Algunas consideraciones sobre las fallas innovadoras. Cruzando las fronteras de lo conocido

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Algunas consideraciones sobre las fallas innovadoras. Cruzando las fronteras de lo conocido El presente texto quisiera plantear alguna breve reflexión sobre ese tipo de fallas que a finales del siglo XX empezaron a denominarse experimentales y luego pasaron a llamarse innovadoras. No podía ser de otra manera, dado que Alfred Peris me propuso escribir sobre ese mismo tema, para el “llibret” de su comisión, justo después de que me hubiera puesto yo en contacto con Javier Mozas, documentalista, bibliotecario y archivero que lo fue de la Junta Central Fallera, además de miembro de la Associació d’Estudis Fallers y una de las personas que mejor conocen la historia de las fallas de Valencia, al que acudí en busca de información para un proyecto del grupo de investigación de la UPV del que soy investigador principal sobre, precisamente, los premios convocados por el Ayuntamiento de Valencia bajo esa misma modalidad. Si cuento esto es porque los datos que Javier Mozas me facilitó, muy generosamente por cierto, iban acompañados de un comentario que me pareció muy acertado en referencia a lo que entenderán por “innovación” cada uno de los organismos, instituciones o empresas que a lo largo de los últimos treinta años han patrocinado los diversos concursos que se han convocado para premiar a las fallas más innovadoras. Así pues, y para aclararme a mí mismo antes que por tratar de convencer a nadie de nada, el presente texto quisiera reflexionar, decía, sobre cuáles serán esas cualidades distintivas de una tipología de falla a cuyos artífices cabe suponer, como a los protagonistas de las novelas de aventuras de nuestra infancia, adentrándose más allá de cualquiera de los territorios ya explorados por sus coetáneos en el mundo de las fallas. Sirviéndonos de esa metáfora aventurera, un primer motivo de reflexión podría ser el de pararnos a pensar si esos senderos inéditos deberían ser considerados, retrospectivamente, como caminos allanados a sus posibles epígonos por algunos visionarios adelantados a su tiempo. Porque si algo nos enseña la historia de cualquiera de las artes a la que prestemos atención, es que el aventurarse por terrenos inéditos no siempre ha garantizado una valoración positiva en todas las épocas. Más bien al contrario, ya sea por prejuicios, o por tratarse de alguna transgresión demasiado radical, la mayoría de obras de arte que en otras épocas destacaron por su originalidad apenas recibieron en su momento otra cosa que el rechazo más absoluto. Ese fue el caso de no pocos pintores menospreciados durante décadas y reivindicados siglo después por su singular talento, de entre los cuales El Greco o Vermeer de Delft serían dos conocidos ejemplos, al igual que lo son, por otros motivos, tantas mujeres artistas olvidadas hasta hace bien poco por la historia del arte. Estos eran los costes a los que se exponían quienes, aventurándose por senderos desconocidos hasta entonces, acababan por apartarse de la ruta trazada por la fuerza de las costumbres, por el acuerdo tácito de la tradición, por la normativa o el canon, o incluso por la propia ley. Y parece lógico pensar que esos costes fueron disminuyendo conforme aumentaba la libertad de pensamiento en la sociedad que los tenía que valorar. En una sociedad como la nuestra, por ejemplo, tenemos asumido que, al menos en teoría, la originalidad es una cualidad intrínseca de las obras de arte contemporáneo, y con la misma lógica damos por hecho que la libertad creativa de la que goza hoy cualquier artista fallero es infinita, al menos en comparación con la que pudiera permitirse un artesano fallero de los que tuvieron que aprender su oficio en el ambiente gremial de una sociedad marcadamente conservadora.

A ese respecto, un segundo motivo de reflexión sobre las fallas innovadoras nos lo daría el ser un poco más conscientes de las dificultades que atraviesa ese gremio fallero, pese a la supuesta libertad que en la actualidad le atribuyamos, en permanente equilibrio entre la tradición a preservar y la renovación que los tiempos exigen, en comparación también con los artistas plásticos, diseñadores gráficos, ilustradores, o arquitectos que, cada cual desde su particular ámbito creativo, nos hemos ido animando a plantear nuestra particular visión alternativa de cómo debiera ser una falla. Pero como tanto los unos como los otros trabajamos por encargo, y para recibir encargos debemos hacernos con un nombre, al final nos encontramos con que hay quien firma su obra como quien firma una falla de autor, lo que quizás pueda emparentarse con esa antigua idea del genio artístico, heredera del Romanticismo, a la que hacía alusión el


artista Bruce Nauman en una pieza suya de 1968, consistente en un rótulo de neón donde estaba escrito que el verdadero artista es como un médium que transmite verdades místicas desde su inagotable mundo interior. Sólo que, y de ahí en realidad nuestro segundo motivo de reflexión, la ironía que destila la frase de Nauman apenas es perceptible en las propuestas innovadoras de hoy en día.

Por otro lado, y dicho sea con la debida perspectiva, en lo que respecta a la historia de las fallas, como ocurre con todo conocimiento humano, las condiciones de posibilidad de la aventura innovadora suelen venir determinadas algunas veces por el grado de libertad de una sociedad, como decíamos, o por los cambios en el modo de mirar las imágenes, por ejemplo, pero otras veces las innovaciones vienen determinadas por avances de orden tecnológico. De modo que, aparte de lo mucho o poco innovador que resulte el que cada año haya premios dedicados a la fallas innovadoras, un tercer motivo de reflexión nos lo daría el ocuparnos en diferenciar, en lo relativo a esos premios, los avances puramente formales de aquellos que sean de orden conceptual.

Entre las innovaciones derivadas de los avances tecnológicos estuvo, por ejemplo, la incorporación de productos industriales como la fibra de vidrio y la resina de poliéster a los procesos constructivos falleros, para reforzar zonas de tensión y evitar posible fractura en los monumentos más grandes, y muy particularmente del poliestireno expandido, un material que se ha hecho indispensable en casi todos los talleres falleros desde que Vicent Almela y Miguel Santaeulalia comenzaron a utilizarlo a finales de los ochenta. Desde entonces, y pese a su extrema toxicidad al quemarse, se ha vuelto el material principal en la construcción de fallas, debido a que permite concebir grandes volúmenes con poco peso, y a que con las debidas herramientas se podía por entonces tallar, esculpir y lijar manualmente con relativa rapidez, y en la actualidad mecanizar automáticamente con la ayuda de algún software de modelado en 3-D, y máquinas de corte y fresado con control numérico computerizado.

En cuanto a las innovaciones conceptuales derivadas de los cambios culturales y los nuevos modos de mirar las imágenes, estaría el derecho de cada nueva generación a (por no decir la obligación de) cuestionar los estándares previos que a falta de un mejor nombre denominamos convencionales, entendiendo éstos como la suma de todo lo que hayan sido las fallas del pasado, en su fondo y en su forma, durante los últimos ciento cincuenta años. Sólo que entender las fallas convencionales de ese modo no deja de ser problemático, puesto que, como bien sabemos, en ese siglo y medio no ha habido un único tipo de falla hegemónica. Ni siquiera durante los cuarenta años de la dictadura franquista. O, si lo hubo, siempre hubo también quien supo salirse por la tangente y presentar algo distinto a lo que oficialmente se incentivase. Recordemos, si no, la falla plantada en la entonces llamada Plaza del Caudillo por Josep Barea, en el año 1967, y titulada Els que es posen les botes, consistente en una caja de zapatos con una enorme bota gastada encima. O pensemos en el Caballo de Troya de 25 metros de altura plantado en el mismo lugar, cuatro años antes, por Ricardo Rubert. O, por no mencionar el caso más obvio, que sería la falla diseñada por Salvador Dalí en 1954, y realizada por el artista fallero Octavio Vicent, acordémonos de algunas de las propuestas del maestro Vicente Luna a mediados de los setenta. Nada que ver, desde luego, con las últimas fallas que, ya en democracia, plantó Alfredo Ruiz Ferrer antes de su retiro, como aquella que ideó para la comisión Mossén Sorell-Corona, en el año 2008, y a la cual el crítico de arte Rafael Prats Rivelles llegó a comparar con las obras del artista Claes Oldenburg, al tratarse de una cuña roja en forma de paralelepípedo de 14 metros de largo, monocroma, y en la que se podían leer tres palabras: concepte, percepte, y afecte. Sólo que Alfredo Ruiz era un corredor en solitario, y ahora los runners han aprendido a organizarse poco a poco y son ya legión.

En cualquier caso, la comparación entre fallas convencionales e innovadora lo que permite es constatar que, a día de hoy, hasta los artistas falleros más reticentes a las novedades han acabado por asumir riesgos estilísticos cada vez mayores con la ayuda de especialistas en el uso de las herramientas que está trayendo consigo la revolución digital. Gracias a ello se está dando, por fin, la deseada sinergia entre quienes poseen pleno dominio sobre el arte de hacer fallas, debidos a la experiencia de los años de oficio


acumulados a sus espaldas, y quienes poseen los conocimientos necesarios para levantar estructuras arquitectónicas complejas, o para economizar los procesos de traslación de medidas en los cambios de escala. Sólo que hablar aquí de innovación, aunque la haya, tampoco sabemos si estaría justificado plenamente, dado que el uso de la mecanización informatizada ya no es una excepción en la industria fallera, sino la regla. Por contra, y paradójicamente, entre las fallas que se reivindican a sí mismas como innovadoras, suelen encontrarse monumentos realizados con materiales y procesos de trabajo más tradicionales, de entre los cuales el uso de la madera y del cartón, rígido o corrugado, gozan de especial preferencia por su versatilidad y calidez. Por el mismo motivo que, en definitiva, se ha extendido el uso de la vareta, dejándola a la vista, al modo que Manolo García hiciese en el año 2002, con evidente éxito, en una Hoguera de Alicante. Y sea porque el cartón y la madera se venden en tableros, perfiles y tubos, sea porque quienes los usan tampoco es que tengan especiales destrezas a la hora de modelar, o como comprensible reacción al exceso de barroquismo ornamental de las fallas convencionales, en los resultados de las fallas innovadoras suele observarse un predominio de la línea recta sobre la curva, y de la forma geométrica sobre la orgánica. Lo que nos lleva a un nuevo motivo de reflexión, si se quiere, y esta vez sobre el propio significado de lo que es una falla.

Porque, ni la búsqueda de formas estéticamente interesantes como un fin en sí mismo, ni la ayuda que nos brinda la tecnología para hacerlas, deberían llevarnos a olvidar que, aparte de una serie de volúmenes de tamaño más o menos monumental de carácter efímero, una falla siempre fue, o al menos esa era su razón de ser en origen, la sátira de la actualidad. Y no deberíamos olvidarlo porque, pensamos, entender las fallas como una forma de expresión de la sátira, antes que como cualquier otra cosa, es lo mismo que pensar en quien se encargue de hacerlas como en una persona atenta al aquí y el ahora en que le ha tocado vivir, y en continua alerta a la hora de captar de un trazo lo que de ridículos tengamos, como sociedad, todos nosotros. Es decir, que entender una falla como monumento satírico presupone considerar al artista fallero como un testigo de su tiempo, y a la falla como un documento de época. Y aunque sabemos que hoy vivimos una hipertrofia de imágenes que nos llegan desde infinidad de dispositivos en red, y también sabemos de lo anacrónico que resulta juzgar formas de pensar del pasado desde el punto de vista del presente, las imágenes que perviven de otras épocas son indicios de modos de hacer y pensar tan distintos en muchas cosas, y tan similares en otras a lo que nosotros somos, que bien pueden servirnos de lección y de guía de aquello a lo que quisiéramos, o no, aspirar como sociedad. Desde ese punto de vista, quizás no fuese del todo innovador, aunque sí más que interesante sociológicamente, replicar alguna falla antigua, emulando a los inefables ninots caricaturescos del gran Juan Huerta, o del propio Alfredo Ruiz, si es que alguien decidiera aventurarse en lo que de aprovechable tuvieran las fallas del pasado, y fuese además capaz de alcanzar semejante soltura y gracia en el diseño y el modelado de los personajes.

Y algo de esa hibridación entre un aprendizaje del pasado bien aprovechado y una visión personal y desprejuiciada de lo que deberían ser las fallas en el presente lo encontramos, por ejemplo, en las propuestas de Anna Ruiz y Giovanni Nardín. Pese a que no consideren imprescindible el humor en las fallas. El problema es que muchos otros artistas que se identifican con el concepto de fallas innovadoras manejan unos referentes que, más que dialogar o confrontar con la propia tradición fallera, recrean mundos provenientes de la ilustración, del diseño gráfico, de la arquitectura, o parecen trabajar bajo la influencia del arte de las vanguardias de principios del siglo XX. Así, la asunción de las enseñanzas del constructivismo ruso y de la Bauhaus, en el mejor de los casos, y la querencia por el postulado minimalista del “menos es más” y la depuración formal extrema, lleva a una síntesis de los volúmenes en la que la eliminación de lo anecdótico ha hecho que el referente figurativo casi haya desaparecido por completo. Y junto con el referente figurativo, también los ninots caricaturescos, y con ellos la sátira, y toda referencia a ese hermano pobre de las categorías estéticas que es lo grotesco, siempre a un paso de lo ridículo y, como bien supo ver John Ruskin hace más de un siglo, mezclando lo feo, lo temible y lo risible en una mezcla cuanto menos inquietante.


No deja de ser curioso, sin embargo, que apenas se tomen hoy como referentes otras prácticas vanguardistas tan subversivas como, por ejemplo, el ready-made o el collage, dos formas más que adecuadas de introducir fragmentos de realidad en el espacio de la representación. En nuestro caso, Jaume Chornet y yo, durante los años en que nos hemos ocupado de idear y coordinar la realización de la falla de la Universidad Politécnica, nunca despreciamos la posibilidad de cargar de significado algunos rincones de nuestros monumentos efímeros con las connotaciones que traían consigo cuantos objetos encontrados nos llamasen la atención en el Rastro, en la calle, o dentro del vaso de agua junto a la mesilla de noche de alguna amable anciana. También hemos puesto en práctica a menudo, no siempre de forma consciente, diferentes técnicas que ya los surrealistas ensayaban como parte de un juego destinado a vencer el miedo a enfrentarse con la hoja en blanco, además de procurar dar cabida, en cuanto hacíamos, al humor negro y al absurdo. Por lo mismo, y quizás debido a nuestra particular formación académica, hemos tenido muy presentes las consecuencias derivadas de la deconstrucción de la figura humana como referente figurativo en el arte moderno, o de la pérdida del pedestal en la escultura del siglo XX. De ahí nuestra querencia por que nuestras fallas fuesen, más que una acumulación de volúmenes que se rodean, una estructura tridimensional transitable de la que el espectador formara parte, y que pudiera experimentar interactuando en ella con todo su cuerpo.

Aunque fallas transitables o que busquen la interactividad del espectador hay otras, claro está. Y un buen ejemplo de cómo hacer participar al espectador de un espacio “relacional” común, y que lo sienta como suyo, lo tenemos en la propuesta que hizo Fermín Jiménez Landa para la falla Mossén Sorell-Corona en 2018, al conseguir involucrar a toda la comisión para mantener entre todos encendidos, durante un año entero, los rescoldos de la llama última de la falla del año anterior. El monumento en sí, construido con la complicidad habitual por el Taller de Manolo Martín, era como un edificio a escala reducida en cuyo interior solo había una habitación con una cama y una estufa, si no recuerdo mal. Lo parco del mobiliario contrastaba con la potencia conceptual de la idea. Porque a nadie avisado se le puede escapar el sentido poético de una propuesta cuyo lema era “Salvar el fuego”, tal y como dicen que dijo Jean Cocteau a los periodistas cuando le preguntaron por lo que salvaría del Museo del Prado si se incendiase.

He aquí un último motivo de reflexión, y con él acabo. En una sociedad con libertad de pensamiento siempre habrá quien nos haga dudar de las imágenes del museo, del discurso del poder, y de las ideas preconcebidas. Y como a todos nos gustan los juegos de construcción y los desmontables de madera o cartón, bienvenidas sean las fallas innovadoras, en ese sentido. A fin de cuentas, se trata de dar un soplo de aire fresco a una fiesta en la que las fallas convencionales, en su traslación del papel (o de la maqueta de barro) al bloque de poliespán parecen estar perdiendo, en su cambio de escala, un poco de alma, de corazón y de vida. Por no hablar de su mordiente satírica, ahora que la libertad de expresión está a merced de quienes se ofenden por todo. Lo cual nos parece una pena. Más aún hoy, cuando el triunfo de la posverdad parece confirmar que a nadie le importa ya si el verdadero artista es capaz de decir, o no, verdades místicas o de cualquier otro tipo. Y es que, al margen ya de lo que cada uno entienda por innovación, cabría preguntarse sin ironía ninguna: ¿habrá alguien ahí afuera capaz de programar un robot con la inspiración suficiente como para contarnos con un mínimo de gracia la verdad de tanta impostura?

Leonardo Gómez Haro

Artista fallero, investigador, y profesor del Departamento de Escultura de la Facultad de Bellas Artes en la Universidad Politécnica de Valencia, aunque no necesariamente en ese orden.


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