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El ánima del templo de San Diego

Marisa Andrade Pérez Vela

En el interior de los antiguos muros y entre las estrechas calles de Guanajuato han ocurrido a lo largo de los siglos incontables historias, algunas con tintes de leyenda, como la que hoy compartiré con estas letras y que fue contada a mi abuela por una vieja amiga, un día cuya fecha se perdió en la memoria del tiempo. El hecho ocurrió hace muchos años, cuando a quien llamaré Anita, un día de Cuaresma, fue a visitar por la tarde al Santo Cristo de Burgos que se encuentra en una de las capillas laterales del templo de San Diego y entonces le sucedió lo siguiente: Ese día, al terminar sus tareas cotidianas en casa y al ser la hora en la que el sol pronto se ocultaría tras el horizonte, decidió ir a ver al Señor de Burgos, como solía hacerlo algunas tardes para pedir su auxilio y bendición, o simplemente pasar un momento en su compañía.

Al entrar a la capilla, se santiguó, oró de rodillas por unos minutos y después se sentó en una de las bancas que están colocadas frente a la sagrada imagen, cerró sus ojos un par de segundos y se quedó dormida.

Más tarde, sin saber cuánto tiempo había pasado,

Anita despertó. De repente no supo dónde estaba porque se encontró rodeada de una completa oscuridad y un gran silencio. En un instante, al comprender lo que había sucedido, un profundo miedo la invadió. El sacristán que tenía a su cargo el templo, sin haberse dado cuenta de su presencia, sola la dejó encerrada dentro.

Ella, armándose de valor, se puso de pie y como pudo, tentaleando los muros y tratando de ver entre la negra penumbra se dirigió hacia la entrada principal de la iglesia para pedir ayuda. Durante el transcurso de su camino, su temor aumentó, pues a cada paso que daba sentía que la miraban.

—¡Es el Señor, es la Virgen, son mis santitos! —Se decía a sí misma para tranquilizarse y poder seguir adelante.

Así llegó hasta la puerta y con toda la intensidad de su voz y la fuerza de sus puños, comenzó a golpearla y a gritar.

—¡Auxilio por favor, que alguien me abra!, ¿me escuchan?, ¡estoy aquí encerrada!, ¡socorro!, ¡socorro!

Pero era inútil, nadie la oía, pues ese día era jueves de serenata y además de su propia algarabía y barullo, las personas sólo podían escuchar la música de la banda que tocaba una alegre marcha en el kiosco del jardín y más allá se escuchaba el cantar de los tunos de la estudiantina. Así estuvo Anita intentando con desesperación un buen rato, hasta que agotada, dio media vuelta y resignada en esperar el amanecer, se sentó en una de las bancas que están junto a la puerta, bajó su cabeza y cruzando sus manos las apretó junto a su pecho. En eso estaba, cuando a lo lejos, desde el interior del templo escuchó un murmullo, una voz que muy quedo, pero con firmeza le decía: —¡Ven, ven, sígueme, por aquí podrás salir! Más atemorizada que al principio, sintió su cuerpo estremecer de terror, pues entre lo oscuro, apenas pudo distinguir que quien le hablaba era una sombra de forma humana, que ligera se movía por la nave central del templo. Ante la insistencia del llamado y casi paralizada por el pánico, Anita la siguió hasta llegar nuevamente en medio de la capilla del Señor de Burgos, donde esta misteriosa sombra se detuvo para señalarle una esquina donde aún se encuentra una pequeña puerta. Lentamente se abrió, permitiéndole salir y después volvió a cerrarse tras su espalda sin darle oportunidad de agradecerle por ayudarla a quien ella consideró era el ánima de alguna persona de las que se encuentran ahí sepultadas descansando, en ese lugar consagrado.

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