Un miserable con botas enlodadas Entre árboles de naranja y hierba de vacas, en una vieja casa de cedro, vivía Armando Herrera con su familia. Conocido por los habitantes del pueblo San José por su particular personalidad. Era un hombre de color y de 1,58 cm que llevaba en su espalda el peso de sus años sumados con las acciones erradas que realizó en su pasado. En sus pequeñas botas de caucho no solamente arrastraba grandes bolas de lodo con excremento de sus cerdos, sino también el secreto de sus pisadas hacía los burdeles que había recorrido incógnitamente para que su esposa no lo descubriera. Y sobre su cabeza siempre llevaba una gorra percudida por el sudor que le provocaba su testarudez, pues él estaba convencido que seguía siendo un mozo como en sus buenos tiempos. Todos le decían “Sin corazón” porque en el pecho parecía tener un órgano de acero blindado. Jamás mostraba sentimiento alguno ni a sus hijos ni a Celeste, su esposa incluso decía que jamás lo vio llorar. Desde joven, se había acostumbrado a tener cuánto dinero pudiera, y cuando estaba frente a alguien siempre metía las manos en los bolsillos de sus pantalones y los sacudía, como diciendo “tengo, tengo, tengo y tú no tienes nada”. Nadie era merecedor de un centavo suyo, ni siquiera su familia. Su esposa tenía que ingeniárselas para conseguir, por lo menos, un taparrabo para sus hijos, y además debía heredarse de hermano a hermano porque de otro modo los zancudos y la naturaleza se comían sus pequeños cuerpos. Armando era tan adusto y mezquino que Celeste debía esperar a que se acabara la harina para poder usar la bolsa de tela en la que esta venía y así elaborarse un vestido de bolsas remendadas. Ella se había casado con Armando cuando apenas tenía 15 años y él 24. Desde entonces fue una mujer desdichada, maltratada física y psicológicamente por su esposo. La tenía trabajando desde el amanecer hasta el anochecer en los sembríos de camote y además, debía hacerse cargo de la crianza de sus 68