en Virginia
Woolf,
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y
ESAS ESTRELLAS que MIRAMOS
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LA MARCA
DEL
CHACAL
American
el dilema del titere
cuadrilatero ESTA REVISTA SE REALIZÓ CON APOYO DEL ESTÍMULO A LA PRODUCCIÓN DE LIBROS DERIVADO DEL ARTÍCULO TRANSITORIO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO DEL PRESUPUESTO DE EGRESOS DE LA FEDERACIÓN 2012.
Guerrero, valiente, atrevido, terrible. Varios de estos adjetivos estarán siempre asociados a la figura de uno de los mejores boxeadores mexicanos de todos los tiempos, Erik El Terrible Morales. Con este número 3, además, celebramos el nacimiento de un nuevo proyecto, el de La Dulce Ciencia Ediciones, la primera editorial dedicada exclusivamente al mundo del boxeo.
metAfora
EDITORIAL
Pelea y
MARQUEZ Yuriorkis la promesa del cicl0n PACQUIAO
BARCO
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Erik Morales y el fin de una era
DIAEN
The Ugly
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el senor de
A UN
la guerra
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Esquina Boxeo, publicación mensual. Periodo de exhibición: enero de 2013. Reserva de derechos de título en trámite. Domicilio: Morena 1306, interior 303, colonia Narvarte, México, D. F., CP 03020. Ejemplar gratuito. Prohibida su venta. Publicidad: (044) 55 1513 2910 Redacción: (044) 55 2304 6897 e-mail: redaccion@esquinaboxeo.com Editor responsable: Rodrigo Castillo. Edición: Rodrigo Castillo, Rodrigo Márquez Tizano y Mauricio Salvador. Diseño: Juanjo Güitrón. Consejo editorial: Carlos Acevedo, Pablo Duarte, Luis Carlos Hurtado, Luis Felipe Ortega, Hilario Peña y Juan Manuel Vázquez.
arte por: josĂŠ luis sĂĄnchez rull
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Hilario Peña
el dilema del títere
n par de bloques muy difíciles de franquear se han colocado en el camino a la corona de los pesos ligeros. Uno se llama Adrien Broner y el otro Miguel Vázquez. Dos campeones no aptos para todo público pero que demuestran que el pugilato puede ser considerado más un deporte de estrategas que de brutos. El primero es una especie de molusco cuya defensiva ha resultado impenetrable, mientras que su mesurado ataque le permite ganar sus combates con holgura. El segundo, originario de Guadalajara, Jalisco, ha patentado una técnica trémula, ríspida, pragmática y en perpetuo movimiento, indiferente a los abucheos del público deseoso sangre o al apasionamiento propio de los espíritus viscerales. A pesar de su estilo poco comercial, el Títere Vázquez es un campeón que ha consolidado su
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monarquía en las 135 libras enfrentado oposición mucho más calificada que la que han conocido las estrellas populares del momento, lo cual nos lleva a preguntarnos una vez más, ¿qué es más importante en el camino a la gloria: el talento o el carisma? El pasado 8 de diciembre el Títere dominó a un filipino de naturaleza agresiva llamado Mercito Gesta. El tagalo parecía representar el antídoto perfecto para la estrategia infalible del tapatío. Sin embargo, y como popularmente se dice, el Títere le mojó la pólvora. Vázquez se vio como un jornalero dispuesto a ejecutar un plan metódico, colmado de trucos, entre los que se cuentan el abrazo, la voltereta y el empujón. Esto por doce extenuantes asaltos. Una táctica ejecutada con exactitud. Sin improvisación.
Miguel Vázquez es una rareza en más de un sentido: es mexicano pero no es fajador; en lugar de subir a divisiones más pesadas, baja de welter a ligero, y luce cómodo en ese peso; le importan más los jueces que el público; mantiene una fe imperturbable en su jab, el cual usa para colocar el recto de derecha, una y otra vez. Tal y como dice en el librito. El filipino hizo todo lo que estuvo en sus manos por intercambiar golpes con el ajedrecista. Lo cucó. Se burló de su pegada. Incluso se fingió tocado para atraerlo hacia las cuerdas. Nada de esto le funcionó. Ese titiritero que jala los hilos de Miguel Vázquez probó ser de mente muy fría. Cada episodio fue más de lo mismo: Vázquez entrando y saliendo con combinaciones eficaces al tiempo que rotaba alrededor de Gesta, quien permanecía en el centro del ring, intentando hacer daño con disparos que no llegaban a su objetivo. Hay quienes prefieren ver el espectáculo que brinda una nueva capa de pintura en la pared de su hogar mientras se seca lentamente. Una pelea de Miguel Vázquez es el equivalente en el beisbol a un duelo de picheo; a un cero - cero en el futbol; a un partido definido por goles de campo en el americano; a uno sin grandes clavadas en el baloncesto; a cualquier torneo de golf. El problema del Títere ya no es cómo ganar, eso al parecer lo tiene bien resuelto en su mente; su problema es ese otro que siempre se presenta en el boxeo profesional y que es fundamental: ¿cómo vender?
Luis Miguel Estrada O.
Yuriorkis: la promesa del ciclón a inactividad es venenosa para el boxeador. Yuriorkis Gamboa, el Ciclón de Guantánamo, no había peleado desde septiembre de 2011, cuando un choque de cabezas en el round ocho provocó un corte en la cara de Daniel Ponce de León. Desde entonces la principal razón de su ausencia han sido los problemas con los promotores, ese dolor de cabeza que lastima más que las lesiones. Antes de esa pausa, Gamboa se había distinguido por su estilo agresivo, su velocidad de manos y su pegada fulminante. Uno puede imaginar por qué había expectativa por el regreso del puncheador. Al asomar el primer round de su pelea por el título interino súper pluma de la AMB, Yuriorkis Gamboa parecía estar sólo parcialmente de regreso en el cuadrilátero. El filipino Michael Puño de Martillo Farenas se miraba en el primer round justo como el tipo de boxeador que le podía dar problemas a Gamboa quien, durante ese primer round después de catorce meses de descanso, parecía falto de la agresividad y de ese feroz orgullo de Guantánamo que ha hecho de la arrogancia una parte medular de su estilo de boxeo. Faltaba, parecía, hambre después del prolongado ayuno. Sin embargo, para el round dos, cuando Farenas intentó establecer su caminado ofensivo, despertó a la bestia. Una izquierda hizo tambalear a Gamboa y entonces éste regresó por un momento a su mejor estilo de pelea. Al final del round, consiguió mandarlo a la lona con un derechazo corto después de una acumulación de guantazos; un pequeño ciclón de cuero que recordaba sus mejores días de tormenta.
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Este retiro forzado se notó en los siguientes rounds de la pelea contra Farenas. Gamboa, diseñado para perseguir la sangre, bajó el nivel de violencia un momento. Seguramente buscaba la pelea “inteligente”, pero luego de veintiún encuentros acostumbrado a atacar, la nueva estrategia era imprecisa. Con dos cejas cortadas por la velocidad de guantes de Yuriorkis y una caída, Farenas todavía fue capaz de meter un par de izquierdas que en el round cuatro se convirtieron en una seguidilla de volados desde el polo sur que inquietaron a Gamboa hasta la vuelta siete. Aunque el cubano dominaba, la velocidad y precisión del filipino le recordaba,
por momentos, que en el box un solo golpe puede cambiarlo todo. Las caídas accidentales sufridas por Gamboa pusieron el dedo sobre uno de los defectos más evidentes de su estilo de pelea: la falta de balance en las piernas. Así, cuando Gamboa tenía acorralado a Farenas y lo estaba sometiendo a una alta precipitación de metralla, el filipino respondió con un gancho izquierdo siguiendo el movimiento encontrado de los cuerpos para ponerle a Gamboa un counter que se sumó a su desbalance del ataque desbocado. Gamboa cayó, pero no fue noqueado. Añadió dramatismo a la pelea, pero le dio una incertidumbre inesperada a su regreso. Los rounds finales, ambos peleadores se mantuvieron ocupados, con ventaja de golpeo de poder para Gamboa, quien al final pareció entender que el mejor modo de mantener a Farenas a distancia era combinarlo y después salir por piernas. La victoria de Yuriorkis por decisión unánime fue clara. Nadie dudaría que ganó, pero la carrera de Gamboa está a punto de tomar un giro. Él mismo y 50 Cent tomarán los riesgos necesarios para dispararlo hasta convertirlo de nuevo en una superestrella. Ninguno de los dos concibe algún rango menor para sí mismo. Gamboa ha asegurado que 2013 será un año ocupado, en busca del tiempo perdido. El tiempo se le empieza a venir encima a sus treinta años, así que deberá aprovechar que su fuerza y su velocidad están intactos, aunque haya algo de óxido en las coyunturas del difícil bailarín que puede ser en el cuadrilátero.
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Erik Morales y el fin de una era l puño se encajó casi con dulzura en el rostro anguloso de Erik El Terrible Morales. No pudo verlo, sólo estalló de pronto. Fue como si alguien apagara repentinamente un switch dentro de su cerebro. La violencia con la que Danny García asestó el zurdazo nada tenía que ver con la plácida sensación de la inconsciencia. Durante unos segundos flotó en el espacio, tranquilo, como dentro de un útero sin tiempo, reconfortante y pacífico. Cuando encendieron la luz de la realidad El Terrible estaba tendido sobre la lona, rodeado de la gente de servicios médicos que lo asediaba con preguntas. Desconcertado trató de entender qué le había ocurrido. No recordaba que había recibido el golpe más brutal de su vida, que había girado sobre su propio eje para caer con medio cuerpo afuera de las cuerdas. Lo único claro en ese momento es que estaba en el suelo, derrotado.
arte por: amanda kelley
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Juan Manuel Vázquez
Danny García, un peleador joven y fuerte, levantaba los brazos como ordena el canon de los vencedores. Hundido en una esquina, acodado sobre sus piernas, El Terrible miraba hacia ninguna parte. Estaba cabizbajo, agotado por el esfuerzo de los cuatro asaltos que resistió con más corazón que combate. Todavía aturdido respondía como podía las preguntas que le hacía el médico. —¿Cómo te llamas? —le disparó el médico. —Pérate cabrón… ¿Qué quieres saber? —respondió El Terrible aún confundido por el mazazo que acababa de recibir. —¿En dónde estás? —le insistió. —En Nueva York —apenas pudo balbucir. Después las preguntas se volvieron cada vez más precisas, sobre el día en que estaban, el lugar exacto, y El Terrible esquivó como pudo el interrogatorio hasta que le preguntaron si sabía en qué asalto había caído. Ahí ya no supo qué responder. El Terrible nunca había llevado la cuenta de la pelea porque para él un combate es un asunto que exige la entrega pasional y no el frío cálculo administrativo. Ahí estaba el que fue campeón en cuatro divisiones, acurrucado como un pajarillo desvalido en un rincón mientras todos lo miraban con la compasión que se dedica a un enfermo terminal. ¿Qué era lo que veían en esos instantes esos ojos aún extraviados por el golpe? ¿Qué imágenes se fijaban en aquella mente enredada por la derrota? Erik, El Terrible, se quedó pensando en su carrera, en los años en los que construyó con paciencia un personaje inolvidable, en todo lo que se había jugado en esta noche que algunos le habían pronosticado, pero que nunca quiso adivinar. Como disparado por un resorte se puso en pie. “Chingue su madre”, dijo de pronto y pidió el micrófono.
—Quiero agradecer por todos estos años. El tiempo pasa y hay que reconocer que ya no tengo nada que hacer en el boxeo… —dijo Morales antes de bajar del cuadrilátero a manera de despedida. Caminó rumbo al vestidor todavía con el torso descubierto, el rostro deforme por el castigo y con la tristeza infinita de quien se sabe acabado. “Me enfadé de todo”, admitió El Terrible al paso de las semanas, “otra vez mi tolerancia para el boxeo fue muy poca, mi vida ya no alcanza para estar más tiempo”.
II
La noche en que noquearon a El Terrible Morales, su esposa Ana María revivió un viejo reclamo que siempre hizo sombra en su vida conyugal. Ella no podía vivir más con esa angustia de que a su marido le ocurriera uno de esos desenlaces de melodrama que se repiten en las biografías rasposas de los boxeadores en retiro. Hombres duros pero arruinados, con estragos evidentes, dificultades para hablar, enganchados al alcohol o a las drogas y en bancarrota. Las imágenes televisadas después de que fue abatido por Danny García, mostraban a una Ana María alarmada que intentaba acercarse al cuadrilátero para ver el estado de su esposo. Cuando éste se repuso del zurdazo y reposaba en la esquina, ella intentaba darle ánimos. Era el personaje de la mujer solidaria que sostenía al esposo en desgracia. —Si no dejas el boxeo nos vamos a divorciar —le reclamó después, exactamente como hiciera siete años antes cuando empezó su relación con Erik Morales. —Pues nos divorciamos, pero voy a seguir —respondió un
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fastidiado Erik, que para ese momento había decidido que antes de irse definitivamente del boxeo quería hacer tres peleas más. Dos para despedirse de la afición de distintas ciudades del país y una última en la que se haría a sí mismo una gran fiesta del adiós. Tres peleas más que no sólo serían una puesta en escena controlada sino una trilogía para despedir a El Terrible como en su imaginación lo merecía. “Como un guerrero, como un grande, como un chingón”, se dijo en un acto de rebeldía, sin importarle el malestar de su esposa ni las opiniones de quienes le dieron los santos óleos después de la derrota brutal ante García. Resulta difícil imaginar a un campeón atribulado por los conflictos vulgares de la vida doméstica. Acostumbrados a verlos embravecidos, siempre dispuestos a machacar al rival en turno, un peleador profesional en discusiones de alcoba parece tan extraño como un perro de pelea reducido a pastorear un rebaño de ovejas. Sin embargo, El Terrible tuvo que sortear la oposición de las mujeres para poder convertirse en el legendario peleador que será recordado como un héroe. Fue la pertinaz insistencia de su mujer la que lo orilló a retirarse del boxeo en 2007. Fue eso y la decepción que le produjeron las tres derrotas consecutivas, dos de ellas ante el filipino Manny Pacquiao, que atribuyó a la mala asesoría en las preparaciones, en las que sacrificaba demasiado para dar el peso, y al trato imparcial de los jueces, a quienes culpó de estar del lado de sus adversarios. Después de perder ante David Díaz el 4 de agosto de 2007 en Chicago, decidió acabar con su carrera. —Más a huevo que por ganas, me retiré porque estuvo chingue y chingue, así que me dije: “Este es un buen momento, la pelea debí ganarla pero no me la dieron, así es que chinguesumadre, me voy” —dijo en aquel entonces, pero nunca se sintió verdaderamente fuera del boxeo. En sus pensamientos se repetía todo el tiempo como una cantaleta infinita: “Voy a volver, voy a volver, voy a volver.” Pero esta vez su esposa fue más insistente. Por eso la amenaza del divorcio para que Erik lo pensara muy en serio. En esos días una televisora le ofreció la posibilidad de que se volviera comentarista de boxeo, la negativa a aceptar la oferta subieron el voltaje de las discusiones en casa. —Agarra ese trabajo —le dijo Ana María harta de ver cómo su esposo se aferraba a seguir como peleador, expuesto a terminar hecho añicos por rivales a los que ya no podía dar pelea. —Espérate, que no quiero —le respondió tajante mientras ella le preguntaba cuál era su argumento para rechazar la oportunidad de iniciar otra carrera y una nueva vida. “Porque no quiero y ya, voy a seguir peleando, estoy decidido y lo voy a hacer”, fue todo lo que pudo argumentar. —¿Y por qué lo voy a hacer? —se preguntó sin esperar respuesta de nadie. —Porque es parte de la historia y traigo un tema personal que no es pretexto. En esos tres años de retiro Erik se deprimió como nunca. Subió de peso hasta convertirse en un hombre obeso, llegó a poco más de cien kilos y tenía el aspecto de un gordo bonachón que ya nada tenía de El Terrible. Cada vez que hacía público su deseo de volver a los cuadriláteros, provocaba menos asombro que risas burlonas. Ahora su cuerpo también le suplicaba que dejara el boxeo para siempre. Erik, simplemente, no hizo caso.
III
Hay una melancolía profunda en aquellos que se desprenden de lo que más quieren en la vida. Es una forma de la derrota. Es claudicar, por decisión propia u obligado por razones ajenas, porque quien abandona lo que considera importante termina por desdibujarse, por convertirse en humo. Erik Morales se aferró a no perder lo único que sabía hacer, se resistió a disolverse, a ser nadie. El novelista estadunidense James Ellroy escribió un relato sobre el boxeo a partir de la figura de Erik Morales. “El boxeo mexicano significa que mueres por amor y que vives para impresionar y apabullar a tus colegas”, escribió para asentar lo que considera es
la sublimación de la violencia y del machismo como deporte. Todo eso lo representaba a la perfección El Terrible. ¿Cómo permitirse entonces claudicar cuando resumía lo esencial que tiene este arte de bravucones? Durante años Erik Morales representó lo mejor del boxeo mexicano, un estilo, si puede llamarse, que combina una técnica destilada y una vocación para el sufrimiento. Desde que irrumpió en los campeonatos mundiales dio visos de lo que vendría en adelante, un jovencito de rostro anguloso y cabello corto como cepillo, elegante y feroz, que parecía que en sus genes estaba inscrito el instinto depredador. Era la noche del 6 de agosto de 1997, El Terrible con apenas veintiún años exhibió la decadencia del veterano campeón Daniel Zaragoza, quien le doblaba la edad. Un golpe al abdomen acabó con el viejo boxeador, que terminó sentado sobre la lona, humillado, vencido por la juventud impaciente del rival y por los años a cuestas. Ahí empezó la épica de El Terrible. En su momento más glorioso enfrentó al que sería su némesis, otro mexicano, Marco Antonio Barrera. Ambos protagonizaron una de las trilogías clásicas del boxeo, tres combates sin desperdicio, salvajes, coreográficos, sufridos y heroicos. Ellroy narra el primero de esos combates en su texto Espectáculo cruento y lo describe como una guerra santa. “Vuelven a trabarse. Entran en sincronía. Encajan y golpean sincronizadamente”, relata Ellroy con prosa corta y veloz como los pasos de un boxeador clásico. “La guerra. En colaboración. Mexicana (…) Es salvaje (…) Es la guerra en sincronía.” Después vendría la trilogía contra Manny Pacquiao y por años Erik Morales fue el único mexicano que pudo presumir que había derrotado oficialmente al filipino (pasaron siete años para que Juan Manuel Márquez pudiera vencer al Pacman). Luego fue el desencanto, en los dos combates siguientes la victoria fue para Pacquiao y no pudo soportarlo, El Terrible estaba convencido de que había sido robado. La decepción que le produjo ese resultado lo empujó fuera de las cuerdas de modo similar al zurdazo con el Danny García años más tarde lo echó de escena.
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ha apretado más de un puñado de billetes en toda su vida. Para El Terrible golpear y ser golpeado era un trabajo sin sentido si no tenía el refugio del despilfarro, viajar en aviones privados en arrebatos parranderos, citar a cenas en lugares imposibles, hacer cualquier disparate prohibido para quien no tenga el blindaje de una cuenta millonaria. En sus momentos de mayor excentricidad, abrió una discoteca en Tijuana y se divertía como un niño perverso que fingía ser el encargado de la limpieza, mientras los socios del club, gente conocida de la sociedad tijuanense, le rendían pleitesía al campeón. “Yo nomás me la curaba, me la pasaba chingón y me encantaba”, se consolaba al paso de los años. “Gané demasiado, pero si no me podía chingar un porcentaje para mí en lo que se me pegara mi regalada gana, entonces no tenía sentido, yo no quería seguir trabajando… a la chingada con todo.”
V
Cortesía del CMB
“Me obligaron a irme del boxeo, me aventaron fuera de la carretera para acabar con mi carrera”, dijo El Terrible con rencor sobre aquella experiencia. “Quedé muy resentido con el tema del boxeo, estaba muy dañado en el alma, muy triste, así que perdí el entusiasmo y lo abandoné.” Pasaron tres años en los que estuvo encadenado al resentimiento y a un cuerpo hinchado, producto de un apetito desmedido y liberador, comía por desesperación, por venganza, como si con el sobrepeso le escupiera quienes consideraba responsables de su retiro: vean lo que han hecho de mí, yo era El Terrible y ustedes me convirtieron en esto, parecía reclamarles desde su ruina atlética. Pero ante la incredulidad generalizada recuperó el físico para regresar al boxeo en 2010 y para conseguir otro título mundial en 2011. La sombra de El Terrible no dejó de perseguirlo nunca en ese tiempo hasta que lo alcanzó y eso, para Erik, fue el destino irremediable.
IV
Cuando George Best, el mítico jugador del Manchester United, era un viejo risueño y jubilado, dijo una frase que se volvió un lema para quienes consumen la vida de un solo trago y sin arrepentimientos. “Gasté la mayor parte de mi fortuna en alcohol, mujeres y autos deportivos; el resto lo desperdicié”, disparó como resumen de su genio. Erik Morales se identificó de inmediato cuando escuchó esa sentencia y estalló en una carcajada sincera y ruidosa. No pudo evitar identificarse con semejante descaro, con una declaración de orgullo en un espíritu gemelo. —¡Claro, güey! Ése sí se la sabía —dijo en una explosión de honestidad. Conocía bien el significado del derroche en aras del placer liberador. El Terrible había ganado tanto dinero como ningún boxeador mexicano habría imaginado en sus noches más enloquecidas. Cantidades descomunales, ofensivas para quien nunca
Después de la derrota ante Danny García, el hijo de El Terrible Morales perdió en una competencia ecuestre. Fue un golpe duro para un niño de seis años. Lastimado en la autoestima infantil dijo que no tenía sentido competir si al final del esfuerzo le esperaba la derrota. En medio del llanto hizo su declaración de rencor a un padre triunfador. Erik, el padre avergonzado, quiso consolarlo. —No, es como cuando peleaste; para qué lo hiciste si te ganaron —reclamó el niño. —Pérate, güey, tienes que aprender a ganar y para eso tienes que aprender a perder —le dijo un padre en tono blando y reconfortante—, se vale caerse, pero te tienes que levantar, es una pinche obligación, lo que no se vale es quedarse en el piso. —Papá, ¿para qué vuelves a pelear? —preguntó el hijo. —¿Por qué no? —contestó El Terrible, desconcertado ante la pregunta que no había respondido en toda su carrera. —Porque la última vez te tiraron y perdiste. Erik Morales lo pensó antes de responder, pero dijo lo que llevaba años revoloteando en su cabeza como una mosca gigante y molesta, zumbona y asquerosa, lo que respondió era un lugar común que repetía con cierta pereza ante los medios, ante la esposa preocupada y ante sí mismo. —Sí, pero tengo que pelear… perdí pero me tengo que componer.
VI
Erik Morales seguía en su esquina. Apabullado como Daniel Zaragoza cuando lo hizo pedazos la noche que consiguió el primer campeonato mundial. Miraba al suelo, parecía triste, muy triste, bebía con desinterés de una botella de agua que algún desconocido le dio para recuperarse del golpe de Danny García que lo había dejado flotando en el espacio durante algunos segundos. Todos los peleadores vencidos terminan igual, en una esquina impersonal y lejana. Miraba un punto impreciso. Pensaba. Nadie sabía lo que pensaba. Pero luego dijo que veía su vida en imágenes, en ráfagas de cuando fue un campeón legendario, el que sabía morirse en la raya, el que si no salía a rifársela mejor ni salir. Vio también al joven Terrible que asumía pelear como sinónimo de verle la cara a los mejores, el que dijo que no sabía hacerse pendejo en la lona, el que decidió hacer pausa cuando perdió el entusiasmo, el que no concebía la vida abajo del cuadrilátero. No volteó a ver siquiera a Ana María, su esposa, que le gritaba palabras que nadie escuchó. No al menos Erik, que estaba aturdido y ausente en lo que pensaba. Nadie sabía qué pensaba. Bebió otra vez de la botella de agua, demasiado inclinada como la pendiente de su carrera. El corte a cepillo escurría sudor y esfuerzo. Bajó la cabeza. Nadie sabía lo que veía. Un hombre de camisa blanca impecable le hablaba, tenía guantes como para evitar el asco de tocar a un perdedor. No era un perdedor. Era Erik Morales, El Terrible, el boxeador con ética de guerrero. Sí sabemos qué pensaba, al final se había salido con la suya. Hizo lo que quería contra todo y contra todos. Pero qué más da en este deporte cruel. Los boxeadores aunque ganen, siempre pierden.
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Sergio De La Pava
Traducción: Pablo Duarte
Pelea y metáfora en Virginia Woolf, Gatti-Ward y Corrales-Castillo
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stamos hablando y quieres imprimir algo en mi mente con suficiente fuerza como para que la impresión persista más que el incesante flujo de ruido por el que nos abrimos paso. Apuesto a que usarás algo parecido a una metáfora, esto es, que hablarás en torno al tema de modo que invite a la analogía y en una manera que comúnmente constituiría una simplificación. Así, de una compleja relación interpersonal en la que hay años de epifanías acumuladas, percibidas y reales, puedes decir reductivamente que las personas involucradas interactúan como perros y gatos, y al decirlo sentir que has simplificado el asunto de un modo útil. Algunas de estas simplificaciones pueden estar tan internalizadas que apenas si registramos su uso. Entonces decimos, reflexiva, y parece que invariablemente, que alguien pasa de recibir un diagnóstico de cáncer a estar peleando con él. Que alguien en sus últimos momentos es un peleador y por ello debemos esperar que su final se demorará. Que el nuevo presidente ha elegido una mejor manera de pelear la guerra contra la pobreza o contra las drogas. Sin embargo ninguna de las situaciones anteriores se parece a una pelea, no a una pelea real. Un niño sin pelo está anestesiado hasta una perfecta pasividad, y lo operan y todavía lo llevan en silla de ruedas a la radiación y a la quimioterapia, a sacarle sangre y a hacerle tomografías. Una anciana imposiblemente vieja permanece inmóvil en
su cama de hospital, las amenazas contra su vida aumentan pero el monitor todavía dibuja picos borrosos y se mueve de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. Un presidente... bueno, nadie sabe realmente qué hacen, pero sabemos que lo que quiera que sea no se parece nada a una pelea. Aun así, las imágenes léxicas persisten, y como muchas cosas que persisten lo hacen debido a la verdad. Entonces puede que vistas de fuera hacia adentro no se parezcan a una pelea, pero para el niño y para la anciana sin duda se siente como una pelea. La simplificación funciona porque hace que resalte lo que es dolorosamente común a las dos situaciones dispares: lo que une al niño sin pelo con el combatiente en una pelea real. Las simplificaciones funcionan, siempre lo han hecho y siempre lo harán; y en mil años estaremos usándolas al hablar de seres mitad robot mitad simios: “No te preocupes por Simianorg, es un peleador.” Un pleito es una oposición, y una oposición con frecuencia es el choque entre contrarios; así que si queremos oponernos a la simplificación, necesitamos complejización. La complejización, —un neologismo torpe, con poco arte y, sin embargo perfecto para este momento— se utiliza casi exclusivamente en los dominios del arte, entre más elevada mejor. Un ejemplo reciente puede servir de ilustración. Primero, recuerde o imagine lo siguiente. Un niño pequeño en un cuarto con su madre y su padre plantea la posibilidad de realizar al día siguiente una acti-
vidad específica y altamente deseable a sus propios ojos. Incidentalmente, este tipo de sugerencias comprende aproximadamente el noventa por ciento del día promedio de un niño pequeño. Ante tal posibilidad la madre expresa su disposición, incluso su optimismo. El padre no. Toda la interacción dura no más de treinta segundos y nada en ella se sale de las expectativas humanas usuales: los niños son máquinas de necesidades y lo manifiestan a través de una gran cantidad de peticiones, y las madres siempre son mejores que los padres. Como casi todas las cosas que cumplen sin problemas con las expectativas, el incidente apenas si es registrado y da paso al siguiente. En contraste, la complejización de esto mismo puede perdurar durante toda una vida. En 1927, Virginia Woolf publicó Al faro, una novela devastadora que puede, al final, hacer que el regreso a la vida cotidiana resulte algo problemático. Inicia con un incidente parecido. James Ramsay tiene seis años. Ansía ir al Faro cercano el día siguiente: una especie de expedición, parece, y una que requiere por lo menos un poco de planeación. Nosotros aparecemos una vez que la petición ha sido hecha, y las primeras palabras de la novela son la respuesta de la madre: Sí, mañana, por supuesto, si hace bueno —dijo Mrs. Ramsay. Pero tendréis que levantaros con la alondra —agregó. Nótese que en este punto (sí, sé que es risiblemente pronto) estamos prácticamente en la misma posición que la persona recor-
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dando o imaginando la escena, aunque uno puede argumentar que las palabras bueno y alondra hacen que no sea así. Si algo, lo anterior parece una simplificación, sin los detalles que una persona presente habría sin duda registrado. Sin embargo, el arte elevado de Woolf nos lleva al interior de la mente de James Ramsay. Esto es más que una complejización de la vida cotidiana; es una completa imposibilidad y explica por qué el arte menor ofende tanto. Una vez dentro nos enteramos que nada más escuchar las palabras de su madre colma a James de la certidumbre de que la excursión ocurrirá y de una concomitante “alegría extraordinaria”. Woolf, entonces, veloz y expertamente, hace un bosquejo de James. Es él mismo pero también es miembro de “ese gran grupo” altamente susceptible a las fluctuaciones de la prospectiva y a “la pena o la exaltación”. Es maduro y aparentemente capaz del tipo de logros futuros que serán severamente escrutados, pero sigue siendo un niño, uno que puede sentarse en el piso recortando imágenes de un catálogo ilustrado. Es vulnerable y cierto tipo de lector querrá protegerlo. Woolf continúa: —Pero no hará bueno —dijo su padre, parado ante la ventana del salón. La desolación que esto produce es severa. Maldita sea, Virginia, apenas estamos en la página dos. Seguimos y sabemos que de haber tenido acceso al arma adecuada, James habría intentado matar al declarante en respues-
ta. Sabemos que lo que sospechamos del Sr. Ramsay, “flaco como hoja de cuchillo, cortante con su sonrisa sarcástica”, es verdad. Que su sonrisa sarcástica es producto no sólo del “placer de aguar la fiesta a su hijo, y de dejar en ridículo a su esposa”, sino también de “cierta secreta vanidad por la precisión de sus juicios”. Que no cree en dar pasos aliviadores para matizar la verdad tal como la ve: la vida es algo que debe soportarse. En pocas palabras, sabemos que es un hijo de puta. El tipo de hijo de puta miserable que no va a descansar hasta que todos a su alrededor se acerquen a su nivel de miseria. Pero, ¿eso hace que esté equivocado? Aquí nos encontramos con una de las maneras en la que algo como Al faro complejiza. Porque en la vida diaria podemos salirnos del cuarto en cuanto un Sr. Ramsay entra, o quedarnos y no ponerle atención. Aquí, sin embargo, a menos de que abandonemos el libro, tenemos que lidiar con él y con lo que sea que haga después. Permítanme plantear lo obvio y decir que lidiar con el Mr. Ramsay es más complejo que salir de un cuarto. Déjenme plantear también que el hijo de puta puede tener razón. La vida puede ser poco más que una prueba de resistencia, ¿no es cierto? Sin duda es posible sentirse así a veces. Si no me creen, pregúntele a los padres del niño con cachucha en la silla de ruedas. Así le parecía con frecuencia a Virginia Woolf. Así se siente para usted también en algunas ocasiones. ¿Entonces tiene razón Mr. Ramsay? ¿Todo es cuestión de resisten-
cia, entendida esta como un tipo de pelea, y eso da cuenta del placer que sentimos cuando decimos que tal persona está peleando contra el cáncer? Más aún, si algo como Al faro representa el más alto nivel de complejización de lo cotidiano, ¿qué constituye entonces lo sublime de la simplificación? ¿Una actividad que no es arte pero que funciona como tal, aunque en la dirección opuesta? El boxeo en la forma en la que lo vemos hoy tiene casi un siglo de vida. Los verdaderos grandes combates, del tipo cuya omisión haría que la historia de esta búsqueda [1] esté incompleta, son relativamente raros y no siempre están bien preservados. Esto quiere decir que alguien que busque familiarizarse con toda la producción podría hacerlo en el mismo tiempo que toma leer Anna Karenina y sí, increíblemente, estoy por proponer un argumento que asegura que el boxeo es digno de la misma atención y respeto. Miren, entiendo que Anna Karenina y obras similares son cumbres deslumbrantes y Dios sabe que andamos necesitados de alturas. Sólo digo que también necesitamos destilaciones, y ninguna que yo conozca supera al boxeo. Si vamos a hablar de grandeza en relación con esta búsqueda, entonces tenemos que hacer una distinción algo contraintuitiva de una vez. Bach, Gould, Tolstoi, Woolf, son gigantes y con toda razón acudimos a sus obras para experimentar la grandeza en sus respectivas áreas. No así en el boxeo. Una lista parcial de los gigantes de esta búsqueda incluiría a Louis, Robinson, Ali, Duran y
Dos ejemplos recientes pueden mencionarse aquí. El 18 de mayo de 2002, Arturo Gatti peleó contra Micky Ward en un encuentro a diez rounds sin título de por medio. Si eso quiere decir algo para usted, tenga en cuenta que en su momento significaba muy poco más allá de la promesa de un pleito entretenido. Gatti tenía treinta años, con cuatro derrotas y Ward tenía treinta y seis, con once. Ahí es donde entraba la promesa, porque la verdad es que todo boxeador profesional (alrededor de veinte mil en todo el mundo) se ve impresionante ante el costal. Parafraseando a Bruce Lee, los costales no regresan el golpe.
Mire, el gran secreto de esta búsqueda es que sus practicantes verdaderamente de élite casi no son golpeados de lleno. Por “de lleno” me refiero a los bombazos cinematográficamente precisos y que restallan en la cabeza tal y como los que Rocky Balboa se especializó en absorber. El boxeador más solvente técnicamente de nuestra época, Floyd Mayweather Jr. ha disputado profesionalmente cuarenta y un combates y recibido este tipo de golpes quizás unas tres veces. Así que si quiere ver este tipo de grandeza vaya a sus peleas, porque él es el Tolstoi del boxeo y usted apreciará una habilidad del máximo nivel, de las que tienen lugar una vez en la vida. Pero si quiere ver otro tipo de grandeza, hay que bajar un nivel, quizá dos; ese es el nivel en el que pelearon Arturo Gatti y Mickey Ward, un nivel en el que los boxeadores reciben golpes de lleno con una frecuencia hollywoodense y, dado que ser golpeado por otra persona que sabe golpear no es nada agradable, un nivel en el que sentimos que aprendemos algo visceral acerca de las personas involucradas. Hasta al noveno round, Gatti-Ward se apegaba perfectamente a esta expectativa, los dos contendientes eran lo suficientemente habilidosos como para propinar un castigo significativo, pero no lo suficientemente habilidosos como para evitar recibirlo. Son, sin embargo, las acciones de Arturo Gatti —la cara que pone, la decisión consciente que toma, el curso en el que se embarca— lo que continúa presente después de casi una década. Vuelva a ver el round como si escuchara una obra musical poco familiar con la que quiere usted entablar una relación. El round comienza con el cronista Larry Merchant preguntándose si Gatti puede seguir absorbiendo el castigo que le asesta Ward, el más fuerte de los dos; una preocupación que nadie más volverá a enunciar a propósito de aquel individuo. El gancho izquierdo que Ward conecta apenas a los quince segundos de haber iniciado el round es casi inhumano de tan cruel. Para entender verdaderamente estos tres minutos en la historia de la humanidad hay que reconocer que incluso entre la subcategoría de enloquecidos que constituyen los boxeadores profesionales, ese no es el tipo de golpe del que uno se levanta. La cara que pone Gatti hincado mientras el réferi cuenta no sugiere que se levantará. Que sí lo haga y que casi gane va más allá de decirnos todo lo que podremos saber acerca de Gatti y comienza a decirnos algo que debemos saber acerca de nosotros mismos, y no voy a explicar esto más a fondo, sólo le pido que busque la pelea y vuelva a ver ese gesto.
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Armstrong. Todos ellos brillantes, todos con momentos singulares, pero, exceptuando el “Thrilla in Manila” de Ali, ninguno puede igualar los momentos que han producido personajes mucho menores que ellos. Esto es así porque dos individuos dentro de un cuadrilátero están peleando, y la grandeza ahí parece ser menos producto de la habilidad y el talento y sí de conceptos como voluntad y tenacidad —precisamente los atributos, y no la inteligencia habilidosa, que necesitaría si le diagnosticaran cáncer, por ejemplo.
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El 7 de mayo de 2005, Diego Corrales peleó contra José Luis Castillo. De nuevo estamos en el nivel que no llega a ser élite, es decir donde la voluntad tiende a predominar, aunque nos encontramos en un nivel superior al de Gatti-Ward. En esta ocasión el décimo round es el que informa: la cara que permanece en este caso es la de Corrales y el estado en el que está antes siquiera de que comience el round, esto es, antes de que reciba dos impresionantes ganchos más que lo depositan en la lona de espaldas, e incluso de panza. Que se levante en ambas ocasiones es sorprendente pero algo convencional, que el round termine con él como ganador niega las explicaciones convencionales. Aunque aparentemente no fue sorpresa para su entrenador, el brillante Joe Goossen, a quien se le puede oír después de cada derribo urgiendo a que su peleador se “acerque” a su oponente. Pensemos en esto por un momento: la persona que era responsable de la seguridad de Corrales le está pidiendo que se acerque, que se ponga más en riesgo, y se lo pide después de atestiguar los dos derribos salvajes; ¡y tenía razón! De nuevo: estas no son relaciones humanas convencionales. No sé. ¿Qué cosa inteligente se puede decir acerca de estos dos momentos en la historia humana? ¿No podrían bajarlos a su gadget predilecto, caminar por los pasillos del hospital de oncología, acercarse al niño de la silla de ruedas, mostrárselos y decirle: esto se parece a lo que tú tienes que hacer, tienes que acercarte a esta cosa? ¿No son acaso destilaciones instructivas? Porque así parecen y yo siento, cuando estoy expuesto a la evidencia de sus actos, algo parecido al amor por Gatti y por Corrales, dos hombres que se levantaron no ante la expectativa de la victoria sino para desafiar la derrota. Del mismo modo que uno puede sentir amor por el pequeño James Ramsay de Woolf, o por su madre. Porque su respuesta a la crueldad de su padre no fue la violencia que el niño imaginó. No, Woolf nos dice que: —Pero puede que haga bueno, y confío en que haga bueno —dijo Mrs. Ramsay, tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojizo del calcetín que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos hasta la desesperación, todo el día allí, de
brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después de la llegada de una horrible tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar? ¿A quién podría gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas. A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que pudiera hacerles la vida algo más grata. ¿Ven? Existen los señores Ramsays, sí, pero también hay señoras Ramsays y ellas tejen calcetas para los niños tuberculosos y piensan cómo sería estar atorados en un faro mientras la naturaleza emite sus ensayos más crueles a su alrededor. Sólo disfrútelos mientras pueda, porque “el tiempo pasa”, y: [Mr. Ramsay, trastabillando por un pasillo extendía los brazos una oscura mañana, pero Mrs. Ramsay había muerto de repente la noche anterior. Nadie recibía su abrazo.] Lo que, claro, sólo complica más las cosas gracias a cierta simpatía por el señor Ramsay, quien, después de todo, sólo está dando tumbos en la oscuridad con los brazos estirados y vacíos, como todos nosotros. Nada así de doloroso puede surgir sin dañar, en algún sentido, a su creador, así como Gatti y Corrales escribieron sus momentos a expensas de sus cuerpos, es decir de sus vidas. Las luchas de Virginia Woolf ya han sido muy relatadas, aunque, por diseño, yo las conozco vagamente. Sí estoy al tanto que en una ocasión observó con atención a una polilla mientras esta intentaba atravesar una ventana y llegar a la luz de afuera y al verla caer exhausta de espaldas escribió: Nada, supe, tiene oportunidad alguna frente a la muerte. Aún así, después de una pausa de fatiga las patas se agitaron de nuevo. Era fantástica esta última protesta… Cuando no hay nadie a quien le importe o que sepa, el esfuerzo gigantesco de parte de la pequeña e insignificante polilla contra un poder de tal magnitud, lo conmueve a uno de un modo extraño. También conozco algunos datos biográficos de Gatti y Corrales, pero no son halagadores.
Una explicación veloz. En todo juicio criminal en Estados Unidos el peso de la prueba cae completamente en la parte acusadora. Consecuentemente, una vez que la parte acusadora ha terminado de presentar su caso, incluso un abogado defensor propondrá una moción para desechar el caso argumentando en esencia que las fallas en las pruebas son tan significativas que al jurado ni siquiera debería permitírsele deliberar sobre el asunto. Y bueno, cualquier cosa legal da pie a algo legal, porque ahora el juez encargado de considerar la moción debe evaluar la evidencia “bajo una luz lo más favorable para el Pueblo”. Me gusta esta luz, el modo en el que alumbra sólo lo positivo y evita asiduamente lo más oscuro. Probablemente no pero aún así quiero liberarla de su exclusividad al sistema de justicia criminal y aplicarla más ampliamente.
¿Es posible vivir alumbrado por esta luz? Algunas personas merecen esta luz. Son numerosas y abundan y entre ellos hay artistas, peleadores, enfermeras, carajo, casi cualquiera que hace o se preocupa por hacer algo. La luz los ilumina cuando están en su mejor momento y se asegura que sea esto lo que los defina y no lo que está de más. El 11 de julio de 2009, Arturo Gatti apareció muerto en un cuarto de hotel en Brasil; más tarde las autoridades determinarían que se ahorcó con la correa del bolso de su esposa. (Los cercanos a Gatti siguen poniendo en duda este veredicto y argumentan que lo único que Gatti no habría hecho sería suicidarse.) Diego Corrales murió el 7 de mayo de 2007, cuando cayó de la motocicleta que operaba en medio de una niebla de alcohol, 0.25 en sangre. El 28 de marzo de 1941, Virginia Woolf llenó de piedras los bolsillos de su gabardina, se adentró en un río y se ahogó; la nota que dejó a su esposo le explicaba “No puedo luchar más.” En los primeros instantes del gozo de James Ramsay debido a las palabras iniciales de su madre entendemos que “un día en barco” lo separa del faro al que ansía ir. Como todos los que están luchando, escuchamos el eco de su petición de embarcarse a través de las incesantes y monótonas olas, y quizá, a través del miedo a ser arrastrado por el mar. Excepto que algunos de nosotros no le hacemos al miedo. Aquellas personas, en cambio, responden sin pensarlo: Sí, vamos a ir al faro cueste lo que cueste y al decirlo olvidan con toda intención que el clima lo determina todo cuando se trata de sus prisioneros.
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Mauricio Salvador
márquez - pacquiao IV a es un hombre en paz, Juan Manuel Márquez. Con su victoria por nocaut el pasado 8 de diciembre los demonios que lo perseguían después de tres peleas con Manny Pacquiao por fin se han retirado. Su victoria nos refleja en toda su dimensión la valía de Juan Manuel Márquez, pero también nos ofrece una enseñanza del boxeo, una que Márquez aprendió bien durante toda su carrera: que por encima de factores físicos como la edad, la fuerza o lo que sea, es la determinación de un hombre la que saldrá avante. A pesar de los contratiempos y los errores y las derrotas Juan Manuel Márquez nunca se dio por vencido. Regresó una vez más para llevar a cabo su arte y esta vez lo hizo con tal perfección que no hubo espacio para las dudas ni las malas decisiones. Con ocho años y tres cerradas peleas la mayoría de la gente estaba familiarizada con la narrativa de su rivalidad. Pero había cierta expectación, cierta sensación de que quizás esta vez, por fin, Márquez lograría arrancar uno o dos puntos para vencer a su némesis. Como en toda megapelea los elementos necesarios estaban ahí: el ruidoso público, las estrellas de televisión, los políticos poderosos, los ex campeones y los campeones, Michael Buffer impecablemente elegante y, por supuesto, la historia, los precedentes, las apuestas, las estadísticas, las expectativas, los sueños. En esa narrativa Márquez había ocupado siempre el segundo sitio: empate, derrota, derrota. Y a pesar de ello después de 36 rounds ni el público ni los pundits podían llegar a un acuerdo sobre quién merecía realmente qué victoria. Al parecer eran necesarios otros doce rounds para dirimir esta cuestión. Sin embargo fue muy claro desde un principio que Roach y Pacquiao tenían otra idea. No pensaban ocupar los doce rounds ni deseaban ganar
Y
sufriendo una nueva polémica. Al ring subió un Pacquiao energético, dueño de nuevos trucos, de una nueva estrategia diseñada especialmente para evitar el contragolpeo de su rival. Sufrió una caída en el tercer round pero hacia el final del sexto episodio era Pacquiao quien buscaba terminar con Márquez. Ahora, terminar con Márquez es sólo una frase. En su primera pelea, después de tres caídas, Manny creía haberlo terminado y apenas pudo lograr un empate. Y en esta ocasión cada vez que Márquez estuvo en problemas pudimos apreciar por qué es uno de los mejores contragolpeadores de la historia: porque a diferencia de la mayoría de los peleadores, es cuando se encuentra bajo un furioso ataque que Márquez hace mejor uso de su sabiduría, experiencia y resistencia. Pregunten si no a Díaz, a Barrera, a Pacquiao. Pacman probablemente dominó cada segundo del sexto round, excepto el último. Con la nariz rota, tragando sangre y lastimado, Márquez mantuvo la disciplina para aguantar a un Pacquiao que tras oler sangre sabía que el nocaut se encontraba cerca. Hubo serios intercambios pero el momento, al parecer, estaba a favor del filipino. Al sonar la campanada de los diez segundos los jueces probablemente se preparaban para dar el round al Pacman. Freddie Roach, incluso, había tomado el banquillo rojo, listo para subir al ring y felicitar a su pupilo por tan excelente round. Al faltar unos pocos segundos Pacquiao avanzó con un jab de derecha pero Márquez entró a su guardia, plantó con firmeza los pies y lanzó una derecha que conectó sólidamente en el rostro de Pacquiao. De los televisores emergieron gruñidos, gritos, exclamaciones de horror y felicidad. Márquez lo había hecho.
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En ningún otro deporte como el boxeo es más clara la línea que separa al vencedor
del vencido. Y no existe enfrentamiento más desnudo que el de dos hombres cara a cara, solos en el ring. En las tres peleas anteriores la cuestión era que esta línea se había difuminado a tal punto que era imposible decir con certeza quién era el mejor de los dos. Los aficionados y expertos podían encontrar argumentos para uno y para otro. Pacquiao había ganado en dos ocasiones pero él mismo albergaba dudas. Márquez había perdido pero él creía íntimamente en lo contrario. Tuvieron que pasar más de cuarenta rounds para que el veterano boxeador de treinta y nueve años, que durante tanto tiempo vivió a la sombra de sus contemporáneos, ofreciera el más contundente de los argumentos y saboreara la victoria que ni siquiera Floyd Mayweather podrá disfrutar. Porque durante buena parte de esos ocho años los aficionados se
entretuvieron largamente en soñar con la madre de todas las peleas, PacquiaoMayweather, sin darse cuenta que desde 2004 presenciaban ya una auténtica rivalidad. De pronto, y con un solo golpe, Márquez volvió irrelevante la necesidad de una mega pelea entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao.
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Semanas después la vida de todos los días continúa; temas más importantes tienen lugar, guerra, tragedias, política… Algunos olvidarán incluso que existe algo llamado “boxeo” y redirigirán su atención hacia la siguiente coyuntura, hacia el siguiente espectáculo. Para quienes presenciamos esta cuarta pelea entre dos rivales históricos la imagen del nocaut de Juan Manuel Márquez quedará grabada en nuestras mentes como un momento especial. Y al pasar el tiempo podremos hablar con autoridad sobre lo que presenciamos, la determinación de dos hombres llevada a su más absurdo grado de desnudez, a su más insano grado de competitividad. Y por supuesto comenzaremos a hablar de Márquez en una nueva conversación, la que incluye sólo a los más predilectos, a la élite de la élite.
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Rodrigo Márquez Tizano
La marca del chacal ucedió otra vez. Su mala suerte parece ya asunto de santería. Entre especulaciones y sospechas, se vino abajo otro combate de Guillermo Rigondeaux (11-0, 8 KOs), campeón mundial supergallo por la AMB. Esta vez, el adversario era Poonsawat Kratingdaenggym (48-2, 22 KOs), antiguo titular de la categoría. ¿El motivo? Tres exámenes sanguíneos fallidos por parte del tailandés. La esposa de Poonsawat ha salido en su defensa al declarar que el positivo en los tests se debe a un desorden anémico y hereditario conocido como talasemia. En los mentideros del boxeo, sin embargo, se conjeturan supuestos más sombríos. Durante una entrevista posterior a la cancelación, un Rigondeaux visiblemente nervioso declaró que la salud es lo más importante. Que él, por su parte, sigue preparado, a la espera de lo que Bob Arum decida.
S
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La pelea debía celebrarse en Houston, el sábado 15 de diciembre, como preliminar de la cartelera gobernada por el choque entre Donaire y Arce. A pesar de no ser el pleito estelar de la noche, la oportunidad de ver de nueva cuenta a Rigo tras la clase expuesta en septiembre frente a Roberto Marroquín resultaba mucho más atractiva que un combate a todas luces disparejo entre el campeón filipino y un Travieso voluntarioso pero acabado. No pudo ser. La tercera defensa quedó en el aire. Una serie de eventos desafortunados, malentendidos, querellas promocionales y líos legales han marcado la carrera de Rigondeaux, quien con casi treinta y dos años a cuestas (y apenas tres como profesional), parece condenado a seguir los pasos titubeantes de Gamboa, Solís o Barthelemy. Demasiados candados, promotores, entrenadores, por un lado; luego la falta de contrincantes serios. O la falta de contrincantes, a secas. La disputa entre Borins Arencibia y Gary Hyman por la supuesta mina de oro santiaguera. Una lesión de espalda y el parón de 2011, año en que disputó un solo round cuando mandó a dormir al irlandés Casey a los dos minutos de combate. Y nada más.
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Muy pocos boxeadores cubanos logran afianzarse en el profesionalismo. El caso más sonado es el de Joel Casamayor. Detrás de él sólo grandes promesas. Noche, excesos, amaños, bolsas millonarias: elementos intrusos que provocan un desbalance en quien ha pasado toda una vida practicando la ideología castrista.
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La sombra de El Chacal parece inclinada hacia el desastre. Esa misma sombra sabia que hacía parar la maquinaria del gimnasio de Pedro Roque con tal de admirar el oficio de quien alguna vez fue ídolo entre los cubanos y ahora ostenta la marca del traidor en la isla. Un enemigo del régimen. La primera intentona de fuga sucedió en 2007, previo a los Juegos Panamericanos de Río. Fue detenido por la policía brasileña junto a su compañero de delegación, Erislandi Lara, y enviado de vuelta a La Habana, donde se le dio trato de intocable. Fidel Castro, con quien hasta ese momento había llevado una relación cercana y cordial, lo vetó del representativo cubano de por vida. El Chacal vagaba por las calles de la isla como un espectro y mandó a fundir sus medallas de oro olímpico para hacerse una dentadura a la medida de su talento. Para llevarse algo que nadie podría arrebatarle. Porque estaba decidido a marcharse, sin importar cómo. Una vida privada de lo más elemental no es vida: eso lo había entendido hace mucho. Intentó de nueva cuarenta y dos años más tarde, esta vez por mar. Llegó a Cancún y de ahí viajo a Miami, donde finalmente se estableció. Atrás quedaron mujer y dos hijos. También un agujero inabarcable: la sombra del héroe caído en desgracia.
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Teófilo Stevenson era, junto a Muhammad Ali, el hipotético protagonista de la pelea del siglo. Cuando Don King le propuso convertirse en profesional a cambio de una suma de siete dígitos, el tres veces campeón olímpico le respondió: “¿Cómo voy a preferir un millón de dólares antes que el cariño de ocho millones de cubanos?”
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Pocas veces se ha visto a un académico tan minucioso sobre el cuadrilátero como Rigondeaux. Saca el jab desde el inframundo: por abajo de la cintura y a tal velocidad, que el escudo de su diestra se vuelve infranqueable. También sabe taimarla, como provocando el error. No es un tirador impaciente. Utiliza la izquierda con discreción felina, armonizando el cuerpo entero en su desplazamiento y reponiéndose en una fracción de segundo. Busca sólo ángulos efectivos. Desarma su
propia guardia con el amago calmoso, esperando el momento preciso para soltar la artillería. Pero, bien se sabe, la universidad no es para todos. Sus detractores lo acusan de arriesgar lo justo. Dicen que no entretiene, que abusa de la defensa. Que un boxeador con sus reservas no llena arenas ni vende pago por eventos. Esto, por supuesto, es debatible sólo entre quienes no han visto más del cubano que la decisión dividida sobre Ricardo Córdoba. En las peleas vs Kennedy y Ramos vimos la versión más festiva de Rigondeaux; frente a Marroquín, la más instruida.
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Los exigentes claman por el pleito soñado entre Nonito Donaire y Rigondeaux. Es poco probable que suceda. Donaire se ha convertido en la joya de la corona de Top Rank, sobre todo tras la derrota de Pacquiao ante Márquez. El mercado filipino tiene una vacante. Y Flash es un vendedor nato, dueño de una potencia inusual y un carisma único. La pelea entre Donaire y Mares tampoco se aprecia cercana a causa de las diferencias entre promotoras, pero sobre todo porque el riesgo es grande y los dividendos contados. Donaire, además, ha declarado en repetidas ocasiones su intención de subir a pluma. Todo parece apuntar a que El Chacal tomará la estafeta. Dicen que para febrero. Ojalá lo veamos pronto enfrentar a un rival de élite. Aunque con Rigondeaux nunca se sabe: podría acabarse el mundo antes.
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Carlos Acevedo
Esas estrellas que miramos uando Juan Manuel Márquez dejó a Manny Pacquiao tendido bocabajo sobre la lona como una momia que se ha caído del templete de algún museo, el mundo del boxeo levantó una ceja colectivamente. Y las cejas en el boxeo, especialmente en los Estados Unidos, son con frecuencia muy velludas y casi siempre muy sospechosistas. Unas semanas atrás, después de tres frustrados intentos que abarcaron casi nueve años, Márquez finalmente consiguió la victoria que tanto le obsesionaba. ¿Pero a qué costo? En América, especialmente, Márquez es ahora abiertamente sospechoso de haber usado esteroides. La mayoría de los peleadores, en especial aquellos de las divisiones más ligeras, no despiertan luciendo como modelos de portada de revistas tipo Muscle&Fitness a los treinta y nueve años. (Debe notarse que lo mismo puede decirse de Pacquiao, quien comenzó su carrera en las 106 libras y continuó en ascenso aplastando a los ligeros y superligeros con latigazos de un solo golpe). Por el otro lado, cuando un peleador de clase mundial consigue conectar a su oponente con un golpe como el que Márquez impactó en los momentos finales del sexto round, el resultado, con frecuencia, semejará lo que pasó en el MGM Grand cuando Pacquiao se lanzó descuidadamente para atacar a Dinamita. “Lancé el golpe perfecto”, dijo eufemísticamente Márquez a ESPN. Pero el nocaut apocalíptico que dejó a Pacquiao hecho trizas ha colocado a Márquez con una reputación tambaleante. De hecho, Márquez atrajo las sospechas sobre sí mismo cuando en 2011 contrató a Ángel Hernández, anteriormente conocido como Ángel Memo Heredia, como su acondicionador físico personal. Hernández, una figura tan siniestra que bien podría uno referirse a él como “Más negro que la noche”, fue años atrás el testigo estelar en contra del entrenador y proveedor de esteroides Trevor Graham. “Ángel Memo Heredia ha sido identificado como la Fuente A en la acusación de delito”, reportó el New York Times. “Aceptó cooperar como testigo tres años atrás cuando, de acuerdo con reportes de la corte, los investigadores lo confrontaron con evidencia de tráfico de drogas y lavado de dinero.” En otras palabras, Hernández es una mala noticia recién salida de prensas. Se necesita de muy poca habilidad en espionaje para aventajar a las comisiones atléticas en Estados Unidos, que son oficinas gubernamentales de bajo presupuesto regularmente manejadas por allegados políticos mal calificados. Con protocolos antidrogas que funcionarían muy bien en la década de los setenta, dichas comisiones han estado siempre dos o tres pasos detrás de los camellos de esteroides, cuya razón de ser, después de todo, es obstaculizar primitivas pruebas antidopaje. Y por años Hernández hizo justo eso. Y aunque él dice ser ahora un hombre honesto —una declaración que lo singularizaría en todo el boxeo— pocos parecen creerle. ¿Pero es esta asociación suficiente como para condenar a Márquez por un delito no probado? Después de todo, si uno removiera a todos aquellos con un pasado sospechoso, el boxeo se convertiría en un gran y desértico gimnasio del tamaño de Estados Unidos. Pero cada tanto un rezagado, que podría contarse entre los inocentes, aparece de entre
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la nada, los ojos parpadeantes entre la fina capa de polvo. Sin pruebas, acusar a alguien de semejante pecado capital equivale a una proposición 50/50 acerca de un muy serio problema: o Márquez es culpable o no lo es. Incluso la ruleta rusa ofrecería mejores posibilidades. El boxeo, que se adelantó al movimiento Dadá por casi un siglo, permanecerá en la vanguardia del surrealismo deportivo siempre y cuando el boxeo exista. Consideren lo siguiente: Hernández tiene un título en kinesiología y alguna vez fue campeón nacional mexicano en lanzamiento de disco; por años, irónicamente, Pacquiao ha trabajado bajo sospecha de uso de esteroides; Márquez no tenía idea de quién era Hernández —o qué fue lo que lo hizo famoso— cuando contrató a Memo; de hecho, Alex Ariza, acondicionador físico de Pacquiao, ha salido en defensa de Hernández a pesar de haber intercambiado hace un año palabras fuertes y amenazas de demanda. ¿Y cuál sería el último y bizarro toque? ¿Podría ser que Hernández no está usando métodos por debajo de la mesa? En este escenario Memo estaría logrando los mismos resultados —mejoría en el desempeño físico— con técnicas diferentes. ¿Cómo es posible? Victor Conte, antes ex convicto gurú de los esteroides convertido ahora en perro guardián, aludió a esto cuando en 2011 habló al New Yorker acerca de sus nuevos procesos: “¿Existe una variedad de cosas que hago ahora con los atletas que en verdad creo —y la ciencia respalda que lo hace— mejora el rendimiento?” preguntó Conte. “Sí. ¿Y son legales? Sí.” Victor señaló un aparato doméstico con una máscara para respirar, estacionada junto a una banda para correr llamada hipoxicador, la cual comparó con la eritropoyetina sintética (EPO), una de las sustancias favoritas de ciclistas y corredores, que aumenta el número de células rojas en la sangre. “Un método de entrenamiento hipóxico incrementa el número de células rojas que ayudan a transportar y utilizar el oxígeno”, dijo Conte. “Pero el EPO es ilegal porque lo inyectas, y el uso de un hipoxicador no lo es. Y si consigues resultados similares, ¿por qué uno es legal y el otro no?” Si un atleta dedicado como Márquez pasara cuatro meses trabajando con un nutriólogo-entrenador obediente de la ley, ¿habría lucido diferente a cómo lo hizo el 8 de diciembre? ¿Está completamente fuera de lugar? Debemos esperar que la respuesta sea “No”, porque a pesar de su complejidad casi bizantina, su falta de estructura, su corrupción, su sordidez, y su atmósfera Pum Pum Pam!, el boxeo aún ofrece los simples valores de la pelea misma, lo que pasa en el ring, bajo las luces, cuando dos valientes hombres se cuestionan el uno al otro en maneras que muy pocos sujetos podrían hacerlo en el mundo real. De otra manera, las respuestas serían demasiado insoportables como para contemplarlas. Cuán más fácil es pensar en las extrañas maneras en que los peleadores envejecen. Mucho antes incluso de que Márquez lo conectara con su poderosa derecha, Pacquiao había declinado visiblemente. Todos los peleadores son los generadores de su propio declive. Un estricto régimen de entrenamiento construye y destruye simultáneamente, y una activa vida nocturna, combinada con falta de disciplina, los gasta en maneras que los libertinos nunca comprenderán. Y por encima de todo están los brutales rigores de la pelea misma, el lastimar y salir lastimado. Con frecuencia los peleadores parecen declinar casi imperceptiblemente. Son como las estrellas que algunas veces contemplamos por la noche: aún brillantes para nuestros ojos terrestres, pero en realidad consumidos desde hace miles de años.
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Arthur Cravan, Maintenant. Seguido de Crónicas y testimonios, Buenos Aires, Argentina, Caja Negra (Numancia), 2010.
el poeta boxeador
Mail: redaccion@esquinaboxeo.com
Fue Cravan uno de esos hombres que, como su contemporáneo Jacques Vaché, hicieron de cada acto de su vida un momento destinado a construir una leyenda fascinante; su muerte a los treinta y un años no fue la excepción, pues estuvo envuelta en un gran misterio. Sucedió en México en 1918, cerca de frontera con los Estados Unidos. Quizá murió arrastrado por el Río Bravo, presumiblemente después de una persecución policiaca debido a sus malos pasos; quizás ahogado en el Golfo de México en medio de una tormenta, solo, en su bote. Quizá. Al final todo o casi todo termina por ser mera suposición en la vida de un hombre impredecible como Cravan, quien alguna vez expresó que deseaba que la cólera se llevara a los poetas a sus treinta años de edad, para salvarlos así de una vida mezquina.
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N
A Cravan su natural y a veces calculada irreverencia e inclinación por el escándalo y la excentricidad, lo llevaron a escribir una de las páginas más extraordinarias de su propia leyenda. Ésta tuvo lugar en sus andanzas boxísticas, pues le bastó un lejano campeonato amateur ganado en Francia y su corpulencia de hombre de 125 kilogramos de peso y dos metros de altura, para atreverse a retar al célebre y temido primer campeón afroamericano de los pesos pesados de la historia, el norteamericano Jack Johnson. La pelea tuvo lugar en Barcelona, en 1916, y logró reunir a 5 mil personas; Johnson necesitó de seis rounds para poder vencer al gigantón de Cravan, hazaña nada desdeñable para un amateur. Aun así Cravan no desaprovechó la oportunidad para salir victorioso en el deporte en el que sí era invencible, el de la provocación, irresistible aun tratándose de su admiradísimo Johnson. Después de la pelea Cravan dijo no haberse calzado los guantes hacía ya un buen tiempo, desventaja natural ante el entrenamiento diario y profesional de Johnson, y que en el fondo éste no tenía tan buena pegada.
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Xóchitl Mayorquín
o la obra de arte sino la acción, la vida en movimiento, fue el único arte y guía que Arthur Cravan reconoció, el único que siguió a lo largo de sus días. Poeta, provocador, dandy decadente, ratero ocasional, sobrino de Oscar Wilde; sobre todo viajero permanente por el mundo y boxeador, siendo estas dos últimas cosas de las que más orgullo sentía, fueron algunos de los oficios que desempeñó Cravan, uno de los personajes que más luz dio entre 1910 y 1915, años precursores de las primeras vanguardias artísticas del siglo xx. Cravan, “el poetaboxeador”, fue un hombre solitario, a esta condición lo llevaron varios factores: su necesidad de libertad absoluta, que no toleraba siquiera la pertenencia a un grupo y le hacía soportar fuertes penurias económicas con tal de reafirmarla; su temperamento explosivo, su humor demoniaco, su gusto por hablar pestes sobre todo artista que quedara a su paso, y su cinismo para reconocer que de esta manera esperaba vender más números de su revista literaria Maintenant, de la cual era director, único colaborador, y salía a vender en un carrito de verdulero por las calles de París. El libro aquí reseñado contiene los cinco números de esta revista, donde encontramos sus poemas, prosa delirante, crítica provocativa de pintura y literatura, notas sobre boxeo y publicidad (“¿Dónde se reúnen los poetas, los rufianes y los boxeadores? En el restaurante de Jourdan (...)”. “(...)Asista, Arthur Cravan dictará conferencia, bailará y boxeará. Entrada 2 francos”). El libro contiene también breves y valiosos testimonios sobre él dados, entre otros, por André Breton, Marcel Duchamp y Francis Picabia y León Trotsky, además de fotografías, carteles, dibujos y pinturas que sobre Cravan se hicieron.
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Orlando Salido vs Mikey García Gennady Golovkin vs Gabriel Rosado sábado 19, Madison Square Garden, Nueva York
Andre Ward vs Kelly Pavlik Chris Arreola vs Bermane Stiverne sábado 26, Galen Center, Los Angeles, California
Devvon Alexander vs Kell Brook sábado 19, Las Vegas, Nevada
Daniel Geale vs Anthony Mundine miércoles 30, Entertainment Centre Sydney, Australia
1
“A partir del número 4 Esquina Boxeo reflejará los ránkings del Transnational Boxing Rankings Board. http://www.tbrb.org”
vaCANte
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2
Floyd
SERGIO martínez
ANDRE
País: EUA Récord: 43-0-0 (26 KOs)
Mayweather Jr. WARD 2
Juan manuel
márquez País: México Récord: 55-6-1 (40 KOs)
5
País: Argentina Récord: 50-2-2 (28 KOs)
4 País: EUA Récord: 26-0-0 (14 KOs)
NONITO donaire País: Filipinas Récord: 30-1-0 (19 KOs)
7
Wladimir Klitschko
10
ert Rob Guerrero
Es artista y aficionada al boxeo. Vive en Carolina del Sur. Su trabajo sobre boxeo puede consultarse en Facebook: “Amanda Kelley Art” y en Twitter @kelley_AK.
Sergio de la Pava Es autor de las novelas A Naked Singularity, en la que juega un importante rol el boxeador puertorriqueño Wilfred Benitez, y Personae. Actualmente vive en Nueva Jersey.
6
Manny Pacquiao
País: Filipinas Récord: 54-5-2 (38 KOs)
País: EUA 8 Timothy bradley Récord: 29-0-0 (12 KOs)
País: Ucrania Récord: 59-3-0 (50 KOs)
colaboradores de enero Amanda Kelley
Dan 9 Gar ny cia
José Luis Sánchez Rull Es una artista multidisciplinario mexicano. Estudió Bellas Artes en el Pratt Institute de Brooklyn, Nueva York.
juan manuel vázquez Es periodista y trabaja en el diario La Jornada. Desde pequeño su padre le enseñó a apostar y así fue como se hizo aficionado al deporte de las narices y las almas rotas.
CADA MES ENCUENTRA ESQUINA BOXEO EN: CENTRO: Hostería La Bota / CCU Tlatelolco / La Terraza CCE / Casa Vecina / Pasagüero / Tienda Gimnasio Jordán / Ex Teresa Arte Actual / Cafetería Gabi’s // ROMA-CONDESA-POLANCO: Librería Foro Shakespeare / Felina Bar / Centro Cultural Bella Época / La Cebolla Morada / Salón Mala Fama / Café Ocho / Ocho Store / Barracuda / Café Nuestra Tierra / Café Emir / Pan Comido / Border / Museo Experimental El Eco / Vértigo / Lucky Bastards / 180 grados / Cine Tonalá / Gimnasio de arte / Capote / La Galería del Boxeo / La Pulquería Insurgentes / Common People / Sala de Arte Público Siqueiros / SUR-ORIENTE: SOMA // EN OAXACA: La Jícara / La Venturosa // EN PUEBLA: Librería Profética // EN MADRID: Tipos infames