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A manera de prólogo ¡Hay que zumbárselo! pues el libro está de Puerta Grande

ingenioso revistero, porque toreando con la zurda nunca alcanzaba las magnitudes estéticas y emotivas a que llegaba con la diestra. Nos platica su estrecha relación con aquel torero Antonio Velásquez, del que nos da a entender era un valiente como el que más y por andar de intrépido en una tarde noche, en su morada en una reunión donde se hallaba el propio Don Víctor López, el leonés desde la azotea se precipitó accidentalmente de un jalón hasta la banqueta donde se partió la crisma y se fue a la tierra de nunca jamás.

A Manolo Martínez lo describe primeramente como ‘un joven de raquítico aspecto’ y nos revela algo impensable como el hecho de que quien sería ‘El Mandón’ se atavió para su debut en la Monumental de Valencia de pizarra y plata, luego como pa’ levantar la polémica nos dice ‘Vito’, que Manolo hombre de gruesa madurez, que culminaría sus días en los ruedos con una expresión técnica corta y escueta, aunque precisa y profunda.

Y el capítulo dedicado al regio lo remata con algunos datos numéricos que servirán para acallar a los ignorantes del ‘Martinismo’, que no se cansan de cacaraquear que ‘El Número Uno’ no fue contundente en España.

Ya que de baranda me he referido al terruño ibérico sobre sus toreros, este libro nos pintara al dedillo los aconteceres de sus personajes, sobretodo en tierras americanas y subrayadamente con las páginas que escribieron matadores de diversas categorías entre cuya gama se barajan nombres como el de ‘Manolete’, Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordoñez, Antonio Bienvenida y desde luego el autor se decanta abiertamente por la amistad y gusto que le provocaba ‘El Niño Sabio de Camas’ Paco Camino.

Regresa con los de América y a los mexicanos los reconoce como quienes forjaron lo mejor de la afición venezolana, subrayadamente ‘Armillita´, Garza, ‘El Soldado’ y presenta como el torero más querido por la afición bolivariana a Luis Procuna de quien nos narra anecdóticamente que ha sido el único coleta que ha cortado una pata en el Nuevo Circo.

Hay que decir que la ocupancia que le brinda a la torería sudamericana,

a la ganadería, a la empresa y a los apoderados que en ella han escrito historia, aquí queda más que ampliamente registrada sin favoritismo de paisanaje y si con fidelidad que va siempre bordando con el hilo fino de la veracidad.

Importantes y hasta sorprendentes líneas son las que le dedica el escritor a ese personaje llamado Adolfo Guzmán el que hizo que en torno a él brotara el ‘Guzmancismo’ y es que este torero del barrio de Tacubaya toreo más como novillero en tierras venezolanas que los toreros nativos. Prácticamente cierra y cierra fuerte con el colombiano que abatió cuatro tardes el portón grande de las Ventas y de quien Pepe Dominguín, nos relata ‘Vito’ dijera; ´Lo de César Rincón es como si le hablaras a Dios… Y que Dios, te conteste´.

Y desde luego todo este peregrinar por los continentes de la taurina esta aderezado con la precisión de lugares y personajes que testificaron en su momento pasajes de este periodista Víctor José López, ‘Vito’, con quien he tenido el honor de alternar en columnas, micrófonos, charlas y diluvios de recuerdos, por ello sin empacho puedo decir que de él emana por sobre todas las cosas, esa divisa excelsa de los elegidos que escriben con las neuronas y más allá de hacerlo bien y gratificantemente lo hacen con el compromiso de lidiar con las manos limpias.

¡Gratitud! Bardo de la Taurina Madrid 2015

C a p í t u l o s

C a p í t u l o 1

Con mis dos compadres mexicanos, Raúl Izquierdo y Raúl García, tarde de toros en la Plaza México.

Antonio Velázquez y Eloy Cavazos

Al bajar del taxi, en el cruce de Cinco de Mayo con Isabel La Católica, el viento corría y jugaba a los remolinos a ras del suelo. Un portero de larga talla, huesudo y con cara de ave de rapiña, sacó del asiento delantero del auto el maletín y la máquina de escribir mientras cancelaba al taxista el importe del viaje desde el aeropuerto hasta el viejo centro.

Había llegado a Ciudad de México.

Todo comenzó el seis de octubre de 1968, en una buhardilla del Hotel Gillow, viejo edificio de indefinida arquitectura rodeado de reminiscencias que fueron parte de la urbe colonial. Era aquella gran ciudad construida sobre otra ciudad igual de grande con sus bases incrustadas en las semidestruidas construcciones de la grandiosa Tenochtitlán.

Templos y palacios, levantados por la Iglesia, por los ricos y los diversos gobiernos. Edificios de tezontle rojo y negro que según Humboldt, “podían figurar muy bien en las mejores calles de París, Berlín y Petersburgo”. Palacios cimentados con ingenio y audacia política. Recias casas tan atrevidas como atrevidos eran sus propietarios, los conquistadores. Hombres transformados, gracias a la fortuna, en intrépidos colonos. Más tarde en ambiciosos revolucionarios.

Mi primera visita a tierras aztecas era una mezcla de curiosidad y aventura, desamparada de los más elementales recursos. Sólo tenía

acceso a humildes fondas y hospedajes de aquel México que estaba de ida, la ciudad de los cafés y las cantinas populares. La primera cartilla de “visitas obligadas” nada tuvo que ver con las famosas pirámides o los monumentos precolombinos que ilustran las guías turísticas. Caminando el viejo centro de México conocí la ciudad del Vasconcelos que prohibió los toros y el jazz, por considerarlos cosa de negros y asesinos. El México de Martín Luis de Guzmán, el relator de la Revolución y de don Alfonso Reyes, suerte de receptáculo cultural del occidente hispanoparlante. Descubrí en mi incursión por los edificios públicos los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros, la terna de los grandes muralistas que percibieron la rutilante mezcla de la presencia histórica con la ingeniosa, sabrosa, cínica y única bohemia mexicana. Todo tiene que ver con restos de la bohemia madrileña, pasto del mestizaje, con restos de un confuso afrancesamiento que no entienden ni los propios mexiquenses, los habitantes de la gigantesca ciudad.

Me rodeaban los despojos de la ciudad donde creció Renato Leduc, el pueblo adorador de Rodolfo Gaona, el México que se le entregó sin reservas al primer “Torero de México”, Alberto Balderas. Era aquel el México auténtico del boxeo y de la lucha libre, el “deefe” del Ratón Macías y del Púas Olivares, la ciudad de las veladas en la Arena México, con El Santo y El Cavernario Galindo. Las noches de los teatros de burlesque con las muchachonas de las piernotas embutidas en medias de malla negra, que caminaban haciendo ruido con los taconsotes de sus zapatos, con movimientos exactos y precisos de la escuela de la Tongolele, las caritas pintadas adornadas con lunares cielito lindo junto a la boca y esas pestañotas postizas para esconder los ojos tapatíos, sobre la vieja madera de los destartalados escenarios de una ciudad que se representa así misma, con lo que fue y lo que se va,. Era aquella la primera vez que caminaba por la ciudad taurina, la que sembró pasión de Garza y de Armillita por los tendidos de las plazas de toros, esa pasión que nadie cambió ni por un trono su barrera de sol cuando toreaba Silverio, y que fue la sangre y el espíritu de esa fiesta única que es la fiesta de los toros mexicana. Allí está, con su envolvente frescor, la Alameda. Con los novios de siempre, unidos en el beso eterno. Alameda, jardín del que arrancó su nombre, igual como se arranca una fruta, para usarlo de seudónimo y escribir de toros, el letrado nacido en el Madrid (que en México se piensa mucho en ti), criado en la sevillana Marchena, Carlos Fernández Valdemoro. Maestro de generaciones de periodistas mexicanos que firmó las más hermosas piezas de la reseña taurina y rubricó magistrales

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