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Golosinas de Antaño

A la memoria de ese Gran Señor que supo siempre ser Armando Olivares Carrillo, dedico este modestísimo trabajo con admiración y respeto.

Josefina Z. Vda. de ROMERO

No sé por qué razón, al comenzar a escribir estos renglones, viene a mi mente aquella parte del romance de Jorge Manrique a la muerte de su padre Don Rodrigo que dice:

¿Que se hizo el Rey Don Juan? Los Infantes de Aragón ¿qué se hicieron? Que fue de tanto galán, ¿Qué fue de tanta invención como truxeron?

Tal vez porque, al repasar en mis recuerdos, lamenté que se hayan perdido todas aquellas costumbres que hicieron de mi niñez una edad feliz, a cuya dicha contribuyeron en gran parte las variadísimas golosinas que por entonces se vendían en Guanajuato, o bien se confeccionaban en nuestras casas como algo obligado y tradicional.

¡Cómo saboreo todavía aquel exquisito postre de leche que hacía mi abuelita! Y los buñuelos mojados en miel de azúcar con sabor de vainilla, salpicados de roja grajea y que le dieron tanta fama a mi madre. Y qué decir de aquellos ates de perón y de membrillo que en diferentes figuras (leones, perros, canastas, etc.) se guardaban en las alacenas de un año para otro. La capirotada, las torrejas, el arroz con leche, la cajeta de camote y guayaba, las conservas de distintas frutas que según la época, era de rigor se sirvieran después de la comida o a la hora de la merienda, acompañando aquel sabroso chocolate molido en casa, y los panecitos también caseros, o procedentes de la panadería de Don Pancho Romero que eran verda- deros pastelillos: rosquitas de manteca, campechanas, colchones, ladrillos y tantos otros.

Interminable sería la lista de todas aquellas golosinas que fueron nuestras delicias, en una edad en que más que la comida, nos llamaban la atención los dulces, la fruta y los antojitos. Baste recordar algunas: la fruta de horno, los tostaditos y suspiros de La Presa, los puerquitos, los mamones, los pasteles de olla de Mellado, las brillantes pastillas de gota de diversos colores y sabores, las botellitas de azúcar con licor, las varitas y coronitas de azúcar, las bolitas de caramelo, también de sabores así como las charamuscas “corriosas”, las trompadas, las sabrosas pepitorias de semilla, de cacahuate y de pingüica, los muéganos, el ponteduro y el pinole, los pirulís y pastillas de tamarindo; el algodón de azúcar y el “buen turrón de almendra” que todas las tardes voceaba Chencho Rodríguez, junto con el pan de huevo, (que sí tenía huevo) sobre todo el de queso calientito y esponjado; las maravillas de panquecitos de las señoritas Barrera los cuales vendía Cleto, aquel que, cuando le pedían fiado contestaba “fiar sólo en Dios”; borrachitos, suspiros de monja, huevitos de faltriquera y mil cosas más. Aquellas gorditas de regalo que se deshacían en la boca y las otras de manteca saladitas; las famosas gorditas de cuajada, riquísimas, los dulces cubiertos, las pastas de almendra, los jamoncillos y las cocadas de leche, de fama en todo el país; el cuero de membrillo, de perón y de durazno que vendían Don Pancho y Rosita la zapatera, con el alfajor de coco de agua y la fruta pasada traída de San Juan de los Lagos; los sabrosos merengues del Tarandarí; en fin, hasta aquellas curiosas hormigas mieleras que vendían por docena en unas cajitas de papel y que tenían en la pancita un globito transparente, como una gran perla de éter, que nos reventábamos en la boca para saborear una miel perfumada, olorosa a yerba fresca serrana.

Y en cuanto a antojitos, allí estaban el pollo del Puertecito y el de “Per- feta” en Los Ángeles; las enchiladas de comal por todas partes, las quesadillitas de San Fernando con su relleno de picadillo, de sesos, de papa con cebolla y de chile con queso: los relojitos del “Nino’ , con el que siempre estaban endrogados los estudiantes del Colegio del Estado y quien, para cobrarles, les decía: “Nino, acentavízame o te agendarmízo”; los ricos tamales cernidos, los buñuelos “humildes y soberbios” con su correspondiente atole prieto; los chicharrones y carnitas calientitos que gritaba un vendedor “aquí están los de puerco y puerca”; la longaniza que hacía Don Concho Silva tan bien condimentada que cuando se freía a todo el vecindario se le hacía agua la boca, etc., etc. Debo advertir que en este aspecto no era mucha la variedad, primero, porque en aquella época era mal visto comer en la calle y por otra parte las amas de casa tenían a orgullo el saber cocinar espléndidamente.

En fin, echo de menos aquello que ha ido desapareciendo, ahora sustituido y no con ventaja: las mexicanísimas tortas y tostadas por los sandwiches y hotdogs; las aguas frescas hechas con la auténtica fruta por los apochados refrescos Coca-Cola, OrangeCrush, Ginger-Ale, etc. Da tristeza que se vayan perdiendo tantas costumbres tradicionales, que daban un sabor especial a la provincia y que constituían hogares sólidos, exentos de rebeldes sin causa y de jugadoras de canasta uruguaya.

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