Novelas de Gavetas Franz Kafka
Abel Fernández-Larrea Shlemiel
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Abel Fernández-Larrea (La Habana, 1978). Narrador, editor y traductor. Ha recibido los premios Fundación de la Ciudad de Matanzas 2012 por Berlineses (Ediciones Matanzas, 2013), UNEAC de cuento Luis Felipe Rodríguez 2012 por Los héroes de la clase obrera (greatest hits) (Unión, 2013), Calendario 2014 por Trilogía sucia de Manhattan (Abril, 2015) y Celestino 2014 de Cuento por Los macabeos. También ha recibido las becas El Caballo de Coral 2008 por Absolut Röntgen (Caja China, 2009), Fronesis 2012 y 2014 por las novelas 1991 y Por el camino de Sión y Dador 2014 por Gótico americano. Tiene publicados además Los macabeos (Ediciones La Luz, 2015), y las novelas Buenos días, Sarajevo (Bokeh, 2015) y El fin de la inocencia (Bokeh, 2015).
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Abel Fernández-Larrea Shlemiel Aventuras y desventuras del señor Mostaza
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Abel Fernández-Larrea Shlemiel Aventuras y desventuras del señor Mostaza
Portada Robert M. Mottar, 1958 Publicado por Fra, Šafaříkova 15, 12000 Praha 2, República Checa, fra@fra.cz, www.fra.cz, en 2016, como su publicación Nro. 173 en la imprenta Tiskárna VS, Praha Primera edición © Éditions Fra, 2016 Text © Abel Fernández-Larrea, 2016 Cover photo © Robert M. Mottar, 1958 Author photo © Abel Fernández-Larrea, 2016 ISBN 978-80-7521-041-8
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1 Parafernalia
Todo comenzó el día en que el señor Mustarde recibió un paquete del extranjero. La cosa ocurrió del siguiente modo: el señor Mustarde estaba alistándose para salir a la clínica cuando, de repente, sonó el timbre de la puerta. Al abrir, vio a un hombre vestido con el uniforme de UPS, con un paquete en la mano. «¿El señor Jacob Mustarde?», preguntó el hombre de UPS. El señor Mustarde asintió, y el otro le extendió el paquete y una tablilla electrónica para que estampara su firma. Al marcharse el cartero, el señor Mustarde se quedó unos instantes junto a la puerta, sosteniendo el paquete. Luego, dejó el paquete sobre la mesa de la sala y subió a lavarse las manos. Se quitó el anillo, lo colocó cuidadosamente sobre el lavabo y se frotó varias veces las manos con el jabón. Tras esto, dejó que el agua bien caliente le quitara los restos de jabón durante cinco minutos. Bajó las escaleras, bebió agua de una botella recién abierta y se sentó frente a la mesa de la sala, contemplando la foto familiar colgada en la pared. Se ajustó los anteojos con la punta del índice. Entonces se decidió, finalmente, a tomar el paquete. Era un sobre de unas nueve pulgadas de largo por cinco de ancho, casi plano. No te7
nía remitente. Apenas el nombre y la dirección del señor Mustarde: Sr. Jacob Mustarde 613 Columbia St., Brooklyn Heights, Brooklyn New York, New York Nada más. Solo un sello con la foto de un castillo y la inscripción «Praha» en la parte inferior. «Praha» era la ciudad de Praga, eso lo sabía. Lo que ignoraba completamente era quién podía enviarle un paquete desde allí. Su mujer y su hijo se hallaban de vacaciones en el Caribe, y el resto de su familia, la poca que le quedaba, jamás había puesto un pie en Praga y, lo más probable, no lo pondría nunca. El señor Mustarde movió el paquete de un lado a otro, sopesándolo. Lo agitó junto a su oreja. Se lo acercó a la nariz y lo olió. Era un paquete normal. Es decir, no tenía ningún rasgo especial, característico, que lo hiciera diferente de tantos otros paquetes que se envían y se reciben a diario, desde y hacia todas partes del mundo. En total, el señor Mustarde tardó quince minutos en decidirse a abrir el paquete. Cuando, finalmente, buscó un abrecartas y, con sumo cuidado, despegó la solapa, una ola de aire frío le recorrió la nuca. Con la punta de los dedos de la mano izquierda tanteó el interior, y extrajo una tarjeta postal con la imagen del mismo castillo que reproducía el sello. Por el dorso, había una breve nota 8
escrita a mano, en tinta azul, con trazos ágiles y estilizados. La nota decía: Estimado: Hoy visité el antiguo cementerio judío de la ciudad, y no pude evitar acordarme de ti. Te envío un recuerdo de este sitio. Con afecto intemporal, J. M. Nada más. Los trazos tenían algo de femenino y juvenil, aunque el tono era más bien maduro. ¿Quién era esta persona que firmaba con sus iniciales y que con tanta familiaridad se dirigía al señor Mustarde? ¿Por qué se había acordado de él al visitar el antiguo cementerio judío de Praga –lugar, por demás, en el que el señor Mustarde jamás había estado, y del que tenía muy vagas referencias? Otra vez introdujo los dedos en el sobre, esta vez un tanto más osado. Sacó un envoltorio de nylon, del que a su vez extrajo una pieza redonda de tela azul. El señor Mustarde reconoció en el trozo de tela la prenda de vestir que tradicionalmente llevan los judíos pegada a la cabeza –nunca había tenido demasiado claro cómo– y que, apelando a una memoria borrosa, recordaba haberla oído nombrar como «kipá» o «yarmulke». Azul. El color preferido del señor Mustarde. Aunque esto podía ser una mera coincidencia. El señor Mustarde volvió a mirar el retrato 9
familiar. Su mujer y su hijo sonreían, con una sonrisa cómplice. Quizá se trataba de una broma. O era una burda equivocación. Alguien habría puesto mal las señas, o se habría confundido de persona. El señor Mustarde volvió a mirar el sobre. La dirección era correcta; es decir, era la suya. Buscó la guía telefónica. Aparte de él, solo había otro Mustarde en la ciudad y, curiosamente, también respondía al nombre de Jacob. ¡Ahí estaba la cosa! ¡La explicación! El señor Mustarde respiró aliviado. Incluso sonrió. Evidentemente alguien había trocado ambas direcciones, por lo cual él había recibido un paquete destinado al otro Jacob Mustarde. Tan simple como eso. Y había perdido veinte y cinco minutos de su vida por una confusión. Miró la hora y marcó el teléfono de la clínica. Respondió la voz de su asistenta. «¿Sí?» «Beth, soy yo. Cancela todas las citas de la mañana». Hacía tiempo había querido decir algo como eso, pero nunca lo hizo, por no quedar mal con sus pacientes. Ahora, sin embargo, se sentía aliviado. Dedicaría la mañana a devolver el paquete al correo, y quizá tendría tiempo de sobra para una caminata. Devolvió el trozo de tela a su envoltorio, este al sobre, junto a la tarjeta, y guardó el sobre en su maletín. 10
Volvió a lavarse las manos, durante cinco minutos, esta vez en el fregadero de la cocina. De pronto no había tenido ganas de subir las escaleras. Al llegar al correo, pensó que lo más probable sería que devolvieran el paquete al remitente, en lugar de intentar enviarlo al «otro» Jacob Mustarde, lo que en verdad era una pena –el señor Mustarde estaba convencido de que el remitente del paquete era una chica, que había confundido torpemente ambas direcciones. Las señas del otro Mustarde lo ubicaban relativamente cerca, en Williamsburg. No era nada llegarse hasta el lugar, de camino a la clínica. El domicilio del otro Jacob Mustarde estaba en la calle Broadway, cerca de la intersección con Bedford Avenue. Era un edificio viejo, el más viejo de los alrededores, y lucía como si hubiera sobrevivido a varios incendios. El señor Mustarde atravesó el umbral y se dirigió al ascensor, que, pese a sus expectativas, no era de esos abiertos, enrejados, sino hermético, lo cual le producía cierta aprensión. Sacó un pañuelo del bolsillo y apretó el botón. El ascensor abrió sus puertas. Siguiendo el mismo método, Mustarde pulsó el botón del piso correspondiente. La maquinaria se puso en marcha con un rugido asmático. El señor Mustarde se arrinconó en una esquina. Los latidos de su corazón incrementaron el ritmo y la glotis se le obstruyó por unos instantes. Pero, ¿qué estaba haciendo? Estaba más que 11
claro que todo esto era un error. Se había aparecido sin avisar, sin saber si su homónimo se encontraba en casa o estaba en disposición de recibirlo, y sin haber concertado una cita previa. Lo reprochable de su comportamiento lo atormentaba, un tormento materializado en el ruido de las correas que hacían subir el ascensor. De repente, la máquina se detuvo. El botón que indicaba el número se alumbró y las puertas comenzaron a abrirse. El señor Mustarde volvió a sentir asfixia, pero se hallaba totalmente incapacitado para mover el más mínimo músculo. Las puertas terminaron de abrirse. En el umbral, una chica joven fumaba y mascaba chicle. Parecía haber estado esperando toda una eternidad. La chica llevaba el pelo corto, pintado de rojo, unos jeans rotos y una camiseta transparente que parecía hecha de polietileno, bajo la cual se podía ver claramente un brassier negro talla C. «¿Arriba o abajo?», preguntó –casi escupió– la chica, sin dejar de mascar su chicle. El señor Mustarde abrió los ojos exageradamente. «¿Arriba o abajo?», repitió la chica, con un gesto de exasperación. Como el otro no contestaba, entró al ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Se colocó justo frente a las puertas, de espaldas al señor Mustarde. El humo de su cigarrillo llenó todo el espacio. 12
El señor Mustarde tosió y reparó en una pegatina con la señal que prohibía fumar, en la pared lateral del ascensor. «No debería fumar en este sitio», musitó el señor Mustarde, señalando la pegatina. La chica volteó la cabeza. Contempló al señor Mustarde de arriba abajo e hizo una mueca, mascando exageradamente su chicle. El señor Mustarde notó que la chica tenía las encías inflamadas. Caminó calle abajo. Necesitaba hacer circular otra vez la sangre en las piernas. Entrar en calor. El invierno había sido largo. La primavera, insuficiente. Ahora el verano se acercaba con un bochorno salvaje. Había que derretirse, que perder los moldes. El señor Mustarde se pasó el pañuelo por la frente y por la nuca. El sol pegaba fuerte. Se quitó los anteojos, empañados, y los frotó con el pañuelo. Unas yardas delante, caminaba un grupo de hasidim, todos forrados de negro, con sus sombreros y sus bucles. ¿No se ahogarían de calor? Los hasidim entraron a una joyería. El señor Mustarde casi los sigue. Un poco más abajo, en la calle, se topó con un grupo de hampones, todos con sombreros Fedora y trajes de sastre, todos sonrientes, que iban en dirección contraria. Mustarde volteó ligeramente la cabeza, para mirarlos de reojo. 13
Los hampones también entraron a la joyería. El señor Mustarde buscó refugio en el primer negocio que tenía a su izquierda. De repente, se vio a sí mismo en una armería. «¿Busca algo en especial?», le preguntó el hombre detrás del mostrador, poniendo un revólver muy brillante sobre el vidrio. El señor Mustarde retrocedió y casi hace caer una vidriera llena de fusiles de caza. Salió pitando del lugar. No era judío. Nunca lo había sido. Ni él ni nadie de su familia, hasta donde sabía. Entonces, ¿por qué alguien habría de regalarle una kipá del antiguo cementerio de Praga? Y, si se trataba de un error, ¿por qué le sucedía a él, precisamente? Llegó a la clínica pasado el mediodía. Tenía hambre. Con todo el trajín de la mañana se había olvidado de almorzar. La señora Weisz lo saludó desde su puesto en la recepción. «Tiene una cita», dijo. «La señorita Pamela Scarlatti, que viene por una limpieza». «¿Ya está aquí?», preguntó el señor Mustarde mirando a todas partes del recibidor. La señora Weisz se puso de pie y se le acercó. «Me tomé el atrevimiento de hacerla pasar», dijo sacudiéndole la bata. «¿Está usted bien?» Sintió el aliento de la señora Weisz en la mejilla. Olía a enjuague bucal y crema antiarrugas. 14
La señora Weisz era aún joven, pero se preocupaba –quizá demasiado– por proteger su piel tan blanca. El señor Mustarde se apartó. Ella bajó la mirada y volvió a su puesto. Al entrar a la consulta vio a una chica, de espaldas a la puerta, que jugueteaba con el instrumental. Una chica de pelo corto teñido de rojo y camiseta transparente, como de polietileno. La misma del elevador. Otra vez la glotis cerrada. La asfixia. «¿Pamela Scarlatti?», preguntó el señor Mustarde con un hilo de voz. La chica dio un brinco y se dio la vuelta, ocultando las manos a su espalda. El señor Mustarde se acercó con pasos lentos, pesados. «Siéntese, por favor». Pamela se acostó en el sillón. Su brassier negro talla C sobresalía como dos puntas de iceberg sombrío. Mustarde se dirigió a la estantería y extrajo un paquete con guantes de goma y un «nasobuco». Luego se lavó las manos. El olor a jabón desinfectante impregnó la habitación. La chica intentaba acomodarse sobre el sillón. Se agitaba como un pez recién capturado. Mustarde pisó un pedal de la máquina y el sillón se elevó unas pulgadas. Encendió la lámpara. Pamela entornó los ojos. «Abra la boca, por favor». Ella abrió la boca. Allí estaban otra vez las encías inflamadas. 15
La lengua, también inflamada, estaba manchada de amarillo. «Baje la lengua». Mustarde se acomodó los anteojos. «Hum». Se volteó y comenzó a revisar el instrumental. Pamela inspiraba y exhalaba de modo exagerado. «¿Anestesia?» «¡No!», respondió ella con firmeza. Mustarde encendió la turbina. La respiración de la chica se hizo más fuerte. Cuando el ultrasonido rozó el esmalte, Pamela comenzó a gemir. «¿Le duele?» «¡No! ¡No! ¡Siga, por favor!» Los ojos le brillaban. No eran gemidos de dolor. El ultrasonido vibraba. Pamela, con la boca abierta, con las encías inflamadas, gemía cada vez más alto. El señor Mustarde sudaba, inclinado sobre ella, sobre su boca abierta. Ella se dejaba hacer, lo pedía, lo exigía. El señor Mustarde nunca había visto cosa igual. Algo se le empezó a endurecer bajo el pantalón. Ella parecía decir: «¡Más! ¡Más! ¡No pare, por favor!» Los ojos, el brillo, un sol acabado de nacer, la explosión de luz. Al señor Mustarde el corazón le latía de prisa. Bombeaba la sangre enloquecida. 16
El ultrasonido iba, una y otra vez, desbastando el esmalte, adentrándose en las encías inflamadas, y a cada golpe correspondía un gemido ensordecedor. Entonces la señora Weisz abrió la puerta. El señor Mustarde apagó la turbina y volteó la cabeza. La señora Weisz no dijo nada, apenas lanzó una mirada tímida a Mustarde y a la chica sobre el sillón. Bajó la cabeza y volvió a cerrar la puerta. Mustarde se acomodó los anteojos con la punta del índice. Volvió a mirar a Pamela. «Escupa». La chica escupió, y el chorro de sangre en el escupidero contaminó todas las aguas de la ciudad.
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2 Amietophrynus Regularis
El señor Mustarde miraba fijamente el número de teléfono en la pantalla. Jacob Mustarde, alguien con su mismo nombre, a apenas unas millas dentro de la misma ciudad, en el mismo condado. Marcó el número. El timbre recorrió la distancia entre la clínica y la calle Broadway. «¿Sí?», dijo una voz del otro lado. «¿El señor Jacob Mustarde?» Un silencio. «Perdón», insistió Mustarde, «¿es el señor Jacob Mustarde?» «¿Quién habla?» El señor Mustarde dudó. Sabía que lo que iba a decir sonaría muy extraño. «Es Jacob Mustarde». Otro silencio. «Hola, ¿me escucha?» «¿Es una broma?». El señor Mustarde tomó aire. «No, no es una broma. Deje que le explique». Y le hizo a su interlocutor toda la historia del paquete con la kipá. «Pero, ¿cómo sabe que no es para usted?», preguntó la voz del otro lado. Esta vez, el silencio lo hizo Mustarde. «Mire», dijo la voz, «será mejor si nos vemos. ¿Puede venir a mi apartamento?». 19
Al señor Mustarde lo asaltó el recuerdo del elevador y la chica de pelo rojo. «Sí», contestó. «A las ocho estaré allí». El señor Mustarde llegó al viejo edificio a las 7:50. Pulsó el botón del piso 6. El sonido de la correa le trajo recuerdos contradictorios. Al llegar al piso, buscó el número 13. El señor Mustarde no era supersticioso, pero el número, en esta ocasión, le dio escalofríos. Junto a la puerta había un letrero: Profesor H. Plum. Mustarde dudó. Quizá se había equivocado. Tocó el timbre. Mustarde sintió que lo espiaban a través de la mirilla de la puerta. Luego escuchó el ruido del cerrojo y ante sí tuvo a un sujeto despeinado y sin afeitar, envuelto en una bata azul púrpura. «¿El señor Mustarde?», preguntó el de la bata. Mustarde iba a hacer esa misma pregunta. «Pase, por favor». El señor Mustarde siguió al hombre de la bata azul púrpura más allá del recibidor. El hombre abrió una puerta de corredera que daba a lo que parecía ser el estudio. Una vez allí, le ofreció asiento en unas sillas victorianas forradas de un terciopelo descolorido. Todo allí denotaba un mal gusto terrible. Parecía uno de esos decorados victorianos de películas de misterio, atiborrados de adornos de dudoso valor monetario y nulo valor estético. Sin embargo, lo que más llamó la atención del señor Mustarde fue una enorme rana en formol que coronaba uno de los estantes. 20
«¿Algo de tomar?», preguntó el anfitrión dirigiéndose al minibar. Mustarde no le hizo caso. El otro adivinó el objeto en que centraba su atención. «Magnífico, ¿no es cierto? Es un ejemplar macho de Amietophrynus regularis, capturado por mí a orillas del Nilo». «¿Es usted el «otro» Jacob Mustarde?», interrumpió el señor Mustarde. El hombre sonrió. «¿El «otro»? ¿Por qué el «otro»? ¿No podría ser el primero?» El señor Mustarde quedó aturdido. Su anfitrión volvió a sonreír y se sirvió un whisky. «No», dijo después de un sorbo. «No soy Jacob Mustarde. Ni el primero ni el «otro». Mi nombre es Harold Plum. Profesor Harold Plum». Mustarde recordó el letrero junto a la puerta. «Pero, ¿y entonces?». El profesor Plum colocó el vaso sobre la mesa. Se ajustó la bata y tomó asiento de frente al señor Mustarde. «No se preocupe, no lo he hecho venir en vano. Efectivamente, aquí vivió un Jacob Mustarde». El señor Mustarde comenzaba a impacientarse. Plum lo advirtió. No obstante, se dio todo el tiempo del mundo para continuar. «Señor Mustarde, debo entender, por lo que me comentó al teléfono, que no es usted judío». Mustarde movió la cabeza afirmativamente. «Sin embargo», continuó Plum, «su nombre es Jacob Mustarde y es usted un dentista de Broo21
klyn, por lo que cualquiera podría pensar que es judío». El señor Mustarde se quedó pensativo. «Es posible que algún antepasado…», dijo, encogiéndose de hombros. «En efecto», sonrió Plum. «Mi caso, por ejemplo: el apellido de mi familia era originalmente «Siruela», hasta que un antepasado en Inglaterra decidió cambiarlo a «Plum». El profesor Plum agarró de nuevo el vaso de whisky y bebió un sorbo. Hizo una mueca en la que se acentuó lo demacrado de su aspecto. «Volviendo al «otro» Jacob Mustarde, el que habitaba este apartamento, tengo una historia que podría interesarle. ¿Conoce usted a Emma Lazarus?» Mustarde meneó la cabeza en señal negativa. Más adelante recordaría haber visto algo de Lazarus relacionado con la estatua de la libertad, pero ahora el nombre simplemente no le decía nada. «En 1883», dijo Plum, «un Jacob Mustarde, que habitaba justamente este apartamento, practicaba una especie de psicoanálisis…». Plum hizo una pausa, pero, al ver que su interlocutor no se inmutaba, continuó. «En 1883… ¿se da cuenta? ¡13 años antes que Freud!». El señor Mustarde musitó un «¡ah!» seguido de un «¿sí?» y luego volvió a callar. Plum continuó. «Pues bien, una tarde, este señor Jacob Mustarde recibió la visita de Emma Lazarus en calidad de clienta. En 1883, Emma era una mujer 22
de treinta y tres años y, aunque no era una gran belleza, tampoco era desagradable». Mustarde comenzó a impacientarse. «No entiendo qué tiene que ver todo esto conmigo… o con la historia del paquete». El profesor Plum bebió otro sorbo de whisky. «¿No lo entiende? ¡Pero si está clarísimo! Imagínese, Emma Lazarus y el tal Jacob Mustarde, hace más de cien años, en este mismo apartamento, ¡probablemente en esta misma habitación!». Plum levantó el vaso con demasiada efusividad, y algo de su contenido salpicó al señor Mustarde, sentado frente a él. «Deje que se lo explique de otro modo: imagínese que el año es 1883, esta misma habitación, quizá con otro empapelado, un diván en lugar de la mesa…» Mustarde cerró los ojos. No hacía falta esforzarse demasiado para imaginarse 1883 en el estudio del profesor Plum. «Emma Lazarus se tiende sobre el diván. El señor Mustarde… es decir, aquel señor Mustarde, sentado, quizá, donde está usted ahora… ¡Y entonces Emma le hace a él la misma pregunta que le he hecho yo a usted hace un rato!» «¿Qué pregunta?», el señor Mustarde abrió los ojos. De repente, no estaba muy seguro de haber dejado atrás 1883. «¡Emma Lazarus le preguntó a Jacob Mustarde que si era judío!» «Usted no me ha preguntado eso», porfió el señor Mustarde, «se ha limitado a inferirlo». 23
Plum se puso de pie. Agitaba los brazos hacia un lado y hacia el otro. Mustarde tuvo miedo que lo fuera a empapar con el whisky. «¡Para el caso es lo mismo!», insistió Plum. «¡Véalo! ¡Cierre los ojos! Emma Lazarus sobre el diván, Jacob Mustarde sobre esa silla». «¿Es usted judío, señor Mustarde?», preguntó Emma. El otro movió la cabeza negativamente. «Sin embargo», continuó Emma, «cualquiera podría hacerse la idea de que lo es». El señor Mustarde levantó la vista de su cuaderno. «Puede ser que algún antepasado, señora, pero…» «Sí», interrumpió Emma, «lo comprendo». El señor Mustarde regresó la mirada al cuaderno. Emma se acomodó sobre el diván. «¿Conoce usted a David Ricardo, señor Mustarde?» El otro levantó la vista del cuaderno y entrecerró los ojos. «¿No lo conoce? Pues… no importa. El caso es que, en 1792, un Jacobe Mostarde era una suerte de prestamista en Londres… ¿comprende?» «No», dijo Mustarde. «Pero no importa. Continúe, por favor». Emma ya no miraba al señor Mustarde. Tenía la vista perdida en una nebulosa sobre su rostro: Londres, 1792… «En 1792, un joven David Ricardo de veinte años fue a ver a aquel Jacobe Mostarde con el objeto de pedirle un préstamo…» 24
Emma hizo una pausa. El señor Mustarde levantó la vista de su cuaderno. «¡Y entonces David Ricardo le hizo a Mostarde la misma pregunta que yo le acabó de hacer!» «¿Cuál?», exclamó Mustarde. «¿Es usted judío, señor Mostarde?», preguntó el joven. Mostarde negó con la cabeza, sin levantar la vista del contrato de préstamo. «Sin embargo», continuó el joven, «es usted prestamista, aquí en Londres, por lo que pudiera pensarse que usted es judío». «¿Acaso no hay prestamistas no judíos?», protestó el señor Mostarde. «¿No hacen préstamos los bancos cristianos?». El joven Ricardo asintió batiendo la cabeza arriba y abajo, como reflexionando. «Así es, sin duda, pero…», insistió, «¿puedo contarle una historia?» El señor Mostarde levantó la cabeza del contrato. «¿Ha oído usted hablar de Baruch Spinoza?». El prestamista negó otra vez con la cabeza. «Pues en 1660, vivía en Ámsterdam un exégeta de nombre Jacobus Mostardis o Yago Mostaza…» «¡No sé a dónde quiere llegar, señor Plum!», gritó el señor Mustarde pegando un brinco de varios siglos desde la silla. «¿No lo entiende?», el profesor Plum abrió los ojos desmesuradamente. «Yago Mostaza SÍ era judío. Su familia había escapado de la inquisi25
ción en la ciudad de Toledo. Precisamente su encuentro con Spinoza…» El señor Mustarde se puso de pie. «Lo siento, pero debo marcharme». Plum hizo silencio. Mustarde esperó a que el otro lo acompañara a la puerta, pero el profesor permaneció inmóvil, apretando el vaso de whisky como si quisiera hacerlo añicos. El señor Mustarde, finalmente, se dirigió a la salida sin esperar. Al dejar la habitación, echó una última hojeada al sapo en el frasco de vidrio. Se imaginó a Plum metido así, en un frasco de formol. «¿Es usted hijo único, Mustarde?», gritaba aún Plum desde el estudio cuando Mustarde llegó a la puerta del apartamento. «Yago Mostaza era el menor de sus hermanos…». No escuchó más. El señor Mustarde cerró la puerta tomando la precaución de envolver el picaporte con su pañuelo. Mientras bajaba en el ascensor, se quedó meditando sobre la última imagen del apartamento de Plum, con un hato de soga recién comprada sobre una silla, en medio de la sala, justo bajo la lámpara de techo. ¡Hay que estar terriblemente loco! ¿A qué venía toda esa historia interminable de Jacobs Mustardes repitiéndose a lo largo de los siglos y continentes? Y, sobre todo, ¿qué había querido decir Plum al preguntarle si era hijo único? El señor Mustarde fue calle abajo rumiando pensamientos. Definitivamente, el tal profesor 26
Plum estaba loco. Un rato más en su apartamento y el señor Mustarde también se habría vuelto loco. Recordó a su hermano mayor, internado en un hogar de acogida, debiendo hasta la camisa. Y todo porque, según él, su hermano menor, Jacob Mustarde, le había jugado sucio. ¿Qué culpa había tenido él de ser el preferido de su padre? A él le habían dejado la herencia, un patrimonio no demasiado grande que el hermano habría dilapidado en un mes de apuestas, putas y alcohol. Él, Jacob Mustarde, había estudiado, había formado una familia. Era decente y respetable. El cielo estaba aún azul, a pesar de que ya pronto comenzaría a anochecer. Hacía calor, pero el viento batía entre los edificios y refrescaba un poco la tarde. El señor Mustarde caminó un rato sin rumbo, sintiendo la brisa que le golpeaba el rostro. Sin saber por qué, comenzó a pensar en Pamela Scarlatti, la chica de las encías inflamadas. Por más que intentara aferrarse a otros pensamientos, la imagen de Pamela se resistía a abandonarlo, haciéndose cada vez más omnipresente. El señor Mustarde se quitó los anteojos. Ante su mirada, un cielo borroso comenzaba a enrojecer. El horizonte era rojo, como el pelo de Pamela Scarlatti. Llegó a casa pasadas las nueve. Ya era noche cerrada, y las farolas de la calle eran una línea de puntos luminosos que se perdían a lo lejos. En la acera, justo frente a su casa, había un ca27
mión de UPS. El cartero estaba sentado en el umbral. Al ver al señor Mustarde, se puso de pie y se estiró. «¿Jacob Mustarde? Tengo un paquete para usted. No cabe en el buzón. Ya casi me iba». El señor Mustarde examinó el paquete mientras el otro le extendía la tablilla. Era más grande y más pesado que el anterior. El sello exhibía un crisantemo sobre la inscripción «București» en el borde inferior. Mustarde no esperó esta vez. Desgarró el extremo y buscó la tarjeta. Esta vez la letra era distinta, más estilizada que la anterior, y quizá más dura. La firma, sin embargo, era la misma. Estimado: Hoy, durante mi visita a la sinagoga del barrio de Văcărești, no he podido evitar pensar en ti. Recibe este presente como recuerdo mío. Siempre, J. M. Mustarde alzó los ojos y su mirada vagó por el Atlántico. Recorrió Europa casi hasta el mar Negro, y se vio a sí mismo, de pie frente a un enorme edificio adornado con una estrella de David. ¿De dónde podía provenir esta visión? Jamás había puesto un pie en Europa, mucho menos en sus confines. Ni siquiera tenía demasiado claro dónde ubicar la ciudad del remitente. Intentó imaginar a la mujer que le escribía –porque, ¿qué otra cosa podría ser, sino una mujer?–; 28
sin embargo, su imagen era difusa, incoherente: una mujer sin rostro, ataviada con un abrigo negro de astracán. En lugar del rostro de la mujer, aparecían las facciones de Pamela Scarlatti, sus ojos grandes y brillantes, la mueca de su boca, sus encías inflamadas. El señor Mustarde agitó el paquete para hacer salir el contenido. De su envoltorio de paño blanco, un objeto pesado cayó al suelo. Ante sus pies, Mustarde pudo ver claramente un candelabro dorado de siete brazos. Lo recogió del suelo con el mismo paño y lo observó de cerca. Nunca había visto una menorá más que en fotos, mucho menos tener una en sus manos. No era de oro, sin embargo, según notó el señor Mustarde con decepción, sino de bronce, y pesaba como un árbol arrancado de cuajo. Dejó la menorá sobre una repisa y subió las escaleras. Había sido un día largo y necesitaba una ducha. No obstante, subió los escalones dando brincos y, al llegar arriba, se le antojó un poco de música. Duke Ellington hizo sonar un par de compases en el piano, y obtuvo respuesta de la trompeta de Cootie Williams. Volvió a pensar en Pamela y, por primera vez, se la imaginó desnuda, junto a él, bajo la ducha. Sin darse cuenta ya se estaba tocando, meneándosela arriba y abajo. La chica saltaba en un compás sincopado, gemía y se derretía con los solos de trompeta. Toda la ducha retumbaba con la imagen de Pamela, bailando bajo el agua 29
caliente, hasta que el chorro de semen brotó y se dispersó en mil gotas blanquecinas, como un fuego artificial. El señor Mustarde dejó que el agua caliente le golpeara la nuca durante diez minutos y, en su caída, se llevara todos los restos de su frenesí. Luego salió del baño, envuelto en una bata, y apagó la música. Se sentó sobre la cama, de espaldas a la ventana, del lado de su esposa. Algo impactó contra el vidrio de la ventana. Un ruido húmedo, como el de un chorro de semen. Mustarde se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Una rana pálida respiraba con dificultad del otro lado del vidrio. ¡Plaff! Otra más, un poco más arriba. ¡Plaff! ¡Plaff! ¡Plaff! Tres ranas más, pálidas y asmáticas. Muy pronto un centenar de ranas cubrió la vista de la calle.
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3 Fedora
Mosquitos. El cielo cubierto de mosquitos. Un cielo de mosquitos. Un cielo sin sol, sin nubes, sin cielo. Solo mosquitos. El señor Mustarde intentó salir a la calle, y un enjambre de mosquitos lo devolvió al interior de la casa. Con dificultad logró cerrar la puerta dejándolos afuera. Un rato después, sonó el timbre. Un timbre frenético, ininterrumpido. Mustarde creyó que eran los mosquitos presionando el botón. Oteó por el visillo. Afuera, el hombre de UPS luchaba contra el enjambre, con los ojos cerrados, con el índice pegado al timbre. Cuando abrió la puerta, el hombre cayó abatido sobre la alfombra. Otra vez la lucha para dejar a los insectos fuera. «¿Jacob Mustarde?», preguntó el cartero, aún revolviéndose sobre el suelo. El señor Mustarde musitó un «anjá». El hombre de UPS ya debería conocerlo a estas alturas. «Tengo un paquete para usted», dijo el hombre extendiéndole un sobre, todavía sin atreverse a abrir los ojos. Mustarde agarró el paquete y firmó la tablilla. El cartero se arrastró, indeciso, hasta la puerta. El señor Mustarde abrió lo suficiente para que 31
el hombre reptara afuera y saliese disparado en pos de su camión. Otra vez la lucha contra el vendaval de insectos que quería negar al aire. Se sentó en la sala, como la primera vez, con el paquete en la mano. Este era más pequeño que los anteriores, más pesado que el primero y más ligero que el segundo. Casi no había espacio para el sello, que había sido maltratado por el trasiego de cuños y manos, pero en el cual aún podía verse el paisaje de un canal con el rótulo de «Amsterdam». Rasgó la punta. No quería perder tiempo lavándose las manos. La nota, esta vez era más escueta, más temblorosa: Estimado: De esta ciudad, que tanto nos significa, recibe un pequeño homenaje para tu puerta. J. M. El señor Mustarde sintió un peso en el corazón. Imaginó a la mujer de abrigo de astracán, sus facciones indecisas –unas veces eran rubias y otras, morenas– y se le antojó que lloraba en alguna calle de adoquines. El contenido del paquete esta vez consistía en una pequeña caja de madera, de unas cuatro pulgadas, adornada en su exterior con lo que parecía una letra W. El señor Mustarde agitó la caja: algo dentro sonó al chocar con las paredes internas. 32
Recordó haber visto este tipo de cajitas en las puertas de las casas de los judíos practicantes. Una idea entonces le cruzó la mente. Guardó en su maletín la cajita junto al candelabro y a la kipá. Se lavó las manos –esta vez sí– y salió a la calle. El enjambre de mosquitos pareció abrirse ante su paso decidido. Llegó a la calle Broadway rodeado por la turba de insectos. Contempló la joyería de los hasidim desde la acera de enfrente y durante un rato estuvo convenciendo a su pie izquierdo de que comenzara a cruzar la calle. Cuando al fin pareció lograrlo, una figura ataviada con sombrero fedora apareció de la nada y se abalanzó sobre la puerta de vidrio, atormentado por cientos de mosquitos. El señor Mustarde miró hacia el otro extremo de la calle. Otra figura, más pequeña y de pelo color rojo fuego, intentaba llegar a la puerta del edificio de la esquina cargada de paquetes y con los ojos cerrados ante el enjambre. Mustarde corrió a auxiliar a la chica. Abrió para ella la puerta y la condujo por el brazo hacia el interior. Una vez dentro, Pamela abrió tímidamente un ojo primero y el otro después. Al verlo no pudo reprimir la sorpresa. «¡Señor Mostaza! ¡Vaya! ¡Pero si es usted!» «Mustarde…», aclaró él, un poco contrariado. «¿Puedo ayudarla?». Pamela sonrió y, sin esperar un segundo, descargó en los brazos del señor Mustarde todos los paquetes que traía. Este tuvo que arreglárse33
las para poder abarcar los paquetes sin soltar el maletín. El señor Mustarde comenzaba a arrepentirse de haberla abordado, pero las puertas del ascensor ya estaban abiertas y ella lo invitaba a entrar con una sonrisa que dejaba entrever las encías ya no tan inflamadas. «He venido por el dinero», dijo el hombre del sombrero fedora sacudiéndose un centenar de insectos del traje. El anciano del otro lado del mostrador ocultó su ligero temblor sin demasiado éxito. «¿Qué dinero, señor Trogg?», dijo alzando las manos como en una plegaria. «¿Acaso no les pagué ya este mes?». El del fedora se inclinó el sombrero hacia atrás con el índice. Del bolsillo interno de su chaqueta sacó un mondadientes que comenzó a mordisquear en el borde de la boca. «No se haga el tonto, abuelo. Sabe perfectamente bien de qué le estoy hablando». El viejo se agarró las barbas. Parecía que se las iba a arrancar. «Pero, ¡no tengo dinero! ¡Ya les he dado todo!». Trogg, el del fedora, juntó las manos e hizo traquear los nudillos. El viejo dio un brinco hacia atrás y se cubrió la cara con las manos. «¿Quiere algo de beber?», preguntó Pamela mientras Mustarde tomaba asiento en el sofá. 34
«No, gracias». Su cabeza estaba ahora en el apartamento de al lado, el del profesor Plum. Al llegar al piso habían pasado junto a su puerta, y ahora el señor Mustarde se preguntaba qué habría sido de Plum después de aquella visita. La chica se acercó portando dos vasos de whisky. «En serio», titubeó Mustarde mientras ella se le sentaba al lado en el sofá, «no bebo». «¿Nunca?». Los ojos refulgentes, hipnóticos. Daba pena decirles que no. Y esa sonrisa de encías aún hinchadas. Mustarde agarró el vaso y lo vació de un trago. «¡Vaya!», exclamó la chica sin dejar de sonreír. El whisky ardió garganta abajo. Mustarde se quedó mirando el vaso, sin saber exactamente qué había sucedido. Pamela bebió el suyo también de un tirón y se levantó en pos de la botella. Trogg apoyó las manos enguantadas sobre el mostrador, masticando el mondadientes y echándole una mirada incómoda al viejo, ya de rodillas. «¡Por favor, señor Trogg! ¡Le juro que no tengo más dinero!» «¿Acaso cree que soy idiota?», dijo Trogg. «¿No es esto una joyería? ¿No son esos diamantes, rubíes y zafiros?» El viejo alzó los ojos. «¡Tome lo que quiera! Pero, ¡por el altísimo! ¡No me haga daño!» 35
Trogg se alzó el fedora y se rascó la cabeza. Contempló las vidrieras hinchando el pecho y poniendo las manos en jarras. Luego se volvió al viejo. «En verdad me cree tonto, ¿no es cierto?» «¡Crash!». De un puntapié hizo caer la mesa que soportaba una de las vidrieras. Después del segundo trago, Pamela lo seguía contemplando con esos ojos ígneos. Sonreía, aunque ahora la imagen estaba como retardada, como desfasada del tiempo real. Mustarde intentó enfocar mejor. Cerró los ojos un segundo y al abrirlos tenía a la chica sentada a horcajadas sobre él, respirándole sobre el rostro. Pamela se llevó una mano a la espalda y de un solo movimiento quedaron al descubierto sus cúpulas talla C, brincando como cabritos sobre el pecho del señor Mustarde. Este volvió a cerrar los ojos y, al abrirlos, ya tenía en la boca la lengua amarillenta e inflamada de la chica. «¡Crash!», «¡Crash!», cayeron otros estantes. «¡Crash!», de un puntapié Trogg derrumbó una columna de vidrieras. El viejo se había arrodillado y con las manos se cubría la cabeza. «¿No vas a darme tu dinero?», gritó el del fedora. El viejo no contestó. Era una bola temblorosa enrollada en el suelo. «¡Crash!», saltaron los vidrios del mostrador. «¿Estás seguro que prefieres esto a darme tu 36
dinero?». Trogg era un huracán imposible de aplacar. El viejo, por su parte, no se atrevía a levantar la cabeza. Ni siquiera era capaz de hablar. Apenas murmuraba un rezo trémolo e ininteligible. Pamela gemía. El cuerpo le temblaba, zumbaba como un insecto brincando sobre Mustarde. Este la agarraba por las ancas, se aferraba a ella para no hundirse en el sofá. «¡Crash!», «¡Crash!», se hacían añicos las vidrieras en la joyería. «¡Sí!», «¡Así!», gritaba Pamela, brincando sobre el sofá. El señor Mustarde hundió su cabeza entre los conos de carne talla C, mientras Trogg hundía su puño enguantado en las vidrieras y hacía saltar pendientes y collares de plata con zafiros y rubíes engarzados. Pamela lo agarró por el pelo y lo apretó contra su pecho. El viejo, hecho un ovillo, retrocedió hasta la pared, huyendo de los cada vez más cercanos zapatos acharolados de Trogg. «¡Crash!», «¡Crash!». «¡Sí!», «¡Así!». El suelo de la joyería era un arrecife de vidrios y gemas que reflejaban su fulgor en los ojos cada vez más inyectados de sangre de Trogg. El sofá era una sinfonía de muelles que acompañaban a veces los gemidos de Pamela. Un golpe, otro. Trogg era un vendaval. Uno, dos, tres. Los latidos del corazón de la chica eran una máquina acelerada. El viejo hecho un ovillo se empequeñecía tal como Mustarde se empequeñecía 37
dentro del sofá. Pamela y Trogg eran cada vez más grandes. El trueno, el volcán, vidrios rotos, muelles, piedras quebradas y un grito final y terrible que ensordeció todos los oídos en millas a la redonda. El viejo, diminuto ya, huía ante los pies de Trogg, el huracán que se le echaba encima. Mustarde, casi un insecto, se escabulló de entre Pamela aprovechando que esta se contraía y casi flotaba en el aire. Salió corriendo y poco faltó para que rodara escaleras abajo. «Tú lo has querido», le escupió Trogg al viejo mientras colocaba unas manoplas de hierro entre sus dedos. Se echó un poco hacia atrás, como midiendo. Escupió el mondadientes. El viejo alzó unos ojos llenos de lágrimas mientras Trogg lo levantaba por el cuello de su saco. Vio el brillo de las manoplas en los puños de Trogg, a punto de descargar el golpe. Y vio también el brillo del candelabro de bronce, que en un movimiento circular cayó como un relámpago sobre la nuca del hombre del fedora, que cayó a su vez derrengado sobre la alfombra de vidrio. Mustarde y el viejo se quedaron mirándose unos segundos. Luego, al unísono, miraron el cuerpo largo como una culebra que se extendía entre los dos, inmóvil. En el charco de sangre flotaba una diadema de rubíes. 38
4 El rey sol
El calor y los tábanos hacían la existencia insoportable. La calle era un desierto. Hasta los árboles parecían morir. El señor Mustarde no tenía ningún deseo de salir a la calle. Varias veces pensó en llamar a la clínica para informarle a la señora Weisz que no iría, pero no acababa de decidirse. Por otra parte, ni siquiera se había vestido aún, y andaba de un lado para otro en piyama y sin afeitar. Se asomó a la ventana y contempló cómo se derretía el aire afuera. Desde allí podía ver claramente el patio de los vecinos, los Peacock, con el jacuzzi en el medio. De repente, vio salir a la señora Peacock al patio. La mujer, de unos treinta y tantos, bien conservada, se cubría con una toalla color azul intenso. Agitó las manos en el aire, sacudiéndose del enjambre de tábanos. Luego miró a todas partes y lanzó la toalla a un rincón. El señor Mustarde nunca había visto a su vecina desnuda, y ahora pudo comprobar que tenía un cuerpo perfecto, bronceado y de carnes macizas. La señora Peacock entró al jacuzzi, levantó la cabeza y sonrió, cerrando los ojos. Desde su atalaya, el señor Mustarde podía admirar cómo el cuerpo desnudo entraba y salía del agua. La mujer alzaba los muslos y dejaba que el líquido chorrease por su piel. En un ges39
to maquinal, el señor Mustarde se sacó el pene y comenzó a agitarlo de manera rítmica. La señora Peacock se dio la vuelta y Mustarde pudo ver sus nalgas, con la grieta sombría en el medio, que permitía intuir otras profundidades. El ritmo con que el señor Mustarde se agitaba el pene se multiplicó. La mano se movió a una velocidad increíble. El señor Mustarde emitió un gemido agudo y el semen golpeó el vidrio de la ventana. En el patio vecino, la señora Peacock pareció escuchar algún ruido, porque de repente volvió a mirar a todas partes, salió del jacuzzi, se cubrió con la toalla azul y se perdió de vista en el interior de la casa. El señor Mustarde observó la mancha que chorreaba sobre el vidrio. Sabía que tenía que actuar rápido. Sin embargo, fue con suma parsimonia que buscó una servilleta para recoger el semen a punto de secarse. Roció el vidrio con limpiador y lustró la ventana con un paño. Luego se dio una ducha. Se vistió y salió a la calle. La señora Weisz lo recibió con los ojos abiertos como platos. Un paciente con un absceso en una muela esperaba en el salón. El señor Mustarde atendió el absceso con desgano. Estaba más pendiente de la puerta que de la boca que tenía ante sí. El paciente, incluso, llegó a quejarse ante un par de embestidas torpes. Mustarde se disculpó y le hizo una rebaja. Luego tuvo una endodoncia, dos extracciones y un implante. Cuando regresó de almorzar, la señora Weisz 40
pelaba una naranja sentada en su rincón. Al verlo, señaló con el cuchillo: en el recibidor lo esperaban el viejo de la joyería acompañado de tres hombres más jóvenes, todos con los típicos atuendos hasidim. «¡Shalom aleykha!», dijo el viejo, poniéndose de pie. «Buenas tardes», respondió el señor Mustarde, mirando a todas partes. Se preguntó cómo rayos lo habrían encontrado. «Venimos por lo del otro día», comenzó diciendo uno de los más jóvenes. Mustarde se puso del color de su bata. Volteó la cabeza para ver si la señora Weisz escuchaba. El viejo adivinó su preocupación y le hizo un gesto con la mano al que había hablado. «Shtum, Yeshayah. Deja que yo le hable». El anciano miró a Mustarde fijamente. Tenía la cabeza un poco gacha, lo que le añadía seriedad a su mirada. Sin embargo, había algo de afable, de risueño en sus ojos claros. «Mi nombre es Zielinsky», dijo, «Shmuel Zie linsky. Estos que me acompañan son los hijos de mi hermana: Yeshayah, Irmiyahu y Yekhezqiel». Suspiró. El señor Mustarde no decía nada, pero su consternación era perceptible. «Perdone que lo molestemos», continuó el viejo, «de seguro es usted un hombre muy ocupado. Pero lo cierto es que Adonaí ha cruzado nuestros caminos de forma misteriosa, ¡geh vays!, con ese asunto… A shande. Una verdadera desgracia». 41
El señor Mustarde resopló. «¿Qué quiere?», dijo al fin, impaciente. El señor Zielinsky se quitó el sombrero y lo sostuvo entre ambas manos. «Perdone, otra vez, por hacerle perder su tiempo. Pero es que, ¿sabe? Todo este asunto, la joyería hecha añicos…» Mustarde frunció el ceño. «¿Acaso necesita dinero? ¿Es eso?» El viejo levantó la cabeza y abrió los ojos de modo exagerado, sus ojos limpios y muy claros. Yeshayah, el que había hablado al principio, se puso de pie de un brinco. Había algo de amenazante en su mirada. Mustarde pensó que el hombre se lanzaría sobre él de un momento a otro. «¡No! ¡Por favor!», se apresuró a decir el señor Zielinsky. «Eso es bubkes. Es cierto que nuestro negocio quedó hecho un hegdesh… Aber man liebt. Y, además, todo lo que había allí era dreck. Cosas sin valor, ¿sabe? Pero ese hocker, ese klumnik, ese mamzer, ¡oy vey! No era el único…» Al señor Mustarde le dio un sobresalto. «Señor Mustarde», dijo Zielinsky, «¿es usted judío?». Otra vez la pregunta. ¿Cuántas veces más iban a hacerle esa pregunta? El señor Mustarde solo atinó a encogerse de hombros. «¡Bravo!», dijo Zielinsky levantando los brazos al cielo. Los ojos le brillaron como dos estrellitas azul pálido. «¿Por qué pregunta?», inquirió Mustarde, intrigado. 42
«Señor Mustarde», comenzó diciendo el viejo, «lo que hizo usted el otro día…» Mustarde tuvo otro sobresalto. Miró atrás. La señora Weisz seguía comiendo su naranja. «Poca gente haría algo así por nosotros», se apresuró a decir Zielinsky. El señor Mustarde se encogió de hombros. «Lo que quiere decir el tío es que necesitamos un Shabes goy», dijo Yeshayah antes que nadie lo interrumpiera. «¡Shtum, tornig!», exclamó Zielinsky, severo. Luego se volvió a Mustarde y los ojos sonrientes borraron la expresión anterior. «Lo que dice Yeshayah es cierto. Necesitamos gente como usted, Mustarde, que haga lo que nosotros no podemos hacer.» El señor Mustarde volvió a encogerse de hombros. «Piénselo, por favor», dijo Zielinsky con una expresión tan lastimera que Mustarde fue incapaz de negarle nada. Cuando se fueron los cuatro hombres, Mustarde pensó que era la segunda vez que perdía la ocasión de preguntarles por los objetos recibidos. Al salir de la clínica, el señor Mustarde notó un automóvil sospechosamente parqueado a unas yardas del portal. Dentro del auto, le pareció vislumbrar la silueta de unos hombres con sombreros fedora. Mustarde comenzó a caminar en la dirección opuesta, vigilando al auto con el rabillo del ojo. El auto se puso en marcha y co43
menzó a avanzar muy despacio, detrás de él. El señor Mustarde apresuró el paso y el auto también aceleró. Mustarde miraba hacia atrás, al auto que le pisaba los talones. Corrió. Algo adelante, unos hombres trasplantaban un árbol en la acera. Mustarde no los vio, chocó contra ellos y se enredó entre las ramas del árbol. Sintió un golpe seco en la nuca y lo demás fue todo oscuridad y el ruido de un motor. Abrió los ojos en un salón abigarrado, cubierto de tapices con escenas de caza y amueblado al más puro estilo Luis XIV. A ambos lados tenía a dos de los hampones que lo habían perseguido en la calle. Sentado frente a él, en una silla que parecía más bien un trono, tenía a un sujeto moreno con chándal y bisoñé, escoltado por otros dos hampones con sombreros fedora. Mustarde recordó haberlos visto antes, en la calle Broadway. «Entonces, ¿es usted Jacob Mustarde?», preguntó el hombre del chándal con marcado acento italiano. El señor Mustarde asintió. «¿Por qué huyó cuando mis empleados fueron a visitarlo?» Mustarde se encogió de hombros. El hombre que tenía a su derecha le dio un manotazo. «¡Contesta cuando te habla el señor Pardi!», le gritó. El hombre del chándal hizo un gesto con la mano. 44
«Déjalo, Animal. El señor es mi invitado. Ve con Zombie a que le preparen algo de tomar». Los dos hombres que lo custodiaban abandonaron el salón. Mustarde giró la cabeza para verlos marcharse. «No es necesario. Yo…» El del chándal no lo dejó terminar. «Es necesario», dijo. «Yo soy el señor Leo Pardi, y usted es mi invitado. Por favor, acepte mis disculpas por el modo en que mis empleados lo condujeron hasta mí». Animal y Zombie volvieron acompañados de un mesero tímido. El hombre miró a Mustarde como si se tratara de un fantasma y dejó junto a él una bandeja con trozos de jamón y queso y una copa de vino. «Sírvase, por favor», dijo el del chándal. «Oh, no, gracias», dijo Mustarde. «La verdad es que yo…» El del chándal entornó los ojos. «¿Es usted judío, señor Mustarde?» Mustarde se encogió de hombros. «¡Claro que es judío!», exclamó el del chándal. «¡Qué torpeza la mía!». Les echó a los otros una mirada furiosa. «¡Llévense esta porquería de aquí!». Se volvió a Mustarde. «Pero, por favor, acépteme al menos una copita de vino. ¡Es de Chianti!» El señor Mustarde intentó rechazar la copa, pero Animal la agarró bruscamente y casi se la arroja encima. «Oh, por favor», dijo su anfitrión, «acépteme 45
el vino. Nadie rechaza una invitación de Leo Pardi». Había algo siniestro en su mirada. Mustarde tomó la copa y bebió todo el contenido de un golpe. El del chándal sonrió. «Eso está muy bien». Hizo una pausa. «Así que es usted judío. Leo Pardi adora a los judíos, gente seria y trabajadora. Aunque también tienen un excelente sentido del humor. ¿No es cierto, chicos?» Rió. Los del sombrero fedora también rieron. Animal incluso le dio a Mustarde una palmadita en la espalda. «Ahora bien», dijo el hombre poniéndose serio, «me dicen mis empleados que últimamente usted ha estado frecuentando a mi sobrina». El señor Mustarde puso cara de asombro. «Sí», continuó el del chándal, «Pamela Scarlatti, la hija de mi hermana». Mustarde bajó la mirada. «¿Pamela? Oh, la he visto un par de veces…» «Buena muchacha», dijo el señor Pardi. «Aunque un poco perdida». Se inclinó hacia adelante y frunció el ceño. «Dígame, Mustarde, ¿cuáles son sus intenciones con ella?» Mustarde dio un brinco en el asiento. Pensó en huir pero, como adivinando sus intenciones, Animal le puso una mano férrea sobre el hombro. «¿Mis intenciones?», balbuceó Mustarde, «¿Con Pamela? Oh, ella es una paciente que he tratado… Fue a hacerse una limpieza y…» 46
«¡Y usted le hizo una buena limpieza! ¿No es así?» El señor Pardi soltó una carcajada como un trueno. Los otros rieron a modo de eco. Entonces el del chándal volvió a ponerse serio. «Sin embargo, es la hija de mi hermana. Usted comprenderá, señor Mustarde, que tengo que velar por la muchacha». «Comprendo», respondió Mustarde con un hilillo de voz. «Usted me gusta, Mustarde», dijo el señor Pardi poniéndose de pie. «Me alegra que un hombre como usted se ocupe de hacerle la «limpieza» a mi sobrina». Los del sombrero fedora se miraron sin saber si podían reír. Solo uno de ellos, de pie a la izquierda del señor Pardi, soltó la carcajada. El del chándal le lanzó una mirada fulminante. El señor Mustarde también se puso de pie. Leo Pardi le pasó la mano por los hombros mientras caminaban hacia la puerta. Mustarde notó que el hombre se desplazaba lenta y graciosamente, como un rey. Un rey en chándal. «Cuídeme a esa chica, Mustarde», le dijo el señor Pardi. «Ella necesita un hombre, sobre todo ahora que su hermano ha muerto». «¿Su hermano?», preguntó Mustarde dando un respingo. «Sí», el del chándal le echó una mirada inquisitiva y luego continuó hablando. «El hijo de mi hermana. Paolo. Asesinado. Una cosa horrible». Al llegar a la puerta, el señor Pardi lo abrazó y lo besó en la mejilla. 47
«Deje que mis empleados lo lleven a su casa. Es lo menos que pueden hacer por usted después de todo este barullo». Animal, Zombie y los otros dos condujeron a Mustarde hasta la salida y lo dejaron esperando en el umbral mientras sacaban el auto. De repente, de detrás de un arbusto salió el mesero y se acercó a él sigilosamente. «Huya cuanto antes», le dijo. «Lo más lejos que pueda. Su vida corre un grave peligro». Y volvió a desaparecer detrás del arbusto. En el camino, los hombres de Pardi conversaban entre ellos. Animal y Zombie, sentados alrededor de Mustarde en el asiento trasero, le lanzaban de vez en cuando a este alguna mirada socarrona. «¿Por qué tuviste que reírte, Bird?», le decía al de al lado el que iba conduciendo. «¿Acaso quieres acabar como aquel judío, el último abogado del señor Pardi?» «No me jodas, Holly», respondió el otro. «¡Cómo iba a saber que no estaba bromeando esta vez!». «En cualquier caso la cagaste», le dijo Animal. «Yo que tú andaba al hilo a partir de ahora. ¿No crees, Zombie?» Zombie apenas emitió un «hum» y se puso a mirar por la ventana. Holly, el conductor, continuó imprecando a Bird durante el resto del viaje. Mustarde se sorprendió de que conociera el camino a la perfección. Lo dejaron en la puerta de la casa. En el buzón había un nuevo paquete. Esta vez el sello 48
era de Tánger y mostraba una acuarela de la casba. El paquete era abultado y blando. Mustarde repitió el ritual que había seguido con los otros y extrajo una tarjeta con un texto casi incomprensible de caligrafía amanerada. Mi caro: Sono a questa cidade y non he podido deixar de pensare di te. Recibe questo regalo meu. J. M. Dentro del sobre había un paño blanco con franjas azules, doblado cuidadosamente. Mustarde lo desplegó, pensando que envolvía algún nuevo objeto, mas dentro del paño solo había otro paño idéntico, más pequeño, y pronto descubrió que los dos paños en sí era el objeto. El señor Mustarde cerró los ojos y visualizó a J.M. paseando por la casba con su abrigo de visón negro y abrazando un chal blanco de franjas azules. Pero, en lugar de un rostro de mujer, vio el suyo propio, surcado de rizos rubios. Su ensoñación fue interrumpida por el timbre del teléfono. «Jacob», dijo una voz de mujer, «es Beth. Beth Peacock. ¿Puedes venir un momento, por favor?» Mustarde dejó el chal sobre la mesa y salió afuera. Mentalmente preparó una excusa, por si acaso la llamada de su vecina tenía que ver con el incidente de la mañana. Hizo sonar el timbre de la casa de al lado. Elizabeth Peacock lo recibió envuelta en una bata azul traslúcida. 49
«¡Oh!», dijo la mujer. «Gracias por venir tan pronto». «Acababa de llegar», dijo Mustarde. «Tu mujer y tu hijo, ¿están bien?». Mustarde se sintió incómodo, de repente, por hablar acerca de su esposa con la vecina. «Bien», respondió. «De viaje de vacaciones. ¿Y el señor Peacock?» Beth Peacock bajó los ojos. Con el pie desnudo hizo unos arabescos en la moqueta. «Oh, bien. En viaje de negocios». Levantó la vista y sonrió. «Supongo que nos han abandonado». Mustarde también rió. «Pero, ¡dios mío!», dijo de pronto Beth. «¡Qué mal educada! Entra, por favor». Mustarde avanzó por el recibidor, detrás de la señora Peacock. La bata dejaba entrever una ropa interior provocativa. El señor Mustarde se sonrojó y desvió la vista. «¿Quieres algo de beber?», preguntó ella al llegar al salón. «No, gracias», respondió Mustarde. La mujer pretendió no escucharlo. Sirvió whisky en dos vasos con hielo. «Te preguntarás cuál es el motivo de mi llamada», dijo Beth ofreciéndole uno de los vasos. Mustarde asintió. Extrajo el pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la nuca. «Es que, ¿sabes? Con mi marido fuera…» Tragó un sorbo de whisky y recorrió a Mustarde de arriba abajo con la mirada. Volvió a reír. 50
«Pero, ¡qué tonta! Te estarás haciendo una idea equivocada… Lo cierto es que necesito ayuda. Tengo un salidero afuera, en el jacuzzi, y no sé qué hacer». «¿Llamaste al fontanero?», preguntó Mustarde. Ella jugueteó con un mechón de su pelo. «No. Me da miedo meter a un hombre en casa, con mi marido fuera». El señor Mustarde tosió tras un trago de whisky. «No es que tú no seas un hombre…», corrigió ella. «Pero es distinto. Te conozco». Mustarde apuró el vaso de whisky. «Vamos a ver ese salidero», dijo colocando el vaso sobre una repisa. Jamás había hecho bricolaje, pero no le pareció que fuera demasiado difícil. El patio estaba inundado de agua. Sin embargo, Mustarde no logró percibir de dónde salía. Más bien daba la impresión de que alguien había estado regando las baldosas con una manguera. «¿Sabes qué hacer con esto?», preguntó Beth entregándole una llave inglesa. Se mordió el labio y entornó los ojos. Mustarde suspiró imperceptiblemente. Agarró la llave y le dio la espalda a la mujer. Estuvo allí unos minutos, de pie frente al gran charco, hasta que la mano de ella le acarició la nuca y el sintió los pezones enhiestos punzándole la espalda. El día no parecía acabar nunca. El señor Mustarde regresó a su casa apurado. Sentía en su 51
cuerpo, aún, el olor de Beth Peacock mezclado con el suyo propio. El aroma de sus fluidos más íntimos le impregnaba la piel. Al cruzar el umbral se le acercó un hombre de mediana estatura y pelo gris, envuelto en un gabán también gris, a pesar del calor. «¿El señor Mustarde?», preguntó el hombre. Mustarde lo escudriñó con la mirada. No parecía un matón. Tampoco un judío. La nariz roma y colorada lo hacía parecer más bien irlandés o polaco. «Soy el sargento Grey», dijo el hombre sacando una insignia del bolsillo. «Policía de Nueva York». «¿Quiere pasar?», preguntó Mustarde abriendo la puerta. El hombre lanzó una mirada adentro y sacudió la cabeza. «No, gracias. Seré breve». Mustarde suspiró, aliviado. «¿Frecuenta usted algún inmueble de la calle Broadway?», preguntó el sargento Grey extrayendo una libretita del bolsillo. «Sí», titubeó Mustarde. «Tengo pacientes allí». «¿Pacientes?» «Soy dentista». El sargento Grey escribió algo en la libretita. «Dentista… ¿Hace visitas a domicilio?» «A veces…». Mustarde comenzó a exasperarse. «¿Qué quiere saber?» El hombre dejó de escribir y miró a Mustarde fijamente. «¿Conoce usted a Paul Scarlatti?» 52
Mustarde dio un respingo. «No lo conozco», dijo cubriéndose la boca con la mano para toser. «Pero tengo una paciente llamada Pamela Scarlatti. ¿Son parientes?» El sargento Grey volvió a escribir en la libretita. «¿Cuándo fue la última vez que estuvo en la calle Broadway?» Mustarde apoyó la cabeza sobre la palma de la mano. «No lo recuerdo… Hace unos días». Grey dejó de escribir y cruzó los brazos. «Es necesario que recuerde, señor Mustarde». «¿Necesario?», Mustarde cerró los ojos. «Señor Grey, estoy exhausto… ¿Puede venir otro día?» El hombre se quedó pensativo unos segundos. Luego descruzó los brazos. «Tome mi tarjeta», dijo extrayendo un trozo de cartón del bolsillo y extendiéndoselo a Mustarde. «Si recuerda algo, llámeme inmediatamente». Dio la espalda y caminó unos pasos por la acera. Mustarde aún no había cerrado la puerta cuando el sargento se dio la vuelta y extendió el brazo hacia él. «Este Paul Scarlatti…», dijo. «La gente lo conoce como Trogg». El señor Mustarde sintió frío en la nuca. El sargento Grey se quedó un instante más, observándolo con atención. Luego dio la vuelta y se alejó. 53
Dudó antes de marcar el número. Había tenido suficiente para un día. Pero, quizá por eso mismo, sentía una necesidad irreprimible de ver a la chica. «¡Hola!», respondió Pamela al teléfono. «¿Estás en casa?», preguntó Mustarde con voz temblorosa. «No. Estoy trabajando». «¿Dónde?» «En el Tavernacle, en Clinton y Flushing. ¿Vienes?» Mustarde entró al bar en penumbras. La victrola pasaba I’m your man, de Leonard Cohen. Pamela saludó desde atrás de la barra. «¿Te sirvo alguna cosa?», preguntó con un brillo exaltado en los ojos. «No. He bebido suficiente por hoy». La chica sacudió la cabeza y llenó un vaso enorme de vodka con zumo de naranja. «Nunca es suficiente. ¡Vamos! Va por mí». Mustarde observó el vaso. Realmente daban ganas de sumergirse dentro de él. «Solo si bebes conmigo». «No puedo. Al menos no por esa vía. Estoy trabajando». Mustarde sonrió. «¿No por esa vía? ¿Qué quieres decir?» La chica buscó su bolso y sacó un paquete de tampones. Sumergió uno en el vaso y se lo introdujo por dentro del pantalón entornando los ojos. «¡Ya está! Ahora, ¡bebe!» 54
Mustarde se acercó el vaso a la nariz. El olor a naranja le alivió la fatiga. Bebió un sorbo. No era demasiado fuerte. Alguien se acercó a la victrola y en el acto comenzó a sonar otra de Cohen: Everybody knows. Mustarde entrecerró los ojos. Pamela sonreía entre sombras y el reflejo violeta de las luces.
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5 Noche y niebla
Palabras, palabras, palabras. Tenía la mente llena de palabras. Las palabras le enredaban los sesos. Solo palabras tenía dentro de sí y fuera de sí. Incluso la hierba que pisaba no era realmente hierba, sino la palabra «hierba». Los árboles ante sus ojos no eran árboles, sino «árboles». La noche no era noche, sino «la noche», y, de igual modo, la bruma solo era «la bruma». Porque estaba en un parque, aunque no sabía cómo había llegado hasta allí. Pero a su alrededor no podía percibir el parque, sino su idea de «parque». Ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba, pues la penumbra lo hacía intuir más que ver. Imaginó que se hallaba en Prospect Park, en medio de la noche, en medio de la nada. Solo como un fantasma. Y, si era Prospect Park, como imaginaba, entonces, en algún sitio tendrían que estar el lago, el carrusel, el olmo viejo con su nombre y el de su esposa grabados. Anduvo a tientas, casi, buscando alguna de las cosas que le servirían para orientarse, pero, por más que caminaba, no alcanzaba a situar lo que conocía del parque en la estructura de su memoria. Sin embargo, no era que se sintiese totalmente perdido en un sitio ignoto, pues reconocía el paisaje, solo que lo que reconocía no lograba darle una idea de aquel parque, Prospect 57
Park, según lo tenía organizado en sus recuerdos. Encontró un lago, pero no era el de Prospect Park. Al menos no se parecía a la imagen que tenía del lago de Prospect Park, en la que aparecían él y su esposa, aún muy jóvenes, aún no marido y mujer, sino novios recogiendo dientes de león, durante las vacaciones de verano, y soplando al viento las diminutas inflorescencias. Y, junto a lago, había un olmo, pero no era el olmo con su nombre grabado. Era un olmo demasiado joven para tener nombres grabados, y estaba aún en flor, a pesar de que la primavera ya estaba por terminar, si no es que había terminado ya, asfixiada por los calores del verano. Y el árbol joven, casi un arbusto, cubierto de flores encendidas, parecía arder ante sus ojos, por el brillo de sus flores en la niebla. Jacob Mustarde tuvo miedo. Se postró ante el arbusto y lloró. El árbol pareció hablarle. Le recordó toda su iniquidad, todo el dolor provocado, todo el daño que había hecho en su vida. Estaba sentado en una de las filas de atrás, en una convención de odontólogos de Nueva York, en el Hilton. Habían pasado ya varias exposiciones, y, entre discurso y discurso, dio algunas cabezadas. Entonces subió al podio la hermana pequeña de su mujer, Rachel, a quien la familia llamaba «Peaches». Hacía tiempo que no la veía, desde que era casi una niña. Sabía que se ha58
bía graduado poco tiempo atrás, en Columbia o algo así. Había crecido, Peaches. Ya no era aquella niña flacucha a la que él gustaba de atormentar en las reuniones familiares. Ahora era una joven hermosa, un tanto delgada, pero atractiva, y todo lo que siete años atrás estaba en formación ahora ocupaba su lugar en la medida justa. Como un árbol en flor. Mustarde la imaginó desnuda, mientras ella exponía su presentación sobre prótesis dentales. ¿Alguna vez la había visto desnuda? Sí. Una vez, por navidad, en casa de los padres de ella. Mustarde había entrado al baño, por error. Había estado bebiendo mucha cerveza, y no podía contener su vejiga. Ella, la chica, Peaches, estaba desnuda, en la ducha. Mustarde se había disculpado y había salido huyendo. Peaches ni siquiera había tenido el pudor de cubrirse. Porque, ¿acaso no había estado puteando ella con él? ¿Acaso no era una insinuación cuando le habló de su cicatriz de la apéndice e insistió en mostrársela? Sí, había sido puro flirteo infantil. Sin embargo, Mustarde se lo había tomado en serio, aunque nunca había cruzado esa línea, por respeto a la familia. Y ahora ella estaba allí, siete años después. Adulta, pero aún muy joven, en flor. Ella, Peaches, de pie ante la concurrencia, con su falda algo corta, exhibiendo sus piernas largas y bien torneadas. Allí estaba Peaches, y Mustarde la veía desnuda, la recordaba desnuda, como aquella vez en que él entró al cuarto de baño, des59
pués de varias cervezas, y ella no se cubrió y dejó que él viera su pequeño cuerpo desnudo, casi impúber, pero hermoso, húmedo y algo enrojecido por el agua caliente. Mustarde se acarició el rostro. Necesitaba afeitarse. La cabeza le daba vueltas y la bruma le daba náuseas con su olor a cementerio. Se acercó a un banco junto al lago. Le pareció ver algo así como un animal que se acercaba al agua a beber: un animal henchido, corpulento. Y tras este animal, otro, y otro más, hasta completar los siete. Animales fuertes y rebosantes de vida, como siete años de juventud marchando uno tras otro sin preocupaciones. Allí estaban el noviazgo, el matrimonio, el nacimiento del hijo, incluso las primeras noches tormentosas tras las que, sin embargo, caída rendido de cansancio y de gozo. Siete años felices, como animales rebosantes de vida, marchando uno tras otro a beber a la orilla del lago. Pero, ¡ay!, el reflejo en el lago era una realidad pervertida. En el agua, o bajo el agua, en el espejo, ya no eran más siete animales hermosos, sino flacos y macilentos. Siete animales oscuros, enfermos, marchitos, que, cuando los otros se acercaban a beber, ellos bebían también: le bebían a los otros la fuerza, la juventud, la vida. Estos eran siete años de muerte. Siete años de dolor y de amarguras, tan distintos de aquellos siete primeros. Pero, ¿eran los mismos siete? La convención había terminado. Tras el cóctel, Mustarde fue a buscar su abrigo. Entonces tropezó con Peaches. Ella lo reconoció. Él hizo 60
como que no la reconocía. ¡Había pasado tanto tiempo! Rieron. Él le alcanzó el abrigo y la ayudó a ponérselo. ¿A dónde iba ahora? ¿A casa? ¿En Brooklyn? Mustarde le ofreció compartir un taxi. Peaches aceptó. ¡Tenían tanto que contarse! En el taxi, ella hablaba todo el tiempo, mientras él la observaba y callaba, como un cocodrilo bajo la superficie. Podía sentir el calor de su cuerpo muy cerca, el olor de su aliento, el timbre de su voz cosquilleándole en la oreja. Mientras, ella le contaba su vida. Era feliz. La entusiasmaba su carrera. Había conocido algo del mundo, en un viaje a Europa. Cada día era una bendición. Solo le faltaba formar una familia. Estaba en medio de sus siete años de felicidad. Mustarde la contempló con cierta envidia. El cocodrilo veía a la gacela acercarse a abrevar, y una lágrima de sal asomaba a sus ojos de viejo reptil. Casi llegaban a su casa. El reptil debía atacar. En un descuido de ella, tras un silencio que se había hecho demasiado largo, él se arrojó sobre ella, la cubrió totalmente, buscándole la boca. Pero Peaches ya no era aquella niña que gustaba de flirtear con él. Ya no quería mostrarle la cicatriz de su vientre. «¿Qué coño?», había dicho, y esas eran las palabras más duras que alguien le había podido decir a Mustarde. Él se apartó. La gacela escapaba. «Lo siento», dijo. Peaches le pidió al taxista que se detuviera 61
y se quedó allí mismo. «Yo pago por los dos», dijo Mustarde. «Gracias», dijo Peaches secamente y se alejó, como una gacela corriendo tierra adentro, sin siquiera despedirse. Otra lágrima brotó del ojo del viejo reptil. ¿Hasta cuándo iba a arder ese árbol? ¿Es que acaso le quedaba algo de pulpa por quemar? Pero el olmo seguía resplandeciendo junto al lago, la única luz entre las sombras y la bruma. Mustarde había pasado varios días de zozobra, pensando que en cualquier momento Peaches le contaría todo a su mujer, y entonces todo habría terminado. Ella lo dejaría, ¡claro está! Se marcharía lejos, con su hijo, a quien solo vería entonces los fines de semana, si es que a ella no se le ocurría ponerle una orden de restricción; si es que algún expediente más oscuro no salía aun a la luz. Pero, finalmente, nada sucedió. La vida continuaba, apaciblemente, al menos en la superficie del lago. Su mujer, ignorante de todo, lo siguió amando, como cuando grabaron sus nombres en el tronco de un olmo, en Prospect Park. Su hijo continuó creciendo a su lado, llamándolo «papá» y alegrándole cada día de vida, cada uno de esos siete años gloriosos. Pero el lago estaba ahí. No era el lago de Prospect Park, sino un lago más grande y más tenebroso. Mustarde se acostó en el banco. La niebla cubría el cielo y no dejaba ver otra cosa que esa nata blanquecina, triste y fría. ¿De dónde salía toda esa niebla? ¿A dónde iba? Se acostó de lado, contemplando las aguas. 62
Algo flotaba allí, algo también muerto, blanquecino y frío. Todo moría a su alrededor, bestias y aves caían desfallecidos, envenenados por esa neblina pestilente. «¡Váyanse todos a la mierda!», les gritó Mustarde a los bultos que flotaban en el lago. «¡Muéranse todos!», «¡Váyanse al carajo!». Pero nadie le hizo caso, porque ya nada faltaba por morir. Estaba sentado en aquel restaurant libanés del West Village. En el asiento de enfrente estaba sentado su reflejo, aunque ya no se parecían tanto, como cuando eran niños. Ahora el reflejo tenía el pelo largo y barba, los pantalones rotos y la camisa sucia, y devoraba con desesperación un plato de mujaddara. Había pasado mucho tiempo desde que aquel que se sentaba ahora a su mesa, en la silla de en frente, fuera en verdad su reflejo. Mucho tiempo. Demasiadas cosas habían sucedido, y su reflejo ya no era su imagen idéntica, sino apenas una vaga semblanza de sí mismo, desaliñado, endurecido, golpeado por la vida en manicomios y alquileres insalubres. «¿Recuerdas aquella vez, en la piscina?», le dijo el reflejo sin dejar de masticar sus lentejas. La piscina. No, él no recordaba. No quería recordar. «Me agarraste por el tobillo, queriendo tumbarme al agua». ¿Por qué ese recuerdo? ¿Por qué insistir en aquella anécdota que no venía a cuento? «Pero terminaste cayendo tú al agua. Te habrías ahogado de no ser por aquella chica que se lanzó a salvarte». Y lo había salva63
do, justo cuando comenzaba a perder la esperanza de volver a ver la luz. Habría muerto ahogado en aquella piscina pero, ¿por qué recordar todo aquello? «A veces me pregunto, ¿y si hubiera sido yo el que cayó al agua?». Y si hubiera sido él, el reflejo. ¿La chica lo habría salvado? Seguramente ¿Cómo iba a distinguir entre uno y otro, entonces, si ambos eran como dos gotas de agua? Dos gotas de agua de esa misma piscina en la que casi se ahoga. Fue allí donde comprendió que nada era eterno, ni siquiera la muerte. Y ahora la otra gota, ya no idéntica, devoraba frente a él un plato de mujaddara como si fuese lo primero que comía en años, e insistía en hacerle recordar un pasado que se había esforzado, durante mucho tiempo, por enterrar. Finalmente le habían traído su plato de kafta, con tomates, mutabbel y pita. El otro, mientras tanto, ya casi terminaba sus lentejas, y miró con gula los trozos de carne. «¿Es eso cordero?», preguntó. «No, es vaca». El hombre frente a él movió la cabeza. «¿Sabes cómo matan a las vacas para hacer la carne de las hamburguesas? Estuve un tiempo trabajando en un matadero. Es algo horrible». Sí, definitivamente horrible. Pero los becerros de esta kafta seguramente habrían sido sacrificados de modo más humano, con un corte limpio de cuchillo muy afilado en la yugular. Al menos eso esperaba. Su reflejo desaliñado en el asiento de enfrente lo contempló comer con ojos de becerro. Mustarde se levantó del banco. No podía dor64
mir, y aún se sentía demasiado desorientado para intentar llegar a ninguna parte. El olmo frente a él seguía ardiendo, ahora con mayor intensidad. Ya no era una llama blanquecina de la niebla, sino un rojo fuego que erizaba el aire. Comenzaba a amanecer. Mustarde miró al lago, que sustituía el negro por un color de plata quemada. El lago se abría ante la luz solar, como un mar dividido. Los animales muertos seguían allí. Eso no lo había soñado. El cielo se fue aclarando, y con él la imagen del parque. Definitivamente no era Prospect Park. Reconoció, por fin, el lugar. Era Central Park, y no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Tampoco supo en qué momento Pamela lo había abandonado. La bruma de la memoria aún no se despejaba. Comenzó a andar lentamente, en busca de la salida. A lo lejos, sobre los árboles, divisó el edificio del Mount Sinai.
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6 Mount Sinai
La cara le ardía. Las manos le ardían. El cuerpo entero le ardía. Se miró las manos. Tenía unas llagas rojizas que reflejaban el brillo del amanecer. Se abrió la camisa. Todo el torso lo tenía lleno de llagas. La cara también, como pudo comprobar al mirarse en la ventanilla de un automóvil estacionado junto a la acera. Cruzó la calle. El Mount Sinai se alzaba ante él como un monte de ladrillos. En la recepción, preguntó por algún especialista de piel. Le preguntaron si tenía una cita. Dijo que él era el señor Mustarde, odontólogo, y que exigía ver a un especialista de piel. La mujer de la recepción notó que Mustarde tenía aliento etílico, y su aspecto era más bien el de un pordiosero. Llamó a seguridad y, cuando ya venían dos hombres a llevárselo, el señor Mustarde cayó redondo sobre el suelo. Pamela estaba especialmente hermosa, con su pelo corto, color rojo fuego. Su aspecto era algo andrógino, como un ángel de la muerte que brillaba en la noche. Sin embargo, sus enormes protuberancias talla C no daban lugar a confusión alguna. Salieron del Tavernacle. A Mustarde la cabeza 67
le daba vueltas. Ella, sin embargo, se mantenía en pie, ligera como una gacela. «¿A dónde vamos?», preguntó él. «¡Llévame lejos!», dijo ella y lo agarró de la mano. Fueron corriendo calle abajo. Pamela alzaba los brazos como si fuesen alas. En la calle York bajaron a la estación del metro. Tomaron la ruta F, la línea de la Sexta Avenida. Pamela refulgía bajo la luz f luorescente. Se bajaron en Lexington y la sesenta y tres y fueron caminando hasta el parque. Pamela volaba por las calles como una tórtola, y detrás de ella iba Mustarde, cegado por su belleza. Se adentraron por los senderos del parque y se besaron bajo la luz de las farolas. «Tengo que mear», dijo ella de pronto y rió como un chiquillo. Mustarde la acompañó hasta unos árboles. Ella se bajó los pantalones y las bragas y se agachó. Él se agachó junto a ella, sujetándola. Le acarició la mejilla. «No hagas eso, por favor», le dijo la chica. «¿Qué?» «No lo hagas, por favor». El líquido chorreaba entre sus piernas. Él le besó la frente. «Oh, no, por favor. De verdad, no lo hagas. Por favor…» «¿Por qué?» Mustarde la besó en los labios. Ella lo miró a 68
los ojos. Tenía la vista turbia y un dolor sin nombre en lo profundo de los ojos. «Porque me voy a enamorar» Siempre estuvo enamorada de él, ese hombre que la veía crecer cada día, que contempló la transición entre la chica impúber y la joven en flor, con hormonas como lava volcánica. Ella veía por sus ojos y, para ella, él era dios. Por supuesto que él lo notaba, y también debía percatarse del cambio: cómo fue cambiando su cuerpo y cómo el sudor le olía cada vez más a deseo, cuando transpiraba en su presencia. Él solo sonreía, pero detrás de la sonrisa no dejaba de mirarle el escote, los pezones hinchados bajo la camiseta, la entrepierna abultada donde cada tarde se cocían los primeros jugos de la adolescencia. ¿Y qué si estaba mal? Oh, no. Ella no pensaba en eso. ¿Cómo podía estar mal? ¿Acaso enamorarse no era inevitable? Sí, había deseo, por supuesto. Pero era un deseo ingenuo, que no trascendía el simple roce de la piel, el gusto por la saliva, por mezclar el aliento. Por lo demás, era un sentimiento puro, como una luz blanca que brotaba desde dentro, de entre las costillas. Era un sentimiento puro, y eso no podía ser una abominación. A ella solo le preocupaba que fuera recíproco. ¿Y si él…? Pero es que, ¿acaso él podía sentirlo, como ella palpitaba, vibraba en su presencia? ¿Sentía él lo mismo? Ah, si así fuera… Entonces todo cobraría sentido. Podrían irse lejos, donde 69
nadie conociera sus nombres, y allí vivir juntos y amarse para siempre. Un día él cayó enfermo. Una tontería, pero tuvo que guardar cama por un tiempo. Cada día le llevaban el desayuno, el almuerzo y la cena a su habitación. Cada día él rechazaba probar alimento. Deliraba de fiebre, y en su delirio la llamaba a ella. ¡A ella! Así que, una noche, ella insistió en llevarle la bandeja. Le habían preparado una minestrone con pollo y arroz, que tanto le gustaba. Ella subió las escaleras como un ángel en ascenso al trono celestial. Llamó a la puerta. Nadie contestó. Entonces ella abrió y entró a la habitación. Él la miró muy serio, pero podía decirse que sus ojos habían recuperado el brillo. Ella se acercó a la cama. Él no se movió. Apenas siguió su recorrido con la mirada, como una estatua de ojos vivos. Pero cuando ella se sentó en el borde de la cama, a su lado, él la agarró muy fuerte por la muñeca. La haló hacia sí, con violencia, y de pronto ella se vio impedida del menor movimiento. Ni siquiera gritar podía, por el modo furioso en que él la miraba. Él se tumbó sobre ella, con la planta de los pies le sujetaba los tobillos, las piernas abiertas. Con una mano le aferró las dos muñecas sobre la cabeza, y con la otra le subió la falda y le apartó las bragas. Luego se humedeció los dedos con saliva, frotó la saliva sobre el glande y de una sola embestida le rompió el frágil velo del himen y recorrió el túnel de su vagina hasta lo 70
más profundo. Ella sintió que le llegaba al alma, al corazón, a la garganta. El dolor más destructor que hasta ese momento había sentido era apenas una caricia comparado con este. Sintió la carne desgarrada, su vida entera hecha girones, rasgada, molida, rota en mil pedazos de un golpe de furia. Pero no fue un solo golpe. Fueron uno, dos, tres, cuatro, cinco… Perdió la cuenta y el aliento. Y de pronto él puso los ojos en blanco y emitió un quejido carrasposo, como de quien va a vomitar, y se salió de adentro y vertió sobre el vientre de ella una flema blancuzca y tibia, demasiado tierna para su viscosidad, como un molusco muerto. Luego él se puso de pie. Le lanzó un trapo para que se limpiara y se limpió él mismo con la sábana. «Lárgate», le dijo en modo seco dándole la espalda. Pamela lloraba. «¿Cómo puedes estar enamorada de ese hijo de puta?», le preguntó Mustarde. Ella levantó la vista y lo miró con ojos vidriosos. «Ese hijo de puta», dijo tragándose las lágrimas, «era mi hermano». El señor Mustarde abrió los ojos. El techo era de raso blanco y un olor a desinfectante llenaba la habitación. Habían cambiado sus vestiduras por una bata de hospital, y ahora podía ver claramente todo su cuerpo cubierto de pústulas que nadie había atendido. 71
Se sintió solo, terriblemente solo en el mundo. ¿Se lo merecía? Nunca había creído en la existencia de Dios, pero, de haber uno –uno solo–, ¿por qué lo castigaba de ese modo? Él no era Job, eso estaba claro. Si había un Dios, él, Mustarde, merecería su furia mucho más que el santo Job. Pero, ¿eran tan graves sus faltas? ¿Quién podía culparlo por tratar de sobrevivir, o más, de vivir, aunque fuese a expensas de los demás? ¿Acaso no se trataba de eso la vida, una competencia por el sustento en la que solo podían sobrevivir los más hábiles o, mejor, los menos escrupulosos? Pensó en su familia, en cómo se había servido de ella –su familia de sangre y toda la demás– para conseguir sus metas. Pero, a fin de cuentas, la naturaleza estaba llena de ejemplos de hijos que devoran a los padres al nacer, de semillas que asfixian al árbol, de cónyuges que arrancan la cabeza a sus parejas. Incluso había especies que se comían a sus hijos para seguir adelante. Y él, ¿qué culpa tenía de obedecer la orden natural de seguir adelante? Todo estaba mal. El mundo estaba mal. Y esa habitación era el peor sitio. Hacía calor y le picaban las pústulas. Se puso de pie para abrir la ventana. Afuera, una nube inmensa cubría la ciudad. Vio el destello de un relámpago a lo lejos: la tormenta se acercaba. Se detuvo junto a la cama. Agarró la tablilla a sus pies e intentó leerla, pero no pudo. Los anteojos estaban en la mesita. Se los puso y la caligrafía de los médicos se reveló ante sus ojos. 72
No estaba su nombre ahí, en ningún sitio. Y no es que lo hubieran llamado simplemente John Doe; habían escrito otro nombre, el nombre de una persona distinta. Salió de la habitación vistiendo la bata y las pantuflas del hospital, con la tablilla en la mano. El corredor estaba desierto. Era el séptimo piso y no había nadie alrededor, ningún interno ni ningún doctor deambulando. Buscó el despacho de la enfermera de guardia. En el despacho había cinco enfermeras reunidas, viendo televisión. Pasaban Crepúsculo, en el momento en que Robert Pattison aparece en pantalla mostrando el torso dorado. «¡Oh!», decía una de las enfermeras, «¡es verdaderamente hermoso!» «¡Verdaderamente hermoso!», repetía otra enfermera, la más joven de las cinco. Todas las mujeres suspiraron. Todas, embobecidas mirando la pantalla. Ninguna hizo el menor caso del señor Mustarde. Montó en cólera. Se sentía como un trapo viejo, un fantasma pusilánime, uno de esos anunciantes callejeros a los que nadie presta atención. Se sintió como muerto, en el limbo. Agarró la tablilla con las dos manos y la quebró contra su rodilla. Ni siquiera entonces logró llamar la atención de las enfermeras. Una de ellas, incluso, se levantó, sin dejar de mirar la pantalla, y le cerró la puerta en las narices. El señor Mustarde regresó a su habitación. Había tenido suficiente. Buscó su ropa y la en73
contró en el clóset junto a la puerta. Tenía que huir de allí cuanto antes. Necesitaba ver a Pamela, recostarse en su regazo. Que ella pusiera las manos sobre su cabeza y lo redimiera de todo mal posible.
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7 Las joyas de la señora Peacock
El señor Mustarde se sentó frente a la mesita de la sala. Las pústulas habían desaparecido. Al llegar a casa había encontrado otro paquete, esta vez con un sello que mostraba una torre de reloj. Sobre la torre, el rótulo «Izmir». Dentro del paquete venían dos cajitas negras con correas, que Mustarde reconoció como filacterias, acompañadas de una tarjeta con caligrafía incomprensible, firmada por J. M. Pamela no respondía al teléfono, y Mustarde era incapaz de recordar si había alguna razón para ello. De pronto sonó el timbre. El señor Mustarde dio un brinco y su presión sanguínea aumentó. Tenía la esperanza de que fuera Pamela. Con tal que no fuera el hombre de UPS con otro paquete inútil. Pero no era Pamela. «Hola, Jacob», dijo la señora Peacock. «Hola, Beth». Se sentía un poco incómodo estar otra vez el uno frente a la otra tras la última noche. «¿Puedo pasar?» Mustarde asintió. Ella llenó el salón con su perfume de lavanda. Se sentó en el sofá en el mismo sitio en el que Mustarde se sentaba un rato antes. Él se quedó de pie, mirándose las manos. «¿No te sientas?» 75
Mustarde suspiró. Dudó un segundo y finalmente ocupó el espacio junto a la señora Peacock. «Tenemos que hablar», dijo Beth Peacock con una sonrisa. Mustarde fijó la vista en sus ojos azules. Luego el escote. Luego el suelo. «Mira, Beth, lo del otro día…» El suelo. El escote. Los ojos. «No digas nada», interrumpió ella poniéndole un dedo sobre los labios. Antes que pudiera hacer nada, ya tenía la lengua de Beth Peacock en la boca y sus propias manos en el escote de ella. Estaba a punto de zafarle el sujetador cuando la señora Peacock lo interrumpió. «¿No prefieres ir a la cama?» Subieron las escaleras, ella adelante, ondeando el vestido aguamarina, como un río cuesta arriba. Al llegar a la habitación se dejó caer sobre la cama matrimonial. «Hazme lo que quieras», dijo. Mustarde estaba a punto de lanzarse sobre ella cuando sintió un ruido en el cuarto de baño. «¿Qué coño ha sido eso? ¿Hay alguien más aquí, Jacob?» Al señor Mustarde se le helaron los pelos de la nuca. En los últimos días habían sucedido demasiadas cosas y ya nada le parecía extraño, pero el temor de que alguno de los «empleados» de Leo Pardi hubiera irrumpido en su casa lo paralizó por completo. 76
«¡No! ¡No vayas!», le gritó a la señora Peacock cuando esta se levantó y avanzó en dirección al cuarto de baño. «¿Qué escondes ahí?», dijo ella sonriendo, «¿Algún animal salvaje?» Nada que hacer. Beth Peacock abrió la puerta. Bajo el lavabo, una figura agazapada se frotaba la cabeza pelirroja. «¿Qué haces aquí?», exclamó Mustarde. «¿Por dónde has entrado?» «Por la ventana», respondió Pamela presionándose la cabeza con la mano. «¡Jacob Mustarde!», intervino la señora Peacock, «¡No sabía que guardabas esta clase de secretos!» Tras un silencio incómodo, Mustarde abandonó intempestivamente la habitación. Bajó hasta la cocina y se sirvió agua del grifo. Bebió lentamente, apoyado sobre la meseta. Cuando regresó arriba, las dos mujeres estaban desnudas sobre la cama. Beth Peacock lamía la vulva de Pamela. «Hey», dijo Beth Peacock al verlo entrar, «deberías probar esto. Sabe a fruta». Otra vez la parálisis. Pero Beth se acercó a él y lo tomó de la mano de manera tan suave que no pudo resistirse. Mustarde se acercó a la vulva de Pamela. Había estado ahí antes, pero nunca la había tenido tan cerca de la cara. «¡Vamos!», dijo Pamela, «¡No muerde!» Beth Peacock soltó una carcajada. «¡Eres una víbora!». Las dos mujeres rieron. Unos minutos y ya 77
eran las mejores amigas. Mustarde pasó la lengua por la carne rosada. En verdad sabía a fruta, aunque no pudo distinguir exactamente cuál. Beth Peacock se puso a quitarle la ropa mientras él seguía lamiendo. Sintió que el cuerpo de Pamela se iba erizando a medida que su lengua batía abajo y arriba, adentro y afuera. Cuando Mustarde estuvo totalmente desnudo, Beth le agarró la verga y se la tragó de una sentada, como un insecto hambriento. Mustarde se puso rígido en el acto. «¡Oh!», exclamó Pamela, «esto está a punto. ¡Prepáramelo, chica, que voy a montarlo!» Mustarde se sintió como un poni. La pelirroja se subió sobre él y comenzó a brincar sobre su pobre carne maltratada. Mientras tanto, Beth Peacock manoseaba y chupaba aquí y allá, e intercambiaba saliva tanto con la jinete como con su montura. Dejó a las dos mujeres dormidas sobre la cama y se escabulló hacia el cuarto de baño. Encontró el bolso de Pamela bajo el lavabo y, por más que quiso, no pudo resistir la tentación de registrar sus cosas. Apenas lo abrió, se arrepintió de haber hurgado: dentro del bolso, envuelto en un pañuelo, había un revólver Smith & Wesson calibre 45. «¿Qué haces?», preguntó Pamela a su espalda. «¿Por qué tienes un revólver en tu bolso?», replicó Mustarde tratando de desviar la atención. 78
«Una chica necesita defenderse», respondió Pamela y entró a la ducha. Mustarde devolvió el revólver a su sitio. Contempló a la chica a través de la puerta de vidrio. El agua caía sobre su piel como el deshielo, endureciendo sus magníficos pezones. Mustarde no dudó más y entró a la ducha. «Era el revólver de mi hermano», dijo ella pasándole el jabón. «¿Me enjabonas la espalda?» Mustarde frotó con suavidad la extensión de piel tersa y húmeda. Tras la capa de jabón se entretuvo volviendo a pasar la mano por la superficie enjabonada. Al terminar, le dio un beso a Pamela en la nuca. «Ahora te enjabono yo a ti», dijo la chica dándose la vuelta. Cuando salieron de la ducha, Beth Peacock aún dormía. Parecía un cadáver bocarriba, el cuerpo desparramado a todo lo ancho de la cama matrimonial, los brazos a cada lado y los senos echados y cabizbajos. Mustarde se fijó entonces, por vez primera, en el collar de zafiros que lucía sobre el plexo solar. Recordó haberlo visto, entre vidrios rotos, en el suelo de la joyería de Zielinsky. El señor Mustarde se vistió y salió a la calle. Pamela y la señora Peacock jugueteaban otra vez sobre la cama. Le rogaron que se quedase, pero él declinó la oferta y se alejó de allí con paso apresurado. Al llegar a la estación número 90 preguntó por el sargento Grey. El policía de la recepción 79
lo miró de arriba abajo y le dijo que se sentara a esperar. Al rato salió una mujer de unos treinta años, pelo corto y traje de sastre color salmón. «¿Para qué busca a Grey?», preguntó la mujer observando a Mustarde con cierto interés. «Mi nombre es Jacob Mustarde. Soy dentista. El sargento Grey fue a verme con motivo del homicidio de la calle Broadway». «¿Está usted implicado?» «Puede que sea testigo involuntario», se apresuró a decir Mustarde. «Vi varias veces a la víctima entrando en una joyería del lugar». La mujer se quedó pensativa unos instantes, luego sonrió y extendió la mano. «Perdone. Soy la teniente Rosen. Emma Rosen. ¿Quiere pasar a mi despacho?» El señor Mustarde siguió a la teniente por el pasillo. A pesar de la actitud masculina de la mujer, había algo muy sensual en su aspecto. «Así que Mustarde…», dijo la teniente al sentarse tras su buró. «Conocí a un Mustarde hace tiempo». «Ah», exclamó el señor Mustarde. «No es un nombre común», la teniente Rosen se quedó mirando la pared y su rostro contrajo una expresión placentera. Luego vino un silencio incómodo. Mustarde puso cara de cachorro abandonado. «No quisiera implicarme demasiado en ese asunto», se atrevió a decir, «pero me intriga sobremanera. ¿Tienen algún sospechoso?» 80
La teniente Rosen salió de su contemplación y escudriñó a Mustarde. «No podemos discutir casos abiertos con civiles». «Oh, perdón», exclamó Mustarde. «Lo sé. Lo siento. Es que es primera vez que me pasa algo como esto y, usted comprenderá, cuanto antes se esclarezca…» La mujer se puso de pie y dio la vuelta para situarse justo frente a Mustarde, apoyando las nalgas sobre el buró. El señor Mustarde se echó un poco hacia atrás en el asiento. «Si hay algo que le competa se le notificará, señor Mustarde», dijo la teniente Rosen y de inmediato cambió la expresión. Sacó una tarjeta de un estuche y se la puso a Mustarde en el bolsillo. Luego se mordió el labio y guiñó un ojo. «Mientras tanto, puede llamarme si necesita hablar con alguien». El señor Mustarde se levantó de su asiento y avanzó hacia la salida con el aliento contenido. Al llegar al pasillo escuchó la voz de la teniente a sus espaldas. «¡Jacob Mustarde! ¡Sí! ¡Aquel Mustarde que conocí también se llamaba Jacob!» Mustarde huyó lejos de la estación. En la otra cuadra divisó el automóvil de los «empleados» del señor Pardi. ¿Qué hacían los hombres de Pardi aparcando a una cuadra de la estación de policía? Vio que un hombre se bajaba del auto. Era el sargento Grey. ¿Qué hacía el sargento Grey con la gente de 81
Leo Pardi? El policía había bajado solo, de manera calma. No parecía estar amenazado ni haber sido secuestrado, como Mustarde el día anterior. Incluso parecía conocer bien ese auto, haber viajado en él otras veces. El señor Mustarde corrió por una entrecalle, rezando porque Grey y los hombres de Pardi no lo hubieran visto. Una cuadra más adelante se detuvo y miró a sus espaldas. Nadie lo seguía. Recuperó el aliento y limpió sus anteojos con el pañuelo. Ahora a paso normal, enfiló el rumbo hacia la calle Broadway. Cuando entró a la joyería no había nadie en el mostrador, pero el ruido de las campanillas hizo salir al señor Zielinsky de detrás de una puerta del fondo. El viejo empuñaba un trozo de tubería de plomo. Al reconocer a Mustarde, ocultó la tubería rápidamente. «¡Oy!», dijo el señor Zielinsky, «¡Shalom! ¡Shalom, señor Mustarde! ¡Qué naches de verlo!» El señor Mustarde saludó con un gesto breve. «¿Qué lo trae por acá?», insistió Zielinsky. «¿Ha pensado en lo que hablamos?» Mustarde tosió involuntariamente y echó un vistazo alrededor. El lugar había sido reconstruido, y todas las joyas estaban otra vez en sus vidrieras. En una caja sobre un pedestal, advirtió un collar de zafiros idéntico al de la señora Peacock. «En realidad…», comenzó diciendo, «he venido a hacerle unas preguntas». La expresión afable de Zielinsky mutó un po82
co. La extensión de la boca se redujo y los ojos perdieron algo de luz. «¡Por favor! ¡Pregunte lo que quiera!» Mustarde se aclaró la garganta antes de hablar. «¿Conoce usted a un Mustarde que vivió en el edificio de la esquina?» «¿Qué Mustarde? ¿El coronel?» «¿El coronel?», preguntó Mustarde, sorprendido. El señor Zielinsky volvió a sonreír. Sus ojos verdosos se alumbraron. «¡Oh, sí! ¡Un meshuggener! Siempre con esa chamarra amarilla de corte militar. ¡Geh vays!» Mustarde se rascó la nuca. «Me parece que estamos hablando de personas distintas. Le he preguntado por un Jacob Mustarde que vivió allí en el siglo antepasado». Esta vez la expresión de Zielinsky fue de sorpresa. «¿En el siglo antepasado? ¿Quién le ha contado esa meshugas?» «El profesor Plum… El hombre que vive…» «¿Ese faygeleh?», Zielinsky soltó la carcajada. «¡Narishkeit! ¡El coronel es quien le alquila el apartamento!» Mustarde se quedó sin habla. Se quitó los anteojos y se frotó los párpados cansados. «El coronel…», continuó diciendo Zielinsky. «¡Vaya un personaje! Hace meses que nadie lo ve. Pero ahí estaba hasta el otro día, ¡como poseído por un dybbuk!» El señor Mustarde perdió el equilibrio y casi 83
hace caer una de las vidrieras. Zielinsky fue hacia él agitando las manos. «¡Oy vey! ¡No se ponga así! Emmes hay cosas peores. ¿Sabe usted qué hace Adonay cada día?» Mustarde miró al viejo con estupefacción. Quiso decir alguna cosa, pero tenía la lengua atorada. «En las primeras tres horas», dijo el señor Zielinsky, «Adonay se sienta y aprende la Torá. Durante las segundas tres horas se sienta y juzga al mundo. Las terceras tres horas alimenta al mundo entero. Y durante las cuartas tres horas Adonay juega con el leviatán». El viejo reía con cara de niño que acaba de hacer una broma. Mustarde suspiró. «Por casualidad», dijo, «¿conoce usted a una joven llamada Pamela Scarlatti?» Los ojos verdeazules se oscurecieron. El señor Zielinsky bufó como un leviatán. «¡Esa lilit!», dijo alzando las manos. «El coronel siempre andaba con ella. Creo que él era su boychik». Mustarde no quiso saber más. Se despidió del viejo y salió pitando de la joyería. En la acera dudó un momento, suspiró y dirigió sus pasos al edificio de la esquina. Miró a todas partes antes de traspasar el umbral, por si de pronto aparecía Pamela. Nadie asomó. Mustarde se internó en el edificio y fue directo al ascensor. Presionó el botón y esperó que se abrieran las puertas. Escuchó ruido de pasos por la escalera y se ocultó tras una columna. Los pasos siguieron 84
descendiendo y pronto apareció en el zaguán nada menos que el profesor Plum. El señor Mustarde salió a su encuentro y aquel, al verlo, corrió de vuelta escaleras arriba. Mustarde lo siguió y le dio alcance en mitad de las escaleras. Lo agarró por una pierna y lo hizo caer. Plum comenzó a dar patadas, tratando de zafarse, y le atinó un puntapié a Mustarde en el bajo vientre. Mustarde cayó sobre un escalón, liberando al profesor. Este, sin embargo, estaba tan abatido que fue incapaz de levantarse y huir. «¡Está bien!», dijo. «¡Usted gana!» «¿Por qué huyó?», preguntó el señor Mustarde, sin resuello. Plum suspiró. Sus ojos se perdieron en el vacío. «¿En verdad quiere saberlo?» Mustarde negó con la cabeza. «¿Por qué me mintió con lo del otro Jacob Mustarde? ¿Por qué inventó toda esa historia?» «No lo sé», el profesor Plum actuaba como si estuviera hablando solo. «Supongo que tuve miedo». «¿Miedo? ¿De quién?» Plum abrió los ojos de modo exagerado. «Del otro Mustarde. ¡Está loco!» El señor Mustarde se puso de pie y se sacudió el pantalón. Luego le dio la mano a Plum y lo ayudó a levantarse. «La historia que le conté es cierta», dijo Plum poniéndose de pie. «No la inventé». Mustarde hizo silencio. Quería saber más del asunto, pero al mismo tiempo no quería saber 85
más. Finalmente optó por lo segundo. Se despidió de Plum y comenzó a descender por las escaleras. «¿Ha leído usted a Isaac Luria?», gritó Plum cuando Mustarde casi llegaba al zaguán. «¡Pregúntele al señor Zielinsky por la shevirat hakelim!» El señor Mustarde corrió hacia el portón y salió a la calle. De repente, tuvo que refugiarse en el umbral. Del cielo ya casi oscuro comenzaron a llover grandes piedras de granizo.
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8 El cielo puede esperar
Mustarde no tenía ganas de regresar a su casa. No le apetecía encontrarse ahí a la señora Peacock y, sobre todo, no quería ver a Pamela. Llamó a la señora Weisz. «¿Sarah?» «¿Señor Mustarde?», replicó ella con voz trémula. «Sarah, te he dicho que puedes llamarme Jacob». La señora Weisz no respondió. «En fin, Sarah, necesito un favor. No puedo ir ahora a casa y necesito descansar…» Silencio del otro lado de la línea. «En fin… ¿Crees que pueda pasar la noche en tu casa?» Silencio. «¿Sarah?» Silencio. «¿Estás ahí?» Silencio. Mustarde esperó unos segundos. Estaba a punto de colgar cuando escuchó la voz de la señora Weisz. «¿Jacob?» «¿Sí?» «Puedes pasar. Te mando la dirección». La señora Weisz vivía en Nostrand y Church, en Flatbush, en un edificio pintado de blanco. Mus87
tarde llamó a la puerta y ella abrió envuelta en una bata de gasa semitransparente. «¿Estás sola?» «Sí. Pasa. ¿Has cenado?». Mustarde se encogió de hombros. La señora Weisz caminó hasta la cocina. Mustarde la siguió, hipnotizado por el fulgor nebuloso de la tela. «¿Quieres tomar algo? Tengo un poco de vino». Sarah Weisz sacó dos botellas de la alacena, una de tinto y otra de blanco, y se las ofreció a Mustarde. «Mejor la de tinto», dijo él tomando una de las botellas. El señor Zielinsky estaba sentado a su mesita, en la trastienda. Sobre la mesa tenía un puñado de gemas distintas, y con un monocular las analizaba una a una. Tomó un rubí entre sus dedos y lo acercó al monocular. La gema era casi perfecta, pero en su interior había algo, una impureza o una burbuja, que le restaba valor, aunque no hermosura. En ese momento, apareció en la trastienda su sobrino Yeshayah. «¡El momento ha llegado!», gritó. «Shtum, shtum, Yeshayah. ¿De qué me hablas?» «La shiksa está vershtupft y concebirá varón». El señor Zielinsky se apartó el monocular del ojo. «¿Qué dices? ¿Emmes?» Yeshayah movió la cabeza afirmativamente. 88
«El que esperamos estará pronto entre nosotros», dijo con solemnidad. Zielinsky tomó un zafiro amarillo y lo colocó junto al rubí. Luego tomó otro zafiro, azul, y lo acercó al conjunto. «¿Y la zoftige maydl? ¿Qué hay de ella?» «Está dispuesta. Pero hay tsuris. El policía está metiendo la shnoz». «¡Ese shamus!», Zielinsky frunció el ceño. «¡Hay que hacerse cargo!» Volvió los ojos a la mesa. Sus dedos juguetearon con una amatista, una esmeralda y un diamante. «¿Y la yenta?», dijo de pronto, como iluminado. «Está ahora con él». «¡L«chaim! ¡L«chaim!», dijo Zielinsky alzando los brazos con alegría. Mustarde se llevó la copa a los labios. Sarah no paraba de hablar, contándole su infancia y todos los problemas que había tenido hasta el momento. Él apenas decía nada. Solo la contemplaba con los ojos brumosos por el vino. Sarah Weisz era una mujer hermosa, aunque trataba por todos los medios de no llamar la atención. Sin embargo, ahora, en la penumbra, envuelta en su bata traslúcida y con las mejillas coloreadas por el tinto, era realmente seductora. Mustarde pensó en besarla, pero la mesa se hallaba entre los dos y hacía cualquier gesto un movimiento ridículo. «¿Qué pensarías si te beso?», le dijo al fin, 89
aunque no era su intención enunciarlo en voz alta. Sarah Weisz calló, finalmente. Las mejillas se le colorearon aún más. Miró a Mustarde fijamente a los ojos por un segundo y luego bajó la mirada. Mustarde se puso de pie. Se dio cuenta de que lo que hacía estaba terriblemente fuera de lugar, pero ya se había puesto en marcha, y volver atrás sería aún más ridículo. Rodeó la mesa y se inclinó sobre la señora Weisz. Ella no lo esquivó. Sus labios recibieron a los de él tímidamente, pero con cierta determinación. Él la tomó de las manos y la atrajo hacía sí. La alzó y el cuerpo de la mujer cayó sobre su pecho, como una paloma herida por una piedra. Mustarde la abrazó y volvió a besarla. Le besó los labios, las mejillas, el mentón, los pómulos, los párpados y la frente. Sarah temblaba bajo su abrazo. El sargento Grey subió las escaleras de la iglesia. Se persignó al atravesar el portón y enfiló por uno de los pasillos laterales. Andaba con prisas, tembloroso. Tras una columna, sacó una petaca de su sobretodo y se dio un trago. Continuó su camino y se acercó a una figura vestida de chándal reclinada en un banquillo del altar lateral. «Buenas tardes, señor Pardi», dijo arrodillándose junto a él. Frente a ellos, en una urna de vidrio, un Jesús cubierto de llagas yacía boca arriba. 90
«Buona sera, sargento», respondió el del chándal. «¿Ha averiguado algo?» El sargento Grey volvió a persignarse ante la visión del cuerpo llagado dentro de la urna. «Él está cerca», dijo. Leo Pardi volvió el rostro para mirar al policía. «¿Y la mujer?» «Lo sabe. Está esperándolo». El del chándal bajó los ojos y simuló rezar. Luego se puso de pie y se acercó al altar de la virgen. Grey miró a todas partes y, al comprobar que la iglesia estaba vacía, también se puso de pie. Pardi encendió un cirio y lo puso en la caja de arena bajo el altar. Grey lo imitó. «No podemos permitir que ella lo vea», dijo Pardi entre dientes. «¿Qué quiere que haga?», preguntó Grey tratando de parecer obediente. El tufo de alcohol que salió de su boca lo delató. Leo Pardi miró al policía con asco. «¡Santa Madonna!», dijo, agitando las manos. El sargento Grey bajó la cabeza. Pardi lo contempló desde la altura, como un dios tronante. «No quiero que haga nada, Grey. O mejor, vaya a la estación central en Manhattan, a ver si podemos adelantarnos a su llegada». Grey hizo una reverencia demasiado ridícula y se alejó rengueando de modo lastimero. El señor Pardi le dio la espalda y se inclinó ante la virgen. «Si hay que hacer algo», dijo para sí, «mejor que lo haga yo mismo». 91
Mustarde se inclinó sobre la señora Weisz, acostada sobre la cama y ya sin albornoz. Agarró las bragas y las haló hacia sí para sacárselas a la mujer. Ella señaló a la mesita de noche. «Abre el cajón de arriba», dijo. Mustarde obedeció. El cajón estaba lleno de condones. Sacó uno y lo lanzó sobre la cama. «¿Me lo pones tú?» Sarah Weisz sonrió. «No soy muy buena en esto», dijo. Él terminó de quitarle las bragas. Se quitó los calzoncillos y se agazapó entre las piernas de la mujer. Sarah rasgó el envoltorio con los dientes y le dio el condón. Mustarde se lo puso. Palpó la vulva y la encontró húmeda y acogedora. Sin esperar más, metió el pene dentro de ella y se dejó caer sobre su cuerpo. Sarah recibió la embestida con alivio. «¡Dámelo todo!», gritó. Mustarde se movió dentro y sobre ella como una máquina perforadora. Primero lentamente, luego cada vez con mayor intensidad. «¡Barukh ata Adonay!», gritó Sarah. «¡eloheinu melekh haolam, bore peri hagafen!» El sargento Grey bajó las escaleras del metro tropezando con todos los escalones. Si no llega a ser por la baranda, hubiera rodado escaleras abajo y se habría roto la crisma. Al llegar al andén, se dio un trago de la petaca y esperó. Un minuto más tarde llegaba el tren de la línea de la Avenida Lexington. Grey subió al tren tambaleándose y se desplo92
mó sobre un asiento. A su lado se sentó un hasidi con la cabeza gacha. El tren se puso en marcha. El sargento Grey miró a todas partes. En lugar de avanzar, la máquina parecía dar vueltas en un mismo sitio. Cerró los ojos y pegó el mentón al pecho. De repente alzó la cabeza. Supo que había pasado la parada de Grand Central. El sargento Grey miró a su compañero de asiento, pero este también estaba cabizbajo, con la cara cubierta por el sombrero. Se bajó en la estación siguiente, de modo atolondrado, sin siquiera fijarse en que el hasidi también se bajaba y lo seguía. Emergió en la 77 con Lexington. En lugar de seguir por la avenida, cruzó al otro lado y continuó andando por la 77. Las luces lo cegaban. Se detuvo en la esquina de Park Avenue a tomar aliento, y entonces reparó en el hombre del sobretodo y el sombrero negro que lo seguía. Reanudó la marcha, esta vez con más prisa. Al llegar a la Quinta Avenida miró a todas partes. El del sobretodo negro había desaparecido. Aun así, cruzó la calle a toda carrera y casi es atropellado por un taxi a toda velocidad. Se detuvo al borde de Central Park y miró atrás. El hombre del sobretodo negro cruzaba la calle, ya sin sigilo. El sargento Grey se internó por el sendero techado de olmos. Corría sin rumbo en la oscuridad. A lo lejos, divisó la luz de unas farolas, tras unas arcadas. Corrió en pos de la luz. Atravesó la galería abovedada y se vio a sí mismo junto a la fuente de Bethesda. Se inclinó junto a la fuente, ya sin 93
resuello, y cayó derrengado sobre el suelo de baldosas. «Entonces dijo Adonay a Yeshayah: sal ahora al encuentro de Acaz; tú y Sear-jasub, tu hijo, al extremo del acueducto del estanque de arriba, en el camino de la heredad del Lavador». Grey alzó la vista. Ante él estaba el hombre del sobretodo y el sombrero negro, el hasidi sobrino del señor Zielinsky, que respondía al nombre de Yeshayah. «¿Qué quieres tú de mí?», le gritó. Yeshayah se acercó y se inclinó sobre el sargento Grey, como una sombra. «¡Cómo has caído del cielo, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a la tierra, dominador de naciones! Tú decías en tu corazón: «escalaré los cielos; elevaré mi trono por encima de las estrellas de Adonay; me sentaré en el monte de la divina asamblea, en el confín del septentrión escalaré las cimas de las nubes, seré semejante al Altísimo». El sargento Grey metió la mano por dentro de su sobretodo gris. Buscaba el revólver, pero en su lugar solo encontró la petaca. Yeshayah también introdujo la mano en su sobretodo, y extrajo un rollo de torá que a Grey se le antojó un trozo de cañería de plomo. «Adonay de los ejércitos juró, diciendo: ciertamente se hará de la manera que lo he pensado, y será confirmado como lo he dispuesto; que quebrantaré al asirio en mi tierra, y en mis montes lo hollaré». Grey retrocedió a rastras y cayó dentro de la 94
fuente. Chapoteó de manera frenética hasta que logró ponerse en pie. Yeshayah se le aproximó, amenazante. Grey volvió a meter la mano en el sobretodo y finalmente dio con el mango de su revólver, debajo de la axila. Entrecerró los ojos mientras apuntaba a la figura sombría. El agua en los ojos y las luces de las farolas lo cegaban. Apretó el gatillo. El estruendo del disparo. El rebote en una superficie de metal. El plomo de vuelta a su origen. La bala penetró el cráneo del sargento Grey entre los ojos. El cuerpo cayó con estrépito en el agua, bajo el angelote. Yeshayah guardó el rollo de torá y bajó la cabeza. «Itgadal veutkadash shemé raba. Amén», dijo y, tras dar la espalda a la fuente se alejó del lugar. Mustarde se sentó al lado de Sarah, apoyando la espalda en la cabecera de la cama. Aún tenía puesto el condón, pero ya el pene había perdido la erección. Sarah Weisz, todavía temblorosa y conmocionada, extendió la mano a la mesita de noche y agarró un paquete de cigarrillos. Encendió uno. El humo mentolado se elevó por la habitación. Eran Kools, los mismos que fumaba Pamela. Mustarde inhaló y cerró los ojos de placer. Los volvió a abrir y se quedó mirando a Sarah con extrañeza. «Sé que son malos para los dientes», dijo ella, avergonzada. «Por eso apenas me permito uno en momentos como este». Mustarde sonrió. Acercó su boca a la mejilla de la mujer y le dio un beso. Fue besando poco 95
a poco la mejilla, el lóbulo de la oreja, el cuello… En un instante el pene se le endureció otra vez. Volvió a la carga. Sarah apagó el cigarrillo con prisa y acunó el cuerpo de Mustarde entre sus brazos. La cama retumbaba contra la pared. Sonó el timbre de la puerta. «¿Esperas a alguien?», preguntó Mustarde frenando el balanceo. «Nadie. ¡Sigue!» Pamela servía un whisky sour en un vaso. Se secó las manos en el mandil y sacó el teléfono. Durante unos segundos jugueteó con los dedos sobre la pantalla, acariciando el contacto de Mustarde. De repente sintió náuseas. Dejó la barra y corrió al excusado. Se inclinó sobre el retrete. El vómito cayó sobre la loza blanca, manchándola de amarillo. Estuvo un rato haciendo arcadas, hasta que ya no salía nada de su garganta. Se puso de pie, fue al lavabo y se enjuagó la boca y la cara. Su imagen la observaba en el espejo. Pamela se levantó la blusa de polietileno y se contempló el vientre, firme y redondo. Comenzó a cantar una vieja canción de cuna. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Mustarde cayó exhausto sobre el cuerpo de Sarah Weisz. Se deslizó lentamente y se acostó boca arriba junto a ella, tocándose el sexo. Se palpó el pene. El forro de látex había desaparecido. 96
Se incorporó y comenzó a tantear entre los cobertores. Sarah se levantó de la cama. «¿Qué buscas?», preguntó. Mustarde no supo qué decir. Lo avergonzaba la idea de haber dejado el condón dentro de ella. «Hum», exclamó, sin mirarla. «El condón… Parece que ha desaparecido». Sarah rió. «No te preocupes. Será un pacto entre nosotros», dijo camino del cuarto de baño. El señor Mustarde se sentó sobre el borde de la cama. Se sentía abatido. La ligereza causada por el vino había dejado paso a la vergüenza. Le pareció estar traicionando a alguien, aunque este alguien fuese, a su vez, una traición. Buscó su ropa por el suelo. Sarah aún estaba en el cuarto de baño. Escuchaba el sonido de su orina golpear la loza del retrete. Mustarde se vistió y salió de la habitación. Ya en la puerta, pensó en volver atrás. Un pensamiento fugaz. Tal como había sentido antes, le pareció que volver sería más vergonzoso. Llegó a su casa envuelto en un vendaval de insectos enormes. Parecían langostas que ahogaban el aire con el batir de sus alas. Revisó apresuradamente el buzón, antes de entrar. Esta vez no había ningún paquete. Solo una postal. Dejó la postal sobre la mesita de la sala y fue corriendo al baño de los bajos. Se sacó el pene frente al retrete y, junto a la carne, un cabello largo y castaño. Se lavó las manos y regresó a la 97
sala. La postal no era de ninguna ciudad exótica. La imagen mostraba el parque de diversiones de Coney Island. En el reverso, la caligrafía apresurada apenas decía: «Encuéntrame en la noria al mediodía del 13 de junio, J. M.». Mustarde dejó caer la postal sobre la mesita. El 13 de junio sería el día siguiente. ¿Qué significaba todo esto? ¿J. M. estaba en la ciudad y, tras varios intentos cuestionables de establecer comunicación decidía que era hora de encontrarse cara a cara? Sintió un aire frío en el pescuezo y un salto en el estómago. Después de todo, quería llegar al final del asunto, saber quién se ocultaba detrás de aquellas iniciales. Mustarde suspiró. Volvió a mirar el reverso de la postal. Hasta ahora no había caído en la cuenta de que aquellas iniciales eran también las suyas. Entonces se escuchó un grito proveniente de la casa de al lado. Era la voz de la señora Peacock. Mustarde no pudo discernir las palabras, pero los gritos eran los de una mujer en peligro. Salió por la puerta trasera y brincó la verja hacia el patio de Beth Peacock. Pasó por el lado del jacuzzi y notó que había sido vaciado recientemente. La llave inglesa aún estaba allí, sobre las losas. Mustarde se detuvo junto a la puerta y escuchó. Beth Peacock forcejeaba adentro con algún hombre o alguna bestia. Mustarde escuchó gruñidos apenas acallados por los gritos de la mujer. Entró a la casa con sigilo, aunque el ruido de la lucha era suficiente para silenciar sus pisadas. 98
Justo en ese instante, Beth Peacock apareció en el corredor, huyendo como una gacela de las garras de un hombre grueso en un chándal marrón. Mustarde reconoció al hombre del chándal: era Leo Pardi. Se ocultó tras la puerta. La mujer corrió hacia el patio, y tras ella fue Pardi. Ninguno de los dos reparó en la presencia de Mustarde, que intentaba no respirar tras la madera de la puerta, aferrándola como la tapa de un ataúd. Beth Peacock se detuvo tras el jacuzzi, sin saber a dónde correr. Leo Pardi se quedó parado frente a ella, amagando hacia una y otra dirección, rugiendo y bufando como un enorme felino. Mustarde aprovechó que Pardi no podía verlo y, en un movimiento desesperado, saltó sobre él. Ambos cayeron dentro del jacuzzi vacío. Leo Pardi rugía cada vez más débilmente, la cara hundida sobre un charco de sangre en expansión. Mustarde se incorporó y se sentó sobre el cuerpo ahora manso de Pardi. Fuera del foso, Beth Peacock los contemplaba hecha un manojo de nervios.
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9 Samael
El señor Mustarde abrió los ojos. Los cerró y los volvió a abrir. Ninguna diferencia. O mejor, sí había una diferencia: con los ojos cerrados veía más que con ellos abiertos. Estiró la mano y encendió la lámpara de la mesa de noche. Aun así apenas podía ver más allá de un radio de una yarda. La oscuridad no era una simple ausencia de luz; era una mancha densa, como las vetas de petróleo en un mar contaminado. Miró el reloj. Era demasiado tarde para esa oscuridad. Milenios demasiado tarde. Millones de milenios tarde. Esa penumbra debía haber desaparecido cuando Dios separó la luz de las tinieblas. Bajó las escaleras. El corazón le zumbaba como un insecto herido. Se sirvió un vaso de zumo de naranja y comió una rodaja de pan negro. Era día trece de junio, el día de su encuentro con J. M., y para colmo era viernes. No quería pensar en el encuentro, pero su mente lo traicionaba. Las manos le sudaban, como la primera vez que visitó a la que sería su esposa. Peaches lo había recibido en la escalera, y él pensó entonces que quizá había elegido a la hermana equivocada, pues la chica le había parecido más dulce de lo que su futura esposa jamás llegaría a ser. Quizá debió elegir a Peaches, entonces, aunque tuviera que esperar por ella siete años. 101
Y, ahora, ¿dónde estaban todos? ¿Dónde estaba Peaches, perdida para siempre? ¿Dónde estaba su mujer? ¿Dónde estaba él mismo? En la cocina de su casa, hecho un manojo de nervios. ¿Realmente era él? ¿En verdad estaba ahí? Fue dando tumbos escaleras arriba. Durante diez minutos se pasó el hilo dental por entre los dientes, luego se cepilló durante otros diez minutos. Se lavó las manos y la cara. Se vistió, se perfumó y salió a la calle. Pero, en lugar de tomar la ruta D rumbo a Coney Island, abordó la ruta G hacia Williamsburg. Se dirigió a la 90 º estación de policía, pero al acercarse descubrió que los hombres de Leo Pardi estaban aparcados a una cuadra de la estación. Animal, Holly y Zombie estaban de pie junto al auto. «Le he puesto un nuevo parachoques», decía Holly. «¡A qué ha quedado super cool!» «Síp», le respondió Zombie. «Pero creo que te has pasado con el esmalte». «Parece una vieja coqueta», dijo Animal. Todos rieron menos Holly. Entonces apareció corriendo Bird. «¡Chicos!», dijo Bird casi sin aliento, «¿Ya saben? ¡Ha muerto el señor Pardi!» «¡¿Cómo?!», exclamaron los otros a una. «Alguien lo ha matado, al parecer. Ha sido anoche, en casa de la putana». Los cuatro hombres bajaron la cabeza de modo sincronizado. Sacaron sus móviles del bolsillo, buscaron el contacto del señor Pardi y seleccionaron la opción «borrar contacto». 102
«¿Has visto mi nuevo parachoques, Bird?», preguntó Holly guardando el móvil en el bolsillo. «¡Oh! ¡Vaya!», exclamó Bird sacando un paquete de cigarrillos. «¿Cuánto te ha costado?» Mustarde corrió, lejos de la estación. Llegó a Bedford y Broadway y entró al edificio de la esquina. La puerta del profesor Plum estaba entreabierta. Mustarde siguió de largo sin atreverse a mirar. Hizo sonar el timbre del apartamento de Pamela. Nadie contestó. Esperó unos minutos. Ninguna respuesta. Pensó en tumbarse junto a la puerta, hasta que la chica regresara. Dio unos pasos en una y otra dirección. Se pasó el pañuelo por la nuca y limpió los anteojos. Finalmente decidió marchar. Tampoco era buena idea dejar una nota junto a la puerta. Al pasar de regreso por lo de Plum, el instinto lo llevó a asomarse. En medio del salón, colgado de la lámpara de techo, estaba el profesor Plum, con la lengua asomada por entre los labios incoloros y secos, los ojos exorbitados y el rostro del color de su albornoz. El salón era un caos. Por todo el suelo había esparcidos ejemplares de la Ellery Queen’s Mystery Magazine, y en un rincón había un póster de Rita Hayworth. Mustarde intentó volver sobre sus pasos sin tocar nada. Limpió sus huellas del picaporte al salir y dejó la puerta entreabierta, tal como estaba. Abajo, en la acera, tropezó con Yeshayah, que 103
iba en la dirección contraria. El hombre lo miró con cara de sorpresa. «¿Qué hace usted aquí?», le dijo. «¿No se supone que debiera estar en…?» Yeshayah hizo silencio. Bajó la cabeza y continuó su camino sin volver la vista atrás. Mustarde se quedó parado un instante. Luego cruzó la calle. Le hizo señas a un taxi que pasaba y trepó al asiento trasero. «¿A dónde?», preguntó el taxista con un acento extraño. Mustarde dudó. Sacudió la cabeza y se quedó con la vista fija en el puente de Williamsburg. «A Manhattan. A Grand Central». El taxi se puso en marcha. Al llegar al puente dejó de avanzar. El atasco abarcaba todo el puente y ambos lados del río. La calle Broadway era una tempestad de gritos y cláxones irritados. El taxista miró a Mustarde por el retrovisor, y Mustarde miró, a su vez, el taxímetro. Suspiró y se apeó del auto. Apenas había avanzado una cuadra cuando la vía se desatascó y todos los automóviles comenzaron a avanzar. Pensó en correr de regreso al taxi, pero ya estaba muy lejos. En la esquina se le cruzó delante un autobús con un pez enorme pintado en el costado. El rótulo del frente decía «Coney Island». Mustarde lo abordó y se sentó junto a la ventanilla. Pensó en su esposa y en su hijo. Pensó en Peaches, desnuda bajo la ducha, el agua deslizándose sobre la cicatriz de su vientre. Pensó en sus padres. El padre, la figura severa y distante. La 104
madre, sobreprotectora y severa. Pensó en toda su familia, reunida como en una foto. Pensó, finalmente, en sus amantes, de pie en una esquina de la foto familiar. El autobús arribó a Coney Island y se detuvo en Ocean Parkway y la calle 8. Mustarde descendió del autobús y caminó, sin prisas, hasta el bulevar Riegelmann. No había prácticamente nadie alrededor. El bulevar estaba vacío, salvo por las gaviotas. Nadie sentado en los bancos, nadie en los quioscos ni en la playa. La Wonder Wheel se alzaba a algunas yardas. Sintió frío en el estómago. En una de las cabinas, una figura esperaba. Mustarde se acercó. La figura se fue haciendo cada vez más reconocible. Pronto el señor Mustarde estuvo de pie frente a su propia imagen. «¡Cuánto tiempo!», dijo el hombre sentado en la cabina. Lucía exactamente igual al señor Mustarde, como una copia o su doble en el espejo. «¿Qué quieres?», dijo Mustarde en voz baja y grave. El otro sonrió. «¿Acaso no te alegras de verme?» El señor Mustarde no contestó. Su doble lo invitó con un gesto de las manos a sentarse en la cabina. Mustarde obedeció. Justo en el momento de cerrar la puertecilla, la noria comenzó a girar. El señor Mustarde se aferró a una barra de metal. «En fin, ¿qué es lo que quieres?», dijo. La cabina ya se había alzado varias yardas sobre el suelo. 105
Su interlocutor lo miró sorprendido. «¿En verdad no lo sabes? ¿No te dijo nada tu amigo Shmuel Zielinsky?» Mustarde sacudió la cabeza. «El señor Zielinsky no es mi amigo. ¿Qué tendría él que decirme?» El otro hizo una pausa. Miró al cielo más allá del mar y sonrió. «Siempre eran dos machos de la cabra. Uno como ofrenda para Adonay. Otro para el que está en el desierto». «No entiendo qué me quieres decir». El doble se inclinó hacia adelante. Con la punta de su dedo índice presionó el pecho del señor Mustarde, en el lugar donde debía estar el corazón. «Tienes que elegir», dijo. «Serás el chivo de la ofrenda o el chivo expiatorio». Mustarde contempló al hombre que tenía ante sí. Era como mirarse al espejo. El mismo corte de cabello, los mismos anteojos, hasta las mismas ropas. Sus facciones eran idénticas, al igual que la estatura, el peso y el timbre de la voz. Solo la expresión del rostro y los gestos que hacía el otro lo delataban. Pero ciertamente había cambiado mucho desde la última vez que se habían visto, en aquel restaurant libanés del West Village. Su doble ya no era su versión paupérrima y desaliñada. Había cambiado para volver a ser el mismo. «¿Por qué haces esto?», exclamó Mustarde. «¿Qué te he hecho yo a ti?» El otro soltó la carcajada. 106
«¿Que qué me has hecho? ¡Qué buen chiste! Aunque, tienes razón. ¡Cómo podrías haberme hecho alguna cosa, si yo no existo!» El señor Mustarde frunció el entrecejo. Su interlocutor se acomodó en el asiento. «Lo sé todo», dijo. «Me llevó tiempo, pero al final lo comprendí». Mustarde esquivó la vista. Miró al mar, al cielo más allá del mar. «Entonces era un niño», continuó diciendo el otro, «y no podía saber. Luego fui atando cabos, informaciones sueltas. El resto me lo contó nuestro padre, antes de morir». «¿Qué es lo que sabes?», casi gritó Mustarde, echándose para atrás en el asiento. «¿Qué te dijo el padre?» El doble también se echó para atrás en el asiento. Arrojó el brazo sobre el espaldar y cruzó las piernas cómodamente. «Me lo dijo todo». El padre leía el diario, sentado en el sofá de la sala. Arriba la madre canturreaba una vieja canción cuya letra estaba en una lengua extraña. En la cocina bullía la cena en los calderos. Una de las ollas lanzó un chillido. El vapor comenzaba a escapar por la válvula. El padre dejó de lado el diario. Se quitó los anteojos y los puso sobre la mesita. Alrededor no había nadie. La voz de una mujer se escuchaba en el piso de arriba, canturreando una vieja canción. El padre dio voces, pero nadie respondió. Se puso de pie y fue hasta la cocina. El vapor emergía de la válvula como una columna de 107
nube densa. Pero el padre no sabía qué hacer en estos casos, así que salió de la cocina y subió las escaleras en busca de la mujer. La voz salía de la habitación matrimonial, al fondo del pasillo. El padre avanzó con prisa. Agarró el picaporte. Abrió la puerta. Dentro de la habitación, frente al espejo del armario, el hijo pequeño se contemplaba. Llevaba puestos el abrigo negro de visón y el collar de perlas de la madre. Se había pintado los ojos con sombra azul y los labios con carmín, y canturreaba con voz femenina una vieja canción cuya letra estaba en una lengua extraña. El niño estaba desnudo debajo del visón, y se contoneaba frente al espejo. Vio entrar al padre a través del reflejo. Dio un chillido seco y se quedó petrificado frente a su imagen. Vio al padre, petrificado junto a la puerta. Luego lo vio cerrar de un portazo y escuchó sus pasos desbocados por el corredor. Lo escuchó gritar, a nadie, primero, a la madre, después. Escuchó que iban a llevarlo lejos, a un hospital, lejos de su madre. Y escuchó también el llanto y los gritos que continuaron toda la tarde, mientras él se ocultaba en la oscuridad del closet, con el maquillaje corrido, envuelto en el visón. Mustarde callaba, mirando al mar. En su cabeza bullían mil recuerdos, mil palabras, mil ideas, pero ninguna lograba salir más allá de sus labios. El otro también hizo silencio y se quedó mirando a Mustarde con una sonrisa socarrona dibujada en la boca. 108
«¿Y qué contigo?», exclamó Mustarde, finalmente. La sonrisa desapareció del rostro de su doble. «¿Y qué conmigo? ¿Acaso crees que no entendí lo que pasó después?» Hizo una pausa y volvió la cabeza a un lado, esta vez para mirar la ciudad desde la altura. «En ese momento no comprendí. Era un niño, y todo parecía un juego de niños». Otra pausa. El cielo ennegrecido se cernía sobre Coney Island, y más allá, sobre todo Brooklyn, sobre toda Nueva York. «Me pareció un juego cuando me dijiste que intercambiásemos nuestras ropas y que cambiáramos de camas. Dijiste que sería nuestro secreto». Otro silencio. El hombre tenía el rostro contraído, ennegrecido como el cielo. «Pero luego, en la mañana, cuando el padre me despertó con una sacudida brusca, no comprendí el porqué de su expresión de odio, ni entendí por qué tenía que llevarme lejos, a esa hora, mientras tú seguías durmiendo de modo apacible». Los dos hicieron silencio, Mustarde y su doble. En los rostros de ambos se reflejaron años de amargura. En los del doble, además, se expresaba un dolor inefable. «Todos estos años», dijo finalmente Mustarde, «he cargado con ese peso. ¿No te parece suficiente?» El otro soltó una carcajada. «¿Te parece suficiente a ti? ¿Crees que es sufi109
ciente que todos estos años te hayas hecho pasar por mí? Lo único mío que pude conservar fue mi almohada, que me negué a dártela cuando cambiamos de camas… porque tú… ¡tú me robaste hasta el nombre!» Mustarde suspiró. Hizo un mohín y bajó los ojos. «El nombre… Veo que eso lo recuperaste. ¿Desde cuándo has vuelto a llamarte Jacob?» El gemelo no respondió. La noria alcanzaba otra vez el nivel de la tierra y comenzaba a detenerse. «También me has robado otra cosa», dijo finalmente, cuando la Wonder Wheel se detuvo. Mustarde abrió los ojos con sorpresa. Entonces recordó lo que el señor Zielinsky le había dicho de Pamela. El otro Jacob Mustarde abrió la puertecilla de la cabina. Afuera había cuatro hombres esperando. El señor Mustarde los miró: eran los hombres de Leo Pardi. Se habían quedado petrificados ante la imagen de los gemelos. El otro Jacob Mustarde no entendió lo que sucedía, pero el señor Mustarde comprendió perfectamente. «¿Qué esperan?», les gritó, adoptando una expresión confiada, pero severa, y apretando las piernas para controlar el temblor. El otro Jacob Mustarde se volvió hacia su hermano con sorpresa. Los hombres de Pardi dudaron un segundo. Luego sacaron sus revólveres al unísono, y abrieron fuego contra el gemelo al que el otro señalaba. 110
El gemelo cayó. Entre vómitos de sangre parecía querer decir algo aún. Mustarde le acercó la oreja al oído. «Ahora», dijo el moribundo apretándose el pecho, «tendrás que ser tú el chivo que manden al desierto». Afuera, los hombres de Leo Pardi apuntaban, todavía confusos, con sus revólveres a la cabina. «¡Alto!», gritó a sus espaldas una voz de mujer, a través de un altavoz. Los hombres de Pardi se volvieron. A su alrededor todo estaba lleno de policías que les apuntaban con fusiles y pistolas. La teniente Rosen sostenía un altavoz en una mano y un revólver en la otra. Holly y Bird comenzaron a levantar las manos. Zombi se quedó inmóvil. Solo Animal se volvió del todo y apuntó a la teniente con su revólver. El fuego de fusiles y pistolas se abrió contra los cuatro hombres. Dentro de la cabina, Mustarde estaba hecho un ovillo debajo del asiento. La tormenta apenas duró unos segundos de trueno y ráfagas chocando contra el metal. Cuando llegó la calma, Mustarde asomó la cabeza fuera de la cabina y salió con las manos en alto. Junto a la noria, en un charco de sangre, estaban los cuerpos revueltos de los cuatro hombres de Pardi, exánimes sobre el suelo. «¿Dónde está su hermano?», le dijo la teniente Rosen al acercarse. Mustarde miró atrás, a la cabina. «¿Acaso soy yo el guarda de mi hermano?», dijo. 111
10 El ángel exterminador
El señor Mustarde estaba sentado, inmóvil, en el sofá de la sala de su casa. Había recibido un nuevo paquete, o, más bien, dos nuevos paquetes dentro de uno mayor. «¿El señor Jacob Mustarde?», había preguntado el hombre de UPS. Mustarde no había respondido inmediatamente, alelado por la sorpresa. «Gracias por mantenernos trabajando», había dicho el hombre de UPS después de que Mustarde firmara la tablilla. Era un paquete enorme, una caja en realidad. El sello esta vez mostraba un muro de piedra. El nombre de la ciudad aparecía en caracteres hebreos. Dentro había una nota, pero no estaba firmada por J. M. La nota decía: «Doce hijos van a morir / y sus madres van a sufrir». Nada más. El señor Mustarde había abierto la caja y había puesto ambos paquetes sobre la mesita de la sala. Los dos eran extremadamente pesados. Abrió primero el más pequeño: dentro había una copa, un especiero y un candelero de plata con una vela amarilla y trenzada. Abrió el más grande: un rollo de torá y un puntero plateado. Devolvió los objetos a la caja. Luego buscó los 113
otros objetos y también los guardó en la caja, y esta la puso bajo la mesa del comedor, oculta tras el mantel. Luego se sentó en el sofá a contemplar el vacío. Afuera, un grupo de boy scouts judíos cantaban el Hava Nagila en la acera, frente a su casa. Era un grupo grande, de treinta y seis chiquillos, y cantaban a voz de cuello sin importarles nada más. Sonó el timbre de la puerta, pero el señor Mustarde no se levantó. Volvió a sonar el timbre. Mustarde gritó: «¡Adelante!». Era la señora Weisz. Sarah Weisz sonreía. En vano intentaba ocultar algo entre las manos. Mustarde no se levantó a saludarla. Solo sonreía. Ella se sentó frente a él. «¿Cómo estás?» Él no respondió. Solo sonreía. «Te he traído algo», dijo ella poniendo sobre la mesa lo que tenía entre las manos: una cajita de madera, cerrada. «Dentro está… ya sabes… el condón». Mustarde solo sonreía. Ella también rió. «¿No dices nada?» Nada. Silencio y sonrisa. Sarah lo miró fijamente, pero su rostro estaba inmutable. Se puso, entonces, a mirar a todas partes, y comenzó a tamborilear con los dedos sobre sus muslos. Así estuvo un rato, hasta que se dio cuenta 114
de que Mustarde no iba a pronunciar palabra. Entonces se levantó y se marchó sin despedirse. Mustarde hubiera querido decir algo en ese momento, pero su intención no fue suficiente para mover un músculo. Su mente, por otra parte, estaba concentrada recordando todos los acontecimientos recientes. No podía discernir si había tenido suerte o había sido desdichado. Al final, ¿había sido dichosa su vida hasta el momento? Recordó las palabras del señor Zielinsky el día anterior. El viejo hasidi se había aparecido junto a sus tres sobrinos en el parque de atracciones, había echado una ojeada a los cadáveres y había exclamado: «El shmegege limpia la sopa que el shlemiel derramó sobre el shlimazl». Luego le había guiñado un ojo a Mustarde y se había alejado del sitio antes de que la teniente Rosen comenzara a hacer preguntas. El señor Mustarde también recordó las últimas palabras de su hermano gemelo, vomitadas como una erupción de sangre. Si su gemelo había terminado siendo el chivo de la ofrenda, ¿qué significaba que a él, Mustarde, ahora le tocase ser el chivo expiatorio? Y, a propósito de su hermano gemelo, si no había sido él aquel J. M. o Jacob Mustarde que le enviaba objetos sagrados desde diversos parajes, ¿quién había sido? Y, si había sido él el remitente de los primeros objetos, ¿quién le enviaba ahora este último paquete? Con esas preguntas se enredaba su mente 115
cuando volvió a sonar el timbre. Esta vez era la señora Peacock. Mustarde reaccionó ante ella del mismo modo que lo había hecho ante la señora Weisz. Pura sonrisa de piedra. Pero la señora Peacock ni siquiera reparó en ello. Puso música en el reproductor: Murray Perahia interpretando la Sonata para dos pianos y percusión, de Bartók; se metió en la cocina y calentó las sobras guardadas de alguna cena anterior. Luego sirvió la comida en la mesita de la sala y se sentó a comer frente a Mustarde. Cuando terminó, recogió los platos –el de él estaba intacto– y los regresó a la cocina. Fregó el suyo, guardó el de Mustarde y regresó a la sala. «No dejes que se te endurezca el corazón», le dijo y se marchó. Perahia siguió tocando la sonata en la reproductora y Mustarde continuó sentado en el sofá de la sala el resto del día. En la acera, los treinta y seis boy scouts continuaron cantando hasta que salieron tres estrellas en el horizonte. Cuando comenzó a caer la noche, Mustarde se levantó al fin de su asiento. Fue hasta el comedor, retiró la caja de debajo de la mesa y la volvió a poner sobre la mesita de la sala. Afuera llovía, pero los boy scouts continuaban en pie en el mismo sitio, cantando bajo la lluvia. Sacó la cajita de madera con lo que parecía una letra W, buscó un tubo de cola de pegar y 116
pegó la cajita, algo inclinada, a la jamba de la puerta del frente. Sacó el candelabro y lo puso sobre el aparador que quedaba frente a la puerta. Sacó los paños, la kipá y las filacterias. Se enrolló el paño más chico alrededor del vientre y sacó los flecos por debajo de la camisa. Se puso la kipá en la coronilla, se amarró una de las filacterias a la cabeza, con la cajita de cuero hacia el frente, y la otra se la amarró en el brazo izquierdo. Luego se puso el manto más grande sobre la cabeza, con el borde hacia afuera. Entonces sacó el rollo de torá y lo ubicó en el aparador donde estaba el candelabro. Sacó la copa, el especiero y el candelero con la vela y los colocó junto al candelabro grande. Buscó un poco de zumo en la nevera –solo tenía de naranja– y sirvió un poco en la copa. Encendió la vela trenzada. Mientras se miraba las uñas a la luz indecisa, toda su vida pasó frente a sus ojos. Estaba cortando la carne para la cena. Su mujer canturreaba en el piso de arriba. De repente recordó algo: habían llamado de la agencia de viajes para decir que había amenaza de huracán en el Caribe. Mustarde subió las escaleras, con el cuchillo aún en la mano, para decírselo a su esposa. La voz de la mujer venía de la habitación matrimonial, al fondo del corredor. Mustarde avanzó hacia allí blandiendo el cuchillo ensangrentado de cortar la carne. Al abrir la puerta, en lugar de su esposa, vio a 117
su hijo pequeño contemplándose en el espejo del armario. Estaba desnudo y se había cubierto con un abrigo de visón de la madre. En el cuello tenía enredado un collar de perlas. Los ojos y los labios los tenía llenos de maquillaje y cantaba frente al espejo con voz de mujer. Mustarde se acercó al hijo muy despacio. El niño se quedó petrificado frente al espejo, al ver al padre entrar con un cuchillo en la mano, pero Mustarde lo abrazó gentilmente por la espalda y le acarició la cabeza. Le acarició los rizos y la frente, y el chico echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. En ese momento, la madre entró a la habitación y se quedó como de piedra. Mustarde estaba de espaldas a la puerta. Levantó la copa con zumo de naranja. Comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante, hacia la izquierda y hacia la derecha, murmurando palabras que no conocía. No escuchó los pasos que subían la escalerilla del frente, ni la puerta cuando se abría a sus espaldas. Tampoco vio a la mujer empapada de lluvia que le apuntaba a la cabeza con un revólver. Solo vislumbró el relámpago fugaz y escuchó el trueno del disparo. Al volverse, vio a Pamela en mitad de un charco de sangre sobre la moqueta.
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0 Los 36 justos
Mustarde corrió a donde Pamela estaba tumbada y se arrodilló junto a ella, con los ojos cubiertos de lágrimas. La chica tenía el vientre ensangrentado. Mustarde miraba ora el vientre ora el rostro adolorido, sin saber qué hacer. Pamela quiso decir algo, pero solo logró una tos de sangre. Miró a Mustarde con ojos lastimeros. Él le dijo «no hables» con la mirada, y también «no es nada, no es nada», y «ya pasará». Afuera los boy scouts dejaban el frente de la casa y comenzaban a marchar por la acera. La lluvia se abría ante ellos como un mar derrotado. Uno de los chicos hizo sonar la trompeta y todos los muros se fueron abajo. En la distancia, durante algún rato, aún se podía escuchar sus treinta y seis vocecillas entonando los versos: Hava nagila, Hava nagila, Hava nagila ve-nismeja. Hava neranenah, Hava neranenah, Hava neranenah ve-nismeja...
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Shlemiel. Aventuras y desventuras del señor Mostaza puede parecer una novela, pero es en realidad una partida de Clue judía donde uno de los jugadores –el narrador– hace trampas todo el tiempo. Están los personajes, las habitaciones, las armas. Pero hay más. Ya no es un simple problema para resolver al estilo Ellery Queen. Si el espacio es cerrado no es porque sea una mansión o un vagón de tren, es porque está todo dentro de la cabeza de Mustarde, un protagonista fragmentado que es la primera trampa del narrador. Este es un Clue surreal, absurdo, negro, onírico, lleno de intertextualidades, donde se evaden las explicaciones y donde la lógica de la novela problema no encajará jamás. Los misterios se suceden, los crímenes se acumulan. Hay más de tres cartas escondidas y la principal sospecha es que a nadie le importa. Adriana Zamora
fra.cz
Cover © Robert M. Mottar, 1958
Photo © Abel Fernández-Larrea,