El chingadazo Hoy en el transporte público presencié la agresión más directa, en tiempos en los que el gobierno ha generado un mutis alrededor del COVID-19. La única manera de seguir pensando en que esto no nos llevará al declive es generar mecanismos de protección colectiva. En un vagón relativamente lleno, las personas veían con preocupación a uno de sus usuarios; un joven, que venía bastante cómodo sentado a lado de una señora que me recordó a mi abuela, quizá por el día. Yo, como siempre, observaba cada detalle a mi alrededor mientras escuchaba música a todo volumen, imaginando escenarios en los que, de la nada, la gente baila o actúa como si la vida se tratase de un performance doble. En la siguiente parada, después de subir y encontrar un lugar preferente para mi visión de águila, una persona de edad avanzada, bastón en mano, golpea a dicho joven, diciendo algo que no logro comprender por la canción que tarareaba mientras sonaba a todo volumen en mi cabeza. Pensé —seguro es un señor con un pésimo día, que lo único que quiere es desquitarse con el que puede—, pero al ver bien la escena, comprendí su enojo. Este joven no llevaba cubrebocas y hablaba con la que supuse era su abuela. Me percaté que sí tenía algo con que cubrirse la boca, pero lo llevaba en la mano, como queriendo vengarse así del sistema y de todos los que alguna vez le prohibieron algo. Desde mi asiento preferencial imaginé varias posibilidades, de ellas era gritar y decirle que se pusiera el cubrebocas, claro acento chilango para no develar mi origen, pues si hacía, claramente perdería en un duelo de chingadazos palabra.
una con lo de
Luego me entró la paz mundial y pensé en todas las agresiones sufridas por las minorías en las que claramente él en ese momento pasó a ser parte. Minoría, en este caso, a la que le