EXIT #40 · Alrededor de 10 / About 10

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EXIT

Alrededor de 10 About 10 Roger Ballen / Sergey Bratkov / Michal Chelbin Anna Fox / Julian Germain / Emmet Gowin Anastasia Khoroshilova / Ingar Krauss / Sally Mann Wendy McMurdo / Ralph Eugene Meatyard Hellen van Meene / Nelli Palomäki / Nicholas Prior Clare Richardson / Alessandra Sanguinetti / Vee Speers Amy Stein / Christer Strömholm TEXTOS / ESSAYS: Hugh Cunningham / Anne Higonnet

10 AÑOS/YEARS



EXIT 40



Alrededor de 10 About 10

Pedro Ă lvarez. Romilly. The Swimathon series, 2009. Courtesy of the artist.


AGRADECIMIENTOS / ACKNOWLEDGEMENTS

CAROLE BILLY (GALERIE MARIAN GOODMAN, PARIS); TANYA BRODSKY (REGEN PROJECTS, LOS ANGELES); JOSIAH CUNEO (PACE/MACGILL GALLERY, NEW YORK); ALEXIS DEAN (EDWYNN HOUK GALLERY, NEW YORK); LUIS DÍAZ DÍAZ; TRISH FISHER (ROGER BALLEN STUDIO); FRANK GOLDMAN (YANCEY RICHARDSON GALLERY, NEW YORK); CARIN JOHNSON (FRAENKEL GALLERY, SAN FRANCISCO); MARK KATZMAN (FERGUSON & KATZMAN PHOTOGRAPHY, ST. LOUIS); MARTIN KERN (LORETTA LUX STUDIO); JULIA LENZ (HAUSER & WIRTH, LONDON); CAROLYN SCHNEIDER (YOSSI MILO GALLERY, NEW YORK); JOAKIM STRÖMHOLM (CHRISTER STROMHOLM ESTATE, STOCKHOLM); NADIA TOTSKAYA (REGINA GALLERY, MOSCOW); ROBYN WISE (SFMOMA, SAN FRANCISCO); Y A TODOS LOS ARTISTAS Y AUTORES QUE HAN PARTICIPADO EN ESTE NÚMERO AND ALL THE ARTISTS AND AUTHORS THAT HAVE CONTRIBUTED TO THIS ISSUE


P O R TA D A / C O V E R

Wendy McMurdo. Precious Life, Royal Museum of Scotland, Edinburgh, 2009. Courtesy of the artist.


EXIT

EXIT -Imagen y Cultura- es una publicación trimestral de Olivares y Asociados, S. L. EXIT -Image & Culture- is published quarterly by Olivares & Associates, S. L.

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Sumario / Contents

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Editorial Cazar mariposas Hunting Butterflies Rosa Olivares

y despuĂŠs 16 Inocencia Innocence and after Hugh Cunningham

92 Clare Richardson 38 Michal Chelbin 102 Anastasia Khoroshilova 48 Vee Speers de la infancia 130 Momentos capturados 112 Anna Fox 56 Nicholas Prior Captured Childhood Ingar Krauss Roger Ballen Moments 120 66 Anne Higonnet Wendy McMurdo 74 de artistas 152 Ă?ndice 82 Sergey Bratkov Index of Artists


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D I T O R I A L

Cazar mariposas Rosa Olivares Saber dónde empieza y dónde acaba la infancia es una tarea complicada. No es un problema nuevo, en la antigüedad se empezaron a marcar franjas de edad que con el paso del tiempo se ensanchan y eternizan, empujando a la adolescencia hasta lo que, hasta hace muy poco, era ya una edad adulta. Si con los griegos la infancia acababa a los siete años, hoy en día llega, en los países más desarrollados, hasta los dieciséis, una edad en la que la frontera con la edad adulta está marcada por los deseos sexuales y la necesidad de independencia. Igualmente, el aspecto de los niños ha cambiado profundamente. Hoy en día son como los adultos pero en pequeño, miniaturas creadas por los padres, que realizan en sus hijos un look que no siempre pueden conseguir sobre ellos mismos. O, por el contrario, los convertimos en la imagen de una infancia tópica, ideal, sacada de los cuentos infantiles y de los deseos de nuestras abuelas. Es cada vez más difícil saber si un niño tiene diez o quince años, siete o doce, por su aspecto, por sus actitudes físicas, por la insolencia o la inocencia de sus miradas. La publicidad ha justificado una tipología sofisticada de una pederastia de lujo en la que niñas hacen de modelos de ropa interior, y niños y niñas de dudosa edad nos inducen al consumo, a la lujuria y a la frustración con sus gestos y sus miradas entre inocentes y obscenas. Los diez años nos parecen un punto adecuado para esa inflexión entre la infancia y la adolescencia. A los diez años, la inocencia se ha desvanecido casi en su totalidad, el cuerpo apunta los primeros signos de transformación, y la sexualidad ha hecho presencia en sueños y duermevelas. Ese cambio no es de un día para E X I T Nº 40-2010 8

otro, no es como en el cuento de La Cenicienta que, de golpe, con la última campanada, se convierte de bella princesa en sucia criada y su carroza en calabaza. No, cuando el niño llega a los diez años no descabalga del caballo de la pureza y se transforma en un molesto y violento adolescente. Ese cambio ha venido realizándose desde hace tiempo y aún tardará en finalizar años. Incluso en muchos adultos podemos ver atisbos de lo que fueron en su infancia. En la mirada de los ancianos asoman sus ojos de niño. Tal vez siempre mantengamos con nosotros algo de nuestra infancia y, posiblemente, lo que somos ahora siempre estuvo a flor de piel en nuestros años de colegio, en juegos más o menos infantiles, recreos y veraneos familiares. Tal vez la infancia sea una invención de los adultos, solamente la proyección de lo que quisimos ser una vez, de todo lo que perdimos para siempre. Una construcción ideal con todo lo que creemos bueno y que finalmente convertimos en perverso, y por eso los cuentos infantiles son el trasfondo de algo innombrable: el terror profundo de los miedos de los niños. La inocencia perdida, la fragilidad de sus cuerpos y la pureza de sus mentes; todo hace de la infancia un lugar poblado de riesgos y de dudas, de sombrías experiencias y de salvajes vivencias, allí donde todo es nuevo y donde todo puede suceder. En la infancia estamos abiertos, expuestos a todo, y cuando crecemos empezamos a poder decidir. Con la libertad llega la responsabilidad y con la consciencia final del propio cuerpo llega el deseo del cuerpo del otro. Pero no siempre es así, hay niños que son


adultos antes de los diez, y niñas que son madres antes de los diez. Una realidad cambiante según la geografía y la geopolítica de la realidad. En el mapa de la imaginación de los adultos, la infancia es un espejismo, una ilusión, y por eso algunos adultos no quieren crecer y desearían vivir siempre en el mundo aislado del Nunca Jamás con hadas, piratas y princesas indias. ¿Son felices los niños? ¿Alguien se ha preguntado si en ese mundo que construimos para nuestros niños ellos son felices, o simplemente les abrumamos con lo que creemos que les hará felices? Si realmente son felices no puedo entender porque nos miran desde las fotografías con esas miradas tristes, como mariposas cazadas y colocadas en el álbum. Sujetas con alfileres al papel, solitarias y perdidas para siempre, prisioneras de su belleza. Otro símbolo de lo que nunca seremos, de lo que nunca fuimos. Por eso las cazamos y las coleccionamos. Como los niños que llenan las páginas de esta revista, niños vistos a través de los ojos de los adultos. Adultos que echan de menos su infancia perdida, los sueños rotos, que adoran a los niños, a sus hijos, a los hijos de todos, o tal vez los odien, pero en cualquier caso los fotografían como quien caza mariposas: atrapando su belleza y su singularidad y fijándola ya para siempre al margen del paso del tiempo. Hemos escogido esta simbólica cifra, 10, para centrar una etapa efímera de nuestras vidas. Un símbolo de la inocencia y la ilusión. Un momento en el que ya formada, en gran parte, nuestra personalidad y lo que seremos, todavía somos capaces de ilusionarnos, de creer en un futuro insondable, de caminar alegremente hacía el dolor, el fracaso y la muerte, de arriesgarnos a vivir. Porque la infancia no es otra cosa que el inicio de la madurez. Diez años que pueden ser casi diez o poco más de diez, una línea frágil y flexible que marca el final y el principio de todo. Que finalmente es sólo un cumpleaños. Una vez más hemos procurado reunir no sólo a los artistas más conocidos, a los históricos, sino a una selección amplia y variada de formas de retratar la infancia hoy: jugando en la naturaleza, posando con su juguete preferido, en clase, bajo la mirada de sus madres o de sus padres, a través de la desencantada y brutal visión del fotógrafo que sabe que detrás de esa aparente fragilidad hay un mundo de hierro, que en esa inocencia anida la turbulencia de la maldad, sabiendo que los niños somos también nosotros, siempre.

En algún lugar se escribe que el niño es la estrella de la fotografía doméstica y comercial, la clave del mundo de la publicidad y del consumo. Lo primero que hacemos cuando nace un niño es fotografiarlo, lo segundo mostrar esa foto a todo el mundo. En nuestras casas, en nuestras carteras, en nuestros ordenadores, las fotografías de nuestros niños (hijos, sobrinos, amigos…, da igual) son un común denominador. Cada padre puede tener miles de imágenes de sus hijos antes de llegar a cumplir diez años. Pero quién sabe si los niños son felices. Tal vez con tanto fotografiarlos no seamos capaces de verlos realmente. En la fotografía actual, con la admisión nuevamente del retrato como género artístico, el niño ha vuelto a ser uno de los puntos de referencia básicos. Y entre todos los fotógrafos algunos de ellos se han centrado en la imagen de sus hijos durante años, haciendo de sus fotografías más que un álbum familiar un negocio familiar, pasando de la autobiografía a la autobiografía del niño. Esa amorosa mirada ha sido en ocasiones transformadora de una forma de ver, y ha construido una galería de imágenes que oscilan entre la belleza suprema, el análisis sociológico, la tristeza y la crítica social. Pero, ¿qué opina el niño de estar siempre bajo la lente de sus padres? Emmet, el hijo varón de Sally Mann, presente en toda su serie de Immediate Family cuando cumplió once años (uno más que diez) le dijo a su madre que ya bastaba, que ya no le fotografiase desnudo nunca más. Con esa negativa a ser fotografiado desnudo proclamaba el fin de la infancia, el fin de la inocencia, el inicio de la libertad y de la independencia, el derecho a su propia imagen. La infancia te impide crecer, y todas estas fotografías de niños, igual que todas las fotografías de sus hijos que guarda en su casa, igual que todas las fotografías que en la historia se han hecho de cualquier niño, atrapan la infancia y la convierten en un cadáver. El cadáver bello de una mariposa, pero un cadáver, finalmente. Al atraparlos en una fotografía se les impide crecer, se les ata para siempre, se les atrapa en ese momento sin posibilidad de queja, de poder decir “no me hagas más fotografías, déjame seguir viviendo”. Y esas imágenes son lo que quedan de nuestra infancia, reconstruyendo para siempre la idea que los adultos tenemos de ese momento fugaz en el que tuvimos diez años. Por cierto, con esta revista número 40, EXIT cumple diez años. Feliz cumpleaños a todos nuestros lectores.

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Sally Mann. Shiva at Whistle Creek, 1992. Immediate Family series. Courtesy of the artist and Edwynn Houk Gallery, New York.


Sally Mann. The Last Time Emmett Modeled Nude, 1987. Immediate Family series. Courtesy of the artist and Edwynn Houk Gallery, New York.


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D I T O R I A L

Hunting Butterflies Rosa Olivares

Knowing where childhood begins and ends is a complicated task. It is not a new problem; in ancient times age ranges began to be set which, over time, have been extended more and more, stretching adolescence into what until recently had been adulthood. Whereas for the Greeks childhood ended at age seven, these days in the most developed countries it lasts until sixteen, an age in which the boundary with adulthood is influenced by sexual desires and the need for independence. Children’s appearances have likewise changed drastically; nowadays they are like adults, only smaller, miniatures created by parents who realize in their children a look they cannot always achieve for themselves. Or, on the contrary, we turn them into the image of a stereotypical ideal, a storybook child in keeping with our grandmother’s wishes. It is increasingly difficult to ascertain whether a kid is ten or fifteen, seven or twelve years old, because of the way they look, their bearing, the insolence or innocence in their expressions. Advertising has justified a sophisticated sort of high-class pederasty in which girls act as models for underwear, and boys and girls of questionable age induce us to consumerism, lechery and frustration with their part innocent, part obscene gestures and gazes. The age of ten seems to us to be an apt turning point between childhood and adolescence. At ten, innocence has almost entirely disappeared, the body shows the first signs of transformation, and sexuality has made its presence in dreams and half-sleep. That change does not occur from one day to the next. It is not like in the story E X I T Nº 40-2010 12

of Cinderella who, as soon as the clock strikes, suddenly transforms from a lovely princess into a filthy maid, her carriage turning into a pumpkin. No, when a boy reaches ten he does not dismount the steed of purity and right away become an irksome and violent teenager. That change has been happening for some time and it will not be complete for years. Indeed, in many adults we can still see signs of what they were as children. A child’s eyes peer through an old person’s gaze. Perhaps we always retain something of our childhood and it is possible that what we are now was always latent during our school years, in more or less childish games, recreations and summer holidays spent with family. Maybe childhood is an adult invention, merely the projection of what we once wanted to be, of what we have lost forever. An ideal construction with everything we believe is good, yet that we end up perverting. And maybe that is why children’s stories are the intimation of something unmentionable: the profound terror of children’s fears, lost innocence, the fragility of their bodies and the purity of their minds. Everything converts childhood into a place abounding in risks and doubts, shadowy episodes and wild experiences, there where everything is new and anything can happen. In childhood we are open, exposed to everything, and when we grow up we begin to be able to decide. Along with freedom comes responsibility and with the ultimate awareness of one’s own body comes the desire for the body of the other. But it is not always that way; there are boys who are adults before they are ten, and girls who are mothers before they are


ten. This is a reality that differs according to geography and geopolitics. On the map of adult imagination, childhood is a mirage, an illusion, and that is why some adults do not want to grow up and would like to live forever in the isolated world of Never-Never Land with fairies, pirates and Indian princesses. Are children happy? Has anyone wondered whether our children are happy in the world we have built for them, or do we merely overwhelm them with what we believe will make them happy? If they are really happy I cannot understand why they look at us from photographs with those sad expressions, like butterflies hunted and placed on display. Held on paper with pins, alone and lost forever, prisoners of their beauty. Another symbol of what we will never be, of what we never were. That is why we hunt them and collect them. Like the children that fill the pages of this magazine, children seen through the eyes of adults. Adults who miss their lost childhood, their broken dreams, adults who adore children, their children, everyone’s children, or maybe they hate them. In any case they photograph them, like people who hunt butterflies: trapping their beauty and their singularity and freezing it forever regardless of the passage of time. We have chosen this symbolic figure 10 to highlight an ephemeral stage in our lives, a symbol of innocence and hope. A time at which, for the most part, our personality and what we will be is already developed, we are still capable of feeling hopeful, believing in an unfathomable future, walking cheerfully toward pain, failure and death, daring to live, because childhood is nothing but the beginning of maturity. Ten years which may be nearly ten or a little more than ten, for it is a fragile and flexible line between the end and beginning of everything, and ultimately only a birthday. Once again not only have we striven to bring together the most well-known artists, the historic ones, but also a wide selection of ways of portraying childhood today: playing in nature, posing with a favourite toy, in class, under the gaze of mothers or fathers, through the jaded and brutal view of the photographer who knows that behind that apparent fragility there is an iron world, that lurking in that innocence is the turmoil of evil, knowing that we are also children, always. It is written somewhere that children are the stars of domestic and professional photography, the key to the

world of advertising and consumerism. The first thing we do when a baby is born is to take a picture of him; the next thing is to show that photo to everyone. At home, in our wallets, on our computers, the photographs of our children (children, nieces and nephews, friends…, it is all the same) are a common denominator. Parents may have thousands of pictures of their children before they are ten years old. But who knows whether the children are happy? Perhaps we photograph them so much we are not capable of really seeing them. In contemporary photography, with the readmission of portraiture as an artistic genre, children have again become a basic point of reference. Some photographers have focused on the image of their children for years, making their photographs a family business rather than merely a family album, shifting from their autobiography to the child’s autobiography. That loving gaze has sometimes transformed a way of seeing, and it has constructed a gallery of images that vary between supreme beauty, sociological analysis, sorrow and social criticism. But what does the child think about being always before his parents’ lens? When he was eleven years old (one more than ten), Sally Mann’s son Emmet, portrayed throughout her series Immediate Family, told his mother that that was enough, she should not photograph him nude anymore. With that refusal to be photographed in the nude he proclaimed the end of childhood, the end of innocence, the beginning of freedom and independence, the right to his own image. Childhood prevents you from growing, and all those photographs of children, just like all the photographs of your kids that you keep in your house, just like all the photographs of any child that have ever been made throughout history, trap childhood and turn it into a cadaver, the beautiful cadaver of a butterfly, but a cadaver nevertheless. By trapping them in a photograph they are prevented from growing, they are bound forever, trapped in that moment, unable to protest, to say “don’t take anymore photographs of me; let me go on living.” And those pictures are what is left of our childhood, forever reconstructing the idea that we adults have of that fleeting moment when we were ten years old. By the way, with this issue number 40, EXIT is ten years old. Happy birthday to all our readers. TRANSLATED BY DENA ELLEN COWAN

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Alessandra Sanguinetti. Untitled, Sweet Expectations series, 1994. Courtesy of the artist.


Alessandra Sanguinetti. Untitled, Sweet Expectations series, 1995. Courtesy of the artist.


Inocencia y después Hugh Cunningham

“No sabemos nada de la infancia”. Cuando JeanJacques Rousseau escribió esto en Émile (1763) estaba siendo, como solía, deliberadamente provocador. Era perfectamente consciente de que los europeos, ya desde tiempos de los griegos, habían reflexionado en profundidad sobre los niños y sobre la naturaleza de la infancia. Habían establecido etapas que abarcaban periodos de siete años que arrancaban con la infantia, durante los siete primeros años, la pueritia, hasta los catorce, y finalmente la adolescentia. A finales de la Edad Media habían identificado más de cincuenta dolencias típicas de los niños, acompañadas por algunos consejos generalmente sensatos para tratarlas. Habían escrito numerosos libros con recomendaciones para criar a los niños, que iban desde hacer hincapié en una disciplina férrea hasta la precaución de San Anselmo en las postrimerías del siglo XI y principios del XII de que si se querían niños “adornados con buenos hábitos,… se debía alentar y ayudar con la simpatía y la amabilidad paternas”. Habían escrito libros para niños, y en los siglos XV y XVI existía un comercio floreciente de juguetes. Más exactamente, Rousseau conocía Some Thoughts Concerning Education (Algunos pensamientos sobre la educación) de John Locke (1693), una obra ampliamente traducida y muy vendida, una guía a la que los padres del siglo XVIII recurrían con frecuencia. Y fue Locke hacia quien Rousseau lanzó sus disparos. Locke se había hecho famoso como tutor de hijos de aristócratas, y su libro se nutre de las cartas que le escri-

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bió a un amigo sobre la mejor manera de criar a los suyos. A menudo se conoce a Locke por una idea que se malinterpreta con facilidad: que un niño se ha de “considerar simplemente como un papel en blanco o cera que se moldea y se forma como uno quiere”. Esto era una idea habitual en muchos aspectos. Erasmo, por ejemplo, un guía sobre cómo criar a los niños casi tan influyente como Locke, había escrito en el siglo XVI que “El hijo que te ha concedido la Naturaleza no es más que una masa informe, pero el material aún es maleable, capaz de adoptar cualquier forma, y tú debes moldearlo para que tenga el mejor carácter posible. Si eres descuidado, criarás un animal; pero si te aplicas, crearás –si puedo utilizar un término tan audaz– una criatura divina”. Sin embargo, para Locke el niño era cera sólo con respecto a las ideas, no al temperamento ni a las aptitudes. Aún así, el papel del educador era primordial: “Nueve de cada diez partes”, escribió, “son lo que son, bueno o malo, útil o inútil, por su educación”. Parte del atractivo de Locke consistía en que intentaba que esta educación vital fuese divertida. “Siempre he albergado una fantasía”, escribió, “que aprender se pueda convertir en un juego y un recreo para los niños”. Estos últimos podrían aprender el alfabeto si conseguías una pelota de veinticinco caras, le pegabas una letra a cada una, y hacías que fuese un juego ver quién puede hacer que gire hasta una A, una B, una C, etc. A continuación, se reemplazaban las letras por sílabas, y los niños pronto leerían. Locke también quería acabar con los castigos corporales,


Julia Margaret Cameron. Esme Howard, 1869.


excepto en casos contados, lo cual fue un espectacular avance en la tradición europea, en la que jamás se ilustraba al maestro sin su vara. También Dios quedaba al margen del programa de Locke, otro gran avance en una tradición que había considerado a los niños nacidos con el pecado original y que necesitaban ser bautizados en la tradición católica, o ser sometidos a una conversión personal en la protestante. Este enfoque tolerante y en muchos aspectos imaginativo sobre la crianza de los niños puede parecer centrado en ellos. Pero eso sería malinterpretar a Locke, cuyo objetivo era el de producir un buen adulto. Para que esto sucediese, un niño había de aprender a “someter su voluntad a la razón de otros”. Si como niños nos habituamos a “negarnos la satisfacción de nuestros propios deseos cuando la razón no los autoriza”, el hábito conducirá a una vida virtuosa como adultos. Bobadas, dice Rousseau. No sigáis el consejo de Locke, “en el apogeo de la moda actual”, de razonar con un niño. De hecho, cuando se cría a un niño, “invierte la práctica corriente y casi siempre acertarás”. Un niño debería aprender de las cosas, de la naturaleza; debería experimentar que el vidrio es frágil, que las piedras son duras, que el fuego quema. Mientras Locke decía que las mujeres eran demasiado emotivas para confiarles la tarea de criar a los hijos, Rousseau consideraba esenciales a las madres. En su aspecto más simple, su mensaje consistía en que se debe permitir a los niños que disfruten la niñez; debería ser una época de felicidad, una suerte de felicidad inalcanzable a edades más avanzadas. Los niños, dice, no albergan deseos que no se puedan satisfacer y éste es el motivo de su felicidad. Los adultos están malditos con una imaginación que hace nacer deseos más allá de su alcance; por ello, “la lectura es la maldición de la infancia,” porque abre las puertas de la imaginación. Locke y Rousseau nos presentan los dos enfoques predominantes sobre la infancia que continúan con nosotros. Por una parte, la infancia se considera un camino hacia la edad adulta, las etapas de nacer, caminar, hablar, echar los dientes, escribir, etc., son, cada una de ellas, anotadas y tachadas de la lista. Por otra, se respeta a la infancia por lo que es: una época de placer, felicidad e inocencia. En la práctica, los padres podrían tomar algo de cada aspecto. La aristócrata inglesa Caroline Fox escribió de su hijo de siete años, Harry, que “se ejercita

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mucho todo el día fuera de casa, lo cual es muy saludable y conforme con el sistema de Monsieur Rousseau… Por las noches nos desviamos un poco del programa de Monsieur Rousseau, ya que lee cuentos de hadas y aprende geografía con los mapas de madera de Beaumont”. Harry, debía suponer ella, estaba quedándose con lo mejor de ambos mundos. Probablemente Locke, más que Rousseau, era la guía preferida para los padres, pero Rousseau influía más en la imaginación. Fue él quien ofreció una plantilla de lo que podría ser la infancia, establecida quizá como la mejor época de la vida, y la investía de cualidades que se difuminarían en la edad adulta. Los poetas románticos ingleses se basaron en esto. William Blake se imaginaba en Cantares de Inocencia (1789) a un niño hablando con su madre: “No poseo nombre; pero nací hace dos días”. ¿Cómo te llamaré? “Soy feliz, me llamo Alegría”. ¡Que el dulce júbilo sea contigo! Los cristianos evangélicos instaban por aquel entonces a los padres a que recordasen que sus hijos eran “pecaminosas criaturas contaminadas”, pero se estaban quedando en franca minoría. La celebración de William Wordsworth de la inmediatez y la frescura de la infancia en Atisbos de la inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia (1807) tocó la fibra sensible: Hubo un tiempo en que prados, sotos y ríos, la Tierra y todas las vistas corrientes, me parecieron ataviadas con luz celestial, la gloria y el frescor de un sueño. Pero muy probablemente la apertura del niño a las sensaciones, su moralidad innata, se nublarían con rapidez en el colegio cuando, como Wordsworth dijo, “Las sombras de la prisión-casa comiencen a cernirse / sobre el niño que crece”. La influencia de Wordsworth en el siglo XIX fue comparable a la de Freud en el XX. Pudo haber tenido ese


Gertrude Käsebier. Happy Days, 1902.


impacto porque estaba en sintonía con las opiniones imperantes. El retrato de Joshua Reynolds de su sobrina nieta Offy, de unos seis años de edad, y sentada en el campo, titulado La edad de la inocencia, se copió infinidad de veces, y anunció una forma romántica de retratar a los niños que sobrevive hasta nuestros días en la cultura popular. Además, a finales del siglo XVIII, la infancia comenzó a figurar de manera destacada en un nuevo género literario: la autobiografía. Rousseau comulgó con el espíritu de su tiempo cuando escribió en sus Confesiones (1783) “Quien desee conocerme como adulto, ha de conocerme como niño”. Los escritores alemanes y holandeses empezaron en esa misma época a centrarse en su infancia como la clave del sentido de su yo adulto –como si hubiésemos alcanzado el psicoanálisis un siglo antes de su nacimiento. A principios del siglo XIX resuena una nueva sensibilidad hacia los niños y la infancia. Una de las señales fue el protagonismo de los niños en la ficción. Charles Dickens, novela tras novela, con Oliver Twist, Nicholas Nickleby, David Copperfield, con Paul Dombey en Dombey e hijo, con Little Nell en El almacén de antigüedades, con Jo el barrendero de Casa desolada, por nombrar únicamente sus creaciones más famosas, demostró que los niños podían ser personajes por derecho propio y, sobre todo, que podían provocar emociones en los lectores. Estos niños son los herederos de Wordsworth, ven a través de los subterfugios y las crueldades de los adultos. Nos recuerdan constantemente que si, como Scrooge en el Cuento de Navidad, permitimos que muera el niño que hay en nosotros, estamos definitivamente muertos. Y nos ofrecen ejemplos de niños que rescatan a los adultos del marasmo en el que se han hundido: en Silas Marner, de George Elliot, es la pequeña Eppie quien rescata al viejo avaro de su miseria. En otras manos, alimentar el floreciente mercado de libros infantiles pudo dar lugar a un texto como Niños ministrantes, que celebra las buenas obras que podrían hacer los niños. Si los niños eran la encarnación de la bondad y la felicidad, en tal caso había un aspecto en el mundo de principios del siglo XIX que parecía cada vez más enfrentado con la forma en que debería ser la infancia. Los comentaristas del siglo XVIII se habían deleitado viendo trabajar a los niños y habían establecido numerosos programas, escuelas de oficios y similares para brindarles oportuni-

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dades laborales a los niños. John Locke, sin ir más lejos, quería que hubiese un colegio de este tipo en cada parroquia “al que todos los niños de aquellos que soliciten ayuda a la parroquia, de más de tres años y menos de catorce, mientras vivan con sus padres y no estén empleados de alguna otra forma para ganarse el sustento… estén obligados a asistir”. A finales del siglo, la influyente Sarah Trimmer estaba segura de que “en este reino hay miles de niños ociosos que podrían estar empleados”. Algunos de ellos, especialmente en Gran Bretaña, eran enviados a las fábricas de algodón y fueron aquellas condiciones de trabajo, combinadas con la nueva sensibilidad de Wordsworth hacia la infancia, las que condujeron a los reformistas a hablar de ellos como “niños sin infancia”. En lugar de glorificar el trabajo que podían hacer, los poetas de las décadas de 1820 y 1830 escribían que “Siempre nos entristece un niño que trabaja como una mula”. Fue la revelación de lo que sucedía en las fábricas y las minas lo que empujó a Elizabeth Barrett Browning a escribir El lamento de los niños: Los corderitos balan en los prados, los pajarillos gorjean en el nido, los cervatillos juegan con las sombras, las florecillas miran al oeste – Pero los niños pequeños, oh hermanos, ¡lloran con amargura! Lloran con desconsuelo mientras otros juegan, en el país de la libertad. El trabajo infantil se llegó a considerar una ofensa contra la Naturaleza. Y si le parecía especialmente ofensivo a Browning en Gran Bretaña, su “país de la libertad”, no pasó mucho tiempo para que toda Europa se sintiese obligada a aprobar leyes contra eso, cuando una sensación de vergüenza aguijoneó a los más reacios. En los Estados Unidos resultaba difícil asegurar sanciones legales contra el trabajo infantil en el ámbito federal, pero el gran público se indignaba –en palabras de un reformador, “cuando empieza el trabajo… el niño deja de existir”. John Locke habría considerado esto muy extraño. El trabajo infantil se consideraba una forma de crueldad infligida por los adultos a niños indefensos. Y existían otras formas de crueldad adulta que parecían aún mayores a ojos de los reformistas de la segunda mitad


del siglo: los padres que descuidaban a sus hijos, o les pegaban palizas, o abusaban de ellos; adultos que ponían a los niños en las calles a mendigar o a que intentasen ganar algún penique tocando música –los niños italianos eran especialmente vulnerables. No fue accidental que en 1889 tanto Gran Bretaña como Francia aprobasen leyes para atajar la crueldad contra los niños. La inspiración para la ley británica procedió de los Estados Unidos, donde, al igual que en Gran Bretaña, los animales parecían contar con una mayor protección legal que los niños –una mala lectura de la ley, pero un argumento propagandístico poderoso. La ley francesa se convirtió en el modelo para la mayoría de la Europa continental. En las postrimerías del siglo XIX y en los principios del XX tomó forma una narrativa que ejercería una fuerte influencia sobre el pensamiento en torno a los niños y a la infancia hasta al menos la década de 1970 y que aún resuena hoy día. En esta narrativa, los niños entraron en el infierno durante la Revolución Industrial de finales del siglo XVIII y principios del XIX: desprotegidos, trabajaban en condiciones de esclavitud, a menudo en la oscuridad, en chimeneas o en las minas, y vivían lejos de la naturaleza en las nuevas chabolas de las sociedades en proceso de urbanización. Pero el rescate venía en camino; surgió de los filántropos que hicieron campaña a favor de leyes que ilegalizasen las peores condiciones y que intentaron ofrecerles un nuevo lugar a los niños: la escuela. Antes y durante la Revolución Industrial la mayoría de los niños iban al colegio de manera intermitente; lo que ahora se proponía es que los dos únicos sitios adecuados para ellos fuesen el hogar o la escuela. Asimismo, puesto que se imaginaba la infancia como la mejor y más feliz época de la vida, lo sensato era intentar que se prolongase. La edad para terminar la escolarización variaba de un país a otro, pero lo normal es que fuese aumentando durante el siglo desde los diez hasta los dieciséis años, y con ello, se extendiese durante toda la infancia. Esta transformación de la experiencia de la infancia quedaba más allá del alcance de los filántropos. Solamente el Estado podía llevarla a cabo. En el mundo occidental los Estados empezaron a responsabilizarse de sus niños: escolarizándolos, llevando a cabo inspecciones médicas y a veces proporcionando tratamiento, reconociendo la abundancia de niños entre los pobres y la necesidad de canalizar ayudas para ellos. El motivo de todo esto no fueron solamente

los niños, sino que surgió de una conciencia, muy reforzada por las dos guerras mundiales del siglo XX, de que el futuro de una nación dependía del bienestar de sus niños. Esta narrativa era la del progreso, y hasta la década de 1970 podía capturar la imaginación o, al menos, parecer verosímil: parecía que la infancia estaba mejorando. Además, nuestra comprensión de la infancia parecía progresar. Si en el siglo XVIII fueron dos de sus principales filósofos, Locke y Rousseau, quienes ofrecieron orientación sobre la forma de criar a los niños, en el siglo XX la tarea fue encomendada con mayor frecuencia a las nuevas disciplinas de la psicología y el psicoanálisis. Los psicólogos y los psicoanalistas estaban tan enfrentados entre ellos como lo estuvieron Locke y Rousseau: los conductistas batallaron contra quienes buscaban las raíces de las dificultades de la infancia en las primeras experiencias. Sigmund Freud estableció un nuevo paradigma muy famoso sobre cómo crecían los niños que ponía fin a cualquier idea de inocencia infantil. Para muchos en el siglo XIX esta inocencia radicaba en su desconocimiento de la sexualidad. Había un importante corpus de libros especializados, sobre todo de psiquiatría, que no quería saber nada de esto, pero la conciencia de una sexualidad infantil indudablemente no formaba parte del discurso público, como sucedería después de Freud. Por este motivo se considera a menudo a Freud como aquel que terminó con la visión romántica decimonónica de la infancia. Sin embargo, en algunos aspectos, simplemente se basó en lo que ya estaba allí: la sexualidad del niño, según la retrató Freud, podría parecer acorde con la Naturaleza, esa clave de una infancia adecuada que se remonta a Rousseau. Los padres de mediados del siglo XX aún se podían adherir a la creencia de que la infancia debería ser la etapa más feliz de la vida, confiando en que, si se manifestaba la desdicha, había expertos, informados por Freud y sus sucesores, que podrían tratarla. Cuando el psicoanalista e historiador Lloyd de Mause escribió en su Historia de la infancia (1974) que “La historia de la infancia es una pesadilla de la que no hemos empezado a despertar hasta hace poco. Cuanto más se remonta en la historia, menor era el grado de cuidados a los niños y mayores eran las posibilidades de éstos de que los matasen, los abandonasen, los golpeasen, los aterrorizasen y sufriesen abusos sexuales”, la mayoría de

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los lectores se lo tomaron al pie de la letra. Las cosas estaban mejorando, pero el final del siglo XX y el principio del XXI han estado marcados por lo que ha parecido una sucesión de historias de malos tratos infantiles por parte de sus padres, de extraños, del Estado y de sus instituciones y agentes. Los propios niños tampoco viven, si es que alguna vez lo hicieron, de acuerdo con los ideales de Wordsworth. Han sido sometidos –y en opinión de muchas personas han sucumbido– a las presiones del mercado, pasan tiempo frente a las pantallas, no frente a la Naturaleza, son obesos y se autolesionan. Para los adultos, al menos, no parecen ser felices. Sus infancias, según el título de un libro superventas del Reino Unido, parecen ser “tóxicas”, estar envenenadas. Apenas sorprende en estas circunstancias que haya cambiado radicalmente la representación de los niños. En la ficción, los héroes y heroínas dickensianos ya no existen. Otra vuelta de tuerca y Lo que Maisie sabía, de Henry James, constituyen los primeros ejemplos de novelas en las que los niños saben más de lo que permitía el culto a la inocencia. El señor de las moscas de William Golding también ayudó a reventar el mito, y ha habido numerosos ejemplos recientes. El culto a la inocencia tardó más en zozobrar en el arte y la fotografía, pero en las últimas décadas lo ha hecho con venganza y arremete contra la preocupación adulta sobre la pornografía infantil. Si preguntamos por qué es así, la respuesta radica en algo que las historias de la infancia rara vez reconocen: no tiene sentido considerar a la infancia como algo separado de la edad adulta, con la que coexiste en tensión. Son los adultos quienes crean ideas sobre los niños y la infancia e imágenes de ellos, y, al hacerlo, están ocupándose de algún modo de las necesidades de los adultos. Si los adultos crearon la infancia como una época de felicidad, sólo se puede haber debido a una cierta desdicha en sus vidas adultas: estaban, y lo podemos ver ya en Rousseau, regodeándose en la nostalgia, creando un mundo de fantasía al que podrían retirarse en la imaginación. Al igual que J. M. Barrie en Peter Pan, se imaginaron un mundo en donde nunca habría que crecer, en el que la vida sería una infancia perpetua. Se puede sostener que la visión romántica de la infancia fue útil para los niños. Alimentó el sentimiento de indignación sobre las condiciones en que vivían y trabajaban muchos de ellos en el siglo XIX y, por tanto,

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ayudó a traer una reforma. Pero fue, nuevamente, una invención de los adultos. No todos los adultos se adhirieron a ella ni la aceptaron sin reparos. Muchos de ellos, por ejemplo, vieron poco que objetar al trabajo infantil. Y lo que es más importante, muchos niños no lograron aceptar la idea romántica de lo que debería ser la infancia o, al menos, se quedaron sorprendidos con ella. Existen numerosos ejemplos del orgullo que sentían los niños cuando aportaban su salario al presupuesto familiar. También existen muchos ejemplos de niños que expresaban con los novillos y de otras maneras su descontento con la escolarización obligatoria que les imponían –trabajo no remunerado, podría parecer. Los niños que nacían y crecían en las ciudades no siempre pensaban que debían entrar en contacto con la Naturaleza. Los padres de hoy probablemente tengan que enfrentarse a un grado de ansiedad respecto a sus hijos sin apenas parangón, excepto quizás entre los puritanos de los siglos XVI y XVII que buscaban desesperadamente señales de si sus hijos habían conocido a Dios. La ansiedad adopta la forma de proteger a sus hijos del contacto con peligros percibidos, del tráfico, de los extraños, de los medios de comunicación inadecuados, etc. –o, dicho con otras palabras, del mundo adulto. Debajo de todo esto existe un sentido de inocencia infantil y, vinculada a él, una falta de aptitud. Pero también existe un sentimiento no reconocido de que el mundo adulto en el que viven los padres está corrompido en sí por el consumismo, la sexualización de casi todo y el amor por la violencia. En pocas palabras, los adultos intentan escapar de su propia infelicidad mirando a otro lugar, a la infancia, en busca de un lugar más feliz. Mientras esto sea así, siempre surgirá una visión romántica de la infancia, pero puede que no se les esté haciendo un favor a los niños. Ellos necesitan menos protección contra los peligros a menudo imaginarios y más que los animen a mostrar sus habilidades. TRADUCIDO

POR

PAULINO SERRANO (BABEL 2000)

Hugh Cunningham es Profesor Emérito de Historia Social de la Universidad de Kent. Sus libros incluyen Los hijos de los pobres. La imagen de la infancia desde el siglo XVII; Children and Childhood in Western Society since 1500 (traducido al danés, el holandés, el alemán, el italiano y el noruego); y The Invention of Childhood, que acompaño a una serie de la Radio 4 de la BBC que trazó la historia de la infancia en Gran Bretaña.


Christer Strรถmholm. Jura, 1949. Courtesy of the Christer Strรถmholm Estate.


Emmet Gowin. Nancy, Danville, Virginia, 1969. Courtesy of Emmet and Edith Gowin and Pace/MacGill Gallery, New York.



Innocence and after Hugh Cunningham

“We know nothing of childhood.” When Jean-Jacques Rousseau wrote this in Emile (1763) he was, as often, being deliberately provocative. He would have been well aware that Europeans, stretching back to the ancient Greeks, had reflected deeply on children and the nature of childhood. They had mapped out the stages of childhood in seven-year blocks from infantia, the first seven years, to pueritia, up to fourteen, followed by adolescentia. They had by the end of the Middle Ages identified over fifty illnesses specific to children, with some normally sensible advice on how to treat them. They had written numerous books of advice on child-rearing, ranging from an emphasis on harsh discipline to St Anselm’s admonition at the turn of the 11th and 12th centuries, that if you wanted boys “to be adorned with good habits, you … must apply the encouragement and help of fatherly sympathy and gentleness.” They had written books for children, and there was by the 15th and 16th centuries a flourishing trade in toys. More immediately, Rousseau knew of John Locke’s Some Thoughts Concerning Education (1693), a much-translated best-seller, the guide book to which parents in the 18th century frequently turned. And it was on Locke that Rousseau turned his fire. Locke had gained a reputation as a tutor to the children of aristocrats, and his book is derived from letters he wrote to a friend on how best to rear his children. Locke is often known for an idea which is easily misunderstood, that a child is to be “considered

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only as white Paper, or Wax, to be moulded and fashioned as one pleases.” This was in many ways a common idea. Erasmus, for example, a guide to childrearing almost as influential as Locke, had written in the 16th century how “The child that nature has given you is nothing but a shapeless lump, but the material is still pliable, capable of assuming any form, and you must so mould it that it takes on the best possible character. If you are negligent, you will rear an animal; but if you apply yourself, you will fashion, if I may use such a bold term, a godlike creature.” For Locke, however, the child was wax only in respect of ideas, not of temperament or ability. Even so, the role of the educator was paramount: “Nine Parts out of Ten,” he wrote, “are what they are, Good or Evil, useful or not, by their Education.” Part of the appeal of Locke was that he sought to make this vital education fun. “I have always had a Fancy,” he wrote, “that Learning might be made a Play and Recreation to Children.” Children could learn the alphabet if you got a ball with twenty-five sides to it, pasted a letter on each, and then made it a game to see who can roll an A, a B or a C and so on. Then replace letters with syllables, and soon children will be reading. Locke also wanted to do away with corporal punishment, except in rare cases, a major break with European tradition where the schoolmaster was never pictured without his whip. God, too, featured only at the margin in Locke’s schema, another major break with a tradition that had


Lewis Carroll. Xie Kitchin, 1872. Courtesy of Collection SFMOMA (fractional and promised gift of Carla Emil and Rich Silverstein) and The Lewis Carroll Estate.


seen children as born sinful, requiring either, in the Catholic tradition, infant baptism, or, in the Protestant one, a personal conversion. This tolerant and in many ways imaginative approach to child-rearing can seem child-centred. But this would be to misunderstand Locke. His aim was to produce a good adult. If this was to happen, a child needed to learn to “submit his Will to the Reason of others.” If as children we become habituated to “denying our selves the satisfaction of our own Desires, where Reason does not authorize them,” then as adults the habit will lead to a virtuous life. Nonsense, says Rousseau. Don’t follow Locke’s advice, “in the height of fashion at present,” to reason with a child. In fact, in child-rearing, “reverse the usual practice and you will almost always do right.” A child should learn from things, from nature, should experience that glass is fragile, that stones are hard, that fire burns. Where Locke advised that women were too emotional to be entrusted with the business of bringing up children, Rousseau put mothers centrestage. At its simplest his message was that children should be allowed to enjoy childhood, it should be a time of happiness, a kind of happiness unattainable later in life. Children, he says, have no wants that cannot be attained, and that is the reason for their happiness. Adults are cursed with imagination which gives them desires beyond their reach; for that reason, “Reading is the curse of childhood,” for reading opens the doors to the imagination. Locke and Rousseau present us with the two dominant approaches to childhood that are still with us. On the one hand, think of childhood as a route towards adulthood, the stages of attainment, walking, talking, teething, writing, and so on, each noted down and ticked off. On the other, respect childhood for what it is, a time of pleasure, happiness and innocence. In practice parents might take something from each. The English aristocrat, Caroline Fox, wrote of her sevenyear-old son, Harry, that “he really works very hard all day out of doors, which is very wholesome and quite according to Monsr. Rousseau’s system… At night we depart a little from Monsr. Rousseau’s plan, for he reads fairy-tales and learns geography on the Beaumont wooden maps.” Harry, she must have

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hoped, was getting the best of both worlds. Probably Locke, more than Rousseau, was the preferred guide to parenting, but in the imagination Rousseau was the more influential. It was Rousseau who provided a template for what childhood might be, set it up as perhaps the best time of life, and invested it with qualities that would become dimmed in adulthood. The English romantic poets built on this. William Blake in Songs of Innocence (1789) imagined a baby talking to its mother: “I have no name; I am but two days old.” What shall I call thee? “I happy am, Joy is my name.” Sweet joy befall thee! Evangelical Christians were at the same time urging parents to remember that children were “sinful polluted creatures”, but they were increasingly in a minority. William Wordsworth’s celebration of childhood immediacy and freshness in Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood (1807) struck a powerful chord: There was a time when meadow, grove and stream, The earth, and every common sight, To me did seem Apparel’d in celestial light, The glory and the freshness of a dream. But the child’s openness to sensation, its innate morality, was all too likely to be quickly dimmed by schooling, when, as Wordsworth put it, “Shades of the prison-house begin to close / Upon the growing Boy.” Wordsworth’s influence on the 19th century was comparable to that of Freud on the 20th. It could have that impact because it chimed with the climate of opinion. Joshua Reynolds’ portrait of his greatniece Offy, about six-years-old, sitting in the countryside, and given the name The Age of Innocence, was endlessly copied, and foreshadowed a romantic way of portraying children that survives to


Jacob A. Riis. Street Arabs in Their “Sleeping Quarters”, 1890.


this day in popular culture. Childhood, too, in the later 18th century began to feature prominently in a new genre of writing, the autobiography. Rousseau was in tune with his times when in his Confessions (1783) he wrote that “Who wants to know me as an adult, has to know me as a child.” German and Dutch writers at precisely the same time began to focus on their childhoods as the key to their sense of their adult selves – it is as though we have reached psychoanalysis a century before it was born. A new sensitivity to children and childhood resonates through the early 19th century. One of the signs of this was the prominence of children in fiction. Charles Dickens in novel after novel, in Oliver Twist, Nicholas Nickleby, David Copperfield, in Paul Dombey in Dombey and Son, in Little Nell in The Old Curiosity Shop, in Jo the crossing sweeper in Bleak House, to name only his most famous creations, demonstrated that children could be characters in their own right, and above all that they could engage the emotions of readers. These children are heirs of Wordsworth, they see through the subterfuges and cruelties of adults. They constantly remind us that if, like Scrooge in A Christmas Carol, we allow the child in us to die, we are effectively dead. And they give us examples of children rescuing adults from the mire into which they have sunk: in George Eliot’s Silas Marner it is the little girl Eppie who rescues the old miser from his misery. In lesser hands, feeding the burgeoning market for books for children, this could become a book like Ministering Children, celebrating the good works that children could do. If children were the embodiment of goodness and happiness, then there was one aspect of the early 19th century world that seemed increasingly at odds with how childhood should be. In the 18th century commentators had delighted to see children at work, and had set up numerous schemes, schools of industry and the like, to provide work opportunities for children. John Locke, no less, wanted there to be working schools in every parish “to which the children of all such as demand relief of the parish, above three and under fourteen years of age, whilst they live at home with their parents, and are not otherwise employed for their livelihood,… shall be obliged to come.” At the

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end of the century the influential Sarah Trimmer was certain “that there are in this kingdom thousands of idle children, who might be employed.” Some of these unemployed children, notoriously in Britain, were shipped off to work in cotton mills, and it was the conditions under which they worked there when combined to the new Wordsworthian sensitivity to childhood, that led reformers to talk of them being “children without childhood”. Instead of glorying in the work that children could do, poets by the 1820s and 1830s were writing that “Ever a toiling child doth make us sad.” It was the revelation of what was happening in factories and mines that led Elizabeth Barrett Browning to write “The Cry of the Children”: The young lambs are bleating in the meadows, The young birds are chirping in the nest, The young fawns are playing with the shadows, The young flowers are bloeing toward the west, But the young, young children, O my brothers, They are weeping bitterly! They are weeping in the playtime of the others, In the country of the free. Child labour came to be seen as an offence against nature. And if it seemed particularly offensive to Browning in Britain, her “country of the free”, it was not long before all of Europe felt obliged to pass laws against it, a sense of shame prodding the more reluctant. In the United States legal sanctions against child labour were difficult to secure at federal level, but the outrage was widely felt – in the words of one reformer, “when labour begins … the child ceases to be.” John Locke would have found that very odd. Child labour was seen as a form of cruelty inflicted on defenceless children by adults. And there were other forms of adult cruelty that loomed increasingly large in the eyes of reformers in the second half of the century: parents who neglected their children, or beat them harshly, or abused them; adults who put children out in the streets to beg or to try to raise some pennies by playing music – Italian children were particularly vulnerable. It was no accident that in 1889 both Britain and France passed cruelty to children legislation. The inspiration for the British Act came from the United


Lewis Hine. Doffer Boys in Bibb Mill #1, Macon, Georgia, 1909.


States where, like in Britain, it seemed that animals had more protection in law than children – a misreading of the law, but a powerful propaganda point. The French Act became a template for most of continental Europe. By the turn of the 19th and 20th centuries a narrative was taking shape that would powerfully influence thinking about children and childhood until at least the 1970s and that still has some echoes to this day. In this narrative, children entered hell during the late 18th and early 19th century Industrial Revolution: unprotected, they worked in slave-like conditions, often in the dark, up chimneys or in mines, and lived far from nature in the new slums of urbanising societies. But rescue was at hand: it came from philanthropists who campaigned for laws that would make the worst conditions illegal, and who sought to provide a new kind of location for children – school. Most children before and during the Industrial Revolution picked up some intermittent schooling; what was now proposed was that the only two proper places for children were home and school. Moreover, since childhood was imagined as the best and happiest time of life, it was sensible to try to prolong it. The school leaving age varied by country, but typically rose over the course of a century from ten to sixteen, and with it the length of childhood. Such a transformation in the experience of childhood was beyond the reach of philanthropists. Only the state could do it. And across the western world states began to take responsibility for their children: schooling them, carrying out medical inspections and sometimes providing treatment, recognising that children featured large among the poor and that benefits needed to be channelled in their direction. The motive for all this was not entirely for the sake of the children: it arose out of a recognition, strengthened enormously by the two World Wars of the 20th century, that the future of a nation depended on the well-being of its children. The narrative was a narrative of progress and up to the 1970s it could capture the imagination, or, at the very least, seem plausible: childhood seemed to be getting better. Moreover, our understanding of childhood seemed to be improving. If in the 18th century it was two of the leading philosophers of the age, Locke and Rousseau, who provided guidance on

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child-rearing, in the 20th century that task was increasingly given to the new disciplines of psychology and psychoanalysis. Psychologists and psychoanalysts were as much at war with another as were Locke and Rousseau: behaviourists did battle with those who looked for the roots of childhood difficulties in early experiences. Sigmund Freud most famously laid out a new paradigm of how children grew up, on the face of it putting an end to any idea of childhood innocence. For many people in the 19th century the innocence of the child lay in its unawareness of sexuality. There was a considerable body of specialist literature, primarily within psychiatry, that had no truck with this, but awareness of a child’s sexuality was certainly not part of public discourse, as it was to become post-Freud. Freud is often for this reason seen as bringing to a close the 19th-century romantic view of childhood, but in some ways he simply built on what was there: the sexuality of the child as portrayed by Freud could seem to be in accordance with nature, that key to a proper childhood reaching back to Rousseau. The parents of the mid-20th century could still adhere to the belief that childhood should be the happiest time of life, confident that if unhappiness manifested itself there were experts, informed by Freud and his successors, who could treat that unhappiness. When the psychoanalyst and historian Lloyd de Mause wrote in his The History of Childhood (1974) that “The history of childhood is a nightmare from which we have only recently begun to awaken. The further back in history one goes, the lower the level of child care, and the more likely children are to be killed, abandoned, beaten, terrorized, and sexually abused,” most readers took him at his word. Things were getting better. But the late 20th and early 21st centuries have been marked by what has seemed a continuous succession of stories of mistreatment of children by parents, by strangers, and by the state and its institutions and agents. Children themselves, too, no longer, if they ever did, live in accordance with Wordsworthian ideals. They have been subjected to, and in many peoples’ views have succumbed to, the pressures of the market, they spend time in front of screens not of nature, they are obese, they self-harm. To adults, at least, they don’t seem to be happy. Their


Helen Levitt. New York, ca. 1942. Courtesy of MUICO, Madrid and The Estate of Helen Levitt.


childhoods, in the title of a best-selling UK book, seem to be “toxic” – poisoned. It is hardly surprising in these circumstances that the depiction of children has changed radically. In fiction Dickensian-type heroes and heroines are long gone. Henry James’ The Turn of the Screw and What Maisie Knew were early examples of novels in which children knew more than the cult of innocence allowed. William Golding’s Lord of the Flies again helped puncture the myth, and there have been numerous more recent examples. In art and photography it took rather longer for the cult of innocence to flounder, but in recent decades it has done so with a vengeance, and come up against adult worries about childhood pornography. If we ask why this is so, the answer lies in something that histories of childhood rarely recognise: it is that it makes no sense to consider childhood in isolation from the adulthood with which it co-exists in tension. It is adults who create ideas about and images of children and childhood, and in doing so they are at some level addressing adult needs. If adults created childhood as a time of happiness it can only have been because of some unhappiness in their adult lives: they were, and we can see this as early as Rousseau, indulging in nostalgia, creating a fantasy world to which they could in imagination retreat. Like J. M. Barrie in Peter Pan they imagined a world where you never needed to grow up, where life was a perpetual childhood. The Romantic view of childhood, it can be argued, served children well. It fuelled that sense of outrage about the conditions that many children lived and worked in during the 19th century, and thereby helped to bring about reform. But it was, to repeat, an adult invention. Not all adults, by any means, adhered to it or bought into it. Many, for example, saw little to object to in children working. More important, many children failed to buy into the romantic idea of what childhood

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should be, or at the very least were puzzled by it. There are numerous examples of the pride children felt when they first brought home earnings for the family budget. There are equally numerous examples of children expressing in truancy and other ways their unhappiness at the compulsory schooling that was imposed on them – unpaid work, as it might seem. Children born and growing up in cities didn’t always think that they ought to be brought into contact with nature. Today’s parents probably have to cope with a level of anxiety about their children that has few parallels except perhaps among Puritans in the 16th and 17th centuries looking anxiously for signs as to whether their child had been brought to a knowledge of God. The anxiety takes the form of protecting their children from contact with perceived dangers, from traffic, from strangers, from inappropriate media, and so on – or, in other words, from the adult world. Underlying this is a sense of a child’s innocence and, linked to that, its lack of competence. But also there is an unacknowledged feeling that the adult world that parents inhabit is itself corrupted by its consumerism, its sexualisation of almost everything, its love of violence. Adults, in short, are trying to escape from their own unhappiness by looking elsewhere, to childhood, for a happier place. As long as that is the case, a romantic view of childhood will always appeal, but it may be doing children no service. Children are less in need of protection against often imaginary dangers than of encouragement to display their competence.

Hugh Cunningham is Emeritus Professor of Social History at the University of Kent. His books include The Children of the Poor: Representations of Childhood since the Seventeenth Century (translated into Spanish); Children and Childhood in Western Society since 1500 (translated into Danish, Dutch, German, Italian and Norwegian); and The Invention of Childhood, the latter accompanying a BBC Radio 4 series that traced the history of childhood in Britain from the AngloSaxons to the present.


Christer Strรถmholm. Barcelona, 1959. Courtesy of the Christer Strรถmholm Estate.


Ralph Eugene Meatyard. Untitled, 1963. Courtesy of The Estate of Ralph Eugene Meatyard and Fraenkel Gallery, San Francisco.


Ralph Eugene Meatyard. Untitled, 1960. Courtesy of The Estate of Ralph Eugene Meatyard and Fraenkel Gallery, San Francisco.


Michal Chelbin

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Michal Chelbin. Jenya in my Hotel Room, Ukraine, 2005. Courtesy of the artist.


Entre la inocencia y la experiencia El primer proyecto que hice en la universidad se titulaba Vitalina and Friends. Vitalina tenía 10 años y era la hermana pequeña de una amiga de la facultad. Ella y sus amigos eran todos inmigrantes de la antigua Unión Soviética en Israel, y les solía llevar a pasar tardes de “diversión y fotografía” a los lugares bellos alrededor de mi ciudad. Solían pasar el tiempo en la naturaleza, y yo les fotografiaba con la luz disponible con instrucciones mínimas, primero con mi cámara de 35mm, y luego cambiando a la de 6x6 de medio formato. Me fascinaban sus miradas, que me parecían muy ambiguas, seductoras, incluso. Ya entonces me interesaba el contraste entre su juventud y sus expresiones, que eran muy maduras, incluso de mayores, a veces. Para mi siguiente proyecto, fotografié un rango de edades, pero seguí fotografiando a niños también. Supongo que los niños y la niñez siempre me han fascinado. Me asombra ver cómo pueden ser a la vez sofisticados e ingenuos, en esa compleja edad entre la inocencia y la experiencia. Mientras que sus cuerpos pueden seguir siendo los de un niño, sus miradas a veces insinúan algo diferente. Intento crear una escena informal, en la que se enfrentan directamente al espectador: una escena de contrastes visuales donde hay una mezcla de información directa y enigmas. Como los parques infantiles, mi lugar particular se encuentra entre lo privado y lo público, entre la ficción y lo documental, y entre la fantasía y la realidad. Para mí, la imagen es sólo la punta del iceberg; es el umbral de una historia que espera ser contada y que intento representar de forma atractiva pero inquietante. Creo que los niños representan con la mayor claridad el tema que más me interesa, que es nuestra habilidad de poseer cualidades contradictorias, como la juventud y la madurez, la fuerza y la debilidad, el cariño y la rigidez, lo raro y lo cotidiano. Los niños son nuestra esencia como humanos.

Between innocence and experience The first project I did in college was entitled Vitalina and Friends. 10-year-old Vitalina was the younger sister of a college friend. She and her friends were all immigrants to Israel from the former Soviet Union, who I use to take to afternoons of “fun and photography” in beautiful places around my hometown. They used to hang out in nature and I photographed them in the available light with minimum instructions, first using my 35 mm camera and later switching to 6x6 medium format. I was fascinated by their gaze, which I found to be very ambiguous, seductive even. Even then I was already interested in the contrast between their youth and their expressions, which were very mature, sometimes even old. In my next projects I photographed a range of ages, but continued to photograph children as well. I guess I was always fascinated by children and by childhood. It amazes me to see how they can be sophisticated and naïve at the same time, in this difficult age torn between innocence and experience. While their bodies might be still that of a child, their gaze sometimes imply something different. I try to create an informal scene, in which they directly confront the viewer, a scene of visual contrasts where there is a mixture of direct information and enigmas. Like childhood parks, my playground lies between the private and the public, between fiction and documentary and between fantasy and reality. For me, the image is just the tip of the iceberg: it’s the gateway to a story waiting to be told and which I try to depict in an appealing yet troubling way. I think children represent with most clarity the theme that interests me the most, which is our ability as humans to posses contradicting qualities, such as youth and adulthood, strength and weakness, tenderness and rigidity, and oddness and ordinariness. Children are the essence of us as humans. Michal Chelbin

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Michal Chelbin. Sasha in Practice, Ukraine, 2005. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. Nastya and Sveta, Russia, 2003. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. Luke and the Girls, England, 2003. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. Angelina with her Father, Israel, 2005. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. Alicia in a Golden Dress, Ukraine, 2005. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. Natasha, Ukraine, 2005. Courtesy of the artist.


Michal Chelbin. The Balkansky Boys, Israel, 2005. Courtesy of the artist.


Vee Speers

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Vee Speers. Untitled #4; #22; #21; #6; #19, and #3. The Birthday Party series, 2007. Courtesy of the artist.



Escapar a una fantasía anarquista The Birthday Party es una serie de relatos visuales cortos con una fiesta de cumpleaños imaginaria como hilo conductor. Es un mundo anarquista que sólo pertenece a los niños. No hay adultos para dar órdenes, y son los niños los que mandan. Fotografíe a mi hija menor y a sus amigas en prendas diferentes inspiradas en una fiesta ficticia, usando una paleta de colores desvaídos y disfraces extraños para crear una cualidad atemporal. Los niños miran abiertamente a la cámara, pero desvelan muy poco de sí mismos. Respondiendo al dicho “el día más feliz de nuestras vidas”, desvelo un lado de la infancia que no es despreocupado ni pertenece al cliché, y proyecto un rango de emociones y definiciones que son parte de un mundo imperfecto. La infancia es muchas cosas: un descubrimiento, un juego de rol y aventurarse a explorar territorios desconocidos, y desde esta perspectiva usé a los personajes de la historia para dirigirme a nuestra experiencia colectiva de la guerra y nuestra necesidad de retirarnos de ella en la fantasía. En nuestra vida diaria estamos expuestos al miedo y a la ansiedad, y esto se ha convertido en una parte subyacente y omnipresente de nuestra sociedad. The Birthday Party está salpicada con símbolos de la guerra, y presenta a los personajes reaccionando en diferentes niveles, implicando futuros inciertos en la paranoide sociedad actual. Al observar a mis tres hijas interpretando un papel con disfraces caseros, quise usar esta idea como lienzo para pintar un retrato real de la infancia, explorando la diversidad de la experiencia de la vida desde la perspectiva de un niño. A medida que producía las imágenes, me di cuenta de que The Birthday Party era de hecho un relato sobre mi poco común infancia, y era, por lo tanto, autobiográfica: una narrativa de emociones reales y momentos que forjaron mi personalidad. Mi infancia trataba a menudo de crear un mundo de fantasía para escapar del mundo exterior, y los niños de esta serie reflejan muchos aspectos de ella. Esto es también cierto en un sentido mucho más amplio: las imágenes nos recuerdan a todos algo de nuestro pasado. Cada uno de nosotros estamos definidos por nuestras experiencias. Al reflexionar sobre nuestras expectativas de la infancia, The Birthday Party presenta más preguntas que respuestas.

Escaping to an Anarchistic Fantasy The Birthday Party is a series of short stories linked by the thread of an imaginary birthday party. This is an anarchistic world which belongs only to children. There are no adults to give orders, and the children rule. I photographed my youngest daughter and her friends in different outfits inspired by an imaginary party, using the washed out colour pallet and strange costumes to create a timeless quality. The children stare openly at the camera, but very little is revealed of themselves. In contradiction to “the happiest days of our lives”, I reveal a side of childhood that is not carefree or clichéd, projecting a range of emotions and definitions which are part of an imperfect world. Childhood is many things – discovery, role playing and venturing to explore unknown territories, and from this perspective I used the characters in the story to address both our collective human experience of war and our need to retreat from it into fantasy. We are exposed to fear and anxiety in our daily lives, and this has become an underlying part of our society, omnipresent. The Birthday Party is punctuated with symbols of war and sees the characters responding on different levels, implying uncertain futures in today’s paranoid society. Inspired by observing my three daughters role-playing with home-made costumes, I wanted to use this idea as a canvas to paint a very real portrait of childhood, exploring the diversity of life experiences from a child’s perspective. As I produced the images, I realised that The Birthday Party was in fact a story about my own unusual childhood and therefore autobiographical, a narrative of real emotions and moments that forged my personality. My childhood was often about creating a fantasy world to escape from the outside world, and the children in this series reflect many aspects of this. This is also true in a more general sense – the images remind us all of something from our past, each of us defined by our own experiences. The Birthday Party presents us with more questions than answers as we reflect on the expectations of childhood. Vee Speers







Nicholas Prior

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Nicholas Prior. Untitled #48, Age of Man series, 2003. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Un abismo inabarcable Cuando empecé con este proyecto, me interesaba mucho el ensayo de Freud sobre lo siniestro, que nos cuenta algo que puede resultar a la vez familiar y extraño. Esto sugiere una tensión constante, la de sentir atracción y rechazo de forma simultánea por algo. Pienso que la relación entre niños y adultos se ilustra mejor con lo siniestro, dado que los niños sienten simultáneamente miedo de y deseo por la experiencia de los adultos, mientras que los adultos mantienen una conexión con lo que ellos perciben con la simplicidad e inocencia de la infancia. También me interesé por la idea de la infancia como una construcción social en oposición a una distinción biológica. Es decir, empecé a interesarme por la idea de que nosotros, como adultos, trabajamos mucho para reforzar el concepto de los niños como una clase de personas que están separadas y son diferentes de los adultos. Esto se hace principalmente a través de una retención intencionada de información: los adultos conservan su concepto de la infancia guardando secretos de los niños. Hacemos esto porque creemos que contribuye a su bienestar, pero también creo que fomenta conexiones positivas sobre nosotros mismos, y sobre nuestro pasado individual y colectivo. Creo que estas intenciones adultas, si bien son bienintencionadas y por lo general beneficiosas, también pueden contribuir a subestimar la profundidad y complejidad de la infancia. Los adultos no pueden mirar hacia atrás a la infancia como niños, sino únicamente como adultos, así que el concepto de la infancia para un adulto es tan elusivo como lo es el concepto de la adultez para un niño. Es por ello que quiero que mis fotografías consideren a los niños de una forma seria, sin ser condescendiente; al mismo tiempo, también quiero hacer referencia al abismo y al misterio que separa a los adultos de los niños. El escenario de Nueva Inglaterra también era muy relevante para mí en este proyecto, porque representa algo que culturalmente nos es intrínsicamente familiar –algo fácilmente reconocible, pero sólo de forma genérica, casi mística. Los interiores y exteriores sugieren tanto el confort del hogar como una historia misteriosa y encantada. De esta manera, el telón de fondo de Nueva Inglaterra refuerza la disonancia cognitiva de lo siniestro.

An Unbreachable Chasm When I started this project, I was very interested in Freud’s essay on the Uncanny, which tells us that something can be familiar and foreign at the same time. This suggests a constant tension, that of being drawn to and repelled by something simultaneously. I believe that the relationship between children and adults is best illustrated by the Uncanny, as children simultaneously fear and desire the experience of adulthood, while adults retain a connection to what they perceive to be the simplicity and innocence of childhood. I also became very interested in the idea of childhood as a social construction as opposed to a biological distinction. That is to say I became interested in the idea that we, as adults, work hard to reinforce the concept of children as a class of people separate and distinct from adults. This is done primarily through the intentional withholding of information; adults preserve their sense of childhood by keeping secrets from children. We do this because we believe it contributes to their welfare, but I believe it also fosters positive associations about ourselves, and about our collective and individual past. I believe that the intentions here by adults, while well meaning and mostly beneficial, also contribute to an underestimation of the depth and complexity of childhood. Adults cannot look back on childhood as children, but only as adults, so the concept of childhood is as elusive to adults as adulthood is to children. So I want my photographs primarily to consider children seriously, without condescension; at the same time, I also want to allude to the chasm and the mystery that separates adults from children. The New England locale was also very relevant to me in this project, as it represents something intrinsically familiar to us culturally – something readily identifiable but only in a generic, almost mythical sense. The interiors and exteriors suggest both the comfort of home and a haunted, mysterious history. In this manner the backdrop of New England reinforces the cognitive dissonance of the Uncanny. Nicholas Prior

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Nicholas Prior. Untitled #81, Age of Man series, 2003. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Nicholas Prior. Untitled #114, Age of Man series, 2004. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.



Nicholas Prior. Untitled #144, Age of Man series, 2006. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Nicholas Prior. Untitled #97, Age of Man series, 2003. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Nicholas Prior. Untitled #135, Age of Man series, 2006. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Nicholas Prior. Untitled #11, Age of Man series, 2003. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Roger Ballen

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Roger Ballen. Froggy Boy, USA, 1977. Boyhood series. Courtesy of the artist.



Una sombra más oscura Entre 1973 y 1978 viajé por el todo mundo de El Cairo a Ciudad del Cabo, de Estambul a Nueva Guinea. Me desplacé de un lugar a otro por el Norte y el Sur de America, por Europa, buscando y fotografiando la que creía ser la esencia de la niñez. A la larga, este proyecto intentaba conciliar mi infancia olvidada con aquello que estaba fotografiando. El proyecto culminó en mi primer libro, titulado Boyhood, publicado en 1979. Las imágenes tomadas durante ese tiempo se pueden considerar románticas, y en gran medida documentaban la vida imaginaria despreocupada de la infancia. Sin embargo, en algunas imágenes de este proyecto una sombra más oscura se hizo patente. En 1982 me mudé de los Estados Unidos a África del Sur, y pronto mi estética fotográfica empezó a cambiar de forma radical. La experiencia de la infancia ya era muy diferente a la retratada en Boyhood. En vez de representar a la infancia como un tiempo de inocencia, tranquilidad y armonía, los niños de mis imágenes se encontraban en un mundo alienado, caótico, quebrado… En mis dos libros más recientes, Shadow Chamber (2005) y Boarding House (2009), la infancia, tal y como se suele romantizar, no puede existir debido a las fuerzas violentas y oscuras que la rodean. La vida se reduce a encontrar una forma de sobrevivir. En este contexto, en mis imágenes es a veces difícil distinguir el comportamiento de los niños de los animales. Dominan los dibujos infantiles, y el espectador duda sobre si su creador ha sido un niño, un loco o un hombre prehistórico. El significado de estas imágenes es difícil de describir con palabras, pero es reconocible de un modo inexplicable y misterioso. A menudo afirmo que uno no puede reconocer “la luz sin tener una comprensión profunda de la oscuridad”.

A Darker Shadow During the period from 1973 to 1978 I travelled the world by land from Cairo to Cape Town, Istanbul to New Guinea and moved from place to place in North and South America and Europe, searching and photographing what I believed to be the essence of boyhood. Ultimately, this project sought to reconcile my forgotten childhood with those I was photographing. The project culminated in my first book titled Boyhood and was published in 1979. The images taken during this time could be seen as romantic and to a large degree they documented the imaginary carefree life of childhood. Nevertheless, in some of the images from this project a darker shadow became apparent. In 1982 I moved from the United States to South Africa and soon after my photographic aesthetic started to radically change. The experience of childhood was now quite different to that portrayed in Boyhood. Instead of depicting childhood as a time of innocence, tranquillity, and harmony, the children in my images find themselves in a world of alienation, chaos, and breakdown. In my two most recent books, Shadow Chamber (2005) and Boarding House (2009), childhood as it is often romanticised cannot exist due to the violent and dark forces of the surroundings. Life is reduced to finding a means to survive. In this environment, it is sometimes difficult to try to distinguish in my images what separates the behaviour of the children from the animal. Childlike drawings pervade, and the viewer is unclear whether the child, the insane or the primitive have been the creator. The meaning of these image is hard to describe in words, but recognisable in some inexplicable mysterious way. I often state that one cannot recognise “the light without a profound understanding of the dark.” Roger Ballen

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Roger Ballen. Daydreamer, USA, 1977. Boyhood series. Courtesy of the artist.



Roger Ballen. Cloaked Figure, 2003. Courtesy of the artist.

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Roger Ballen. Scavenging, 2004. Courtesy of the artist.

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Roger Ballen. Girl in White Dress, 2002. Courtesy of the artist.


Roger Ballen. Roar, 2002. Courtesy of the artist.


Wendy McMurdo

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Wendy McMurdo. Boy with Fighter Planes, The Science Museum, London, 2000. Courtesy of the artist.


Un futuro sin escribir Mientras que no es inusual que los artistas investiguen un tema de forma muy singular durante muchos años, nunca hubo una intención por mi parte (por lo menos, no inicialmente) de trabajar con el tema de la infancia. Fue algo que ocurrió, sino de forma accidental, desde luego de forma inesperada. La primera vez que apareció la imagen de un niño en mi obra fue en 1995 como parte de que lo que se convirtió en mi primer proyecto digital, In a Shaded Place. Este proyecto proponía examinar el impacto de la entonces emergente ola de tecnologías digitales sobre la identidad. Para ese proyecto, quise trabajar con un grupo de actores –individuos que exploran rutinariamente identidades flexibles. Dio la casualidad de que finalmente mi proyecto se basó en torno a un grupo local de artes dramáticas infantil, en lugar del deseado grupo adulto, que no parecía estar disponible en el norte de Inglaterra en aquella época. Y así empezó un cuerpo de trabajo de 15 años que incluyó a menudo la imagen de un niño, o mejor dicho, de la niñez, como uno de sus temas. Durante gran parte de la última década, trabajé en colegios locales, museos, u otras instituciones de educación oficial. Mi interés fue (y sigue siendo) el usar estrategias documentales en conjunción con tecnologías digitales para reflexionar sobre la posición cambiante del Yo en una sociedad que se ve cada vez más afectada por los rápidos cambios de la tecnología. Sigo trabajando de esta forma –con fotografía, y cada vez más con cine. Desde el momento en el que empecé este trabajo, el modo en el que nos comportamos como criaturas sociales –y el modo en el que nos relacionamos con los objetos inanimados que nos rodean– ha cambiado rápidamente. Los retos planteados por estructuras contradictorias –los espacios sociales e interactivos– también están cambiando el modo en el que nos percibimos a nosotros mismos y a los que nos rodean. El desarrollo en las tecnologías computacionales afecta a todo –y es en las vidas de nuestros niños donde se ve inscrito más claramente. Todo esto me resulta una fuente de fascinación infinita –no menos porque el futuro está sin escribir. Y en ninguna parte se ve este futuro expresado más claramente que en la imagen del niño.

An Unwritten Future Whilst it’s not unusual for artists to pursue themes in a very singular way for many years I, for one, never intended (initially at least) to work with childhood as a theme. It was something that happened if not by accident, then certainly unexpectedly. The first time the image of the child appeared in my work was in 1995 as part of what became my first digital project, In a Shaded Place. This project set out to examine the impact of the then emerging wave of digital technologies on identity. For this project, I wanted to work with a group of actors – individuals routinely exploring flexible identities. It just so happened that my project eventually based itself around a local drama group of children, rather than a suitable adult group, which didn’t seem available in the North of England at that time. So started a 15-year body of work, which often included the image of the child, or rather childhood, as one of its themes. For much of the last decade I based myself within local schools, museums or other formal institutions of learning. My interest was (and is) to use documentary strategies in tandem with digital technologies to reflect on the changing position of the self within a society increasingly affected by rapid changes in technology. I continue to work in this way – both with photography and increasingly, film. Since the point that I began this work, the ways in which we behave as social creatures – and the ways in which we relate to the inanimate objects around us – has rapidly shifted. The challenges posed by differing structures – social spaces and interactivities – mean that the ways in which we perceive our self and those around us is changing too. Development in computational technology affects everything – and it’s on the lives of our children that we will see this most clearly written out. I find this to be a continuing source of fascination – not least because the future is unwritten. And nowhere is this sense of the unwritten future more clearly expressed than in the image of the child. Wendy McMurdo

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Wendy McMurdo. Martin with Owl, Royal Museum of Scotland, 1999. Courtesy of the artist.


Wendy McMurdo. Boy with Bat, Museum of Flight, East Lothian, 1999. Courtesy of the artist.


Wendy McMurdo. Girl with Bears, Royal Museum of Scotland, Edinburgh, 1999. Courtesy of the artist.


Wendy McMurdo. The Games Hall, Edinburgh, 2007. Courtesy of the artist.



Sergey Bratkov

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Sergey Bratkov. Mickey Mouse, 2001. Juvenile Detention series. Courtesy of the artist.



Niños-victimas Empecé a fotografiar niños porque no tuve hijos propios. Mi primer matrimonio fracasó después de años de experiencias en una clínica de fertilidad municipal. El otoño de 1995, estaba mal de dinero y deprimido en casa, cuando un conocido me propuso que alquilara mi piso a una pareja americana que se había mudado a Kharkov para adoptar a un niño. Y así fue como aparecieron mis primeras fotografías de niños: críos que salían corriendo de un orfanato gritándome “¡Papá! ¡Papá!”. Pronto hice mis primeras puestas en escena fotográficas sobre niños: Bedtime Stories. Cada foto representaba un sangriento cuarteto como: “Los niños jugaban a hospitales en el sótano –el electricista Sinitsyn murió de parto, pobre macho”. Los chavales coreaban esos versos anónimos hasta que fueron la única representación del género de horror de la URSS. Pero a principios de los 90 empezaron a convertirse en realidad. El reparto de la propiedad llevó a los niños a la comunidad del crimen. Y a menudo se convirtieron en su parte más cruel. Una noche me crucé con ellos en una calle oscura. Este accidente acabó en el hospital para mí. Kids1 (2000) es una serie sobre niños-victimas. A petición de sus padres hice fotografías para la primera agencia de modelos infantiles en Kharkov. Las madres peinaron y maquillaron a sus hijas según sus propias ideas. Una sexualidad adulta emanaba de estas niñas sobre-maquilladas: yo simplemente les había pedido que representasen lo que hacían sus padres en su tiempo libre. Cuando se expusieron estas dos series, la prensa me acusó de promocionar el abuso infantil y la pedofilia. Esa fue la única vez en mi vida en la que mi arte cambió algo: a raíz de ello la policía tomó medidas serias contra los pederastas. La victima y la reparación explícita fueron los temas de mi siguiente obra: Italian School (2001). El centro de ocupación de niños era una institución de tipo penitenciario cerrada y sólo pude acceder a ellos haciéndome pasar por un cura americano. Allí era donde los niños detenidos por crímenes menores como robo, prostitución y vagabundeo eran recluidos. Organicé la puesta en escena de una actuación de temas bíblicos en el patio. De inmediato, un niño trepó por un árbol y salto por la valla de tres metros. Los “profesores” corrieron detrás de él y lo trajeron de vuelta. Rompieron su brazo para impedir que lo hiciera de nuevo. Le saqué una foto contra la valla con su camiseta de Mickey. Luego vinieron muchas otras series sobre niños hasta que un día me dije “¡Para! Ya lo has dicho todo. Ya no me preocupa”. Han pasado cinco años. Reciéntemente tomé parte en la 1ª Bienal de los Urales en Ekaterimburgo. Los voluntarios eran estudiantes de primero. Mientras socializaba con ellos, lo entendí: ésta es una nueva generación. Parece

Child-victims I started photographing children because I didn’t have any of my own. My first marriage was ruined after years of experiences in a municipal reproduction clinic. During the autumn of 1995 I was short of money, sitting at home depressed, when an acquaintance suggested I rent my flat to an American couple who had moved to Kharkov to adopt a child. That’s how my first photographs of children appeared: kids running out from an orphanage screaming “Daddy! Daddy!” at me. Soon I made my first staged series about children: Bedtime Stories. Each photo represented a short bloody quatrain like: “The children were playing hospitals in the cellar – electrician Sinitsyn died in labour, poor feller.” Schoolchildren were passing down these anonymous verses until they became the only representation of the Horror art genre in the USSR. But in the early 90s they began turning into reality. The repartition of property brought children into the crime community. And they often became the cruellest part of it. One evening I clashed with it on a dark street. This accident ended in hospital for me. Kids1 (2000) is a series about child-victims. At the request of the parents, I took photographs for the first child model agency in Kharkov. Mothers did the hair and make-up according to their ideas of modelling. Adult sexuality emanated from those overly made-up children: I had just asked them to present what their parents did in their spare time. When these series were exhibited the press charged me of promoting child abuse and paedophilia. That was the only time in my life when art was able to change things: the police seriously cracked down on paedophiles as a result. The victim and vicarious atonement became the theme of my next work, Italian School (2001). The child placement centre was a closed jail-type institution and I could get access only disguised as an American priest. There, children arrested for lesser crimes such as theft, prostitution, and vagrancy were held. I arranged the staging of a performance on biblical themes. I was allowed to shoot scenes in the yard. A boy promptly climbed up a tree and jumped over the three-metre-high fence. The “teachers” ran after him and brought him back. They broke his arm to prevent him from doing it again. I took a photo of him standing against the fence, wearing his Mickey Mouse T-shirt – there was no special uniform in that detention centre. Then came other series involving children, until I told myself: “Stop! You have said everything. It doesn’t worry me anymore.” Five years have passed. I recently took part in the 1st Ural Biennale in Yekaterinburg. The volunteers were 1st-year students. While socialising with them I understood: this is a new generation. Today it seems as if something that was expected 10 years ago has finally appeared: the new millennium. I feel agitated again. Sergey Bratkov


Sergey Bratkov. Birds series, 1997. Courtesy of the artist.


Sergey Bratkov. Bedtime Stories series, 1998. Courtesy of the artist.


Sergey Bratkov. Bedtime Stories series, 1998. Courtesy of the artist.


Sergey Bratkov. Sasha, Kids1 series, 2000. Courtesy of the artist.


Sergey Bratkov. Vera, Kids1 series, 2000. Courtesy of the artist.


Sergey Bratkov. Italian School series, 2001. Courtesy of the artist.



Clare Richardson

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Clare Richardson. Untitled XIII, 2000. Harlemville series. Courtesy of the artist.



Harlemville Visité Harlemville, una pequeña comunidad Rudolf Steiner, en mayo de 2000. Sentí una tranquila seguridad en aquel lugar desde el primer momento en el que llegué. Era algo menos tangible que el paisaje o la arquitectura, la gente o su forma de ser. Tenía más que ver con ese sentimiento de lugar que ocurre cuando se junta un grupo de personas que han encontrado una identidad y un propósito en la vida a través de sus creencias. Existe un ritmo discreto en aquel lugar. Cada movimiento y diálogo es suave y considerado. Es en los niños en quienes esto es más evidente. El ritmo lento de la vida me hizo sentarme y mirar. Miraba como jugaban los niños, cosa que hacían continuamente, de forma absorta y desinhibida. Y mientras que estaba sentada, se iban acercando a mí, con un objeto que habían encontrado, preguntándose qué era y como llegó a ser. Están a gusto con sus propios cuerpos, que parecen poseer y conocer de algún modo. El sistema educativo de Steiner, la escuela Waldorf, fomenta la libertad de expresión, dejando que los alumnos estudien a su propio ritmo, con énfasis en el aprendizaje como experiencia multisensorial. Los niños sienten un gran respeto por la naturaleza, y se puede ver cómo se abren paso por el bosque con el cuidado de los jainistas intentando no dañar ningún follaje en su camino. Durante los últimos 12 años sigo volviendo a Harlemville. Los niños han crecido, y ellos y sus familias se han convertido en mis amigos. Espero poder ser siempre testigo de sus afortunadas existencias.

Harlemville I first visited Harlemville, a small Rudolf Steiner community, in May 2000. I sensed a confident quietness about the place from the moment I first arrived. It was something less tangible than the landscape or the architecture, the people, or their manner. It was more to do with that sense of place that occurs when a group of people come together who have found an identity and a purpose in life through their beliefs. There is a gentle rhythm to the place. Every move and dialogue soft and considered. It is in the children that this is most evident. The slow pace of life made me sit and stare. I watched the children play, which they did continually, in an absorbed and uninhibited manner. As I sat they would approach me, with an object they had found, questioning what it was and how it came to be. They have an ease with their own bodies, which they seem somehow to possess and know. Steiner’s education system, the Waldorf Schools, encourages freedom of expression, leaving the students to learn at their own pace, with an emphasis on learning as a multi-sensory experience. The children have a great reverence for nature, and can be seen picking their way through the woods with the caution of Jains trying not to damage any foliage in their path. Over the last 12 years I have kept returning to Harlemville. The children have grown, and they and their families have become my friends. I hope that I will always be a witness to their charmed existence. Clare Richardson

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Clare Richardson. Untitled XXXI, Harlemville series, 2000. Courtesy of the artist.


Clare Richardson. Untitled XXXVII, Harlemville series, 2000. Courtesy of the artist.



Clare Richardson. Untitled V, Harlemville series, 2000. Courtesy of the artist.



Clare Richardson. Untitled XXIX, Harlemville series, 2000. Courtesy of the artist.



Anastasia Khoroshilova

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Anastasia Khoroshilova. Vyacheslav & Maxim, 2004. Islanders series. Courtesy of the artist and Ernst Hilger Galerie, Vienna.



El individuo institucional En mi trabajo disfruto fotografiando a niños. Siempre son honestos, humildes, enternecedores; no importa si están delante de mí, de mi cámara o de cualquier otro. Sencillamente son como son; sin actuaciones, sin sospechas, estrictamente sinceros, alegres o tristes, serios o sonrientes. Ser consciente de ello es un regalo conmovedor para mí. Soy consciente de lo cautelosos que nosotros, los adultos, deberíamos ser. La infancia es la época más importante en la vida de un individuo: es decisiva para todo su futuro. Mis obras Islanders, Toys, y Out of Context tratan de niños cuya infancia acabó bruscamente o demasiado temprano. En las estructuras de los internados, los orfanatos, los refugios, y las instituciones de enseñanza religiosa predomina una condición importante: el orden y las normas de comportamiento en una comunidad son establecidas de forma independiente a la voluntad y los deseos de los individuos que viven, quieren vivir, y tienen que vivir en ellos. Las normas no son dictadas por aspiraciones personales, sino por una realidad externa a las situaciones de las personas. Semejantes grupos “cerrados”, me parece, siempre están representados por “islas” en la infinita sociedad del mundo moderno. Me interesan los puntos de intersección del espacio social global con estos dispositivos, registrar estructuras sociales separadas, que cuentan, por lo general, con la ausencia de miradas externas en su diseño. Cualquier testimonio dado por alguien de fuera desenmascara la difícil constitución psicológica de las relaciones que se dan en estas comunidades y desvela los signos individuales, las etiquetas que identifican a una persona. Una persona que es liberada momentáneamente de las convenciones establecidas por el grupo cerrado; simplemente se elimina una capa protectora. Trabajar con niños es una especie de proceso interior: cada vez que le doy al disparador de la cámara siento cierto sentido de responsabilidad y espero que a través de mi obra pueda señalar ciertos temas sociales y volver consciente al espectador de lo que está pasando en sus alrededores: ya sea en el orfanato, en el internado, o en la Escuela Numero Uno en Beslan en el 2004.

The Institutional Individual I enjoy photographing children for my work. They are always honest, unpretentious, moving, whether it’s in front of me, of my camera, or anybody else. They are just as they are, with no acting, no suspicion, just sincere, joyful or sorrowful, serious or smiling. I am aware of this as a touching and precious present for me. I am aware of how cautious we grown-ups should be. Childhood is the most important period of an individual’s life; it is crucial for your whole future. My works Islanders, Toys, and Out of Context are about children whose childhood ended abruptly or too early. In the structure of boarding schools, orphanages, shelters and religious educational institutions one important condition predominates: the order and rules of staying in a community are established regardless of the will and desire of the individuals who live, want to live, must live in it. The exact requirements of the rules are dictated not by personal aspirations, but by the external reality of people’s situations. Such “closed” groups, it seem to me, are always represented by “islands” in the infinite society of the modern world. I am interested above all in the points of intersection of the global social space with the ordinary device, in recording separate social structures, which count, as a rule, on the absence of external sight in their design. Any kind of testimony given by someone from the outside unmasks the difficult psychological constitution of the mutual relations which exist in these kinds of communities and reveals the individual signs, the labels which identify a person. A person is thus released for a moment from the established conventions of the closed group; it slightly removes a protective cover. Working with children is a kind of inner process for me: each time I push the button of the camera, I feel a certain sense of responsibility and I hope that through my work I can point to social topics, and make the viewer aware of what is happening around him: in the orphanage, in the boarding school or in School Number One in Beslan in 2004. Anastasia Khoroshilova

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Anastasia Khoroshilova. In the Corridor #1, 2003. Islanders series. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.




Anastasia Khoroshilova. Toy#11, 2006. Toys series. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.


Anastasia Khoroshilova. Toy #5, 2006. Toys series. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.


Anastasia Khoroshilova. Toy #7, 2006. Toys series. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.


Anastasia Khoroshilova. Untitled, Out of Context series, 2005. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.


Anastasia Khoroshilova. Untitled, Out of Context series, 2005. Courtesy of the artist and Galerie Ernst Hilger, Vienna.


Anna Fox

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Anna Fox. Hampshire Village Play, 2003. Back to the Village series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Back to the Village y Dream Day Llevo años fotografiando a mis propios hijos y sus amigos, así que cuando llegué a trabajar sobre la serie Back to the Village no cabía duda de que los niños iban a aparecer en ella. Los niños son una parte esencial de cualquier comunidad y parte de mi trabajo trata de documentar la historia y celebrar la cultura. Esta serie se hizo en el pueblo donde vivo actualmente en el sur de Inglaterra y sus alrededores, y mis propios hijos, además de sus amigos, tomaban parte en muchos de los eventos locales que yo fotografiaba. Nací y me crié allí, y después de vivir durante diez años en Londres, volví en el año 2000 a vivir en el Hampshire rural con mis dos hijos. La vida de pueblo siempre me ha fascinado: desde 1991, cuando fotografié el pueblo de mi abuela por primera vez para la serie The Village ha sido una fuente de interés infinita. Es difícil hablar de las imágenes de esta serie en particular de forma aislada, dado que mi interés principal es mirar a través del mito rural creado por imágenes populares como las postales o las revistas de tendencias rurales, y explorar ideas sobre el modo de comportarse (supongo) en el conservador sur del Reino Unido. Los niños en mis fotografías rurales han sido vestidos para desarrollar un papel en rituales que son una parte integral de la vida del pueblo y lo han sido durante siglos. En la serie Dream Day, me centré más específicamente en el espacio psicológico que ocupa el niño solitario en el paisaje. La serie fue una exploración de mis propios recuerdos de niñez: al escapar de los límites del interior doméstico o institucional uno a menudo encontraba consuelo en los recónditos lugares del mundo exterior, un entorno en el que uno podía perderse en sueños tanto fantásticos como de pesadilla. Dream Day surgió de una fotografía más temprana de la serie Regeneration (Felix surveying new stadium, Sheffield 1989). Había recibido un encargo para fotografiar la reurbanización de la ciudad para los juegos mundiales de estudiantes; mi hijo pequeño estaba conmigo en algunas de las sesiones fotográficas. Tomé esta imagen cuando apareció gateando de entre de mis pies aprovechando el mismo agujero en la pared de adobe en el que me había situado para tomar la fotografía.

Back to the Village and Dream Day I have been photographing my own children and their friends for many years so when I came to work on the series Back to the Village there was no question about whether or not children should appear; children are a vital part of any community and a part of my work is concerned with documenting history and celebrating culture. This series is shot in and around the village where I now live in the South of England, and my own children, as well as their friends, were taking part in many of the local events that I photographed. I was born and grew up there and after living in London for 10 years I returned with my two sons in 2000 to live in rural Hampshire. Village life has always been a subject of fascination for me: since 1991 when I first photographed my grandmother’s village for the series The Village it has been an endless source of interest. It is difficult to talk about the images of children from this particular series in isolation, as my main focus is to look behind the scenes of the rural myth created by popular imagery such as postcards and country lifestyle magazines and explore ideas to do with the performance of manners in the conservative South of the UK. The children in my village photographs have been dressed to perform a role in village rituals that are very much a part of rural life and have been for centuries. In the series Dream Day I concentrate more particularly on the psychological space occupied by the child alone in a landscape. The series was an exploration of my own memories of being a child: escaping the boundaries of the domestic or institutional interior one often found solace in the hidden spaces of the world outside, an environment where one could float off into dreams both fantastical and nightmarish. Dream Day grew out of an earlier photograph from the series Regeneration (Felix surveying new stadium, Sheffield 1989). I had been commissioned to photograph the re-development of the city for the World Student Games; my infant son was with me on some of the shoots. I took this image as he emerged from under my feet crawling up the mud wall of the hole I was standing in to take the photograph. Anna Fox With thanks to all the models.

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Anna Fox. Hampshire Village Pram Race, 2006. Back to the Village series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Anna Fox. Hampshire Village Halloween, 1991. Back to the Village series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Anna Fox. Hampshire Village Halloween, 1991. Back to the Village series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Anna Fox. Felix near Playa las Americas, 2001. Dream Day series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Anna Fox. Felix, La Coudrais, 2000. Dream Day series. Courtesy of the artist, James Hyman Gallery, London and Tasveer Arts, Bangalore.


Ingar Krauss

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Ingar Krauss. Untitled (Jakob), Wilhelmsaue, 2001. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.



Una biografía propia Todas las vidas eran lo mismo, decía la madre, excepto para los niños. Sobre niños no sabías nada. Es verdad, decía el padre, niños, no sabéis nada. MARGUERITE DURAS, LA LLUVIA DE VERANO. O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar entorno suyo y preguntarse qué ocurriría a continuación. LEWIS CARROLL, ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS. Empecé hace alrededor de diez años a fotografiar niños. En aquella época, acabábamos de comprar una casita vieja en el punto más al oeste de Berlín, cerca de la frontera polaca. Mi hija y sus amigos jugaban todo el día en el jardín encantado de aquella casita. De repente percibí la fuerte y misteriosa existencia de aquellos niños, y pensé que debería buscar imágenes que plasmaran esa impresión. A veces utilizaba un especie de atrezzo para las fotografías, como la espada con la que jugaba Tommi, el pescado que comeríamos más tarde, o la vieja chaqueta que Jakob encontró en el ático. En el 2002 estaba trabajando en Moscú con una beca de residencia. Allí hice una serie de fotografías representando niños de varias instituciones infantiles, como orfanatos o campamentos de verano. El carácter de estos retratos ya no era privado: los niños eran más serios, no había atrezzos ni juegos. Allí reconocí que me interesaban especialmente aquellos niños que ya tenían una biografía, como los huérfanos –ya tienen una historia que contar, parecen ser responsables de un modo que no es infantil.

A Biography of One’s Own All the lives were the same, the mother would say, except for children. About children, you didn’t know anything. It’s true, the father would say, children, you don’t know anything. MARGUERITE DURAS, SUMMER RAIN. Either the well was very deep, or she fell very slowly, for she had plenty of time as she went down to look about her and to wonder what was going to happen next. LEWIS CARROLL, ALICE’S ADVENTURES IN WONDERLAND. I began to photograph children about 10 years ago. At this time we just had bought an old cottage in the very East of Berlin, near the Polish border. My daughter and her friends played all day long in the enchanted garden of that cottage. Suddenly I perceived the strong and mysterious existence of those children, and I thought I should find images that captured this impression. Sometimes I used some kind of props for the pictures, like the sword Tommi was just playing with, the fish we wanted to eat later, or the old jacket Jakob had found at the attic. In 2002 I was working under a residential grant in Moscow. There I made a series of photographs depicting children from several childhood institutions, like orphanages and holiday camps. The nature of these portraits is no longer private: the children were more serious, there were no props, no playing. There I recognised that I was especially interested in those children who already had a biography, like orphans – they have already a story to tell, they seem to be responsible in a way which is not childlike. Ingar Krauss

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Ingar Krauss. Untitled (Nikita), Ukraine, 2003. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.



Ingar Krauss. Untitled (Hannah), 2001. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.


Ingar Krauss. Untitled (Tommi), 2001. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.


Ingar Krauss. Untitled, Moscow, 2002. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.


Ingar Krauss. Untitled (Sarah), Zechin, 2001. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.



Ingar Krauss. Untitled (Hannah), Zechin, 2003. Courtesy of the artist, Galerie Camera Obscura, Paris and Galleria Suzy Shammah, Milan.


Momentos de la infancia capturados Anne Higonnet

El mundo del rocío El mundo es realmente del rocío y aún así, y aún así…1 La muerte de un niño inspiró este haiku clásico. Lo escribió el gran poeta de haikus Issa en la década de 1820, cuando la infancia y la fotografía estaban en los primeros estadios de su invención. Mejor dicho, se escribió en el momento en el que la infancia y la fotografía se estaban inventando tal y como las conocemos hoy. En los albores del siglo XIX, el niño se asimilaba a un “mundo del rocío”, y lo mismo sucedía con la fotografía: pura condensación en superficies, amaneceres frescos, verdades inocentes, instantes perdidos, memorias que evocan conmovedoramente la fugacidad del tiempo. Sin embargo, ahora esas definiciones son los mundos del rocío, evaporado por el calor de la aceleración social y técnica. Hoy añoramos un tipo de infancia, y otro de fotografía. Curiosamente, la fotografía y la infancia tienen historias paralelas. ¿Será una mera coincidencia? Es posible que la fotografía sea el medio que expresa el ideal moderno de la infancia romántica de forma más convincente que ningún otro. Quizá la interacción entre la fotografía y la infancia puso de manifiesto nuestra variante moderna del eterno deseo humano de tener y mantener lo que no puede permanecer. Es posible que los lectores de esta revista no necesiten una disertación más sobre los orígenes de la fotografía. Baste decir que los conocimientos recientes de este

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medio han atraído nuestra atención sobre la lenta y vacilante evolución, aunque constante, a lo largo de años de experimentación previos a 1839, y en qué medida las suposiciones que dominaban la fotografía estaban arraigadas en los contextos sociales. Resultaría más útil recordar a los lectores que la historia de las imágenes de la infancia que conocemos no es mucho más larga que la de la fotografía. Como con cualquier idea fundamental, siempre habrá discusiones sobre sus orígenes y cronología. ¿Acaso nuestras ideas modernas sobre la fotografía tomaron forma en el siglo XVII o en el XVIII? ¿Era la infancia al principio un concepto típico de Occidente, o incluso particular del mundo anglosajón? ¿Fue la revolución demográfica el punto de inflexión que permitió que, por primera vez en la historia, la mayoría de los niños sobrevivieran a la infancia, o fue una construcción cultural? En todo caso, los retratos de una infancia inocente, radicalmente distinta de la edad adulta, aparecieron por primera vez en cifras significativas en los retratos británicos del siglo XVIII. Pintores como Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough y Thomas Lawrence introdujeron las imágenes de una infancia incorpórea, candorosa, miniaturizada. Sin embargo, la infancia inocente no encontró su máxima expresión hasta que nació la fotografía. ¿Miramos a niños o a fotografías de niños? Un sinnúmero de instantáneas surcan nuestro día a día. Muchas de ellas, si no la mayoría, son productos elaborados por particulares para el consumo personal. Es imposible calcular con precisión su número. De lo que sí podemos estar seguros


Loretta Lux. Sasha and Ruby 2, 2008. Courtesy of the artist and Yossi Milo Gallery, New York.


Nelli Palomäki. Dora at 7, 2009. Courtesy of the artist.


Nelli Palomäki. Elsa at 10, 2009. Courtesy of the artist.


es que son miles de millones. La infancia no es el tema principal de la fotografía concebida para ser arte. No obstante, es el tema estrella de la fotografía comercial y doméstica. No importa si están destinadas a rellenar marcos en los hogares, a ser publicadas en sitios de redes sociales como Facebook o MySpace, a circular ocasionalmente en los móviles, a anuncios publicitarios o llamamientos a la caridad: hay fotografías de niños por doquier. Han saturado nuestra conciencia. Inconscientemente evaluamos todas las fotografías sobre la base de los estándares populares, tan difundidos en nuestra cultura visual. El niño candoroso, dulce, inocente, el infante (blanco y acaudalado), se ha convertido en un estándar axiomático en función del cual se valora el resto de las fotografías de niños. No podemos recordar nuestra propia infancia si no es por las fotografías. Construimos nuestros recuerdos de paternidad alrededor de las fotografías de nuestros hijos. Dependemos de las fotografías de la infancia para dar rienda suelta a toda suerte de emociones, para entender la historia, denunciar la injusticia, proponer futuros. Contemplamos las fotos de niños con nostalgia, con cada una de ellas recordamos una infancia colectiva, una perspectiva de esperanza y un sinfín de posibilidades. En cada niño hermoso vemos un sueño de inicios, el mundo del rocío. A mediados del siglo XIX, las grandes obras de la literatura y del arte exploraron todo el potencial del ideal romántico de la inocencia infantil ahondando en sus dificultades y tensiones, así como en su optimismo. Uno de los primeros grandes fotógrafos de la infancia también escribió la primera gran obra para niños: Lewis Carroll había empezado a imaginar la infancia de forma visual en imágenes de placas de vidrio al colodión húmedo antes de publicar Alicia en el país de las maravillas en 1865. Carroll atrae y captura la atención óptica con la precisión de los detalles que permiten el colodión húmedo y los negativos de vidrio. Sus destacados contrastes en blanco y negro entre la piel y las vestimentas, los ojos y el atrezzo, hacen que sus personajes de niños parezcan increíblemente vivos y presentes, algo que también consigue colocándolos en el centro de sus espacios pictóricos. Así, Carroll se colocó a sí mismo y a los futuros espectadores justo al otro lado del alcance real de sus sujetos e hizo las fotografías en pequeño formato. De esta manera, los niños de Carroll pueblan un mundo que es suyo, están tentadoramente presentes, aunque desplazados para ser inalcanzables.

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Insistiendo en que los niños son radicalmente diferentes a nosotros (los adultos), creamos una línea entre ellos y nosotros. Claro que, si pudiéramos dar esquinazo a nuestras creencias sociales y volvernos extraordinariamente racionales, nos daríamos cuenta de que nadie pasa de ser niño a adulto de la noche a la mañana. No existe un instante mágico de trasformación. Sin embargo, cuando fotografiamos a los jóvenes como si ese instante existiera, creamos al Niño. Las fotografías de niños se convirtieron en una profecía certera. En casos extremos, la propia fantasía de una línea clara entre la infancia y la edad adulta crea peligros: proyecta al Niño como Otro, y el Otro siempre es propenso a los deseos de inquietud, de intranquilidad. “Y aún así...” en contraposición con la inocencia romántica, los grandes fotógrafos nos han mostrado una y otra vez las caras imposibles u ocultas de la infancia inocente. Artistas como Diane Arbus, Emmet Gowin, Lewis Hine, Helen Levitt, Ralph Eugene Meatyard y August Sander representaron en formato fotográfico las ambigüedades que han amenazado cualquier línea clara entre el niño y el adulto. En sus obras vemos las intensas iras, frustraciones, crueldades y terrores de la infancia. Sin saberlo, en ocasiones han llegado a poner en tela de juicio la distinción absoluta entre la inocencia y el erotismo. Todos ellos se atrevieron a representar niños imperfectos, extravagantes e incluso heridos, niños trabajando, sufriendo la hipocresía de los sistemas sociales que protegían a algunos en nombre de la inocencia mientras explotaban a otros. La obra de Hine tejió heroicamente argumentos visuales contra el trabajo infantil y las terribles viviendas. Sander se deleitaba con el niño idiosincrásico. Arbus nos obligó a contemplar niños con síndrome de Down, a ver su vulnerabilidad, pero también su humor entrañable. Tampoco le asustaba hacer retratos sombríos de niños infelices. Levitt penetró con su empatía en el mundo mental del juego infantil. Contra el estereotipo del niño corriente, ella representó niños de ciudad que vestían disfraces y usaban signos y lenguajes rituales. Por su parte, Gowin y Meatyard exploraron la imaginación de los niños en contextos sociales menos evidentes. Para Gowin y Meatyard, la figura del niño abría las puertas al reino de la imaginación. Las escenas que fotografiaron existían en el mundo material, pero provocaron afinidades, encuentros y comunicaciones envueltos en el misterio. En una categoría radicalmente diferente se sitúan las obras de las artistas que son madres. ¿Fue una coinciden-


cia que entre las primeras grandes artistas femeninas hubiera una fotógrafa que eligió la infancia como uno de sus temas? Julia Margaret Cameron, que trabajó durante el mismo periodo victoriano que Carroll, demostró que más de una técnica fotográfica podía interpretar el tema de forma brillante. A diferencia de Carroll, Cameron abogaba por la inmediatez háptica en contraposición con el escrutinio óptico: su foco amable y su encuadre íntimo, sus escenas dramáticas de luces y sombras hacían que los retratados se sintieran sensualmente cercanos a sus espectadores. En el plano emocional, ella fue la primera en expresar la tierna comunión del amor maternal. Es evidente que el vínculo entre los niños de muy corta edad y sus madres ha provocado constantemente la fascinación de los artistas de muchas culturas. Sin embargo, las mujeres no tuvieron muchas posibilidades de representar este tema sagrado desde su punto de vista hasta que las oportunidades de la creación artística confluyeron con las ventajas particulares de la fotografía. Cameron, por ejemplo, fue capaz de iniciar su carrera en la fotografía tras cumplir con sus obligaciones sociales criando a once hijos; no tuvo que formarse en las academias masculinas ni encontrar el inmenso espacio para el estudio ni el tiempo exclusivo que requiere la pintura de obras maestras. La fotografía dio rienda suelta a las pasiones de la maternidad en el reino del arte. Desde Cameron y Gertrude Käsebier en adelante, la historia de la fotografía incluye imágenes cuyas inversiones profundamente psíquicas se disfrazan de una feminidad diligente. El único y más importante punto de inflexión en la historia de la fotografía infantil tuvo lugar en el momento en el que confluyeron la contradicción y la maternidad. Los fotógrafos de niños no volverían a ser los mismos después de que Sally Mann publicase un libro de fotografías titulado Immediate Family en 1992. Sus fotografías eran controvertidas, pero el escándalo no pudo ahogar sus efectos. Mann había sacado a la luz la cara oculta de un sinfín de imágenes estereotipadas –clichés– de la infancia. Inspirada por Carroll, Cameron, Arbus y Gowin, sin olvidar a Dorothea Lange, Mann inmoló el candor. Creó grandes contrastes entre la belleza física de los niños que fotografiaba y los signos artificiales con los que identificamos tanto la infancia como la edad adulta. Por mucho que los cuerpos de los niños que retrataba parecieran completamente “naturales” o estuvieran en un escenario que huía de la

civilización, las escenas de Mann y sus títulos giraban en torno a momentos rituales o adagios asociados con la infancia. De una manera exclusivamente visual, citaba los “momentos Kodak” estereotípicos promocionados en la fotografía comercial y consagrados en los álbumes de familia, infundiendo sus tópicos manidos con fuerza carnal. Mann trabajaba con la tradición de la suntuosa y sutil técnica de revelado tradicional en blanco y negro con sustrato de gelatina y plata. La artesanía magistral de sus fotografías reforzaba el impacto visceral de lo que representaba. Al mismo tiempo, la manera en la que hacía que los espectadores fueran conscientes de los aspectos arbitrarios o creados por la sociedad de aquello que representaba fue la antesala de una revolución radical en la fotografía. Dicha revolución ha sido tanto técnica como conceptual. Todos sabemos que la tecnología digital ha sucedido a la analógica. Sin embargo, es probable que la compleja relación entre la causa y el efecto digital no se entienda completamente hasta que se pueda evaluar en retrospectiva. Es cierto que la tecnología crea condiciones de posibilidad conceptual. No obstante, nuestra comprensión actual de la invención gradual de la fotografía analógica nos advierte de que las percepciones cambiantes de nosotros mismos y de nuestro mundo pueden haber logrado la tecnología digital que expresa nuestros valores. Este vaivén entre la causa y el efecto digitales ha alcanzado su máxima expresión en las fotografías infantiles más recientes. Es posible que, una vez más, las historias de la infancia y la fotografía sigan caminos paralelos. Las ideas sobre la verdad natural de la infancia y la verdad natural de la fotografía se han puesto en tela de juicio al mismo tiempo. Es más, una cuestiona a la otra. El intento de la fotografía de aunar la monumentalidad, la expresividad del color, la duración narrativa y las alusiones solapadas de las tradiciones de la pintura clásica y modernista, ha trasformado radicalmente la fotografía infantil. El cambio ha sido demasiado profundo como para ser una simple cuestión tecnológica. Gran parte de los mejores trabajos sobre el tema de la infancia no son digitales y, aún así, demuestran una actitud hacia su sujeto y hacia lo fotográfico que se podría calificar de digital. Desde principios de los años 90 ha surgido una nueva visión de la infancia. En 1999, una exposición neoyorquina titulada Another Girl, Another Planet (“Otra chica, otro planeta”) significó la mayoría de edad. Trece fotógrafos

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jóvenes, algunos de los cuales apenas acababan de salir de la universidad, se ganaron los elogios de la crítica y el éxito financiero con fotografías de mujeres y niños y un ambicioso artificio declarado: “No tiene que ser real para ser verdad”2. Seis de los alumnos habían estudiado con el mismo profesor, Gregory Crewdson, célebre por sus narraciones escenificadas (y comisario adjunto de la exposición). El éxito de la muestra fue aún más excepcional por ser obstinadamente femenino en su organización: Otra chica. Doce de los trece autores eran mujeres. Abrazando agresivamente la temática de las mujeres y los niños, estas jóvenes artistas reivindicaban la visibilidad pública de lo que antes era marginal. “Versionando” visualmente una canción titulada Another Girl, Another Planet, interpretada por primera vez por The Only Ones en 1978, la exposición se refería a un periodo de tiempo. Estos artistas nacieron, efectivamente, alrededor de 1978, y así era la atmósfera en la que finalmente se basó su trabajo. Hacia 1978, la mentalidad del niño romántico empezó a erosionarse. Los anuncios de vaqueros de Calvin Klein, entre otras imágenes que dominaban la cultura visual popular, empezaron a recurrir a un sex-appeal cada vez más joven, con modelos de productos adultos que parecían niñas famélicas. No en vano, el movimiento feminista adquirió el impulso para colocar a las artistas y a los temas femeninos o domésticos en la historia pública. Lo que habían sido notas discordantes, contrarias, se convirtieron en algo normal en el mundo del arte. El espíritu disidente de artistas como Carroll, Arbus y Gowin impera ahora. Esto no quiere decir que este espíritu se haya popularizado. Nunca ha habido un abismo tan grande como el que divide lo que se admite en el (relativamente pequeño) mundo del arte y lo que se consume y practica en cualquier otro lugar. Aquello que en el mundo del arte ya se está puliendo con sensatez todavía es desconocido, si no rechazado enérgicamente, por el sentimiento constante, la paranoia de Internet, la nostalgia fundamentalista y la ley de la censura. No obstante, hoy hemos dejado bien atrás el punto de inflexión crítico y nos encontramos en medio de una nueva era, como demuestra la cartera de imágenes que se publican en esta edición de EXIT. Uno tras otro, los fotógrafos están desmantelando los signos visuales del niño romántico. Ni un solo artista se atreve con todas las costumbres visuales, aunque

algunos lo intentan con varias. Los fotógrafos más persuasivos, como siempre, trabajan tanto la forma como el contenido, y suelen contraponer la forma al contenido. Vistos como una generación, están sustituyendo sistemáticamente nuestro concepto de infancia. Su característica común es que se sirven del medio en sí mismo para exponer sus argumentos. Algunos fotógrafos importantes confunden la línea divisoria entre el niño y el adulto. Artistas como Hellen van Meene e Ingar Krauss sacan a la luz las ambigüedades y el vacilante retraimiento de la adolescencia. Sus sujetos, ¿son niñas o mujeres? Si no estamos seguros, es que han acertado con su planteamiento. Cuando nos fallan los códigos basados en opuestos binarios –ni niño significa adulto, ni inocencia significa experiencia–, pierden su autoridad prescriptiva. Los artistas en cuestión reúnen ahora estos códigos para que nos equivoquemos. Varios fotógrafos notables comparten estrategias con estructuras similares. Catherine Opie, por ejemplo, se encuentra entre los que piensan que la infancia brinda la posibilidad de crear zonas de sedición fotográfica finamente texturizadas. Al igual que sus colegas, crea un reino intermedio sorprendente. El pretexto favorito de Opie es la división de géneros. Cuando contemplamos por primera vez sus sujetos infantiles, suponemos que reconocemos si son niños o niñas. Sin embargo, si observamos durante el tiempo suficiente, algo que el formato imponente y la regia composición de las fotografías de Opie requieren de nosotros, empezamos a dudar de lo que creíamos. Con extrema sutileza ha presentado retratos que, al examinarlos más detenidamente, podrían ser tanto de niños como de niñas. Consigue que nuestra creencia en la veracidad de la fotografía busque indicios visibles que inclinen la identificación hacia un lado u otro, pero nos deja con la duda. El estudio que requieren los retratos de Opie nos recuerda que debemos ser escépticos y no sacar conclusiones hasta haber analizado las pruebas minuciosamente. Otra zona límite, entre la naturaleza y la cultura, caracteriza las obras de Rineke Dijkstra, entre otros. Al igual que Opie, Dijkstra se basa en las diferencias entre lo que su fotografía ofrece superficialmente y lo que proporciona el hecho de mantener la atención. La artista ha hecho muchas series de fotografías, y todas ellas parecen asociar a los niños (o adolescentes que son niños a

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Catherine Opie. Jesse, 2004. Children's Portraits series. Courtesy of the artist and Regen Projects, Los Angeles.



efectos legales) con un decorado natural: una serie en la playa, otra en el parque. A primera vista, sus composiciones parecen simples, casi neutrales: niños que aparecen en medio de un espacio, en el centro de la fotografía. Dijkstra tiene una habilidad asombrosa para seleccionar personas, vestuarios, poses y decorados que conjugan la sencillez de la naturaleza con signos culturales exquisitamente delicados. El traje de baño no es atemporal ni universal, el parque se ha cultivado. Los niños siempre se desvían ligeramente de los ideales convencionales de belleza, pero nunca tanto como para que podamos tacharlos de anormales o inferiores. Se enfrentan a nosotros con un equilibrio igualmente elegante entre una postura casual y otra formal. Dijkstra, con una disciplina imperceptible, mantiene su precario equilibrio a lo largo de docenas de fotografías y años de trabajo. La traslúcida superficie de las fotografías nuevas altera nuestra percepción de los niños. El enorme formato y la impresión a color densamente saturada de Dijkstra hacen que sus sujetos sean monumentales. Al mismo tiempo, compone sus fotografías de manera que su espacio parezca abrirse hacia el nuestro. Cuando contemplamos su obra en persona, estamos ocupando el mismo terreno que sus sujetos. Así contrarresta la antigua tendencia de miniaturizar a los niños que, aunque resulta encantadora, los reduce inevitablemente, convirtiéndolos en juguetes. Estrategias opuestas pueden abordar el mismo tema. Las fotografías de Loretta Lux, por ejemplo, son tan pequeñas como grandes son las de Dijkstra. Nos fuerzan a observar con detenimiento, obligándonos a descubrir las alteraciones que ha realizado con Photoshop. Las cabezas de los niños, que en proporción con su cuerpo son más grandes que las cabezas de adultos, lo son sólo en una talla de más. La ropa sólo es una moda anterior. Los colores son sólo un tono más claro y están demasiado combinados. Pensábamos que los niños de Lux eran hermosos, pero, al detenernos en ellos, nuestras primeras impresiones se ven alteradas por distorsiones grotescas, casi mortuorias. ¿Qué significa inocencia hoy en día? Fotógrafos como Alessandra Sanguinetti vuelven a relacionar la infancia con el inconsciente. Sugieren que los niños no son pizarras en blanco en los que la experiencia adulta va dejando sus huellas, sino que representan escenas de invención personal, indicios de relatos misteriosos o juegos épicos, insinuaciones abstrusas a una ingente agitación psíquica.

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En su trabajo, el realismo de la fotografía permite sentir vívidamente la realidad de la vida interior de los niños. En la actualidad, las mejores fotografías de niños piden a los adultos que dejen de construir una infancia que satisfaga el narcisismo adulto con fantasías de un origen perfecto y puro. Nos piden que aceptemos miserias y dudas turbias, agrietadas y coaguladas, así como la confusión erótica y una felicidad cristalina y brillante. El espejo plateado de la juventud que la fotografía nos propone ahora ya no es tan vivo, ni está tan vacío. La fotografía ha madurado. Su espejo refleja las marcas de la edad. Todos los fotógrafos ambiciosos son ahora autoconscientes. Conocen su pasado. En la actualidad, las fotografías de la infancia aluden a la historia de las fotografías de la infancia. No pretenden ser capaces de inventar la imagen de la infancia. Trabajan con lo que han heredado. Citan a los que se han convertido en clásicos: Carroll, Cameron, Hine, Lange, Gowin. Incluso son lo suficientemente mayores como para citar la obra que las convirtió en lo que son ahora: la obra de Mann, la publicidad comercial, los programas de televisión, las canciones de rock. En cada edad hay belleza. Ahora, el desafío para la fotografía, y para la infancia, consiste en encontrar unos nuevos ideales propios. Las primeras edades de la infancia y la fotografía no se han podido prolongar. Se han tenido que corregir en ciertos aspectos. Pero, ¿se podían corregir, e incluso contradecir, al mismo tiempo que heredamos de ellas lo maravilloso y lo esperanzador? Los milagros de la juventud y la luz podrían seguir siendo visibles. ¿Podemos seguir viendo, con el ojo de nuestra mente y la lente de la cámara, un mundo de rocío? “Y aún así, y aún así…” TRADUCIDO 1

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POR

PAULINO SERRANO (BABEL 2000)

Kobayashi Issa (Kashiwabara, Japón, 1763-1828). The Autumn Wind: A Selection from the Poems of Issa, traducido al inglés por Lewis Mackenzie [1957], Kodansha International, Tokio, 1984, pág. 5. A. M. Homes, “Hot Shots”, Harper’s Bazaar, febrero de 2000.

Anne Higonnet investiga el arte del siglo XIX, la infancia y el coleccionismo. Licenciada en el Harvard College recibe su doctorado en Yale University en 1988. Impartió clases en Wellesley College y es actualmente Catedratica de Historia del Art del Barnard College. Ha publicado cinco libros y docenas de artículos sobre una gran variedad de temas, desde el impresionismo a la fotografía contemporánea. Entre sus numerosos galardones se incluyen becas de investigación del Guggenheim, el Getty, y el Social Science Research Council, así como de las fundaciones Mellon, Howard y Kress. Sus libros incluyen Pictures of Innocence; the History and Crisis of Ideal Childhood (Thames & Hudson, 1998), Lewis Carroll (Phaidon, 2008) y A


Miguel Trillo. Lugo, 1991. Souvenirs series. Courtesy of the artist.


Rineke Dijkstra. Amoy Botanical Garden, Xiamen, April 23, 2006. Courtesy of the artist and Galerie Marian Goodman, Paris and New York.



Captured Childhood Moments Anne Higonnet

The world of dew – A world of dew it is indeed, And yet, and yet…1 The death of a child inspired this classic haiku. It was written by the great haiku poet Issa in the 1820s, when childhood and photography were both in the initial stages of invention. Or rather, they were written when both childhood and photography as we used to know them were being invented. In the early 19th century, the child seemed to be a “world of dew”, and the photograph too: pure condensation on surfaces, fresh dawns, innocent truths, lost instants, poignantly haunting memories of fleeting time. Now, however, those definitions are the worlds of dew, evaporated by the heat of social and technical acceleration. We now mourn a kind of childhood, and a kind of photography. Photography and childhood have curiously parallel histories. Is this a coincidence, or not? Perhaps the modern ideal of Romantic childhood was more powerfully expressed by the medium of photography than by any other. And perhaps the interaction between photography and childhood manifested our modern variant on an eternal human desire to have and hold what cannot last. The audience of this magazine probably does not need to read one more recitation of photography’s origins. Suffice it to say that recent scholarship on the medium has drawn our attention to the slow, tentative,

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but persistent years of experiment preceding 1839, and how fundamentally the assumptions governing photography were embedded in social contexts. It may be more useful to remind the same readers that the images of childhood we take for granted have a history not much longer than photography’s. As with any fundamental idea, there will always be debate about origins and timelines. Did our modern ideas about childhood take shape in the 17th century or in the 18th? Was childhood at first a peculiarly western concept, or an even more peculiarly Anglo-Saxon one? Did it depend on a demographic revolution that allowed a majority of children to survive infancy for the first time in history, or was it a cultural construct? In any case, pictures of an innocent childhood, of a childhood categorically different to adulthood, first appeared in significant numbers in 18th century British portraits. Painters like Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough, and Thomas Lawrence introduced the vision of a disembodied childhood, a cute childhood, a miniaturised childhood. But it was not until photography that innocent childhood found its full expression. Do we look at children, or at photographs of children? Countless snapshots traverse our daily lives. Many, if not most, of them are produced by private individuals for personal consumption. Their number cannot be accurately calculated. We can be sure it runs annually somewhere into the billions. Childhood is not


Lovisa Ringborg. Domestication of a Budgie, 2005. Wonderland series. Courtesy of the artist.


the principal subject of photography intended to be perceived as art. It is, however, the favourite subject of commercial and domestic photography. Whether destined for framing at home, posting on internet social networking sites like Facebook or MySpace, for casual circulation on cell-phones, for advertisements, or charity appeals, photographs of children are everywhere. They have saturated our consciousness. Unconsciously, we evaluate all photographs according to the popular standards so widely disseminated in our visual culture. The cute child, the sweet child, the innocent child, the (white and affluent) child has become an axiomatic standard against which all other photographs of children are evaluated. We cannot recall our own childhoods apart from the photographs of them. We construct our memories of parenting around photographs of our children. We rely on photographs of childhood to trigger emotions of all sorts, to make sense of history, to denounce injustice, to propose futures. We look nostalgically at photographs of children, remembering through each child a collective childhood, a vision of hope and boundless possibility. In every beautiful child, we see a dream of beginnings, the world of dew. By the middle of the 19th century, major work by writers and artists explored the full potential of the Romantic ideal of childhood innocence by delving into its difficulties and tensions as well as its optimism. One of the first great photographers of childhood also wrote the first great modern children’s book. Lewis Carroll, under his real name Charles Dodgson, had begun imagining childhood visually in glass plate negative, wet collodion images before he published Alice’s Adventures in Wonderland in 1865. Carroll attracts and retains optical attention with the precise detail made possible by wet collodion and glass negatives. His heightened black-and-white contrasts between skin and clothing, between eyes and props, make his child-subjects appear vividly alive and present, as does his secure placement of them at the heart of his pictorial spaces. Yet Carroll placed himself, and therefore future viewers, just beyond actual reach of his subjects, and moreover made his pictures small. Carroll’s children, therefore, inhabit a world of their own, alluringly present yet unattainably removed.

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By insisting that children are categorically different than we (adults) are, we create a line between us and them. Of course, if we could escape our social beliefs and become supremely rational, we would realise that no one goes from being a child to being an adult all of a sudden. There is no magic instant of transformation. But by photographing young people as if there were such an instant, we create the Child. Photographs of children became a self-fulfilling prophecy. In extreme cases, the fantasy of a clear line between childhood and adulthood itself produces dangers. It casts the Child as Other, and the Other is always susceptible to uneasy, troubled desires. “And yet…” Against the grain of romantic innocence, great photographers, have persistently shown us the impossible or dark sides of innocent childhood. Artists like Diane Arbus, Emmet Gowin, Lewis Hine, Helen Levitt, Ralph Eugene Meatyard, and August Sander gave photographic form to the ambiguities that have threatened any clear line between Child and Adult. In their work we see the passionate angers, frustrations, cruelties, and terrors of childhood. Occasionally, and unconsciously, they have even called into question an absolute distinction between innocence and erotics. All of them dared to represent flawed, quirky, even damaged children, children toiling, children suffering in hypocritical social systems that sheltered some children in the name of innocence while exploiting others. Hine’s work heroically mounted visual arguments against child labour and abominable housing. Sander revelled in the idiosyncratic child. Arbus forced us to look at children with Down’s Syndrome, to see their vulnerability and also their endearing humour. Nor was she afraid to make bleak portraits of unhappy children. Levitt entered empathetically into the mental world of children’s play. Countering the stereotype of the natural child, she represented urban children using costumes, language and ritual signs. Gowin and Meatyard also explored the imagination of children, in less evidently social contexts. For Gowin and Meatyard, the figure of the child provided entry into the realm of the imagination. The scenes they photographed existed in the material world, but they evoked mysterious affinities, encounters, and communications.


Teresa VlÄ?kovĂ . Untitled, Two series, 2007-08. Courtesy of the artist.


In a different category altogether belongs the work of mother-artists. Was it a coincidence that among the first truly great women artists was a photographer who took childhood as one of her subjects, or not? Working in the same Victorian period as Carroll, Julia Margaret Cameron proved that more than one photographic technique could interpret a subject brilliantly. Unlike Carroll, Cameron championed haptic immediacy, as opposed to his optical scrutiny: her soft focus and her intimate framing, in dramatic zones of light and dark, made her subjects feel sensually close to their viewers. Emotionally, she was the first to express the tender communion of maternal love. Of course the bond between very young children and their mothers had been perpetually fascinating to artists in many cultures. But until the general opportunities of art-making met the particular advantages of photography, women did not usually have the chance to represent that hallowed subject from their own point of view. Cameron, for instance, was able to begin her photographic career after fulfilling her social obligations by raising eleven children; she did not have to be trained in exclusively male academies, nor find the gigantic studio space and uninterrupted time required by masterpiece painting. Photography unleashed the passions of maternity into the realm of art. From Cameron, through Gertrude Käsebier, and onward, the history of photography includes images whose deep psychic investments masqueraded as dutiful femininity. The single most important turning point in the history of photographs of children occurred at the convergence of the contrary and the maternal. After Sally Mann published a book of photographs titled Immediate Family in 1992, photographs of children would never be the same again. Her photographs were controversial, but scandal could not erase their effect. Mann had exposed the dark side of countless stereotypical images – clichés – of childhood. Inspired by Carroll, Cameron, Arbus and Gowin, not to mention Dorothea Lange, Mann immolated the cute. She created smouldering contrasts between the physical beauty of the children she photographed and the artificial signs by which we identify both childhood and adulthood. Even when the bodies of the children she

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pictured seemed to be completely “natural”, or be in settings that escaped from civilization, Mann’s scenes and their titles pivoted around ritual moments or sayings associated with childhood. Most visually, she cited the stereotypical “Kodak Moments” promoted in commercial photography and enshrined in family photograph albums, but infused their trite platitudes with carnal force. Technically, Mann worked in the tradition of lush, subtle, black-and-white gelatin silver developing. The masterful craft of her prints reinforced the visceral impact of what she represented. At the same time, the way in which she made viewers self-conscious about the arbitrary, or socially-constructed aspects of what she represented foretold a radical revolution in photography. That revolution has been equally technical and conceptual. We are all aware that digital technology has succeeded analogue technology. What will probably not be fully understood until it can be evaluated in retrospect is the complicated relationship between digital cause and effect. Technology certainly creates conditions of conceptual possibility. Our latter-day insights into the gradual invention of analogue photography, however, warn us that our changing perceptions of ourselves and our world may have summoned the digital technology that expressed our values. This back and forth between digital cause and effect is nowhere truer than in very recent photographs of childhood. Or perhaps, once again, the histories of childhood and photography move along parallel tracks. Ideas about the natural truth of childhood and the natural truth of photography have been simultaneously called into question. Indeed, one calls the other into question. Photography’s bid to match the monumental scale, expressive colour, narrative duration, and layered referencing of the Old Master and Modernist painting traditions, so familiar to readers of this publication, has dramatically changed the photography of childhood. The change is too deep to be merely a matter of technology. Much of the best new work on the subject of childhood is not technically digital, and yet displays an attitude to both its subject and to the photographic that could be


called digital. Since the early 1990s, a new vision of childhood has emerged. In 1999, a New York exhibition titled Another Girl, Another Planet marked a coming of age. Thirteen young photographers, some of them barely out of school, achieved critical acclaim and financial success for photographs of women and children whose ambitious artifice was manifest: “It doesn’t have to be real to be true.”2 Six of the photographers had studied under the same teacher, Gregory Crewdson, well-known for his staged narratives (and co-curator of the exhibition). The exhibition’s success was all the more remarkable because it was concertedly and unrepentantly feminine: Another Girl. Twelve out of the thirteen exhibitors were women. By aggressively embracing the subjects of women and children, these young artists staked a claim to public significance for what had previously been marginal. By visually “covering” a song called Another Girl, Another Planet, which had first been sung by The Only Ones in 1978, the exhibition implied a time span. Its artists had in fact been born around 1978, and so was the mood on which their work would eventually be based. It was around 1978 that the Romantic Child mentality began to erode. Ads for Calvin Klein jeans, among other pictures dominating popular visual culture, began to rely on an everyounger sex-appeal, with models for adult products who looked like girl waifs. Not coincidentally, the women’s movement gained the momentum to position women artists and feminine or domestic subjects in public history. What were once exceptional notes, contrary notes, have become normal in the art world. The dissident spirit of artists like Carroll, Arbus, and Gowin now reigns. This is not to say that such a spirit has become popular. Never before has such a wide gulf split what is accepted in the (relatively small) art world from what is consumed and practiced elsewhere. What is already being maturely refined within the art world is still ignored, if not vigorously resisted, by persistent sentiment, internet paranoia, fundamentalist nostalgia, and censorship law. We are however at this time well past the critical turning point and far into a new era, as the portfolio of images in this issue of EXIT

demonstrates. One by one, photographers are dismantling the visual signs of the Romantic Child. No single artist tackles every visual habit, though some artists deal with several. The most persuasive photographs, as always, work on the levels of both form and content, often pitting form against content. Seen as a generation, they are systematically replacing our vision of childhood. What they have in common is a use of the medium itself to make their arguments. Several important photographers confuse the boundary line between Child and Adult. Artists like Hellen van Meene and Ingar Krauss bring out the ambiguities and the tentative diffidence of adolescence. Are their subjects girls or women? If we cannot be sure, then they have made their point. When codes based on binary opposites – Child means not Adult, innocence means not experience – fail us, they lose their prescriptive authority. The artists in question summon those codes now in order for them to fail us. A number of photographers share structurally similar strategies. Catherine Opie, for instance, is among those for whom childhood offers the possibility to create finely-textured zones of photographic sedition. Like her peers, she creates an unsuspected in-between realm. Opie’s preferred pretext is gender division. We assume, when we first look at her child subjects, that we recognise whether they are girls or boys. But if we look long enough, which the commanding format and regal composition of Opie’s photographs urge us to do, we begin to doubt what we assumed. With extreme subtlety, she has presented portraits that could, on further examination, be of either girls or boys. She enlists our belief in the veracity of photography to search for visible clues that could tip identification toward one side or the other, but leaves us uncertain. The study Opie’s portraits demand reminds us to be sceptical, and to come to conclusions only after considering evidence carefully. Yet another border zone, between nature and culture, characterises work by Rineke Dijkstra, among others. Like Opie, Dijkstra relies on differences between what her photographs superficially offer, and what

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sustained attention delivers. She has made many photographs in series, each of which seems to associate children (or adolescents who are legally children) with a natural setting: a beach series, a parks series. Her compositions seem, at first, to be simple, almost neutral: children standing in the middle ground of a space, at the centre of a frame. Yet Dijkstra has an uncanny ability to select people, clothing, poses and settings that inflect simple nature with exquisitely delicate signs of culture. The bathing suit is neither timeless nor universal; the park is cultivated. The children veer ever so slightly away from conventional ideals of beauty, but never so much that we could dismiss them as freaks or inferiors. They face us with an equally poised balance between casual and formal stance. Dijkstra, with imperceptible discipline, maintains her precarious balance over dozens of photographs and years of work. The sheer surface area of new photographs alters our perception of children. Dijkstra’s massive format and densely saturated colour printing make her subjects monumental. At the same time, Dijkstra composes her photographs so that their space appears to open into ours. When we see her work in person, we occupy the same terrain as her subjects. She thus counteracts the old tendency to miniaturise children, which, though charming, inevitably reduced them to toys. Opposite strategies can attack the same issue. Loretta Lux’s photographs, for instance, are as small as Dijkstra’s are large. She forces us optically to peer, which pushes us to notice her Photoshop alterations. The heads of children, which are larger in proportion to their bodies than adult heads, are just one size too large. The clothing is just one style outdated. The colours are just one shade too pale and too coordinated. We thought Lux’s children were cute, but as we linger, grotesque, almost mortuary distortions disturb our first impressions. What does innocence mean today? Photographers like Alessandra Sanguinetti realign childhood with the unconscious. Children, they suggest, are not blank slates on which adult experience leaves its traces. Instead, they stage scenes of self-invention, intimations of mysterious narratives or epic games, opaque hints at teeming psychic ferment. In their

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work, photography’s realism gives access to the vividly felt reality of children’s inner lives. Today’s best photographs of children ask adults to stop constructing a childhood that satisfies the adult narcissism with fantasies of a pure and perfect origin. It asks us to accept murky, riven, coagulated miseries and doubts, as well as erotic turbulence, alongside crystalline, shining bliss. The silvered mirror of our youth which photography now proposes is no longer entirely bright, or empty. Photography has matured. Its mirror is marked by age. All ambitious photographs now are selfconscious. They know their past. Today’s photographs of childhood refer to the history of photographs of childhood. They do not pretend to be able to invent the image of childhood. They work through what they have inherited. They cite what have become classics: Carroll, Cameron, Hine, Lange, Gowin. They are even old enough to cite the work that turned them into what they are: Sally Mann’s, commercial advertisements, television programs, rock songs. To each age its beauty. The challenge for photography now, and for childhood, is to find its own, new, ideals. The first ages of childhood and photography could not be prolonged. In some ways, they had to be corrected. But could they be corrected, even contradicted, while we inherit from them what is marvellous and hopeful? The miracles of youth and light might still be visible. Can we still see, in our mind’s eye, and in the camera lens, a world of dew? “And yet, and yet…” 1

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Kobayashi Issa (Kashiwabara, Japan, 1763-1828). The Autumn Wind: A Selection from the Poems of Issa, Translated by Lewis Mackenzie [1957], Kodansha International, Tokyo, 1984, p. 5. A. M. Homes, “Hot Shots”, Harper’s Bazaar, February 2000.

Anne Higonnet works on 19th century art, childhood, and collecting. A Harvard College B.A., she received her PhD from Yale University in 1988. She taught for years at Wellesley College and is now Professor of Art History at Barnard College. She has published five books and dozens of articles on topics ranging from Impressionism to contemporary photography. Her many awards include Guggenheim, Getty, and Social Science Research Council fellowships, as well as grants from the Mellon, Howard, and Kress Foundations. Her books include Pictures of Innocence; the History and Crisis of Ideal Childhood (Thames & Hudson, 1998), Lewis Carroll (Phaidon, 2008) and A Museum of One’s Own;


Paola de Grenet. Superalex, 2008. Pink Dreams series. Courtesy of the artist.


Hellen van Meene. Untitled #184, Latvia, 2004. Courtesy of the artist, Sadie Coles HQ, London and Yancey Richardson Gallery, New York.


Hellen van Meene. Untitled #271, Netherlands, 2006. Courtesy of the artist, Sadie Coles HQ, London and Yancey Richardson Gallery, New York.


Índice de artistas

Pedro Álvarez. Bilbao (España), 1972. El “Swimaton 2009” tuvo lugar en más de 500 piscinas en el Reino Unido, y miles de personas participaron para recaudar dinero para el Marie Curie Cancer Care y The Swimathon Foundation. Acudío gente de todas las edades, retándose hasta el limite de sus posibilidades. En los bellos y sensibles retratos que realiza de los niños participantes, se hace patente tanto su sensación de haber alcanzado un logro como su agotamiento. Otros proyectos exploran la condición humana y la dialéctica entre el hombre y la naturaleza. www.peyo.co.uk

que entonces comenzó como un pasatiempo pronto se convirtió en una ocupación a tiempo completo. Sus fotografías –retratos y alegorías en su mayor parte– no se sometían a las convenciones del momento: a Cameron no le interesaba la perfección técnica (tampoco pudo acceder a ella, fue una autodidacta), ni tampoco el verismo en los detalles, sino que quería captar la esencia de sus retratados, sus emociones y su personalidad. Creó con ello un nuevo tipo de verdad fotográfica. Hoy está considerada como una de las más grandes fotógrafas victorianas.

Roger Ballen. Nueva York (EE.UU.), 1950. Vive y trabaja en Johannesburgo. Tras formarse como geólogo, Ballen empieza a documentar pueblos sudafricanos para posteriormente, a fines de los 80, dedicarse a fotografiar a sus habitantes. Series recientes incluyen Boarding House y Shadow Chamber, imágenes en blanco y negro donde la frontera entre la fotografía documental y la pintura, la escultura y la performance se vuelve borrosa, tanto como la línea entre la realidad y la ficción. En la obra de Ballen, el “instante decisivo” captado por la fotografía se revisa y alcanza una extensión eterna. Fotografías ricas en texturas nos enseñan espacios ambiguos de combinaciones inesperadas entre paredes y objetos de superficies dibujadas, desechos escultóricos y animales a menudo cautivos por personajes o metidos en cajas o cajones. www.rogerballen.com

Lewis Carroll. Daresbury, Cheshire, 1832-1898, Guildford, Surrey, Reino Unido. Fue en 1856 cuando Charles Lutwidge Dodgson (nombre verdadero del autor) descubrió la fotografía y a pesar de que es mundialmente conocido por su faceta de escritor con su obra Alicia en el país de las maravillas (publicada en 1865), hoy es considerado como uno de los fotógrafos victorianos más influyentes. Carroll concebía la fotografía como un medio con el cual atrapar la belleza y con ella, obtener un vehículo para alcanzar la inocencia perdida. Sólo se conserva un tercio de su producción fotográfica, la mitad de la cual se centra en el retrato de niñas –Alexandra Kitchin fue su modelo favorita, mientras que Alice Liddell fue la inspiración para Alicia– lo que ha motivado las más diversas interpretaciones. En 1998, por el centenario de su muerte, el British Council le dedicó una muestra itinerante que desveló, definitivamente, su influencia como fotógrafo para el arte contemporáneo.

Sergey Bratkov. Kharkiv (Ucrania), 1960. El criarse rodeado de la resistencia artística underground del grupo Vremia le inspiró a formar el grupo Fast Reaction, junto con Boris Mikhailov y Sergei Solonski. Su obra está muy influida por estos orígenes en la decadente ciudad industrial de Kharkiv y tiene sus raíces en el realismo soviético. Los retratos de Bratkov de la sociedad rusa contemporánea, protagonizados por obreros, prostitutas, niños, soldados, etc., suelen contar con personajes al borde de la marginalidad. Sus representaciones de la vida cotidiana tras el colapso de la Unión Soviética exponen las gastados clichés ideológicos de la era comunista y el nuevo impulso capitalista del Este. Julia Margaret Cameron. Calcuta, India, 1815-1879, Sri Lanka. A los 48 años, un inusitado regalo cambió su vida: una cámara de fotos. Lo

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Michal Chelbin. Haifa (Israel), 1974. Su obra se centra principalmente en el mundo de los atletas y actores en Ucrania, Europa del Este, Israel e Inglaterra. Los retratos de Chelbin tienen una cualidad ambigua e intrigante, dado que sus protagonistas y las relaciones entre ellos se mantienen enigmáticas. Como sugiere el título de una de sus series más importantes –Strangely Familiar – son inquietantemente familiares: los protagonistas y sus entornos son a la vez ordinarios e incómodos. Su trabajo se caracteriza por un uso suntuoso del color o un empleo sutil del blanco y negro. Strangely Familiar: Acrobats, Athletes and other Traveling Troupes está publicado por Aperture (2010) y The Black Eye está publicado por Twin Palms (2010). www.michalchelbin.com


Julian Germain. Rhodesway School, Bradford, UK. Year 7, Art. December 6th, 2004. Courtesy of the artist.

Julian Germain. Gambela Elementary School, Gambela, Welisso, Ethiopia. Grade 1, Music. October 9th, 2009. Courtesy of the artist.


Rineke Dijkstra. Sittard (Holanda), 1959. Su trabajo, siempre retratos frontales, individuales o en grupo, se centra en personajes que viven momentos de cambio, sobre todo adolescentes y jóvenes. Madres, soldados, escolares, chicos y chicas… Momentos al margen de sus dificultades y preocupaciones cotidianas en los que la artista no busca la anécdota biográfica sino la captación de la intensidad interior y la identidad de los retratados. Los Park Portraits fueron tomados en numerosos parques por todo el mundo: Central Park y Prospect Park en Nueva York, Sefton Park en Liverpool, el Retiro de Madrid, Vondelpark en Ámsterdam y el parque botánico de Amoy en Xiamen, China. Niños de diferentes edades parecen haber hecho una pausa en sus actividades para mirar fijamente a la lente de Dijkstra. Anna Fox. Alton, Hampshire (Reino Unido), 1961. Enseña Fotografía en la University for the Creative Arts at Farnham. Su obra se puede considerar dentro del contexto de la tradición documental británica y la de los nuevos coloristas estadounidenses. Su principal interés es la vida cotidiana, las costumbres y los ritos de su sociedad, que contempla con una visión directa, que no carece de ironía. El trabajo de Fox tiene una base autobiográfica, tratando espacios de su propio hogar, y acontecimientos en torno a su familia y comunidad. Propone desvelar lo que yace detrás de las acciones que conforman la existencia, los objetos, espacios y gestos diarios de las personas. www.annafox.co.uk Julian Germain. Londres (Reino Unido), 1962. Sus Classroom Portraits, una serie de retratos de tendencia analítica en lugar del característico intimismo de su creador, empezaron en escuelas en el Noreste de Inglaterra en 2004, y siguieron el siguiente año por escuelas de todo el Reino Unido. Desde 2005, el archivo ha crecido para incluir escuelas en América del Norte y del Sur, Europa y Oriente Medio. Actúan a modo de registro directo y detallado de la aula y de los alumnos. Al presentar al espectador una variedad de edades, escuelas y países diferentes, la serie provoca una reflexión sobre la pedagogía contemporánea y las distinciones sociales. www.juliangermain.com Emmet Gowin. Danville (EE.UU.), 1941. Estudió Diseño Gráfico en el Richmond Professional Institute y un Máster en Fotografía en la Rhode Island School of Design. En RISD, su tutor Harry Callahan tuvo una gran influencia sobre él. Fueron los retratos íntimos en blanco y negro de su mujer Edith, sus hijos y su círculo familiar más amplio en su hogar en Virginia lo que despertó el interés de la crítica. Más tarde su obra se centró en el paisaje, en especial en las marcas dejadas por las actividades del hombre, vistas a través de la fotografía aérea. Paola de Grenet. Milán (Italia), 1971. Vive y trabaja en Barcelona. La serie Pink Dreams (2008) procura reconectar con la infancia. A sus retratos de niños les concede un aire adulto para subrayar el punto de cruce entre la inocencia y la madurez. La serie mezcla lo fantástico y lo real, creando mundos de ensueño sin artificios ni invenciones. Otras obras han explorado la belleza que se encuentra en retratos de albinos, la vida diaria de los transexuales en Barcelona, y las huellas que los habitantes dejan en sus hogares. www.paoladegrenet.com Lewis Hine. Wisconsin, 1874-1940, Nueva York, EE.UU. Se dedicó a la docencia, colaboró con el National Child Labor Committee y viajó con

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la Cruz Roja por Europa, evolucionando desde un documentalismo aséptico a una fotografía marcada por el subjetivismo y la interpretación personal de la realidad. Su trabajo fue determinante para presionar a las autoridades laborales y mejorar las condiciones de obreros e inmigrantes. Famoso por fotografiar la construcción del Empire State Building, está considerado como autor principal de la fotografía social y documental en Norteamérica, y su influencia en la fotografía de este tipo aún sigue vigente. Gertrude Käsebier. Des Moines, 1852-1934, Nueva York, EE.UU. Estudió pintura en el Pratt Institute, una influencia que se ve en sus fotografías de estilo pictorialista. En 1897 abrió su propio estudio de retratos. El tema principal de su obra era la maternidad, y usó a sus propios hijos, familia y amigos como protagonistas. Stieglitz era un firme defensor de su obra: incluyó sus fotografías en su Camera Notes de 1899 y en el primer número de Camera Work, y Käsebier fue miembro fundadora de su grupo Photo-Secession. La creadora también mostró sus fotografías en las exposiciones de la Philadelphia Photographic Society, y fue una de las primeras mujeres asociadas a la británica Linked Ring. Anastasia Khoroshilova. Moscú (Rusia), 1978. Vive y trabaja en Berlín y Moscú. Su obra fotográfica explora la temática del aislamiento y el desapego, en fríos y objetivos retratos de su país natal. Islanders (2002-05) retrata a jóvenes rusos dentro de numerosas estructuras sociales como gimnasios, clases de ballet, escuelas privadas o una zona militar segregada bajo una administración especial. En Toys (2006), los niños posan junto con su juguete favorito, en retratos naturales y nada sentimentales. Out of Context (2005) es un intento de percibir las “cicatrices internas” dejadas por un evento trágico de la historia rusa contemporánea. Algunas chicas jóvenes que fueron rehenes en el secuestro de la escuela de Beslan en el 2004 –actualmente en tratamiento médico en Alemania–, posan en su indumentaria de vacaciones. Khoroshilova les permite de este modo, como indica el título de su serie, escapar temporalmente de su contexto habitual. www.khoroshilova.net Ingar Krauss. Berlín (Alemania), 1965. Los intensos retratos en blanco y negro de jóvenes alemanes y rusos revelan la transformación y el torbellino emocional que hay bajo la superficie. Krauss se interesa por sus prematuras biografías e intenta mostrar la verdad universal que se puede encontrar en lo personal. Empezó con la fotografía a mediados de los 90, centrándose primero en ruinas arquitectónicas, antes de desviar la atención a su hija y sus amigos a medida que se hacian mayores en Berlín y en el campo cerca de Polonia. Este proyecto se desarrolló más allá cuando hizo conmovedores retratos de niños en la antigua Unión Soviética, en orfanatos, campamentos, y cárceles juveniles. Helen Levitt. Nueva York, EE.UU., 1913-2009. Fotógrafa pionera y muy influyente del género documental, fotografió las calles de Nueva York durante más de 60 años, en su mayor parte en barrios obreros, y más célebremente a los niños jugando en ellas. A finales de los 40 empezó su incursión en el mundo del cine, creando dos aclamados documentales: In the Street y The Quiet One. Su obra temprana fue en blanco y negro, pero a partir de los 60 se convirtió en una experta en del color, y se le concedieron dos becas Guggenheim para trabajar en


el medio. Su primera exposición significante fue en el MoMA en 1943, y su obra en color fue mostrada allí en 1974. Más recientemente, en el 2010, una importante retrospectiva de su obra tuvo lugar en el MUICO de Madrid. Loretta Lux. Dresden (Alemania), 1969. Lux crea retratos surreales de niños. No son individuos específicos sino retratos genéricos que encarnan una idea de la infancia basada en gran medida en la adultez. Prevalece una sensación inquietante: las vestimentas de los niños están pasadas de moda, sus pequeños cuerpos están un poco fuera de proporción. Sus miradas, que a menudo se dirigen de forma directa al espectador, parecen extrañamente cómplices, en lugar de inocentes, y a veces incluso desafían la mirada devuelta del espectador mayor. Con fundamentos significantes en la tradición pictórica, Lux crea un mundo sencillo, de iluminación suave y colores pastel, de pocos contrastes, un mundo sin bordes fuertes o sombras, en el que los niños son protagonistas a regañadientes. www.lorettalux.de Sally Mann. Lexington (EE.UU.), 1951. Su trabajo fotográfico más conocido gira en torno al crecimiento, la infancia y pubertad de sus hijos. Aunque sus series siguientes (Mother Land, Deep South o Last Measure) tratan del paisaje de su tierra natal, los retratos de su familia (Immediate Family), realizados entre los años 80 y 90, han definido su trabajo, y le han valido diversos juicios por atentado a la moral. Entre su amplio curriculum destacan exposiciones en el ICA, Filadelfia, y la Corcoran Gallery of Art, Washington, DC. Sus fotografías forman parte de importantes colecciones tanto públicas como privadas, como el Metropolitan Museum of Art; el Museum of Modern Art; y el Whitney Museum of American Art. Wendy McMurdo. Edinburgo (Reino Unido), 1962. Su obra se centra en las relaciones entre la tecnología y la identidad, y explora el papel de las tecnologías digitales en la construcción de las identidades, especialmente en relación con el mundo psicológico de los niños y los jóvenes. El British Council organizó a mediados de los 90 la extensa itinerancia de su primera muestra individual In a Shaded Place – The Digital and the Uncanny. Su siguiente exposición en el Centro de Fotografía de la Universidad de Salamanca en 1998 dio lugar a la primera publicación monográfica de su obra. Su trabajo has sido incluido en numerosas exposiciones colectivas, como Unheimlich en el Fotomuseum Wintherthur, Scanner, en el CCA Wattis Institute for Contemporary Arts, San Francisco, The Anagrammatical Body – The Body and its Photographic Condition en la Neue Galerie Graz am Landesmuseum Joanneum en Graz, y Only Make Believe – Ways of Playing, comisariada por Marina Warner en Compton Verney, Reino Unido. www.wendymcmurdo.com Ralph Eugene Meatyard. Normal, Illinois, 1925-1972, Lexington, Kentucky, EE.UU. Trabajando fuera del mainstream fotográfico, Meatyard se ganaba la vida como óptico. Se apuntó al Lexington Camera Club en 1954, donde otros dos miembros, Cranston Ritchie y Van Deren Coke, fueron sus mentores. Sus obras más célebres son fotografías en blanco y negro, inusitadas y algo inquietantes, de su vida familiar en Lexington, de sus amigos y vecinos, con suburbios ordinarios o edificios abandonados en el campo como telones de fondo. Atrezo, como máscaras y muñecas tienen un gran protagonismo.

Meatyard fue además un gran experimentador con la técnica fotográfica, y empleó exposiciones múltiples, borrosidad de movimiento y lo que llamaba imágenes “sin-foco”. Hellen van Meene. Alkmaar (Holanda), 1972. Vive y trabaja en Alkmaar. Van Meene es uno de ejemplos más destacados de la renovación y el poder de la fotográfica contemporánea holandesa. Su obra se centra en retratar de niñas y chicas adolescentes inmersas en un proceso de crecimiento y transformación, que reflejan una sensación de soledad y aislamiento característica del tema. La artista se centra de forma muy intensa en el detalle, como la textura de la piel, emplea colores suntuosos, una suave luz natural, y proporciona así a sus imágenes una cualidad pictórica. www.hellenvanmeene.com Catherine Opie. Ohio (EE.UU.), 1961. Sus fotografías de miembros de la comunidad lesbiana de Los Ángeles, presentadas por primera vez en la Bienal del Whitney de 1991, fueron celebradas por el público por su fuerza, su dignidad y su silenciosa belleza. Desde entonces, la artista ha seguido incidiendo en esa reconsideración del lesbianismo, con retratos directos, de gran tamaño, que reflejan el deseo de esa comunidad de inscribirse en una normalización pública. Los modelos de sus Children Portraits, con sus expresiones serias, parecen comunicar una experiencia más allá de su edad. La ambigüedad que caracteriza a su trabajo se manifiesta también aquí. Nelli Palomäki. Forssa (Finlandia), 1981. Vive y trabaja en Helsinki. Su serie Elsa and Viola se compone de directos retratos en blanco y negro, de una sencillez engañosa, donde los protagonistas están fotografiados contra un fondo oscuro con un fuerte claroscuro o sentados en un interior vacío o paisaje exterior. Los títulos especifican el nombre de la persona y su edad. Contienen una honestidad abierta, una mirada que apunta a una cercana conexión entre la fotógrafa y lo fotografiado, que tiene como resultado imponentes retratos memorables. www.nellipalomaki.com Nicholas Prior. Nueva York (USA), 1966. Tiene un máster en fotografía por la School of Visual Arts de Nueva York, donde actualmente enseña. Su serie Age of Man explora el tema de la infancia como construcción social en continua vía de evolución y encuentra su inspiración en el concepto de Freud sobre lo siniestro, en particular en la idea de que un adulto no puede contemplar la infancia como niño, la consecuencia de lo cual es una brecha inabarcable entre ambos. En otras series Prior reflexiona sobre la veracidad de la imagen fotográfica, y juega con la realidad y la ficción. www.nicholasprior.com Clare Richardson. Londres (Reino Unido), 1973. Se interesa principalmente por las comunidades que se encuentran a las afueras de la sociedad mainstream, que parecen pertenecer a otro tiempo, lugar e ideología. Harlemville es una serie dedicada a una pequeña comunidad rural en el norte de los EE.UU. en la que se cría a los niños según los principios del filósofo austriaco Rudolf Steiner. Se fomenta la libertad de expresión, la creatividad y el juego, además del uso de la imaginación, como base del desarrollo infantil, especialmente entre las edades de tres y diez años, cuando los niños son de lo más desinhibido. La comunidad aboga por un estilo de vida acorde con la naturaleza, alejado de influencias externas como son los medios de comunicación. Las fotografías de estos preadolescentes jugando en el exterior

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evocan una sensación de inocencia optimista, una sensación de nostalgia por un idilio raramente percibido en la vida moderna. Jacob A. Riis. Ribe, Dinamarca, 1849-1914, Nueva York, EE.UU. Emigró a Nueva York en 1870 y trabajó como obrero itinerante antes de dedicarse al periodismo. Entre 1877 y 1890 Riis fue empleado como reportero policíaco para el New York Tribune. Horripilado por las condiciones de vida que encontró en la ciudad, las denunció a través de su escritura, y comenzó a tomar fotografías para acompañar sus artículos. Su libro, How the Other Half Lives (1890), una puesta en evidencia de las condiciones precarias de los barrios pobres, fue muy influyente en el movimiento para la reforma sanitaria. Aunque él mismo calificaba su obra fotográfica como un mero complemento a sus textos, Riis está hoy en día considerado como un importante predecesor de documentalistas sociales como Lewis Hine y Dorothea Lange. Lovisa Ringborg. Linköping (Suecia), 1979. La influencia de haber estudiado pintura sobre en obra fotográfica es más que evidente, en los colores y las texturas, e incluso en las referencias a artistas flamencos y barrocos. La infancia es uno de los temas principales de su obra: sitúa a modelos infantiles en escenografías ficticias y manipula digitalmente las imágenes para crear símbolos genéricos o signos en lugar de retratos de individuos específicos. Explora la complejidad que se encuentra en la niñez, el lado –a menudo no reconocido– siniestro o cruel del niño. La fantasía y la realidad se fusionan para generar un nuevo espacio alternativo para la existencia infantil, en la que se disuelven las fronteras entre adulto, niño, sueño y veracidad. www.lovisaringborg.se Alessandra Sanguinetti. Nueva York (EE.UU.), 1968. Su trabajo se centra en las relaciones entre las personas, y entre estas relaciones imaginarias y la realidad de una vida tan dura como la del campo argentino. Ha representado el ciclo de la vida y la muerte de los animales de granja en su serie On the Sixth Day, y ha explorado la vida, sueños y confrontación con la realidad de dos niñas en The Adventures of Guille and Beli, que continuó unos años más tarde en The Life that Came. Sweet Expectations es una serie de fotografías en blanco y negro de niños que se acercan a la pubertad y tienen que enfrentarse a la idea de la vida adulta. www.alessandrasanguinetti.com Vee Speers. Newcastle, New South Wales (Australia), 1962. Después de estudiar Bellas Artes y Fotografía en el Queensland College of Art, Speers trabajó en publicidad haciendo fotos de actores y celebridades. Su traslado a París en los años 90 le llevó a centrarse en proyectos más personales, como la serie dedicada a las drag queens detrás de las bambalinas en cabarets, o Bordello, The Art of Seduction, inspirada en las imágenes de Brassai de la vida nocturna. En The Birthday Party, Speers crea intrigantes retratos individuales de los invitados jóvenes a una fiesta de disfraces imaginaria, donde un juego entre la inocencia de la infancia y la experiencia adulta, entre la eternidad de la juventud y la inmediatez de la muerte genera imágenes siniestras: los niños posan como un ángel oscuro, como novia sujetando un ramo muerto, como antidisturbios armado con una katana, o como una cantante

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pop aguantando a una liebre flácida. www.veespeers.com Amy Stein. Washington DC (EE.UU.), 1970. Su obra explora nuestra relación de aislamiento con la comunidad, la cultura y el entorno que nos rodea, y la a menudo relación ambigua entre ellos. Entre sus series se incluye Domesticated que representa el encuentro entre humanos y animales salvajes extraviados en el entorno urbano, y Stranded en la que fotografías de conductores cuyo coche se ha averiado actúan a modo de símbolo del destino y del derrumbe de los ideales. Halloween in Harlem se compone de retratos de niños disfrazados en las calles más allá de la calle 110º, una carretera que divide el conocido barrio y Central Park. www.amysteinphoto.com Christer Strömholm. Estocolmo (Suecia), 1918–2002. Maestro de la fotografía de calle, fue uno de los fotógrafos suecos más influyentes del siglo XX. Descubrió las posibilidades de la fotografía como medio de expresión mientras estudiaba en la parisina L’École des Beaux Arts a finales de los años 40. Sus imágenes de esta época son fuertes composiciones en blanco y negro de paredes, sombras y entornos minimalistas. Hizo retratos de artistas célebres y autorretratos íntimos. En 1949 fue miembro del grupo Fotoform liderado por Otto Steinert. Durante sus estancias en París en los años 50 y 60 desarrolló un estilo de fotografía de calle personal e íntima y creó sus famosos retratos de los transexuales de la Place Blanche. Viajó considerablemente: a Japón, India, EE.UU., y África. De 1962 a 1974 fue director de la Fotoskolan en Estocolmo, donde fue una gran inspiración para una generación posterior de fotógrafos escandinavos. www.stromholm.com Miguel Trillo. Jimena, Cádiz (España), 1953. Desde los años 70 retrata a adolescentes dentro de un entorno musical (conciertos de rock, fiestas en discotecas). En sus inicios, estos jóvenes pertenecían a su ámbito familiar y a sus amistades (Málaga, Sevilla). En los años 80, en Madrid, convierte a los personajes anónimos de la Movida en su objetivo primordial. Su obra se define entre el documento de una época, la catalogación de grupos y bandas urbanas y la pasión por unos personajes en continua transformación. Sus últimos trabajos, siempre en torno a jóvenes, realizan un suave giro hacia un encuentro más individual de los adolescentes en un entorno más personal y menos sujeto a catalogaciones formales. Los niños se han “colado” en las distintas series que ha ido realizando, y casi todos parecen desvelar un ansia por pertenecer al estatus juvenil. Tereza Vlcková. Republica Checa, 1983. En su obra Vlcková considera lo fácil que resulta cambiar la realidad: de reemplazar la realidad por la ficción, y viceversa, o crear una persona totalmente nueva, no sólo otra personalidad. Vlcková considera que todos tenemos un alter ego, aquel Otro que llevamos dentro, o ese alguien vinculado física y mentalmente con nosotros: nuestro gemelo… Two procura debilitar el papel establecido del niño asociado con las cualidades características como el encanto, la alegría, y lo infantil, y señalar la personalidad individual de cada gemelo. Sus fotografías han sido inspiradas por la pintura clásica, imágenes religiosas y películas. www.terezavlckova.com


Julian Germain. Escola Estadual Francisca Josima, Sipo, Minas Gerais, Brazil. Series 4, Geography. November 18th, 2005.

Julian Germain. Al Meethaq School, Manakha, Yemen. Year 2 Primary, Science Revision. May 14th, 2007. Courtesy of the artist.


Index of Artists

Pedro Álvarez. Bilbao (Spain), 1972. Swimathon 2009 took place in over 500 pools across the UK where thousands of people participated in raising money for Marie Curie Cancer Care and The Swimathon Foundation. A whole range of ages participated and challenged themselves to the limits of their capabilities and beyond. In Alvarez’s beautiful and sensitive portraits of the children who took part, it is their overwhelming sense of achievement and exhaustion that is most apparent. Other projects explore the human condition and the dialectic between man and nature. www.peyo.co.uk Roger Ballen. New York (USA), 1950. Lives and works in Johannesburg. Having trained as a geologist, Ballen began documenting South African villages, moving on to photograph their inhabitants in the late 80s. Recent series include Boarding House and Shadow Chamber, black-and-white images where the boundaries between documentary photography and Fine Art mediums are blurred, as is the line between fact and fiction. In Ballen’s work the “significant moment” captured by photography is revised and turned into a timeless expanse. Highly textured photographs show ambiguous spaces containing idiosyncratic combinations of walls and objects which have been drawn on, sculptural refuse, and animals, often held captive by people or encased in drawers and boxes. www.rogerballen.com Sergey Bratkov. Kharkiv (Ukraine), 1960. Growing up around the artistic resistance of the underground Vremia Group his hometown inspired Bratkov to form the Fast Reaction Group together with Boris Mikhailov and Sergei Solonski. His work is strongly influenced by these origins in the deprived industrial town of Kharkiv and has its roots in Soviet Realism. His portrayals of the collectives of contemporary Russian society through portraits of individuals are protagonised by labourers, prostitutes, children, soldiers, etc., usually characters on the side of marginalisation which transcend the commonplace. His portrayals of everyday life since the collapse of the Soviet Union expose the worn out ideological clichés of the Soviet era and the East’s new capitalist drive.

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Julia Margaret Cameron. Calcutta, India, 1815 – 1879, Sri Lanka. At the age of 48 an unusual gift changed her life: a camera. What began as a pastime soon became a full-time occupation. Her photographs, mostly portraits and allegories, did not follow the conventions of the time: Cameron was not interested in technical perfection (nor was this easy to achieve, for she was self-taught) or veracity of detail, but instead strove to capture the essence of her subjects, their emotions and personalities. She thus created a new type of photographic truth. She is now considered to be one of the greatest Victorian photographers. Lewis Carroll. Daresbury, Cheshire, 1832 – 1898, Guildford, Surrey, UK. In 1856 Charles Lutwidge Dodgson (the author’s real name) took up photography and, despite the fact that he is known worldwide as the writer of the work Alice in Wonderland (published in 1865), he is now considered to be one of the most influential Victorian photographers. To Carroll, photography was a medium with which to trap beauty and thus obtain a vehicle through which to reach lost innocence. Only a third of his photographic production is conserved and half of this work consists of portraits of little girls – Alexandra Kitchin was his favourite model, while Alice Liddell was the inspiration for Alice – which has given rise to the most diverse interpretations. In 1998, on the centennial of his death, the British Council devoted a travelling show to his work, definitively revealing the way in which his photography influenced contemporary art. Michal Chelbin. Haifa (Israel), 1974. Her work has principally focused on the world of athletes and performers from the Ukraine, Eastern Europe, Israel, and England. Chelbin’s portraits have an intriguing, ambiguous quality, as her subjects and the relationships between them remain enigmatic. As the title of one of her most important series suggests, they are Strangely Familiar: the protagonists and their surroundings are at the same time ordinary and uncanny. Her work is characterised by a sumptuous use of colour or a nuanced use of black-and-white. Strangely Familiar: Acrobats, Athletes and other Traveling Troupes is published by Aperture (2008)


Amy Stein. (Untitled), Powerpuffs, 2005. Halloween in Harlem series. Courtesy of the artist.


and The Black Eye is published by Twin Palms (2010). www.michalchelbin.com Rineke Dijkstra. Sittard (Netherlands), 1959. Her work, always frontal portraits, of individuals and groups, focuses on people who are going through periods of change, especially adolescents and youths. Mothers, soldiers, schoolchildren, boys and girls… Moments outside their everyday difficulties and worries at which the artist does not seek the biographical anecdote but to capture the inner intensity and identity of those portrayed. Park Portraits were taken on location at various parks around the world: Central and Prospect Parks in New York, Sefton Park in Liverpool, El Retiro in Madrid, Vondelpark in Amsterdam and Amoy Botanical Garden in Xiamen, China. Children of a variety of ages seem to have halted the activity they were undertaking in order to stare into Dijkstra’s lens. Anna Fox. Alton, Hampshire (UK), 1961. Professor of Photography at University for the Creative Arts at Farnham. Her work can be considered within the context of the British documentary tradition and that of the U.S. New Colourists. Her primary focus is on everyday life, the customs and rites of her society, which she considers with a direct gaze, not lacking in irony. Fox’s work has an autobiographical basis, dealing with spaces in her own home, and events within her own family and wider community. She aims to reveal what lies behind the actions which make up people’s daily existence, the objects, spaces, gestures. www.annafox.co.uk Julian Germain. London (UK), 1962. His Classroom Portraits, an ongoing series of portraits which are analytical rather characteristically intimate, began in schools in North East England in 2004 and was extended to schools throughout the UK the following year. Since 2005 the archive has grown to include schools from North and South America, Europe and the Middle East. They act as a straightforward and detailed record of the classroom and the pupils. By presenting the viewer with a variety of different ages, schools and countries, the series provokes reflection on contemporary pedagogy and social distinctions. www.juliangermain.com Emmet Gowin. Danville (USA), 1941. He studied Graphic Design at Richmond Professional Institute, and then an MFA in Photography at the Rhode Island School of Design. At RISD, it was his tutor Harry Callahan who was to become one of his greatest influences. It was his intimate black-and white-portraits of his wife Edith, their children and wider family circle in their home in Virginia that brought him critical attention. Later work has focused more on landscape, particularly the marks on it by the activities of man, seen through aerial photography. Paola de Grenet. Milan (Italy), 1971. Lives and works in Barcelona. The series Pink Dreams (2008) is an attempt to reconnect with childhood. Her portraits of children confer them with adult airs in order to highlight that crossing point between innocence and maturity. The series mixes the fantastic and the real, creating dreamlike worlds without artefacts or inventions. Other works have explored the beauty to be found in portraits of albinos, the daily life of transsexuals living in Barcelona, and the traces inhabitants leave on their home. www.paoladegrenet.com

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Lewis Hine. Wisconsin, 1874 – 1940, New York, USA. He was a teacher, collaborated with the National Child Labor Committee and travelled around Europe for the Red Cross. His photography evolved from an aseptic documentary style to pictures that were markedly subjective, embodying personal interpretations of reality. His work was a determining factor for pressuring labour authorities and improving the conditions of workers and immigrants. Famous for photographing the construction of the Empire State Building, he is considered a major author of social and documentary photography in the United States, and his influence on this genre is still significant. Gertrude Käsebier. Des Moines, 1852 – 1934, New York, USA. She studied Painting at the Pratt Institute, the influence of which is apparent on her photographs which are in the Pictorialist style. In 1897 she opened a portrait studio. The main theme of her personal work was motherhood, and she used her own children, family and friends as her subjects. Stieglitz was a great supporter of her work: he included her photographs in his 1899 Camera Notes and the first issue of Camera Work, and she was a founding member of his PhotoSecession group. Käsebier also showed her photographs in the Philadelphia Photographic Society exhibitions, and was one of the first women to be elected to the British Linked Ring. Anastasia Khoroshilova. Moscow (Russia), 1978. Lives and works in Berlin and Moscow. Her photographic work looks at the themes of isolation and disaffection, in cool, objective portraits of her native country. Islanders (2002-05) depicts young Russians within various social structures, such as gyms, ballet classes, private schools or a segregated military area under special administration. In Toys (2006), children pose with their favourite game, in matter-of-fact, unsentimental portraits. Out of Context (2005) is an attempt to perceive the “inner scars” left by a tragic event of contemporary Russian history. Khoroshilova’s photographs of young girls who had been taken hostage in the Beslan school siege and were currently receiving medical treatment in Germany, are, as the title of the series indicates, temporarily allowed to escape their habitual context, posing in their holiday clothes. www.khoroshilova.net Ingar Krauss. Berlin (Germany), 1965. Intense black-and-white portraits of youths in Germany and Russia reveal the transformation and emotional turmoil that lie just below the surface. Krauss is interested in their premature biography and aims to show the universal truth that can be found in the personal. Krauss began to take photographs in the mid-90s, focusing first on architectural ruins, before turning his attention to his daughter and her friends as they grew up in Berlin and the countryside near Poland. This project was developed further when he made haunting portraits of children in the former Soviet Union, in orphanages, juvenile prisons and camps. Helen Levitt. New York, USA, 1913-2009. A pioneering and highly influential street photographer, Levitt spent over 60 years documenting New York. She took photographs mainly in working class neighbourhoods, most famously of children at play. In the late 40s she began her incursion into film making, creating two acclaimed documentary films, In the Street and The Quiet One. Her early work was in black-and-white, but from the 60s onwards, she became an


Amy Stein. (Untitled), Powerpuffs, 2005. Halloween in Harlem series. Courtesy of the artist.


expert in the use of colour photography, and was awarded two Guggenheim grants to work in the medium. Her first major museum exhibition was held at the MoMA in 1943, and her colour work was shown there in 1974. More recently, in 2010, an important retrospective of her work was shown at Madrid’s MUICO. Loretta Lux. Dresden (Germany), 1969. Lux creates surreal digital portraits of children, not of specific individuals, but generic portraits, which embody an idea of childhood which is based very much on adulthood. A sense of the uncanny prevails: the children’s clothes are slightly old-fashioned, their small bodies are ever so slightly out of proportion. Their gaze, which is often directed straightforwardly at the viewer, seems strangely knowing, rather than innocent, at times even defiant to the returning gaze of the adult viewer. Strongly based in a painterly tradition, Lux creates a plain world of soft lighting and pastel colours, a world of little contrast, without sharp edges or shadows, in which children are the reluctant protagonists. www.lorettalux.de Sally Mann. Lexington (USA), 1951. Her best-known work depicts the growth, childhood and puberty of her children. Though her later series (Mother Land, Deep South and Last Measure) focus on the landscape of her homeland, her family portraits (Immediate Family) made during the 80s and 90s, have defined her work, and caused her several court cases for accusations of affronting morality. She has been the subject of major exhibitions at the ICA, Philadelphia, and the Corcoran Gallery of Art, Washington, DC. Her photographs can be found in many public and private collections, including the Metropolitan Museum of Art; the Museum of Modern Art; and the Whitney Museum of American Art. Wendy McMurdo. Edinburgh (UK), 1962. Her work centres on the relationship between technology and identity, and explores the role digital technologies play in the construction of that identity, particularly in relation to the psychological world of children and young people. Her first solo show In a Shaded Place – The Digital and the Uncanny was toured extensively by The British Council in the mid-90s. Her subsequent exhibition at the Centro de Fotografía Universidad de Salamanca in 1998 resulted in the publication of the first monograph on her work. She has been included in numerous group shows, including Unheimlich at the Fotomuseum, Scanner, at the CCA Wattis, San Francisco, The Anagrammatical Body – The Body and its Photographic Condition at the Neue Galerie Graz am Landesmuseum Joanneum, and Only Make Believe – Ways of Playing, curated by Marina Warner at Compton Verney, UK. www.wendymcmurdo.com Ralph Eugene Meatyard. Normal, Illinois, 1925-1972, Lexington, Kentucky, USA. Working outside of the photographic mainstream, Meatyard made his living as an optician. He joined the Lexington Camera Club in 1954, were two other members, Cranston Ritchie and Van Deren Coke, where to act as mentors. His best known images are original, sharp and somewhat disturbing black-and-white photographs of his family life in Lexington, with cameo roles played by friends and neighbours, the backdrop provided by ordinary suburbia, or abandoned buildings in the countryside. Props, such as

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masks and dolls feature prominently. Meatyard also was a great experimenter with photographic techniques, using multiple exposures, motion blur and what he called “no-focus” imagery. Hellen van Meene. Alkmaar (Netherland), 1972. The artist lives and works in Alkmaar. She is one of the most outstanding examples of the renewal and power of contemporary Dutch photography. Her photographs deal with young girls and female adolescents immersed in a process of growth and transformation, and reflect a feeling of solitude and isolation which is characteristic of these kind of subjects. She focuses intensely on details, such as the texture of skin, using sumptuous colours and soft, natural lighting, endowing her images a painterly quality. www.hellenvanmeene.com Catherine Opie. Ohio (USA), 1961. Her photographs of the fetishist lesbian community of Los Angeles, presented for the first time at the 1991 Whitney Biennial, were lauded by viewers for their forcefulness, dignity and silent beauty. Since then, the artist has continued to approach that reconsideration of lesbianism with direct portraits in large dimensions that reflect the desire of that community to publicly normalise their situation. The sitters of her Children Portraits, with their serious expressions, seem to project a wisdom beyond their age. The ambiguities which informs many of her other series is also manifest here. Nelli Palomäki. Forssa (Finland), 1981. Lives and works in Helsinki. Her series Elsa and Viola comprises deceptively straightforward square format, black-and-white portraits with her subjects photographed frontally against a dark background with strong chiaroscuro, or seated in a plain interior or exterior landscape. The titles comprise the subject’s name and age. They contain a straightforward honesty, a gaze which denotes a connection between the photographed and the photographer, which result in memorably beautiful portraits. www.nellipalomaki.com Nicholas Prior. New York (USA), 1966. He holds an MFA in Photography from the School of Visual Arts in New York, where he currently teaches. His series Age of Man explores the subject of childhood as an evolving social construction and is inspired by Freud’s concept of the uncanny, in particular the idea that an adult cannot look back on childhood as a child, the consequence of which is an unbreachable gulf between adults and children. Other series look at the veracity of the photographic images, and plays between fiction and truth. www.nicholasprior.com Clare Richardson. London (UK), 1973. Her principle concern is with communities on the outskirts of mainstream society, who seem to belong to another time, place, and ideology. Harlemville is a series devoted to a small rural community in North America in which children are brought up according to the principles of the Austrian philosopher, Rudolf Steiner. Freedom of expression, creativity and play are encouraged, as is the use of the imagination, as the basis of a child’s development, particularly between the ages of three and ten, when children are at their most uninhibited. The community advocates a back-to-nature lifestyle, and exclusion from outside influences such as the media. Richardson’s photographs of pre-teens


at play outdoors evoke an optimistic sense of innocence, a sense of nostalgia for an idyll rarely perceived in contemporary life. Jacob A. Riis. Ribe, Denmark, 1849 – 1914, New York, USA. He emigrated to New York in 1870 and worked as an itinerant labourer before turning to journalism. From 1877 to 1890 Riis worked as a police reporter for the New York Tribune. Horrified by the living conditions he encountered in the city, he denounced them through his writing, and began to take photographs to accompany his articles. His book, How the Other Half Lives (1890), an exposé of the squalid conditions of New York tenement slums, was highly influential in the sanitary reform movement. Although at the time he viewed his photography work as a mere accompaniment to his writing, he is now seen as an important predecessor to social documentarians like Lewis Hine and Dorothea Lange. Lovisa Ringborg. Linköping (Sweden), 1979. The influence of Ringborg’s early training as a painter is evident in her work, in the colour and textures of her photographs, as well as in the references to Flemish and Baroque artists. Childhood is one of the principal themes of her work: she uses child models in fictional settings and digitally manipulates the images to create generic symbols or signs rather than portraits of specific individuals. She explores the complexity found within childhood, the darker, often unacknowledged sinister or cruel side of the child. Fantasy and reality are merged to generate a new alternative space for childhood existence, where the borders between adult, child, dream and veracity are dissolved. www.lovisaringborg.se Alessandra Sanguinetti. New York (USA), 1968. Her work focuses on personal relationships and the link between the imagination and the hard life of the Argentine countryside of her youth. She has depicted the cycle of life and death of farm animals in her series On the Sixth Day, and has explored the life, dreams and the confrontation with reality of two young girls in The Adventures of Guille and Beli, which she followed up on several years later in The Life that Came. Sweet Expectations is a series of black-and-white photographs of children as they approach puberty and face the prospect of adulthood. www.alessandrasanguinetti.com Vee Speers. Newcastle, New South Wales (Australia), 1962. Having studied Fine Art and Photography at the Queensland College of Art, Speers worked in advertising taking portraits of actors and celebrities. Her move to Paris in the early 90s inspired her to focus more on personal projects, such as a series devoted to drag queens behind the scenes at cabarets, or Bordello, The Art of Seduction, inspired by Brassai’s images of 1920s nightlife. In The Birthday Party, Speers creates intriguing three-quarter length individual portraits of the young guests at an imaginary fancy-dress party, where the play between the innocence of childhood and the knowing adult, between the eternity of youth and the immediacy of death, makes for uncanny imagery, as the children pose as a dark angel or a bride with a dead bouquet, as a riot policeman kitted out with a katana or a pop star holding a limp hare. www.veespeers.com

Amy Stein. Washington DC (USA), 1970. Her work explores our evolving isolation from community, culture and the environment, and the often ambiguous relationship between them. Series include Domesticated which depicts the encounter between humans and wild animals which stray into urban environments, and Stranded in which photographs of motorists whose car had broken down act as a symbol of destiny and as a literal representation of the personal breakdowns on the road to that promise. Halloween in Harlem features portraits of children in their fancy dress costumes out on the streets above 110th, a road which divides the famous neighbourhood and Central Park. www.amysteinphoto.com Christer Strömholm. Stockholm (Sweden), 1918 – 2002. A master of street photography, he was one of Sweden’s most influential 20th century photographers. He discovered the possibilities of photography as a means of expression while studying at Paris’ L’École des Beaux Arts in the late 40s. His photographs from this period are strong black-and-white compositions featuring walls, shadows and minimalist settings. He took portraits of artist celebrities, and personal self-portraits. He joined the Fotoform group led by Otto Steinert in 1949. During his sojourns in Paris in the 1950s and 60s, he developed an intimate style of street photography, and produced his famous portraits of transsexuals at Place Blanche. He travelled extensively, to Japan, India, the USA and Africa. From 1962 to 1974 he was the Director of Fotoskolan in Stockholm, where he proved to be a strong inspiration on a future generation of Scandinavian photographers. www.stromholm.com Miguel Trillo. Jimena, Cádiz (Spain), 1953. Since the 1970s he has depicted teenagers at rock concerts, discos, etc., initially from his family circle and his group of friends from Malaga and Seville. In the 1980s he moved to Madrid to photograph anonymous characters from the “movida madrileña”: the awakening of a group of artists to modern culture. Trillo’s work can be defined as a combination of the documentation of a certain period, the catalogue of urban bands, and the passion for characters in continuous metamorphosis. Later work shows a tendency towards a more individual encounter with adolescents in a more personal environment. These photographs seem to avoid a formal, cataloguing style. Children have repeatedly featured throughout his work, and all seem to reveal a common desire to be taken seriously, as grown-ups. Tereza Vlcková. Czech Republic, 1983. In her work Vlcková considers how easy it is to change reality: to replace the reality with fiction and vice versa, or to create a new person entirely, not just a personality... Vlcková considers that we all have an alter ego, an Other carried “within” or somebody affiliated with us both physically and mentally: our twin…Two aims to undermine the established role of a child associated with characteristic qualities such as loveliness, playfulness and childishness, and to point out each twin’s individual personality. The photographs of twins in Two have been freely inspired by classical painting, religious images and films. www.terezavlckova.com


Amy Stein. (Untitled), Spiderman, 2005. Halloween in Harlem series. Courtesy of the artist.


Amy Stein. (Untitled), Hulk, 2005. Halloween in Harlem series. Courtesy of the artist.














PROGRAMA DE EXPOSICIONES PARA EL 40º ANIVERSARIO

2010 8 de Abril

Heimo Zobernig

18 de Mayo

Richard Hamilton

24 de Junio

Mike Kelley + Martin Kippenberger

14 de Septiembre

Sol Lewitt

20 de Octubre

Alberto García Alix + M. A. Campano

16 de Noviembre

Eduardo Chillida

16 de Diciembre

Georg Herold + Dora García

2011 14 de Enero

Rogelio López Cuenca + Markus Oehlen + C.García Rodero

12 de Febrero

Franz West + Wolfgang Tillmans

10 de Marzo

JÓVENES ARTISTAS DE LA GALERÍA Eric Baudelaire Jonas Dahlberg Sandra Gamarra Carmela García Pierre Gonnord Federico Herrero Cristina Lucas Fernando Sánchez Castillo

7 de Abril

Albert Oehlen + Joseph Kosuth

10 de Mayo

Jiri Dokoupil + Jordi Colomer

3 de Junio

SEVILLANOS CON LOS CUALES ABRÍ LA GALERÍA Juan Suárez José Ramón Sierra Gerardo Delgado José Soto Carmen Laffón Francisco Molina

3 de Julio

Miroslaw Balka + Tania Bruguera Madrid, 2010

barquillo 44, 28004 madrid. España. T: 34-913105561; fax: 34-913195286. e-mail: aizpuru@juanadeaizpuru.es



NOVEDAD 4ª EDICIÓN

Especialista Universitario en Historia de la Fotografía en España 30 CRÉDITOS ECTS (Inicio enero 2011)

INFORMACIÓN ACADEMICA: Tere López. Horario de atención: de 9 a 14 h. (de lunes a viernes), y de 16 a 19 h. (martes y jueves). Tel: 96 387 76 90. E-mail: mlcarnic@upvnet.upv.es / jbenllo@har.upv.es

www.masterfotografia.es





EXIT

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Febrero / Marzo / Abril 2011 February / March / April 2011

Otros paisajes / Other Landscapes

Stephen Shore. U.S. 97, South of Klamath Falls, Oregon. July 21, 1973.


E X I T Imagen y Cultura / Image & Culture Revista trimestral / Quarterly Magazine • Año 10 - #40 Noviembre / Diciembre 2010 / Enero 2011 • PVP España: 25 Euros


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