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Íñigo Íñigo

Érase una vez el único barrio que quedaba fuera del recinto amurallado de la ciudad y al que se accedía desde un portal enorme.

Érase un lugar en el que los cerdos y otros animales campaban a sus anchas. Por eso existía la “calleja de los cutos” y llamaban Maxi la cutera a una señora mayor que tenía el pelo blanco. Y esos animales, a veces, se vendían en anuncios clasificados de las páginas del periódico local.

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Érase un cine de asientos incómodos en el que podían verse películas en blanco y negro como “Agustina de Aragón”.

Éranse también unas escuelas en las que los maestros y maestras pegaban, y las estufas eran de carbón y leña. Allí los niños estudiaban con los niños y las niñas con las niñas, y cuando salían, corrían libres entre campos, fábricas y huertas.

Érase un barrio que acogió a muchas personas trabajadoras que dejaron sus pueblos atrás. Un barrio de gente sencilla que iba a misa, que disfrutaba en sus fiestas y que se movilizaba.

Érase un lugar en el que las mujeres se arrodillaban sobre sacos, lavaban la ropa junto al río y la colgaban a secar.

Éranse unos años lejanos de lucha obrera, de manifestaciones, de conciencias de clase, de benefactores, de vecinas y vecinos que aunaban fuerzas en luchas comunes.

Éranse personas hortelanas que vendían sus verduras en los mercados de la ciudad. Y gente que trabajaba en fábricas. Mayordomos y mayordomas. Y érase un hombre muy gordo que quería ser concejal para traer un brazo de mar al barrio. Y érase también otro con una fuerza tan tan terrible, que se dice que venció a un oso en un circo ruso.

Érase un tren que pasaba por el barrio. Y una perrera. Y una cartuchería. Y unos baños cercados para hombres y otros para mujeres. Y algún molino. Y fundiciones. Y bares en los que algunos hombres jugaban al mus.

Éranse muchas cosas...

Y érase un niño de ocho años llamado Iñigo que se quedó fascinado escuchando tantas historias y se abrazó a su abuela Amparo, que fue quien se las contó. Aquella tarde de primavera los dos estuvieron de acuerdo en que se podía celebrar con unos churros de Nieves el día tan bonito que habían pasado en mutua compañía en el barrio que vio nacer a la abuela y que se quedaría para siempre en el corazón del nieto.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FOTO: ALBERTOCRESPO

FOTO: IÑAKIVERGARA

FOTO: IÑAKIVERGARA

FOTO: IÑAKIVERGARA

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