el cuerpo y en el sexto round un volado de derecha hizo que Porpramook cayera a la lona con la cara desconcertada de quien no sabe lo que sucede ni dónde está. Y con ese golpe las cosas volvieron a dar

un giro. Hernández fue campeón de nuevo y Porpramook regresó a esa categoría de contendientes en la que nunca se sabe si habrá otra oportunidad. La pelea fue una muestra de los muchos elementos que Hernández puede poner en juego si es necesario. No obstante, las siguientes dos defensas contra el panameño Dirceu Cabarca y el nicaragüense Yader Cardoza, mostraron que Hernández tiene todavía muchas cosas que aprender. Su defensa contra Dirceu Cabarca fue un paseo que poco a poco se convirtió en un nuevo martirio. Y contra Yader Cardoza su tendencia a dejarse influenciar por el desorden del rival fue lo que le complicó la pelea. Hernández pudo haber sido entrenado por Ignacio Beristáin, pero no es el típico boxeador técnico que suele darse en el gimnasio Romanza. Hernández es un peleador emocional, que quiere devolver el golpe cuando siente uno y acabar al rival cuando lo nota lastimado. Eso le ha provocado problemas en sus dos últimas defensas, pero es justo lo que lo vuelve también atractivo para las arenas y la televisión. ¿Qué más atractivo que un campeón que puede ser vulnerado, lastimado? ¿Y qué más emocionante que un campeón que logra vencer la adversidad y defender su título? En cuatro duras peleas Adrián Hernández ha ganado toda la experiencia que le será necesaria en los próximos años. En el horizonte campean peleadores de un nivel más alto que el de Cabarca y Cardoza, como Román González, Kazuto Ioka, Donnie Nietes y Moisés Fuentes. “Si un campeón quiere mi cinturón estoy dispuesto a defenderlo”, dice Hernández. Y lo dice con convicción, a pesar de que el tono de su voz siempre es tranquilo y sus maneras nunca inquietan. A los veintisiete años Hernández ha alcanzado ese punto en el que ha acumulado experiencia como boxeador y como persona. Aficionado al cine, al frontón, a estar en casa y a salir a correr con el perro, es el tipo de boxeador que difícilmente cometerá el mismo error dos veces. Ahora ya sabe lo que es ser campeón y lo que es no serlo, lo que pasa cuando se subestima al rival y las consecuencias de no seguir la estrategia propia. Y el panorama es difícil, con tantos campeones de primer nivel en su división. Pero si Hernández logra despuntar no será raro ni una casualidad. Ha vencido a jóvenes literalmente hambrientos de triunfo. Y su victoria sobre Porpramook, a la fecha, queda como la muestra de lo que es capaz cuando se decide a ganar.


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Luis Miguel Estrada O.

EL HORIZONTE SUPERMEDIANO: FROCH VS KESSLER na pelea de revancha suele ser una pelea de ajuste en la estrategia. El púgil que ha resultado el perdedor del primer encuentro tiene mucho más en qué pensar que el que ha resultado el ganador. Bajo el dicho de “si no está roto, no lo arregles”, los hombres de la primera victoria pueden encontrarse plantados con el mismo plan de combate en contra de hombres distintos al combate previo. Mikkel Kessler, campeón regular de los super medianos por la AMB, subió al ring del O2 Arena en Londres con la ventaja psicológica de haber sido el ejecutor de quien esa noche se presentaba como el peleador local, el campeón de la FIB en las 168 libras, Carl Froch. Ambos peleadores, veteranos, resistentes, excepcionales, se habían visto las caras la primera vez en 2010, en el MCH Messecenter, en Herming, Dinamarca. Entonces, el ataque de Froch había pecado de descuidos en la guardia. La paciencia de Kessler había rendido frutos y su precisión

en el golpeo, además de su resistencia y temple al momento de intercambiar golpes, se sumaron para darle la victoria por decisión unánime en su propia patria. La pelea, con todo, había sido apretada como un guante de cirujano. Tres años después, los peleadores reiniciaron justo donde se quedaron. Los últimos rounds de su primer encuentro estuvieron inundados por la fiereza de hombres que desprecian la derrota. Froch se encontraba invicto y Kessler sólo había perdido en dos ocasiones. Al arrancar el encuentro del 25 de mayo de 2013, Froch no ofreció un predecible round de estudio, pues había tenido doce rounds previos y tres años de espera en pos de la revancha contra el hombre que le quitó lo invicto. Los primeros rounds se apilaron en favor de Froch debido a su golpeo constante, a su agresividad efectiva y al evidente ajuste en su boxeo defensivo. Aunque su mano izquierda permanecía desmayada, reptando como una serpiente a la espera

del ataque, la derecha mantenía cerrada la entrada de los guantes enemigos, convertida en un parapeto de movilidad fluida. Además, las piernas, que le permitieron mantenerse en la distancia y ritmo propios de un inglés de brazos largos. El round dos marcó un claro ejemplo: Kessler, tocado por la derecha, se sujetó al cuerpo de Froch por un momento. Es posible que la paciencia que Kessler tuvo en su primera pelea, y que lo hizo ganar en el largo aliento, haya jugado en contra suya en esta ocasión. Trataba de contrarrestar el bombardeo constante de Froch sin precipitarse pero no encontraba espacio para sus mejores golpes, los veloces ganchos izquierdos y los dolorosos rectos de derecha que en la primera pelea le habían hecho daño a Froch. Kessler atacaba, contragolpeaba, pero no era igual de efectivo que en el combate anterior. Froch recibía sin dejar de soltar, pero cuando se tomaba descansos, como en el siete, Kessler sacaba lo mejor de los intercambios, un terreno peligroso

Julio Ceja vs Jamie McDonnelL

El corazón, cuando de por medio están los principios más enraizados, irriga una especie de voluntad reservada. Y Ceja, consciente de que la pelea estaba por completo del lado inglés, como un león herido, hizo uso racional de los deberes mínimos a los que un peleador está obligado: salió a buscar la pelea porque en su récord como invicto un descalabro a tan corta edad lo pondría como un peleador menor a los ojos de los mexicanos, eso fue lo que Ceja comenzó a trabajar en su mente, lo que posiblemente Beristáin le decía. Así que Pollito Ceja salió al décimo, onceavo y último con una estrategia aún más agresiva pero sin perder el control de sus piernas y sin bajar la guardia. En el onceavo Ceja tiró un recto y un volado de izquierda que pusieron en malas condiciones al inglés; Pollito fue al frente buscando conectar una combinación lo necesariamente efectiva contra Jamie, pero no sucedió, y ahora el reloj estaba en su contra. Llegó el doceavo. McDonnell se sintió lastimado en los rounds anteriores; Ceja lo supo y fue a noquearlo, pero no contó con que el peleador inglés saldría a combatir con las mismas armas a un Ceja iracundo, rabioso, que tiró tantos golpes como pudo para lastimar en lo posible a un McDonnell concentrado y fuerte a pesar de lo viejo del lío. Había que convencer a los jueces, y los últimos treinta segundos del doceavo se convirtieron en una ráfaga de puños que entraban en los rostros de ambos peleadores. La pregunta ahora es: ¿Cuánto le durará el reinado al inglés? ¿Cuándo, fuera del Reino Unido, será abatido Jamie McDonnell? Es posible que en menos de lo que canta un gallo.

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Rodrigo Castillo @roodericus

l boxeo es una práctica dinámica, arriesgada, que involucra sabiduría y crueldad. El sábado 11 de mayo un jovencísimo peleador mexicano sabía esto, un peleador que tuvo que viajar lejos de su país como un completo desconocido para intentar ser el campeón gallo de la FIB, con un clima apenas arriba de los cero grados centígrados, sin su público, y con la tonada de la canción “Seven Nation Armey” de The Whites Stripes, animando a la hinchada inglesa durante toda la pelea. Julio Pollito Ceja (24-1-0) no fue sino una simple nota al pie dentro de las obras completas de Shakespeare, después de los 12 episodios en que Jamie McDonnell logró dominarlo, rompiendo así la racha de victorias del mexicano y consolidándose como uno de los pesos gallos del momento. En los primeros rounds Ceja fue el primero en aterrizar la teoría en la práctica; sabedor de la estatura y alcance de McDonnell, salió a buscar en la distancia corta la manera de incomodar el lío. Sin embargo, las combinaciones interesantes de la pelea no se dejaron ver sino hasta el tercer y cuarto round, cuando Ceja comenzó a soltar más los puños, llevando al inglés hacia las cuerdas. El cierre del cuarto episodio dio una especie de dicha frustrada a los aficionados mexicanos. Mientras Ceja soltó una combinación hermosa con el cross y un upper efectivo y limpio, las cosas no

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Keepmoat Stadium, Doncaster, Inglaterra tardaron mucho en perder su balance, y ya para el quinto round lo que Pollito había aplicado con maestría McDonnell vino a ponerlo en entredicho: la pelea comenzó a nivelarse a tal punto que Ceja, desconcertado, no ocupó las enseñanzas que desde su esquina Ignacio Beristáin le gritaba. McDonnell, el de Yorkshire, se despabiló. Fue como un cubetazo de agua helada que lo hizo más veloz, con movimientos más puntuales sobre el encordado; fue, de un momento a otro, la cacería del gato que va tras un ratón con más seso, sumado a que los puños de Jamie conectaban más efectivamente sobre la humanidad de un Pollito desconcertado. Esa dicha frustrada comenzó a reflejarse en el campaneo que el inglés aplicó a sus piernas, los movimientos de cintura y las fintas que Ceja no pudo descifrar. Al final del quinto round apenas un volado de derecha logró impactar sobre el pómulo izquierdo de Jamie. Nada más. Del sexto al noveno la pelea fue más una historia escrita por los que cantan la victoria superponiendo a su triunfo las incapacidades y torpezas de los vencidos. Pero en Ceja no había tales torpezas, fue el tiroteo de golpes lanzados por McDonnell los que dieron siempre en el blanco, y lo que logró poner al Pollito en problemas, mientras el desgaste por la persecución comenzó a darle la espalda al mexicano.


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para medirse con el peleador danés. Froch ajustó su estrategia, devolviéndola al terreno de presión con que había iniciado y pudo recuperar su peligrosidad. Sin embargo, con el avance de los rounds los intercambios se hicieron más frecuentes, más furiosos, más violentos. Los peleadores experimentados daban una buena lección de box que balanceaba experiencia, elegancia y belicosidad. Tres años de espera bien valieron la pena. Un derechazo profundo de Kessler en el round 11 lastimó el rostro de Froch, que daba muestras de cansancio. Froch continuaba conectando combinaciones precisas con una preferencia clara hacia la cabeza de Kessler; éste le respondía con golpes arriba y abajo, lo eludía cuanto podía, saliendo por piernas en redondo ante la presión que lo enviaba a las cuerdas. Pero no podía sacárselo de encima. La pelea cerró con la misma calidad que la anterior: desbordada en golpes furiosos, en choques de golpeadores de técnica fluida y caminados armoniosos; en la coordinada

violencia de dos expertos en la materia que tiene la excelencia de perder sólo con la élite del boxeo. La pelea fue apenas menos cerrada que la anterior, pero la venganza de Froch suficientemente clara. Con todo, no hubo momentos en que el danés pareciera inferior, sino tan sólo superado por un hombre aún mejor que él; la distancia entre ambos modos de perder es abismal y es esa diferencia se basa separar una paliza de una pelea memorable. La excelente hechura de los peleadores y los combates parejos que han disputado, hace que un tercer enfrentamiento contra Kessler sea una pelea apetecible. Kessler declaró que lo haría, de tener una oportunidad, para definir con la última pelea el score empatado. La calidad de Kessler sustenta su afirmación: ha sido derrotado sólo en tres ocasiones: la primera, contra el legendario campeón Joe Calzhage (retirado invicto en 2008); la segunda, contra el también invicto Andre Ward y la tercera, contra el Carl

Froch de esa noche de mayo. Es un peleador de élite derrotado sólo por peleadores de su misma clase. Froch, entretanto, mantiene dos derrotas: una contra Kessler y otra contra Andre Ward. Es por este escenario que el combate entre Ward también es una apuesta fuerte, como lo afirmó el mismo Froch. Sería la oportunidad de borrar los dos reveses de su palmarés; reveses, que por otro lado, pertenecen al mismo territorio de excelencia que los de Kessler. Actualmente, Froch tiene los cinturones de la AMB y la FIB; Ward es el super campeón de la AMB y hasta anoche era considerado el mejor de su división. Ahora, esa calidad está cuestionada, pues Froch tiene más títulos en las manos, así de claro. En el horizonte de los supermedianos, pase lo que pase, se avecina una borrasca con peleas de alto nivel, con peleas como la que engendró la rivalidad entre Froch y Kessler.

Rodrigo Márquez Tizano @rmtizano

Lucas Matthysse vs. Lamont Peterson n la carretera al infierno, Lucas Matthysse cobra el peaje. Quedó claro cuando el argentino atravesó el Boarwalk Hall en Atlantic City frente a casi 5,000 espectadores y Angus Young berreaba: No stop signs, speed limit /Nobodys gonna slow me down / Like a wheel, gonna spin it / Nobodys gonna mess me round. Quedó claro también cuando Lucas, sin gastarse, diciendo casi hola y chau, mandó a la lona a Lamont Peterson en el segundo episodio con un mandoble zurdo y caro, de órbita amplia y terribles intenciones. Tiene un pacto con la anestesia, Matthysse, una pegada anómala para las 140 libras, pariente wélter y disléxica de aquel narcótico que llevó a Florentino Fernández a ser temido en la década de los sesenta allá donde su nombre se escuchara. Así de pernicioso es el explosivo que lleva “La Máquina” en los puños, una pieza de relojería que bien podría bautizarse como

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“El Problema” si el original “Problema” (ahí mismo, en ringside, gafas de aviador y sombrero panamá calzado hasta las cejas) no hubiese trepado ya de división –lleno de prisa– con tal de evitar hallarse frente a Danny García o al propio Lucas. Lamont Peterson, en cambio, no tuvo otra opción. Ya en el primer asalto le saltaron las costuras, cuando tiraba la zurda y se abandonaba a merced del contragolpe en ambos flancos. Matthysse probó desde todos los ángulos pero sucedió siempre con la izquierda: tres zurdazos como tres truenos, las mismas tres veces que Peterson visitó la lona, por cuarta, quinta y sexta vez en su carrera. En el último round que estuvo en pie, el tercero, Peterson saltó al episodio con ánimos contorsionistas y mirada medrosa. Salió a esquivar balas y Matthysse de cacería. En eso devinieron ambos planes. Porque en el vestidor, el equipo de Lamont Peterson había previsto otro

pleito, basado en la superstición de que la maquinaria del argentino tarda en arrancar al menos tres rounds, y que frente a un toletero la idea elemental pasa por caminar el cuadrilátero sin detenerse a respirar. Para el tercero, entonces, Peterson no caminaba: lo suyo era dar tumbos, soltar lo básico para mantener la distancia, elevado por quién sabe qué fuerzas que Matthysse no tardó en sofocar. Ya en la segunda caída, Steve Smoger tuvo que haber detenido el combate al comprobar que el norteamericano apenas si sabía su nombre, pero en cambio lo soltó a la cuenta de ocho como carnada para los fotógrafos. El tercer izquierdazo, el definitivo, no tardó ni diez segundos en llegar, y ahí ya ni siquiera se molestó el réferi en echar números. Matthysse había colgado ya un letrero en el carril de alta velocidad: “Disculpe las molestias, estamos trabajando”.


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la misteriosa muerte de Sonny Liston You should remember that you were born to die. Blind Willie McTell

as Vegas, Nevada, 1970. Su vida fue un incendio mortal; sus días, leña seca. Una pequeña chispa aquí o allá —la brasa de un cigarro, quizá— y la desvencijada pocilga ardería en llamas. Uno podría arrojar toda la arena que quisiera sobre ella, bañarla con el océano Atlántico entero, pero nada detendría semejante conflagración. Bajo el sol quebradizo de Las Vegas —a punto de insolación—, Charles Sonny Liston, ex campeón mundial de los pesos pesados, vagaba de un lúgubre cuarto a otro. Viajaba a través de un peligroso inframundo, uno que se encontraba a dos décadas de convertirse en esa trampa para turistas donde extravagantes réplicas de las pirámides de Egipto y la Estatua de la Libertad salpican el paisaje. No: durante esos últimos años perdidos de Sonny Liston, aún dominaban La Franja de Las Vegas llamativos anuncios de neón y espectaculares de hoteles, cabarets y casinos ya extintos: Las Dunas, El Ave Fénix, La Hacienda, El Flamingo. Y detrás de esa ordinaria fachada había una ciudad abierta hacia lo infame y lo sucio. He aquí que Sonny Liston estaba en su elemento.

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*** Tras sus dos inexplicables actuaciones contra Cassius Clay/ Muhammad Ali —peleas que impactaron e indignaron a algo más que el mundo deportivo—, un deshonrado Liston se mudó a Las Vegas en 1966 con su esposa, Geraldine, y se embarcó en un lejano regreso al boxeo que comenzó en Estocolmo, Suecia. Su tour de preparación alcanzó una docena de victorias antes de volver a La Franja. Entonces, en su segunda pelea en La Ciudad del Pecado, el principio del fin por fin se le vino encima. En diciembre de 1969, apenas un año después de comenzar su regreso hacia los rankings de la división de los pesados, Liston fue brutalmente noqueado por su antiguo compañero de sparring Leotis Martin en una pelea transmitida en vivo por abc. Un penetrante volado de derecha mandó a Liston bocabajo hacia la lona —y hacia la tierra de sombras del bajo Las Vegas. Aunque tuvo una pelea más —un sangriento nocaut técnico sobre un valiente Chuck Wepner en 1970—, Liston se encontraba ya en un submundo tan a ras de suelo como cualquier otro submundo en el país. Liston —el corpulento ex rompehuelgas dueño de un jab como pistón y un gancho izquierdo tan pesado como una grúa— se encontraba suelto en una ciudad dominada por listillos, estafadores y mala suerte. Sin más grandes pagas —esas pagas que creativos contadores de la mafia lograban cortar en pedazos del tamaño de un cuarto de dólar—, Liston se topó con problemas de efectivo y un raído currículo. A diferencia de su amigo e ídolo Joe Louis, que se ganaba bien la vida como anfitrión, Liston en público era hosco y de pocas palabras. No tenía las aptitudes para un trabajo cómodo en el negocio del entretenimiento de Las Vegas. Así que se lanzó a las polvorientas calles y regresó a sus orígenes. Entre sus pasatiempo en Las Vegas estaban las cartas, las prostitutas, los dados, el vodka,

la marihuana y la cocaína. De vez en cuando Liston hacía algún cameo en una película o programa de televisión —Love, American Style, por ejemplo— o servía de guardaespaldas de Doris Day y Redd Foxx. ¿La descripción de algunos de sus otros trabajos? Piensen en tráfico de drogas y golpeador. Pero esta cruda atmósfera no era nueva para Liston. A pesar de haber ganado fama como campeón mundial de los pesados Liston apenas conocía algo además de la pobreza y la violencia. “Puedo entender las razones de mis defectos”, dijo Liston alguna vez. “Cuando era un niño no tenía nada excepto un montón de hermanos y hermanas, una madre desamparada y un padre a quien no le importaba ninguno de nosotros. Crecimos como bárbaros. Apenas teníamos la suficiente comida para no morir de hambre; no había zapatos, ropa ni nadie que pudiera ayudarnos a escapar de la horrible vida que vivíamos.” Uno de los 25 hijos de un violento granjero, Sonny Liston —quien nunca supo su fecha exacta de nacimiento, pero que fijó la del 8 de mayo de 1932 por razones burocráticas— se crió en una desvencijada cabaña en Arkansas durante los años de la Gran Depresión. Obligado a abandonar la escuela cuando fue lo suficientemente grande como para trabajar en el campo al lado de su padre, Liston permaneció analfabeta el resto de su vida. En la adolescencia huyó a St. Louis en busca de su madre. Ahí Liston se convirtió en ladrón y golpeador, dueño de una floreciente hoja de antecedentes criminales y de poca esperanza para algo más. Llamado “Negro núm. 1” por la policía local, Liston finalmente fue arrestado por robo en 1950 y encarcelado en la Penitenciaría de Missouri. En Jeff City, una de las prisiones más peligrosas de Estados Unidos, aprendió a boxear. En 1953 Liston se convirtió en profesional y tras una docena de peleas terminó bajo el control de El Sindicato. Al principio fue el grupo del medio oeste, comandado por John Vitale; después, la poderosa organización de la costa este, donde el antiguo miembro de los Lucchese, Frankie Carbo, y su compinche de ojos saltones Blinky Palermo, lideraban el subnegocio de las peleas. Liston permanecería atado a la mafia —y a las humillaciones producto de tales conexiones— el resto de su vida. Incluso después de convertirse en campeón de los pesados Liston viviría en un perpetuo torbellino de vagonetas de policía, martillos de jueces, titulares despiadados y cacerías cortesía de numerosas comisiones estatales. A finales de la década de 1950 y principios de la siguiente, tras limpiar por completo la división de los pesados, Liston saltó de las páginas deportivas y se convirtió en una pesadilla nacional en forma de editoriales de opinión. Para un Estados Unidos tenso, Liston era una potencial mezcla letal de Stagger Lee, Jack Johnson, Nat Turner y Leadbelly. Liston fue el primer campeón afroamericano problemático de la Era de los Derechos Civiles, un hombre cuyo silencioso desprecio y desagradable historial perturbaban tanto al establishment como a los desposeídos. Ni siquiera la naacp (Asociación para el Avance de la Gente de Color) quería que peleara con Patterson por el título. Era como si Liston —por la sola fuerza

ilustraciones POR jesús cruzvillegas

Carlos Acevedo / Traducción de Mauricio Salvador


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de su furia inarticulada— pudiera de alguna manera poner freno a los Freedom Raiders, Martin Luther King Jr. y James Meredith. No George Wallace o Ross Barnett o el Ku Klux Klan: el principal contendiente al mayor título del deporte profesional era la amenaza para el progreso. Sonny Liston, parece, nunca dejó ser el “Negro núm. 1”. Uno de los pesos pesados más temidos de la historia, Liston fue evadido durante años por Floyd Patterson, cuyo manager, Cus D’Amato, usó la camarilla siniestra que apoyaba a Liston como una cortina de humo para evitar la inminente ruina, física y mental, de su frágil campeón. Cuando Liston finalmente tuvo su oportunidad para el título en 1962, noqueó a Patterson en menos de un round como si fuera un pino de boliche para así iniciar el reinado más impopular desde los días de Jack Johnson. Un año después Liston repitió su actuación tirando tres veces a Patterson y dejándolo bizco en tan solo 129 segundos. Después vino la debacle en sus enfrentamientos contra Cassius Clay/Muhammad Ali, y entonces Liston se convirtió en un paria continental. Sin embargo, en Las Vegas, donde la infame “Lista de Personas Excluidas” circulaba desde 1960, incluso Liston, que arrastraba detrás suyo una sombra tan larga como la ruta 66, fue bienvenido. Cinco años y medio después de responder a la campana como uno de los hombres más famosos de Estados Unidos, Liston, con una edad entre treinta y ocho y cuarenta y dos años, estaba muerto. El 26 de diciembre de 1970 Geraldine Liston dejó Las Vegas para visitar a su familia en St. Louis. Al volver, el 5 de enero de 1971, entró a su habitación sólo para encontrar el cuerpo en descomposición de su esposo. En el sitio la policía halló una jeringa, así como heroína y marihuana. Uno de los oficiales que estuvo en la casa de Liston esa noche, Dennis Caputo, describió el lugar para el documental Sonny Liston: The Champ Nobody Wanted. “Llegué a la escena y fui escoltado a la habitación donde encontraron a Sonny Liston en la cama”, dijo Caputo, “no había signos de lucha. Tampoco heridas visibles —aunque eso es difícil de determinar debido al deterioro de su cuerpo—, pero no había absolutamente nada que indicara que Sonny Liston había muerto de algo que no fuera muerte natural”. Más tarde la autopsia revelaría que en su sistema nadaban rastros de morfina y codeína —posibles subproductos de la heroína. Pero Liston, cuyo magnífico físico lo había impulsado al campeonato mundial de los pesados, se encontraba en tal estado de decadencia que es difícil decir realmente qué le sucedió. Al final el forense del Condado de Clark decretó que Liston había muerto por causas naturales. “Esta autopsia desestima la posibilidad de homicidio”, escribió el médico forense. Otro elemento, anulado quizá por la descomposición del cuerpo y que la autopsia no reveló, era el estado de su salud antes del momento de su muerte. En noviembre de 1970 Liston había sido hospitalizado tras un accidente automovilístico y unas semanas después un dolor en el pecho lo obligó a acudir a la sala de emergencias. En 1991 Geraldine Liston dijo a Sports Illustrated que Liston sufría de presión arterial alta. ¿Pudo alguna de estas aflicciones contribuir a su misteriosa muerte? Más de cuarenta años después nadie sabe

con certeza qué le pasó a Liston. Se necesitaría un estudio del tamaño del Reporte de la Comisión Warren para reunir todas las teorías —de conspiración y de otros tipos— respecto de su muerte. Consideren esta breve lista de posibilidades: la mafia dio un golpe a Liston; estaba en la mira del jugador Ash Resnick; fue asesinado por traficantes de droga a quienes habría traicionado; una conspiración de negros musulmanes lo eliminó; estaba deprimido y se suicidó. Al final, la más sencilla de las explicaciones — sobredosis de heroína— parece poco plausible para muchos. ¿Pero es de verdad un escenario tan inverosímil? La mayoría de la gente cercana a Liston jura que no era adicto a la heroína. Geraldine Liston insistió en que Sonny nunca se entretenía con drogas. “Hasta donde sé, nunca consumió ninguna droga, y reconozco a un drogadicto cuando lo veo”, dijo a Misterios sin resolver en 1995. Davey Pearl, su amigo más cercano durante su exilio en Las Vegas, aseguró repetidas veces que Liston nunca bebió. En cambio, el entrenador de Las Vegas, Johnny Toco, dijo a la revista Flash que Liston no tenía más afición que el licor. “Todo lo que hacía Liston era beber”, dijo en 1988. “Lo sé... Yo llevaba el bar ahí. Siempre vodka en las rocas.” Pero estas referencias se contradicen con los hechos: Liston fue un consumidor documentado (marihuana y cocaína) y tan lejos de tener un hígado limpio como Geoffrey Firmin en Bajo el volcán. El hecho de que Liston consumiera cocaína saca a colación otros asuntos. En Estados Unidos el consumo de cocaína a fines de los sesenta y principios de los setenta era limitado. Pasarían años antes de que la “champaña de las drogas” se convirtiera en un símbolo chic omnipresente de la época disco. El uso de drogas antes de la popularización de las esferas de espejos significaba regularmente anfetaminas, morfina, hongos, marihuana, lsd y heroína. Las medicinas prescritas, como barbitúricos y tranquilizantes, también eran de uso común. El mero hecho de que Liston consumiera cocaína en 1970 bien podría significar una sola cosa: la estaba vendiendo. Dicho de otra manera, la cocaína era muy cara para un ex boxeador sin dinero en el ajetreo de la deslavada ciudad que Lenny Bruce solía llamar “Salarios Caídos, Nevada.” John Sutton, ex agente federal de narcóticos, deja claro en su libro Thin White Lines que Liston no sólo traficaba sino que se drogaba con su propio stock. Sutton, quien trabajaba encubierto junto a un informante, se reunió con Liston a finales de 1970. “Relató que el negocio de la coca le dejaba suficiente como para ir tirando, tener algo para su propio consumo y pagar algunas facturas”, escribió Sutton. “No tenía pensión ni ahorros y ningún futuro delante suyo.” Lo que Liston tenía era acceso pleno a drogas.


Con el paso de los años se ha insistido mucho en el supuesto miedo intenso de Liston a las agujas. De hecho, es uno de los pocos elementos consistentes que se han escrito acerca de él. Este miedo es la razón por la que se insiste en que Liston no pudo haber muerto por sobredosis. ¿Cómo, se preguntan, puede alguien tan temeroso de las agujas inyectarse? Sin duda Freud habría dicho una o dos cosas sobre la historia de un hombre que se quejaba de las agujas sólo para terminar muerto por una posible sobredosis. Como irónicamente señala Nick Tosches en su biografía de Liston, “nunca hubo un yonqui que no comenzara con temor a las agujas”. Se debe señalar además que la heroína puede aspirarse, inhalarse o fumarse. La inyección no es la única manera en que Liston pudo haber usado heroína. Finalmente, uno puede advertir la progresión —común entre adictos a las drogas— de un estimulante a otro: licor, marihuana, cocaína, ¿y luego? ¿Qué sigue? ¿Heroína? Y si su esposa y sus amigos eran incapaces de reconocer un porro, cocaína o vodka, ¿qué vuelve históricamente aceptable que pudieran reconocer la heroína? Muchos otros, sin embargo, sí señalaron a Liston como un consumidor. Años después que concluyera la investigación sobre Liston, Dennis Caputo conversó con el escritor Paul Gallender. “Era de todos sabido que Sonny era un adicto a la heroína”, dijo Caputo, “el Departamento de Policía entero lo sabía”. A principios de 1971 el novelista Bruce Jay Friedman investigó algunas de esas otras caras de la moneda para la revista Esquire. Una noche se topó con una sospechosa mujer, una de las cientos de mujeres que conoció a Liston. “Sin necesidad de incitarla platica de una noche en que ella, otra chica blanca y Liston se sentaron y se drogaron juntos”, escribió Friedman. “Cómo fue que pasó de inhalar cocaína a inyectársela, y cuando eso ya no fue suficiente, cómo fue que pasó a la heroína, y lo triste que fue.” Esta fuente parece indicar que Liston era bastante nuevo con la heroína. O quizá era uno de esos alegres consumidores ocasionales. Y así como muchos confidentes niegan que Liston se haya drogado, otros tantos creen que el ex campeón de los pesados murió, digamos, persiguiendo el dragón. En su reciente libro Sonny Liston: The Real Story Behind the Ali—Liston Fights, Paul Gallender revela numerosos e impactantes detalles en torno a la muerte de Liston. Pero al final Gallender también piensa que murió accidentalmente. “Lo que parece más probable es que Sonny Liston sufrió un ataque al corazón y murió donde cayó. Probablemente había inhalado cocaína, pero no se había inyectado.” Herb Greenspun, editor de Las Vegas Sun, fue aún más sucinto: “El tipo consumió mucho y se sobrepasó”. El publicista Gene Killroy también piensa que Liston sufrió una sobredosis. “Creo que estaba consumiendo y se

excedió”, dijo Killroy a Nick Tosches; “pienso que estaba deprimido porque se estaba quedando sin dinero. Y quizá lo hizo a propósito o fue un accidente.” Otras teorías —como la conspiración de los Musulmanes Negros— son más esquemáticas y requieren de una imaginación muy vívida para hacerlas funcionar. En cuanto a Liston traicionando de alguna manera a la mafia, bueno, Liston trabajó muy de cerca con la mafia durante quince años sin nunca, al parecer, haberla molestado. Otro hecho que ayuda a descartar un golpe de la mafia es este párrafo de 1968 aparecido en un artículo de Sports Illustrated: “Se dice que en Las Vegas Liston está a mano con la mafia. Aunque poco se ha comprobado, siempre se ha asumido que ciertos elementos del submundo bloquearon al peleador desde un principio. ‘No hace mucho pagó su salida de todo eso’, explicó un implicado. ‘Está limpio.’” Agreguen a esto el hecho de que otros peleadores han desafiado abiertamente a la mafia y nunca sufrieron ningún desquite. Jake LaMotta e Ike Williams, por ejemplo, testificaron ante el Comité Kefauver sobre la actividad de la Cosa Nostra en el boxeo. Aunque nadie ha logrado conseguir información confiable acerca de un supuesto asesinato o un golpe de la Cosa Nostra, sí hubo quien habló sobre la conexión de Liston con la heroína. Para su libro Las Vegas Babylon, Jeff Burbank habló con Mark Rodney, cuyo padre, el conflictuado jazzista—estafador Red Rodney, tenía en la década de los cincuenta una adicción a la heroína que le costaba varios miles de dólares a la semana, una suma sorprendente para aquel tiempo. Rodney, un soberbio trompetista que había actuado junto a Charlie Parker durante el clímax del bebop, pasó muchos años en prisión por robo, fraude y posesión de drogas. En las décadas de 1960 y 1970 colaboró con diferentes orquestas de Las Vegas, pero en el fondo siguió siendo un yonqui empedernido. Y era amigo de nadie más que de Sonny Liston. De Las Vegas Babylon: “De acuerdo con […] Mark, aún adolescente a finales de 1970, Liston tocó la puerta de su casa en Las Vegas, sonrió y se encerró con su padre. Liston se fue pronto. Unos días después Red contó a su hijo que la mujer de Liston había encontrado el cadáver en descomposición de su esposo, que ya llevaba muerto un par de días. Red temió que la investigación de la policía diera con él, aunque nunca fue así. En cualquier caso Red dejó pronto la ciudad.” Para Liston, cuya vida fue un caos, no se puede aceptar como epitafio algo tan prosaico como una sobredosis de droga. Después de todo, son los signos inescrutables los que dominan la escena de su muerte: periódicos y leche en la puerta de su casa; un vaso de vodka en la mesita de noche; heroína, una jeringa y un globo, pero ningún signo de torniquete; o algún misterioso polvo negro, o un arma calibre 38 guardada en su funda; o marcas en los brazos del hombre que supuestamente sufría de miedo a las agujas. A pesar de los misterios, contradicciones y símbolos insondables que rodean su muerte, parece que Liston murió de la manera exacta en que pareció hacerlo: por la mala fortuna con una droga que le era relativamente poco familiar. Nada de conspiraciones ni golpes de la mafia, nada de eso. Ya sea porque Liston era nuevo en el consumo de la heroína o sufriera de una condición que hiciera de su consumo de drogas una seria apuesta cada vez que jugaba, la heroína era una sentencia de muerte para él. Combinen presión alta y una visita reciente al hospital por dolores en el pecho con la afición a la cocaína y el vodka y entonces tienen a un hombre jugando ruleta rusa con un arma de cinco recámaras. “¿Puedes decirme qué te pasó, Sonny?” gritó Geraldine Liston durante su funeral. Esta pregunta se ha repetido durante cuarenta años. Quizá ya no más. Al final todo apunta a que Sonny Liston murió por de una sobredosis de heroína que le vendió un trompetista de bebop apodado Flecha Roja.

ilustraciones POR jesús cruzvillegas

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John F. Galindo

PRIMERAS ABDUCCIONES DE AARON PRYOR

1 Un ring de cuerdas negras Aaron Pryor sólo necesitó de cuatro asaltos para ganar la pelea. Se subió al ring, saludó con el acostumbrado golpe en los guantes y doce minutos después del primer campanazo ya tenía a Pambelé mordiendo el polvo. El resto es historia. De todas maneras la historia, como todo work in progress, está llena de pequeños baches por donde se filtran los más inciertos actos de los hombres. Si minutos antes del enfrentamiento los delegados de la AMB hubieran entrado al camerino de Pryor, por ejemplo, la pelea no se hubiese llevado a cabo, Pambelé hubiera ganado por decisión técnica y no estaría hoy por ahí soñando con una fama que ya no le pertenece. Pero no fue así. Nadie entró nunca al camerino de Pryor. Esa noche, las treinta mil personas que asistieron al combate vieron cómo Pambelé se derrumbaba como un pesado piano contra las cuerdas negras del ring del Arena Gold Stadium de Cincinnati. Nada pudo salir peor, dos ganchos de izquierda y un poderoso jab de derecha lo noquearon sin misericordia. Sin embargo, en algunos casos, la misericordia es sólo una mala traducción de la cobardía. Pryor escupió su protector, levantó mecánicamente los brazos, y posó para las fotos. Treinta y nueve peleas después desaparecería misteriosamente durante trece largos años. Todo comenzó ese día, horas antes de la pelea. Si uno pudiera decir algo al azar sobre aquella noche, de seguro diría que fue una

cosa del otro mundo. Hasta ahora ninguna explicación seria ha dado con lo que verdaderamente sucedió aquel día. Pese a todo, de todos los detalles que antecedieron el encuentro, el hecho de que Pryor hubiese llegado tarde a la pelea daría para exponer las más variadas hipótesis. Todo era silencio antes del combate. Algunos conocedores poco ortodoxos dicen que la mirada de Panamá Lewis, entrenador personal de Pryor (de quien se decía que añadía al agua de su protegido una extraña mezcla de hierbas y babas de muerto) delataba el nerviosismo ante la cercanía de la derrota. Ahí es donde todo pierde sentido. Pryor apareció segundos antes de lo permitido y en sólo cuatro asaltos cambió la historia de las 140 libras. La historia como es sabido la escribe el vencedor, en este caso, sin embargo, el vencido juega un papel determinante. Pambelé tuvo todo de su parte para salir ganando aquella noche hasta que Pryor le cayó encima como un niño grande que le pega a su hermano menor. Como en una obra griega, un rey derrocaba a su rival condenándolo al destierro eterno. Pambelé no volvió a pelear jamás, ni volvió a ser el mismo después de esa terrible noche. Por una suerte de extraños acontecimientos, Aaron Pryor, tampoco. El camerino parecía una fosa fúnebre después de la pelea. A parte del saco de arena y de una camilla para masajes, una nota inteligible sobre la mesa se sumaba a la escena, letras en desorden como un antiguo código se extendían a lo largo de un viejo papel amarillo. Una botella de agua a la mitad, una manzana y un par de guantes viejos completaban el extraño bodegón. Los peleadores desaparecieron por esquinas diferentes. Cada uno siguió su camino. Hasta esa madrugada en que súbitamente se volvieron a encontrar. Las semanas posteriores al enfrentamiento, Pryor fue aclamado por la nación entera. Firmó miles de autógrafos, concedió ruedas de prensa a lo largo y ancho del país y hasta recibió una invitación del presidente Carter, quien lo atendió a cuerpo de rey en la Casa Blanca. En una conmovedora entrevista para la radio local habló de su madre prostituta y de sus siete hermanos como si fueran sólo un recuerdo. Él había salido del fondo y ahora que era toda una celebridad no dejaría que su pasado se entrometiera en su camino. La nación entera lo apoyaba. Sin embargo, algo

en sus palabras parecía no estar bien. Pambelé por su parte, regresó al país y nadie supo de él hasta que alguien lo encontró un día muerto de la borrachera, caminando por el mercado de Bazurto y gritándole a todo el mundo que Pryor no era nadie, que él regresaría con más fuerza, que las cuerdas negras del ring le habían traído mala suerte, que sus ojos le habían fallado esa noche. Pambelé nunca regresó. Su suerte tampoco. Sus ojos, por su parte, serían los primeros en ver esa extraña luz que pasó volando sobre el cielo aquella memorable noche.

2 Algo voló sobre Bazurto Bazurto huele a mierda revuelta con tristeza. La batalla de olores de todas las especies tiene contrincantes desiguales. Los hombres que bajan el agua a baldados, los que se llevan el papel pegado al culo como la estela que deja a su paso una estrella fugaz, las cámaras fotográficas que parpadean entre la espesa negramenta, todo es nada aquí. Bazurto es un ring gigante donde cada golpe duele menos que el siguiente. Cuando Pambelé apareció por estos lados ya se había convertido en el don nadie más famoso del planeta. Toda una leyenda. Pambelé tiene puños fuertes. El otro día le dio a dos negros más grandes que él, sólo porque le gritaron negro sopla nucas. Yo lo vi. Cogió al primero y le asestó un gancho en la boca del estómago y lo dejó listo, sin aire; al otro no le fue mejor, ni siquiera lo dejó acomodarse, le partió la cara de dos puñetazos secos. Qué miedo. Afortunadamente yo le caigo


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bien. A veces, cuando viene, pasamos horas hablando de todo: de mujeres, de los países que conocimos, de los libros que nunca leyó. Yo procuro no hablar de lo que perdimos, para qué hablar de lo que se fue, de lo que la vida dejó escapar. También hablamos de boxeo. Me contó cómo le había ganado el título a Frazer con una fractura en su mano derecha. Me contó de la vez que conoció a Mohamed Ali, Pambelé decía que si hubiese querido lo hubiera vuelto mierda de un solo puño. Me dijo que si alguna vez había querido ser algo era ser un poco más alto, que el resto lo dejaría igualito y ahí se echó a reír con esa risa incompleta que me da miedo. Yo le hablé de Hemingway, de que a él también le gustaba el boxeo y cuando se emborrachaba iba a los bares a buscar pelea, de que le dio una paliza a Ezra Pound en París. Le dije, quizá sólo por decirlo, que la poesía era como el box, si te descuidas puede romperte el culo y sacarte sangre. “Yo pude haber cascado a ese amigo tuyo cagao e’ risa. Suena la campana, lo saludo mirándolo a los ojos, dejo que se tome confianza y enseguida le voy enviando un par de izquierdas por esa cara, después lo voy mamando a punta e’ pierna y de dos derechos lo dejo listo”, dijo, mientras movía las piernas como una licuadora descompuesta. Luego se quedó callado, miró fijamente al cielo y no volvió a hablar en toda la noche. Hace dos días me lo encontré por ahí y me dijo que había vuelto a ganar el cinturón de las 140. Que ya nadie podía poner en duda que era el mejor. “Le di una muequera a Pryor ni la hijueputa Profe”, mencionó en medio de su horrible risa. “Lo encontré en la playa. Me dijo que ahora si era, que la vez pasada había sido suerte. Entonces comenzamos y en media hora lo tenía listo a punta e’ pierna. Es que yo soy rápido con las piernas sabes”. Pambelé baila a un ritmo que no entiendo. Le dije que en el baño público del mercado hay un letrero que dice “Pambelé es un pobre marica”, y él me respondió que eso era lo de menos, que ya sabía quién había sido, pero que eso no le importaba por ahora, que le importaba haberle ganado a Pryor la otra noche en la playa. Por supuesto, no le creí. Le dije que eso lo había soñado, que había sido pelea de borracho, entonces se puso serio y me dijo que no, que esa noche no se había metido nada, que estaba limpio. No le creí pero me cagué de susto. Pambelé tiene puños duros. Hoy regresó con su historia, venía feliz, gritando a todo pulmón que de nuevo estaba aquí, que había regresado. Apenas me vio sacó del bolsillo de su pantalón un papel amarillo y arrugado y me lo entregó como si se tratara del mapa de un antiguo tesoro. “Mira profe, toma pa’ que me creas, esto me lo dio Pryor después de que le di su muñequera”. El papel tenía escrita una frase en griego. Con guantes pendencieros que ahora cierran ferozmente, sus resquebrajados rostros resuenan con los golpes. Le digo que es una frase de la Ilíada y Pambelé me dice que le importa un culo de

quien sea, que Pryor se la dio por haberle ganado la otra noche en la playa. La noche en que por segunda vez volvió a ver esa luz brillante volando sobre el cielo de Bazurto. Me pide que le devuelva el papel y se queda callado, me dice que Pryor venía raro, que no sabe por qué no quiso decirle nada, que sólo le dio el papel y se fue dando tumbos por la playa. Yo le sigo la corriente y le digo que no hay líos, que otro día se encontrarán a recordar los viejos tiempos. Que la vida da revanchas y que nadie podrá dudar nunca que él sigue siendo el campeón. Luego me invita una cerveza. Nos sentamos y le cuento de la vez en que Hemingway le ganó a Tom Heeney, quien aspiró al título mundial en el veintiocho. Pambelé abre los ojos y me pregunta cuánto medía Hemingway. Le digo que casi dos metros. Entonces se para y me dice mirándome a los ojos, que por eso le hubiera gustado ser un poco más alto. Para no estar por debajo de ningún hijueputa.

3 Primeras abducciones De cómo apareció Aaron Pryor en Cartagena después de trece años de su extraña desaparición, es un misterio que nadie ha podido resolver aún. Las autoridades que lo encontraron en la playa, inconsciente y con la cara cubierta de hematomas, no se explican cómo tal cosa pudo ocurrir. Muchas hipótesis han sido elaboradas a lo largo de los años. Las más arriesgadas plantean que Pryor fue abducido por seres de otra galaxia. Las destrezas adquiridas injustificadamente, podrían dar fe de ello. El hecho de que el mismo Pryor no sea consciente de cómo o cuándo desarrolló sorprendentes habilidades para la cocina, la oratoria o los idiomas podrían sustentar tan osada afirmación. Aunque científicamente los contactos interplanetarios aún no están comprobados, son muchos los casos de personas que dicen haber tenido experiencias de este tipo. Quizás uno de los casos más famosos sea el de los Hills, quienes en 1961aseguraron haber sido raptados por seres de otro mundo. Su encuentro con los supuestos alienígenas estableció desde ese momento el guión de las abducciones. Durante los años setenta la historia de los Hill se popularizó y se filmó una película sobre el tema. Después de la emisión de la película en 1978, los relatos sobre abducciones se multiplicaron asombrosamente por todo el mundo. El hecho de que Aaron Pryor hubiese sido o no víctima de una abducción es algo que se podría asegurar si él mismo hubiese constatado tal experiencia. Pero no. Pryor nunca manifestó haber sido raptado por nadie, ni haber visto ningún tipo de luz, ni mucho menos haber establecido contacto directo con seres del otro mundo, como sí lo han declarado a lo largo de la historia quienes dicen haber sido abducidos. No obstante, el hecho de que el boxeador haya sufrido una pérdida sustancial de la memoria es, para muchos conocedores

del tema, un síntoma frecuente de las primeras abducciones. A principio de los años ochenta, el investigador neoyorquino Budd Hopkins manifestó en su libro “Missing Time” que dicha amnesia casi siempre impide a los protagonistas recordar el meollo del incidente. Por ejemplo, si una persona vive una situación extraña de una supuesta abducción o una visita extraterrestre a una determinada hora, más tarde, al mirar su reloj, comprobará que han pasado varias horas pero no recordará bien qué ocurrió en ese lapso. Pryor por su parte, manifestó públicamente no recordar nada de lo sucedido en los trece años posteriores a su desaparición. Sin embargo, en una entrevista aparecida en la “American UFO Magazin” declaró haber sido víctima de un salto de tiempo anterior a la fecha en cuestión. Pryor confiesa haber sufrido náuseas horas antes de su pelea contra Kid Pambelé aquel memorable 2 de agosto de 1980. Según él, su cuerpo sufrió violentas contracciones que lo llevaron a un sueño repentino. Al recobrar la conciencia era el nuevo campeón de los walter junior. Título que nunca perdió y que le valió su ingreso al Salón de la Fama. Horas después de la pelea regresaría a su camerino, recogería algunas de las cosas que no recordaba haber visto nunca, entre ellas un viejo papel amarillo en donde, a pesar de no tener idea del griego, podía leer una vieja frase de Homero, escrita inequívocamente con lo que parecía ser su propia letra. El que Aaron Pryor haya aparecido después de tanto tiempo, a kilómetros de distancia de su casa en Cincinnati, sigue siendo un misterio que nadie ha podido resolver. Hasta hoy ninguno de los intentos de aclarar el enigma han resultado válidos. Durante los diez años siguientes a su regreso Pryor sufrirá horribles pesadillas y una pérdida progresiva de la visión, los médicos atribuirán esto a los golpes que recibió a lo largo de su carrera. Durante sus quince años de vida restantes, sufrirá dos pérdidas de tiempo más, antes de consagrase del todo a la cocina, convertirse en predicador baptista y morir a causa de una extraña enfermedad degenerativa. Pambelé por su parte, seguirá su vida repleta de desmanes y excesos hasta el día en que será inculpado por la muerte de un antiguo profesor de lenguas venido a menos, amante de los libros de Hemingway y del boxeo, a quien señalarán de haber sido el autor de los ofensivos mensajes que fueron apareciendo con el tiempo en los baños públicos del tradicional mercado de Bazurto y que arremetían directamente en contra de la sexualidad del boxeador. De las extrañas luces que volaban sobre el cielo de Cartagena hace algunos años, nadie volverá a saber nada.


12 Rodrigo Márquez Tizano @rmtizano

Pilotos en la tormenta Para ir hacia la muerte, derecho y detonante, mi caballo es oscuro como buque de guerra. Su gris es más hermoso cuando viene tormenta. Héctor Viel Temperley

En octubre del año pasado, Emmanuel Steward emprendió el largo viaje. Tras la estela de su muerte quedan los grandes nombres que alguna vez ocuparon su esquina: Holyfield, Chávez, De la Hoya, Klitschko, Lewis. A todos ellos, ya formados, aún pudo enseñarles un par de viejos trucos. Para los otros, aquellos chicos de Kronk en Detroit —sus chicos— se convirtió casi en un segundo padre. Fue Steweard quien trabajó y moldeó a un desastrado amateur llamado Thomas Hearns hasta transformarlo en The Hit Man, el hombre que transportó su formidable pegada intacta a través de todas las básculas, el de los seis títulos mundiales en cinco distintas categorías. Con Manny Steward se marchó uno de los últimos exponentes de esa estirpe casi extinta, la de los hombres que desde el orden y la firmeza, la observancia y la honradez, han procurado no sólo al boxeador sino al ser humano detrás de éste. Esa extraña raza de entrenadores y manejadores que no pretenden enseñar a pelear sin antes enseñar al menos las nociones básicas del vivir, lo cual siempre resulta más importante, dentro o fuera del cuadrilátero, da igual. Steward siguió los pasos de otro entrenador de leyenda, Angelo Dundee, quien había muerto unos meses antes. Con la partida de ambos se cierra un capítulo dorado que gente como Ray Arcel, Frank Doc Bagley, Freddie Brown o el mítico Charlie Goldman —entrenador de Marciano y sobreviviente de casi medio millar de combates durante la era del puño limpio— dejaron inconcluso. Steward y Dundee se miraron las caras en muchas ocasiones desde esquinas contrarias: la más famosa, aquella vez en el 81 cuando Leonard frenó a Hearns en el catorceavo, El Duelo, la noche en que nació el adagio: “You’re blowing it son, you’re blowing it.” El boxeo es un cosmos minúsculo, después de todo. Ambos entrenadores se conocieron bien y los dos gozaron en vida la inducción al Salón de la Fama del Boxeo; Dundee en 1994, Steward dos años después. Apenas en 2010, México tuvo en Don Nacho Beristáin a su primer entrenador inmortalizado en los muros de Canastota. Este junio, junto a una generación de inducidos con Lightning Gatti a la cabeza, se ha sumado otro histórico del boxeo nacional, Arturo Cuyo Hernández, quien tuviera a su cargo a algunos de los más grandes ídolos que ha dado este país: Rodolfo Chango Casanova, José Toluco López, Rubén Púas Olivares, Lupe Pintor, Ricardo Finito López, entre muchos otros. A propósito del enfrentamiento entre marineros del mismo barco que hace un mes sostuvieron Mares y Ponce de León (ambos son llevados por Frank Espinoza), al Cuyo le tocó vivir algo similar en el 77, durante el “Combate de

las Dos Zetas”, cuando sus pupilos Carlos Zárate y Alfonso Zamora se midieron en Inglewood, California, y él decidió aparecer en la esquina del primero. El nocaut llegó en el cuarto para El Cañas y en cuanto el réferi le levantó el brazo, el padre de Zamora, lleno de rabia, atravesó el cuadrilátero para agarrar a patadas al entrenador. Así se las gastaba el Tormentoso Hernández, llamado así por su faceta de hombre polémico, sin ataduras, crítico del sistema imperante en los pantanos del deporte, que lo mismo pasaba su tiempo en la turbulenta Unión de Managers que aconsejando a los muchachos en el Jordán o sacando a sus campeones de las cantinas. La dureza de sus dardos y la supuesta laxitud en su régimen contrastaba con la sabiduría que mostraba a la hora de fajarse en el bisne. Porque el Cuyo poseía una voz de docencia más que de mando y pudo ser acusado de todo salvo de no buscar lo mejor para sus peleadores, a quienes comparaba siempre con “pasteles a los que no se debe sacar nunca crudos del horno”. Hernández era enemigo jurado de todos aquellos irresponsables que, por ambición, ignorancia o ambas cosas, aceptaban incluir a sus jóvenes promesas en carteles ventajosos o frente a rivales muy superiores. Es una historia recurrente. Muchos peleadores no encuentran nunca el tiempo de aprender. Son lanzados al ring sin conocer siquiera las reglas básicas. Y cuando caen, en el momento en que se sujetan de las cuerdas con la mirada extraviada y el cuerpo a punto de perder su verticalidad, el toallero en la esquina les grita que den todo lo que tienen sin entender que, desde un principio, todo lo que tenían no era suficiente. En los viejos tiempos, los sabios de la esquina hacían mofa de los impostores que llegaban a los gimnasios con una toalla en el cuello para hacerse pasar por entrenadores. Algunos eran humildes, comenzaban desde la cubeta e iban aprendiendo. Otros se las ingeniaron para arruinar la carrera de muchos jóvenes prospectos. El Cuyo Hernández formó parte de una brillante generación de entrenadores entre los que también destacaron Pancho Rosales, el maestro Pepe Hernández, Lupe Sánchez o Cristóbal Rosas, un grupúsculo que ahora, tal y como están las cosas, parece imposible que vuelva a darse. Por las manos de estos hombres pasó gran parte de nuestra historia y gloria pugilística. Ahora, en la clase de Canastota 2013, Gatti ha encontrado a un compañero inefable, consejero de mil batallas, un hombre que hubiera anhelado tener en su esquina durante los tiempos más adversos, cuando los relámpagos parecían ser sólo las grietas en el oscuro muro de la tormenta.


13 Carlos Acevedo @cruelestsport

El peso de los sueños: Sobre Saúl Álvarez y Floyd Mayweather, Jr. El último pelirrojo por el cual chicanos y mexicanos perdieron la cabeza fue Danny Lopez. Little Red fue una leyenda en el sur de California, y un salvaje incondicional de la televisión durante la década de 1970. Encendió arenas por todo el oeste con su coraje sinigual, su incapacitante poder y una habilidad para disparar que habría impresionado al mismísimo Johnny Ringo. Pero lo que realmente hizo de López un héroe de las 126 libras fue la calidad de la oposición contra la que batalló durante toda su carrera. Además de vérselas con un montón de sólidos contendientes, Lopez se enfrentó a Bobby Chacón, Sean O’Grady, Rubén Olivares y Salvador Sánchez. Irónicamente, Lopez no era siquiera mexicano sino un indio de California nacido y educado en Fort Duchesne, en Utah. Pero difícilmente importaba a la afición, para quienes el espíritu de peleador era todavía el ingrediente más importante de un boxeador. Saúl Álvarez, por otro lado, se ha enfrentado a tantos viejos a lo largo de su carrera como para provocar incluso la envidia de Chad Dawson, asesino de veteranos. Pero cuando a finales de mayo se anunció que Álvarez había firmado un encuentro con Floyd Mayweather Jr. para el 14 de septiembre en Las Vegas, Canelo se convirtió instantáneamente en uno de esos personajes que trascienden el principio, a veces paradójico, de “seguridad antes que todo” en un deporte sangriento que con frecuencia recompensa a los participantes por evadir los riesgos. Una de las reglas inviolables del boxeo tiene que ver con el enfrentamiento en el ring entre sus atracciones legítimas: Nunca debe suceder. Y cuando sucede parece casi una violación de las Leyes de Gravedad. En esta época, cuando los peleadores son subvencionados por las cadenas televisivas y difícilmente necesitan hacer algo más que atender la campanada inicial un par de veces al año y tuitear tonterías para ganar impresionantes sumas de dinero, los líderes de de taquilla se repelen el uno al otro cual si polos magnéticos. Álvarez, de tan solo 22 años, es una estrella genuina en México y ha sido una celebridad durante años. Se necesita de varios elementos para que un peleador pueda alcanzar semejante mezcla de popularidad: estilo, carisma, apariencia, logros, origen étnico, el espíritu del tiempo. En ocasiones solamente algunos de los ingredientes son necesarios para alcanzar tan inusual estatus; a veces, como en el caso de Óscar de la Hoya, todos ellos se combinan en una sola supernova mercadotécnica. En este momento a Álvarez sólo le faltan las grandes peleas. Y ahora, quizá no contento con ser sólo material para las columnas de chismes, Álvarez se encuentra a la caza de las grandes peleas. Unos meses atrás, debilitado por su propio éxito -las multitudes, las mujeres, el dinero- Álvarez pareció desentenderse de todo ello cuando decidió en contra de sus manejadores y firmó para enfrentarse al ágil zurdo Austin Trout. En sus peleas anteriores, contra un anquilosado Shane Mosley y un tristemente superado Josesito López, Álvarez casi parecía aburrido. En contra de Trout, relativamente poco probado pero todavía peligroso, Álvarez atrajo casi 40 mil espectadores al Alamodome, en San Antonio, y ganó una decisión unánime, asegurando así que no serían necesarios los resucitadores para sus promotores y manejadores. Como Diego Rivera añadiendo perversamente la imagen de Lenin en su mural El hombre controlador del universo para el Rockefeller Center en 1933, Álvarez posee un rasgo de rebeldía que, al final, podría estar encontrarse de frente con el protocolo boxístico tradicional. Álvarez no sólo insistió en pelear contra Trout, sino que se rehusó a ser el segundo en la cartelera de MayweatherGuerrero el pasado mayo. Otros peleadores han intentado flexionar sus débiles músculos financieros -James Kirkland y Yuriorkis Gamboa, por ejemplo- para sólo terminar en el limbo.

Pero qué fue lo que Álvarez consiguió cuando decidió en contra de sus asesores respecto de Trout y decidió dejar el rol secundario de la cartelera del Cinco de Mayo? Obtuvo la victoria más importante de su carrera y uno de los pagos más grandes que se pueden obtener hoy en el boxeo. Alvarez-Mayweather es la pelea más grande que se puede hacer en el boxeo. Incluso una pelea con Manny Pacquiao -una imposibilidad durante años y ahora apenas algo más que la memoria de un cadáver en descomposición- causaría menos impacto después de tanta parálisis. Al final Mayweather también merece crédito por la realización de la pelea. Sin importar cuáles son sus razones para enfrentar a Álvarez -un desempeño menor en su PPV contra Robert Guerrero, por ejemplo- lo cierto es que el 14 de septiembre se enfrentará contra un oponente con todas las ventajas físicas posibles. A pesar de que Álvarez puede enfrentarse contra cualquier desconocido y aún así lograr grandes pagas por parte de Showtime y Televisa, ha decidido retar a uno de los peleadores más talentosos de los últimos 20 años. Incluso a los 36 Mayweather es tan fino como un ladrón viejo y tan preciso como un sniper. Y Álvarez sin duda tendrá dificultades para adaptarse al increíble salto que va de Matthew Hatton y Carlos Baldomir a un virtuoso como Money. Pero Álvarez esta consciente de eso: “Será una pelea difícil,” dijo a Estadio. “Tendré que ser muy inteligente, buscando la perfección tanto en defensiva como en ofensiva; siempre vemos al mismo Mayweather en todas las peleas, tira uno o dos golpes, los conecta y después se mueve para defenderse y quedar lejos del rival; su mayor virtud es la defensa, es un peleador muy rápido, muy completo y nos vamos a preparar muy bien para adquirir esa rapidez que se necesita para ganarle. Tiraremos muchas combinaciones, no buscaremos arrancarle la cabeza, lo trabajaremos poco a poco, sin desesperarnos.” Aunque Álvarez tiene algunas deficiencia notorias, es un peleador natural y su persecución de Mayweather parece probarlo. Su aplomo en el ring siempre ha sido notable, y su balance, así como su habilidad para fintar y contragolpear, pueden compensar algunas de sus debilidades, en específico su juego de pies, sus problemas de estamina y un estilo de pelea muy parado que con frecuencia parece acartonado y mecánico. Siempre alguien que busca la menor ventaja, Mayweather buscó y logró un peso pactado en las 152 libras. Queda por verse cómo afectará eso a Álvarez, quien no se molestó en lograr el peso pactado en contra de Matthew Hatton en 2011. En el boxeo muy pocos peleadores llevan la sartén en el mango como Canelo, pero Álvarez decidió soltarla, al menos momentáneamente, a fin de perseguir algo con más que una cantidad tatuada en el pecho. Sí, Álvarez hará incontable millones en contra de Mayweather, pero también se arriesgará a tener una derrota en su registro, una letra escarlata que muchos han tratado obsesivamente de evitar en un deporte en el que es posible ser, al mismo tiempo, un campeón, un multimillonario y una mediocridad. Si todavía hay peleadores que trabajan bajo el peso de los sueños -y quizá esta es sólo una noción romántica, tan pasada de moda como una sextina o Alfonso de Lamartine— entonces Saúl Álvarez podría ser uno de ellos. De hecho, apuntó a ello en una entrevista reciente con sipse. com: “He venido cumpliendo mis sueños, he hecho peleas buenas, y éste es uno de mis más grandes sueños; sin duda es la pelea más importante, servirá para comenzar una nueva era en mi carrera, una nueva era para todos los que me respaldan y apoyan.” Para hombres así, la posibilidad de perder siempre palidecerá ante el pecado de no haber hecho el trabajo de los sueños.


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BOX 4

País: Filipinas Récord: 31-2-0 (20 KOs)

5

10

País: Argentina Récord: 51-2-2 (28 KOs)

3

País: Ucrania Récord: 60-3-0 (51 KOs)

2

País: EUA Récord: 44-0-0 (26 KOs)

1

ING

6

7

8

País: Inglaterra Récord: 30-2-0 (22 KOs)

9

País: México Récord: 26-0-1 (14 KOs)

Guillermo Rigondeaux

País: Cuba Récord: 12-0-0 (8 KOs)

colaboradores de MAYO Carlos Acevedo Editor de The Cruelest Sport y editor en Estados Unidos de Esquina. Ha colaborado en Boxing Digest Magazine, Maxboxing.com y Boxing World Magazine. Es miembro de la Organización Internacional de Investigación sobre Boxeo y miembro de la Asociación Americana de Escritores de Boxeo.

John F. Galindo

Nació es poeta, narrador y docente. Su libro Ventanas de otros días (Ediciones UIS 2007) recibió el IV Premio de Impulso a la Poesía Joven Colombiana (2007) convocado por la revista Prometeo.

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