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La importancia de las escuelas taurinas
from Soñadores de Gloria
by FCTH
Por Juan Antonio de Labra
La fiesta de los toros de México atraviesa por una época de esperanza. El surgimiento de varios toreros que están triunfando en Europa es el fiel reflejo de un momento que devuelve la ilusión a muchos aficionados que en años pasados habían soportado, con una lánguida tristeza, la ausencia de nuevos valores; de novilleros con verdaderas posibilidades de cuajar en figuras en los primeros años de alternativa.
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Y ahora que estamos ante una nueva generación de toreros importantes como Joselito Adame, Octavio Gacía “El Payo”, Juan Pablo Sánchez, Arturo Saldívar, Diego Silveti o Sergio Flores, entre muchos otros, resulta interesante hacer un balance de lo que las escuelas taurinas –o la formación profesional y dedicada de los últimos tiempos– ha incidido en el porvenir del México taurino en esta segunda década del siglo XXI.
Algunas escuelas taurinas han influido de manera determinante, pues en los años recientes han comenzado a desaparecer aquellos maestros de toreros que formaban aprendices con una desmedida pasión, pero quizá sin los recursos y la proyección que hoy día brindan las escuelas a toda esa pléyade de chavales que sueñan con ser matadores de toros.
El antecedente más significativo de esa época que tiende a quedar encerrada en el baúl de la añoranza, sea la emblemática escuela que formó Saturino Frutos “Ojitos”, aquel banderillero retirado que llegó de España y se afincó en León para transmitir sus sabias enseñanzas a principios del siglo XX.
Ojitos había aprendido de su jefe de filas, Salvador Sánchez “Frascuelo”, y de ver en directo a la acérrima pareja de éste, Rafael Molina “Lagartijo”. La transmisión de este cúmulo de conocimientos desembocó en una de las figuras del toreo más relevantes y señeras de México: Rodolfo Gaona Jiménez (1888-1975), paradigma de la elegancia y uno de los pilares de la tauromaquia mexicana.
De aquella cuadrilla juvenil que formó Ojitos a principios del siglo pasado en León, en la que Gaona hizo pareja con Samuel Solís, nace el caudal de conceptos técnicos y estéticos que dieron forma a la expresión mexicana del toreo. Porque no es que exista una “escuela mexicana del toreo”, como tantos años se ha repetido con una visión limitada sobre este asunto. Lo existe es “un sentimiento mexicano del toreo”, que deriva de nuestra idiosincrasia, que es la que aporta su verdadera identidad. Esta forma de expresar, aplicada a la técnica y los conocimientos que siempre vinieron del otro lado del Atlántico, desde que Bernardo Gaviño procuró afianzarlos en tierras aztecas, es el resultado de un sello propio que ha caracterizado a varias generaciones de toreros nacidos en México.
El sentimiento mexicano del toreo ha estado cobijado por la sensibilidad de un público que permanece ajeno a la teoría o a la rigurosa observancia de la pureza de la técnica, y que se ha dejado llevar por el aspecto febril del sentimiento, ese que ha permitido el desarrollo de una manera de torear que no está encasillada en determinada “escuela” –la sevillana, la rondeña o hasta la madrileña–, sino que fluye e impacta con suma naturalidad.
La plataforma de enseñanza de Ojitos se bifurcó en dos corrientes bien diferenciadas: la de Gaona, que dio continuidad Alberto Cossío “El Patatero”, uno de sus fieles banderilleros, y la de Samuel Solís, que siguieron otros toreros a lo largo del tiempo. En la actualidad, más de cien años después, no resulta complicado poder advertir, en algunas de las grandes figuras del toreo mexicano, la ascendencia genealógica de su aprendizaje taurino y determinar la fuente en la que abrevaron.
Con el paso de las décadas, las dos corrientes provenientes de Ojitos dieron pie a ciertas ramificaciones, hasta que desde hace unos 15 años a la fecha, el derrotero de la enseñanza taurina en México dio un interesante giro de timón, y hace poco más
Escuela de las artes, Aguascalientes virtuoso dentro de una Fiesta de auténticos profesionales; gente comprometida con esta fascinante filosofía de vida que entraña ser torero.
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Escuela Municipal de Aguascalientes
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de una década, cuando algunos políticos interesados en la formación de escuelas taurinas brindaron su apoyo a la Fiesta, volvió a escucharse el término “escuela taurina”.
Una de las primeras fue la desaparecida “Ponciano Díaz”, de la Ciudad de México, auspiciada por el gobierno de la Delegacion Benito Juárez, demarcación política donde está enclavada la Plaza México, que funcionó desde mediados de los noventas, durante unos diez años.
Esta escuela la dirigía ese gran taurino hidrocálido –aficionado práctico y juez de plaza en retiro– don Jesús Dávila. Pero al cabo de unos años terminó difuminándose en el horizonte, cuando los intereses políticos cambiaron de rumbo y los apoyos económicos desaparecieron.
De esta escuela capitalina quizá el nombre más reconocible sea el del matador Federico Pizarro, que fue uno de los primeros en conseguir triunfos de relieve en su etapa novilleril y tomó una alternativa de categoría.
Dos magníficos ejemplos
La reciente fundación de varias escuelas taurinas vive una etapa relevante en México, quizá porque, en poco tiempo, el resultado que se ha visto fortalece la conciencia de buscar la consolidación de las nuevas generaciones de toreros que proveerán de figuras al espectáculo en los próximos años. En dicho sentido, ahora sí se está trabajando con las “fuerzas básicas” del toreo: niños pequeños que atienden al llamado de una tempranísima vocación.
En este sentido, cabe otorgar la importancia que merece a dos academias taurinas –según su nombre oficial– auspiciadas por sendos gobiernos municipales de estados que son vecinos: Aguascalientes y Guadalajara, respectivamente, siendo la primera la que ha contribuido, en gran medida, a la formación de una larga y valiosísima camada de jóvenes espadas que ya están dando mucha guerra en México y Europa.
Y de este éxito local han brincado el charco para acudir a escuelas taurinas de España, donde han sido acogidos con agrado porque llegan con una formación intermedia que les permite desarrollarse con facilidad.
En años recientes, varios becerristas egresados de la Academia Taurina Municipal de Aguascalientes han cursado estudios en la Escuela de Tauromaquia “Marcial Lalanda” de Madrid (una de las más trascendentes, por su misión de lo que debe de ser un profesional del toreo) o esas otras que, al amparo de grandes figuras, como la Fundación del maestro Joselito Miguel Arroyo “Joselito” o la de Julián López “El Juli”, han tenido el buen tino de devolver a la Fiesta un poco de lo que tanto les ha dado ella, creando centros de enseñanza de alto rendimiento.
Paralelamente a las escuelas taurinas convencionales, creadas al amparo de las presidencias municipales, a finales de los noventas surgió la Escuela Taurina de Pastejé, con la dirección del maestro David Silveti. Y aunque este proyecto, patrocinado por el ganadero Carlos Peralta, no terminó de cuajar debido a distintos factores que impidieron su cohesión, abrió otra veta para la exploración de nuevas fórmulas de enseñanza desde la iniciativa privada.
En este sentido, y pocos años más adelante, surgió “Tauromagia Mexicana” como una escuela taurina sui generis, que también representa un ejemplo valioso en la formación de toreros.
Y aunque, aparentemente, se trata de una formación un tanto elitista –por diferenciarla en cuanto a su número de alumnos por camada y procedimientos de planeación y enseñanza–, “Tauromagia Mexicana” no se aparta del sentido ético y riguroso que le imprimió, desde un principio, un taurino de pura cepa: Enrique Martín Arranz, que años atrás había sido una pieza clave en la creación de la Escuela de Tauromaquia de Madrid que tantos –y tan buenos– profesionales ha aportado a la Fiesta desde hace más de tres décadas.
Porque Enrique no sólo fue el autor intelectual de este proyecto tan ambicioso, sino el promotor adecuado para sembrar la inquietud en varios personajes de la Fiesta de México que supieron financiar y promover la urgente necesidad de “hacer toreros”. A como diera lugar. Y lo consiguieron.
Uno de ellos es Julio Esponda, ahora convertido en el mentor más visible de
Proyecto ¡Vamos por un torero!
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Escuela de Tlaxcala Salvador Novoa César Gutiérrez
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“Tauromagia Mexicana”, que, ayudado por ganaderos y varios amigos, supo encauzar aquella idea nada guajira de Martín Arranz cuando, hace poco más de una década, eligieron a un puñado de niños que tenían aspiraciones de convertirse en toreros.
De ahí han surgido cuatro matadores de toros con amplia proyección como Octavio García “El Payo”, Arturo Saldívar, Mario Aguilar y Sergio Flores, que a base de disciplina y esfuerzo, con las enseñanzas de maestros españoles como Carlos Neila, que fue el primero, o Juan Cubero más tarde, que terminó de pulir a los integrantes de la primera promoción.
Quizá el logro más importante de “Tauromagia Mexicana” sea haber llevado a sus toreros a plazas de la jerarquía de Madrid, donde ciertamente no hubo presencia mexicana en muchos años. Y no sólo eso, sino que El Payo –que cortó una oreja en el Certamen Ocho Naciones de 2007– o Saldívar y Flores –que tan buen papel hicieron en Las Ventas como novilleros– este centro de enseñanza adquirió una reconfortante credibilidad, la que otorga la formación de hombres de recia convicción.
Y ahí vienen detrás otros prospectos de este grupo, como es Brandon Campos, y a buen seguro seguirán “fichando” a otros más tiernos, pues aquello de que la cantera de toreros en México es inagotable, no es una frase de cartón sino una realidad que no había conseguido destaparse debido a la mentalidad rácana y ausencia de visión de los formadores de toreros de épocas pasadas.
La influencia de “Tauromagia Mexicana” se ha dejado sentir en la creación de la Escuela Taurina de la empresa Espectáculos Taurinos de México, que encabeza don Alberto Bailleres González, una prueba fehaciente de que es preciso que los empresarios también se involucren en un asunto fundamental para el desarrollo de la Fiesta, con el consiguiente compromiso de dar novilladas y avanzar juntos hacia el mismo destino.
Novilladas sin picadores
¿Qué hace falta en México para continuar con esta labor tan necesaria? Que no se pierda el rumbo. Ver a la Fiesta como un espectáculo integral que requiere de gente conocedora y decente en la formación de toreros; maestros capacitados y exigentes, que conozcan bien de qué están hechos los aspirantes a novilleros para que puedan extraer lo mejor de ellos desde su primera etapa en los ruedos.
Pero también hace falta que los estamentos que conforman la Fiesta –ganaderos, matadores, subalternos y empresarios– sigan promoviendo la creación de escuelas taurinas que cuenten con el apoyo económico de los alcaldes y en breve cuaje en Méxco ese proyecto ya existente para se celebren novilladas sin picadores en vez de festivales de escuelas taurinas.
Esta será, sin duda, la gran asignatura de aquí a la próxima década, ya que el formato de “novillada sin picadores” servirá para que los chavales se vayan fogueando con un grado más alto de profesionalidad y este tipo de festejos se conviertan en un filtro para todos aquellos que vayan a dar el paso siguiente: actuar en novilladas con caballos y con auténticos novillos. Se trata de una formación más sólida y competitiva.
Ojalá que esta inquietud, que ya está permeando en las agrupaciones taurinas, llegue a consolidarse en breve con la finalidad de que contribuya a cerrar un círculo
Escuela de Tlaxcala
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Minuto de silencio, tiempo de reflexión
Horacio Reiba “Alcalino”
Para la mayor parte de la gente que va a los toros, la corrida se traduce en ruido, color, algarabía y, en definitiva, fiesta. Qué arte ni qué rito ni qué ocho cuartos: ver y dejarse ver, oír y hacerse oír. Sol, alcohol y pasión. Pura y desenfadada alegría… Pero la tauromaquia tiene también su cara sombría. Es la cara de la muerte, tan presente siempre. No en balde se nos acusa –aunque al hacerlo se ofenda la semántica y se tergiverse el hondo sentido del toreo– de instigadores insensibles de la tortura animal. Y no en balde, el martirologio taurino lo integra una lista impresionante de percances mortales, donde caben por igual famosos e innominados. Mucho más de éstos que de aquéllos, aunque la historiografía se muestre a menudo indiferente con esas víctimas sin mayor espacio en las crónicas y los fastos de la lidia.
A esta última categoría pertenecía Laureano de Jesús Méndez Uh, el joven lidiador muerto por cornada el sábado 7 de diciembre de 2013 en la población yucateca de Xuilub, por un bovino criollo de la región que en uno de sus descompuestos derrotes le vació un ojo derecho y le perforó el cerebro. En el hospital de Valladolid adonde apresuradamente se le llevó sólo pudieron certificar su defunción. Laureano había nacido en Peto, Yucatán, y contaba al morir 29 años.
A esa información se reduce la nota publicada en unos pocos medios. Mayor concisión, imposible.
Capeas y similares
La estadística de corridas y novilladas formales nunca registrará festejos como el de Xuilub que le costó la vida a Laureano de Jesús Méndez. Y eso que, en el área donde México se vuelve Centroamérica –de Campeche a la península y de Tapachula a Guatemala— abundan este tipo de festejos populares de formato incierto –mezcla de capea, jaripeo y toreo cómico–con que numerosas poblaciones acostumbran dar realce a sus fiestas patronales, celebraciones que muchas veces se prolongan durante días, dando lugar a los famosos novenarios.
No hay que desdeñar la importancia de estas variantes libres e inclusive exóticas de la tauromaquia. En ellas se formaron toreros que, a falta de influencias que les abrieran un hueco en los carteles de cosos importantes, encontraron buena acogida y empezaron a desarrollar sus respectivas tauromaquias. Basten los casos de Joselillo y El Imposible para dar idea de la posibilidad de que surjan frutos maduros de esa dura y polvorienta escuela de la vida y el toreo que han sido y son las ferias del sureste mexicano. Sin olvidar que Manolete empezó su andadura participando, vestido a veces de luces y a veces de corto, en la parte seria de la Banda del Empastre, agrupación cómica que recorría los cosos españoles en los años previos a la guerra civil.
Doloroso contraste
Para el aficionado curtido, la presencia de la muerte en los toros se concentra en la resonancia de nombres como los de El Espartero, Antonio Montes, Joselito El Gallo, Carmelo Pérez, Alberto Balderas, Manolete, Paquirri o Yiyo. Y los de toros “tristemente célebres” –así decían los revisteros antaño– como “Perdigón”, “Matajacas”, “Bailaor”, “Pocapena”, “Michín”, “Granadino”, “Cobijero”, “Islero”, “Avispado” o “Burlero”, entre tantos más. Del “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” al cartel maldito de Pozoblanco, pasando por Talavera, Manzanares, Linares y Colmenar Viejo, existe profusión de héroes cuya luminosidad fue cegada por un súbito crespón luctuoso. Nombres que nos recuerdan que la grandeza del toreo se alimenta de riesgo y dolor, y mantiene una permanente comunión con la muerte. Una comunión y una presencia constantes, acechantes, que lo diferencian radicalmente de las demás artes.
Un siglo de sangre
Hemos llamado aquí Siglo de Oro de la Tauromaquia al que se inicia en 1913-14, con el encumbramiento y alternativa de Juan Belmonte. Con su evolución lógica, con sus luces y sombras innegables, nunca en la historia de este arte singular se ha toreado más ni mejor. Pero así como ha sido una etapa –cien años ya– de obras y gestas magníficas, también la jalonan profusamente constantes sobresaltos y abundantes muertes de seres humanos en las plazas de toros tanto grandes como pequeñas, famosas o insignificantes.
Que el recuento histórico suela eludir a éstas últimas –placitas de vigas o talanqueras, improvisadas en corrales, plazuelas públicas o campos deportivos– y acostumbre en cambio concentrar un interés morboso en las tragedias que sacudieron al mundo taurino por la trascendencia del héroe caído, no debe ocultarnos que mucho más cerca están del riesgo de una cornada precisamente aquellos que por su deficiente preparación técnica y física, y por la índole del ganado que se ven obligados a enfrentar para acceder
a un mísero jornal, peor pueden defenderse de un peligro que nunca desaparecerá por completo, ni para el torerillo anónimo ni para los grandes. Pero que el poder de las figuras sí consigue aminorar considerablemente por los dos motivos apuntados: a mayor sitio en la plaza e influencia en los despachos, ganado más asequible y cómodo. Comodidad derivada tanto de la buena procedencia de los animales como de las variadas maneras de manipular la edad, poderío y conformación natural de los mismos que la picaresca taurina ha sabido desarrollar al margen de los reglamentos.
Breve recuento
De un somero repaso al martirologio de la Fiesta en México pueden derivarse algunas conclusiones provisionales. Es explicable que el período con mayor número de víctimas mortales coincidiera con una época de recursos médicos sumamente precarios, de modo que entre 1886 –cuando un bicharraco de Ayala acaba en Texcoco con la vida del veterano Bernardo Gaviño– y 1944 –cuando se usó por primera vez la penicilina para tratar una cornada–, una estadística aproximada nos habla de siete matadores, dos picadores, un torero cómico, 12 banderilleros y nada menos que 16 novilleros muertos por asta en distintos cosos nacionales.
Las mismas razones podrían aducirse para justificar una disminución a partir de entonces, pues de 1945 a la fecha –y pese a un marcado incremento en el número de festejos– las víctimas mortales disminuyeron a tres banderilleros, un rejoneador, un picador, un becerrista y ningún matador de toros, pero no entre la novillería (17 decesos), si concedemos esta categoría lo mismo a jóvenes ya colocados y en vías de tomar la alternativa –como Joselillo en 1947– que a muchachos como el infortunado Laureano de Jesús Méndez, que si bien actuaba como matador en festejos a la usanza yucateca difícil-
Tendencia actual
Hablamos de una actualidad que fácilmente se extiende a cinco décadas, durante las cuales hubo cornadas gravísimas de las que venturosamente sobrevivieron, entre otros, Antonio Velázquez, Manuel Capetillo, Jesús Córdoba, Humberto Moro, Mauro Liceaga, Jaime Bravo, José Huerta, Manolo Martínez, Fabián Ruiz, El Pana, Antonio Lomelín, El Glison, Jorge Carmona, Juan Clemente, Juan Pablo Llaguno, Jairo Miguel, José Tomás o, entre los subalternos, David Siqueiros “Tabaquito”, Filiberto Rivera “Pinochito” o Alberto Ortiz “El Chaval de Orizaba”. La cuenta fue notoriamente a menos a partir los años noventa –aunque registraran los letales percances de Alberto Bricio en Guadalajara y Eduardo Funtanet en la Plaza México–, y durante el siglo XXI, su incidencia se abate bruscamente.
Las víctimas mortales en cosos del país a partir de 1970, incluidas las dos mencionadas y la reciente de Laureano de Jesús en Yucatán, suman ocho según mis cuentas. No hay entre ellas ningún matador de toros –de hecho, el último fue Alberto Balderas (29-1240)– pero sí dos subalternos –El Chinanas en Tijuana (28-08-78) y El Chato de Tampico en Villa Colima (13-01-80)– y nuevamente aparece como la categoría más castigada la de “matador de novillos”, con cinco decesos; entre éstos, solo uno en un coso de primera –el Nuevo Progreso, donde el 6 de junio de 1994 el novillo “Fistol”, de Yturbe Hermanos mató a Alberto Bricio–, y los cuatro restantes en festejos populares de registro incierto y en perjuicio de muchachos sin nombre ni aspiraciones mayores: Manuel Maldonado en Altamirano, Guanajuato (29-12-70), Jaime Sánchez al que degolló un cebú al pasarlo de muleta en Tepalcingo, Morelos (23-0974), Sergio X en Huetamo, Mich. (octubre de 1977) y Laureano de Jesús Méndez Uh en Xuilub, Yuc. (07-12-2013). Cabría preguntarnos qué clase de asistencia sanitaria pueden haber tenido estos infortunados lidiadores. Y aunque por lo menos dos de ellos, Jaime Sánchez y Laureano de Jesús, sufrieron heridas mortales de necesidad, tan dolorosos episodios conllevan un llamado de atención a quienes lucran con la afición o la desesperación de jóvenes o veteranos enfrentados a la necesidad de participar como toreadores de feria, por unos cuantos pesos y sin garantías de asistencia médica adecuada. Un llamado que atañe por igual a organizadores de dichos festejos y autoridades que permiten su celebración y medran a su costa. Utilizando a veces como atracción a animales toreados con fama de asesinos.
Conclusión provisional
Al margen de la observación anterior, esta somera relación de percances mortales mucho dice sobre el riesgo intrínseco de la actividad taurina en cualquiera de sus formas, pero también acerca de los progresos de la cirugía y tratamiento de heridas por asta de toro y su oportuna aplicación. No parece, eso sí –y me remito al detalle de estas estadísticas, fáciles de comprobar por el lector interesado–, que el post toro de lidia mexicano tenga mucha vocación de victimario. Más bien al contrario, pese a excepciones como la de “Navegante” y José Tomás.
No se trata tampoco de que quienes frecuentamos los festejos taurinos lo hagamos con la morbosa aspiración de presenciar cornadas. Nos llama el arte, no la sangre. El sacrificio del toro, animal criado para una lucha y una muerte dignas, es parte fundamental del rito. El del torero, una eventualidad indeseable pero potencialmente necesaria para autentificar el sentido de la lidia. El arte de torear descansa en un delicado equilibrio de fuerzas. Romperlo significa destruirlo. Así, sin más. la vocación del toreo en el mundo
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