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El milagro de ser torero

Por: Santiago Aguilar

Fotos: Bolívar Castro, Alberto Suárez, Alfredo Pastor y Andrea Acosta

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Nuestra pandilla creía que el campo era suyo, y habíamos tomado a la Tablada como una escuela de tauromaquia. Las noches de luna íbamos a torear en los corrales y durante el verano nos íbamos a desafiar a los toros en la dehesa a pleno día. El toro campero en la dehesa era el que más nos gustaba, pero era penosísimo. Teníamos que andar horas y horas por el campo, bajo un sol de plomo fundido y entre los cardos borriqueros que nos atormentaban clavándonos en la carne desnuda sus terribles puyas. (…)

“Para torear de día en la dehesa atravesábamos el río a nado. Dejábamos la ropa escondida en los matorrales de la orilla y nadábamos llevando amarradas a la cabeza las alpargatas y la chaqueta, que nos servía para torear. Completamente desnudos, insensible nuestra piel, como la de las salamanquesas, al fuego que bajaba del cielo, andábamos ligeros y ágiles entre los cardos y jarales de la dehesa hasta que conseguíamos apartar una res, y allí mismo, en un calvero cualquiera, la desafiábamos con el pecho desnudo y el breve engaño en las manos para hacerla pasar rozando su piel con la nuestra. El toreo campero, teniendo por barrera el horizonte, con el lidiador desnudo, oponiendo su piel dorada a la fiera peluda, es algo distinto, y, a mi juicio, superior a la lidia sobre el albero de la plaza, con el traje de luces y el abigarrado horizonte de la muchedumbre endomingada”.

Este alucinante episodio referido por el inmenso Juan Belmonte al no menos grande Manuel Chávez Nogales, en la inolvidable biografía del genial lidiador, ilustra con fidelidad el camino que, hasta hace algunas décadas, debían recorrer quienes adoptaban al toreo como forma de vida.

Los sacrificios, el campo, las capeas y el valor fueron los elementos indispensables

Cruz Ordóñez Cruz Ordóñez

para forjar un torero, profesión que hasta hace algunos años contaba con un incomparable prestigio, lustre y visibilidad, a niveles que centenares de muchachos en todos los países taurinos se decidían a emprender la búsqueda de la gloria en una apuesta casi imposible debido a las complejidades que entraña una carrera cuyo andarivel está marcado por la vida y la muerte.

Luego de la época dorada de la Fiesta y al cabo de la absurda guerra civil, el ascético Manuel Rodríguez fue cursante de una incipiente escuela taurina; Filiberto Mira, en su libro “Manolete vida y tragedia”, apunta los inicios profesionales del “Monstruo de Córdoba” en el Campo de la Merced, considerado en las primeros lustros del siglo pasado

como un laboratorio para producir toreros. Estos primeros conocimientos los complementó con los que recibió en la Escuela de la Montilla en la que se enfrentó a su primera becerra.

“Alameda cordobesa de singular encanto y sede de la mejor torería. Jardín en el que se cultivaron tantas juveniles ilusiones lidiadoras. Toreros en abundancia nacieron en su entorno. Diestros que alcanzaron las más altas cumbres, en su arena dieron los primeros capotazos, verónicas al aire o iniciales muletazos al carretón”.

“Laboratorio de las iniciales experiencias con la capa, las banderillas y la muleta. Escuela al aire libre en la que se aprendían a dar los pases por bajo o por alto; los lances de frente o al costado; los derechazos o los naturales: los molinetes o los ceñidos de pecho. Bajo su sol se alumbraban teóricos pares de banderillas y en los atardeceres se simulaban fabulosas estocadas.

En este cordobesísimo Campo de la Merced, ocurrieron los primeros balbuceos de Lagartijo, de El Guerra y también los de Manolete. Nadie pensaba en los inicios de éste que, como me dijo Luis Miguel, se bastaría por sí mismo para llenar de toreo una plaza, sin necesidad de tener un toro delante. Circunstancia esta –en opinión del madrileño– posible en Manuel Rodríguez por lo inconmensurable de su solemnidad torera.”

Los casos de Belmonte y Manolete, dos caras contrapuestas de lo que a través del tiempo ha constituido el aprendizaje del más duro de los oficios; el maletilla o capa que a fuerza de voluntad y pisadas de alpargata recorría largos trechos procurando un puñado de muletazos clandestinos; o, el seguro andar del escolar con otro tipo de exigencias. Lo cierto es que en uno y otro caso el reclamo era el mismo, para llegar a ser torero se requiere de unas inacabables fe y afición. En la primera mitad del siglo pasado surgió el último prototipo de figura forjada con arreglo a la vieja guardia, el explosivo Ma-

Armando Conde nuel Benítez Pérez que alcanzó la fama y la fortuna como El Cordobés, a quien José María Cossío describió de esta manera:

“La niñez y la adolescencia de este futuro multimillonario estarían presididas por una feroz miseria que fatalmente habrían de desembocar en una vida digna de un pícaro de nuestra literatura clásica. En unión de su entonces amigo íntimo comenzó una existencia de rapiñas de toda serie de comestibles, a la vez que, pensando que su liberación estaba en el triunfo en los ruedos, inicio su contacto con los toros invadiendo por las noches las ganaderías cercanas.”

El resto de la historia ya la conocemos y dice relación a una España sumida en la pobreza de tal manera que la gesta del “Fenómeno de Palma del Río” trascendió fronteras hasta convertirse en el modelo a seguir por los chavales de todo el orbe taurino.

El Ecuador no estuvo exento de esta corriente, es precisamente en aquellos años en que se vive la Edad de Oro del toreo local con el funcionamiento de dos plazas de toros en la ciudad de Quito y el inicio de la construcción del coso Monumental. Los grupos de torerillos recorrían improvisados escenarios en los que se desarrollaban festejos populares con la idea de buscar aquellos pases que despiertan la simpatía popular y con ella el generoso reconocimiento posterior. Edgar Puente, Armando Conde, Manolo Espinosa, Ricardo Cevallos, Mariano Cruz, Edgar Peñaherrera y Pablo Santamaría, podrían considerarse como los últimos que edificaron su nombre de la forma romántica. Sin embargo, aquel camino cierta-

Francisco Hinojosa

mente resultaba corto en tiempos en que el espectáculo taurino en este país emprendió un proceso de organización e institucionalización en todos sus apartados.

Así las cosas en ciudades como Quito, Ambato y Riobamba operaron las primeras escuelas taurinas que respondieron a la iniciativa personal de toreros retirados como César García, Paco Ordóñez, Luis Puertas Romero “Romerito”, Benjamín Ninahualpa y Jorge Nieto. Por una u otra razón, aquellos esfuerzos no lograron sostener en el tiempo su valiosa tarea.

La Escuela Taurina Jesús del Gran Poder que funcionó en la Plaza de Toros Quito fue la de mayor importancia y mejores resultados en cuanto a la promoción de nuevos toreros. Los cursantes cumplían un pensum educativo que incluía asignaturas como historia de la tauromaquia, fundamentos del toreo, conocimiento del toro de lidia y aspectos culturales; el temario teórico se complementaba con la parte práctica presente en el toreo de salón y participación en tentaderos. Finalmente, la preparación física de los aspirantes fue otro de los componentes importantes del proceso de enseñanza.

Desde su apertura este centro taurino orientó a decenas de profesionales del toreo, de hecho las últimas promociones de matadores, novilleros y subalternos surgieron de las aulas que funcionaron en la Plaza de To-

Diego Rivas ros Quito, y claro está en su propio ruedo.

Con la suspensión de la Feria de Quito resultado de la prohibición de estoquear a los toros en la arena, el escenario cerró sus puertas en el año 2012 y con él la escuela taurina.

Más allá del valioso aporte de este centro de instrucción, los toreros locales miran hacia el exterior para completar sus conocimientos, escuelas de Colombia, España y México sirven de soporte a los aspirantes ecuatorianos para procurar completar su saber.

Diestros como Antonio Campana, Guillermo Albán, Diego Rivas, Cruz Ordóñez, Martín Campuzano, Álvaro Samper, Curro Rodríguez y Pablo Santamaría hijo, son el resultado de esta ecuación.

Lo cierto es que pese a que muchos echan de menos a la capea y sus correrías, en los días que corren las escuelas asumieron la tarea de nutrir de lidiadores a la industria taurina. La escolaridad de manera alguna supone que los aspirantes no deban contar con una serie de cualidades indispensables muy difíciles, muy difíciles de conjuntar, al punto que el gran José Miguel Arroyo “Joselito” figura del toreo que creció en la Escuela Taurina de Madrid, en su biografía “Joselito, el verdadero” puesta en el papel por el escritor Paco Aguado, comparte una experiencia que le marcó de por vida como su paso por el prestigioso centro:

“...tenían allí colgado un letrero grande que decía que ser torero era muy difícil y ser figura, casi un milagro.”

Chicuelina Orticina Quite de oro

Zapopina afarolada Farol de rodillas

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