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ESTA REVISTA SE REALIZÓ CON APOYO DEL ESTÍMULO A LA PRODUCCIÓN DE LIBROS DERIVADO DEL ARTÍCULO TRANSITORIO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO DEL PRESUPUESTO DE EGRESOS DE LA FEDERACIÓN 2012.
En su número 5 Esquina Boxeo tiene el honor de presentar un texto ya clásico del cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos sobre uno de los pegadores más letales de la historia, el también colombiano Rodrigo Rocky Valdez. En portada Abner Mares, quien se reunió con la redacción para platicar sobre su pasado y su futuro. Además una reflexión de Jimmy Tobin sobre la crueldad en el boxeo.
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Esquina Boxeo es una publicación mensual de Ediciones La Dulce Ciencia S.R.L. de C.V. Periodo de exhibición: marzo de 2013. Reserva de derechos de título en trámite. Domicilio: Morena 1306, interior 303, colonia Narvarte, México, D. F., CP 03020. Ejemplar gratuito. Prohibida su venta. Publicidad: (044) 55 1513 2910 Redacción: (044) 55 2304 6897 e-mail: redaccion@esquinaboxeo.com Editor responsable: Rodrigo Castillo. Edición: Rodrigo Castillo, Rodrigo Márquez Tizano y Mauricio Salvador. Diseño: Juanjo Güitrón. Consejo editorial: Carlos Acevedo, Pablo Duarte, Luis Carlos Hurtado, Luis Felipe Ortega, Hilario Peña y Juan Manuel Vázquez.
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Mauricio Salvador @mauriki
Julio Ceja vs. Henry Maldonado
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diferencia de buena parte de sus contemporáneos, Ceja no ha sido un peleador cuyos managers hayan querido hacerle la vida precisamente fácil. En las seis peleas que disputó en 2012 enfrentó a rivales con pegada y experiencia, y en cada pelea fue su poder el que lo hizo salir avante. Con Nacho Beristáin como nuevo entrenador Ceja tiene la oportunidad de corregir y avanzar en su técnica y de adquirir, en su codeo con peleadores como Johnny González, algo de la experiencia que le será necesaria próximamente si la pelea con el británico Jamie McDonell logra pactarse. El boxeo es un deporte de hombres jóvenes, suele decirse, y es cierto. Hace dos años apenas Julio Ceja no tenía edad legal para votar. Veinticuatro meses después se ha convertido en un experto en dejar inconscientes a sus semejantes. Sólo hace falta saber si la oportunidad para pelear por un título no ha llegado, quizá, demasiado pronto.
Alejandro López vs. Jonathan Romero lejandro Alex López tenía al menos la ventaja de pelear en casa, frente a su público; tenía además el aliciente de ser el tercer tijuanense de coronarse en casa y de demostrar a los aficionados que su buen récord (24-2-0) y su campeonato de peso supergallo de Norteamérica eran credenciales suficientes para derrotar al colombiano Jonathan Momo Romero, quien subió al ring con un récord invicto de veintidós peleas. Lo que sucedió fue que la experiencia de Momo (llegó a enfrentar a Guillermo Rigondeaux en los Juegos Panamericanos) fue la que marcó el ritmo y el tono de la pelea, incluso cuando parecía echarse atrás, mientras López buscaba, sin mucho éxito, alguna estrategia que lograra imponer su ritmo sobre el colombiano. Hubo momentos en que López intentó fajarse, sólo para ser contragolpeado y cortado; o momentos en que intentó contragolpear sólo para fallar en el timing; o momentos
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en que intentó lanzarse con todo al frente en busca de un nocaut sólo cuando faltaban unos pocos segundos en el doceavo round. Al final, dos de las tarjetas beneficiaron cómodamente al colombiano, a pesar, incluso, del punto que le descontaron en el último round. Colombia tenía un nuevo campeón del mundo. Para López esta será sin duda una experiencia valiosa, como la que tuvo Abner Mares al enfrentar en el mismo peso a Yonnhy Pérez y quedar corto. Y si uno lo piensa experiencias como estas pueden ser más valiosas que cualquier título vacante. Con veinticinco años y con la abundancia de títulos, López tendrá una nueva oportunidad para coronarse y olvidará este percance. Pero el recuerdo de haber perdido en casa, ante su público, en su primera oportunidad por un título mundial, será, durante un tiempo al menos, imborrable.
Dibujos por Joshua Jobb.
hora que Leo Santa Cruz ha dejado vacante su título mundial para subir a la división de los supergallos, Julio El Pollito Ceja, 24-(22 KO)-0, podría convertirse en el nuevo campeón del mundo de la división de los gallos. Más aún, Ceja podría convertirse en campeón con tan sólo veinte años de edad. Así visto, Ceja es un interesante caso de estudio, el de un innegable noqueador que de pronto podría encontrarse en las mismas aguas que un Yamanaka, un Anselmo Moreno, un Leo Santa Cruz, un Tunacao o un Kameda, peleadores con una experiencia más vasta que la del mexicano que este 9 de febrero, en Ciudad Obregón, Sonora, tuvo más de un problema para adaptarse al estilo del nicaragüense Henry Maldonado, rankeado en la posición 50 de la división, y lograr conectar el upper que lo mandó a la lona en el quinto round. Es un digno caso de estudio, también, porque a
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Rodrigo Castillo, Luis Eduardo Maya y Mauricio Salvador
Entrevista con Abner Mares oy mexicano. Mi papá y mi mamá son mexicanos. A la edad de siete años me fui a Los Ángeles. En ese entonces cuando cruzamos la frontera ilegalmente con mi mamá, ella sola, sólo éramos siete. Ya después nacieron más hermanos. Pero fue un paso difícil como el de cualquier inmigrante que cruza la frontera con un hijo; imaginen ahora a mi madre que cruzó con siete. Ella tuvo dos trabajos, no la veíamos durante días, sólo los fines de semana. En mi estancia en los Estados Unidos, como ilegal, trabajé en un lugar de deportes limpiando vidrios, haciendo la limpieza del lugar, pero al mismo tiempo entrenaba, de hecho lo hacía en ese mismo gimnasio. Nada es fácil, mi vida no la ha sido, pero ahora la vida misma me ha hecho el hombre que soy. A los quince años regresé a Guadalajara. Y de vuelta la gente me trataba muy mal, me trataba como pocho, no fui muy bien aceptado. Fueron cuatro años difíciles pero aún así me gané mi lugar y el respeto de mis amigos.
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Juegos Olímpicos He tenido una carrera larga, y no ha sido sencilla. Pienso que la carrera del boxeador es una de las profesiones más difíciles entre los deportistas, porque el boxeo, con honestidad, todos lo sabemos, es un deporte de y para pobres, uno en el
que se sufre para llegar a ser campeón, para ser alguien, y vaya que yo he tenido obstáculos. Fue un orgullo representar a México en las Olimpiadas a pesar de que me robaron la pelea. Son cosas que pasan. Pienso que el destino está marcado, pero es uno el que ayuda a hacer su carrera y su historia. Por ejemplo, después de esa pelea me firmó Óscar de la Hoya. Sin embargo, el momento más difícil para mí fue el tema del ojo, estar afuera. De hecho el parte médico decía que ya no iba a pelear, que el médico ya no me iba a dar el sí para continuar en el boxeo. Sin embargo tuve una recuperación excelente y con la mentalidad enfocada en regresar estoy aquí para demostrar quién soy.
La experiencia La pelea contra Yohnny Pérez fue mi primer combate de campeonato. Lo que faltó esa noche, y que es ahora lo principal cuando peleo, fue la experiencia. Tenía veinte peleas en mi récord. Yo sentía que iba ganando la contienda. Pero como retador no sabía que no sólo tenía que saber que estaba ganando sino convencer a los jueces que lo estaba haciendo. La gente se fue contenta pero es a los jueces a los que hay que convencer. Después de este combate fui creciendo, mejorando. Me metí más a fondo en mi entrenamiento, pensé el boxeo y, sobre
todo, aprendí a no tomar las cosas a la ligera y a dar ese extra que siempre le sobra a uno como novato y que, viéndolo a la distancia, me faltó aquella noche. En mi pelea contra Darchinyan me tumbaron, me cortaron, me quitaron un punto, pero saqué la casta y la garra. Lo mismo en la pelea contra Anselmo Moreno. No iba a dejar que me ganara y que lograra conseguir esa distancia en el ring para hacerme daño. Saber todo esto se logra con la experiencia.
Campeón gallo y supergallo Ser campeón es algo muy satisfactorio y más porque en su momento me enfrenté a lo mejor de las categorías de peso gallo y supergallo. Algo que pocos peleadores suelen escoger. Muchas veces los peleadores escogen a sus rivales para coronarse. Yo no. Me hice el mejor gracias a un torneo de peso gallo en el que se enfrentaron los mejores de la división, todos contra todos y sólo iba a quedar uno, y ese fui yo. Pero no me quedé ahí. Subí a la siguiente división. Vencí a Anselmo Moreno, un gran peleador, muy evasivo y técnico. Por eso le dicen el Fantasma, y se suponía que iba a ser difícil que yo lo tocara. Ese fue un logro importante para mí. Además la de división de los gallos es una división que le ha dado a México grandes campeones. Así yo quiero ser en un tiempo no muy lejano: un boxeador del que la gente diga
fotografía por jorge prado
Mexicano en Estados Unidos
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que “ya quedó en la historia”.
Adán Mares
Mi hermano Adán también es boxeador y tiene un récord de siete peleas sin derrota. Me siento orgulloso de él. Estuvo en la cárcel cinco años, salió y en cuanto lo hizo se puso a entrenar porque él es un peleador nato, qué te puedo decir, él es mejor que yo porque él es un natural. Yo, en cambio, soy un boxeador que tiene que entrenar para ser bueno. Y yo pienso que él es un peleador que tiene esa facilidad de acoplarse. En un año, que es justo el tiempo que tiene fuera de prisión, hizo esas siete peleas, lo que habla muy bien de él y del esfuerzo que hace para salir adelante.
Entrenadores El cambio de entrenadores me ha ayudado mucho. No puedo decir que eso le vaya a funcionar a todos, porque hay muchos que cambian de uno a otro entrenador y no agarran ni un estilo ni el otro. Yo supe combinar todos. Estuve con el padre de Mayweather, con don Nacho Beristáin, con Rudy Pérez, con Clemente Medina, todos de diferentes estilos a los que sin embargo me pude acoplar y que pongo en práctica en cada pelea según el rival y según el estilo que éste use para atacarme. Me acuerdo de las clases, de las combinaciones; incluso después de tanto tiempo saco el estilo de don Nacho, las combinaciones que aprendí con él como el boxeo de contragolpeador.
Promotoras La situación con las promotoras es frustrante. Para el peleador es difícil porque las promotoras ven por su beneficio, y quien al final sale perjudicado es el boxeador, el que juega. Quiero ser claro, yo pedí la pelea con Nonito. De hecho hay un contrato porque yo se lo solicité a mi empresa. Yo quiero pensar que Nonito quiere pelear conmigo, pero regresamos a lo mismo, las empresas son las que al final del camino deciden. Sin embargo, existe la posibilidad de presionar, como lo hice yo con Golden Boy, les dije que yo sólo quiero esa pelea y no otra. ¿Qué hizo mi promotora? Me echó la mano. Le ofreció un gran contrato a Nonito. Es un dinero que ni él ni yo hemos visto juntos.
El miedo Por Dios, yo creo en el miedo. Antes de la pelea pienso en lo peor, que me van a noquear, que me va a pasar todo. Pero en cuanto piso el vestidor pierdo ese sentimiento; estoy con mi entrenador, por ejemplo, acostumbro llevar a la banda para que toque norteño. Y así me siento cómodo y muy tranquilo. Ya
cuando doy el siguiente paso hacia el ring pierdo por completo los nervios, me concentro, estoy listo. Tengo bien claro que el boxeo es mi trabajo, mi profesión. Desde el desprendimiento de retina que sufrí en 2008 comencé a ver al boxeo no como un deporte -porque antes lo veía así- sino como una actividad profesional, como mi trabajo. A la gente que está alrededor —no toda, por supuesto—,no le importa el peleador que sube al ring; hay personas que sólo quieren ver sangre. Con esto en mente me enfoqué y empecé a pensar diferente. Maduré. Después del accidente estuve un año fuera. Y tras ese año regresé con mi máscara, la de la calavera, que significa un Abner diferente, un guerrero que va a la batalla y no le importa morir esa noche. No es que no tenga miedo sino simplemente no me gusta dejarme ya.
Pelear en México Pelear en México es algo que le he pedido a mi empresa desde hace mucho tiempo. Incluso me ofrecieron una pelea. No en el D.F. sino en Cancún. Quizá contra el Vikingo Terrazas. Quiero pelear en México -ya que todas mis contiendas han sido en los Estados Unidos- para dar un buen espectáculo y para que la gente empiece a conocerme en mi país. Me gustaría eso, que la gente me apoye y que sepan que Abner Mares va a estar aquí por mucho tiempo.
El estilo Mares Cuando salgo del vestidor me gusta mirar que la gente se emociona con las peleas. Porque cada pelea me gusta hacerla diferente a la anterior, y que la gente no vea al mismo Abner de siempre. Yo dicto mis peleas, por supuesto, y puede llegar el momento en que una pelea arranque mal, en la cual se te adelante el contrincante, pero así es el boxeo. Pero lo más difícil es pensar en tu siguiente movida, en lo que vas a hacer. Cualquiera puede subirse a un ring a tirar golpes, pero es difícil pensar cuando te lanzan golpes a la cabeza o actuar arriba del ring cuando estás en peligro, así que durante la pelea es fundamental pensar en el siguiente ataque, en la siguiente combinación, en ver qué mano baja tu oponente, dónde se abre, etc. Para cualquier peleador es siempre un plus el saber pensar arriba del ring, pensar siempre en cómo contrarrestar los ataques del otro. La gente puede decir que soy un toro sin freno, pero no es así. Yo soy un peleador que sabe boxear, que sabe defender y atacar y contragolpear. Repito, todo depende del rival en turno. Habría que decirle a la gente que no tiene que irse con la finta de la última pelea que vio, porque cada combate es muy diferente.
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Guillermo Rigondeaux
Nonito Donaire
Peleé con Guillermo Rigondeaux en los Juegos Panamericanos de Santo Domingo. Él ganó la contienda pero fue una pelea muy cerrada, que yo sentí que había ganado. Fue una de esas noches de abucheo y frustración para las personas que la vieron, pues le gritaban cosas al Chacal, porque él corría, yo me paraba enfrente del ring, le bajaba las manos… Rigondeaux es un boxeador que sabe hacer su pelea y que sabe hacer puntos, es un magnífico amateur, por eso fue dos veces campeón olímpico. Pero ahora como profesional —quiero ser honesto, lo considero un peleador bastante bueno y talentoso—, no ha logrado ganarse la clase y la oportunidad de pelear con Nonito o conmigo. La gente pide una pelea con él, y yo lo enfrentaría, pero su récord como profesional no lo amerita, tiene once peleas como profesional ante contendientes no muy reconocidos. Y siendo así, ¿merece que yo le dé una oportunidad, merece enfrentarse contra un campeón mundial? Yo no lo veo así, no lo encuentro honesto ni lo veo justo. Hay otros colegas que se están ganando el lugar, el puesto, con peleas difíciles.
Juan Manuel Márquez acaba de demostrar que no hay boxeador invencible. Vimos la forma en que noqueó a Manny Pacquiao, no sólo le ganó, lo noqueó. Juan Manuel es un boxeador que no se deja apantallar por nadie. Hablando de Donaire, para mí no es un monstruo, a los ojos de mucha gente representa un titán, un peleador que es imparable, pero a mis ojos es un boxeador al que puedo vencer. Con El Travieso Arce Nonito se vio muy bien, pero habría que considerar que Arce es un pelador que ya dio todo. Pero yo sí estoy a su nivel. Y de que le voy a ganar le voy a ganar, de eso no cabe duda. Voy con la mejor mentalidad y lo explico así: no me da miedo perder, todos sabemos que Nonito es un buen peleador, completo, técnicamente mejor que yo. Lo mismo Anselmo Moreno, pero al Fantasma lo vencí. La idea es que si llevas el plan perfecto y una buena mentalidad entonces es difícil que te ganen. Si esta pelea se da tiene que ser un gran evento, estoy muy ansioso, pero repito, está en manos de los promotores. Podría darse en un lugar más neutral, quizá Las Vegas. Pero si no se da, tampoco es el fin del mundo, hay muchos peladores buenos en esta división. También estamos considerando subir a la categoría pluma. Hace unos cuantos días me vi con Julio César Chávez, y no desperdicié la oportunidad de preguntarle: “¿cómo le pelearías a Nonito Donaire?” Él, muy inteligente, me dijo: “Yo no iría al ataque de inmediato. Lo boxearía los primeros tres o cuatro rounds para ver cómo actúa, sacarlo de la forma en que está pensando cómo le vas a pelear. Boxísticamente, ganarle a Nonito me llevaría al siguiente peldaño. Sería el mejor de los reconocimientos ganarle a uno de los mejores libra por libra. Y así, en seguida, por decisión mía, me gustaría subir a peso pluma, donde seguro habrá peleas muy buenas, , por ejemplo, enfrentar a Mikey García, que le acaba de ganar al Siri Salido. García se vio muy bien, es un pelador joven, que pega. Así que me esperan grandes combates, me emociona imaginar el futuro.
La familia Espinoza Son un gran respaldo. Siempre es bueno tener a alguien que te eche la mano. Mucha gente te dice: “para qué te agarras un manager, te va a quitar todo”, pero hasta ahora Frank ha hecho un gran trabajo al conseguirme las peleas que he tenido. Espinoza se gana su dinero y no me quita nada, trabaja. Es alguien que pelea por mis derechos, es él de hecho quien se ocupa del asunto de la pelea con Nonito. La familia Espinoza ha sido fundamental en mi carrera. No me queda más que agradecerles.
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La eterna parranda, editado por aguilar.
Esta crónica viene incluida en
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Alberto Salcedo Ramos
Los días con Rocky Valdez olpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trompada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el rostro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut técnico. Ahora, treinta y cuatro años después, miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky, sé que estoy observando el combate de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus esquinas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos: rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino condenado como Sísifo: por mucho que se esfuerce, su misión de llevar la pesada piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que yo repita el video él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de alcanzar la cúspide. A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asombra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, brazos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura: 1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa división casi siempre reinaron atletas musculosos de más de 1,80. Qué angustia, Rocky, qué angustia. En el séptimo round tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de la ceja. Y como si fuera poco sobrevivió después a tu mejor golpe, un recto de derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenadores denominan “el botón de la luz”: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio
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el médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era la cortadura de tu arco superciliar. —¡Mira al hijueputa tirando a la ceja! —exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los cartageneros con el sobrenombre de El Bony. El Bony fue un púgil mediocre pero supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando colgó los guantes colonizó indebidamente el separador de una avenida en el exclusivo sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que muy pronto se volvió popular en Cartagena. Estoy precisamente en la casa de El Bony, contigua al mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos acompaña el periodista David Lara Ramos. —¡Edda, compa —grita el anfitrión—, ese calvo era qué culo e’ culebra! En una esquina de la pantalla aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de 1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo después de tanto tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando El Bony te anunció nuestros planes hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala. —Yo no sé qué gracia le ven ustedes a esa vaina tan vieja —refunfuñaste—. Eso ya pasó. Ahora te encuentras sentado afuera en una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera entusiasta. —¡Qué elegancia, padrino! —grita una mujer jovial. —Mucho gusto, champion —exclama un hombre de voz bronca. Tú correspondes a las reverencias con un escueto “adiós” y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas violentamente contra la quijada de Briscoe. Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple, coño. Qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la que usaban los carniceros del mercado de Bazurto cuando veían a los boxeadores fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales, mi vale. Aun así, ni él ni nadie podían venir a darte lecciones de coraje, Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor Napoleón Perea te apodaba La fiera. Es que además eras un grandísimo cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y ahí mismo perdías los estribos. Sobre todo si sentías sangre en el rostro. Entonces te transformabas en una
bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! El Chino Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se ganaba un boleto para pasar el weekend dentro de la jaula del tigre. El Rocky que me muestra el televisor y el Rocky que veo en persona aquí en la casa de El Bony se complementan como la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene hambre, el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre del weekend en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería, el viejo posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso. Al primero solo se te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría pertenecer al grupo de danza de Josephine Baker. En este momento el Rocky de carne y hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe. Después de haberte pasado la vida defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacerles saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Contarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas. —Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring. Hace poco, Rocky, se me dio por armar la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a Bernardo Caraballo, a Kid Pambelé, a Eliodoro Pi-
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talúa, a Arturo Osorio, al Baba Jiménez. Cuando iba por La Cobra Valdez me detuve en una coincidencia a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido
ser uno de ellos, pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones, el mercado de los machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los zapatos de un fulano. Ni por el putas, Rocky. Tampoco ibas a doblegarte ante Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos. Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con puros golpes curvos: gancho a las costillas, uppercut al pecho, gancho al hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría describir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando resolvían un problema difícil: “¡Al fin parió Pabla, carajo!”. Briscoe dobló una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel derechazo mortífero en la quijada. Ahora, al verte brincar en el video con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina, El Bony te lanza una broma estupen. —Edda, compa, ¡usted sí es desagradecido! Con lo difícil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!
II
Nueva York era una metrópoli problemática para un muchacho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban, las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba. Imagínate tú: un tipo que
escasamente sabía deletrear el español se veía forzado de pronto a buscar una dirección como esta: “330 West 95th Street”. Esa vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles de Cartagena con sus nombres castizos! A uno le decían “Calle Tripita y Media”, y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la “Calle de los Siete Infantes” había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio siempre había un man en el poste de la esquina dispuesto a ayudar: “No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira, tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos menudeados, ¡ahí es, ahí es!”. En aquella Nueva York tan grande, donde los transeúntes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente, era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no existía el guía espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo, definitivamente, al quiosco de las Mendoza. Después estaba el otro problema: de repente te habías quedado sin idioma. En el gimnasio apenas podías conversar con El Chino Govín, que era cubano. Al entrenador Gil Clancy y al sparring Emile Griffith les hablabas solo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de aprenderse una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas: “primo”. Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color el curioso suceso. —¡Primo! —exclamaba Griffith cuando te veía llegar. —¡Primo! —le respondías tú con tu ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par. Lo que venía a continuación era un coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía “primo” y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le contestabas “primo” y le tirabas un golpe idéntico al que él te había trazado. —Primo —le digo yo ahora al taxista que me recoge en el centro de Cartagena—, llévame a la casa del Rocky. —¿La casa de Rocky Valdez? —es lo único que me pregunta. Cuando le respondo afirmativamente el hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino, nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar contigo él podría ayudarme a encontrarte. Quizá estés jugando dominó con los comerciantes del pasaje 13 en el mercado de Bazurto. O parloteando con los jubilados del Parque del Centenario. O visitando a los vendedores de lotería de la Calle del Cabo.
En esta nueva visita a Cartagena —octubre de 2009— confirmo que para los taxistas eres un referente urbano. Como la Torre del Reloj o la Plaza de Bolívar. Uno te nombra como “Rocky”, a secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti. No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental, ni de un vendedor de cocadas en el Portal de los Dulces, ni de un empresario turístico de Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo. El único Rocky que cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el viernes 22 de diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní. ¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la que tú creciste, la “del ahumado candil y las pajuelas” —según el poeta Luis Carlos López—, ya solo existe en la memoria de los viejos. La ciudad que exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo urbano plagado de cinturones de miseria. Esto no será tan descomunal como la Nueva York que te abrumaba en tu época de boxeador, pero ha crecido, Rocky, ha crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la casa de la señora Margoth. En los 110 kilómetros cuadrados de esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas la gente te seguirá con la mirada. Adonde vayas tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti el dedo pulgar en señal de reverencia. —¡Buena, champion! —¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa salud? —¡Entonces qué, viejo Rocky! Adonde vayas tropezarás con paisanos enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán mientras te señalan con el dedo índice.
Ahora es un abuelo apacible, puras sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quienes vimos tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se cumplió aquello que pregonaba el manager George Gainford en los años cuarenta del siglo pasado: “Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura”. Monzón te llevaba nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona. Y ni hablar —insistirán los peatones cuando se topen contigo— del rebullicio que causabas en Europa entre los actores más renombrados de la época. Jean Paul Belmondo te recogía en el aeropuerto de París, Omar Shariff te visitaba en el hotel de San Remo, Alain Delon iba de compras contigo en Montecarlo. De modo que por donde te muevas aquí en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009. Desde cuando llegaste a Nueva York, a los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda. Pero ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma apenas distinguías el “good morning” y el “one-two-three”? Se suponía que Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad. En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la división de las 160 libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste, aunque el precio que pagaste fue altísimo. El día que faltaba El Chino Govín el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que, al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda “right” que “left” porque con cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara. Esa íntima convicción derivaba en franca apatía por la lengua ajena: aunque no lo dijeras en voz alta, considerabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible, además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la punta de la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar “luna” por “moon” sirva
para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del propio brazo de uno. A menudo, después de ganarle a algún rival importante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo para convencerte. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma sino lo lejos que te quedaba Cartagena. Pero, ¿sabes, Rocky?, tu actitud indicaba a las claras que nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en Nueva York.
Te encuentro en el Pasaje 13 del Mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me contarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te recibieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial. —Lo mejor de mi compadre es que nunca olvida a su gente —exclama González mientras te da una palmada recia sobre el hombro. La frase de González ha hecho carrera en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y zaguanes. La repiten como un Credo el vago del parque y el periodista deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejemplo, la siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, ella estuvo contigo en la época de las penurias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana
o vivieras con María, siempre almorzabas en la casa de Aída. —Mija —gritaba el marido de Aída cuando te veía llegar—, ¡corre, que llegó el Rocky! Aída partía como un rayo hacia la cocina para prepararte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada. De no ser porque murió en 2006 todavía almorzarías donde ella, champion. En este eterno retorno a las raíces encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una búsqueda tribal de protección. Cuando regresas al mercado de tus tiempos duros no solo eres el hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino también el animal que se reintegra a su manada para sentirse seguro. La rutina invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado. Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste, pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana. —Edda, compa, eso sí es verdad que aquí entre nosotros el Rocky se siente seguro —dice Omar de la Hoz. —¿Tú crees que a este mercado puede entrar cualquiera con ese montón de prendas de oro? —pregunta Arturo González. Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que, incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó? —Edda, mi hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros. —¿Y el boxeo te dio para comprar algo más que prendas? —Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo. —¿Por qué te pusiste esas iniciales de oro en los dientes? —Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era campeón. Ahora, mientras caminas conmigo a través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a leguas que, aunque insistas en que el pasado “es una vaina vieja”, te encanta evocarlo. No en vano conservas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El campeón.
Las fotografías de esta artículo fueron publicadas originalmente en la revista Ring Mundial
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Jimmy Tobin @jet79
Traducción de David Aguilar Vázquez
boxeo y crueldad El espíritu humano es presa de los impulsos más sorprendentes. Georges Bataille
s refugio de todo tipo de estafadores, una Rueda de la Fortuna accionada por una mezcla insoluble de dinero y sangre. Con su típica agudeza, John Schulian bautizó el boxeo como “el deporte más cruel”, e incluso los inexpertos pueden apreciar lo conveniente de dicho nombre. ¿Qué se puede decir de un deporte cuyos practicantes más venerados —Joe Louis y Muhammad Alí entre ellos— son igualmente íconos de éxito y sufrimiento? ¿Que el camino al estrellato emerge de un sombrío tráfico de carne, carroña y exhumación? El boxeo en sus peores facetas parece casi inimaginablemente cruel.
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Que la gente tenga afinidad por el boxeo, a pesar de su crueldad, es obvio; pero las razones de dicha afinidad son difíciles de determinar. Para preservar su simpatía—aunque más probablemente para justificar sus propios gustos— los devotos defienden el boxeo. Algunos lo defienden como un medio para liberar al pobre de sus grilletes socio-económicos. El legado del recientemente fallecido Emanuel Steward, cuyas proezas en el entrenamiento y la administración ayudaron a muchos chicos a dejar los barrios bajos y convertirse en el foco de atención, es un ejemplo contun-
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dente del potencial del deporte en este respecto. Tal razonamiento, sin embargo, no hace ninguna referencia a la crueldad inherente al boxeo. Simplemente intenta justificarla, y puede hacerlo sólo si se argumenta en defensa de su mera potencialidad, pues el boxeo es todo menos un camino seguro al éxito. Más aún, la falsa esperanza puede llevar a la ruina —y es una falsa esperanza alentada por argumentos que dependen de la excepción a la regla. Hay crueldad en ese aliento, en apoyar la visión de una esperanza a menudo nublada a golpes. Recurrir a la historia es otra táctica común para defender el deporte. Boxear es un deporte antiguo, dicen, y esto solo sirve como una prueba de su mérito. Ha sufrido de persecución legal, de la mano virulenta del crimen organizado, de la tragedia entre las cuerdas y de la marginalización en los medios impresos y la televisión. Y aún así, el deporte persiste. El que términos como “nocaut”, “contra las cuerdas”, “aguantar los golpes” hayan sido apropiados por el vocabulario común sugiere que, por más repugnante que sea, es improbable que el boxeo vaya a abandonarse en un futuro próximo. La violencia siempre encontrará una audiencia. Y aunque el visto bueno de la historia pueda ayudar a su sobrevivencia, es difícilmente una defensa satisfactoria cuando es tu hermano, tu padre, o tu marido el que está siendo apaleado y explotado como mercancía. La libertad personal es otro ángulo popular para defender el boxeo. La gente es libre de practicarlo, dice este argumento, y por lo tanto cómplice de los males que le sobrevienen. Pero si el trayecto al ring es uno de los únicos caminos a seguir por los desprovistos, ¿entonces qué tan libre es uno de escogerlo? Los apologistas argumentan que la gente es libre de preferir sus intereses, pero eso es un sinsentido. Mientras que podemos nutrirlo, no escogemos lo que nos gusta, justo como no escogemos lo que nos disgusta: estamos inclinados de un modo u otro mucho antes de articular esta inclinación. Pero revisemos este argumento de elección y libertad nuevamente. En ningún lado se enfoca en la crueldad en el boxeo. ¿Es esta ausencia una admisión implícita de que, en efecto, la crueldad no puede ser justificada?
*** Una aproximación más honesta a la presencia de la crueldad en el boxeo es conceder la fealdad, “reconsiderar la crueldad y abrir los ojos”, como sugiere Friedrich Nietzsche. Para Nietzsche, el romano en la arena, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español en el auto de fe, son ejemplos todos de indulgencia voluntaria ante la crueldad. El ring de boxeo no es la excepción. ¿Qué más puede ser para aquéllos que celebran el drama de una vida potencialmente truncada,
aquéllos que aclaman apasionadamente por la destrucción de otro hombre, y que en su entusiasmo aceptan las pútridas maquinaciones que engendran las peleas profesionales, sino indulgencia ante la crueldad? No hay manera de mitigar la crueldad en el boxeo porque es precisamente esta crueldad —santificada en el lenguaje y espectáculo del deporte— lo que nos hechiza. ¿Por qué, entonces, nos atrae el boxeo? No puede ser simplemente un ánimo de competencia, ya que la competencia no tiene que ser cruel. Tampoco el nacionalismo es una respuesta suficiente. Aunque es un tema dominante en el boxeo, el nacionalismo no siempre conlleva a la crueldad. La Copa del Mundo y otras competencias globales dan amplia oportunidad para mover banderas sin ser partícipes de la crueldad. La conexión necesaria con lo cruel también está ausente del argumento que dice que el entusiasmo racial puede explicar el atractivo del boxeo. No, su atractivo va más allá que la competencia y el orgullo nacional o racial, más allá que la esperanza y la historia.
*** En su ensayo, Violencia, violencia, Ted Hoagland escribe: “el atractivo del boxeo es su drama y su gracia, una gracia tempestuosa que asciende a un ballet improvisado, exigente.” Uno se imagina a varios entusiastas del boxeo avalando esta explicación. El deporte alcanza su cúspide cuando la acción es rica en drama y la paga del espectador en su máximo. El segundo adjetivo de Hoagland es más jugoso: que la “gracia” del boxeo contiene mucho de su atractivo. Hoagland usa la gracia como un criterio estético, y la introducción de la estética en la discusión revela mucho acerca de la psicología de los fanáticos del deporte. Para nuestro propósito la estética puede incluir tanto la belleza del combate como el mérito artístico de aquellos elementos de la pelea que pueden ser evaluados técnicamente (tales como la forma del peleador, su habilidad de adaptarse y la eficacia de su estrategia) Tanto la estética como la apreciación técnica del boxeo sirven como algún tipo de artificio. El filtrar el deporte a través del lente artístico y del análisis técnico —qué es “la dulce ciencia” sino un irónico eufemismo— son dos maneras de cómo los entusiastas del deporte reconcilian la sed de sangre con la corrección. Pero a pesar que este intento de reconciliación es suficiente para aplacar sensibilidades modernas, no puede limpiar del todo al deporte, ya que el boxeo, tanto en su historia como en su desiderata, desafía tal limpidez. Al apreciar una pelea estéticamente, uno glorifica la violencia y sus consecuencias. El lenguaje de lo estético supone aislar al que aprecia de su enfrentamiento con la realidad, engañándolo
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a pensar que es una perspectiva más alta y refinada con la que disfruta ver a hombres aturdirse los cerebros. Pero este lente no mitiga la brutalidad del evento. Más aún, a los asuntos más brutales se les atribuye el mayor valor estético. La salvaje primera pelea entre Arturo Gatti y Mickey Ward, por ejemplo, es mencionada con tonos reverenciales a pesar de que la maestría boxística no es precisamente el mérito de ambos contendientes. Incluso el analista técnico piensa que interpreta esta dolorosa fisicalidad desde la distancia. Aquí, una nariz rota es producto del posicionamiento, o del ritmo, o de haber capitalizado errores. Hay verdad en estas observaciones: los boxeadores sí establecen estrategias. Pero el analista, como sea que trate de intelectualizar la contienda, es guiado en sus observaciones por un interés en un deporte fundamentalmente cruel.
*** Si la pregunta de por qué la gente se siente atraída hacia el deporte más cruel encuentra algo de dirección en el uso del artificio, la pregunta se convierte entonces en: ¿A quién queremos evadir con este lente estético? Y, ¿por qué? En su ensayo El deporte más cruel, Joyce Carol Oates llama al boxeo “una imitación estilizada de un combate a muerte.” Es un equivalente de la lucha humana en términos de vida o muerte donde, mientras más cercana sea la proximidad de la muerte, mayor el mérito de la contienda. Este mérito depende de la presencia de la brutalidad, la cual infiere un placer atávico en el guerrero y en lo que Oates denomina “el triunfo del genio físico”. El linebacker que entierra al corredor en el césped, el delantero que clava la bola a pesar de ser cubierto por el defensa, el pitcher que congela al bateador con una bola rápida, son todos ejemplos del triunfo del genio físico. Para el entusiasta del boxeo, sin embargo, estas proezas palidecen en comparación a lo que se logra cuando un hombre con el torso desnudo, manos enguantadas y malas intenciones pone de espaldas a su oponente. Pero el placer en esta actividad no puede conseguirse sin suprimir — por lo menos durante 48 minutos— la consciencia formada por valores modernos. Sin esta supresión la intención del boxeo y sus brutales manifestaciones repulsarían, como a menudo lo hacen, a las sensibilidades modernas. Aquí es donde el artificio moderno se vuelve tan valioso. Ofrece un medio para evadir la angustia de la consciencia moderna clasificando al deporte más cruel como un arte —y el arte es aprobado sin importar cómo y a quién ofenda. Para el abolicionista, esta supresión es imposible. En la sociedad moderna el deporte más cruel debe ser tabú. Pero para los fanáticos del boxeo, la supresión temporal de los valores y la consciencia modernos es tan deseable como posible. Y es un recordatorio de que la humanidad, por sobre todos los adornos de la civilización, aún exalta al conquistador; que sin importar la iluminación de la modernidad, es la antigüedad, y un estómago para lo cruel, lo que
la inspira. Con la trayectoria directa de un jab, el boxeo presenta un camino de vuelta a un mundo sin las restricciones de los valores puritanos, el humanismo y la supremacía de la razón —todos ellos símbolos de la modernidad. El boxeo acepta el dolor como una herramienta pedagógica; hace de la búsqueda de la superioridad y de la capacidad de distanciarse el otro, una virtud. Quizá parte del atractivo del boxeo radique en que su crueldad apela a la visión atávica.
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“El dolor es verdad; todo lo demás está sujeto a la duda”, dice el Coronel Joll en Esperando a los bárbaros. Es un enunciado que uno puede imaginar rayado sobre la pintura descascarada de una pared de gimnasio. El boxeo, como cualquier campo de pruebas, proporciona verdad, y esta verdad tiene la credibilidad adicional de ser forjada por el dolor. Cuando un hombre es golpeado por los puños de otro, el espectáculo atrae no sólo por su violencia —y el triunfo del genio físico— sino también por su credibilidad epistémica. Es una credibilidad que aumenta por el dolor. La verdad que se encuentra entre las cuerdas es primaria; en su inmediatez se presenta sin mediación psicológica alguna. Aunque no cualquiera ha sufrido ante las manos articuladas de un boxeador, todos están familiarizados con el dolor. El dolor es innegable —no lo cuestionamos, no dudamos de él. Si el dolor es en efecto verdadero, si el Coronel Joll está en lo correcto, entonces el ring promete verdad. Incluso en los casos en que la autenticidad del evento podría cuestionarse, la verdad de lo que se aprende es seguro. Las malas decisiones, por ejemplo, a pesar de recompensar al peleador equivocado con la victoria, también ofrecen verdad, la verdad de que una injusticia ha sido cometida, que tales injusticias son posibles en el deporte, y que la forma más eficaz de lograr la victoria es la más violenta, y que por ello el deporte es, sin lugar a dudas, cruel. Ejemplos menores de estas verdades incluyen al peleador que sonríe tras recibir un gancho al hígado y cuyo dolor es traicionado por su intento de enmascararlo, o la desganada súplica del peleador derrotado que desea continuar incluso después de la intervención final del réferi. En casos como éstos, uno puede cuestionar la autenticidad del evento al mismo tiempo que se adquiere verdades acerca del deporte, de los participantes, y, por supuesto, de la audiencia. Este valor epistémico contribuye al atractivo del deporte. Tal vez el boxeo, despojado de sus laureles, es, en parte, una manifestación de nuestro deseo de saber. Queremos celebrar la fuerza descaradamente, queremos la dura verdad, la cruda realidad; queremos la autenticidad del dolor así como la nuestra propia. Y es en el boxeo, en el deporte más cruel, donde encontramos satisfacción.
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Rodrigo Márquez Tizano @rmtizano
DINERO
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En este boxeo de hoy, las dos marcas más rentables de la industria pueden darse el lujo de crear mundos paralelos, idénticos en alcances comerciales, sin necesidad de estorbarse. Los candados promocionales tampoco facilitaron la operación: mientras Pacquiao y Top Rank mantienen una relación tradicional de peleador-promotora, el modelo de negocio de Mayweather es más complicado. En lugar de hacer caja con derechos de imagen, Floyd consigue marcas específicas para cada una de sus peleas y controla hasta el último detalle del evento: parafernalia, consumibles, promocionales. Todo va al bolsillo de Money. Incluso se encarga de pagar a su oponente. He ahí el nuevo modelo a seguir para los Broners que vendrán: una combinación entre Tyson y Don King. La imagen de Floyd Mayweather, con sus autos deportivos, sus mansiones, sus joyas y sus apuestas estrafalarias, coincide más con la de un magnate de la industria discográfica que con la de un atleta de alto rendimiento. Más allá de la desilusión que pueda provocar en el espectador perderse un pleito histórico, la confirmación de que este combate nunca logrará cristalizarse llega en mal momento para un deporte necesitado más que nunca de un recambio generacional, pero sobre todo de credibilidad. En los últimos cuatro años, Floyd Mayweather ha subido al ring sólo en cuatro ocasiones, y en todas ellas ha quedado a deber algo. Una sensación de vacío: eso es lo que dejan las peleas de Floyd Mayweather Jr., un hombre que parece capaz de vencer a cualquiera y al mismo tiempo, rehúye los combates reales, esos que los grandes han tenido a puños, los únicos por los cuales van a ser recordados en los libros. El campeón de la técnica impoluta al que a veces parece importarle tan poco su oficio. Cuatro peleas en cuatro años. Frente a Juan Manuel Márquez sostuvo un combate a modo en el que incluso se vio obligado a pagar una indemnización por fallar
en la báscula. Un año más tarde llegó hasta la distancia ante un Shane Mosley muy alejado de su mejor versión. Luego, en 2011, vino el polémico KO ante Víctor Ortiz. Entonces, el mundo del boxeo comenzó a preguntarse si un campeón auténtico, además de buscar la victoria, tendría que preocuparse por el modo en que gana. La mente frágil de Vicious quizás haya sido su peor enemigo, pero Mayweather tomó una decisión equivocada. La pelea contra Cotto, el año pasado, puede que haya sido la más dura de las cuatro, pero a pesar del coraje y buen boxeo mostrados por el puertorriqueño, nadie puso en duda que Mayweather terminaría quedándose con el triunfo. Por estos dos últimos combates, el número uno del Pago Por Evento se embolsó 85 millones de dólares, suficiente para encabezar la lista de los deportistas mejor pagados del 2012, publicada por Forbes. Mientras que para otros atletas los asuntos extradeportivos suelen significar drásticas pérdidas en el plano económico, el caché de Floyd parece a prueba de escándalos. Declaraciones racistas, episodios de violencia doméstica, estancias en prisión, posesión de armas de fuego: nada es suficiente para detener a Floyd Mayweather Jr., ni siquiera el tiempo. El acuerdo por el cual Mayweather abandonó HBO contempla seis peleas en los próximos treinta meses. Un cambio radical, sin duda, para un hombre de treinta y seis años que en la última década ha peleado catorce veces. Mientras que en otros deportes parecería imposible que los mejores contratos vayan a parar a las manos de los más veteranos, en el boxeo hace mucho que la experiencia manda. Basta con echar un ojo al ranking libra por libra para constatar que al menos la mitad de los clasificados superan la treintena. La administración del físico, los implementos en la preparación, los tiempos de descanso entre pelea y pelea: todo suma y sin embargo no deja de sorprender que en una disciplina donde las secuelas son ineludibles y la juventud está más ligada a la salud mental que a la condición física, los actuales peces gordos estén más cerca de llegar a la edad en que Muhammad Ali fue detenido por Trevor Berbick que al rango promedio del competidor. En todo caso, si Mayweather es capaz de treguar con el tiempo, se mantiene invicto y continúa generando el mismo interés por su marca como hasta ahora, probablemente llegue a los treinta y nueve años habiendo batido la marca del pelotero Alex Rodríguez como el atleta con el contrato deportivo más jugoso de la historia. Primero vendrá Guerrero, luego Álvarez o Trout. Da lo mismo. Entonces estará a sólo tres peleas de pasar a la historia. Parece ser que, después de todo, ésa es la única clase de récords que le interesa romper a Money.
Dibujo por Joshua Jobb.
uego de cuatro años de especulaciones, fuego cruzado, excusas, oponentes escogidos a mano y promesas incumplidas, la “Súper Pelea” entre Floyd Mayweather Jr. y Manny Pacquiao parece haber entrado definitivamente a ese apartado de la ficción donde también reposan los conatos de Durán y Argüello, Bowe y Lewis, o Quartey y Whitaker. Las dos derrotas al hilo del filipino, el anuncio del regreso al encordado de Money para medirse ante Robert Guerrero este próximo 4 de mayo, y la firma de un acuerdo multimillonario entre Showtime y Mayweather Promotions por los derechos televisivos de sus próximas seis peleas, han terminado de una vez por todas con cualquier esperanza de que el enfrentamiento entre los dos peleadores más populares de la última década suceda algún día. Los motivos son numerosos, pero quizás el principal haya sido económico: ambos boxeadores descubrieron pronto que son capaces de hacer mucho más dinero por separado, sin poner en entredicho su derecho a ocupar ese trono vacante y más bien imaginario que tanto reditúa al momento de despachar pagos por evento.
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Carlos Acevedo @cruelestsport
UNA OPORTUNIDAD DE GLORIA PARA FLORENTINO FERNÁNDEZ ue una revolución la que forzó a Florentino Fernández, fallecido el 28 de enero a la edad de 76 años por un ataque al corazón, a perseguir sus sueños en el mugriento gimnasio de la Calle Quinta de Miami. Con la batalla de Sierra Maestra aún por decidirse, en agosto de 1958 Fidel Castro envió un refuerzo comandado por el Che Guevara y Camilo Cienfuegosa a Las Villas, donde la guerrilla logró dividir Cuba en dos. Ante la cercana derrota y, quizá, ante la posibilidad de fusilamiento, el 1 de enero de 1959 Fulgencio Batista dejó La Habana y viajó a República Dominicana. Las elecciones fueron suspendidas, el Presidente Urrutia dimitió, los periódicos fueron clausurados o censurados, hubo juicios y ejecuciones sumarias y se echó en marcha un programa de expropiación de la tierra. Para muchos cubanos, particularmente para los profesionistas de clase media, el pandemonium era insostenible. En semejante caos un boxeador tampoco podía prosperar. Decidido a no ser cualquier fulano más tragado por los eventos que tenían lugar, Fernández viajó a la Pequeña Habana poco antes que Castro prohibiera los deportes profesionales en la isla. “Fue realmente muy duro,” dijo a Cassidy. “Florida era territorio desconocido y me tuve que ir de Cuba porque con Fidel Castro en el poder las cosas fueron de mal en peor.” Fernández fue uno de los muchos peleadores de primer nivel que llegaron a México y los Estados Unidos a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960. Entre ellos se contaba a Luis Rodríguez, José Nápoles, Sugar Ramos, Benny Paret y Douglas Vaillant. Pero ninguno -ninguno- pegaba tan fuerte como Florentino Fernández. Uno de los más temibles noqueadores de la década de 1960, a Fernández se le llamó El Buey debido a su fortaleza física y a su temerario ataque que hizo que 53 de sus 67 peleas profesionales fueran detenidas antes de tiempo, y que le aseguró, al mismo tiempo, su presencia de costa a costa en los últimos días de la época dorada de la televisión. Zurdo por elección, Fernández golpeaba tan fuerte que en sus peleas solía romper huesos. De hecho, su monstruoso poder dejó a Gene Fullmer con, de todas las opciones, un codo hecho trizas. Con cierta regularidad Fernández reacomodaba las facciones de sus oponentes de la misma manera que un cubista podía hacerlo sobre el lienzo. Pero en una suerte de contraparte simbólica de sus sueños y ambiciones -las mismas de todos los peleadores- Fernández era con frecuencia frágil para los rigores de su propio y despiadado estilo. Jesús Rivero, Dick Tiger y José González lo noquearon en algunas de las peleas más brutales de la década de 1960. Incluso el limitado Rocky Kalingo lo noqueó en un round y el temible Rubin Carter hizo lo propio en sólo 69 espeluznantes segundos. Que Fernández fracasara en escuchar la campanada final en tantas ocasiones puede también considerarse el resultado natural de haber enfrentado a varios de los más duros peleadores de su época. Entre 1959 y 1967, cuando se retiró por primera vez, Fernández peleó contra Emile Griffith, Gene Fullmer, Dick Tiger, Phil Moyer, Gaspar Ortega, Joe DeNucci, Ralph Dupas, Stefan Redl, Joey Giambra, José Torres, Carter, José González y el forzudo argentino Juan Carlos Rivero, con quien, increíblemente, subió cuatro veces al cuadrilátero. Sin duda, el pináculo de su carrera sucedió en 1963 en San Juan de Puerto Rico, cuando aplastó en cinco incesantes rounds
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al futuro campeón de los semicompletos José Torres. Torres no estaba preparado para el abrumante poder de Fernández. ¿Quién podía estarlo? Ante la ensordecedora afición del Estadio Hiram Bithron El Buey aniquiló a Torres. Y la afición lo amaba. En aquellos días, los puertorriqueños -al igual que los mexicanosadmiraban a los peleadores con casta, por lo que Fernández se convirtió en un peleador popular en La isla del Encanto. El 5 de agosto de 1961 Fernández se enfrentó a Gene Fullmer por el campeonato de peso medio de la Asociación Nacional de Boxeo (NBA) en Ogden, Utah. Tras 15 castigadores rounds Fullmer se hizo con una decisión dividida sobre la que Fernández se quejaría los siguientes cincuenta años. Fullmer, con un cuello tan grueso como un extinguidor, era casi indestructible, pero en los últimos rounds Fernández lo hizo tambalear como una palma bajo un huracán. Fue la única oportunidad al título que Fernández conseguiría en sus siguientes quince años como peleador profesional. Hacia mediados de la década de 1960 Fernández comenzó a sentir los efectos de semejante ritmo por lo que las derrotas fueron más frecuentes. Y poco menos de cinco años después de retar a Fullmer por el título Fernández se retiró del boxeo y comenzó a trabajar como lavaplatos en Miami.
Y sin embargo, su sueño aún lo acechaba y por ello regresó al ring en 1969. Igual que muchos boxeadores Fernández se quedó un poco más de lo necesario, como un hombre que desde el muelle observa cómo su amante navega hacia el crepúsculo. Peleadores de Cuba siguen apareciendo en el boxeo profesional. Guillermo Rigondeaux ganó un título mundial en su séptima pelea profesional. Yoan Pablo Hernández es uno de los campeones de peso crucero. En unos pocos años Yuriorkis Gamboa ha ganado dos títulos mundiales. Odlanier Solís ya es millonario sin haber conseguido nada y a pesar de su terror a saltar la cuerda. El boxeo era menos compasivo en los tiempos en que Fernández se esforzaba bajo las entonces nuevas luces de la televisión. Había menos sueños que perseguir en el boxeo: ocho divisiones de peso, generalmente un campeón por división y muchos más peleadores rivalizando por la victoria. Fernández pagó un precio muy alto por perseguir tan arriesgados sueños. “Extraño mucho Cuba,” dijo a Boxing News en 2001. “Extraño a la familia y los amigos que dejé atrás. Extraño las playas, la hermosa gente, ver el Malecón. Extraño la Cuba de 42 años atrás.” Aunque nunca ganó un título mundial Fernández fue uno de los hombres más peligrosos durante los últimos años duros del boxeo en Estados Unidos, mucho antes que los neófitos comenzaran a ganar títulos después de una docena de combates, antes de que los contratos a largo plazo lanzaran a los peleadores por el camino del menor esfuerzo, antes de que los sueños de todos los hombres jóvenes fueran abaratados por los organismos y las cadenas televisivas. Sí, al final, Florentino Fernández fue, como muchos otros de los exiliados, un símbolo del atrevimiento.
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Johnriel Casimero vs Luis Alberto Ríos Roberto Vasquez vs John Mark Apolinario
Tavoris Cloud vs Bernard Hopkins
sábado 16, Panamá, Panamá
sábado 9, New York, EUA
Timothy Bradley Jr vs Ruslan Provodnikov
Edgar Sosa vs Ulises “Archie” Solis
sábado 16, Carson, California, EUA
sábado 9, Lugar por definir, México
Ricky Burns vs Miguel Vázquez
Luis De La Rosa vs Merlito Sabillo
sábado 16, Londres, Inglaterra
Brandon Rios vs Mike Alvarado
sábado 9, Cerete, Colombia
Khabib Allakhverdiev vs Breidis Prescott sábado 30, Las Vegas, EUA
BOXING
4
1
7
2
6 5
3
10 8
Carl Froch
País: Inglaterra Récord: 30-2-0 (22 KOs)
Abner Mares
9 Timothy bradley
País: México Récord: 25-0-1 (13 KOs)
colaboradores de MARZO alberto SALCEDO RAMOS Cronista colombiano y autor del libro El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé (2005).
JIMMY TOBIN Es analista del sitio de boxeo The Cruelest Sport. En twitter @jet79
LUIS CARLOS HURTADO Artista plástico, creador de Cuadrilátero. Su trabajo puede verse en mondaocorp.com. En twitter @LCHurtado
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