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Cuenta la leyenda que las personas que llegan a vivir a Guanajuato no pueden irse
Paulina Mendoza
Yo estoy convencida que el lugar donde naces te determina para siempre. Que hay lugares que te condenan.
Leila Guerriero
Si alguien me pregunta sobre el tiempo, yo me quedé en 2019. Cuando veo la fecha y el año en el que estamos ahora me sorprendo muchísimo porque además, ya son cuatro años de distancia de aquel marzo caluroso de 2019 en el que estaba en Guanajuato preparándome para el Día de las Flores y la llegada de la primavera. Quizá a muchas personas se nos detuvo el reloj en ese año y pienso en ese momento porque cumplí 15 años viviendo en Guanajuato capital. En dicho año comencé a plantearme la idea de mudarme a otro lugar, sentía que ya estaba lista para explorar nuevos territorios y me puse a pensar en muchas posibilidades: la primera era irme a un pueblo muy pequeño y vivir en una cabaña alejada de todo y de todxs; mi segunda ruta era irme a un país lejano y diferente, nunca supe a cuál y además era una labor complicada; y la tercera posibilidad era mudarme a una ciudad muy distinta, un lugar muy peculiar que se caracteriza por el ruido, el smog y la locura desenfrenada, la Ciudad de México. Mientras tomaba una decisión, de alguna manera, me fui despidiendo de la ciudad que me vio llegar a los 17 años para vivir por primera vez fuera de la casa de mis papás. A los 17, Guanajuato me parecía un lugar muy misterioso, a pesar de que está muy cerca de León —mi ciudad natal— creía que viviría en una ciudad de otro tiempo, de tortillas amarillas, pan de muerto de anís y cajeta de camote. Llegué con mi maleta, una mochila y un kilo de tortillas de maíz “normal”, con todo ese cargamento tuve que subir muchas escaleras del callejón “Los imposibles”. Justo eso, creía que era imposible que existiera una ciudad en la que tuviera que caminar cuesta arriba para abrir una puerta y adentrarme a una casa vieja y húmeda, pero con la mejor vista, en la que resplandecían los bellos cerros guanajuatenses cada vez más poblados e iluminados.
De repente, varios años después seguía en el lugar de los cerros, los callejones, las mañanas tranquilas, y me convertí en guanajuatense, es decir, hablaba usando estos términos: “tengo que subir, pero cuando baje te aviso”. Me dejó de sorprender ver vacas en las glorietas o que las chivas y borregos detuvieran el tráfico mientras cruzaban de un extremo a otro. Sabía perfectamente dónde estaban las mejores cantinas de la ciudad, la tiendita de Don Max y fui testigo de cómo hubo tamales que costaban 3 pesos y ahora cuestan 10, el mismo señor continua cantando cerca del puente del Campanero: “tenemos tamales de verde, rojo, mole y también hay champurradoooo”.
Los primeros años de mi vida guanajuatense disfruté mucho encontrarme a las mismas personas y saludarlas a diario, pero fue justo en 2019 cuando escribí un texto que incitó al “no saludo”: “En Guanajuato la mayoría de las actividades se concentran en el centro de la ciudad desde las recreativas y laborales, el paseo por los mismos sitios hace que saludes a aquel desconocido que te encuentras a la misma hora, sus caminos se cruzan, los rostros se vuelven cotidianos y el saludo es un acto mecánico. También existe la posibilidad de encontrarte a tus amigos y si el humor es favorable incluso les das un abrazo, de lo contrario, también tratas de escapar, ¿ver el teléfono?, ¿desviar la mirada?, ¿existen más recursos para disgregarse?”
Tengo que confesar que la razón que me motivó a irme de la ciudad fue una de sus famosas leyendas, no sé qué tan verídica es, pero la escuché de uno de los niños que cuentan historias a los turistas que pasean por los callejones. Con el ritmo que caracteriza desde temprana edad a la voz de los guanajuatenses escuché decir al chamaco:
“cuenta la leyenda que las personas que llegan a vivir a Guanajuato no pueden irse, pues la ciudad lxs atrapa, pero no sólo físicamente, también atrapa su mente y hace que por los metales, por el mercurio, la gente se quede no loca pero sí incapaz de vivir en otro sitio”.
Quería retar a la leyenda y demostrarle que sí se puede salir de ese lugar misterioso y bello, que podemos salir de Cuévano sin problema. El tiempo se detuvo en 2019 porque una pandemia lo paralizó, entonces me quedé y en mi mente rondaban pensamientos: “es verdad, la leyenda es verdad, no podremos salir porque cuando tenemos la intención algo pasa y esta vez fue una pandemia, pero sucederán nuevas cosas que nos obliguen a seguir aquí”. Luego, en cuanto tuve la oportunidad, hice una mudanza y me fui.
Guanajuato me recibió a los 17 años y yo dejé de vivir ahí casi 17 años después, me quedé con la tercera opción, la Ciudad de México. Los primeros días, aunque estaba en el mismo país y de cierta forma conocía el lugar, me sentía muy extranjera: ya no estaban los callejones, las montañas, las subidas y bajadas para llegar a algún lugar caminado, ya no había a quién saludar, además, el paso de los peatones se aceleró demasiado en comparación con los caminantes guanajuatenses que parece que tienen toda la calma y todas las ganas de quedarse a platicar en una banqueta de sus estrechas calles.
Ya no puedo invitar a alguien que me gusta a “subir el cerro”, ya no me despiertan las campanadas de las iglesias o los gallos que anuncian el amanecer, no he visto ninguna vaca en las glorietas o cerca del metro, en cambio los cláxones de los conductores desesperados me hacen notar que ya es de día, al igual que una melodía clásica: “Se compran, colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, ¿o algo de fierro viejo que vendan?”
Me fui de Guanajuato con la idea de no volver, pero en realidad no me fui nunca porque su recuerdo habita en mi cabeza con una añoranza peor que la de un ex novio que tienes que dejar ir. Guanajuato habita en mí cada que me quejo de las distancias lejanas, me habita cada que cruzo las avenidas corriendo porque me da miedo que estén tan grandes. Guanajuato habita en mí cada que digo que me hace falta montaña, habita en mí cada que pido agua mineral en vez de “un tehuacán” y Guanajuato me habita cada que camino varios kilómetros porque pienso que no está tan lejos el lugar al que quiero llegar. Tal vez no nací en Guanajuato capital, pero fue la ciudad en la que crecí para ser una adulta y quizá en cada etapa de la vida vamos naciendo de nuevo, por eso, como dice Leila Guerreiro “El lugar en el que naces, te determina para siempre. Hay lugares que te condenan” y Guanajuato me condenó a que lo lleve conmigo a todas partes.
«Tierra de Mis Amores», el devocionario de los recuerdos, formula sus mejores votos de felicitación para todas las LOLITAS en este Viernes Tradicional de las Flores
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