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Un miserable con botas enlodadas

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Desde adentro

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Un miserable con botas enlodadas

Entre árboles de naranja y hierba de vacas, en una vieja casa de cedro, vivía Armando Herrera con su familia. Conocido por los habitantes del pueblo San José por su particular personalidad. Era un hombre de color y de 1,58 cm que llevaba en su espalda el peso de sus años sumados con las acciones erradas que realizó en su pasado. En sus pequeñas botas de caucho no solamente arrastraba grandes bolas de lodo con excremento de sus cerdos, sino también el secreto de sus pisadas hacía los burdeles que había recorrido incógnitamente para que su esposa no lo descubriera. Y sobre su cabeza siempre llevaba una gorra percudida por el sudor que le provocaba su testarudez, pues él estaba convencido que seguía siendo un mozo como en sus buenos tiempos.

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Todos le decían “Sin corazón” porque en el pecho parecía tener un órgano de acero blindado. Jamás mostraba sentimiento alguno ni a sus hijos ni a Celeste, su esposa incluso decía que jamás lo vio llorar. Desde joven, se había acostumbrado a tener cuánto dinero pudiera, y cuando estaba frente a alguien siempre metía las manos en los bolsillos de sus pantalones y los sacudía, como diciendo “tengo, tengo, tengo y tú no tienes nada”. Nadie era merecedor de un centavo suyo, ni siquiera su familia. Su esposa tenía que ingeniárselas para conseguir, por lo menos, un taparrabo para sus hijos, y además debía heredarse de hermano a hermano porque de otro modo los zancudos y la naturaleza se comían sus pequeños cuerpos.

Armando era tan adusto y mezquino que Celeste debía esperar a que se acabara la harina para poder usar la bolsa de tela en la que esta venía y así elaborarse un vestido de bolsas remendadas. Ella se había casado con Armando cuando apenas tenía 15 años y él 24. Desde entonces fue una mujer desdichada, maltratada física y psicológicamente por su esposo. La tenía trabajando desde el amanecer hasta el anochecer en los sembríos de camote y además, debía hacerse cargo de la crianza de sus

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12 hijos. Siempre le recordaba que era analfabeta y que no tenía a nadie. Celeste fue hija única, su madre falleció cuando ella apenas tenía 6 años y su única abuela murió cuando ella tenía 10, nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela, y se ganaba la vida lavando ropa de los vecinos, vivía en una vieja casa que encontró abandonada porque la casa donde vivía con su abuela, un viejo comerciante se la apropió para criar chanchos.

Para Armando, sus hijos eran como empleados que trabajaban llueva o haga sol, a cambio de tres platos de comida diarios. Los hacía sembrar y cosechar, arrear el ganado por las montañas, dar de comer a los chanchos y limpiar su mierdero, arrancar los montes con machetes romos para que sintieran lo que costaba ganarse el pan con el sudor de la frente.

Una noche cuando el reloj marcaba las 11pm, mientras retumbaba la lluvia en el techo de zinc, Armando Herrera salió de su habitación, se puso sus botas de caucho y se fue por un caminito por mitad de los montes. Alumbrándose con una linterna opaca llegó a casa de doña Cecilia Cueva, una viuda con la que tenía encuentros sexuales desde hacía más de cinco años. Celeste siempre supo de las andadas de su esposo, pero nunca le reclamó nada por miedo a quedarse sola con sus doce hijos pues como ella no sabía leer, sus hijos se morirían de hambre. Pero esta vez no es- taba dispuesta a soportarlo más. Ya no estaría sentada en el borde de su cama esperando que su esposo regrese ebrio de cualquier prostíbulo. Cuando Armando regresó todo empapado por la lluvia, apenas lo descubrió entrando de puntitas en su habitación, le clavo en el cuello una tipina para cosechar maíz. Por primera vez él sintió temor de su esposa.

Hoy en el pueblo se rumorea que Armando Herrera está ciego porque su esposa le clavó la tipina en los ojos y que vive encerrado en el sótano de su vieja casa donde sus hijos lo azotan a diario con un cabestro de piel de vaca. Y que de vez en cuando lo sacan a que duerma bajo el gallinero, donde las ratas le comen los pies por la noche. Sus viejas amantes dicen que lo vieron en algún pueblo con unas cuantas señoras de su

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brazo y otros, que Armando Herrera ya no existe más porque Celeste le atinó en el corazón.

Nogales Jacqueline

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