El chingadazo Hoy en el transporte público presencié la agresión más directa, en tiempos en los que el gobierno ha generado un mutis alrededor del COVID-19. La única manera de seguir pensando en que esto no nos llevará al declive es generar mecanismos de protección colectiva. En un vagón relativamente lleno, las personas veían con preocupación a uno de sus usuarios; un joven, que venía bastante cómodo sentado a lado de una señora que me recordó a mi abuela, quizá por el día. Yo, como siempre, observaba cada detalle a mi alrededor mientras escuchaba música a todo volumen, imaginando escenarios en los que, de la nada, la gente baila o actúa como si la vida se tratase de un performance doble. En la siguiente parada, después de subir y encontrar un lugar preferente para mi visión de águila, una persona de edad avanzada, bastón en mano, golpea a dicho joven, diciendo algo que no logro comprender por la canción que tarareaba mientras sonaba a todo volumen en mi cabeza. Pensé —seguro es un señor con un pésimo día, que lo único que quiere es desquitarse con el que puede—, pero al ver bien la escena, comprendí su enojo. Este joven no llevaba cubrebocas y hablaba con la que supuse era su abuela. Me percaté que sí tenía algo con que cubrirse la boca, pero lo llevaba en la mano, como queriendo vengarse así del sistema y de todos los que alguna vez le prohibieron algo. Desde mi asiento preferencial imaginé varias posibilidades, de ellas era gritar y decirle que se pusiera el cubrebocas, claro acento chilango para no develar mi origen, pues si hacía, claramente perdería en un duelo de chingadazos palabra.
una con lo de
Luego me entró la paz mundial y pensé en todas las agresiones sufridas por las minorías en las que claramente él en ese momento pasó a ser parte. Minoría, en este caso, a la que le
vale madres el otro y creen que es chingón andar de Don Vergas por la vida.
Sin embargo, no podía quedarme quieto, era como si este joven le estuviera escupiendo a todo el mundo en el vagón y al igual que un reloj, el tren no detenía su curso y cada dos minutos llegaba a la siguiente estación. Llevo 8 años tomando este transporte; es increíble como perdemos la costumbre hasta de las cosas más básicas. Aún así, recordé que suelen haber policías en las estaciones, y me dispuse a cazar uno en favor del conglomerado. Llegó el momento, tenía solo unos segundos para que el policía me viera y sin quitarme el cubrebocas, le pudiese explicar que hay alguien dentro al que le "vale verga la vida" (frase maravillosa un poco modificada de la gran "que te valga verga"). Me vio, establecimos contacto, lo entendió perfecto ya que en estos casi dos años de pandemia hemos establecido nuevos códigos de comunicación. En cuanto vio a la autoridad pasar por el vidrio, se colocó el cubrebocas, pero mal. Seguramente algún día saldrá un análisis minucioso sobre la estupidez humana de cubrirse la boca y no la nariz, pero a mí no me compete. El tren siguió su curso. Pensé que había hecho lo posible sin conseguir mayor alcance, pues en cuanto el policía se dio la vuelta se lo quitó y volvió a hacer cara de "me la chingué": Si, la policía era una mujer. Volví a imaginé buscaba tampoco
lo mío, en ese momento sonaba ”shampoo de coco“, me lo perfecto. De pronto, en ese mismo momento, otro pasajero a otro policía, siguiendo mi imperioso ejemplo, pero hubo resultados.
Aquí es donde la historia se pone interesante. Observé que la señora frente al joven no sabía cómo reaccionar, en sus ojos se veía frustración, quizá perdió a alguien querido y no imaginaba cómo se puede ser tan irresponsable; también había un señor que,
al parecer no atendía a la historia, mientras leía el periódico sentado cerca de una de las puertas de salida y una pareja joven que venía de pie en la entrada, se movían al darse cuenta que el joven no traía cubrebocas. Cuando él y su abuela iban a bajar, la gente comenzó a gritar ”!Ponte el cubrebocas!” y como observador y narrador de esta historia, creo que hay momentos en los que sólo debemos aceptar que la estamos cagando, pero no, el joven contestó: "Van y chingan a su madre bola de pendejos" "Con esa cara tu a mi no me dices que hacer, pinche naco" "Si quieres que te controlen, es tu pedoo carnaaa...”. Esta última frase no la pudo terminar, pues en ese momento el señor que iba en la esquina leyendo el periódico, logró darle una patada exactamente en la rodilla, mientras el joven que venía con su pareja le dio unos dos buenos ganchos justamente donde tenía que ir el cubrebocas. La señora que yo dije era su abuela, pero no me consta, solo veía pensando —pues sí, era obvio que esto iba a pasar— así que ella no dijo nada. Por mi parte hasta los audífonos me quité para no perder detalle. Me quedaba muy a la mano lanzar unos cuantos chingadazos, me contuve. Al final el joven salió del vagón. Todos hablamos y nos vimos con cara de “!pus sí!” En la siguiente estación me bajé despidiéndome diciendo “hay que seguir cuidándonos”.
de
todos
y