10 minute read

Paseíllo, Luis Pérez Oramas

Las declaraciones de tres maestros del toreo, Antonio Ordóñez, Paco Camino y El Niño de la Capea con palabras expresadas ante testigos en momentos diferentes al autor de este libro nos obligan y entusiasman reproducirlas en homenaje a Javier Garfias de los Santos, que se atrevió romper las órdenes de don Antonio para alimentar las cotas de excelencia de la cría del toro bravo en América.

La primera fue la de Antonio Ordóñez, en Ronda; vinieron luego Paco Camino y Pedro Gutiérrez Moya “Niño de la Capea” en la Tertulia con Ventaurinos en noviembre de 2020. Tres maestros del toreo que coincidieron en que sus faenas más completas, las faenas que a ellos les agradó absolutamente a través de los años y de miles de toros que han lidiado en sus extensas carreras.

Tres toros, tres nombres y un apellido: Garfias.

Toros de don Javier Garfias de los Santos: Carnavalero, Navideño y Manchadito lidiados en Lima, Querétaro y México por Ordóñez, Camino y El Capea respectivamente.

Así que, con el permiso de la autoridad y si el lector no lo impide…

EL TORO DE GARFIAS Y EL OTRORA

Luis Pérez Oramas (*) Historiador del arte y curador del Museo de Arte de Nueva York , poeta y aficionado, aragüeño con mucho orgullo de ser de Maracay.

I. Garfias

Parece ser que Don Indalecio Prieto, republicano en su exilio mexicano, cuando diera la bienvenida a Manolete, se atrevió a afirmar que aquella llegada había sido, después de la de Hernán Cortés, la más significativa de un español en tierras novohispanas.

Con Cortés llegaron a México los toros de lidia, acaso fugaces bravos de encaste navarro cuya sangre persiste, como un rastro fósil, en innumerables camadas de lidia mexicanas. Más significativamente, con el toro de lidia llega a México la posibilidad de sustituir los rituales de sacrificio humano que habían prevalecido en las culturas prehispánicas por la liturgia ceremonial del sacrificio animal que representan, primero, los juegos de toros y cañas antiguos que acompañaron cada fundación de ciudad novohispana, luego la corrida moderna, que tiene en México uno de sus polos capitales.

No podrá negarse que sólo este fenómeno es un aporte en rigor civilizatorio de primer orden: uno de los grandes logros de la civilización americana.

Se habla hoy, en México, y en el vasto mundo taurino de América y Europa de un encaste ‘Garfias’. Las dos grandes gestas creadoras del bravo mexicano, cuyo protagonismo ha sido épico en la historia del toreo moderno, fueron el encaste fundado por los hermanos Llaguno, a partir de toros del marqués de Saltillo y luego, desde esta fundación, el encaste que Don Javier Garfias logró cristalizar desde 1948 y cuya sangre corre hoy por la vasta mayoría de las venas del bovino bravo de México y América.

Yo quisiera pensar en un paralelismo trasatlántico: así como Juan Pedro Domecq y Villavicencio logró, a través de su brillante descendencia ganadera, hasta hoy, hacer posible la utopía del toro ideal que imaginó en el alba de los tiempos modernos aquel Vicente José Vázquez; así mismo Don Javier Garfias desde el rastro de los toros de Cortés hasta Llaguno pudo lograr, a través de su brillante descendencia ganadera, convertirse, como Domecq en España, en el océano mayor de la sangre brava del toreo americano.

No es poca cosa. En realidad, es enorme y trascendente. Me explico: la tauromaquia, como todas las cosas verdaderamente significativas de la invención cultural, se alimenta de una temporalidad que no es simplemente cronológica. La corrida arrastra una anterioridad que nos precede, y haciéndola presente en la encarnación que representa el toro bravo, y en su muerte por espada humana, nos retorna a la potencia, a la posibilidad de ser desde el orígen soberanos de nuestra experiencia individual y colectiva. Es decir, la tauromaquia avanza para poder nosotros atisbar aquello que nos hizo ser lo que somos, sin que supiéramos, y que nos catapulta hacia el porvenir. Se trata de una temporalidad heterocrónica, más cercana a la de la física cuántica que al ingenuo cuento de hadas de la historia lineal y progresista.

Es así que cuando Juan Pedro Domecq y Diez asume la conducción de la vacada adquirida por su padre, encaste principesco que viene desde Vázquez, pasa por Fernando VII, y llega al duque de Veragua, se encuentra con una ecuación de bravura en realidad irresuelta: Vicente José Vázquez había soñado la alquimia de bravura con encastes diversos, hacia 1780, uniendo a los toros del marqués de Casa Ulloa (que eran fuertes y ceñidos) con aquellos de encaste Cabrera (que eran de imponentes dimen-

siones), con la sangre de los toros de Bécquer (que eran animales con sentido) pero en medio de su sueño vino a toparse con una cifra faltante: intenta, entonces, y hace lo posible, por hacerse con toros del marqués de Vistahermosa (bravos encastados y más bien pequeños), sin lograrlo plenamente. Este toro incompleto fue el animal que dominó los ruedos decimonónicos hasta que Juan Pedro Domecq elimina todo lo de Veragua a inicios del siglo XX y trae sangre de Tamarón, Conde de la Corte, puro de Vistahermosa, logrando, en un salto atrás y creativo, digno de Juanito Apiñani en el grabado goyesco, 100 años más tarde, cerrar la elipse de la utopía vazqueña, el sueño del barbero de Utrera, Vicente José Vázquez. Y este ha sido el toro del siglo de la modernidad.

Yo quiero pensar que Javier Garfias, como Domecq, debe ser considerado, en los anales principales de la tauromaquia, uno de los inventores del toro moderno, esta vez en América y que en sus morlacos viene a hacerse verdad un sueño apenas esbozado en los orígenes de la civilización mexicana con la llegada de aquellos toros de casta navarra, hoy desparecidos de la faz terrestre, cuya sombra de bravura es el bajo continuo de los legendarios animales de Llaguno y de la leyenda viva del encaste Garfias, un toro para el siglo XXI y para la tauromaquia contemporánea. Voy a citar a un autor francés, ajeno a la corrida, el gran filósofo poético que es Pascal Quignard: “La historia humana no es lineal. El tiempo de las sociedades animales, luego de las sociedades animales domesticadas, es decir el tiempo neolítico que poco a poco se transformó en tiempo histórico, es estacional, circular, agrícola, festivo, anular, anual. La sociedad, en las sociedades más avanzadas, continúa siendo annus, circulus, circulus vitiosus. El regressus que la fascina y que la condena yace en ese punto.

Círculo vicioso de la Historia. Las sociedades humanas insensiblemente derivadas de las sociedades animales están destinadas a un ciclo de predación e hibernación -de guerra y de reposo- cada vez más desacordado con la temporalidad lingüística, técnica, matemática, industrial, financiera, lineal en la cual la humanidad cree reconocerse, pero que despliega un ritmo en el cual esta no vive.”

Yo afirmo que el otrora, lo Anterior absoluto, retorna a nosotros con el toro de lidia y quiero señalar con ello este prodigio cultural que consiste en los humanos tomar cuenta de esa temporalidad precedente en la que, por debajo de nuestra temporalidad lingüística y lineal, suce-

siva, por debajo de la predación y de la hibernación, de la guerra y el reposo, de las sístoles y las diástoles filogenéticas, en verdad existimos. Temporalidad que retorna con el toro: tiempo afásico, súbito y ante-temporal. Por ello se desmorona en el toro de lidia la tensión binaria a través de la cual solemos distinguir los animales salvajes de aquellos domésticos.

El toro de lidia no es ni lo uno ni lo otro: es el animal humano por excelencia, el animal de salvación y conservación humana: creación humana sobre un fondo animal que nos precede, ante-temporal, ante-predatorio, ante-binario, ante-mundano, procedente de ese antes cuando predadores y presas no habían descubierto aún su polarización salvaje.

El toro de lidia es lo que nos queda de ese otrora. No puede existir, en mi humilde entender, una creación cultural más sofisticada que la de un ganadero como Javier Garfias, pues significa criar (es decir, crear) sobre el fondo primal de lo que fuimos, el estado de entelequia que nos precede, la esperanza de verlo aparecer de nuevo entre nosotros, pura potencia en su regressus, trayendo consigo por un instante fragilísimo ese otrora: acontecimiento que sorprende y enmudece cada vez que retorna para verlo, un instante, antes de morir. Quizás no hay momento más extrañamente superior en una forma expresiva que aquel en el que esta se manifiesta en el riesgo de su desaparición, a borde del aniquilamiento.

Quizás el mundo -o aquel mundo siempre dominante y presto a izar sus banderas morales, el angelista mundo de los “bien pensantes”, el mundo siempre temible de la “buena conciencia”, el mundo de las “almas buenas” que no han cesado de hacer daño en su convencimiento de ser tan humanos, tan “más que humanos”- quiere que desaparezca de la faz de la tierra este animal maravilloso, y con él la figura heroica del matador de toros. Lo quiere -dicen- para que no sufra el toro, porque -supuestamente- les gusta mucho el toro, tan bonito, tan de estampa.

En verdad quieren su desaparición para no ver su muerte, es decir: para que no nos importe su muerte, para que en la invisibilidad de los mataderos sigan muriendo ciegos a nuestros sensibles ojos los cientos de millones de animales domesticados que nos alimentan (y, a veces, mal nos alimentan desde su oscura y ciega muerte mansa, en masa). Quieren que desaparezca la figura del matador de toros para poder seguir matándolos en masa, en silencio, y sin imágenes. Quieren prohibir, como han hecho

siempre las “almas buenas”, desde que no cesan de hacer su “daño”, aquello que no soportan, aquello que no pueden ver, aquello que no les es limpio, ni transparente, ni puro, ni dulce. Quieren que desaparezca, por fuerza de ley, inquisitorial y moralista, el noble oficio rudo y bello del hombre que con una espada mata, ceremonialmente y en público, al toro de combate que trae en su lomo lo que fuimos cuando sólo éramos potencia de lo que llegaríamos a ser. No les importa que no haya razones para esa prohibición: porque los únicos argumentos que adelantan son sus “impresiones”, sin siquiera preguntarse cómo esa prohibición afectaría -o no- al interés general. Por ejemplo, sin importarles que esa prohibición condenaría irremediablemente una especie animal, sublime, distinta y única, a su extinción.

Pues bien, a ellos, almas buenas y bien pensantes angelistas, que son en verdad los minotauros, habría que leerles estos versos de Borges: “No aguardes la embestida/ del toro que es un hombre y cuya extraña/forma plural da horror a la maraña/de interminable piedra entretejida./No existe. Nada esperes. Ni siquiera/en el negro crepúsculo la fiera.”

A ellos habría que decirles, en fin, lo siguiente: el mundo será menos mundo cuando no haya toros bravos. Será sólo el equivalente de un “programa”, porque si algo no estaba previsto en el proyecto de la humanidad moderna e industrial era la supervivencia memorial de nuestra relación primigenia con el animal primal, la posibilidad de atisbar lo que fuimos antes de empezar a ser lo que somos que la tauromaquia, como memoria significante y súbita, no cesa de volver a hacer presente.

Entonces, si se perdiera el prodigio cultural que es el toro de lidia, como estos que ha sabido criar durante un siglo la familia Garfias, desaparecería el último lazo que nos vincula con la entelequia potencial de lo humano antes de que viniese a ser, y nos empobreceríamos inconmensurablemente más en el ahora, nos perderíamos en el puro desierto del ahora, en el presente sin memoria y sin futuro que tampoco cesa de proyectar la garra de sus terribles amenazas.

Luis Pérez Oramas (*)

Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960 - reside en Nueva York) ha ocupado el cargo de Estrellita Brodsky Curator of Latin American Art del MoMA - Museum of Modern Art de Nueva York, desde 2006 a mayo de 2017.

Doctor Historia del Arte, por la École des Hautes Études en Sciences So-

This article is from: