Frank Correa Larga es la noche
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Frank Correa, Guantánamo, 1963. Poeta, escritor y periodista independiente. Fue ganador de los concursos nacionales Regino E. Boti, Tomás Savigñón y Ernest Hemingway, todos en 1991. Ese año publicó el libro de cuento La elección, colección La Fama. En 2011 ganó el segundo premio del concurso de ensayo Liberalismo en Cuba y en 2012 ganó el primer premio de novel Nuevo Pensamiento Cubano, con La mujer del escritor. Tiene publicado la novela Pagar para ver, por Latin Heritage Foundation y con Ediciones CENINFEC, de España. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y del Club de Escritores Independientes.
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Frank Correa Larga es la noche
Frank Correa Larga es la noche
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Frank Correa Larga es la noche Portada Chelsea Foster, 2013 Publicado por Fra, Šafaříkova 15, 12000 Praha 2, República Checa, fra@fra.cz, www.fra.cz, el 2013, como su publicación Nro. 134 en la imprenta Tiskárna VS, Praha Primera edición © Éditions Fra, 2013 Text © Frank Correa, 2013 Cover photo © Chelsea Foster, 2013 Author photo © Yunia Figueredo, 2012 ISBN 978-80-87429-48-8
BF004
Los hijos los pierdes. Las mujeres las perdiste. Solo el oficio te sostiene. Ernest Hemingway
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–¡Dame lo mío! –¿Qué cosa? –pregunté. –¡La mitad del dinero…! ¡Ahora! Metí la mano en mi bolsillo. Corté el fajo de billetes en dos. Le di una. –¡Falta! Le entregué otro billete y la encaré. No recuerdo por qué comenzó la pelea. De repente tomó la extraña decisión de bajarse en Matanzas. Separó su ropa en el maletín y apiñó la mía en la mochila. Mi otro par de zapatos quedó fuera. –¿Tengo que llevar esto en la mano? –¡Haz lo que quieras! Miré un momento los zapatos marrones de doble suelas, magníficos amigos que arrastraron mi existencia por inverosímiles caminos. Para demostrarle la magnitud de mi desarraigo los tiré por la ventana. –¡Me importa un pito! –dijo–. Me voy para el fondo del tren… bien lejos… ¡Y no me busques…! –Despreocúpate. No te buscaré. Cargó el pesado maletín y se alejó por el pasillo, dando tumbos. Quedé solo. Murmuré: –¡Desgracia de vida…! Por la ventanilla se veía el campo de Matanzas, sin sembrados. Al fondo, la Sierra Madruga-Coliseo. El chirriar de hierros y los bandazos me recordaron que iba en el tren Habana-Guantánamo, ahora sin compañía. Tres horas antes, en la Estación Central, conseguir los pasajes fue una hazaña. La lista de espera llevaba muchos días sin avanzar y cuando la pizarra 11
lumínica anunció otra vez: No hay fallos, hubo conmoción. El tren con largos pitazos anunció estar listo para la partida. Semejante a un manicomio en caos la gente se agolpó en la taquilla, pero las empleadas corrieron un tapiz que impidió ver, entonces comenzaron a vender los pasajes por atrás de manera clandestina y a precios exorbitantes. Aquel no era un viaje de placer. Problemas familiares de índole mayor nos obligaban y no dudé un segundo en pagar aquellas sumas. Cuando tuve los pasajes en la mano una sensación de alivio me inundó. Tomaríamos aquel tren hasta San Luis y de allí un camión hasta Palma Soriano. Fue cuando tuve la fatal idea de bajar la tensión con unos tragos y así volver atractivo el viaje. Compré una botella de ron Havana Club añejo blanco 3 años. Una bomba de tiempo. Ocupamos los asientos y le cedí la ventanilla. Oleada de vendedores ambulantes nos hostigaron con sus productos. Bebíamos el ron directamente de la botella y nos mareamos rápido. Por más que lo intento, no logró ubicar el instante preciso en que colapsó de ira. Tal vez fue por que no quise comprar aquel pan con pasta, de aspecto mísero. Ni los aretes de alambre dulce que una mujer ofertaba como oro golfi. Lo cierto es que dividió la ropa, exigió su mitad del dinero y se fue al final del tren dando tumbos con el pesado maletín. Al poco rato una señora entrada en años vino hasta el asiento. –Está ocupado –dije –. Aquí viaja mi esposa. –Viajaba… Ahora ella tomó mi lugar en el coche 20. 12
Mientras se acomodaba me observó de reojo. –¡Qué hombre más desagradable…! –¿Quién? –¡Usted! ¡Hacerle eso a una pobre muchacha! –Señora…, yo no le hecho nada… –Eso dicen todos… pero voy a advertirle… ¡Cuídese de mí…! ¡Yo… le meto un codazo! Al otro lado del pasillo viajaban dos mellizas. Sus ojos me insinuaban que querían hablarme. –¿Ustedes quieren decirme algo? –Discúlpenos joven… lo vimos todos desde el inicio. ¿La muchacha que se fue… es su novia? –No. Mi esposa. –¿Casados por papeles? –Sí. Como Dios manda. –¿Y por qué actuó de esa forma? –preguntó una–. ¡Qué agresiva…! ¿Es normal en ella tanta violencia? –El ron le hace daño. –Lástima… –dijo la hermana–. ¿Para dónde van? –Íbamos… para Palma Soriano… nos bajaríamos en San Luis y allí cogeríamos un camión hasta allá… –¿Se jodieron las vacaciones…? –No eran vacaciones. Ella tiene problemas familiares graves. Su abuela de ochenta años cayó en un hueco y se partió la cadera. Su padre y su hermano están presos. –¡Dios santo! ¿Y ahora? –¿Ahora…? ¡No sé…! El vagón completo estaba al tanto de la pelea. Un hombre habló desde un asiento de atrás. –¡Mi consejo, muchacho, es que una esposa así no la quiero ni regalá…! La señora se incorporó. –¡No le hagan caso! ¡Allá atrás la muchacha contó otra versión! ¡Éste… es un canalla…! 13
–¡Nosotras lo vimos todo! –dijeron las mellizas–. ¡Ella es la insoportable! –Dejen eso ahora –dije–. Ya no hay remedio. Recordé los apresurados preparativos del viaje cuando recibimos las malas noticias. Como siempre, me encontraba sin dinero. Salí a la calle. Tuve que volverme un mago y convencer a un garrotero para que me prestara dinero con interés. Me pidió una garantía. Empeñé mi casa. ¿Qué tren vale lo que te pidieron por estos pasajes? –Ninguno. Dormí durante un rato. Desperté con la parada en una estación bulliciosa. Los tragos y la disputa no habían dejado tiempo a ver en qué viajaba. Ahora, más tranquilo, eché un vistazo al viejo vagón destartalado, con un grosero 2 escrito con crayola sobre una antigua numeración de fábrica. La peste a orine proveniente del baño sin cerradura, ni agua, era insoportable. Cucarachas sosegadas recorrían trayectos al parecer cotidianos. El calor era sofocante. El piso sucio. Los asientos rotos. El techo destartalado. Sentí que alguien me tocaba el brazo. Era una joven uniformada. –Soy la ferromoza del último coche. Está llorando. –¿Quién? –Tú esposa. Dice que ya está arrepentida. Que vayas a hablarle. –Dígale que me olvide. 14
–No seas testarudo. Ve y háblale. –No quiero verla… La ferromoza se marchó a su vagón. Una de las mellizas dijo: –Mantente firme. La señora que viajaba a mi lado preguntó: –¿Qué tiempo llevan casados? –Dos años. –¿Ha sucedido antes? –Siempre que bebe. –El ron es el padre de la ruina –dijo. Pero no me interesó su filosofía. –Siempre termino perdonándola. –A las mujeres entiéndelas… ¡pero hay que enseñarlas…! –¿Usted cree que no deba perdonarla más? –Jesús dijo que hay que perdonar 77 veces 7. –Entonces yo soy descendiente legítimo de Jesús. –¡No blasfemes, hijo! –¿Qué lugar es éste? –pregunté. –Santa Clara. La estación estaba repleta de gente. Enjambre de vendedores con cajas en las manos subieron al coche vociferando: –¡Pizza! –¡Pan con jamón! –¡Refresco! –¡Dulces! –¡Aguaaaaaaa…! Anochecía. El coche tampoco contaba con alumbrado. Adentro todo se volvió oscuro. Media hora después se puso en marcha, con suma lentitud, como si el cansancio de todo el universo se arrastrara con él. Pero de pronto se detuvo otra vez, con un resoplido enfermizo. El revisor pasó 15
con una linterna. Dijo que iban a darle paso al camagüeyano. –¡Por eso es que se atrasa! –saltó una voz en la oscuridad–. Si a una vaca se le ocurre cruzar la vía, se detiene a darle paso. –El viaje debe demorar quince horas, como norma –dijo uno–, pero a este paso si llegamos pasado mañana debemos considerarnos privilegiados. La señora a mi lado fue más osada. –A ellos les conviene eso, que se retrase bastante. Así cobran horas extras. Total, viven en el tren, venden comida inventada por ellos mismos y se buscan una fortuna con los pasajes. Yo tengo un primo que trabajaba en un tren y vivía como un millonario… Hizo silencio cuando vio la luz del revisor regresar por el pasillo. La inmensa oscuridad del campo me sofocaba. Debía concentrarme ahora en regresar rápido a La Habana y buscar el dinero para recuperar la casa. Palpé en mi bolsillo la hoja de la revista que anunciaba un concurso de minicuentos. –¿Quién pagará tanto dinero por un minicuento? –Seguramente un fanático de las historias breves. Tal vez lo ganes. –¡Bah…! Debo pensar en cosas prácticas… Y si no encuentro dinero, ¿el prestamista tendrá cojones para matarme cuando no quiera entregarle la casa? Por suerte una casa no es el tipo de garantía que puede agarrarse y ya. Una casa no se puede cargar para otro lado. Y la ley no ampara compromisos donde solo medien palabras. –Recuerda que aún queda gente que mata por estafa –se advirtió–. Lo que tienes que hacer es 16
trabajar duro, bien, con seriedad, y encontrar un tema para ganar ese concurso. –¿Tú crees? Al cabo de un rato el tren continuaba estático en medio del campo. El calor de la noche era cruel. Se escuchaban niños llorando y quejas de pasajeros desesperados. –Ese es un buen tema: el tren. Otro tema: ella, arrepentida en el último coche. Y una anciana con la cadera partida en el fondo de un hueco y un par de disidentes presos… –Estás lleno de temas hoy. ¿Qué eres… un temático? –De todas formas tengo que salvar la casa. Es el único bien que poseo. Prefiero que me maten a perderla. –¡Qué buen tema ése! Un minicuento premiable: Durante el viaje, solo pensó en salvar su casa. Siempre especuló que El dinosaurio era un verso, y los demás minicuentos trozos de poemas. –Escribe sobre la mujer. Acaso tengas suerte y des el paletazo. –¿Qué paletazo? –El triple salto mortal… la diana… o como quieras llamar al escabroso acto de acertar en un concurso. La mujer que regresa de España luego de ver los cuadros de Goya, Velásquez, el Greco, Sorolla… en el museo del Prado, que viajó a Portugal, Marruecos, Canarias, Punta Hombría, Valencia, Sevilla, Huelva, y renunció al lujo y la comodidad para regresar a Cuba, con los suyos, a compartir el hambre, la incertidumbre y el sobresalto existencial, no pueden llamarla jinetera. 17
¿Qué pasa? Las jineteras se quedan con el lujo y la comodidad. Como se han quedado otros, artistas, funcionarios, deportistas, hijos de papá. Que alguna vez tuvieron la dicha de viajar. Entonces, se ensañan con la que regresa. Le tiran la policía. La citan a la unidad. Como no ha tenido tiempo de sacar su carné de identidad, ni posee el cambio de dirección de La Habana, la encarcelan. Luego de una semana de calabozo la deportan en un tren igual que éste, lento hasta el agobio y podrido hasta la médula. Que ahora permanece detenido en medio del campo. –¿Tú crees que eso sirva? –Por lo menos tienes el derecho de denunciarlo. –Claro. Una hora varado en medio de la noche. Al fin apareció la potente luz del camagüeyano atravesando la oscuridad. Su larga y oscura anatomía de vagones pasó veloz por su lado con su terrible ruido ferroso. El largo silencio nocturno reinó otra vez. Al rato, el tren se puso en marcha. Los reductos de la embriaguez le impregnaron a la sucia oscuridad del vagón una extraña sensación de asco. Puedo bajar con mi mochila en cualquier pueblo y regresar a La Habana, pensó. Sin embargo continuaba soldado al asiento. Tenía un remolino de pensamientos en su cabeza. El amor cobró diferentes visos. De pronto era fantoche, luego un protagónico increíble. 18
–El amor es la cosa más inoportuna que existe –se dijo. En la oscuridad hizo un movimiento con la mano, como si apartara la llegada de un pensamiento sombrío. Los amores cotidianos van de principio a fin, como una elipse. Se funden en la habitualidad, nadie los recuerda o percibe. Son solo números en las estadísticas. En cambio los grandes amores que sobreviven al tiempo y al olvido son dolorosos, tristes y perecen de manera rápida. Razón tentadora para que los revivan los poetas en sus cuitas. Ahora el movimiento del tren se volvió acompasado. La luna intentaba asomarse. –¡Ten cuidado en Camagüey, muchacho! –dijo la señora a su lado. –¿Por qué? –¡En Camagüey roban maletines…! ¡Voy a poner el mío entre las piernas! ¡Para llevárselo tienen que arrancármelo! En la oscuridad vi su gruesa figura poniendo a salvo sus bártulos. Siempre que viajé en tren, cuando pasaba Camagüey robaban equipajes. Los gritos desesperados de la gente ante la miseria añadida, provocaban aversión por los manilargos. De todas formas, acomodar el maletín entre las piernas no era un seguro total. Mi tío Angelito, el de los tres infartos, en sus viajes a La Habana en tren siempre bebía con soltura y se jactaba de ser intocable alardeando de sus mañas: Descansar los pies sobre la maleta y guardarse el dinero en los zapatos. Una vez le descubrieron el truco. Aprovecharon su mala bebida y la oscuridad para robarle. 19
Cuando Angelito despertó por la mañana, le habían llevado la maleta, el dinero y los zapatos. Sus pies descalzos descansaban sobre una caja de cartón vacía. La única manera de estar completamente seguro en un viaje es no dormir, o que la suerte te acompañe en el camino. El tren era el medio de transporte de los pobres. Si uno estaba realmente apurado, armaba el equipaje y se imbuía en la Estación Central, dónde los revendedores de pasajes o los empleados corruptos proponen asientos en los trenes a punto de partir. En fin de año y en el período vacacional los precios se disparan hasta cifras repugnantes. No importa que el tren no tenga agua, ni comida, ni luz, siempre que avance adelante y llegue a alguna parte. Los ómnibus son una cabeza de caballo. Los pasajes carísimos, mediante una reservación de muchos días de antelación, luego de una cola de ampanga. El avión además de caro, tiene el aeropuerto lejos de la ciudad. Y una lista de espera que apenas avanza. Si alguien tiene que viajar con urgencia por el fallecimiento de un familiar, existe un protocolo estúpido donde el doliente debe presentar un telegrama recibido anunciando la tragedia. La empleada del aeropuerto, para poder vender el boleto, debe llamar por teléfono al lugar de procedencia del occiso y verificar si es cierta la desgracia. En caso de que al muerto lo velen en la funeraria el trámite se vuelve una tortura, porque los teléfonos siempre están ocupados. Soe está en una oficina pequeña, al fondo de la unidad policial. 20
Un teniente hojea su pasaporte una y otra vez, como si esperara encontrar algo sucio en los cuños de la embajada de España. No sabe que es un ardid de policía para ganar tiempo. El oficial vuelve a preguntar lo mismo, de principio a fin. –¿Así que España…? –Sí –contesta nerviosa, triste, infeliz. Deseosa que todo acabe rápido. Lo que sea, pero que acabe. –¿Cómo fuiste a España? –En avión. –¡No te pregunto en qué… sino cómo! –No entendí la pregunta, disculpe… Me invitaron. –¿Quién? –Mi novio, que es español. –¿Tu novio? –Sí. –¿Y cómo lo conociste? –En la calle. –¿Jineteando en Quinta Avenida? –No, entrando a la Marina Hemingway. –¿Frecuentas La Marina? –Allí hay una tienda… para todo el mundo… –¿Qué tiempo estuviste allá? –¿En España? Tres meses. –¿Y por qué regresaste? –Amo a mi país. –¿Lo amas? ¿De verdad? –Sí. De verdad. –¿Y tú carné de identidad? –No lo tengo… aún no lo he sacado… –¡Ah… porque no tienes carné de identidad…! ¡Ni dirección de La Habana! ¡Entonces, eres una ilegal…! Soe se pone nerviosa. 21
Su configuración facial se contrae. El peligro la asusta. Lleva dos horas o más en esa oficina y con la policía nunca se sabe. ¿Fue un delito regresar? ¿Estupidez? ¿Locura? El policía se pone de pie. Llama a un soldado que cuida el pasillo. Señala a la mujer. No hacen falta palabras. El soldado la toma por el brazo. Ella está confundida. Avanza. Una extraña intuición le asegura que entre menos resistencia oponga, todo saldrá mejor. Doblan a otro pasillo, con paredes llenas de musgos y se asusta más. La falta de higiene siempre es mal augurio. Aparece una puerta de hierro. El soldado saca un mazo de llaves, escoge una, abre. Entran a otro pasillo, apestoso y oscuro. Se escuchan voces apagadas y chistes. Mientras avanzan descubre celdas oscuras a ambos lados, con figuras acostadas en el piso o en posiciones meditabundas. Al final le abren una celda, a la derecha. La conminan a entrar. Su perfume Givenchi de repente es mutilado por olores corrompidos. Descubre que hay más personas habitando el recinto. Debe andar a tientas para no tropezar. Encuentra un rincón y se desploma. Está perdida. Deben ser las dos de la madrugada. El tren se balancea sobre los rieles con metálica rima. 22
Algunas luces lejanas ablandan la oscuridad del campo. El cielo sin luna sugiere un alba imposible. Tengo la siniestra impresión de vivir una noche perenne y me pregunto si el mundo se acostumbraría a vivir en total oscuridad. –Sí. Hay lugares donde la noche es de seis meses, sin embargo viven. Mencióname una cosa a la que el hombre no se acostumbre. Pasé revista a todas las cosas viles. Ninguna resultó acertada. Ni la muerte, la esclavitud, el dolor, la enfermedad, el desatino… –¿Tú crees? –Estoy seguro. –¿Y ella? Al final del tren. ¿Vas a acostumbrarte a eso? –Sí. El tren aumentó la velocidad. Se recostó en el asiento. Recordó su época de estudiante, en aquella escuela tecnológica donde había africanos, asiáticos, latinoamericanos y cubanos. Fue cuando descubrió que podía resolver un problema matemático primero que un yemenita. O una ecuación química antes que un chileno, o un ecuatoriano. En cambio los marroquíes movían el balón de fútbol con soltura y siempre ganaban. Y en natación los coreanos eran insuperables. Pero en 100 metros planos una tarde marcó 10.55 al pasar como un bólido por la meta, con amplia ventaja sobre los otros corredores, y el profesor de Educación Física dijo que el cronómetro parecía tener fallo. Aquel año fueron las olimpiadas de Montreal, con los triunfos de Alberto Juantorena en la media distancia. Los muchachos estaban entusiasmados con el atletismo. Salían de las aulas directamente a la 23
pista. Una y otra vez corrían los 100 metros planos con espíritu de romper el récord mundial de la categoría juvenil. Los alumnos de las provincias orientales éramos los más asiduos. Nuestra aptitud para el entrenamiento casi rozaba el vicio. Se organizó una carrera de relevo 4 x 100 entre equipos de varios países y cómo si efectuáramos una competencia oficial, sorteamos los carriles. La pugna se efectuó un domingo. Felipín, Mengana y un muchacho al que apodaban Tambocha, clasificaron para integrar el equipo Cuba del relevo 4 x 100, pero la cuarta posta tuve que discutirla con Preval, un negro alto y musculoso, fanático de los atletas estadounidenses. Los imitaba en el vestir, ceñía su cabeza con una cinta que decía USA, cosió en su short listones de telas rojas y azules, y en la camiseta la numeración 666 y las letras ADIDAS. Llevaba medias altas hasta las rodillas, sobre los tenis pintorreteó la bandera americana. Caminaba por la pista con elegancia, como si una cámara lo estuviese filmando. En el entrenamiento logré marcar 10.75 repetidas veces y un día antes de la confrontación, con un esfuerzo que casi me cuesta la vida, detuve el cronómetro otra vez en 10.55, pero desecharon el reloj y eligieron finalmente a Preval. Fue la vez que comprendí que el esfuerzo y el sacrificio no son tan decisivos como a veces se pinta. Y que existe un margen de maldad reservado para los apelativos duros. Ningún equipo en la escuela entrenaba más que el nuestro, ni podía superarnos en una carrera de relevo corto, pero en el último cambio, con todos sus músculos, su perfecta anatomía, su estalaje y la bandera americana, a Preval se 24
le cayó el batón al recoger el pase y las esperanzas de ganar para Cuba se fueron al piso. Era la época en que los jóvenes piensan que van a trascender en alguna actividad y se entregan con todas las energías. Solo en esa etapa de la vida se puede forjar el carácter y la aptitud. Más tarde ni la disciplina, el empeño y mucho menos la necesidad o la codicia pueden lograrlo. Fui a otra parte de la pista, al área de lanzamientos. Estuve un buen rato frente a los implementos, sin decidirme. El disco me pareció un artefacto ortopédico. El martillo, peligroso, sólo de intentar levantarlo me golpeó la rodilla. La bala, torpe y pesada. Escogí la jabalina. Es decir, una jabalina que el centro de alto rendimiento deportivo Cerro Pelado le había prestado a la escuela con carácter devolutivo. Éramos diez jóvenes inscritos. En los primeros entrenamientos, el instructor clavaba la jabalina en la tierra frente a nosotros y nos impartía clases teóricas. Ensayamos mil veces la carrera de impulso y tres mil esa ejecutoria del brazo simulando el lanzamiento, un reflejo condicionado fácil de adquirir. Al séptimo día el profesor nos comunicó que al fin íbamos a tirar. Hicimos una fila, nos entregaba la jabalina para el lanzamiento y luego quien la tiraba la traía nuevamente. Los muchachos lograban tiros cortos, sin la parábola óptima. Algunos tiros después llegaron más lejos. 25
Cuando tocó mi turno descubrí que las alumnas de gimnasia se habían agrupado tras nosotros para vernos tirar. Entusiasmado con el público femenino apreté fuertemente el dardo metálico y lo sostuve sobre el hombro, como un atleta olímpico. Creo que en realidad sentí eso, la aclamación de unas gradas repletas y la esperanza de una medalla. Emprendí la carrera con seguridad, llevé el brazo bien atrás y añadiendo todas mis fuerzas al implemento lo arrojé bien lejos. La jabalina se elevó en el aire con lentitud y comenzó a alejarse… y alejarse… salió del área de lanzamiento, dejó atrás la piscina, cruzó sobre los dormitorios y se perdió en el follaje de unos almendros. Estuvimos toda la tarde buscándola. Revisamos la maleza del potrero que colinda con la escuela. Cada cierto tiempo y con muy mal humor el profesor me gritaba: –¡Tú procura que aparezca…! ¡Tú procura…! ¡Esa jabalina no es de la escuela…! ¡Es prestada y hay que devolverla…! Escudriñamos con mucho empeño. Incluso corté la hierba con un machete y no pude encontrarla. A veces me gusta pensar que fue un disparo para récord olímpico. Todas las tarde después de clases, el instructor organizaba una exploración por la zona boscosa buscando el implemento. Una semana después, las tiñosas con su vuelo circular y la peste que se hizo insoportable, anunciaron evidencias de una muerte cercana. Dentro de un matorral espeso, en una cañada, hallaron el 26
cadáver de un caballo con la jabalina atravesada en el cuello. El asunto hubiera suscitado un proceso penal, pero el animal pastaba sin autorización dentro del perímetro de la escuela y su dueño no quiso reclamar. Luego incursioné en ajedrez, pero me retiré rápido porque me gustaba demasiado el sacrificio de piezas. Si en el medio juego la partida no se revertía a mi favor le quitaba interés. Jamás jugué finales. Deseché la natación por no saber nadar. Las pesas exigían demasiado esfuerzo físico y los hombres se contemplaban demasiado. En béisbol logré coger un fly que se iba de jonrón. En el último instante salté aparatosamente sobre la cerca, tiré un guantazo y de casualidad atrapé la bola. El manager del equipo me llamó aparte. Tomó mis datos personales. Me dijo que si escuchaba sus consejos llegaría lejos. Yo estaba acostumbrado a jugar con pelota de goma y sin guantes. Atrapaba con elegancia. Incluso tenía fuerza al bate. Pero al duro era otra cosa. Y en mi primer juego oficial, el pitcher contrario lanzó una recta tan rápida, que solo escuché el sonido de la mascota. –¡Strike…! –gritó el árbitro. Hice varios swings al aire intentando alejar mi nerviosismo. El manager estaba molesto porque yo no buscaba señas. En realidad todo el campo daba vueltas ante mí. El pitcher hizo sus movimientos y lanzó otra recta. Pareció comprender que yo era un out por regla. –¡Strike dos…! El manager pidió tiempo y fue hasta el cajón de bateo. Me insultó en voz baja. Perdíamos por una carrera y había corredor en segunda. Al tercer lan27
zamiento hice swing y choqué la esférica, que venía a 90 millas. El impacto del bate con la bola produjo un corrientazo que recorrió todo mi cuerpo y salió un batazo de poca fuerza pero bien colocado entre dos jardineros, que marcó una elipse hasta tocar la hierba. El corredor de segunda anotó sin dificultad, en cambio yo permanecí clavado en home, con mis brazos retemblando todavía y sin aliento. –¡Corre…! –me gritaba el manager. –¡Correeeeee…! –gritaban los demás jugadores del equipo. Pero no me moví, ni siquiera solté el bate. Y el jardinero derecho tuvo tiempo de recoger la bola y tirar a primera base para ponerme out. Allí concluyó mi historia beisbolera. Más tarde comencé a jugar fútbol. Desarrollé cualidades sobresalientes y una destreza que molestaba a mis rivales. Pero al parecer no estaba destinado a ser una estrella deportiva. En el primer partido de la Liga Juvenil, un defensa contrario me partió un tobillo de una patada con unas zapatillas de calamina. –¿Crees que hubieras llegado a ser un gran deportista, sin esas maldades caprichosas del destino? –Sí. –Bueno… ¿Entonces, tu vida sería ahora distinta? –¡Claro! ¡Muy distinta! –¿Cuántas cosas hubieran cambiado? –Todas. –¿Y la mujer? Si estaba en tu destino conocerla, deportista o lo que fueras, estaría ahí, en el último coche, metida hasta los tuétanos en tu vida. –Es posible. –¿Ya pasamos Camagüey? –le pregunté a la señora cuando desperté. 28
–Hace rato. –¿Pasó algo? –Lo de siempre, cogieron a uno robándose un maletín. ¡Le dieron una cantidad de golpes…! –¿Sí? –¡Ay mijo… por poco lo matan! ¡Pero qué manera la tuya de dormir…! –Fue la bebida… ¿Y qué hicieron con el ladrón? –Lo bajaron en Camagüey… pa’ la policía… ¡Yo no dormí un segundo, ni cerré los ojos! Tuviste pesadillas. ¿Aún estás borracho? –Ya no. ¿Qué hora es? –Casi las cinco. La ferromoza ha venido tres veces. No dejé que te despertara. –Gracias. ¿Qué quería? –Algo cómico. Parece que han surgido apuestas. En el último coche dicen que te bajarás tras ella en San Luis. Y los de este vagón, que la olvidarás para siempre y seguirás para Guantánamo. –Perderán los que piensen que bajaré en San Luis. ¿Y qué le importa eso a la gente? –¡Imagínate, en este tren no hay televisor, ni radio, ni siquiera luz! Es un viaje muy largo. Tienen que entretenerse en algo. –¿Y de ella? ¿Qué has sabido? –Que no para de llorar. –¿Eso es bueno o malo para las apuestas? –Depende del lado que lo mires. –¿De qué bando estás? –Neutra. Debes hacer lo que tu corazón te dicte, para que luego no te arrepientas. En la oscuridad del vagón podía sentir el lento y desesperado paso del tren bajo la noche, como una serpiente de hierro atravesando el campo. Acomodé la mochila a un costado, de manera que al recostarme me sirviera de almohada. 29
Todos los descalabros llegaron juntos. Su padre y su hermano están ahora tras las rejas, pero son hombres y enfrentarán cualquier contingencia. En cambio su abuela es lo más grande que tiene en la vida y la noticia de la caída en el hueco es igual que si ella también se desplomara. –Firme aquí –le dijo el hombre de los espejuelos oscuros–. ¿Su hijo también va a firmar? –¡Claro! Ven acá Luis Miguel, firma esto… –¿Qué cosa? –El Proyecto. Pa’ tumbar al gobierno. El muchacho miró la planilla. Algunas firmas antecedían ya a la del padre. En el espacio consecutivo asentaron su nombre y apellidos. –¿Qué cosa es eso? –preguntó el joven–. ¡Si no me lo explican, no firmo! –Muchacho… eso es pa’… –Déjeme explicarle yo –dijo el de los espejuelos oscuros–. Mira muchacho, el Proyecto es una recogida de firmas para obligar al gobierno a que realice una consulta popular, si se reúnen y presentan la cantidad de firmas exigidas en la Constitución. ¿Entiendes? El joven Luis Miguel permaneció en silencio. No sabía absolutamente nada de política. Alcanzó el noveno grado con dificultad, pero su vida era el kárate. Ostentaba la cinta negra del estilo Joshimon y ganaba su dinerito impartiendo clases a niños. Las cosas andaban muy mal en el país, pero él decía que era karateca, no político. Nunca entendió el signo apasionado de su padre, un mecánico que arreglaba autos y motos sin co30
brar un centavo, porque decía que la cosa estaba jodida y entre cubanos teníamos que ayudarnos. Para después ir a la mesa con los platos vacíos. Luis Miguel era hosco, introvertido. No reía nunca. Hablaba con parquedad. –No entiendo. El hombre de los espejuelos oscuros mostró entrenada paciencia. Relató sucesos recientes donde se violaban los derechos humanos y cómo El Proyecto iba a arrinconar al gobierno para obligarlo a una apertura. –Luego tendremos democracia. Luis Miguel seguía sin entender. Eran casi las cinco. Hora de comenzar sus clases de kárate. –Tu firma será considerada una contribución importante a la causa. Desde este momento serás un gestor. –Piensa… –repitió el padre–. ¡Un gestor…! El joven no tenía la más remota idea del significado de aquella palabra, pero eran las cinco y se estaba demorando. Tal vez si firmaba y se iba, llegaría a tiempo a las clases. –¡Eso es! –dijo el hombre de los espejuelos oscuros cuando Luis Miguel firmó la planilla–. La lista va caminando. –¡Muy bien, hijo…! ¡Anda, ve a tus clases! Enfundado en su kimono blanco, Luis Miguel entrenaba los movimientos de Senkuso dachi a más de veinte niños, alineados en cuatro filas. A pesar de su juventud era un profesor excelente y los padres de los niños le tenían confianza. Algunos pequeños ostentaban la cinta amarilla y otros la color naranja séptimo kyu, pero a partir de aquella firma Luis Miguel no dejó de pensar en el hombre de los espejuelos oscuros. Le preocupaba 31
su hablar pausado y sobre todo, no verle los ojos tras los cristales. Una cosa sí estaba clara en su cabeza: la policía no razona con la gente que se le revira al gobierno, y en menos de lo que canta un gallo les parten las patas. Cuando terminó la clase regresó a su casa, callado como siempre. Después de bañarse salió al portal, a coger fresco. Su padre, embarrado de grasa de pies a cabeza, se le acercó. –Hoy diste un paso muy grande en tu vida, hijo. –¿Sí? –Tú no imaginas el gran paso que diste hoy al firmar el Proyecto. Puedes sentirte ahora un hombre de verdad. –Soy un hombre hace rato –dijo Luis Miguel. –No me refiero a esa hombría, hablo de luchar. –¿Luchar, papá? –Sí, hijo… luchar… –Luchar es buscarse cuatro pesos para comer, papá… Eso es luchar… ¡A ver…! ¿Qué arreglaste hoy? –El cigüeñal de una moto Júpiter… y le cogí el tiempo al carro de Arnaldo… –¿Cuánto te pagaron? –Esa gente está jodida… hay que ayudarlos… –¡Ves…! Trabajas todo el día, gratis. ¿Qué hay de comida para hoy? –Tu abuela está inventando una sopa de vegetales… –¿Y eso es comida? –Bueno… algo es algo… –No, papá… llevo muchos años escuchando esa trova… –¡Por eso tenemos que unirnos y luchar…! 32
–¡Eso no es luchar…! Ese tipo, que no se quita nunca los espejuelos, no me inspira confianza. –¿Quién? ¿El activista? ¡No bromees! ¡Ese hombre tiene buenos contactos! ¡Bien arriba! ¡Con Elizardo Sánchez y con Payá! –¿Quiénes son esos? –Los líderes más importantes… son los tipos de los americanos… –¡Ah… porque tú estás pensando en los americanos…! –¡Habla bajito, coño…! ¡Esto es serio…! Arnulfo miró a todos lados. Su mano embarrada de grasa encontró un cigarro aplastado en un bolsillo. Lo encendió. Aspiró el humo y luego lo soltó, lentamente. –A todos los gestores del Proyecto nos van a ayudar… con dinero… dólares… nos van a dar radios para escuchar las noticias de allá, sin interferencias… ¡Tú vas a ver…! Dice el activista que hay un presupuesto grande en el Congreso americano para nuestra lucha… –¿Qué lucha, papá? ¿Qué lucha? Si no es por el dinero que me pagan en el kárate nos morimos de hambre. El cigarro se gastó rápido y Arnulfo lo arrojó a la calle. En aquel momento llegó un hombre empujando una moto. –¿Qué tiene eso, Antonio? –Parecen que son los platinos. Comenzó de pronto a pistonear y se apagó. –Trae pa’ cá ese muerto… –dijo Arnulfo con entusiasmo–. Vamos a revivirlo. –Arnulfo… mi socio… estoy jodío, tú sabes que perdí el trabajo… –¡No importa, Antonio! ¿Pa’ qué son los amigos? Los dos hombres entraron la moto al portal. 33
Arnulfo se tiró en el piso y comenzó a arreglarla. Luis Miguel entró a la casa, de muy mal humor. Volvió a dormirse. Soñó con un horno encendido y su madre dentro, intentando salvar una pierna de puerco que de tanto peso tumbó la parrilla. En el piso del horno, una gruesa capa de cenizas revelaba fuegos anteriores. Su madre levantaba la pierna de puerco una y otra vez, pero finalmente caía. Comenzó a gritarle que saliera de allí, porque se iba a quemar, pero tan obstinada como siempre, su madre prefirió salvar la carne. Luego soñó que el tren era un espléndido carruaje y la señora que viajaba a su lado un hada azul que hablaba con empalagosa dulzura. –Este es mi regalo final –decía–. Tu vida fue un constante martirio, sin embargo la victoria es tuya, porque aprendiste del mundo lo más difícil: perdonar. A los que son como tú, los recompenso con este viaje infinito. De pronto se aterró. Ya no sufría ni le preocupaba nada. Lo llevaban cargado rumbo al hueco. A su lado iba Soe, muerta en llanto. –¿Ahora qué te pasa? –preguntó la señora–. ¿Otra pesadilla? –Otra. ¿Por dónde vamos? –Por La Tunas. El tren ha parado dos veces. Ya está amaneciendo. Miré por la ventanilla. Una leve claridad forzaba el horizonte. Aquel sueño me preocupaba. Mi madre, intentando sacar del fuego la carne, era un símbolo obligado a pensar en el dinero de la deuda. 34
La madre siempre fue en su vida un aviso, apareciendo de las formas más disímiles. El horno podía ser su casa, en llamas ahora por constituir la garantía de un préstamo. La capa gruesa de cenizas, eran todas las acciones desacertadas o indebidas en las que hasta ahora se había involucrado. El fuego, sin dudas, era el prestamista. Y la carne asada era él. ¿Quién más? Cayendo una y otra vez de la parrilla a las llamas sin salvación. –¿Cómo va el minicuento? –Estupendo. Ni siquiera he podido elegir el tema. –Estás desperdiciando tiempo. Este tren es el mejor lugar de trabajo que has tenido. Fíjate y verás: La noche, que no termina. Mucha hambre, que es la mejor disciplina. Sin agua, para aguijonearte más. No hay luz que moleste y el silencio es magnífico. Considera el bamboleo del tren un asistente que te mece, al compás de la musa. ¿Qué opinas? Cuando la oscuridad comenzó a disiparse, Soe pudo ver tres muchachas en el calabozo. Una dormía en posición fetal sobre el piso. Las otras dos estaban sentadas, con las piernas recogidas. –¿Traes cigarros? –preguntó una. –No fumo. –¡Qué mierda! –dijo la otra–. ¡Estoy loca por fumar! La muchacha que dormía se despertó. Fue hasta un ángulo de la celda que servía de excusado. Dos elevaciones en forma de zapato a cada lado de un agujero, sugerían donde colocarse para efectuar. Se levantó la saya, apartó el blúmer y el chorro de orine se escuchó desparramado y largo, como si no fuera a terminar nunca. Luego dejó caer la saya con 35
desdén y regresó a su sitio. Al ver la nueva inquilina dijo: –Dame un cigarro. –No fuma –dijeron las otras. Sin importarle mucho volvió a tenderse en el piso del calabozo, a dormir. Soe escondió el rostro entre las manos. Una de las presas preguntó: –¿Te cogieron con el yuma? –¿Qué yuma? –El tuyo. ¿No eres jinetera? –Estoy aquí por regresar de España –dijo Soe, buscando dar sentido a su arresto. –¡Ah… porque fuiste a España y volviste…! ¡No, chica…, a ti lo que hay es que fusilarte! –¿Te volviste loca allá, o mataste a un tipo? –dijo la otra muchacha–. ¡Porque esos son los dos únicos motivos para regresar a Cuba! Soe permaneció en silencio. Luego preguntó: –¿Qué tiempo llevan aquí? –A esa dormilona la trajeron anoche. Nosotros llevamos tres días. –¿Y cómo es esto? ¿Cuándo nos dejaran salir? –Bueno, si no tienes carta de advertencia te salvas y te deportan a tu provincia. Pero si eres reincidente, aguántate… ¡Por lo menos un año en Villa Delicias! –¿Qué es eso? –preguntó Soe muy asustada. –La cárcel de las jineteras, mija… ¡No me digas que no has oído hablar de Villa Delicias! –¡Nunca! –¿Eres jinetera o no…? –No lo soy. –¿Y cómo fue que viajaste a España? –Conocí a un español… se enamoró de mí… me invitó… 36
–¿Y eso qué cóño es… sino jinetear? –Amor –dijo Soe. Pero ni ella mismo lo creyó. –¡Ah… sí… Romeo y Julieta…! ¡Qué lindo! –Di la verdad. ¿Por qué regresaste? –preguntó la otra. –Me aburrí, me obstiné… casi me vuelvo loca de soledad… –¿Y el gran amor no pudo ayudarte a resistir? –No… En aquel momento pasó un centinela repartiendo la comida. Entregó cuatro bandejas, con arroz, sopa y revoltillo de huevo, todo frío. La que dormía se levantó como un resorte y fue hasta la puerta. Habló con el centinela. Estaba de espaldas y hacía raros movimientos. Luego regresó triunfante al fondo de la celda. –¡Niñas… luché un cigarro! ¡Vamos a compartirlo después de la comida! –¿Cómo fue eso? ¿Qué hiciste? –Le enseñé una teta al guardia. Es corrupto. La anciana tosió otra vez. El humo del fogón la estaba matando. Cuando se acababa el keroseno Arnulfo conseguía petróleo de algún camión que arreglaba y con eso iban tirando hasta que la ración mensual llegase otra vez a la bodega. La combustión del petróleo era fatal para sus viejos pulmones. Tardaba mucho en encender y las llamas eran tenues, desesperantes, con el hollín esparcido como una maldición por toda la cocina. Pero al final resolvía. Tosió nuevamente. Sus grandes ojos amenazaban con saltarle de las cuencas. –¿Qué te pasa, mamá? –preguntó Arnulfo, sentado en la mesa junto a Luis Miguel. Los dos hombres tenían cucharas en las manos y esperaban ansiosos 37
que sirvieran la sopa. A pesar de haberse bañado, el pelo, las uñas y todos los poros del mecánico incubaban limallas y grasa de motor. –Nada, mijo… ¿qué me va a pasar? –dijo la anciana para no preocuparlo. –Debe cuidarse esa tos –dijo Arnulfo. –No ves que el humo la está matando –dijo Luis Miguel. –¡Y gracias que conseguí el poquito de petróleo ese! ¡Si no…! –Volábamos el turno –dijo Luis Miguel–. No sería la primera vez que nos acostamos sin comer. –¡Mamá hace una sopa riquísima…! –Arnulfo intentó estimular a la anciana y suavizar la tensión. –¡Sí… de hierbas! –dijo Luis Miguel–. ¡Yo quisiera encontrarme un pedazo de carne en la sopa un día! –¿Tú no sabes que la guerra del 68 y la del 95 se hicieron con sopas de vegetales? –dijo la anciana apagando el fogón. –Lo dudo mucho –dijo Luis Miguel–. ¿Con qué fuerza levantaban el machete los mambises? –Mi abuela le cocinaba a los mambises –dijo la anciana caminando con dificultad hasta el tanque de agua. Llenó un jarro y lo dejó sobre la mesa. De la repisa tomó dos vasos–. Me contaba mi abuela que esa gente comía col, lechugas y sopa de acelgas, nada más. –Lo dudo –repitió Luis Miguel. –¿Y qué tú crees que comían los rebeldes? ¡Yo le cociné muchas veces, cuando subí pa’ la Sierra de mensajera…! ¡Y lo vi con mis propios ojos…! ¿Qué tú crees que comían los rebeldes? –¿Qué comían? –preguntó Luis Miguel en tono cansón, para complacerla. 38
–¡Sopa de vegetales! –¡Acaba de servir… mamá…! ¡Estoy muerto de hambre! Todo los días, antes de servir la sopa, pasaban por aquella escena, como un aperitivo. Si los mambises y los rebeldes hicieron la guerra con sopa, entonces ellos devoraban el líquido viscoso salpicado de cilantros, pedazos de cebollas y ajíes y luego salían al portal a refrescar la digestión, listos otra vez para seguir el combate. Soe probó un bocado de cada alimento y empujó la bandeja en el piso. La sopa era agua y el arroz estaba desabrido, como el revoltillo. Las tres muchachas se abalanzaron sobre la bandeja de Soe y se repartieron su comida. Luego se agacharon en una pila de agua, casi a ras del piso, junto al excusado, y bebieron hasta quedar satisfechas. Las tres fueron a un rincón y cuando se disponían a fumar, recordaron que no tenían mechero. –¡Pinga! –dijo una. Se llamaba Lisett. Era blanca, de pelo castaño, con ojos color de uvas–. ¿Tendré que enseñarle la otra teta al guardia? Fue hasta la puerta y llamó al centinela, pidiéndole fuego. Los presos de las otras celdas comenzaron a gritarle obscenidades. –¡Oye, puta… con mi fósforo y tu rayadera formamos tremenda candela…! –¡Ven putica…! –dijo otro–. ¡Voy a sacarte chispa del culito…! –¡Váyanse pa’ la pinga… partía de maricones…! Lisett regresó al fondo del calabozo. –¿Qué pasó? –le preguntaron. –¡Esos maricones me malearon la jugada! Ahora 39
tengo que esperar que el guardia venga a recoger las bandejas. La mulata de pelo rizo y figura escultural se llamaba Ana. Dijo: –¡Con tanto dinero y sin una fosforera! –¿Tienes dinero? –le preguntó Lisett. –¡Claro! Me cogieron saliendo del hotel con el yuma. Ya había matado mi jugada. Me trajeron directamente para acá. –¿Y no te registraron? –Sí. Me quitaron el bolso, el carné, los cigarros… esas boberías… ¡Pero el dinero no! –¿No lo encontraron? –Nadie me revisó el bollo. Yo siempre me escondo el dinero en el bollo. –¿Y cuánto dinero traes en tu bollo? –le preguntó Lisett. –¡Imagínate…! Llevaba una semana instalada con el yuma. Me pagó 500 dólares. –¡¿500?! –los ojos de Lisett brillaron en la oscuridad. –Yo sí que estoy en la fuácata –dijo Yanet, la dormilona–. ¡No veo un peso desde que Batista era cabo! Las tres muchachas se echaron a reír. Soe las escuchaba desde su rincón y sintió un enorme deseo de llorar. En realidad sollozaba por dentro cuando el policía la interrogó en la oficina y al entrar a la celda inmunda jimiqueó. Pero ahora no pudo contenerse más y rompió a llorar desesperadamente. –¡Ehhh..!. ¡¿Y a ésta qué le dio…?! –preguntó Yanet. Los primeros rayos del sol vislumbraron la lejanía. 40
Era como si despertaran por primera vez las palmas reales, los ríos, el pasto, las montañas. El paisaje cubano corría con velocidad sostenida por la ventanilla del tren, acentuado por las casas aún dormidas, y otras que ya abrían sus puertas al alba. Siempre le maravilló observar cómo vivía la gente. Para él cada individuo era la persona más importante del mundo y cualquier bohío que pasaba ante sus ojos hubiera sido su casa. Él podía ser perfectamente uno de aquellos individuos, a caballo o a pie, enrumbando direcciones desconocidas en los pueblos que cruzaban. El sol calentó con fuerza. Los embalses de agua resplandecían con destellos diamantinos y algunos árboles movían sus largas sombras junto al tren. Pasajeros cargados de equipajes abarrotaron la puerta de salida al acercarse la siguiente estación. El vaivén era agobiante. Una especie de caos asistía a la armazón de hierros en las curvas y los viajeros se aferraban a sus asientos, presos de una sensación de descarrile. Un ruido clamoroso subía de lo más profundo de cañadas y ríos, al cruzar puentes que se estremecían. Cambié de posición en el asiento. La mochila permitió ahora que mi espalda cobrara cierta holgura, al descansar sobre su blanda superficie. Estiré las piernas, reconfortado por la nueva perspectiva adquirida. El tren aminoró la marcha. Expiró el aire y se detuvo cerca de un caserío. Las continuas paradas para darle paso a otros trenes, o como ahora, sin aparente motivo, exalta41
ban la ira colectiva, apaciguada casi siempre por chistes de viajeros conformistas, acostumbrados al choteo como un mecanismo de autodefensa. Una oleada de vendedores aprovechó la parada del tren y subieron a los coches pregonando a voz en cuello sus productos y casi obligaban a los pasajeros a comprar sus panes viejos y aplastados, y también agua y refrescos, que ofertaban en pomos plásticos reciclados. Los viajeros consumían rápidamente el líquido y arrojaban los pomos vacíos por las ventanillas. Junto a la vía otros vendedores los recolectaban, para llenarlos otra vez de un depósito madre. Aquella realidad iba a tono con el miserable caserío de dónde emergían más y más vendedores al asedio del tren detenido. –Es increíble –dije–. Vivirlo es más fácil que contarlo, nadie lo creería. –Yo siempre viajo con mi agua y mi comida –dijo la señora y me mostró un pomo plástico similar a los que exhibían los vendedores–. ¿Quieres? –No, gracias. Dudaba ya sobre la procedencia de cualquier producto. Ojalá ella tampoco coma nada. –¿No vas a comer nada? Soe continuaba llorando. Luego se sopló la nariz y se limpió los mocos con la blusa. –¡Tienes que comer algo… muchacha… te vas a morir! Lloró más y más… se desplomó sobre el mugroso piso del calabozo y siguió llorando. Las tres muchachas sintieron pena por ella y la levantaron para que no aspirara el polvo contaminado del piso. 42
La mezcla añejada de mierda y orine procedente del hueco estaba demasiado cerca y se fueron con ella al lado opuesto de la celda. –¡No llores más… por favor…! –dijo Lisett–. ¡No soporto ver a nadie llorando… me parte el alma…! –¡No he hecho nada…! –dijo Soe entre lágrimas–. ¡No he hecho nada para estar aquí…! –¡Regresaste de España! –dijo Ana–. ¿Crees que ése no es un delito grave? –¡Cállate! –dijo Yanet–. ¿No ves que está sufriendo? –¿Quién coño la mandó a regresar? El guardia se detuvo en la puerta. –¡Arriba… las bandejas…! Yanet le entregó las bandejas. Se demoró un rato en la puerta de la celda. Luego regresó con el cigarro encendido. –¡Ese guardia es tetero! ¡Por una teta hace cualquier cosa! –se dejó caer en un rincón y aspiró con gusto el humo. Luego le pasó el cigarro a Lisett y al final fue a parar a las manos de Ana, que lo consumió hasta quemarse los dedos con el cabo. Arnulfo resultó uno de los más entusiastas gestores del Proyecto. Desde el mismo instante en que firmó la planilla, sus responsabilidades políticas dentro del grupo se elevaron. Bajo el colchón acumuló periódicos, proclamas y folletos. Captó nuevos gestores en el pueblo, como un misionero rescata para Cristo almas. En ocasiones su casa fue refugio de perseguidos. Las reuniones de los principales activistas se realizaban en su cuarto, a puerta cerrada. Un día el activista líder, que usaba siempre espe43
juelos oscuros, le encomendó una tarea de trascendental importancia. –Se ha elegido su casa como cuartel general. Arnulfo sintió una honda emoción. Su sacrificio por las causas justas nunca tendría límites. Con paciencia, entrega y responsabilidad, iba escalando peldaños en la organización y ya su casa era cuartel general. –Debe usted abrir un hueco bien hondo… –¿Para qué? –Su casa ha sido elegida también para guardar el archivo. –¿Archivo? –Sí. Un archivo subterráneo donde se guardarán los documentos secretos. La ayuda económica ya está en camino. También recibiremos radios para escuchar las noticias de Radio Martí, y computadoras, teléfonos celulares, cámaras fotográficas. ¿Usted tiene máquina de soldar? –Sí. –Consiga planchas de acero y cuando tenga el hueco listo, prepare una bóveda. Deje una abertura arriba, con una tapa. –¿De dónde saco los materiales? –Búsquelo por ahí… ponga a rodar su imaginación… cuando ganemos esta lucha se le repondrá. Arnulfo no replicó. Tal vez el éxito de las revoluciones sociales dependía de cuotas extras de imaginación. Al otro día echó mano a un pico y comenzó a cavar en el cuarto de Luis Miguel. Los mosaicos saltaban por el aire con estruendos, pero al aparecer la tierra el sonido se amortiguó. Con una pala aliviaba la hondura, luego arremetía otra vez con el pico. 44
Al atardecer el agujero era de sesenta centímetros por metro y medio de ancho. Se dejó caer en el suelo, exhausto. La anciana le reprendió todo el día por romper el piso. Arnulfo alegó que estaba buscando una conexión de agua rota. Al regresar Luis Miguel del kárate, no entendió ni una sola de las explicaciones de Arnulfo. –¿Cómo cuartel general, papá? –¡Soy privilegiado, muchacho… que me hayan elegido a mí…! –¿Estás loco? ¿Qué es eso de un archivo para guardar documentos? –¡Habla bajito, que tu abuela puede oírte! Son documentos importantísimos… radios, computadoras… ¡Hasta dinero en efectivo…! –¿Y nada menos que en mi cuarto? ¿Por qué no escogiste el tuyo? –¡Mi cuarto es el salón de reuniones! ¡Debo tenerlo listo! ¡Hoy mismo habrá una reunión con todos los líderes…! ¿Sabías que ya soy líder? –¡No me jodas papá…! ¡Líder ni líder…! –¡Dame una mano con el pico, Luis Miguel, estoy molido…! –¡Yooooo…! ¡Náaaaa…! ¡Vengo cansado del kárate…! ¡Voy a bañarme y a esperar la sopa…! ¡Señor líder…! Luis Miguel se encontró a su abuela en la cocina, intentando encender el fogón. –¿Qué le pasa al fogón, abuela? –Lo de siempre… no hay keroseno y el petróleo se demora un año en encender… ¿Viste lo nuevo de tu padre ahora? ¡Un hueco en tu cuarto, como para enterrar a un cristiano…! –Sí, ya lo vi. 45
–Dice que hay una tubería partida, pero al paso que va la encontrará en China. –Mañana me pagan, abuela. Vamos a ver si puedo comprarte un pollo y viandas para que hagas una buena comida. –¡Ay sí… mijito…! ¡Voy a hacerte un fricasé que te vas a chupar los dedos…! –Ten cuidado con el humo, abuela… te hace daño. –¿Y qué voy a hacer, mijo…? ¡Hay que cocinar…! Resultan sorprendentes todas las cosas que uno puede recordar durante un viaje, cuando no queda otra opción que esperar por el paso del tiempo. Y si se viaja solo, y sobre todo si el viaje está estropeado de origen, entonces los recuerdos suceden atenazados por una elocuencia voluble. La imagen del prestamista poniendo el dinero en mi mano era recurrente. Un hombre alto, fornido, lleno de cadenas y sortijas, con unos brazos enormes que podían ahogar a un caballo. En una carrera jamás me alcanzaría. Pelear con él era inmolarme. Emparejar el combate con un palo o una cabilla era echarle más leña al fuego. Cuando se pide dinero con urgencia uno anda ciego y lo importante es resolver. Luego pasa el tiempo y no se soluciona ni una cosa ni la otra, entonces nos damos cuentas que estamos perdidos. Si la garantía dejada en el préstamo no es de vital importancia, uno puede salvarse perdiendo lo empeñado. Pero si es de un gran valor sentimental, sufrimos y nos desgarramos. Ahora bien, si perdemos la única cosa de valor que tenemos en la vida, para realizar un viaje inútil, 46
entonces el prestamista tendrá inevitablemente que enviar a sus secuaces y cobrar la deuda con mi vida. A no ser que consiga el dinero de otra forma… por ejemplo… que se gane un concurso… –¿De minicuentos? ¡No fastidies…! Muchas veces en mi vida jugué con el peligro. Y tuve suerte. Era una luz natural que me alumbraba. Recuerdo especialmente a un jugador empedernido llamado Carrión, que durante un tiempo fue aliado mío. Como un Lazarillo de la suerte me llevaba al Búle, el antro donde se escondían a jugar los individuos de la peor catadura, y Carrión ganaba mucho dinero cuando iba conmigo. Los hombres sentados alrededor de una estera, se jugaban el dinero con un desafuero existencial que recordarlo todavía me espanta. En cada tiro les iba la vida y era sumamente peligroso ganar allí. Como sucedió aquel día, cuando Ramón Méndez, alias Keko, baleó a Juan la Jama durante una partida. Había mucho dinero por medio y Keko alardeó con jugárselo todo en un lance. Soltó los dados. Salieron tres cinco. Un tiro habitualmente insuperable. Riéndose de la suerte y la mucha tensión que circulaba en el aire, Juan La Jama recogió los dados, los movió juguetonamente dentro de su mano huesuda y los hizo rodar sobre la estera. ¡Tres seis! ¡El mayor de los tiros! Muerto de risa, Juan la Jama comenzó a recoger el dinero mientras canturreaba: –¡Mamita… cómprame un piano…! Entonces Keko, obcecado por su mala suerte y 47
por la risa maliciosa del contrincante, sacó una pistola. Todos los hombres se echaron a un lado. Con la tranquilidad más grande del mundo, Juan La Jama siguió cantando, mientras organizaba el dinero. Cuando hizo un gran bulto dijo con tono punzante: –¡Mátame Keko…! ¡Necesito que alguien detenga esta película! ¡Pero todo el mundo sabrá que el dinero es míoooooo…! ¡Que te lo gané en un tiro…! Keko era un individuo sumamente complejista, ecobio de la religión abakuá, donde rige el principio: si se saca un arma no puede guardarse sin honor. El disparo atravesó el pecho de Juan y la sangre brotó como un torrente. Keko cogió el dinero y se fue corriendo del Búle. La policía lo detuvo esa misma tarde, borracho y sin un centavo. El Búle fue cambiado de lugar. Lo situaron en el barrio más notorio de Guantánamo: La loma del chivo. Una tarde que Carrión había ganado todo el dinero del Búle, llegaron tres guajiros de Bayate para seguir jugando. Carrión estaba sobrio, muy confiado porque yo estaba con él, y en pocos tiros desplumó a los tres jugadores. Luego compró una botella de ron y nos fuimos dándonos tragos por el callejón de San Justo. Los bolsillos de Carrión estaban reventándose de tanta plata y no me había dado un centavo. Cuando se puso medio borracho comenzó a lloriquear por su madre. –¿Y dónde está? –le pregunté. –En San Germán. –¿Desde cuándo no la ves? 48
–Desde hace años. Yo, con tanto dinero… y ella, tal vez sin un centavo… Entonces pensé en la mía, y me sentí como Carrión, el más despreciable de todos los hijos. En aquel momento sopló un viento extraño, los bolsillos del short de Carrión se abrieron y todo el dinero se esparció por el callejón de San Justo, quedando enredados en las zarzas. Inmediatamente nos lanzamos a recogerlo. El callejón de San Justo siempre está vacío y por la noche es un peligro. En los últimos tiempos un salteador de caminos al que apodaban El Plateado asolaba el callejón violando a las mujeres y quitándoles las prendas y el dinero a los hombres. Carrión estaba tan borracho que recogía los billetes con mucha lentitud, mientras que yo era una aspiradora. Ayudado por la poca luz de la tarde, me guardé las dos terceras partes del dinero en los huevos, y le entregué el resto. –Fíjate bien si quedaron más billetes regados en el piso… –me dijo Carrión. Eché una ojeada y encontré varios billetes de cincuenta, presos entre las zarzas. Los junté y se los di. Entonces me dijo: –Voy a hacer lo que hace tiempo debí haber hecho, ser un buen hijo, y mandarle dinero a mi madre. Hazme un favor… tú que escribes bien… toma… mañana, a primera hora, mándale todo este dinero a mi madre. Me dijo la dirección de San Germán y el nombre completo de su progenitora. Los memoricé. –¡Hace falta que el giro no lo reciba mi hermano… que es un singao y se lo va a coger pa’ él…! –No te preocupes, los giros son personales. Puede cobrarlo solamente la persona a los que va dirigido. 49
–¡Ah… qué bien…! Repetí en voz alta el nombre y la dirección, para no olvidarlos, y nos despedimos, pero el jugador se quedó merodeando por el Callejón de San Justo. –Carrión… recuerda que por las noches El Plateado está asaltando a la gente por aquí… Carrión sonrió en la oscuridad. Se me acercó y me dijo: –¡Voy a hacerte una confesión de ambia! ¡El Plateado… soy yo…! Me fui consternado. ¿Yo anduve todos esos días con un malhechor, jugador, bandido y además violador y asaltante…? ¿Y para colmo, al otro día le enviaría un giro a su madre? Cuando estuve frente a la ventanilla del correo, tomé una decisión trascendental. En vez de escribir la dirección de San Germán y el nombre de su madre, envié el dinero a la mía. Me sentí por primera vez un buen hijo. Recogí el comprobante del giro y a la mañana siguiente se lo entregué en el Búle. –Toma Carrión, guarda el comprobante, por si tienes que reclamarlo. –¡Bota eso…! –dijo sin mirarme–. ¡Si lo recibe o no, poco me importa! A los pocos días lo apresaron disfrazado de El Plateado, intentando violar a una mujer en el Callejón de San Justo. Si uno está tan loco como para estafar a un salteador de caminos y sacarle limpiamente el dinero, ¿qué puede hacerme un prestamista? Al poco rato volvió al soliloquio. –¿Qué tal si seguimos recordando fechorías? –Sigue… –¿Recuerdas la vez que tenías tres llaves del hotel Bolivia? 50
–Sí. –Entonces no te iba tan mal. –Siempre me ha ido malísimo. –¿Con tres llaves de un hotel? –Aquello fue solo para demostrarme que no existían límites. –Tuviste suerte… de verdad. ¡Jamás te cogieron! –¡Jamás! La única vez que pude ir por mi cuenta a aquel hotel, me quedé con la llave de la habitación y dos llaves más que los huéspedes dejaron en las cerraduras. Espere casi un año. Y un día entré como Juan por su casa al hotel y subí a las habitaciones. Fui hasta donde estuve alquilado un año atrás. Toqué la puerta. Nadie contestó. Saqué mi llave… abrí. Prendí el aire acondicionado y el televisor. Me acosté en la cama a mis anchas, retando a la suerte. Estuve casi dos horas con el corazón a prueba de los pasos que pasaban por el pasillo, pero no llegó nadie a molestarme. Hice lo mismo en las otras habitaciones. Luego bajé al lobby, me senté en un butacón, fingí leer tranquilamente mientras observaba qué sucedía en la recepción. Cada vez que llegaba alguien a alquilar, me fijé que no eran ninguna de mis habitaciones. Casi a media noche hubo muy poca luz para leer, entonces compré un trago en el bar. Desde la banqueta más próxima observé los movimientos del carpetero. Pude descubrir que mis habitaciones eran utilizadas con fines de lucro. Las dejaban sin alquilar hasta bien entrada la noche y luego pedían una enormidad por ellas, a las 51
parejas que salían borrachas de madrugada del cabaret Hanoi y Megatón. –¿Tanto como los pasajes de este tren…? –Tanto. Descubrí que el carpetero estaba haciendo fortuna con lo mío, entonces ideé un plan. Todas las tardes, cuando se iba el personal de servicio, subía y utilizaba mis habitaciones. Desde las cuatro hasta la medianoche, aquellas habitaciones eran absolutamente mías. Pude estudiar todos los movimientos del hotel. Cada cual estaba en lo suyo. Los cocineros ocupados en raspar comida. El personal de servicio tras el detergente, los jabones, las toallas. Y el carpetero esperando la medianoche para sacarle el zumo a mis cuartos. Mi espíritu de conquistador se disparó por esos días. Encontré mujeres que les encantó disfrutar del amor sin compromisos. Aunque utilicé las tres habitaciones, sin dudas la 315 me gustaba más que ninguna, por el rojo encendido de sus cortinas y el aire acondicionado, que enfriaba de verdad. Las mujeres que iban conmigo pensaban que era un próspero negociante, o un banquero de bolita, con dinero suficiente para alquilar todos los días una habitación en el Bolivia. Y se entregaban al sexo con lujuria. Pero yo siempre estuve pendiente a los pasos en el pasillo. Tal vez eso mermó mi rendimiento. –No lo veas así. Eras muy joven y la juventud siempre está apurada. Aunque de verdad, ¡es del carajo templar con el miedo a que abran de pronto la puerta y te agarren usurpando los bienes del estado…! –¡Sí… es duro! Pese a todos esos contratiempos, 52
les cumplí. Algunas insistieron en continuar con esa vida y sufrieron cuando me enamoré de Soe y me deshice de las llaves. –¿Qué habrá pasado con aquel tipo? El de la selección nacional de fútbol… –¡No me lo recuerdes…! Aquella tarde se me pegó como kola loca. Subió con su jevita a mi habitación. Puso el radio a todo volumen. Gritó: –¡Fiestaaaaa…! Le dije: –¡Habla bajito…! Me dijo: –¡Qué bajito ni bajito… esto es… fiestaaaaaaaaa…! Subió una caja de cerveza. Yo estaba aterrado. Si por alguna eventualidad alquilaban la habitación antes de tiempo, el escache iba a ser tremendo. Las cervezas estaban frías. Bebí a la carrera, para que se acabaran rápido. –¡Eh… dale suave asere…! –me dijo el futbolista. –¡Es que tengo cosas que hacer…! –le dije, para ver si se iba. –¡Na’ asere…… no hay apuro…! ¡Vamos a emborrachar a las jevitas y después…! –con el dedo simuló un corte en la garganta– ¡A jamárnoslas…! ¡Tú no te preocupes… quédate con la cama… yo mato mi jugada en el baño…! Entonces supe que iba a ser una noche fea. Mi compañera no bebía mucho y yo tuve que suplir su parte. A las ocho todavía quedaban cervezas y entonces el tipo compró una botella de ron. –¡Qué clase de tipo…! –¡De pinga! Me fui de allí a las diez, muy borracho. Le dije cuando me iba: ¡La habitación es tuya! Me gritó: ¡Eres el mejor amigo que he tenido…! 53
–¿Qué habrá sido de él? –No sé… más nunca lo vi. Siempre que utilicé mis habitaciones, me preocupaba por dejarla lista antes de marcharme. Jamás sospecharon nada. Pero muchas veces me pregunto, ¿qué habrá pasado cuando llegó el verdadero huésped y encontró la pocilga de cervezas y cabos de cigarros y la gran pachanga que tenía formado el futbolista? En el cuarto de Arnulfo estaban reunidos una docena de hombres, sentados en el borde de la cama, en sillas, o en el piso. Al frente y protegido como siempre por los espejuelos oscuros, el activista esperaba a que estuvieran todos. La anciana miraba con recelo, sentada en la cocina. Muchos de aquellos hombres eran bien conocidos en el pueblo. Religiosos, antiguos dirigentes tronados, desafectos a la revolución y ex convictos. Arnulfo fue hasta donde se encontraba la anciana. –No te preocupes, mamá… esto va a ser rápido… –¿Qué hace toda esa gente en el cuarto? ¡Tú andas en malos pasos…! –Nada de lo que pueda arrepentirme, mamá… por ahora no puedo decirte nada… En aquel momento llegó Luis Miguel. Traía bajo el brazo el kimono de kárate, doblado con esmero y amarrado con la cinta negra. –¡Ven, hijo… ya casi va a empezar la reunión…! –Yo no voy a participar –dijo el muchacho–. Firmé para complacerte… pero eso te va a traer problemas… –¿De qué reunión están hablando? –preguntó la anciana–. ¿Y qué problemas puede traer? ¡Hablen…! 54
–¡Nada mamá! ¡Siga sentada ahí… no se preocupe…! Arnulfo tomó a su hijo por el brazo y lo apartó. –¡Te he dicho que mamá no puede saber nada! ¡Lo vas a echar todo a perder! ¡Vamos para la reunión! –¡No voy a ningún lado! –Luis Miguel se metió en el baño. El activista se asomó y llamó a Arnulfo. –¡Vamos a comenzar! Habló largamente de la importancia del grupo para el futuro del país. Y la discreción que debía imperar en las reuniones. La puntualidad. La disciplina. El espíritu solidario. Su vehemencia al hablar tenía algo de impostado, pero cuando habló del dinero que se dispondría para los firmantes, todos se mostraron optimistas. –Las violaciones de los derechos humanos que conozcan, deben informármelas solamente a mí – puntualizó–. No se puede hacer nada sino se discute primero conmigo. Nadie puede comunicarse con Radio Martí o algún otro medio informativo por cuenta propia. Yo soy el único autorizado. Cualquier grupo disidente que quiera formarse al margen, me lo deben informar de inmediato, para captarlo. No mencionó nada sobre la bóveda y el archivo. La reunión concluyó con la entonación en voz baja del himno nacional, casi en susurros. A media noche, Yanet no pudo más con las ganas de fumar y llamó al centinela. Habló con él en voz baja. Al poco rato abrieron la reja y salió al pasillo. Soe había controlado su llanto. Estaba acostada en el piso, bocarriba, mirando el techo de la celda. 55
Por suerte no fumaba. Ni le interesaba la comida. El poco dinero que trajo de España no era sucio. Estaba a salvo en un banco llamado Bilbao-Vizcaya. Aunque su tarjeta de crédito fue confiscada por la policía no importaba. Podía solicitar otra. Lisett y Ana también estaban acostadas en el piso, esperando que regresara Yanet. Las posibilidades de una mujer para resolver sus problemas demuestran su verdadera fuerza, pensó. Los hombres son puercos y abusadores, pero al final sucumben al embrujo del sexo. Cuando cogen un poco de poder dan asco. Me detienen según ellos por ilegal, solo porque no traigo el carné de identidad y me sepultan en un calabozo inmundo. Les irrita que viaje a España. Pero los consterna más que regrese. Me deportarán en una semana, cuando todos los calabozos de las unidades policiales estén abarrotados como para llenar un tren. Y al final regresaremos otra vez porque La Habana nos gusta, porque es la capital y hay más vida que en Oriente. Y se pasa menos hambre. Y porque tenemos el derecho de vivir donde nos dé la gana. Entonces aprovechan las debilidades. Por ejemplo el vicio de fumar. A esta hora Yanet debe estar arrodillada con el pene del centinela en la boca. Haciendo un trabajo que vale dinero. El mismo trabajo por el que han sido perseguidas y encarceladas. La ferromoza apareció a mi lado. Se había lavado la cara y renovado el maquillaje. Sonrió. Quiso tomarme por el brazo. –¿Qué pasa? 56
–Ven. Ella quiere hablarte. –Dile que no quiero verla. Todo ha terminado. –No sigas con eso… toda la noche la pasó despierta, hablando de ti. –¡Por favor… basta! Dile que le deseo buen viaje y que resuelva sus problemas familiares… –Por lo menos, ve y háblale. –No pienso moverme de aquí. Ni siquiera para despedirme. –Falta poco para San Luis. ¿Sabes de las apuestas? –Sí –de repente intuí que la ferromoza era una apostadora más. Tal vez jugándose buena suma. –Allá atrás todos apuestan a que te bajas en San Luis… –¡Y este coche completo apuesta a que no! –dijo una de las mellizas. –¡Para que aprenda a respetar a los hombres! – gritó una voz de atrás. La ferromoza se fue a su vagón, molesta. Acomodé la mochila entre mis piernas. Noté que todos me observaban. Éramos el punto congruente de aquel viaje. En nosotros destilaban la suma de todos los problemas. Imaginé el último vagón y ella. La yegua ganadora de la carrera. Siempre tuvo mujeres en su vida. Hubo una época en que llegó a vivir con cuatro. Uno de los personajes que más le impresionaba en la historia de Cuba era Yarini, el gigoló. También apodado El gallo de San Isidro, una zona de tolerancia para la prostitución a principios del siglo XX. Un hombre marcado por la muerte que corrió una tarde como un poseído en busca de su asesino y cayó en la misma acera donde hizo suspirar a tantas mujeres. 57
Yarini todavía derivaba su efluvio en las calles de La Habana cien años después, si queremos justificar de alguna forma la repentina inclinación que sentiste por las mujeres de mala vida, como suelen llamarlas los puritanos, o el oficio más viejo del mundo, cuando el término se utiliza con estilo, o «jineteras» en lenguaje cubano. O para justificarte más… digamos que fue la vida, las circunstancias y el hastío, sumado a la necedad y el ahogo que te obligaron al brusco giro. Venganza contra el sexo femenino. Ventaja de tener una casa y la posibilidad de alquilarla o compartirla. Vivía solo y apareció la mulata, buscando abrigo. Era tan joven que teóricamente podía ser su hija. Piel de ébano, silueta moldeada a manos como para un concurso. Y descubrió que le quedaban fuerzas todavía. No solo para amar, sino incluso para seducirla. Vivía solo en una casa, repleto de tristeza y angustias, cuando de repente aparecieron aquellos ojos color melaza, trenzas de niña, andar ondulado, semidesnuda todo el día por la casa, como una modelo de revista. Aquella mulata conquistaba españoles, franceses, italianos, con una facilidad que daba risa. Traía dinero a la casa. Todos los días. Una madrugada regresó de la lucha con una trigueña, delgada, flexible como una espiga, piernas torneadas y pechos abundantes, que cuando entró en la casa le clavó con descaro su mirada inquisitiva y soltó una sonrisa. –No tengo dónde quedarme, papi. ¿Tú crees que puedes darme cobija? –Sí, claro –dijo él–. Mi cama es infinita. –No tienes que pagar alquiler –dijo la mulata co58
mo una entrenadora que le habla a su pupila–. Solo preocuparte por aportar para la comida y los gustos de él… –señaló hacia mí y sonrío–, que no son muchos… De repente tenía dos mujeres jóvenes y hermosas que salían a jinetear durante la noche y regresaban por la mañana con dinero, ropa nueva, cigarros, ron… Dormían hasta mitad de la tarde, se bañaban y comían lo que él les preparaba, luego se demoraban mucho tiempo ante el espejo, desnudas, poniéndose maquillaje. Se vestían lentamente, pieza a pieza, hasta quedar listas. El hombre simulaba leer un libro acostado en la cama, pero en realidad disfrutaba el ritual de las mujeres frente al espejo, desnudas. Sus perfumes se esparcían por la casa, mezclados con olor de cremas y cosméticos. Incluso después de marcharse a «trabajar», aquel aroma quedaba circulando mucho tiempo en el aire. Una mañana llegaron borrachas, acompañadas de dos estupendas rubias, también con dinero para aportar a la «causa». –¿Y esto que es? ¿Un regalo de cumpleaños? –Estábamos en una jugada con unos noruegos, cuando salíamos llegaron sus chulos y quisieron quitarles el dinero… y las salvamos… ¿Tú crees que puedan esconderse aquí unos días… papi? –Sí. No hay problemas. Que duerman en la sala. –La sala es perfecta –dijo una de las rubias–. ¿Dónde está el baño? Esa mañana se emborrachó tanto que hizo el amor con las cuatro. Nunca imaginó que sus fuerzas carecieran de límites. 59
El dinero y la belleza, sumadas al alcohol y la buena comida, funcionaban como un afrodisíaco absoluto. De las jugadas cada una le daba una parte y además compraban comida. Fue casi un mes de Dolce Vita. En cualquier parte de la casa que miraba aparecían hermosos cuerpos femeninos, desnudos. Existía cierta disciplina para cohabitar. Las esperaba al regresar de sus jugadas y terminaba el trabajo que los yumas dejaban inconcluso. Todas, siempre, quedaron complacidas. En este asunto logró descubrir un principio: no hace falta ser un Adonis, ni un machazo, como los encasillan. Existe un autodominio casi místico que lacera a estas mujeres. Ellas, que viven cobrando por sexo a hombres que vienen por un rato y no dejan una huella en sus vidas, cuando se encuentran con el «hombre» sucumben y lo entregan todo, a cambio de la intensa cuota de amor que él les propicia. En cierto momento estudió con atención las fotos de Gardel y Yarini, los más notorios gigolós del siglo XX. Las fotos que dejaron para la posteridad, excepto las perfeccionadas para el mercado, muestran hombres de rostros sombríos cansados de aparentar, en una desesperada carrera rumbo al fin. El truco consiste en ignorarlas. Conseguir que se sientan disminuidas. Esa falta de atención en ellas funciona como una inyección de adrenalina. Elaboró una rutina para conseguirlo, que le dio excelentes frutos: simular leer todo el día. Eso las volvía locas. 60
Pero la felicidad en casa del pobre dura poco. Los vecinos envidiosos informaron de sus actos a la policía y hubo una investigación secreta. A las dos rubias la cargaron en un patrullero mientras jineteaban en la Quinta Avenida. La mulata, que de las cuatro fue la única que arañó su corazón, escapó con un francés residente en Cuba, que vivía desde hacía tiempo como un cubano más en El Canal del Cerro. Sobre esto podemos recordar un incidente. –No te detengas en ese francés. Era un hijo de puta. –Que te quitó la puta. Reconócelo públicamente. Con aquel francés perdiste. –Yo no lo vería así. –¿Y cómo? –No trabajé bien el paño… Me enfurecí cuando ella llegó de madrugada sin un centavo… y con aquella alegría infinita. Eso me dio mala espina. Me mató con mi propia arma: la indiferencia. –Sí. Te mató cuando regresó cantando y sin dinero al otro día, diciendo que el francés le pagaría antes de irse. Descubriste en sus ojos aquella extraña conformidad que violaba la regla esencial del jineterismo, y cuando quisiste apretar las riendas ya era tarde, el francés se apareció con su auto rentado frente a tu casa y minimizó tu poder con la tecnología. –Pensé hasta en retarlo a duelo. –¡No jodas…! Duelo en este tiempo… ¿y por putas…? –Es una metáfora. Me refiero a darle una pedrada al cristal del auto o partirle un palo en la cabeza. –¿Estás loco? ¿Daños a turistas…? ¡Te hubiese perdido! –Y yo a ti. Por eso no lo hice. 61
–Esa sí que es metáfora… ¡Confiesa que no lo hiciste porque juramos un día no volver nunca más a la cárcel…! –Sí… esa mierda… ¡Pero estuvimos a punto! ¡Ya la policía quería terminar con el nuevo Yarini…! –Gracias por la comparación pero soy menos, mucho menos, que El gallo de San Isidro. Y la trigueña, escapó saltando la cerca del patio, cuando el Jefe de la policía tocó su puerta para pedirle cuentas. De aquel bajo mundo logró salir ileso. Le advirtieron que debía buscarse un trabajo. Y que la próxima mujer que entrara en su casa fuera plausible. Desconocía el significado de la palabra utilizada por el policía. Pero el mensaje era clarísimo. Cuando conoció a Soe y ella relató los sucesos vividos en aquel calabozo, quiso redimirla. Realizar una especie de exorcismo y de alguna forma solventar la maldición de sus caminos. Se casaron en una ceremonia sencilla, sin brindis. El estado garantizaba por la libreta de abastecimiento y a precios ínfimos los ingredientes para tan importante evento: tres cajas de cervezas, dos botellas de ron, un cake y tres noches de luna de miel en un hotel de turismo. –¡Tres noches en un hotel… rodeados de yumas…! Parecía un sueño. Por una sensata cantidad de dinero, le entregaron una tarjeta de huésped, donde iban descontando comidas y bebidas. Aquella lujosa habitación resultó testigo del amor por tres días, en su forma más intensa y desmedida. Estuvieron borrachos siempre. Hasta que el personal de seguridad tuvo que subir y exigirle que se 62
marcharan, porque el tiempo de hospedaje había concluido. En la habitación tuvieron televisión por cable, algo que jamás él había visto. Pasaba casi todo el tiempo delante del aparato, cambiando los canales como un niño. El primer programa que vio fue de un cocinero español preparando Conejo al jerez, algo que no olvidará nunca. Luego vio películas cómicas, policíacas, de terror, y de madrugada algunas sicalípticas. Dormía con un solo ojo. El otro siempre se mantuvo activo, accionando el control remoto del televisor. En el restaurante pedían los platos más sonoros, según la acepción de la fonética de sus oídos. Bistec uruguayo le sonaba a cono sur, lugar que algún día visitaría. (La cerveza es un excelente vehículo, no lo olviden.) Filete canciller le impregnaba un toque diplomático al asunto. Langosta al ajillo mostraba un agradable rompimiento «al bloqueo económico impuesto por el imperialismo». Podía comerla tranquilo, sin trabas, ni prohibiciones, ni decomisos. Fue una experiencia inolvidable que juraron otra vez repetir: ser turistas por tres días. –¿Por qué no la repetiste? –Porque cuando llegó la «actualización del modelo socialista», el gobierno suspendió ese idilio. Abrieron la celda. La luz del pasillo iluminó brevemente los cuerpos en el piso. Yanet regresaba de su trabajo y se contoneó en las penumbras. 63
–¡Arriba… muchachitas… llegaron los cigarros…! Las tres mujeres se sentaron y Yanet encendió con un mechero. –¡Ah, porque luchaste hasta una fosforera! –dijo Ana. –¡Trabajo completo! –dijo Yanet y abrió la cajetilla. Repartió cigarros. Soe no quiso. –¡Me demoré porque cuando ya me iba, entró el oficial de guardia y tuve que esconderme debajo del buró! –¿Qué tal el tipo? –preguntó Ana mientras encendía. –¿El guardia? ¡Lo mismo con lo mismo! ¡Picha corta… eyaculación precoz…! –¿Eyaculación precoz? ¿Qué es eso? –preguntó Lisett, encendiendo su cigarro. –Eso es… a ver cómo te explico… cuando un hombre ve un bollo… y ¡ya…! –¡Te entiendo…! –dijo Lisett–. ¡Tres segundos…! –¡Tres segundos…! –repitieron Ana y Yanet al unísono, y comenzaron a reír. Soe también sonrió, al recordar a su novio español y sus tres segundos. Arnulfo estaba metido en su hueco hasta el pecho. La loma de tierra en el borde daba un aspecto más hondo al orificio. El pico se enterraba en la tierra húmeda y removía grandes terrones. Luego con la pala los sacaba a la superficie. El sudor le corría por todo el cuerpo. Arañazos producidos por la herramienta y múltiples ampollas en sus manos le daban a la tarea una sensación de castigo, pero cada vez que pensaba en la causa sus fuerzas tomaban nuevos bríos. Cuando comenzó a cavar el hueco y rompió las losas del piso, creyó que jamás lo lograría. Eran 64
unas hermosas losas verdes muy antiguas que en este tiempo costarían una fortuna. Estropeó el cuarto de su hijo y tenía las manos deshechas de tanto cavar por ¡La causa…!, aquella palabra le impelía nuevas fuerzas para clavar el pico en la tierra y seguir. –¡Si te dedicaras a abrir fosas y cisternas, ganarías un dineral! –le dijo la anciana asomándose arriba. –¡Ay mamá…! ¡No empieces otra vez…! –¡Se acabó el poquito de petróleo que trajiste! ¡Ahora sí que no hay nada para encender el fogón! –¡Déjame terminar aquí! ¡Luego salgo y busco…! –¿Qué cañería puede estar tan profunda? –preguntó la anciana como una seguidilla. –¡Déjame tranquilo… mamá…! ¡Por favor…! –¡Mira cómo has desgraciado el piso! ¡Mira…! Arnulfo siguió cavando. A medida que profundizaba el hueco, los terrones eran más duros. –¿Qué hay con el minicuento? –No se me ocurre. Estoy acostumbrado a las historias que avanzan en sí, y nada puedo hacer por reprimirlas. –Piensa en tu casa. En el prestamista. En el dinero que tienes que conseguir. –¿Y tú crees que un minicuento salvará mi casa? ¡Qué iluso…! –Has desperdiciado el viaje… y no lo has escrito. Falta poco para San Luis. El sol está llegando al mediodía: la hora del diablo. El tren se detiene cada cinco minutos. Tienes hambre. Sed. Perdiste al amor de tu vida. La peste a orine anestesia tus sentidos. Vas a perder la única cosa cierta de tu vida: una casa. Creo que ahí están los ingredientes necesarios para un minicuento digno. ¡Dale… comienza a escribir…! 65
El hombre se hizo caso a sí mismo. La mente humana es la mejor computadora que existe. Cerró los ojos. Encendió su pantalla interior y de mouse utilizó el instinto. El teclado era su audacia ante la vida. Se puso a trabajar seriamente. Quiero escribir un minicuento. Encerrar en una oración este huracán y cómo luchamos por vencerlo exige amplitud y regodeo. Mejor será contar sobre el aroma y la visualización que hago todos los días del tiempo nuevo y luminoso que se acerca… Pero no puedo. –¿Qué es eso? ¿Una novela? –Te lo dije… no sé acortar… –¡Vamos! ¡Trabaja! Quita un poco de adjetivos. –Si no pintas, lo que muestras es descolorido. –Quita entonces paredes, para que ahorres pintura. ¿Quién dijo: Ser pobre es la mayor riqueza del mundo? –No sé… a lo mejor tú mismo… –Debes concentrarte en la esencia. Por ejemplo: …exige amplitud y regodeo puedes quitarlo. Inténtalo ahora. Quiero escribir un minicuento. Encerrar en una oración este huracán y cómo luchamos por vencerlo. Mejor será contar sobre el aroma y la visualización que hago todos los días del tiempo nuevo y luminoso que se acerca… Pero no puedo. –Visualización es una palabra demasiada larga para un minicuento. Tiempo nuevo y luminoso me parece poco rítmico. Quítalos. Recuerda, es un minicuento y tú casa está en juego. Sigue trabajando. Prueba ahora… a ver… Quiero escribir un minicuento. Encerrar en una oración este huracán tan largo y cómo luchamos por vencerlo. Mejor será contar sobre el aroma… Pero no puedo. 66
–Así está mejor, pero sigue siendo muy extenso. Huracán tan largo le da una sensación infinita al texto. El jurado se cansará al leerlo. Debes ser conciso y no dar oportunidades. El mundo entero sabe que este ciclón ha sido muy, pero muy, extenso. Y quita también Encerrar en una oración, es muy poco sugestivo. –¡Te pones de pinga…! Si quito eso, entonces tengo que quitar la sustancia: y cómo luchamos por vencerlo…. –Cierto. Pero el texto gana en dinamismo. Vas llegando al punto exacto. Hasta creo que podrías ganar. –¿Qué cosa? –El concurso… el dinero… –¡No jodas…! –¡Sigue trabajando…! ¡Vamos ver cómo quedó con la limpia! Quiero escribir un minicuento. Mejor será contar sobre el aroma… Pero no puedo. –Mejor será contar sobre el aroma… me recuerda al perfumista. Y la palabra minicuento está implícita, así que se va sola. –¡No fastidies…! ¿Te estás burlando? ¡Me has hecho construir un texto, para desbaratarlo después! –¡No…! ¡Lo estoy viendo…! ¡Creo que lograste algo! Escucha: Quiero escribir… Pero no puedo. ¡Ahí está dicho todo! La frustración existencial. El largo huracán y el esfuerzo por vencerlo. Incluso hasta el aroma y la visualización todos los días… la amplitud y el regodeo cercenados y el tiempo nuevo y luminoso que se acerca. ¡Todo está perfectamente sugerido…! ¡Qué buen minicuento! –¿Tú crees? La señora que viajaba a mi lado me tocó por el brazo. 67
–¿Estás bien? –¡¿Qué…?! –Debes comer algo. Este viaje se demora un siglo y te ves mal… estabas hablando dormido… –¿Qué dije? –¡No sé…! ¡Barbaridades! Miré por la ventanilla. El tren estaba detenido. Un campo sin arar se extendía hasta el horizonte. Abajo, junto a la vía, los pasajeros caminaban de un lado a otro, estirando las piernas. –¿Qué lugar es este…? –No sé… Hace una hora que estamos parados. Dicen que para dar paso, pero no sé a quién… Las mellizas venían por el pasillo. –¡Eh, al fin despertaste…! ¡Las apuestan van disparadas! ¡Fuimos al último coche… a explorar…! ¡Están desesperados porque esta mierda llegue a San Luis… para ver si sigues en el tren o te bajas! –¿Dónde estamos? –En San Germán –dijo una de las mellizas. –Aquí vive la madre de Carrión… –¿De quién? –De El plateado. Las mellizas se miraron extrañadas. La señora les hizo una seña, como que estaba loco. –¡Ah…! Recorrí con la mirada el caserío. En alguna de aquellas chozas nació el terror de Guantánamo, violador, jugador y asaltante. Al que una tarde en su propio callejón despojé de sus ganancias. En el coche todos me observaban. Cada movimiento que hacía, hasta un simple bostezo, para ellos era alguna señal. Nuestra aparición en la vida del tren resultaba 68
sobrecogedora. El conflicto de voluntades ejercía un efecto casi hipnótico. El tren dio de pronto largos pitazos y comenzó a moverse. Los pasajeros que estaban abajo corrieron sobre la grava y subían desesperados a la plataforma. Algunos no lograban alcanzarla y gritaban para que se detuviera. Al intentar la escalada se magullaron. Una mujer perdió un zapato y realizó el resto del trayecto descalza. San Germán quedó atrás y el tren adquirió una velocidad progresiva. La señora que viajaba a mi lado habló malhumorada: –Estuvimos parado más de una hora, según ellos para darle cruce a otro tren y no pasó nadie… ni una vaca… ¡Es lo que me contó mi sobrino, le pagan horas extras si se retrasan! –¡Esto es un vacilón… señora…! –le gritó un jodedor desde atrás–. ¡Disfrute el paisaje! –¿Paisaje…? ¡Lo único que veo es marabú…! Hubo risas en el coche. La gente se burlaba de su miseria. El campo árido y cuarteado por la sequía reverberaba bajo el fuerte sol. Al fondo comenzaban a verse las montañas de la Sierra Maestra, nítida referencia que nos adentrábamos en el corazón del oriente cubano. Santiago y Guantánamo ya estaban cerca. Cuando uno lleva mucho tiempo en un tren ocurre algo extraño. Los pasajeros se enclaustran en el reducto al que han confinado sus vidas y pierden toda esperanza. Uno llega a ser parte del armazón de hierro y el destino nos conduce por un sendero de raíles. Se vuelve asiduo lo absurdo que otras veces fue detestable. Intentamos defendernos, pero 69
un gran embudo nos jala. La velocidad se vuelve inadvertida. Vaivén y bandazos no importan. Quietos o en movimiento es lo mismo. Mejor es no estar atento. Faltaban quince minutos para cumplir las veinticuatro horas en el tren, sin probar alimentos, ni agua, ni ver al amor de su vida. –¿Cómo estará? Cuando amaneció entró un nuevo turno de guardia y repartieron el desayuno. Soe tampoco probó alimentos. –¡Tú estás loca, niña! ¡Te vas a consumir…! –le dijo Yanet agarrando el pan y la guachipupa de Soe. –¡Comparte…! –le dijeron las otras–. ¡No estás sola aquí! –¡Pero anoche tuve trabajo! ¡Tengo que alimentarme! ¡Ustedes procuren hoy luchar lo suyo! Afuera se escuchó el sonido de un candado y una puerta de hierro al abrirse y se escucharon voces por el pasillo. Traían a un detenido que se puso malcriado. –¡Voy a virar esto al revés…! –decía–. ¡Ustedes no saben quién soy yo! ¡Ni de quién soy hijo! Los guardias tuvieron que entrarlo en cintura. Se sintió su cuerpo chocar pesadamente contra el piso, un par de golpes, quejidos, luego cerraron la celda y las botas de los centinelas se alejaron por el pasillo. La puerta principal que daba a la carpeta hizo un estruendo. El recién llegado siguió gritando: –¡Ustedes no saben en qué lío se han metido! ¡Déjenme hacer una llamada telefónica y verán cómo van a cagarse en los calzoncillos! ¡Repinga…! ¡Llamen a mi papáaaaaaaa…! –¡Ese debe ser por lo menos hijo de un ministro! –dijo Lisett. 70
–Bueno… si es hijo de un ministro está en la calle enseguida –dijo Ana–. ¡Yo si estoy embarcá…! No puedo contar con nadie para salir de aquí. –¿De dónde eres? –De Las Tunas. –¡Mentira! –Lisett se le acercó–. ¿De qué parte? ¡Yo también soy de Las Tunas…! –De Rinconcito. ¿Y tú? –De la misma Tunas. Cerca de El Cornito. –¡Ah… El Cornito…! ¡Qué bueno se ponía eso…! ¡Cómo yo maté jugadas con yumas allí…! –Pero ahora es una real pinga… no sirve… –¡Claro, con el chucho que dio la policía! Y tú Yanet… ¿de dónde eres? –De Moa. –La tierra roja –dijo Ana–. Yo estuve casada allí, con un tipo que era tremendo reprendido. ¡Pa’ quitármelo de arriba tuve que hacerle brujería! ¡Oye mija…! –se dirigió a Soe–. ¿Tú no comes… ni hablas…? ¿De dónde eres? –De Santiago. –¿De qué parte? –Del reparto Sueño. –¡Ah… reparto de blancos…! ¡Yo viví un año casada en Chicharrones…! –¡Oye Ana…! ¡Tú has estado casada en todos los lugares de Cuba…! –¡Me gusta cambiar…! ¡Pero ese Chicharrones… qué barrio más malo! ¡El que era mi marido se hizo el gracioso y me tarreó con una puta de San Pedrito…! ¡¿Meterse conmigo..?! ¡Na’! ¡A la semana se mató en una moto! –¿Cómo se llamaba? –preguntó Soe. –Carlos Luis. –Yo escuché hablar de ese accidente… a él lo conocía de vista. Fue en una carrera de motos, en la 71
autopista… ¿Tú eras la muchacha que andaba con él ese día? –¡Por suerte no…! ¡Era esa puta… ella también se fue del aire! ¡Pero yo se lo dije…! ¡Que iba a verlo enterrao’ y con la moto hecha trizas…! –¿Tú le hiciste brujería? –¡Yo no sé si fue la brujería o qué…! ¡Pero no duró ni una semana con esa puta! –¡Ana… tú eres del carajo! –dijo Lisett. En aquel momento se escuchó abrirse la puerta de hierro que daba a la carpeta y una voz dijo: –¡Inspección…! Un centinela se adelantó por las celdas mientras decía: –¡Prepárense que viene el político…! ¡Y vayan a ver lo que dicen…! En la primera celdas se escucharon a varios detenidos reclamando aseo personal y que le buscaran abogados, o dando recados para las familias. Una voz pausada, casi agradable, respondía a todas las peticiones con inteligencia y rectitud. Sin dudas era el político. Mientras se acercaban, las conversaciones se hicieron nítidas. Pero de fondo se escuchaba una voz chillona: –¡El turno es del feo…! Las muchachas se reían de la extraña voz chillona, pero estaban más al tanto de las reclamaciones de los presos y las respuestas del político. Uno decía: –¡Político… me trajeron por gusto…! ¡Yo estaba esperando la guagua en el túnel de Línea, como a las tres de la mañana…! ¡Vino el patrullero, me pidió el carné de identidad… vio mi dirección y me montó! ¡Fuera de zona!, me dijeron. ¿Eso es un delito? ¡¿Fuera de zona?! 72
–Veremos eso ahora mismo. No te preocupes. Si no tienes delito, no te preocupes. –¡El turno es del feo…! –volvió a escucharse la voz. Continuaron acercándose. Un hombre que apuñaleó a otro en una trifulca, tenía una herida. –¡Mire esta mano, político… mire…! ¡Necesito que me la curen…! –¿Sabe que el hombre que usted apuñaleó murió esta madrugada? –le dijo severamente el político. –¡¿Qué se murió?! ¿Cómo fue eso? ¡Yo solo le di un pinchacito! –En un pulmón… y se desangró en el camino… ¿Qué le parece? Hubo silencio. Luego el político habló otra vez. –Mandaré a que le curen la mano… pero prepárese para pagar lo que hizo. –Yo estaba borracho, compañero político… fue un pinchacito… –¡Verá lo caro que le saldrá su borrachera y el pinchacito…! –¡El turno es del feo…! –se escuchó otra vez la voz del jodedor. Continuó la inspección. Se detuvieron en la celda siguiente. Un detenido le habló al político con humildad y decencia. –Compañero político, por favor, no se vaya a molestar por esta pregunta: ¿Qué número salió anoche? El político estalló en furia. –¡¿Qué le pasa a usted…?! ¡No sé da cuenta que está hablando con un policía! ¡Puedo meterlo preso por eso! ¡Y acusarlo de bolitero! –¡No se moleste, compañero! Estoy preso por eso mismo… por bolita… ¡Pero necesito saber qué número salió anoche…! ¡Es cosa de vida o muerte…! –¡Cállese…! –le dijo el político. 73
–¡Sólo quiero saber si salió el ochenta y cinco… por favor…! ¡Averigüe…! –¡Qué se calle le digo…! –¡El turno es del feo…! –repitió otra vez la voz. Llegaron a la celda del hijo de papá. –Compañero político, necesito hacerle una llamada a mi papá, que es… ¡El turno es del feo! no permitió identificar el nombre del padre del detenido. La voz del político se apagó en un susurro mientras respondía que enseguida iba a llevarlo al teléfono. Cuando la inspección llegó a la puerta de las mujeres, todas comprendieron el por qué de la burla de la voz. ¡Aquel policía era la persona más fea del mundo! –¿Cómo están, muchachitas? –Aquí… sin aseo personal… ni cigarros… y durmiendo en el piso –dijo Yanet de un tirón. –Mandaré a que le traigan colchonetas. El aseo personal tienen que traerlo sus familiares y los cigarros no están permitidos. En un par de día el tren estará listo y las enviaremos para sus provincias, con una carta de advertencia, lógicamente. Si reinciden, saben que les espera Villa Delicias. Y un año de prisión como mínimo. Así que… despídanse del jineterismo y pónganse a trabajar. El político dio la espalda y se alejó por el pasillo, escoltado por los centinelas. Las chicas se miraron a la vez, soltaron una carcajada y en un coro perfecto gritaron: –¡El turno es del feoooooooooo…! Continuaron riendo por un buen rato. El dinero procedente de los Estados Unidos para la lucha disidente, jamás llegó a mano de Arnulfo, ni de ninguno de los gestores de El Proyecto. 74
Tal vez le hubiera servido para comprar una hornilla eléctrica, y algo de comida, y decir adiós a la sopita, y al humo. Y comprarle una bata de casa a la anciana, un par de chancletas, jabón, detergente…, pero solo llegaron los radios receptores, que fue la evidencia tangible para que la Seguridad del Estado actuara con la eficacia característica. El hueco estaba terminado. Arnulfo comenzó a soldar las planchas de acero. La anciana no podía mirar directamente el arco de fuego, sus ojos gastados no lo resistían. El olor a cenizas de la soldadura se esparció por la casa, acrecentando la tos y los esputos. Ya no quiso hablar más con su hijo. La noche anterior habían entrado a la casa unas cajas extrañas. El cuarto se llenó nuevamente de hombres. Cada uno salió con un radio en la mano, como esos collares que les colocan a ciertos animales para localizar sus rutas. Al otro día, bien temprano, se efectuó el operativo. Los disidentes estaban perfectamente ubicados, con nombres y apellidos. Los radios eran la certeza del trato con el enemigo. El activista de espejuelos oscuros resultó ser un infiltrado de la Seguridad del Estado con la misión de neutralizar al grupo. Todo el dinero lo confiscó el estado. Desde el fondo del hueco y moribunda, la anciana escuchó los toques en la puerta y las voces de los policías. El registro policial fue a primera hora y cuando detuvieron al nieto ella quiso gritar, pero el dolor no se lo permitía. La voz de Arnulfo era rajada, denotaba miedo. Luis Miguel se mantuvo firme. Dijo que no sabía nada. Ni conocía a nadie del grupo. 75
Cuando entraron al último cuarto, un policía se acercó al borde del agujero y la vio en el fondo, en posición absurda. –¡Eh… Mayor… venga…! ¡Aquí abajo hay una escondida…! No estaba escondida. La noche anterior se levantó a orinar, como de costumbre, y no recordó que el peligroso agujero interrumpía su trayecto hasta el servicio. Trastabilló en la oscuridad y cayó al vacío. Se partió la cadera a la mitad. Estuvo inconsciente en el fondo del hueco por espacio de unos minutos. Cuando recuperó el conocimiento el dolor se volvió contrito y al menor movimiento parecía que iba a morir. Comenzó a balbucear: –¡Arnulfo…! ¡Arnulfo…! ¡Luis Miguel…! –pero nadie la oía. Pasó toda la madrugada allí, en el fondo del oscuro hueco, llamando al nieto y al hijo. De repente tuvo la extraña sensación que Arnulfo había cavado aquel orificio para ella, bien hondo y en su propia casa, como era la antiquísima costumbre de enterrar a los muertos. Después imaginó que en el terreno donde se erigía la casa, en otros tiempos fue un cementerio indio, porque de repente sintió mucha compañía. No solo las lombrices presurosas que se aventuraban por tomar las mejores partes de su cuerpo aún vivo, también un centenar de almas comenzaron a rondarla y a respirarle en el oído. Tenía las piernas acalambradas y sus brazos no respondían. –¡Arnulfo…! ¡Luis Miguel…! –repitió juntando todas las fuerzas que pudo. Su hijo se había acostado temprano, consumido por tanto cavar todo el día, y el nieto, ¡qué mucha76
cho más bueno y sencillo…! Tomó la sopa sin protestar y se fue a la cama, agotado por los ejercicios del kárate. Y ninguno de los dos escuchó la débil voz pidiendo auxilio. Las horas pasaron lentamente. ¿Dónde estaría ahora su nieta Soe, el único tesoro de su vida? ¿Qué estarás haciendo en este instante? Soe… mi nietecita linda. ¡Estoy segura que si imaginaras que tu abuela se está muriendo en un hueco oscuro, en el último cuarto de tu casa… te morirías conmigo…! ¡Lo sé mi niña…! ¡Soe… mi nenita…! ¡Soe, me muero…! ¡Arnulfoooooooooo…! –¡Qué clase de puntos son los yumas! –dijo Ana mientras se agachaba sobre el hueco, apuntando el chorro de orine–. ¡Mira que pagar cien fulas por un palo! –Eso era antes –dijo Lisett–. Ahora pagan veinte y va que chifla. –¡A mí no me tocan por menos de cincuenta! – Ana terminó de orinar y se sacudió. Guardó otra vez los dólares en su húmedo escondite. –¿Y cómo es España, Soe? –¿España? Lo máximo. Pero no me gusta… –¡Tú debes estar loca…! ¡A ti lo que te gusta es revolcarte en la mierda…! –¡Cállate…! –dijo Soe–. ¡Viene alguien por el pasillo! Se detuvieron frente a la puerta y abrieron. Un centinela tiró en el piso cuatro colchonetas deshiladas por tanto uso. Yanet se acercó a la puerta. Habló con el guardia. Luego regresó contoneándose. –¡Ya cuadré los cigarros de hoy, niñas! ¡Deben darme las gracias…! 77
–¡Usted lo que tiene es un atraso que no lo brinca un chivo! –dijo Lisett. –¡O es fanática de policías! –dijo Ana–. ¡Eso existe! –¿Qué cosa? –preguntó Yanet. –Mujeres fanáticas a los guardias. –Hay algunas que se vuelven locas por los médicos –dijo Yanet–. Y otras que se desquician por los profesores. Yo conocí una que se volvía loca por los porteros de cine. De solo verlos, se venía. –¡Hay cada clase de gente en este mundo…! ¡Soe… carajo tú no hablas…! –¿Qué quieres que diga? –¡Algo…! –Algo. –¡No chica, de verdad… deja la tristeza…! ¡Te comiste el millo con volver del paraíso… pero no te tires a morir…! –Aquello no es el paraíso, no se crean el cuento completo. Lo que pasa es que tengo un mal presentimiento con mi familia… No sé… ¡Tengo un salto en el estómago que no me deja tranquila…! –¿Con quién vives en Santiago? –preguntó Lisett. –Con mi abuela, que es mi verdadera madre… con mi papá y mi hermano… –Bueno, son pocos. En mi casa somos quince. Por eso me fui echando de allí. –Y en la mía, mis dos hermanos se casaron a la vez… y sus mujeres parieron al mismo tiempo. ¡Qué puntería! De repente la cosa se puso de tres pares. Ana se quitó toda la ropa y volvió a agacharse sobre el hueco. Sus senos redondos parecían pelotas contra su pigmentación oscura. El cabello ensortijado y revuelto le tapa una parte de la cara. 78
Acuclillada con las piernas abiertas parecía una diosa en pleno martirio. Lisett, sentada frente a ella, observó el bollo rasurado de la mulata y su clítoris rosado sobresaliendo puntiagudo de entre los bembos húmedos. Se acostó de lado sobre el piso para deleitarse mejor. Apoyó la cabeza sobre el codo. Disfrutó cada contracción de la vulva. –¡Señoritas…! –dijo Ana–. ¡Tápense la nariz, que algo del almuerzo me cayó mal…! Inmediatamente se escuchó un tableteo estomacal liberando la inmundicia. La peste se esparció por toda la celda y tuvieron que taparse la nariz, excepto Lisett, que estaba tan a gusto observando el panorama, que si la pinchaban no lo sentía. Soe escogió una colchoneta y la acomodó en el ángulo más lejano. Apretó la nariz contra la tela. Olores comprimidos de muchos cuerpos anteriores, opacaron la peste. Soe tampoco comió por la tarde. Lloró antes de dormir, pensando en su abuela y la terrible realidad de aquel calabozo oscuro. No vio cuando el centinela sacó a Yanet a media noche para la oficina. Ni su regreso, a los tres minutos. Tampoco la alegría de las muchachas por los cigarros. –¡Arnulfo…! ¡Luis Miguel…! –la voz de la anciana no llegaba al borde del orificio. Era el resuello de una moribunda. Los huesos partidos de la cadera y su diabetes darían la asonada al mediodía. Los otros problemas colaterales como artritis, reuma, insuficiencia pulmonar producto a la mala combustión en la cocina, ya tenían asentado un daño permanente en su organismo. Pese a todo, quería vivir. 79
Desde el fondo húmedo del agujero, la anciana pensó otra vez en su nieta. –Es una muchacha muy juiciosa –le dijo a todos los que acusaron a Soe de locura por regresar del extranjero–. Si volvió, fue porque algo muy jodido se encontró en aquel país. Confiaba que el día en que Soe volviera a Santiago, metería a Arnulfo en cintura. –Cuando venga se acabaron las reuniones secretas en el cuarto. Y ése, el de los espejuelitos oscuros, que me da tan mala espina, se va a ir volando de aquí. Estaba amaneciendo y su voz de auxilio era casi un suspiro. Escuchó cantar los gallos en los patios vecinos. Al poco rato, sintió pasar por la calle un pregonero empujando un carretón y después el carro de la basura. La casa permanecía en silencio absoluto. Roto de vez en cuando por un grillo que chirriaba largamente y luego detenía su sonido. Arnulfo roncaba bajo y Luis Miguel se volteaba en la cama continuamente, rechinando los muelles del viejo colchón. En los intervalos de silencio pensaba que ya estaba muerta, y que durante un tiempo más purgaba algún débito con la vida. Se había levantado a oscuras rumbo al baño a mitad de la noche, porque una de las secuelas de su diabetes era la incontinencia y el orinal estaba rebosado. Mientras avanzaba por el pasillo no recordó el hueco que su hijo estaba abriendo en el cuarto de su nieto. De repente sus pasos cesaron sobre el piso y se hundió en una especie de niebla. Se vio bajando a un placentero interludio, donde no tenía que arrastrar los pies mutilados por el tiempo, ni cargar con el peso de existir. Era una caída libre, feliz, infinita, hasta que sus huesos viejos se estrella80
ron contra el fondo rocoso y la frialdad electrizante comenzó a subirle desde la cadera por toda su columna. Cuando recobró el conocimiento comprendió que su daño era ya definitivo. Entonces comenzó a sentir lástima del tren. –Es un tren maravilloso y viejo –se dijo–. Sabe Dios cuánta gente ha transportado en toda su vida. Quisiera saber qué edad tiene y si está al corriente de lo que sucede en sus entrañas. Si conoce mi problema y el de los otros pasajeros. –Claro que sí. –¿Sabrá algo de las apuestas? –Seguro. Es una gran felicidad haber sido un tren magnífico. Viajar por el país. Saludar con largos pitazos los pueblos y caseríos, disfrutar del amanecer y los primeros rayos del sol descubriendo un nuevo día. Ver en el ocaso el violeta amarillo que tiñe las nubes, y la noche, sobre todo la noche, su misterio, los cañaverales, las colinas, los despeñaderos y ríos. –Eres un privilegiado de la vida, tren, lo has visto todo y aunque la gente ha ido poco a poco acabando contigo, sigues ahí, llevándolos sin importarte lo desgraciados e infelices que resulten. –Pero viejo y listo para el desguazadero. Pronto a volverme chatarra. –Ese es el fin absoluto. Excepto el cielo, la tierra y el mar, todo termina así. Tal vez en reciclaje te vuelvan un avión. O un barco. Destinado a viajar por siempre, a conocer el mundo. –¡Qué dicha! Ana, Yanet y Lisett fueron deportadas a sus provincias al otro día, pero extrañamente, el nombre de 81
Soe no apareció en la lista. Entonces se declaró en rebeldía, un recurso habitual en los detenidos cuando sus esperanzas expiran. Consiste en no comer y mostrar apatía a los requerimientos exigidos. La jefatura alegó error a la hora de confeccionar el listado. –Serás la primera en el próximo envío –fue el compromiso del político. Ahora se hallaba sola en la celda. Libre de las conversaciones insulsas y la contaminación de las otras presas. Podía llorar a pierna suelta, sin interrupciones ni consuelos. Era dueña absoluta de sus angustias. Por primera vez en mucho tiempo sintió que algo le pertenecía, aunque fuera una celda inmunda. De pronto comprendió que poseía muchos atributos y se llenó de valor. Por ejemplo, tenía la soledad más grande del mundo, y el silencio, que era su bien más preciado y nadie jamás violentaría. Guardaba otras propiedades, de un precio impagable, como el amor, que no pensaba entregarlo nunca, a no ser que se hiciera realidad su fantasía y apareciera un príncipe azul. Si no era príncipe, bueno… un conde o un marqués, pero si no contaba con título lo aceptaba igual que si fuera rey, lo importante es que tuviese un castillo, y de vez en cuando la rescatara de algún dragón. También desbordaba lealtad, que es una palabra en desuso. Y decoro. Y honestidad. Y ternura. 82
Y una lista de virtudes tan larga que podía llenar la celda hasta arriba. Se acostó de frente a una pared escrita con nombres de mujeres que habían estado antes allí. Corazones flechados goteando sangre. Frases lapidarias. Cruces. Pasó la noche despierta, pensando. Los ruidos de las otras celdas nunca se acallaban. A cada rato entraban a algún detenido y de vez en cuando se armaba un show. Casi de madrugada trajeron a una menor de edad, que vestía un atuendo minúsculo y botines altos, pero no le hizo ninguna pregunta. Tampoco la niña mostró intenciones de hablar. Antes del desayuno la sacaron y no regresó más. En los días que siguieron metieron en la celda a varias mujeres, casi todas jineteras atrapadas durante la comisión del delito. Trajeron también a una mujer que le había dado candela al marido mientras dormía, y contaba los detalles del crimen como una historia sucedida a otra persona. Las jineteras se burlaban de ella: –Ningún hombre vale un fósforo para gastarse en él –le dijo una. –Mucho menos alcohol, o gasolina –dijo otra. –¡Ah… porque tú eres Juana de Arco! –se burló Soe. La incendiaria contó la historia de su homicidio tantas veces que perdió interés. Después se la llevaron a la prisión de mujeres Manto Negro y los temas de conversación volvieron a centrarse en los yumas y el dinero fácil. Ahora Soe era la veterana de la celda. Todas la respetaban. 83
–Sin embargo hay que ser práctico –pensó–. Un tren no puede amar, ni disfrutar los placeres de la vida. Ni puede tener hijos, que son el sostén del mundo. Nunca he visto a un tren saliendo del carril en busca de una locomotora para ser feliz. Ni vuelto loco para conseguir el sustento a sus trencitos. Toda ventaja tiene su frustración intrínseca. –Es que los trenes no se complican la vida. Era mediodía. El aire era tan caliente, que tuvo que cerrar la ventanilla. –Hace mucho rato que es lo mismo. –¿Qué cosa? ¿El tren? –Todo. –¡Claro! La anciana tiene la cadera rota. ¿Puede existir inmovilidad mayor? Soe está presa, confinada en un recinto minúsculo. Como Arnulfo y Luis Miguel. Y yo… aquí… –¡Va a arrancar… mira…! –¡Al fin…! –dijo la señora a su lado–. ¡Estuvimos dos horas detenidos! ¡Muchacho… qué manera de dormir la tuya…! ¿Tú tomas pastillas…? –No. El amargo sabor de la resaca lo hizo escupir. Cada vez que se emborrachaban peleaban así. Sucesos inauditos de un amor tangible no eran meros adjetivos en sus vidas. Infinidades de veces ella recogió el maletín a media noche y se fue al parque, o a dormir en casas de sus amigas. Luego regresaba arrepentida, achacándole la culpa a la curda. –Culpable no es sólo cometer el error. También es consentirlo. –Sí. Has dicho por primera vez en tu vida algo digno. Ella era la borracha más impertinente y malcriada del mundo. 84
Una noche, mientras vomitaba por exceso de bebida, perdió su diente de espiga. Al jalar la palanca del retrete vio algo blanco girando en la turbulencia. Rápidamente se palpó con la lengua y dio un grito. Ahí mismo se le pasmó la curda. Al ver su belleza mutilada por la falta del diente quiso morirse. Una nueva prótesis demoraría mucho, y para calmarla, el hombre tuvo que jurarle que al otro día lo encontraría. Ella no durmió ni un segundo aquella noche, llorando a lágrima viva. El hombre trazó un plan en su mente, que ejercitó durante todo el tiempo que demoró en amanecer. Imaginariamente, con mucho esfuerzo y cubo a cubo, vació la fosa donde descargaba el registro. Su subconsciente realizó una labor increíble esa noche y terminó extenuado. Con la llegada del alba durmió una hora, para reponerse, entonces soñó que encontraba el diente y eran otra vez felices. Saltó de la cama. Tal como lo había diseñado en su fantasía tomó un cubo y comenzó a vaciar la fosa, con la paciencia de un forense que busca una prueba definitiva. Antes de verter cada cubo en el jardín tamizaba su contenido y revisaba el residuo. Fue una faena que exigió una voluntad pasmosa. Evacuó la fosa completa y al mediodía cuando apareció el sedimento, la búsqueda se volvió agotadora. Cualquier otro hombre hubiera desistido, pero él raspó el fondo y hasta la última partícula pasó por el tamiz. Cuando ya no quedaba casi nada, en una revoltura, encontró un cuerpo extraño. ¡Bingo…! Uno en 85
un millón era la probabilidad de hallar aquel diente perdido, y fue suya. –¡Eso sí es amor…! –¡Ya lo creo! –¡Pero ella también te ha dado grandes pruebas! –¿Cuáles? –Casarse contigo. ¿Existe una prueba mayor? –Cualquiera se casa hoy en Cuba, por coger el ron, la cerveza y tres días dándose vida de yuma en el hotel que te asignan en la notaría. –No creo que se casó solo por eso. Además, los costos corrieron con el dinero que trajo de España. Antes de irse al hotel, los dos cumplimentaron sus sueños de cómo debían sellarse las nupcias. Ella, casarse vestida de blanco. Él, recorrer todos los barrios de La Habana en un descapotable. Hubo una pequeña discusión en torno a cómo efectuar el rito. Al final llegaron a un acuerdo: El vestido sería alquilado en reciclaje de segunda. Y el auto iba a ser el viejo Yipi de Migue, que había perdido la capota y cobraría un precio mínimo. –Quiero que sea de noche el recorrido –dijo el hombre. –¿De noche? ¡Es ridículo…! –En mi sueño siempre lo vi así. De noche, por todos los barrios de La Habana, sin que faltara ninguno. –¡Es ridículo! –repitió ella, empinándose de la botella hasta el fin. –Todo es ridículo –dijo el hombre–. A estas alturas casarse vestida de blanco, y sin brindis… –Está bien, los recién casados no deben discutir –la mujer abrió la otra botella, y para variar, se mostró tranquila. 86
Salieron de Jaimanitas cuando el reloj de Migue marcó las doce. Era una noche fresca y el vestido blanco contrastaba con las luces amarillas de la 5ta Avenida. El hombre vestía un short deshilado y un pulóver blanco raído. Migue manejaba a una velocidad moderada por la senda derecha, para evitar molestias de la policía. Aunque era un buen amigo, le costaba trabajo contener la risa. –Es mi regalo de bodas –decía–. Yo pongo la gasolina… no se preocupen… y los llevo a donde me indiquen. Cada cierto tiempo Migue tocaba la bocina como en una boda común. El claxon con la tonada: ¡La cucaracha… la cucaracha… ya no puede caminar…! Los otros autos y las pocas personas que caminaban a esa hora por las aceras, miraban el viejo Yipi con los novios de pie, saludando, y no les quedaban otra opción que echarse a reír. Al salir de Jaimanitas tomaron la Avenida 25 y recorrieron Marianao de punta a cabo, con énfasis en Zamora, Coco Solo, Los Quemados, Pogolotti, El Palmar y Los Pocitos. Por la Calzada 51 se dirigieron a Puentes Grandes, El Cerro, Tamarindo, Palatino y Centro Habana. Pasaron por la Habana Vieja sin sonar el claxon, para evitar ser detenidos por la policía, que a esa hora no cree en bodas ni en la cabeza de un chivo. Luego se fueron a Guanabacoa, Juanelo, Chivás, San Miguel del Padrón, Párraga, Mantilla, Reparto Eléctrico, Mulgoba, Santiago de las Vegas y regresaron por Arroyo Arenas, atravesando San Agustín 87
hasta La Lisa, La Corbata, El Palo, La Aldea, Romerillo y de nuevo a Jaimanitas, con el Yipi exhausto y ya sin combustible. –¡Qué noche más linda…! –Pero la gran prueba de amor fue la otra. –¿Cuál? –La vez que se emborrachó como una perra y recogió el maletín. Estuvo tres días perdida y luego vino de rodillas, jurando no poder vivir sin ti. Trajo tatuado tu nombre en la pierna, como la mayor evidencia de su amor sin límites. –Lo recuerdo. Su pierna estaba hinchada por la agujas y mi nombre parecía quererle explotar allí. –Lleva eso grabado para toda la vida. Cada vez que se bañe o se afeite la pierna o se mire, estás ahí… hasta el fin de sus días… solo el polvo a que estamos destinados por los siglos podrá borrar eso. –A no ser que se lo quite con una plancha caliente o con cirugías. –¡No! ¡Ninguna mujer echa a perder su pierna para borrar al hombre de su vida! –¡Ah… porque soy el hombre de su vida! –¿Lo dudas? Pero el amor se estropea con el ron y el descuido. Con la monotonía de la inseguridad económica. Por los caminos sin salidas y las faltas de perspectivas. La ingratitud y la mala educación son sus peores enemigos. –Estoy de acuerdo contigo. ¿Quieres apostar a que sigo para Guantánamo y no me bajo en San Luis? –No. En el amor jamás nada es seguro. De repente el tren aumentó la velocidad, como un corredor de fondo que se ha reservado para la 88
última vuelta a la pista y los bandazos se volvieron violentos. –¿Qué te pasa, tren? –se dijo–. ¿Te volviste loco de pronto? –No. Es que ahí delante está San Luis y quiero terminar con esta incertidumbre. –¿Entonces llegó la hora? –Sí. El policía bajó al agujero. Intentó mover a la anciana pero fue imposible. –¡Necesitamos una ambulancia…! –dijo–. ¡Parece que tiene una fractura! –¡Mamá… qué haces metida allá abajo…! –le preguntó Arnulfo con las esposas puestas, asomándose al borde. –¡Ay… mijo…! ¡Me caí anoche… cuando iba para el baño! Pasé toda la madrugada llamándote y no respondías. –¡Mamá… perdóname…! Los policías condujeron a Luis Miguel y Arnulfo hasta la patrulla. Decenas de curiosos se agolpaban en la calle para verlos. Sacaron de la casa montones de papeles y varios radios. Los guardaron en otro vehículo. Esperaron la ambulancia, que no demoró mucho. Desde la camilla la anciana daba muestras de fatiga. Los tres carros se marcharon velozmente. Cada curioso tenía una versión distinta de lo ocurrido. Fue un operativo que acabó con todos los gestores del Proyecto opositor en un solo día. El activista de los espejuelos oscuros no se volvió a ver más nunca. 89
Soe fue deportada al fin para Santiago de Cuba. La montaron en un carro jaula que recogió mujeres en todas las estaciones de policía y las llevaron a la Estación de trenes. Viajó en un coche preparado para estos fines, bajo la estricta vigilancia de mujeres uniformadas que exigieron silencio y la más absoluta disciplina. Fue un viaje agotador, como todos los viajes en tren, pero la sensación de libertad opacaba cualquier incomodidad o ausencia de lujo. Delante apareció una estación repleta de gente y alguien gritó: –¡San Luis…! El tren se detuvo. Los viajeros que bajaban y los que continuarían la marcha a Guantánamo, estaban al tanto de los movimientos del hombre, que permaneció impasible, soldado al asiento. La tensión llegó a su nivel límite. En el último vagón los apostadores sacaban las cabezas y observaban la puerta del coche número Dos y hasta la ferromoza olvidó su trabajo para no perderse un detalle del desenlace final. El hombre miró sutilmente el andén. Todas las figuras femeninas de andar sinuoso, aire desventurado, cargando un pesado maletín, le parecieron ella. Ante él se abrían dos caminos: seguir en el tren a Guantánamo, o bajarse tras ella en San Luis. Fue un minuto interminable, donde recordó cada uno de sus besos, las caricias, las decisiones acertadas o equívocas, el hambre y el peligro compartido, los vasos rotos y los platos lanzados en las riñas. 90
Su corazón golpeó como un acorde. Percibió que la estación de San Luis tenía un brillo poco común. El tren dio largos pitazos anunciando la continuación del viaje. Y el amor… ése que ha movido al Hombre por los siglos de los siglos, lo estremeció en el asiento como una descarga de fusilería. Bastó un segundo de incertidumbre y cayeron al piso como granallas su coraje, su odio y su sentido metafísico del destino. Tomó la mochila como quien empuña el arma en un combate y salió al pasillo. –¿A dónde vas? –A verla… y cumplir con mi objetivo en este mundo… –¿Qué objetivo? ¿Arrastrar esa cadena como arrastro yo estos vagones, de un lado a otro, sin fin? –Es posible. –Bien… yo sigo… –¡Sigue! ¡Estoy cansado de ti! –¿Nos separamos? –Sí. –Buen viaje… –Te deseo lo mismo. –¡Eh… se rajó el tipo…! –gritó una voz al final del coche. –¿A dónde vas…? –las mellizas hablaron al unísono. –¿Vas a bajar…? –preguntó la señora. Otros viajeros se pusieron de pie para observar el último minuto. –A todos les deseo buen viaje –dijo–. No los conozco y tal vez no los vuelva a ver nunca. Pero a ella… querré verla hasta el último día. No hizo caso al abucheo, ni a las críticas de sus 91
acompañantes de viaje. Bajó al andén y apuró el paso entre la multitud. El tren comenzó a moverse. Por las ventanillas los viajeros lo seguían con la vista. Cuando pasó el último vagón, percibió un clamoroso júbilo de triunfo. La vía quedó desierta. Los raíles brillaban con los últimos rayos del sol, que ya se marchaba para dar paso a la noche siguiente. El tren se perdió de vista.
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Impulsado por el hambre y los caminos sin salidas, la noche finalmente le cayó encima. Entonces apareció aquella plaza vacante de custodio nocturno en el Policlínico de Jaimanitas. El primer día de trabajo entró con paso apresurado y ocupó su puesto. Una silla cualquiera en un rincón del cuerpo de guardia. –¿Desea ver al médico? –preguntó la enfermera. –No. Soy el custodio de guardia. –¿El nuevo? –Sí. –Pon el agua. –¿Qué…? –Enciende el motor. –¿Dónde? –En una caseta que está allá atrás. –¿Cómo? La enfermera comprendió que estaba en China. –Ven conmigo. Al fondo del Policlínico encontramos una caseta muy oscura. A tientas, pero con exactitud, accionó algo y arrancó el motor, con un ruido infernal. –¿Qué hiciste? –le pregunté. –Encendí el motor. –¿Cómo? –Aquí… ves esa palanca… la bajas con fuerza… y para apagarlo la subes. –¿Y cuándo debo apagarlo? –El chorro de agua te avisará… por ese tubo… –la enfermera señaló la azotea. De un inmenso tanque sobresalía un tubo plástico apuntando al jardín. 95
Tal vez demoraría una hora en llenarse. La negrura del cielo era total, rota solamente por una estrella que brillaba en lo más alto de la noche. Mi tiempo de guardia terminaba al otro día, a las siete de la mañana, algo tal vez sin importancia para un trasnochador, no para mí. Al poco rato me aburrí de estar sentado en el banco inútilmente, esperando a que se llenara el tanque y regresé a mi silla. El cuerpo de guardia era espacioso. Tenía solamente cuatro sillas, pegadas a la pared con tornillos, y una mesa con un libro para anotar las incidencias. También había una camilla metálica con el forro raído por donde asomaba la esponja, sucia y deshilada. Las paredes estaban enchapadas con cerámicas de Fuster. La más grande mostraba a Cuba en forma de un caimán anoréxico, junto a un guajiro con los dos ojos al mismo lado de la cara y un gallo cantando en su hombro. Entró una mujer con una niña en brazos y el doctor la atendió con prontitud. Desde mi rincón observé el procedimiento. Primero la auscultó. Luego observó su garganta. La niña estaba desmoronada y sus ojos se entrecerraban. Recordé de golpe todas las enfermedades de mis hijos y el dolor y el sobresalto que nos embargaba. También recordé la noche que perdí la voz y corrí a esa misma consulta y una doctora rubia me atendió. –¿Qué le pasa? Con mímicas intenté decirle: 96
–Perdí la voz. –¿Qué…? Tomé su pluma y escribí en un papel: –Perdí la voz. La doctora pareció turbarse, porque en vez de hablarme también escribió: –¿Cómo fue? –No sé… –escribí –, iba a saludar al teacher que pasaba por la calle en ese momento y descubrí que no podía hablar. Ella escribió debajo: –¿Quién es el teacher? –¡¿Qué importa eso…?! ¡Perdí la voz…! La oración exclamativa hizo que reaccionara, quien había perdido la voz era yo. Comenzó a hablar: –¿Ha comido algo que pudiera intoxicarle? –Nada. –¿Bebidas alcohólicas… drogas…? –Poco. –¿Padeces alguna enfermedad? –No… Que yo sepa… Noté que mi letra se estaba volviendo borrosa. ¿Estaría perdiendo también la escritura? Me midió la presión y me envío a la enfermería a ponerme una inyección. Caminé aterrizado rumbo al cubículo. Recordé mi viejo pánico por los pinchazos. Le entregué el papel a la enfermera. –Siéntese ahí –dijo. Preparó una jeringuilla. Rompió un bulbo de cristal y absorbió el líquido con la aguja. Me ató una liga en el brazo. Me palpaba el brazo con mórbida lentitud. Encontraba una vena y parecía no gustarle, luego escrutaba en otro sitio. 97
La jeringuilla en ristre y sus dedos áridos me sofocaron. Pareció al fin decidirse y comenzó a pinchar seguido, sin puntería, mientras yo me contorsionaba de dolor. Fueron diez pinchazos agudos hasta que logró insertarme una vena y el líquido caliente penetró en mi organismo, pero la vena se le fue y volvió a enterrarme la aguja… pero ya no aguanté más. Como un perro de presa le clavé una mordida en la mano. La enfermera lanzó un grito de dolor que retumbó en el cubículo. Soltó la jeringuilla y salió corriendo hacia la calle. Logré sacarme la liga y salí con paso apresurado del cuerpo de guardia. Al pasar frente a la consulta, la doctora se asomó en la puerta y me interrogó con la mirada, pero fingí que nada anormal ocurría. Ahora que trabajaba allí, sentía vergüenza de encontrarme con la enfermera o con la doctora y que lo recordaran. La niña comenzó a llorar cuando su madre la obligó a ir con ella a la enfermería. Se tiró en el piso al ver la jeringuilla y sus gritos se acrecentaron. La madre la sujetó fuerte contra una silla, para que la enfermera hiciera su trabajo. –¡Mamita, no! ¡Inyección nooooooooo…! Cuando la aguja penetró, la niña hizo un corto silencio, para arremeter de nuevo con chillidos. Al salir del cubículo estaba aterrada. Le negó la mano a su madre. Un rato después entró una anciana a la consulta. Pidió que le midieran la presión. El médico le recetó algo. Después vino un hombre con asma. La enfermera le puso aerosol. 98
–¿Qué hora es? –pregunté al asmático antes de marcharse. –Siete y diez –dijo. Descansé la cabeza en el respaldo de la silla. Solo diez minutos aquí y me parece ya toda la vida. Tomé el libro de incidencias de la guardia nocturna y le eché una ojeada. En sus páginas los custodios anotaban los acontecimientos ocurridos durante la noche. El libro me mostró rápidamente en qué consistía aquel oficio: dar recorridos por el Policlínico. Revisar puertas y ventanas. Encender el motor del agua. No dormir. Para ambientarme en el trabajo hice una inspección general. El Policlínico tenía dos plantas en formas rectangulares. Abajo estaban las consultas, la enfermería, curaciones, observación, el laboratorio, los rayos X, ultrasonidos, optometría y al fondo el Área Vital para cuidados intensivos. Arriba estaban las oficinas, la caja fuerte para guardar el dinero del pago y una sala de computación. Revisé cuidadosamente cada puerta. Todas estaban cerradas, a excepción del laboratorio, donde se hallaba una especialista muy joven realizando análisis en un microscopio. –¿Qué desea? –me preguntó, cuando la puerta sin seguro me dio el chasco de abrirse. –Nada… soy el custodio, estoy revisando. –¿Eres el nuevo? –Sí. –Estoy esperando una llamada telefónica… ¿pudieras avisarme? –Claro. ¿Cómo te llamas? 99
–Paty. –No se preocupe, yo le aviso. Continué mi recorrido hasta llegar otra vez hasta mi silla. Eran las siete y cuarto. Un hombre llegó corriendo con una anciana en brazos. Antes de entrar a la consulta, la anciana clavó sus ojos moribundos en mí. La acompañaban su hija, el marido y varios vecinos, que tuvieron que quedarse afuera. –¿Qué pasó? –le pregunté a la hija. –¡Parece un infarto… o la presión…! ¡Ella estaba bien…! ¡No puede ser…! ¡No puede morirse…! La enfermera cerró la puerta. Una de las hijas sacó un teléfono celular. Hizo una llamada. –¡Sí… ven pronto…! Es mamá… El marido se acercó a consolarla. –Este trabajo va a resultar doloroso –pensé–. Espero que la madrugada sea más tranquila. ¿O es de madrugada cuando se muere la gente? Morir es el suceso más infeliz que existe, pensé. Y me atreví a filosofar. La muerte sorprende a cualquier hora. El futuro se nutre de casualidades y caprichos. Si una madre dice a su hijo no salga y el hijo no obedece y coincide cuando pasa un carro y lo atropella, hay casualidad y capricho. Si un anciano, tarde en la noche, se harta de cerdo con potaje de frijoles y se acuesta a dormir, de seguro amanecerá tieso. Aquí predomina el capricho. Pero si cae un coco en el preciso instante que alguien camina por la acera y le parte el cráneo, la casualidad juega un papel fundamental en este suceso. La guerra es un capricho, pero las balas a veces resultan casuales. 100
Un terremoto es un evento natural, como un ciclón, y no puede uno precisar en qué parámetro ubicarlos. Pero si por capricho se sale a la calle en medio de una tormenta y una teja de zinc cercena la cabeza de un irresponsable, se fusionan otra vez los renglones primigenios… Un estruendo me sacó de mi análisis fúnebre, era el chorro de agua disparado por el tubo del tanque cayendo sobre el jardín. –¡Custodiooooooo…! ¡Apaga el motor…! –gritó la enfermera asomándose en la puerta de la consulta. Todos aprovechamos la ocasión para mirar dentro. La anciana permanecía acostada en la camilla y el doctor intentaba reanimarla. Percibí que me miró de soslayo. Como con rabia. Fui hasta la caseta y a tientas subí la palanca. El ruido del motor cesó, pero el chorro siguió cayendo un rato más, hasta que fue un hilillo y luego se extinguió. Regresé a mi silla. Por la ventana descubrí que afuera había un huerto repleto de verduras. –Ahí tengo un salve –me dije. La puerta de la consulta se abrió otra vez. –¡Hay que llevarla para el Área Vital… rápido…! –la enfermera pidió ayuda. Acostaron a la anciana en la camilla. Noté que abrió ligeramente un ojo para mirarme. Los acompañantes se le encimaron, el doctor los mantuvo a distancia. Empujaron la camilla por el pasillo. El grupo intentó seguirlos y la enfermera se interpuso. La mujer que había llamado por el celular rompió en llanto otra vez. El marido intentó abrazarla, pero ella lo rechazó. 101
–Fue tu culpa… –¡No lo veas así… mi amor… yo no quería…! –¡Cállate…! –la mujer se alejó hasta la puerta y siguió llorando. –¿Qué hora es? –le pregunté al esposo rechazado. Mecánicamente miró su reloj. –Siete y veintisiete –dijo. ¿Qué pasa con el tiempo aquí? ¿No camina? El tiempo fue algo que dilapidó toda la vida. Pasaba un día y el otro y el otro… llegaba la noche, amanecía, no le hizo jamás ningún caso. Ahora tomaba una importancia trascendental en su vida, con su paso agobiante, casi nulo. Miró por la abertura de la persiana el pedazo de cielo negro que mostraba una soledad espectral, quebrada solamente por la estrella, a la altura de la cuarta persiana. Debe ser Venus, me dije, porque la estrella Polar siempre viaja a una cuarta debajo de la luna. Este empleo me está convirtiendo en un sabio. La gente abandonando el mundo o sufriendo la pérdida de un ser querido, y yo ocupado con la astronomía. Sí, aquel lucero debe ser Venus, siempre solo, en el desierto nocturno. Al poco rato lo miré otra vez y se había movido. Estaba ahora en la quinta persiana. Creo que si lo observo atentamente, aprenderé a reconocer la hora por su posición en las persianas. Así no tendré que preguntar tanto. La estrella se mueve hacia arriba y al oeste. Debo recordarlo. Esperé un poco más y comprobé que era cierto. La quinta persiana ya no era suya, sino la sexta. Y continuaba solo, seguramente ayudando a los marinos en el mar y a los custodios como yo, en la tie102
rra. Aunque en verdad es la tierra quién se mueve, en una eterna carrera hacia el fin, como la anciana ahora en el Área Vital, o el esposo rechazado al que el matrimonio se le había ido a pique. Afuera un auto se detuvo con estrépito y unos pasos se acercaron a toda carrera. Al Cuerpo de Guardia entró una joven vestida muy elegante y se echó en los brazos de la mujer del celular. –¿Qué pasó…? ¿Qué fue lo que pasó…? –preguntó la recién llegada. –¡No sé…! ¡Parece que es el corazón…! –¡¿El corazón…?! ¡Ay… no…! ¡El corazón no…! ¡¿Dónde está…?! –En el Área Vital. –¿Qué es eso…? –Cuidados intensivos –dijo el esposo rechazado. –¡Cállate tú…! ¡Que la culpa es tuya…! –¡¿Cómo…?! –la recién llegada se apartó de los brazos de su hermana, arremetió contra el hombre y le cayó a carterazos. –¡¿Qué le hiciste ahora a mi mamá…?! ¡Dime maricón…! ¡¿Qué le hiciste…?! El hombre soportó carterazos, una bofetada y un puntapié, que debió dolerle mucho. Intervine. –¡¿Y quién eres tú…?! –El custodio. La mujer se calmó, pero la dureza de su rostro expresó al cuñado que la cosa no quedaría así. El grupo permaneció en silencio, observando a la recién llegada con mucho respeto. Por la forma de vestir y su carácter, parecía una funcionaria. Tuve lástima del hombre, le pedí que se sentara. –¿Qué hora es? –Las siete y cuarenta –dijo con voz hueca. Su cara estaba enrojecida por el bofetón. ¿Tendría en realidad algo que ver con lo sucedi103
do, o es que siempre hace falta un chivo expiatorio para aliviar el dolor? No quise preguntarle. De todas formas su matrimonio fenecía. O por lo menos estaba resquebrajado. Debía correr a su casa, recoger sus bártulos y desaparecer. Si la anciana se moría, le iba a caer encima un vendaval. Llegó un hombre enfundado en un abrigo y tiritando. Sin preguntar nada se dejó caer sobre una silla. –¿Qué le pasa? –¿Usted es el médico de guardia? –No. Pero trabajo aquí. –Estoy volao en fiebre –dijo. –El médico está atendiendo un caso. Cerró los ojos y recostó la cabeza en la pared. Su abrigo tenía viejas manchas de grasa y por un lateral estaba descosido. Luego entró un hombre cojeando, con el rostro contrito. Se sentó en otra silla. –¿Qué le pasa? –Me caí de una escalera. –Espere un poco. El doctor está ocupado. –No hay problemas –su cara de accidentado no decía lo mismo. Minutos después llegó otro hombre y de manera resuelta entró a la consulta. Se puso a revisar las gavetas. –¿Qué desea? ¿Qué busca ahí? Me miró con dureza. Era regordete. Su tez rojiza con pecas mostraba numerosas verrugas. Su pelo revuelto semejaba al de un chiflado. –Soy el médico de guardia y vice director del Policlínico. ¿Y usted? –El custodio –dije minimizado–, disculpe… 104
–¿Por qué hay tanta gente en el Cuerpo de Guardia? –Un caso grave… una anciana… –¿Infarto? –No sé… están en el Área Vital. Se puso la bata y fue hasta el Área Vital. Regresé a mi silla. Miré por la sexta persiana y no vi la estrella. Ni en la séptima, ni en la octava. Me puse de pie, la encontré en la décima. –No puedo dejarte sola ni un segundo –le dije. Nubes blanquecinas parecían colapsarla, pero su luz era tan fuerte que las traspasaba. Dicen que el resplandor que vemos de ellas salió hace miles de años y tal vez ya ni siquiera existan. Pero aquella era resplandeciente, firme, era mi reloj y mi guía. Jamás iba a morir. De pronto unos alaridos provenientes del Área Vital me colmaron de pesadumbre. Las mujeres que esperaban en el Cuerpo de Guardia se unieron al coro de gritos: –¡No…! ¡No…! Y luego, ¡no puede ser… no es posible! ¡Noooo oooooo…! –¿Qué pasó? –pregunté poniéndome de pie. –Se jodió la vieja –dijo el esposo de la hija, también puesto de pie y cruzando los brazos. –Creo que es mejor que desaparezcas. –¿Quién…? ¿Yo? –Sí. Creo que debes irte. ¡Rápido…! –¿Tú crees? –Yo en tu lugar me largaba. –¿A dónde? –No sé… Tú sabrás… Los chillidos se elevaron cuando se confirmó por el médico de guardia el fallecimiento. Una vecina cayó al piso con un ataque. 105
En aquel momento la enfermera llegó del Área Vital y entró al cubículo. Mientras pasaba por mi lado me dijo al oído: –¡Qué teatro…! ¡Mira esa artista… en el piso… con ataque y todo…! Varios hombres intentaron ponerla de pie, pero comenzó a contorsionarse: –¡No puede ser…! ¡No…! ¡Ella nooooo…! –gritaban las hijas. Aprovechando la confusión el esposo se escurrió a la calle. Cuando tuvo un momento de lucidez, la cuñada vino a buscarlo. –¡¿Dónde está el remaricón?! ¡¿Dónde?! –Ya se fue. –¡¿A dónde…?! ¡Lo mato…! ¡Lo voy a matar…! La enfermera se asomó en la puerta del cubículo. –Custodio, pon el agua. –¿Otra vez? –Sí. –¿Dónde se metió tanta agua? –Pregúntate tú –dijo la enfermera. Cuando salí del Cuerpo de Guardia sentí un profundo alivio. ¿Dónde se mete tanta agua?, me dije. Entré a la caseta y a tientas bajé la palanca. El ruido infernal del motor me sorprendió otra vez. Descubrí unos bancos de cemento junto a la caseta y me senté a esperar que se llenara el tanque. En el Cuerpo de Guardia la gritería era tremenda. El dolor asistía con su fuerza temible a una familia, arrancando una vida. Mi nuevo empleo consistía en eso: cuidar el edificio donde se salvan vidas o se ven partir. No esperé a que el chorro de agua avisara por el tubo. Entré a la caseta y apagué el motor. 106
Estuve un rato más allí, sentado en el banco, en las penumbras, escuchando los gritos. Regresé al Cuerpo de Guardia. La anciana yacía sobre la camilla y esperaban el carro para llevarla a la morgue. Sus ojos abiertos se clavaron en mí cuando pasé por su lado. Aparté la vista. El hombre del abrigo roto y la fiebre estaba sentado en la consulta. El caído de la escalera se había marchado. Mi silla estaba libre, no la hice esperar. Una refrescante brisa entró por la ventana anunciando la madurez de la noche y busqué mi estrella, pero ya no se veía. Después de una hora de gritos, ataques y la ineludible presencia del cadáver sobre la camilla, llegó por fin el carro que se llevó a la fallecida. Los familiares y vecinos se marcharon también. El Cuerpo de Guardia quedó completamente vacío. La enfermera se dejó caer en una silla. –¡Qué nochecita…! ¡Ojalá no se muera más nadie…! ¡Y que la discoteca se acabe sin broncas…! –¿Qué tiene que ver la discoteca con el Policlínico? –¡Ay mijo…! ¡Cuando se acaban las fiestas y comienzan las puñaladas, ¿pa’ dónde tú crees que traen a los heridos…?! Me sentí estúpido por aquella pregunta. –¿Y por qué no llaman a la policía? –¿Policía? ¿En qué país tú vives? ¿No sabes lo que pasó el fin de año? ¡¿Tú ves todos esos cristales en las ventanas?! ¡No quedó ni uno…! –¿Qué pasó? –Una bronca. Comenzó en la discoteca y terminó aquí. La doctora y yo tuvimos que encerrarnos en el Área Vital cuando comenzaron a romper los cris107
tales. La laboratorista de guardia esa noche era Lidia. Tuvo que salir por una ventana y saltar la cerca de atrás, para buscar a la policía. Vinieron cuando no quedaba ya un cristal vivo. –¿Cogieron a los culpables? –Sí. Pero los soltaron al otro día, porque se comprometieron a pagar los cristales. Si este año no ponen policías en el policlínico, el 31 de Diciembre no le hago guardia a nadie. ¡Qué hambreeeeee…! Bostezó como si no fuera a terminar nunca. Luego estiró las piernas. –¿Qué hora es? –le pregunté. Miró su reloj, bostezó otra vez. –Van a ser las nueve. Ahora no viene nadie, por la novela, pero en cuanto se termine, tú verás cómo se pone esto. ¡Qué tronco de hambre…! Esa merienda no hay quien se la meta… –¿Merienda? –mi estómago tuvo una contracción. –Ahí, en la enfermería. En una bandeja que está sobre el estante de los medicamentos. –¿Qué hay de merienda? –mis palabras sonaron como las de un viejo custodio. –Pan con pasta agria y refresco con agua de cangrejos. Permanecí callado, reflexionando sobre tan extraña merienda. No pude aguantarme, le pregunté: –¿Pasta agria? ¿Qué es eso? –¡Vete tú a saber…! –¿Y qué es refresco con agua de cangrejos? –El refresco lo preparan con agua de la cisterna, que debe estar llena de bicharracos. ¡Yo ni loca me tomo esa agua! La observé un momento. Era joven, pero su rostro estaba zanjado por la reiteración de las guardias. Su léxico mordaz, ponzoñoso, disentía con su esmerada profesionalidad para atender a los pa108
cientes. Hablaba sin mirarme, con desgano y resignación. En aquel momento apareció Paty, la laboratorista. –¿Ya se llevaron a la muerta? –Sí. –¡Qué bueno! Desde el laboratorio escuché la gritería. –El teatro –la enfermera bostezó nuevamente. –Yo creo que algunos lloraban de verdad –dije. –¿Tú crees? ¡Todos estaban locos porque la vieja se partiera! ¡Tú verás mañana el fiestón que se gastan…! ¡Los conozco bien…! –Sucedió algo extraño –dije–. Cada vez que miré a la anciana, me tenía los ojos clavados. –¡Y a mí…! –dijo la enfermera–. ¡Antes de morirse me cogió la mano y no me soltaba…! –¿No me han llamado por teléfono? –preguntó la laboratorista. –No. –¿Qué hay de merienda? –Pan con pasta agria y refresco con agua de cangrejos –repitió la enfermera, con su tono incisivo. –¡Tú siempre renegando…! –la laboratorista entró a la enfermería. Salió con un vaso de refresco en la mano y comiéndose un pan. Masticaba despacio y bebía sin ninguna complicación. De pronto sonó el teléfono y corrió a tomar la llamada. La vimos hablar largamente, mientras merendaba. –¡Mira esa, cómo se toma el agua de cangrejos! –dijo la enfermera–. ¡Y el pan le parece un manjar! ¡Qué estómago tiene…! El doctor que concluía la guardia fue hasta nosotros a despedirse. –¡Bien muchachos… que pasen buenas noches…! –Gracias, doctor… y usted también –dije. 109
–Vaya con Dios –dijo la enfermera y cerró los ojos. Pareció dormirse con una rapidez increíble. Al terminar su llamada, la laboratorista se acercó: –¡Mira esa… ya está dormida…! –No estoy dormida. Me estoy mirando por dentro. –¿Dónde vamos a dormir? ¡Porque en el Área Vital yo no duermo ni loca…! –Yo tampoco… –la enfermera hablaba sin abrir los ojos–. Desde que murió aquel niño allí, para mí ese lugar está perdonado. –¿Qué niño? –pregunté. –Ay mijo… ¡no quieras saberlo…! ¡Un niño de nueve años que trajeron con ataque epiléptico! ¡Se hizo de todo por salvarlo! ¡De todo! ¡Tres horas intentando reanimarlo y nada! ¡Me tocó a mí canalizar las venas, pero estaban duras como un palo, la aguja no entraba! –¡Aquello fue del carajo! –la enfermera abrió los ojos para recordar –. ¡Había dos ambulancias del CIMEQ y una del SIUM! ¡Vinieron médicos hasta del pediátrico de Marianao y del Calixto García! ¡Nadie puede decir que no se hizo de todo! ¡Se gastó un balón de oxígeno con él! ¡Hasta yo le di respiración boca a boca… y nada…! –¡Nada! –dijo la laboratorista–. ¡La vida es eso, nada! Luego la madre se subió sobre él en la camilla, lo besaba, lo apretaba… ¿Recuerdas que tuvimos que sedarla? –¡Claro…! ¡Yo fui quien la inyectó! –¿Quién es el médico de guardia esta noche? – preguntó Paty. –Ramírez. –¡Bárbaro! –dijo–. ¡Tremendo médico y buena gente…! 110
–Buen singao –dijo la enfermera–, por él tuve que pagar un teléfono. –¿Un teléfono? –pregunté. –Sí. Yo estaba de guardia y esa noche no había custodios. Me acosté a dormir un rato, son 24 horas de pegueta y una se cansa… alguien aprovechó y se robó el teléfono de la consulta… al otro día me llevaron a la Dirección y tu socio Ramírez exigió que debía pagarlo. –¿Lo pagaste? –Me lo descontaron del salario. Debo estar atento al teléfono, me dije. Vi en la consulta cosas que podían tentar a cualquier ladronzuelo. El estetoscopio, un ventilador de mesa, el teléfono. Debo estar atento, me repetí. Entró un hombre fornido que parecía un atleta, con un bulbo de inyección en la mano y una indicación. Mostrando su inconformidad característica la enfermera lo inyectó. Al regresar a la silla se dejó caer con desgano. –¿Qué se inyecta ése? No parece estar enfermo. –Nerobol –dijo la enfermera, otra vez con los ojos cerrados y mirándose por dentro. –¿Para qué? –Para estar fuerte… invencible… Tanto músculo y a lo mejor tiene la pinga del tamaño de un tornillo. El doctor Ramírez llegó hasta nosotros. Se sentó en una silla. –¡¿Cómo estás Paty…?! –Muy bien, doctor –contestó la laboratorista con voz de niña–. ¿De qué murió la ancianita? –Infarto –dijo el doctor Ramírez–, tuvo un disgusto familiar, le subió la presión, en su casa le dieron 111
un medicamento equivocado. Gracias que ésta es mi última guardia aquí. –¿Por qué? –preguntó Paty. –Me voy para Angola, de cooperante. –Usted fue a Venezuela, a Bolivia, a Pakistán… ¿no…? –Sí. Yo voy a cualquier lado. Hasta para Haití si hace falta. ¿Quién está de guardia en rayos X? –Nadie –dijo la enfermera–. No hay material para las placas. Ramírez renegó con la cabeza. Encendió un cigarro y soltó bastante humo. Lo observé mientras fumaba. Parecía cualquier cosa menos un médico. Cuando se gastó, aplastó el cigarro sobre la persiana dejando un manchón negro en el aluminio. Tiró el cabo sobre las plantas del huerto. Vi ajíes brillar bajo las luces exteriores y lechugas, húmedas todavía por el riego de la tarde. Concebí mentalmente una recogida de vegetales para la madrugada y de esa forma activar mi despensa. –¿Ustedes ya saben lo del doctor Maceda? –preguntó Paty. –Sí –contestó la enfermera–. Es noticia vieja. –Era de esperar –dijo Ramírez con acento sugestivo. Sentí curiosidad por saber qué le había sucedido al doctor Maceda, un personaje muy conocido en el pueblo. –¿Qué le pasó? –Brincó el charco –contestó Paty. –¡¿Qué?! –Se fue para Estados Unidos. Recordé que unos días antes, encontré al doctor Maceda en la cola para comprar yuca, y no me pareció un individuo en trámites de salida. 112
–Se fue en una lancha rápida… que entró a la costa a recoger a quince… pero solo pudieron subir dos: Maceda y el bailarín de la Quinta Avenida. –¿Qué bailarín? –El mariconcito, el que bailaba en el show de Tropicana. El flaquito. –¿Ese tipo pudo irse…? –Ese mismo… y fue quien ayudó a Maceda a nadar hasta la lancha, porque la lancha no pudo entrar a la orilla… había que nadar como cien metros. Todos los demás tuvieron que regresar, solo él y Maceda llegaron a subir… Imaginé un momento a Maceda, gordo, viejo, sin preparación física, nadando apresuradamente en medio de la noche rumbo a una lancha con los motores encendidos y ayudado por el flaquito. Seguí sin concebirlo. –Era de esperar –repitió el doctor Ramírez–. Ya Maceda tuvo un intento fallido… le dimos una oportunidad de continuar ejerciendo la medicina… y ahora mira… –La vez anterior Maceda hizo regresar la balsa en medio del mar, por un niño que entró en shock – dijo la enfermera con su usual tono rígido–. Ahora sí logró irse. –¿Pero Maceda no era religioso? ¿Evangelista? – mis preguntas eran estúpidas, pero contenían un fin. –¿Y eso qué? ¡Aquí se van los evangelistas, los babalaos, los testigos de Jehová… hasta la gente del partido…! El doctor Ramírez mostró desacuerdo con lo dicho por la enfermera y contrajo el rostro pecoso y repleto de verrugas. Encendió otro cigarro. Un médico fumando es lo mismo que un cura arrimado a una botella o un policía corrupto. Y el bueno 113
de Maceda, estaba ahora tomándose la Coca Cola del olvido en la yuma. –¿Podrá ejercer como médico allí? –seguí preguntando. –Lo dudo mucho –dijo Ramírez con satisfacción. –Pero tal vez pueda acercarse a un hospital… y revalidar su título. –Lo dudo mucho. Es cierto que era un buen médico… pero en Estados Unidos la cosa es distinta. Lo más que podrá hacer es empujar una camilla… o cambiarles la ropa a pacientes en estados vegetativos. –¿Cuánto gana usted, doctor? –le preguntó la enfermera. –Seiscientos pesos –contestó Ramírez. –Es decir, veinticinco dólares. –¡No! ¡Son seiscientos pesos…! –Está bien, no se moleste. Seiscientos pesos. ¿Y le alcanza… doctor…? Luego de titubear, ya sin su aplomo característico, Ramírez balbuceó: –Bueno… La enfermera se puso de pie, enfurecida: –¡Los médicos deberían ganar tres mil… y las enfermeras dos mil…! –¡Eh… mija…! ¡¿Qué te dio?! ¡¿El ataque de la croqueta…?! –Paty la sentó de un jalón–. ¡Cálmate…, que te va a dar una cosa…! –¡Es que me empinga…! ¿Tú has visto cuánta gente viene al policlínico… y a todas horas… y por cada clase de boberías? –El problema es que la salud es gratuita. Si se cobrara, vendrían solo los enfermos de verdad –dije. Ramírez asintió con la cabeza. Aplastó el cigarro, hizo el manchón de la persiana más grande. 114
Tiró el cabo al huerto. Se sentó en la silla que quedaba libre. Estiró las piernas, cruzó los brazos sobre la barriga. –Maceda me ayudó mucho cuando mi accidente –dijo. –¿Qué accidente, doctor? –pregunté. –El de la moto. –¿Cómo fue? El doctor Ramírez me miró extrañado. Tal vez le resulté un custodio demasiado preguntón. –Fue hace dos años. Era mediodía y acababa de salir del consultorio. Me dirigía a mi casa en la moto. Llevaba una botella de ron en la mochila, pero aún no me había dado el primer trago. En aquellos tiempos los pacientes siempre me regalaban ron, me estaban convirtiendo en un alcohólico. ¿Has visto el bache que está en Quinta C y 240…? ¿El inmenso, que coge toda la calle? –Sí. –En ese bache me hundí con la moto y salí por encima del timón. Choqué la cabeza contra el poste de la luz. Sentí romperse algo. No salió sangre y eso me preocupó. Cuando llegué a mi casa, me bañé y me acosté. Le dije a mi mamá que estuviera al tanto de mi sueño y si no despertaba, que llamara urgente a una ambulancia. Recobré el conocimiento a los tres días en una sala de cuidados intensivos. Me hallé entubado, con sonda y con suero. Me quité todo eso y salí al pasillo. Una enfermera me encontró y dijo: ¡Doctor, usted está loco…! ¿No sabe que está operado de la cabeza? Fui hasta la sala de estar y pedí un cigarro. Lo encendí y fue lo último que recuerdo. Estuve sin conocimiento tres días más. Cuando desperté ya estaba mejor. Como soy médico, conozco que la cirugía encefálica deja secuelas. 115
Me autosugestioné con una posible impotencia sexual como rastro del coágulo extirpado. A la hora de la visita le pedí a mi ex esposa que se escondiera en el baño y cuando pudimos estar solos lo hicimos sobre la taza. Estuve tres días más inconsciente. –Lo de usted era de tres días en tres días –dijo la enfermera. –Entonces sí tuve consecuencias. No lograba mantener un sentido coherente, al hablar parecía un mongólico. Tuve que someterme a tratamiento de rehabilitación y ahí fue cuando Maceda jugó un papel fundamental en mi recuperación. Era un magnífico terapeuta. –Y un buen hombre –dijo Paty. –¡Y tremendo nadador…! –la enfermera al reír parecía otra persona. –¿Y nunca más tuvo problemas, doctor? –pregunté. –Hasta ahora… jamás… –¿Y… se le para…? ¿O tiene que tomar Viagra? –la enfermera hizo la pregunta de sopetón y lo observó fijamente, como examinando la autenticidad de la respuesta. –Estoy bien. Todavía no necesito la Viagra. –Esa pastilla no hace nada… es psicológico –dijo Paty. –Nada de eso –dijo el doctor Ramírez–. De verdad que funciona. Limpia las arterias y acelera el goteo de la sangre hacia el pene. –¿Usted la ha tomado? –preguntó la enfermera. –Solo como curiosidad científica. –¿Y…? –Fue letal… Ese día me volví superman y acabé con mi esposa. A la mañana siguiente, cuando subí a la guagua, aquello fue ¡ho-rro-ro-so! Cada vez que rozaba a una mujer en el tumulto del pasillo por los 116
baches, era un latigazo. Fui hasta el final pinchando a todo el mundo. Tenía que ponerme el portafolio delante como escudo. Cuando se vació un asiento me lancé sobre él y casi tumbo a una anciana por sentarme y que no me vieran aquello. No me importó que una mujer embarazada viajara de pie frente a mí. –A todos los hombres que he conocido –dijo la enfermera alzando la voz– lo que de verdad los excita es que… –hizo un movimiento de gancho con el puño cerrado dejando el dedo del medio recto. –¿Qué? –preguntó Ramírez. –Le excita qué… –volvió a aguijonear el aire con su dedo peligroso. –¡No…! –saltó Paty–. ¡No me diga que te gusta cogerlos por atrás…! –¡A mí no! ¡Es a ellos a los que les gusta…! –dijo la enfermera guardando su dedo asesino. –Esos son maricones –dijo el doctor Ramírez–. ¡La mujer que intente tocarme por ahí… no le dejo un diente vivo…! –Yo no perdono a ninguno –dijo la enfermera–, si quieren gozar de verdad, tienen que sentirlo… – una vez más desvirgó el aire con el dedo. Ramírez movió la cabeza en desaprobación. Se fue a la consulta. Estuvo un buen rato hablando por teléfono. –¡Tremendo médico! –dijo Paty–. Tiene dos maestrías y un doctorado. –Sí, es verdad –dijo la enfermera–, pero mírale los zapatos rotos… y el pelo, se parece un oso… En aquel momento un auto de turismo se detuvo en la calle y por las persianas vimos bajarse a un extranjero. –¡¿Un yuma…?! –gritó la enfermera poniéndose de pie. 117
–¡Cuidadito… que eso es mío…! –Paty salió a la carrera, se echó en los brazos del hombre y se besaron. Luego entraron al auto. Tras los cristales polarizados se veían dos sombras, a veces fundidas en una. –Los hombres son unos singaos –dijo la enfermera y deduje que iba a comenzar una confesión. –¿Qué te pasó… hija…? –Ayer supe que mi marido tiene otro hijo… de la misma edad del nuestro. Eso quiere decir que estando conmigo me engañaba. Pero lo que me jode es, ¡tan santo que se pinta! –¿Qué vas a hacer? ¿Se lo dijiste? –¡¿Yo… ni loca…?! Le voy a pagar con la misma moneda… ¡Pero de peso macho…! ¡Ahora tengo tres…! –¿Tres qué…? –Tres maridos. Y estoy buscando el cuarto. Me hice un poco el estúpido: –¿Qué cuarto? ¿Una habitación? –No mijo, el cuarto marido. Su mirar promiscuo me otorgaba votos para una posible candidatura, pero al recordar su dedo despejé toda posibilidad. –Procura que con tres te basten y que no se entere el principal. –Ya no sé cuál de todos es el principal –ahora su voz sonó como la de una vieja amiga y nos reímos juntos de la miseria humana. Al Cuerpo de Guardia entró Zulema, la gorda de la Vía Blanca, con su hija menor, regordeta también pero a una escala juvenil. La acompañaba su yerno, en short y pulóver, y detrás sus dos perros pekineses, con sus horribles caras chatas y molesta pomposidad. Se echaron en la puerta de la consulta, a esperarla. 118
–Se acabó la novela –dijo la enfermera. –¿Qué novela? –La del televisor. Tú verás cómo se va a poner esto ahora. Por la puerta del Policlínico apareció Chacho con su madre y sus dos hermanas, que venían a darle aerosol a un niño. Luego vino una mujer que esperó su turno de pie, sin hablar con nadie. Después un borracho ayudando a otro borracho. De repente el cuerpo de guardia estuvo lleno. Miré por las persianas a la calle y desde todas direcciones se veían gentes enrumbando hacia el policlínico. –Parecen las dos de la tarde –dije. –Es el socialismo. Medicina gratis… –dijo la enfermera y tomó el método de inyección que Zulema le extendía, entraron al cubículo. Los dos perros pekineses se echaron ahora en la puerta de la enfermería, a esperar a su dueña junto al yerno y la hija. Después que Zulema se marchó con su comitiva, la enfermera inyectó a trece personas en menos de lo que canta un gallo. Aunque siguieron llegando gente, el servicio fue de corte y clava. Cuando tuvo un respiro se sentó a mi lado y me dijo: –Pon el agua. Fui a la caseta y accioné la palanca. El infernal ruido del motor volvió a asustarme. Me senté un rato en el banco de cemento a esperar que el tanque se llenara. La soledad de aquella parte del policlínico era tétrica. El banco quedaba justamente tras el Área Vital. Un hálito misterioso lo envolvía. Enfrente se veía la oscura y peligrosa esquina de 232 y 5ta A, con sus grandes matorrales, y a lo lejos, 119
la calle 240, conocida de antaño como el Callejón de San Felipe, con su inmenso hueco donde Ramírez metió la cabeza contra un poste del alumbrado público. El cielo estaba negro y ya desde hacía rato no se veía mi estrella. Sentí el agua cayendo dentro del tanque. Por su enorme estructura le calculé una capacidad para veinte mil galones, más o menos. ¿Y dónde se meten?, volví a preguntarme. En aquel momento por la calle 232 pasaron tres jineteras rumbo a la lucha. Les pregunté la hora. Se detuvieron un momento y encendieron una fosforera. –¡Once menos cuarto…! –gritó una. –¡Gracias…! –contesté. Sus siluetas moldeadas y elegantes se alejaron rumbo a Quinta Avenida, acompañadas del insistente taconeo y la morbosa incertidumbre que acompaña al oficio más antiguo del mundo. –Once menos cuarto –repetí–, y desde hace rato parece que es toda la vida. Me esperaba una madrugada interminable, con el tiempo avanzando a paso de tortuga. Hostigado por la soledad y los recuerdos. Un pensamiento oscuro me asaltó: –Que no faltasen pacientes durante la noche, para poder mantenerme ocupado y en compañía. Apagué el motor sin esperar que se desbordara el tanque. De todas formas tendría que volverlo a llenar. Regresé al Cuerpo de Guardia. Ramírez estaba merendando. La enfermera le conectaba el aerosol a un asmático. –¿Dónde se mete el agua, doctor? –le pregunté. 120
–Son los salideros y las pilas que dejan abiertas en las oficinas –contestó Ramírez con la boca llena. –Y las filtraciones –dijo la enfermera señalando el techo. Entonces vi los manchones verdes copados de musgos que se extendían por las paredes del cuerpo de guardia y yo confundí con extensiones de la obra de Fuster. –¿Filtraciones…? ¿Por qué? –Cuando se remozó el policlínico, construyeron la segunda planta –dijo la enfermera–, ¿y tú sabes por qué se filtra? –No. –Los albañiles se robaron el cemento y la mezcla no quedó bien hecha. –¿Y por qué no lo arreglan? –Eso ya está informado –dijo Ramírez limpiándose la boca con la mano. –En todas las asambleas dicen lo mismo –la enfermera cruzó los brazos, hizo un arrumaco de labios. –Sigo creyendo que el agua va a otra parte –dije. –¿A dónde? –preguntó Ramírez. –No sé… pero es mucha agua solo para filtraciones. –De todas formas se ven bonitas… –la enfermera fue al centro del salón y dio vueltas señalando las húmedas negruras–, parecen obra de Fuster. El asmático terminó de airearse y cerró la válvula del equipo. –Gracias. Que pasen buenas noches –dijo antes de salir. –¡Ojalá que no venga más nadie…! ¡Para dormir… dormir…! –la enfermera cerró los ojos y estiró las piernas–. ¡Qué sueño…! ¡Qué hambreeeeee…! –¿Y Paty? –preguntó Ramírez. –Jineteando –contestó la enfermera. 121
El doctor movió la cabeza en gesto de desaprobación. –¿Por qué hablas así de tu compañera? –dijo. –¿No lo cree? Sal allá afuera y mira dentro del carro para que la veas clavada hasta el pescuezo… con un yuma. El doctor Ramírez me interrogó con la mirada. Encogí los hombros en señal de inocencia. Miramos por la ventana. El auto oscuro no revelaba ninguna silueta. Tal vez estuvieran acostados en el asiento de atrás. Permanecimos en silencio. La brisa movía las matas de ajíes en dirección a la calle. Fue imposible encontrar en el cielo a mi estrella. El médico encendió otro cigarro. Se hurgó los dientes con un dedo. Encontró algo y lo depositó en su lengua. Lo devoró con un chasquido. La enfermera volvió a gritar: –¡Qué hambreee…! ¡Qué sueñooo…! –y siguió dormitando en la silla. El auto en la calle permanecía oscuro. El pasillo hasta el Área Vital me recordó la película de terror Sala 6. Me pregunté cuánto podría durar en aquel oficio. Quise recordar mis empleos anteriores y resultaron absurdos. Como si hubiera nacido solo para cuidar el Policlínico. En el aire revoloteó un insecto y Ramírez lo espantó con la mano. Chupó el cigarro hasta reducirlo al mínimo. Agrandó el manchón de la persiana. De repente la enfermera dio una patada contra el piso. Tal vez la había picado un mosquito. O en el sueño golpeaba a su marido adúltero. Estuvimos diez minutos así. 122
Pude escuchar en la distancia el goteo de una tubería. Sentí deseos de dar un recorrido por el edificio, pero lo dejé para más tarde, cuando de verdad necesitara combatir el lento paso de la noche. Además, ¿quién va a robar un policlínico? –Cualquiera –se dijo. Una computadora tienta al más pinto. También un ventilador, o el teléfono. Debo recordar muy bien que el fin de año está cerca. Por dinero un ladrón roba hasta el balón de oxígeno del aerosol. O el equipo de medir la presión. Ramírez observó su reloj. Se lo acercó al oído, dudando su marcación correcta. Le dio unos golpecitos. Lo miró otra vez. –Doce menos cinco –dijo la enfermera. –Yo pensé que el mío se había parado. Parece que ya no va a venir más nadie. –¡Ojalá… porque yo tengo un sueñooooo…! ¡Y un hambreeee…! –¡Tú siempre tienes hambre! –dijo el doctor. –¡Siempre…! –Yo no sé por qué estás tan flaca… –Yo tampoco… –Deberías hacerte análisis. –¿Para qué? ¿Me van a indicar una dieta especial? –Por lo menos para que conozca cómo anda tu hemoglobina. –Ay doctor… ¡yo sé mejor que nadie cómo anda mi hemoglobina…! En aquel momento entró Paty con una cara de alegría que era todo un anuncio. Traía una jaba de nylon en la mano. El auto afuera encendió el motor y se alejó por Quinta Avenida. –¡Llegó la merienda! –dijo. 123
Sobre una silla extendió el contenido de la jaba: Dos maltas, dos cervezas, dos refrescos, tres paquetes de sorbetos y tres de galletas de chocolate rellenas con fresa. Las latas estaban frías. Ramírez abrió una de cerveza y la empinó. El brillo de sus ojos delató la excelente aceptación del líquido. Terminó el contenido, eructó y guardó la otra cerveza en el refrigerador de la enfermería. –Es el único líquido que asimila mi organismo – dijo. La enfermera en tanto había devorado un paquete de sorbeto y ya adelantaba otro de galletas, aligerándolo con una malta y continuos eructos. –Custodio… toma algo… ¿qué quieres…? –Nada. –¿Cómo que nada? Coge. Paty me dio una malta y un sorbeto. –Gracias. La enfermera vació la lata de refresco y desapareció el otro paquete de galletas. Se puso de pie. –¡Ahora me voy a dormir…! En aquel momento llegó un hombre con un dolor y Ramírez le indicó una inyección. –¡De pinga…! –dijo la enfermera, y tuvo que ir para la Enfermería. Al regresar se dejó caer en la silla–. Dios mío… ¡que no venga nadie más…! Pero al parecer el divino no la escuchó y le envió de castigo a un borracho con la azúcar baja, una señora que inyectó con Duralgina y tuvo que curarle la herida a un recién operado de la vesícula. –Yo sí que me voy a dormir –dijo Paty. Se levantó pero cuando iba a marcharse retrocedió con impulso. –¿Y dónde vamos a dormir? ¡Porque al Área Vital yo no entro ni loca…! –¡Y yo menos…! –dijo la enfermera, mientras se 124
lavaba las manos. –Vamos a dormir en Observación. –¿A qué le tienen miedo? –preguntó Ramírez. –A los muertos. –¿Qué muertos? –Todos los que se han muerto aquí –dijo Paty. –Los muertos, muertos están –dije. Pero mi voz sonó con sospechosa valentía. –¿Sí? –la enfermera se me acercó–. ¿Tú no has hablado con el custodio del otro turno? ¿No te ha contado las cosas que ha visto de madrugada? ¿Ni sobre la doctora vestida de blanco que camina por el pasillo? ¿Y los ruidos? ¿No te ha contado nada de los ruidos? –No he hablado todavía con él. –Dice que todas las noches ve pasar por el pasillo a una mujer vestida de blanco y luego escucha cerrarse una puerta allá atrás. –Hace mucho tiempo –dijo Ramírez–, cuando el policlínico era de una sola planta, allá atrás había una consulta. No recuerdo si era de Ortopedia o de Psiquiatría… no recuerdo bien… lo cierto es que una mañana encontraron a una doctora muerta en la consulta. Hay varias personas que juran haberla visto por la madrugada, caminando por el pasillo. –¡Tú ves… tú ves…! –dijo la enfermera replegándose en la silla. –¡Yo no sé dónde voy a dormir…! –dijo Paty. –Pero los muertos no existen –sentenció Ramírez–, ni los espíritus. Los fenómenos físicos el hombre supersticioso los confunde. –¿Fenómenos físicos una mujer vestida de blanco? La enfermera no quería tratos con difuntos. Pensé que sería ventajoso añadir leña seca al fuego de la duda y así agenciarme compañía hasta el amanecer. 125
Conté un par de cuentos buenísimos sobre aparecidos. Paty y la enfermera estaban decididas a no dormir. Quise rematar la cuestión y narré con lujo de detalles la estupenda anécdota de mi amigo René, alias La Sábana, y los extraños sucesos de La Güira. Estaban aterradas de verdad, pero Ramírez fue un contendiente bien materialista, decidido a no dejar margen a las incertidumbres. –Para que vean que los espíritus no existen, voy a dormir en Área Vital –el doctor se quitó la bata y miró su reloj–. Doce y veinticinco. Custodio, te quedas dueño absoluto del policlínico. Cierra bien la puerta. Si viene algún caso, me buscas allá atrás. Su decisión de dormir solo, en el Área Vital, les impregnó confianza a las mujeres. –Estaremos acostadas en Observación –dijo la enfermera–. Cualquier caso que llegue, toca la puerta. –Y a mí, me llamas cuando amanezca –dijo Paty. Se alejaron por el pasillo. Entraron a Observación. El doctor siguió caminando despreocupadamente hacia el Área Vital. Quedé solo en el amplio salón, acompañado solo de aparatos, equipos, medicinas y las sarcásticas creaciones del ceramista Fuster. Cerré la puerta del Cuerpo de Guardia y volví a mi silla, evitando mirar hacia los pasillos. El muerto que quisiera llamar mi atención, tendría que personarse delante de mí. No iba a desertar por el pestañeo de una lámpara y mucho menos por un roedor o algún insecto nocturno chocando contra el aluminio. La merienda de Paty me había venido de maravillas. 126
¿Por qué será que tras el paso de un yuma siempre queda una estela de alegrías y disfrutes? ¡Vaya pregunta! Miré la inmensa negrura de la noche. Algunas nubes intentaban quebrarla. Una brisa barrió la calle solitaria frente al policlínico. Observé con mayor atención las hortalizas que esperaban por mí. El manchón de cenizas sobre el aluminio, donde Ramírez aplastó sus cigarros consumidos, despedía un ligero tufo. Crucé los brazos, estiré las piernas, cerré los ojos. ¡Negativo! Los abrí inmediatamente. No estaba allí para dormir. Mucho menos para darle oportunidad a ladronzuelos o fantasmas esquivos. ¿Y cómo saber la hora sin reloj? Calcularla sería un ejercicio improductivo. Para acertar, o al menos concebirla, debía establecer parámetros factibles. Espacios de horas o medias horas. Por ejemplo, ahora debía ser la una. Y si dentro de un rato me asaltaba otra vez el vicio de la duda, podía predecir que eran las dos cuando en realidad fuera la una. Regresar en el tiempo es lo peor que puede sucederle a un custodio acosado por la vida. Pasó un auto por la calle 232 y solo pude ver sus luces traseras. Sin otra cosa para matar el tiempo, estuve un buen rato al tanto del tráfico de Quinta Avenida, que a esa hora estaba desierta. Una pareja estaba sentada sobre el césped del separador. Al parecer discutía. A veces pasaban taxis de turismo rumbo a la Marina Hemingway, bicicleteros, y patrullas de policía. 127
Tenía por delante todo un mes para cobrar el primer salario. Hice un repaso de las cosas que necesitaba, pero la lista creció tanto que no pude cubrirla. Todo un mes de malas noches por delante para una batalla de antemano perdida. Y a la primera noche le quedaban aún seis horas todavía. En aquel momento sentí la puerta abrirse y me puse a la expectativa. Entró un joven y caminó lentamente hacia mí, como si intentara no romperse con un movimiento brusco. –¿Qué te pasa? –dije poniéndome de pie. –Me dieron una puñalada… –¡¿Una puñalada?! ¡¿Dónde?! –Aquí… –se viró de espalda. Vi el agujero en su camisa y la sangre coagulada en ese punto. –Siéntate… –le señalé una silla. –No… –dijo con voz pausada, como si evitara hacerse más daño. –Espera un momento… –corrí por el pasillo hasta el Área Vital. Toqué la puerta. –Diga… –¡Doctor, un apuñaleado…! –Voy enseguida… Cuando regresé a la consulta el muchacho se había quitado la camisa. Un agujero profundo aparecía justo debajo del omóplato. Ramírez llegó colocándose la bata. –Ven –dijo. Intenté ayudar al muchacho herido, pero me rechazó. Avanzó lentamente hacia la consulta. –¿Qué pasó? –preguntó el doctor. –No sé… estaba en la discoteca y se formó un lío… –¿Hay más heridos? –Sí. 128
–Custodio, llama a la enfermera. Toqué en la puerta de Observación. Adentro se escuchó su voz inconfundible: –¡Repinga…! ¡Ya va…! Cuando la enfermera llegó al Cuerpo de Guardia parecía una zombi. Ramírez esperaba en Curaciones y le indicó cómo debía proceder con la herida. A medida que comenzó a suturar se fue despertando. Ayudé con las tijeras. Sujetaba la gasa y el esparadrapo. El doctor se fumó un cigarro, mientras observaba la evolución del lesionado. En aquel momento llegó otro herido, tambaleándose. –¡Cierren la puerta…! –gritó al entrar al Cuerpo de Guardia. Se apretaba el abdomen y traía una mano perforada. Ramírez lo ayudó a sentarse en la camilla. Le quitó el pulóver y observó el pinchazo. –¡Cierren la puerta…! –repitió asustado el herido. Inmediatamente aparecieron tres hombres en el Cuerpo de Guardia, que amenazaban con matar a cualquiera que se les interpusiera en el camino. A los tres los conocía muy bien de Jaimanitas. Lachy, la Rata, empuñando un machete, Mingo y el Tinta, con punzones rudimentarios manchados de sangre en sus puntas. La enfermera me habló rápidamente en el oído. –Custodio… se me había olvidado decirte… que el arma de ustedes… está… detrás del refrigerador de la enfermería… –¿Qué arma? –El arma para que los custodios nos defiendan. Un palo. –¡No jodas…! 129
Salí de Curaciones. Era más conveniente enfrentarlos con palabras. –¡Escuchen bien… esto es un Policlínico…! ¡Aquí se salva gente, no se mata! ¡Los problemas los resuelven de la puerta pa’ fuera! –¡Eh, miren quién está aquí! ¡Bin Laden! –dijo el Tinta. (Me llamaba así desde aquella vez que intentó estafarme en un negocio de pacotillas y salió trasquilado–. ¿Trabajas aquí, Bin Laden? –un fuerte aliento etílico lo envolvía. –Sí, soy el custodio, y hace falta que salgan los tres y esperen allá afuera… –Está bien… vamos a esperar a que los cosan… ¡pa’ volverlos a abrir…! Dentro de la consulta, el doctor Ramírez ocultaba con su cuerpo regordete al herido de la camilla. En Curaciones, la enfermera seguía cosiendo la espalda del muchacho como si nada estuviera pasando. A regañadientes los tres individuos salieron del Cuerpo de Guardia. Cerré la puerta del Policlínico. El doctor me dijo: –Llama a la policía… rápido… El número está escrito en la pared… Marqué el número. Se escuchó una voz al otro lado. –¿Ordene? –¿Es la estación de policía? –Sí. –Le hablo desde el Policlínico de Jaimanitas… tenemos dos lesionados con armas blancas y tres afuera que quieren rematarlos… –Un momento… Hubo silencio. Se escuchó otra voz. –¿Diga? 130
Repetí la historia. –¿Son heridas graves? –No sé… pero el mayor peligro son tres que quieren rematarlos… –Está bien. Vamos a llamar por la planta, para que envíen un carro. Le conté a Ramírez el resultado de la llamada. Encendió otro cigarro mientras inspeccionaba la perforación de la mano. Volví a Curaciones y miré por la ventana. Vi al Tinta y a Lachy la Rata que intentaban controlar a Mingo. ¿Sabría algo de mi llamada? El primer herido tuvo una costura de nueve puntos. Salió encorvado, se desplazaba con mucha lentitud. Ramírez lo escondió en la consulta. Luego llevó al otro herido y le dio indicaciones a la enfermera. –Custodio, pon el agua –dijo la enfermera, limpiando con un algodón los contornos de la herida. El olor a sangre inundaba el cubículo. Salí al vestíbulo. El Tinta había logrado calmar a su compinche. –Dame un cigarro –le dije a Mingo. De su mugroso pantalón manchado de sangre sacó una caja de H. Upmann. Me dio uno. –Candela. Me acercó una fosforera que encendió al sexto chasquido. –Café y un periódico… –¡Oye, no te pongas fula, no voy a entender que eres mi cúmbila…! –dijo la frase con viciada dicción y casi me emborracha con la peste a alcohol. –Olvídense de esos tipos –dije con autoridad. –¿Olvidar qué, Bin Laden…? ¿Olvidar qué…? ¡Esos dos que están ahí… son míos…! ¡Míos…! –¡¿Tuyos de qué…?! –dijo el Tinta enfurecido–. 131
¡Son míos! ¡Diles a los médicos que no se acuesten… van a tener trabajo la noche entera! –¡Sigan haciéndose ilusiones…! –Dijo La Rata –. quitar espacio entre Rata y –¡Yo voy a terminar lo que empecé! ¡Esos dos van a ver hoy, la cantidad de mierda que tienen en la barriga! –El doctor llamó a la policía –dije. –¡¿Queeeeeeé…?! –Así mismo. Llamó a la policía, ya deben venir por ahí. De golpe, la valentía de los tres cayó al piso. El tinta escondió el machete en unos arbustos. Mingo y la Rata botaron sus pinchos detrás de unas matas de romerillo. –Lo mejor que pueden hacer es irse para sus casas y terminar esto otro día. –¡Custodiooooooo…! ¡El aguaaaaaa…! –gritó la enfermera desde Curaciones. –Señores, tengo que trabajar. No puedo seguir atendiéndolos. Es mejor que esperen afuera… Los tres hombres recogieron sus armas y saltaron la cerca. Encendí el motor. Me senté un rato en el banco. Los vi escondidos en unos matorrales, soportando las picadas de los mosquitos. Luego estuvieron un buen rato sentados en el contén, esperando que salieran los heridos para rematarlos. Miré arriba. A la noche. Encontré mi estrella. Justo sobre mí. Atrapada entre tanta negrura. –Has caminado mucho hoy –le dije–. Desde que te vi por primera vez hasta aquí, deben ser millones de millas. Quisiera saber en qué punto exacto estarás al amanecer, cuando termine mi guardia y nos separemos. Miré hacia el este. Una cortina de pinos tapaba
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toda posible perspectiva, del lugar por donde aparecería el sol al amanecer. Luego busqué con la mirada a los malhechores, pero habían desparecido. –El tanque debe tener ya el agua suficiente para lavar una herida –me dije. Apagué el motor. Estuve un rato más disfrutando de la soledad y la brisa de aquella parte del policlínico. Muchas hojas de ocuje llenaban el parqueo y dos latones de basura rebosados esperaban por su recogida. Mucha hierba crecía por la libre. Varias farolas tenían los bombillos fundidos. Regresé al Cuerpo de Guardia. Los heridos permanecían sentados en la camilla. –¿No ha llegado aún la policía? –pregunté. –No –contestó el doctor Ramírez– ¿Dónde están los bronqueros? –Parece que se han ido. El doctor se me acercó. –¿Tú los conoces? –Solo de vista. –¿Por qué te llamaron Bin Laden? –¡Ah… sí…! De jodedera. –¿Sabes dónde viven? –No tengo idea. –Ya terminé –dijo la enfermera–. Me voy a dormir. –Acuéstate, si hay algún problema el custodio te llamará. La enfermera se alejó por el pasillo. Antes de llegar a Observación me pareció que iba dormida. –¿Y estos dos? –pregunté al doctor Ramírez. –Vamos a ver cómo evolucionan… y si van a esperar a la policía, para hacer la denuncia.
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–Yo creo que no tienen intenciones de acusar. Están que se cagan arriba… –Deben denunciarlos. Hubo un delito. –Pero saben las consecuencias que implica. Será el cuento de nunca acabar. Ramírez miró a los jóvenes sentados sobre la camilla. Los contornos de las suturas estaban hinchados y el dolor comenzó a atenazarlos a medida que la sangre se enfriaba. –Por eso a mis hijos les tengo prohibido las fiestas populares y las discotecas. –¿A dónde van a divertirse si no es ahí? –No sé… que vayan al cine… o que se queden en la casa… –Hay muy pocos lugares para distraerse –dije–. Y el ron es el único vehículo que encuentran a mano. –Es cierto. Tal vez desarrolle un doctorado con ese tema –dijo Ramírez. Al poco rato los heridos tomaron confianza. Me pidieron que saliera y les avisara si no había peligro. Me paré en medio de la calle. La oscuridad ofrecía un peligro mortal detrás de cada árbol y entre la hierba tupida. Observé las sombras con detenimiento. Agucé mis sentidos. Creí escuchar respiraciones y ruidos de pisadas. Por la calle se acercaba una figura. Traía algo en la mano. Se me antojó que era un cuchillo. Me puse a la defensiva. En la medida que se acercó repasé mentalmente cómo doblegarlo. Primero le iba a propinar una patada en los huevos tan fuerte que sería definitiva. Luego un golpe en la nuca como remate. Ya en el piso lo patearía con ensañamiento has134
ta que el doctor Ramírez llegara corriendo a apoyarme. La figura estaba tan cerca, que olvidé el plan de ataque. Acosado por un reflejo de supervivencia me agaché y cogí una piedra. –¡Eh… compañero… cuidado…! ¿Qué le pasa? Se trataba de un anciano con un paraguas. Faltó poco para que le partiera la cabeza. Boté la piedra. Le pregunté la hora. –Tres y cuarenta –dijo el anciano con el miedo todavía retemblándole el alma. Se alejó a paso doble. Regresé al Cuerpo de Guardia. –Ya pueden irse. Los heridos se marcharon. Cerré la puerta. Ramírez se quitó la bata y sin decirme ni media palabra se fue a dormir. Me recosté en la silla. Creí que aquella guardia era infinita. Supuse que en alguna parte de la ciudad algún enfermo se preparaba para iniciar la caminata rumbo al policlínico. O en una reyerta se estaba cobrando una víctima. Sin embargo pasó el tiempo y no sucedía. El silencio era tal, que se escuchaba el tintineo de las goteras en todas las consultas. Los insectos que revoloteaban alrededor de las luces, a veces iniciaban trayectorias equivocadas terminando estrellados contra los cristales de las ventanas. Sus cuerpos, secos y duros, sonaban al caer sobre los mosaicos del piso. Unos golpes perentorios contra el aluminio de la puerta, me apartaron de un grillo atontado que pataleaba bocarriba. A través del cristal vi a Eddy, el fotógrafo. –¿Qué te pasa Eddy? –le pregunté cuando abrí la puerta–. ¿Estás enfermo? 135
Sin color en el rostro y balbuceando, me dijo que acababa de encontrar a Tony ahorcado. –¿Qué Tony? Yo conozco a tres Tonys. –Tony, el plomero… el que vive al lado de mi casa. Llevaba tres días deprimido, bebiendo sin parar. Me preocupó no verlo en la cola del periódico por la mañana, ni escuchar su radio con la pelota puesta a todo volumen. Lo estuve llamando por la ventana y no respondía. Me acosté, pero no me dormí. Hace un rato me levanté a orinar y se me ocurrió mirar por una rendija que tiene en la pared del cuarto y en la oscuridad me pareció ver algo. Di la vuelta por el frente, empujé la puerta que estaba abierta. Encendí la luz y entonces lo vi, ¡ahorcado allí mismo, en el cuarto…! ¡Mira cómo me erizo… mira! Eddy estaba blanco como un papel. Estiró su brazo flaco y no observé pelos de puntas, pero su voz era rajada y aunque no lloraba, sentía un miedo increíble. Le dije que me esperara allí, en la consulta. Fui hasta el Área Vital y llamé al doctor Ramírez. –¿Qué pasa ahora? –Doctor, un ahorcado. –Ya voy. Cuando Ramírez llegó a la consulta, Eddy el fotógrafo le relató el suceso con las mismas palabras, y al final le enseñó su brazo flaco y amarillo para que viera cómo se erizaba del susto. Medio dormido, el doctor llamó por teléfono a Medicina Legal. Le dijeron que enseguida enviarían a los especialistas al lugar de los hechos. –¿Qué dirección es? –Calle 240 entre Quinta Avenida y Tercera C –dijo el fotógrafo. Cuando el doctor colgó el teléfono se acercó y le dijo: 136
–Vaya para su casa y espere al carro de criminalística que ya viene para acá. Y que nadie toque nada. –Está bien doctor, no se preocupe. Cuando el fotógrafo se fue, Ramírez encendió un cigarro y se sentó en una silla. Mientras fumaba, sus ojos cansados de la mala noche permanecieron clavados en el piso. Esta vez no aplastó el cigarro en la persiana, lo arrojó sobre las hortalizas. –Es el cuarto que se ahorca este mes –murmuró–. Además de la muchacha que el mes pasado se envenenó, la que se dio candela y la que se tiró del puente de La Lisa. Se está elevando el índice de suicidio. Tal vez pensando en desarrollar un doctorado sobre el tema, se alejó por el pasillo sin despedirse. Debían ser las cuatro de la mañana. Excelente momento para entrar en el huerto y aprovisionarme. Cuando estuve caminando entre los surcos y sentí los terrones desmoronándose bajo mis botas, recordé todas mis escuelas en el campo. El olor de las naranjas, los plátanos maduros, el fertilizante y la tierra húmeda por los regadíos. Ahora la adrenalina irrigada por el efecto del peligro era la misma que cuando les robábamos los caballos a los guajiros para montarlos, o al atravesar corriendo los campos sembrados en plan de fuga. Las escuelas en el campo fueron mi primera experiencia colectiva y transité por ella casi sin conciencia de los hechos que ocurrían. Sin embargo marcaron profundamente mi espíritu y moldearon mecanismos de supervivencia tan efectivos como las escuelas especiales de exploración, táctica y lucha irregular, que más tarde constituyeron la parte más importante de mi vida. 137
Ahora mi status quedaba recluido al pequeño huerto del policlínico. Miré a todos lados para comprobar que nadie me espiaba. Me agaché, comencé a diezmar los canteros de lechugas. Luego los de ajo puerro, perejil, cilantros, ajíes y tomates. Los eché en una jaba de nylon que encontré enganchada en la cerca del huerto. No era un gran trofeo alimenticio, pero ayudaría. Cuando me disponía a salir del huerto, una patrulla de policía apareció a toda velocidad por la curva de Quinta Avenida y frenó de forma aparatosa en la puerta del policlínico, a un costado del huerto. Se bajaron dos agentes. Tiré la bolsa entre la hierba y fui a su encuentro. No era posible que alguien hubiera dado la alarma que estaba robando el huerto del policlínico. Uno de los policías me observó con desconfianza, pero le dije que yo trabajaba allí. –Llamaron de aquí que había problema de heridos por arma blanca… –Eso fue hace rato. Dos apuñalados y tres que querían rematarlos aquí mismo, pero yo y el doctor Ramírez lo impedimos. Al policía no le interesó mi alocución. Echó un vistazo y encontró todo tranquilo. Me dijo que si los necesitaban otra vez, llamáramos enseguida. Subieron al auto y se marcharon a toda velocidad. Pensé que era mejor dejar la jaba oculta en la hierba y recogerla antes de irme. No me agradaba que en mi primer día me vieran cargando con los bienes colectivos para uso exclusivo. Aunque se había vuelto una norma en el país que los trabaja138
dores cargaran con lo que pudieran reportarle alivio, ese hábito para mi era un fastidio. Al salir del huerto sentí un frío repentino, que me hizo abotonarme la camisa. Debían ser las cinco, hora de referencia para los meteorólogos de la temperatura mínima. Miré la calle que se perdía en la oscuridad de la noche y me pareció ver una silueta acercarse. ¡Sí, a lo lejos alguien se acercaba corriendo en dirección al policlínico…! Por las curvas no cabía duda que se trataba de una figura femenina. Cuando estuvo bajo las luces mortecinas que escapaban por las ventanas del edificio, alcancé a ver que venía casi desnuda. Era una mujer hermosa, de mediana edad, piel blanca, pelo negro, brillante, suelto sobre los hombros. Al verme, casi se echa sobre mí. Lo primero que pensé fue: ¡Me gané la lotería! Después de una guardia llena de percances, cuando al fin lograba sosiego y una bolsa de verduras, la noche me traía un regalo mayor. Pero al instante un pensamiento sombrío me cruzó como un rayo: ¡¿Una mujer corriendo desnuda, de madrugada?! Nada bueno resultaría. –¡Doctor… doctor…! ¡Ayúdeme! –¿Qué le pasa? –¡Ay doctor… me han envenenado…! –¡Venga… entre…! La mujer casi desfallecía y la ayudé a caminar hasta el policlínico. Vestía un blúmer negro con encajes y ajustadores del mismo color, que apresaban un par de senos abundantes pujando por salir. Pero su rostro denotaba espanto, arrastraba sus pies descalzos con mucha dificultad. Jadeaba extrañamente. 139
–Siéntese aquí –le dije–. Espere un momento. –¡Ay doctor… por su madre… me han envenenado…! Casi corriendo fui hasta el Área Vital y llamé al doctor Ramírez. –¿Qué pasa ahora…? –Una mujer envenenada. –Voy enseguida… La voz del doctor esta vez me pareció extraña. Tal vez creyera que a mi persona la acompañaba un signo de tragedia. Y hasta yo pensé lo mismo, pero recordé las palabras de la enfermera que definían al policlínico como una especie de circo, donde aparecían personajes estrambóticos envueltos en historias risibles. Aunque una mujer envenenada es la cosa más solemne del mundo. –¿Cómo se siente? –le pregunté cuando regresé a su lado. –¡Ay doctor, me han envenenado…! –repitió con lenguaje tropeloso. –Escúcheme, señora, no soy doctor. Soy el custodio… –¡Ay custodio-doctor, me han envenenado…! En aquel momento llegó el doctor Ramírez, sin la bata y más despeinado que nunca. Miró sumamente extrañado a la mujer semidesnuda y luego me miró a mí, pero me encogí de hombros. –Venga, pase a la consulta. Resultaba surrealista aquella escena del doctor Ramírez atendiendo a la mujer semidesnuda, que cruzó las piernas, le pidió un cigarro y mientras saboreaba el humo le contó su historia. Desde mi silla sólo logré escuchar el final. Estaba completamente segura que aquello era obra de Víctor, ¿de quién más, doctor… dígame…? 140
Ramírez se levantó y le pidió a la mujer que lo acompañara al cubículo de enfermería. Cuando entraron cerró la puerta. Al poco rato salieron. El doctor le dijo que con esa inyección ya no debía preocuparse. –Fue Víctor –dijo la mujer mirándome fijamente. –¿Se siente mejor? –le pregunté. –Me envenenó… y el veneno me lo dio en un té de manzanilla. –Ya puede irse para su casa –dijo el doctor–. Con la inyección que le puse se calmará. Báñese, acuéstese y descanse. –Yo sé que fue él… –repitió mientras se dirigía hacia la puerta –Me lo dio en un té de manzanilla… Cuando la mujer se marchó, Ramírez miró su reloj. –Las cuatro y cincuenta y uno –dijo. –¿Queeeeeeeé…? –Las cuatro y cincuenta y uno –repitió. –Yo pensé que eran mucho más de las cinco. –Eso pasa… el tiempo es a veces lo más traicionero que existe. Voy a tirarme otra vez, a ver si logro descansar, que mañana me espera un día difícil –se alejó por el pasillo murmurando: – ¡Qué ganas tengo de estar ya en Angola, en Timor del Este… en Haití…! Cerré la puerta y me dejé caer sobre la silla. Estiré las piernas y sentí un agradable alivio. La camilla donde la anciana reposó sus primeras horas en el otro mundo permanecía a unos pasos. Recordé sus ojos. Quise imaginar a todos los difuntos que habían reposado en aquella camilla, pero de pronto la camilla me pareció un objeto vil y miré a otro lado, a la puerta del policlínico y entonces regresó el ins141
tante en que Eddy llegó con la noticia del plomero ahorcado. Ahora Eddy debía estar junto a los médicos forenses, que fotografiaban el cuerpo sin vida colgado del techo. Por la ventana noté que comenzaba a caer una fina llovizna. Eso era muy ventajoso para el huerto y mantendría fresca mis verduras. Sobre las hojas de las lechugas comenzaron a empozarse gotas de lluvia y brillaban con el tenue resplandor que salían por las persianas abiertas del cuerpo de guardia. El olor a tierra mojada y savia llegó hasta mí con un montón de recuerdos intrínsecos. Camiones cargados de estudiantes pasaron en caravana y las voces juveniles entonando consignas revolucionarias llenaron todo el espacio del policlínico. Como siempre que me encuentro solo y atribulado, me asistió la visión de los tiempos de la furia deportiva en los años de juventud y las posibilidades de atesorar un esplendoroso futuro en alguna disciplina deportiva. Acababan de crear una escuela especial en Guantánamo, en el plan citrícola de Vilorio, para desarrollar el deporte masivo de alto rendimiento en la provincia y concentraron a todos los estudiantes con aptitudes allí, donde intercalarían clases con entrenamiento deportivo. El valle de Vilorio contaba con veinticinco escuelas de 500 estudiantes cada una y la selección rigurosa de los futuros atletas estuvo a cargo de un grupo de glorias deportivas, que fueron por las escuelas escogiendo los prospectos por cada disciplina. Mis mayores posibilidades estaban en el ajedrez. 142
Se jugó un torneo rápido, conformado por 200 alumnos y un sistema donde los ganadores se iban eliminando en muerte súbita. Solamente diez jugadores integrarían el equipo para la escuela especial. Jugadores que luego fueron campeones de Cuba y Maestros FIDE estaban inscritos. Los hermanos Mayo, Carlos Luque, Héctor Louit, Juan Borges… Y pude clasificar en aquel equipo. Creo que es una hazaña recordable de esta carrera adversa, desembocada en una noche interminable como custodio nocturno. En la primera partida de aquel torneo, cercené la carrera deportiva de Carlos Luque con una defensa Siciliana variante dragón, que hizo doblegar su rey en pocas movidas. Luego el menor de los hermanos Mayo quedó en el camino ante mi apertura Ruy López, que desarrollé con maestría. Más tarde dejé fuera de toda posibilidad al campeón del poblado de Caimanera, un muchacho pecoso que no se explicó jamás cómo pudo perder aquella partida. Todos los rivales con los que me enfrente en aquel torneo inclinaron sus reyes, ante el ataque desaforado de mis alfiles. Por suerte del pareo no me enfrenté ni a Borges, ni a Héctor Louit, que tal vez me hubiesen doblegado. Aunque ahora se me antoja que en aquel invierno lluvioso de 1975 yo era realmente imbatible. Cuando todos los equipos estuvieron listos, nos trasladaron a la escuela especial. Aprovechando un descuido del secretario de la cátedra deportiva, saqué mi tarjeta del ajedrez y la inserté dentro del equipo de boxeadores. A la semana siguiente comenzaron los entrena143
mientos y a todos les sorprendió verme corriendo entre los negrones de boxeo, saltando suizas y golpeando como un loco el saco de arena colgado de una viga. El manager del equipo era el guantanamero Reinaldo Valiente, subcampeón olímpico y amigo de mi padre, que mantuvo guardado el secreto de mi forzada inclusión de última hora en el equipo. –¿Quieres boxear? Muy bien. Así es como se hacen los campeones del mundo. Contra la corriente. En el primer entrenamiento se colocó la guantereta y se paró frente a mí. –Esto es totalmente necesario –dijo, y con un recto de derecha me partió la nariz. Caí de rodillas. El piso daba vueltas como un tío vivo. La nariz me sangraba abundantemente. Cuando pude levantarme me alcanzó una toalla manchada de sangre seca de otras narices partidas. –¿Te imaginas que esto te suceda en medio de una pelea? Levántate y cúbrete… Unos golpes repetitivos me dieron con fuerza en pleno rostro, mientras que el subcampeón olímpico guantanamero Reinaldo Valiente se esforzaba en enseñarme el principio de la esquiva. Pero hay golpes que no se evaden, aunque uno tenga los reflejos de Kid Chocolate, el más grande boxeador que ha dado Cuba, que tampoco pudo quitarse de arriba los golpes definitivos de la vida y murió en su barriada del Cerro, solo, pobre, borracho, enfermo y medio loco. Yo mismo, recibí tantos golpes mundanos, que era un verdadero milagro de la resistencia física estar allí todavía, intentando seguir adelante, aunque fuera como custodio de un policlínico. El olor de la sangre en mi nariz y los golpes repetitivos casi me ahogan sobre la silla y desperté de 144
un salto para encontrarme con una escena terrible: el cuerpo de guardia estaba repleto con todos los enfermos que por allí habían transitado durante su medio siglo de construido. Arrastraban sus poses calamitosas y sus achaques con pesadumbre y lo peor, detrás venían los muertos, amontonados como zombis, todos con sus ojos vueltos hacia mí. Pero lo que más me aterró fue la doctora fallecida en su consulta, que apareció al final del pasillo, sonriendo. Avanzaba con esa elegancia de los galenos que los distingue. Entonces los golpes repetitivos se hicieron alarmantes, abrí los ojos, encontré el salón vacío, y alguien que tocaba en el cristal de la puerta. Era otra vez la mujer desnuda. –¿Qué pasa ahora? –¡Ay… custodio-doctor…! ¡Todos están envenenados…! –¿Qué usted dice? –Fui para mi casa, como me indicó el otro doctor y… de Quinta B para allá todos está envenenados… ¡Fue Víctor! ¡Yo sé que fue Víctor…! –Pase y siéntese. Voy a buscar al doctor. Cuando llamé en Área Vital sentí un gruñido dentro y una frase despectiva. Luego un seco: –¿Queeeeeeé…? –Doctor Ramírez… otra vez la mujer envenenada. Y ahora dice que hay más envenenados en su cuadra. –Voy. Esperé al doctor en la consulta, por si la mujer necesitaba ayuda. Estaba intranquila, dando paseítos circulares en un radio muy estrecho. Ramírez llegó sin la bata y con los zapatos desacordonados. Sus greñas le caían sobre la cara co145
mo si acabara de salir de una riña. Sin hacer el mínimo caso a la historia que la mujer se empeñaba en contar, fue hasta la enfermería, tomó una jeringuilla y un bulbo. –Venga –le dijo–. Bájese el blúmer. Parecía ya común en el cuerpo de guardia la presencia libertina de aquella mujer, su piel blanca, sus asomos de celulitis en los muslos, las sombras de los pezones pugnando por salirse y el monte de Venus perfectamente sugerido. Ramírez inyectó a la mujer y le dijo: –Listo. –¿Y los demás envenenados, doctor….? –Los demás estarán bien, no se preocupe. Vaya para su casa. Intente dormir. La mujer no estuvo de acuerdo con la sugerencia de Ramírez y continuó dando vueltas en círculos cada vez más estrechos. Hubo un momento en que pensé que chocaría contra ella misma. –Está loca –dije. De pie, en medio del cuerpo de guardia, observábamos en silencio a la mujer dando vueltas como un carrito loco. Ni siquiera una escena preparada de antemano hubiera resultado más estúpida. –¿Con qué medicamento la está inyectando, doctor? –Con agua. Lo miré extrañado. –Es un típico caso de esquizofrenia compulsiva – dijo–. En estos momentos está sufriendo un cuadro de hiper-realismo. –¿Y quién es Víctor? –Un personaje que necesita, para justificar su estado crítico. –¿Qué hora es, doctor? –Las cinco y cuarenta y ocho. Ya va a comenzar a 146
amanecer –se dirigió a la mujer, que continuaba dando vueltas y le preguntó– ¿Cómo se siente? –Mal. Me envenenaron con té de manzanilla. Todos están envenenados. Fue Víctor. –Muy bien –Ramírez la tomó por un brazo y la llevó hasta la puerta–. Es necesario que descanse. Ya le inyecté su medicina. Nosotros nos encargaremos de Víctor. –¿De verdad, doctor? ¿Le darán su merecido? –No le quepa duda. Pagará por eso. Se mostró más tranquila. Sentí lástima por su desnudez, a merced de los ataques de la esquizofrenia y el hiper-realismo. Mientras se marchaba miró un par de veces hacia nosotros. Llevaba cara de niña asustada. Arrastraba los pies descalzos sobre el cemento del vestíbulo, como la mayor evidencia de una desprotección absoluta. El doctor Ramírez regresó al Área Vital y yo sentí una desbordante sensación de alivio por la proximidad del alba. La noche me había parecido interminable, pero como todas las cosas de este mundo, llegaba a su fin. Tomé el libro de incidencias de los custodios nocturnos y escribí mi nombre, mis dos apellidos. Notifiqué que el servicio de guardia del policlínico de Jaimanitas se había efectuado sin anormalidades. Y los pacientes que asistieron a la consulta fueron atendidos por el personal médico con la profesionalidad característica. En aquel momento comenzaron a llegar las personas con indicaciones para realizarse análisis de laboratorio. Fui hasta el cuarto de Observación y toqué en la puerta. 147
–Paty… Paty… –¿Qué? –Las seis. Comenzaron a llegar los pacientes. –Gracias. Ya voy. Regresé a mi silla. Vi a través de las persianas a la aurora llegando y observé atentamente, puse mucha atención para asistir a ese minuto invisible que separa la noche del día. El instante en que el demonio de las sombras se esconde y le cede el protagonismo al ángel de la luz. Primero fue un violeta que tras mucho esfuerzo se volvió amarillo. Luego se fundió en un rojo vino. Mutilado finalmente por el níveo profuso. La enfermera apareció en el cuerpo de guardia, con el uniforme estrujado y totalmente despeinada. En la mano sujetaba un vaso plástico y en la boca mordía un cepillo con pasta dental. Avanzaba arrastrando los pies, impulsada por la ley de la inercia. –Custodio, pon el agua –dijo mecánicamente. Fui hasta el fondo del policlínico y encontré todos los bancos ocupados por personas con pomos con orine, heces fecales, o con los brazos listos para extraerse sangre. Entré en la caseta y por primera vez vi con claridad la palanca que había accionado en la oscuridad la noche anterior, junto a unos cables pelados que me hubieran electrocutado. El ruido del motor por primera vez no me tomó desprevenido. Otros ruidos de la ciudad que despertaba, de camiones, voces de personas que esperaban y el conjunto de otros ruidos, lo opacaron. Cuando regresé al Cuerpo de Guardia, la enfermera se lavaba la cara bajo el chorro del grifo. –Cuidado no te tragues un cangrejo –le dije. –No te preocupes. El cangrejo soy yo. 148
Su desgano invariable mostró una leve sonrisa, que desapareció por la irrupción del cepillo de dientes y las abluciones del dentrífico. –Me voy. Creo que ya terminé mi guardia –dije–. Te deseo un buen día. La enfermera estaba de espalda. No se volvió para devolverme el saludo. Le pedí de favor que apagara el motor cuando se llenara el tanque, pero ni siquiera me miró. Se encogió de hombros. Continuó inclinada sobre el lavadero. Abrí de par en par las puertas del policlínico. Entraron varias personas, que comenzaron a hacer las colas de las consultas y ocuparon rápidamente las sillas. Llegaron las enfermeras del turno de día y los técnicos de Fisioterapia, Rayos X y Ultrasonido. Se saludaron con besos, apretones de manos, chistes, algunos en tono lascivo. Me encontré absorbido por la vorágine del policlínico. Mi presencia carecía ya de importancia. Nadie se iba a robar nada, a no ser ellos mismos. Cuando salí del Cuerpo de Guardia me detuve un momento junto al huerto. Era esa hora, entre las seis y las siete, cuando la gente no disfruta aún de plena conciencia y actúa por impulsos preconcebidos. Los virtuosos se enorgullecen de la nueva jornada por delante, mientras los efímeros inician otra vez la atribulada senda de lo inaudito. Mi bolsa de verduras podía imprimirme cierta sensación triunfalista, si mis necesidades elementales se circunscribieran solamente a verduras. Pero una lista inacabable de carencias me atornillaba como un condenado a la silla del verdugo. Recogí 149
mi tesoro de la hierba y miré al cielo recordando mi estrella, pero había desparecido. Salí a la calle. Me crucé con personas que iban apresuradas hacia el trabajo y descubrí que les resultaba invisible. Comprendí entonces que debía apurarme y llegar a mi escondite antes que se hiciera completamente de día. Como esos vampiros que se desvanecen con la luz, porque es la noche su única posibilidad de existir.
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Hacía una década que no mantenía vínculo laboral con el estado. Ahora su trabajo a tiempo completo era escribir. Aunque no ganaba ni un centavo con eso. En todas sus historias los personajes andaban sin dinero, con hambre, corriendo tras la guagua, perdidos en la multitud, necesitando comprarse una camisa, con deseos de tomarse un trago… –¿Por qué no rompes con toda esa miseria y te pones a escribir sobre lo bueno de la vida? –¿Lo bueno de la vida? ¿Qué es? –Una historia diferente. Una mujer extranjera con mucho dinero se enamora perdidamente de ti y te saca de este mundo de asfixia. –¿Soñar…? –Si quieres llámalo así, pero puede ser más real de lo que imaginas. Por ejemplo, comienza ahora mismo, caminando por Obispo. Tú conoces esa calle muy bien. Seis de la tarde. No estás como otras veces, jineteando, andas ahora en una onda intelectual, leyendo un libro de Mark Twain en un estante de la Plaza de Armas… –¡Y entonces aparece ella…! No tiene más de treinta. Su ropa es nueva, ceñida. El oro brillando en sus manos y en el cuello, le da un aspecto de turista rica. Toma del librero Novelas ejemplares, de Cervantes, mira la ilustración, la contraportada, el machón, hace una pregunta. El vendedor de libros intenta estafarla diciendo que es una obra exclusiva, muy antigua. Ella dice que está buscando otra cosa… es cuando repara en ti, a su lado, abstraído en el libro. 153
Le desconcierta que hojees el libro y no la mires. Lo común es que el sexo opuesto sucumba a sus pies y personajes del más alto rango: políticos, ejecutivos, actores, deportistas, se deshagan en elogios ante ella. Se disgusta cuando le sacan fotos, pero es inevitable. Siempre algún paparazzi anda buscándose el pan por ahí y le toma una que después sale en las revistas. Entonces su tío, la llama desde Madrid preguntando ¿qué pasa? –Periodistas, tío. ¿Qué les vamos a hacer? Pero cuando un hombre no le muestra deferencia se alarma, se pone en guardia. Y aquel hombre corriente, tan corriente que al parecer no va a comprar el libro, sino leerlo allí, ni siquiera la mira. Eso fue lo primero que la motivó a elegir: la indiferencia. Tu talento vino después. Sonrió al pensar que el viejo diablo sureño utilizaba todavía a Tom y a Huck a través del tiempo. Quiso carraspear para llamar la atención del hombre que leía, pero halló cursi esa táctica. No tenía reloj para preguntarle la hora y socializar. Pedir que le indicara una dirección resultaría burdo. Cualquier interrogación que lo sacara del Mississippi hubiera sido un desliz. Entonces se sentó en un banco de la Plaza, a unos metros, y lo observó a su antojo. A fin de cuentas eso fue lo que vino a ver en Cuba, a los nativos. ¿Cuba no fue la colonia más importante de España? –ironizó mientras observaba al hombre–. Es decir, que mi tío hoy fuese dueño de casi todo aquí si los yanquis no hubiesen intervenido. Y a ella, le 154
correspondería algo también, ¿no? Vaya… ¡que se conformaba con el tipo que leía el libro de Mark Twain…! Aunque algo era suyo de este país, la mitad de las acciones de un hotel de Varadero, administrado por un lépero tozudo que todos los años le enviaba una postal invitándola a visitar el hotel. Poseía también una mansión en Portugal y un apartotel en Grecia, aunque casi nunca iba. Y algunas propiedades menores que a veces, cuando está aburrida, recuerda en diapositivas. Tuvo dos matrimonios por conveniencia, que lastraron sus sueños, aunque le dejaran sus fortunas, custodiadas rigurosamente por el profesor Gómez, encargado de las finanzas de la familia. –¿No estás apretando? –No. Ella tiene eso y mucho más. Pero su gran riqueza no es material, sino humana, al realizar aquella tarde el episodio más sublime de su vida: sentarse a mirar desde un banco de la Plaza de Armas a un reventado social que lee apurado un libro del estante, porque no tiene dinero para adquirirlo. Ningún dinero paga semejante acto: multimillonaria española, marquesa de Comillas, sobrina del duque de Tres, contempla extasiada al mayor fracaso literario del siglo leer a Mark Twain. Pasaron veinte minutos y en efecto, el hombre se estaba leyendo el libro. La mujer se preguntó cuánto valdría. De repente la inundaron unos deseos incontrolables de regalárselo, para que se sentara en un banco, o lo terminara de leer en casa. Le pareció petulancia. Siguió observándolo. En la novela Huck se daba gusto con la libertad, 155
viajando en balsa por la corriente del río acompañado de Jim y casi llegan a St. Louis. Cincuenta páginas les parecieron suficientes para un día. En una semana yendo a la misma hora se había leído varios libros y ya casi terminaba éste. Al vendedor no le molestaba. Tener público era saludable para el negocio. –Mañana vendré otra vez. A terminarlo. Colocó el libro en su lugar, se despidió del vendedor y se alejó de los estantes. Quiso regresar por la calle Obispo hasta la parada del P-4, pero seguro estaría terrible a esa hora. Caminó rumbo al mar. Mientras cruzaba la plaza observó a las palomas zigzagueando sobre los adoquines. Ningún turista le echaba migajas como en las películas. Las aves se proporcionaban el sustento solas, buscando entre las piedras. Se detuvo un instante a mirar a un caricaturista dibujar a un canadiense dentro de un grupo, o quizás belga, gordo, calvo, de nariz respingada, que se negó a pagar el cartón cuando el artista se lo mostró concluido. En un banco había un trío, cantándole el Son de la loma a dos mexicanos muy borrachos. Llegó al malecón. Se detuvo un momento junto al muro y miró el mar. La mujer se acercó al estante, compró el libro, lo guardó en el bolso, lo siguió. La historia de la construcción de La cabaña, ordenada por su tataratataratatara abuelo o, el abuelo que era abuelo del abuelo de mi abuelo, como llamaba su tío a sus ancestros los reyes, hubiera podido ser un buen entrante, pero el hombre estaba 156
demasiado absorto mirando el agua romper contra el muro, un agua negra con mosto de petróleo y mucha basura. Había un viejo sentado en el muro, pescando. Debía ser muy perentorio comerse algo salido de allí. La mujer recordó la vez que tuvo que comer pescado crudo en Bahamas. Andaba esa vez con su primer esposo, que por aquellos días daba sus pasos iniciales en el club de voyeristas. Y además ya casi saltaba del closet. Iban en aquel yate blanco y amarillo comprado en Cádiz, que jamás le gustó. Los acompañaba en la travesía el marinerito enamorado bobo que su esposo contrató en Barcelona, para aquel periplo por el Caribe. Durante la travesía el yate se averió en un cayo deshabitado. Luego comprendió que fue un ardid la rotura. Una idea loca de su esposo que intentó hacer un trío cuando se emborracharon, de noche, con el motor dañado. Y cuando vio que su idea era imposible, ordenó regresar, entonces el marinerito enamorado bobo descubrió que la avería iba en serio. La cosa se puso fea al apretar el hambre por la mañana y comprobaron que en la despensa sólo había vino, aguardiente, whisky, coñac, champaña, jerez… Su esposo por aquellos días daba también los primeros pasos en el club de alcoholismo. Obligados sin remedio a pescar, descubrieron que no llevaban avíos. De alguna forma el marinerito capturó algo, pero la cocina del bote tampoco funcionaba. Y para hacer la historia más trágica las yescas estaban húmedas, no consiguieron encender la fogata. 157
La carne del pescado era blanca, con hilos de sangre y sabor a cobre. Jamás se le olvida. Lo sacaron en helicópteros a los tres, y fueron a lugares más apacibles, pero ya el amor estaba irremediablemente dañado. Se divorciaron al regresar a Madrid. Esas eran las cosas que le gustaban de este país, que lo volvía distinto: aquella insistencia del anciano en el punto donde el sedal se perdía en el agua, como si de eso dependiera su vida. Reanudó la marcha detrás del hombre, por el malecón. Llevaba tres días buscando en La Habana su nueva base material de estudio. Y éste parecía «ideal» para su Psicoanálisis del mendigo, el tratado científico que venía escribiendo desde niña. Comenzó a trazarlo desde el primer día de cole, como esparcimiento a la hora del recreo. Después se volvió una condición de existir. Se fue compenetrando tanto con el tema, que salía por las noches en el auto de su padre acompañada del chofer, a atisbar los barrios pobres. Realizó muchas veces el tour del Soho en autobús. Le maravillaba observar a los vagabundos hurgando en los latones de basura. Hombres que se peleaban por un pedazo de pan. Mujeres prostituidas para darle de comer a sus hijos. Disfrazada, se mezcló con ellos, supervisada desde el auto por el chofer. Mientras más avanzó en su obra teórica advirtió la necesidad de un elemento práctico para un estudio profundo y un acercamiento científico. Comprendió que debía buscar un espécimen del más bajo estrato social, domesticarlo, convivir con él para extraer la «síntesis» que aportara la expe158
riencia objetiva, pero en las dos ocasiones en que se buscó uno, terminaron en un chasco, porque intimaba demasiado con la «base material de estudio» y descuidaba el trabajo. Se enamoraba y los hombres se aprovechaban. Intentó recordar sus nombres, ¿Fofinho…, Ibra him…? No recordar sus nombres le produjo alivio. Gracias al profesor Gómez, que invalidó sus tarjetas cuando se apasionó con ¿Fofinho?, y organizó una operación de rescate en jet, de noche, como en las películas… Estaba convencida de haber nacido para escribir ese libro, de carácter investigativo, incubando economía, ciencia, arte, folclor, ¡ay…! ¡Perdón…! Estaba distraída… La mujer había chocado con el hombre, detenido y volteado a ver quién lo seguía. Tuvo que sujetarla para que no cayera. Sus labios lo rozaron levemente cuando la sostuvo. –Esto es suyo –improvisó ella, aún presa del susto. Lo primero que advirtió el hombre fue su efluvio. Su olor exquisito, múltiple. Luego el libro de Mark Twain. –Me vio leyéndolo en la plaza… ¿Por qué se molestó? –Es un buen libro. Lo leí de niña. El hombre tomó el libro. Lo abrió en la página marcada, se sentó en el muro del malecón con los pies hacia el agua y prosiguió la lectura, como si fuera montado en la balsa por la corriente del Mississippi. Con Huck y Jim. La mujer se sintió ignorada otra vez, pero logró contenerse. Se sentó también sobre el muro. 159
Al poco rato el hombre terminó la lectura y lanzó una leve exclamación de goce. Quedó absorto durante diez minutos, que parecieron una hora, mirando la inmensa planicie azul perdida en el horizonte, serpenteada por la tenue luz del crepúsculo. Le dio las gracias a la mujer por el libro. Se dispuso a marcharse, pero ella lo detuvo. Le preguntó dónde vivía. El hombre señaló un punto lejano del litoral. Le propuso llevarlo en su auto. Él dijo que no era necesario. Todos los días realizaba aquel trayecto a pie. Ella insistió. –Estoy recién llegada a La Habana. Necesito información y pareces de fiar. Tal vez puedas ayudarme. –No sé en qué puedo ayudarte, si hasta tuviste que comprarme el libro. –Para comenzar puedes ayudarme con los sitios. Debo alquilar una casa, pero quizás sea más rentable comprarla. ¿Puedes acompañarme mañana a elegir? Convenció al hombre a que la acompañara al parqueo donde tenía su auto. Era una mujer sociable. Que añadía a sus palabras un ligero sabor científico. Él abrió la boca un par de veces. Para decir que era escritor. Y aún no había publicado un libro. Sentado en el auto, con el aire acondicionado refrescándole el espíritu y en la mano el libro de Mark Twain, vio pasar por su lado el paisaje habanero a toda prisa. Se persuadió una vez más que el destino era la cosa más soez que existe. Tantas veces que buscó inútilmente por las calles a una extranjera que se fijara en él, que le cambiara la vida, y cuando dice: 160
en lo adelante voy a sobrevivir valiéndome de mí mismo, aparece ésta. ¡Y qué mujer…! Ella percibió la química emanando del hombre. Puso música. Joaquín Sabina. Llegaron a un barrio de los suburbios. –Dobla aquí. Ahora a la izquierda… entra por ese callejón… a la derecha… izquierda… derecha… para aquí. El hombre le mostró su casa. Ella le repitió antes de irse que vendría por él a las diez. –¡Por favor, estáte listo! Cuando el auto se marchó, el hombre abrió la puerta y entró en su casucha, oscura por la ausencia de bombillos. Como no tenía nada de comer, ni un centavo en el bolsillo, se dejó caer en el piso, porque hasta la cama la había vendido. Estuvo mucho rato repasando los detalles que conformaban la aparición de la mujer ese día. ¿Qué demonios buscaba? ¿Para comprar una casa necesita a un tipo que ni puede pagar un libro? ¿Y si era un sueño? Se pellizcó y le dolió mucho. Estaba acostado en el piso con el ventilador roto, aguijoneado por los mosquitos. Mirando en la oscuridad el techo lleno de rendijas. Se quedó dormido. Al otro día comprobó que no era invención, ni sueño. El claxon del auto lo despertó a la hora prevista. Se asomó a la puerta, a medio vestir. Ahí estaba ella, tras el timón. Esperándolo con una sonrisa. 161
Él dijo que lo esperara un minuto. Se lavó la boca y se peinó con las manos. Se vistió con la misma ropa. No tenía más ninguna. –¿Por qué no estabas listo? El hombre subió al auto sin contestar. Salieron a Quinta Avenida. Ella puso música, otra vez Joaquín Sabina, como un himno. Repitió el rollo de su investigación en Cuba. Y que era una suerte que fueran colegas, porque a ella también le gustaba escribir. –Anoche estuve pensando… que te necesito. Estoy realizando… llamémoslo… un doctorado. Y necesito colaboración de gente de aquí. Voy a radicarme una temporada, que exige comodidades, una casa, un auto. ¿Sobre qué escribes? –Del empobrecimiento espiritual colectivo y el hambre de carencia. Se extrañó de sus palabras. Sonaron como a Don Miguel Iturria y Savón. En cambio la mujer apreció la definición en toda su magnitud. Me servirá, se dijo. Estoy segura. Puso más atención a la vía. Tres autos venían detrás de ella, a toda prisa. En las esquinas, uniformados advertían a los conductores que detuvieran la marcha. Era el presidente cubano y su comitiva. Al pasar por su lado creyó verlo a través de las cortinas. Recordó la vez de su visita a Galicia, cuando ella aún era una pava y su tío la llevó a conocer a «alguien que hacía mucho por los humildes». Se detuvieron en Avenida Séptima y calle 32, en Miramar. Subieron una rampa, tocaron un timbre incrustado en un muro. 162
Por una escotilla de la puerta se asomó un custodio. La mujer presentó una tarjeta. Le abrió la puerta. Entraron a una mansión de dos plantas con piscina, circundada por un inmenso jardín. Tres framboyanes proyectaban sombras sobre la piscina, sin embargo no se veía ni una sola hoja en el piso. La mujer habló con el custodio, que hizo una llamada. –Dice el vendedor que ya viene para acá –dijo el custodio cuando colgó el teléfono–. Mientras tanto, pueden esperarlo en las sillas de la piscina. Era casi mediodía. El agua refulgía al sol. Las sombras de los árboles hacían placentero el sitio. Ella preguntó su opinión sobre la casa. –Es lo más estupendo que he visto –dijo. –¿Te parece? –Sí. Los dos sintieron la extraña sensación de haber vivido antes, en otra vida, juntos en una casa así. De repente, los sacudió el mismo deseo de vivir, dormir, cohabitar allí, ¿tener hijos…? La voz del custodio los sacó de sus fantasías. Había llegado el encargado de vender la casa. Un hombre alto, bien vestido. Se acercó a la pareja. Con gestos elegantes los conminó a recorrer la mansión, que tenía buen precio y contaba con un recibidor y una sala grande. Comedor y cocina. Todo amplio y ventilado. En el ala derecha dos cuartos para el personal de servicio. El piso era de granito. 163
Una escalera en forma de serpentina subía a la segunda planta, donde había cuatro habitaciones con sus baños, una terraza que bordeaba la segunda planta y una escalera de caracol que subía a un mirador en la azotea. La marquetería y las puertas estaban en buen estado. El techo y las paredes parecían recién restaurados. No faltaban cristales, ni bombillos. La mujer lo inspeccionó todo con minuciosidad. Accionó los interruptores eléctricos. Hurgó en la madera y en la pintura. Salieron al área exterior y recorrió la casa por todo el perímetro. Miró entre los arbustos las casas vecinas. Caminó sobre el césped, descalza, complacida. –¿Se incluye el mobiliario en la venta? –Sí. –¿Me dijeron que tenía una perrera? Porque tengo que mandar a traer mis críos. –Sí –dijo el vendedor–. Atrás. Fueron hasta una construcción cerrada con candado, al fondo de la casa. El hombre comprobó que aquella perrera era más grande que su casa en Jaimanitas. La había acompañado en la inspección como un zombi. La sensación que lo asistía era la misma que cuando iba a los museos. –Me la quedo –dijo la mujer. El vendedor dio un imperceptible saltillo, al ver la posibilidad de vender. –¿Entonces firmamos? –Ahora mismo –dijo la mujer y sacó de su bolso una estilográfica. –Bueno… –el vendedor titubeó–, era un decir… 164
necesito tiempo… debo ir por el abogado… tal vez mañana, en horas de la tarde… ya podamos… –Parece que no entiende. Nos la quedamos… ahora mismo…–, se volvió al hombre –, dame tu identificación. El hombre, como un estúpido, balbuceó: –¿Identificación…? –Dámela –repitió la mujer, con autoridad. Y ahora quien se turbó fue el vendedor. –¿La casa va a su nombre? –preguntó. –Sí –contestó la mujer –, voy a comprarla para él. Leyó su nombre y los apellidos. Los memorizó. –¿No crees que es una historia absurda? ¿Qué mujer regala una casa a un desconocido, así por así? –Ésta… Y prepárate para lo que viene, porque es sólo el principio. –No me digas… –Con ella conocí la vida. La alta cocina. El confort. Los buenos modales. El buen vino. Recorrí lugares de Cuba que ni en sueños hubiera concebido. Es una millonaria, no lo olvides, marquesa de Comillas, sobrina del duque de Tres. –No lo olvido. Con poder suficiente para contratar por teléfono aquella noche, a tus espaldas, cuando estabas como un bobo contemplando la piscina, a un detective del consulado español para investigarte. –¿Sí? El vendedor terminó de llenar los formularios y la mujer le entregó un sobre que sacó del bolso. –Es un incentivo… para que se menee… Échele un ojo. El vendedor de casas abrió el sobre y se estremeció al ver su contenido. Iba a deshacerse en elogios cuando la mujer lo cortó. –He comprado esta casa porque tengo premura 165
en habitarla. Sé que debe legalizarla un abogado y todo ese rollo del registro. Eso lo resolverá usted en lo que queda de la tarde. Cuando regrese con todos los papeles, pago la casa en efectivo. Necesito que ahora, cuando salga, se lleve al custodio en su auto. El vendedor palpó nuevamente el sobre y dijo que sí, correría a buscar al abogado. Pero el custodio puso mala cara cuando supo que tenía que marcharse de inmediato. Al parecer se le estropeaban de repente muchos planes. –Bueno… esta casa ya es nuestra –anunció en voz alta la mujer, para que el custodio la oyera–. Mientras buscan las escrituras voy a hacer un par de llamadas. Ven, vamos a sentarnos en estas sillas. El hombre sintió la mano de la mujer jalándolo, una mano de terciopelo, tibia, muy cuidada, entonces tuvo la seguridad total de estar soñando, y mientras se sentaba en la silla de la piscina y la miraba hablar por el celular, de espaldas y en voz baja, se preguntó, ¿qué demonios iba a pasar con su vida si aquello al final no resultaba un sueño? La mujer realizó una segunda llamada. Esta vez habló con voz tirana, como si le hablara a lacayos. Ordenó que prepararan a los críos para el viaje, y que no olvidaran vacunarlos. Realizó una tercera llamada, pero ahora fue respetuosa y dócil. Dijo que estaba en los trámites de comprar la casa. Que llamaría más tarde para contarle. Hizo una pausa. Le tomó una foto al hombre con el teléfono y la envió. ¿Qué le parece? Sonrió. Se despidió y colgó, guardó el teléfono. Se estiró con pereza. Su esbeltez se pronunció en un arco. –Debemos tomarnos un trago por esta nueva casa –dijo. El hombre sintió de repente unos deseos enormes de beber y emborracharse hasta caer de bruces, 166
para ver si todo aquello, en estado de embriaguez, se hacía creíble. –Al rato vamos a por las bebidas. Al caer la tarde regresó el vendedor, acompañado de un hombre que se presentó como abogado de la Dirección de Vivienda. Todos los papeles estaban listos. Se sentaron en la sala. La mujer leyó con detenimiento el contrato. Preguntó hasta por los detalles mínimos. El hombre firmó en el lugar que le indicó el abogado. La mujer guardó en su bolso la escritura de la casa recién comprada. Sacó varios paquetes de billetes. Pidió que los contaran. Todo estaba bien. El vendedor y el abogado estrecharon la mano a la mujer, deseándole felicidades por la adquisición. Al hombre apenas lo miraron. Tal vez se preguntaban, ¿cómo rayos había conseguido este tipejo, una mujer tan espléndida y una casa tan grande? –Una cosa más. ¿Dónde puedo contratar personal de servicio? Una cocinera, una mucama y un jardinero. El vendedor sacó una tarjeta. –Llame aquí y pregunte por el señor Andrés. Le entregó las llaves de la casa y se marcharon. Cuando estuvieron solos la mujer le propuso salir a buscar víveres. Cerraron la casa y la verja de la calle. Subieron al auto y ella se quedó un momento absorta en sus pensamientos, ida del mundo por espacio de un minuto, antes de encender el auto. 167
El hombre quiso imaginar en qué pensaba. ¿Será una loca escapada de un manicomio? Pero en aquel lapso de un minuto que ella estuvo lela y él pensando que estaba loca, la mujer pasó revista velozmente a su plan de trabajo. Dio por terminada la fase uno, «descubrir, captar y ubicar a la base material de estudio», es decir, al hombre sin dinero, ni empleo, ni perspectivas de futuro. Luego repasó la fase dos que seguía, «instalar el domicilio». La convivencia, única forma efectiva para realizar un estudio profundo. Crear un ambiente familiar, para examinar la evolución del individuo ante un cambio tan drástico en el nivel de vida. Analizar en un periodo de seis meses cómo variaba la condición humana de un desposeído extraído del vulgo, vuelto de golpe un sujeto de alcurnia. La naturaleza de su investigación consistía en sondear, desde el punto de vista sociopolítico, los extremos de la escala social en un mismo individuo. El profesor Gómez, tesorero de la familia, la había apoyado desde el inicio en la realización de su proyecto. Ella lo convenció en el viaje a Marruecos, en un peregrinaje por las calles de la Medina. Le demostró al académico que la vida se debe calibrar, por la virtud de despojarse de cualquier bien a cambio de un minuto feliz. Ese año hicieron el camino de Santiago y el profesor Gómez logró su minuto feliz, entonces juró apoyarla hasta el fin. Aunque algunas veces tuvo que poner mano dura, cuando ella terminaba enamorada, el trabajo se detenía y los gastos se volvían pérdidas irresolutas. 168
Pero cuando lograba avanzar en su faena aunque fuese una cuartilla, se reimpulsaba. Si se gastaba una fortuna y avanzaba esa cuartilla, entonces se sentía una investigadora social en curso. En el mercado de Tercera y 70 compraron vino, manzanas, uvas, cerveza, whisky, ron, refrescos, agua, vinagre, vino seco, sazones, carne de res, carnero, conejo, jamón, queso, chorizos, salchichón, pollo, yogurt, leche, aceite, turrones, frazadas de piso, edredones, sábanas, fundas, toallas, cortinas, un refrigerador, dos televisores, un DVD, un estéreo, almohadas, cigarrillos, fosforeras, copas, vasos, cubiertos, manteles, jabones, detergente… –¡¿Eh?! ¿Se llevan la tienda? –Casi. La mujer necesitaba activar la casa y cargó con todo eso y una lista más que cargó en una camioneta alquilada en el parqueo del mercado. Le pagó un dinero adicional al chofer para que lo bajara todo y lo colocara en los lugares que le indicó. No permitió que el hombre cargara nada. En la tienda también compró una muda de ropa y un par de zapatos para él, escogidos con mucho tino. Cuando salió del cuarto, vestido con las ropas nuevas, parecía otra persona. Anochecía en Miramar. La mujer abrió una botella de whisky y brindaron varias veces, por la casa, la piscina, la escalera de serpentina, los framboyanes, el custodio que se fue muy enfadado, por la nariz verrugosa del vendedor, por los modales taciturnos del abogado… La mujer jamás se había sentido con un extraño 169
tan a gusto, intuía que muchas cuartillas iba avanzar en su estudio con aquel desposeído encontrado en la Cuba comunista del siglo veintiuno. –Tengo que hacer otra llamada –dijo. Con una sola mano para no soltar el vaso de whisky, marcó el número que aparecía en la tarjeta que el vendedor le diera por la tarde. –Por favor, con el señor Andrés. ¡Qué bien! Necesito, señor Andrés, un jardinero que me sirva de celador y en ocasiones de chofer, una cocinera de mediana edad y una mucama, lo más joven posible. ¡Pues para hoy, hombre! Bueno… bien… ¿Para mañana? A primera hora. Sin falta. Le envío la dirección en un mensaje. –Parece que pasaremos la noche solos –dijo la mujer. Escribió la dirección de la casa y envió un mensaje al señor Andrés. Le pidió que la acompañara a dar otra vuelta por la propiedad. Descubrieron el motor de bombeo que llenaba los tanques de la azotea desde la cisterna. Notaron que sobre el muro del fondo de la casa faltaba un tramo de la cerca de púas. Revelaron que cuando alguien se paraba en la acera o pasaba por la calle se distinguía a través de una pequeña abertura de la verja. Bebieron mientras caminaban por el jardín. Ella encendió todas las luces de la casa. Y las farolas exteriores. Le pidió al hombre que subiera del auto una maleta donde traía sus cosas, pero él no supo abrir el maletero y a ella eso le causó mucha risa. Luego guardó el auto en el garaje y bebieron más whisky en la cocina, friendo lonjas de jamón y comiendo queso, de pie, mientras conversaban. 170
Ella dijo más de una vez que lo prioritario al día siguiente era entregar el auto rentado y comprar uno nuevo. Lo segundo, comprar una computadora y una mesa de trabajo, para que él comenzara a escribir, porque iba a ayudarlo a publicar un libro. ¿Fue la posibilidad de escribir, el mazazo? ¿Tener comida segura, una cama tibia, aire acondicionado, una computadora para realizar tu sueño de escribir, lo que terminó embobándote por completo? Me hallaba muy lejos de imaginar que era el centro de un experimento, donde subiría desde el piso al pináculo de la escala social, por seis meses, para después ¿caer? O si no, ¿cómo creía que podía terminar todo aquello? –Mucho mejor que como terminaría si continuaras viviendo en tu casucha, que es más pequeña que la perrera de esta mansión de película. –¿Tú crees? –Sí. Después pensó en su barrio y en sus amigos. Antes de salir aquella tarde rumbo al librero de la Plaza de Armas a leer a Mark Twain, había pasado por casa de su amigo el Rasta, ocupado como siempre en los preparativos de una salida ilegal del país. El Rasta poseía el récord de más intentos de salidas ilegales fallidos: diecinueve. La última vez casi perece ahogado por una ola que lo lanzó contra unos arrecifes, por Santa Cruz. Murieron en aquella aventura Alexis el Gato y Maykel, del reparto Flores. Ahora el Rasta decía que estaba construyendo un submarino con dos tanques de aluminio y una hélice de lavadora, para cruzar el estrecho de la Florida. Solo le faltaba resolver el problema de cómo almacenar oxígeno.
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La mujer abrió el portón, salió a la calle y miró arriba y abajo. Estaba desierta, oscura, con autos estacionados en las dos aceras, muchos árboles y una garita de policía en la esquina. La casa estaba enclavada en Miramar, una zona de embajadas y residencias, con fuerte protección policial. No le pareció prudente contratar un servicio de alarmas, por el rollo del contrato. Sus críos eran más confiables que una agencia. A media noche la mujer enseñó al hombre cómo abrir una botella de vino. Bebieron bajo las luces que circundaban la piscina. Al terminarse la botella de repente se quitó la ropa y se lanzó de cabeza a la piscina. Su espléndida figura desnuda brilló como un haz diamantino en la elipse que describió antes de desaparecer en el agua. El hombre también se desnudó, pero bajó por la escalerilla. Fue hasta ella lentamente, la abrazó y comenzó a besarla. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Además la más perfumada, la más inteligente, la más resuelta, la más audaz, la más atrevida, y sobre todo la más rica. Jamás en su vida había conocido una mujer más rica, más apetitosa, más sabrosa y más complaciente, que aquella marquesa que ahora se dejaba penetrar dentro del agua por el supermasculino intransigente del pobre diablo con hambre de carencia, que con fuerza y ritmo la hizo contorsionarse contra los azulejos de la orilla y gritar de placer. Sumamente borracha, confesó que nunca, ¡jamás!, se había entregado de una manera tan desinhibida. 172
¡Y sin protección! Rio a carcajadas un buen rato, hasta que terminó poniéndose triste. Dijo que jamás se había enamorado. –¡Y si esta ostia no es amor, que venga Dios y me lo diga! –Rio otra vez, largamente. Después lo besó. En cambio él musitaba incoherencias. Nada que superara su buen rendimiento sexual en la piscina. Mejoró un poco, al recitar un poema de su autoría. Después gritó, como para que lo oyera Miramar entero, que no quería casa, ni auto, ni dinero, ni lujo. ¡Solo quería su amor! ¡Su amor…! La abrazó con fuerza. Lloriqueó en su pecho. Y terminó vomitando la vida sobre el césped. Después de tanta hambre espiritual y física, aquella tormenta de alimentos, bebidas, ostentación y amor, fue una especie de purgante que casi lo aniquila. La mujer lo acostó sobre el césped. Le puso el calzoncillo y le metió hielo en los huevos. Lo dejó dormir. Llamó nuevamente a Madrid, al profesor Gómez. Estaba completamente desnuda, envuelta en una toalla, sentada con un vaso de coñac, mirando al hombre dormir. –¡Cumplida las fases uno y dos! ¡A la vez! ¡Tal como lo oye! Ahora yace en el suelo, borracho. ¿Quiere una foto así? ¿Para el archivo? –envió la foto del borracho con los huevos helados dormido sobre el césped–. Por supuesto, profesor, la casa comprada a su nombre, para evitar rastros. ¡Claro que guardé la propiedad! Mañana vamos por el auto. Y le doy el primer dinero. No se preocupe, los gastos van como lo previmos, ni más ni menos. Sí, voy a utilizar solamente esa tarjeta. Dile a mi tío que 173
ando por Grecia… o Turquía. Necesito a los críos. Embárcalos en el primer avión que salga, pero que primero los vacunen. Bueno… entonces que sea la semana próxima. Sí, estoy segura que esta vez saldrá. Además, el hombre me ha resultado escritor, ¿imagináis la cooperación que dará? Sí, parece que tiene pulso. Me recitó un poema… ¡De la ostia…!. Recuerde cuanto antes mis críos, profesor… Hizo otra llamada, pero no comunicó. Bebió y fumó en silencio, mirando el amanecer y al hombre roncar. Un rato después tocaron el timbre de la calle y una voz de mujer, preguntó por Emilio. –¡¿Qué Emilio… joder…?! –El custodio… –¡Ah… ¿ése…?! Se fue… –¿Cómo que se fue? ¿Adónde? –No sé… no tengo idea… –¡Oiga, escuche…! ¿Quién es usted…? –¿Yo? ¡La reina de Saba! ¡Arreaaaaaaaa…! –la española le dio la espalda y regresó a su silla. Se enroscó en la toalla. Otra vez se escuchó la voz de la mujer llamando. –¡Largaos…! ¡Rameraaaaaaaa…! –gritó fuerte, para que la escuchara el policía de la esquina. Se escucharon sus pasos alejarse. Hubo un silencio total. Se escucharon los electrones en su transcurso por los conductores de alta tensión. Se repitió que debía apurar a sus críos. Hecha un ovillo en la silla observó otra vez la casa. Comprobó que le gustaba. Más que la mansión de Grecia, que estaba enclavada encima de un risco, a orillas del Mediterráneo. 174
Y la de Portugal, que a ella le recordaba una mezquita. Repasó mentalmente lo que debía puntualizar por la mañana con la servidumbre. Lo más importante, no podían revelarle al hombre sus verdaderas identidades. Por nada del mundo. Debían concebir nombres y direcciones falsas. Era la base del contrato. Hizo también un estimado de las cosas que faltaban por comprar para la casa y las memorizó. A las cinco de la mañana unos pasos se detuvieron en la acera frente al portón del garaje. La mujer vislumbró una silueta que oteaba por la abertura. Tomó la botella de vino y la estrelló contra el muro. La figura se alejó corriendo. –Necesito a los críos… Pudo dormir unas horas cuando amaneció. A las diez la despertó el timbre. Una voz anunció que venía de parte del señor Andrés, por el empleo de jardinero. La mujer zarandeó al hombre, que dormía en el césped. Se levantó de un salto, avergonzado de hallarse en calzoncillos. Subió corriendo a la habitación. Le dijo al recién llegado que esperara. Y subió también. Se ducharon juntos, en silencio. Se vistieron. Cuando bajaron parecían un matrimonio. Ella recibió al recién llegado en la sala. No lo dejó terminar la frase «vengo de parte del señor Andrés», le dijo que necesitaba un hombre íntegro 175
para aquel empleo. Fungiría como jardinero, celador y en ocasiones chofer. Le pagaría el doble de lo común. –Cuente conmigo para ese trabajo –dijo, ¿Manuel?, con tono solemne. –Necesito el jardín limpio y el césped cortado y húmedo. Y la piscina limpia. Y que arregle un pedazo de cerca del muro de atrás. Como celador que vigile por la noche en la garita. Esto será sólo hasta que lleguen los críos. Por las guardias le daré un extra –le entregó un papel–, es una lista de compra. Aquí están las llaves del auto. Tome este dinero. Está todo calculado. Guárdese el resto. –Cómo diga, señora… –Del Sol, puede llamarme señora Del Sol. –¿Y al señor? –Señor, a secas. El jardinero hizo un gesto de cortesía hacia el hombre con la cabeza, con reserva. –Vaya ahora mismo… Y fíjese a ver, que están tocando en la puerta. El jardinero titubeó. La mujer repitió: –¡Pero hombre… están tocando en la puerta…! Cuando el jardinero abrió, dos mujeres entraron a la propiedad. Una mulata cuarentona de buena figura y una joven, rubia, delgada y bonita, que al entrar a la mansión le echó al hombre una mirada lujuriosa. –No compliques las cosas. Deja a la muchacha tranquila. –No quiero complicar nada, la muchacha me miró y tarde o temprano me mirará otra vez. Estoy seguro. –Sigue con la mujer, que es el centro de todo. No te detengas en minucias. La mujer española que se hizo llamar Del Sol ante 176
su nuevo personal de servicio, le explicó detalladamente en qué consistirían sus labores. La cocinera se encargaría de la elaboración de los alimentos y mantener la cocina limpia. Le entregó un libro de recetas, muy usado. Algunos platos tenían correcciones escritos a tinta, con otros ingredientes añadidos y distintas formas de preparación. La cocinera los leyó y asintió con la cabeza, con una mueca de asombro. A la mucama le explicó que sus experiencias anteriores con empleadas de avanzada edad habían resultado agotadoras y tristes, por eso pidió a una joven. Su trabajo, cambiar todos los días la ropa de cama, limpiar la casa, quitar el polvo, lavar la ropa, servir en el comedor… –Hay dos habitaciones para el servicio –las señaló–, pueden usarlas. Deben hablar conmigo todo lo concerniente sobre la casa y el trabajo. Al señor no deben molestarlo para nada. ¿Está claro? La mucama miró al hombre otra vez y la española lo notó. –Puedes irte, Manuel. Compra toda la lista y recuerda, guárdate el resto. Nosotros vamos a ayudar a… ¿Yany? a limpiar y a recoger. Luego saldremos a limpiar el jardín y los exteriores. Dejaremos a… ¿Enma?, en la cocina cociendo el conejo al jerez, que está en el libro. Yo le daré vueltas, no te preocupes. Hoy vamos a comer y beber en la piscina, todos juntos. Solo hoy. A partir de mañana, cada uno a su oficio. Abrió el bolso, sacó varios billetes de cien euros y los repartió por igual entre sus nuevos empleados. –¡A trabajar! La mujer sirvió tragos y puso música. Terminaron de vestir las habitaciones, habilitaron los baños con jabones, limpiadores, toallas, cortinas. 177
La mucama no desaprovechaba ocasión para mirarlo. En una ocasión en que la española había bajado a darle una vuelta al conejo, le preguntó si no se habían visto antes. –¿En el Chan Chan de la Marina Hemingway? ¿En la discoteca El diablo tun tún? El hombre respondió que no conocía esos sitios. Llegó el chofer con las compras. Acondicionaron todo en su lugar. Abrieron una botella de whisky. Comieron a las seis, todos juntos, en una mesa de la piscina. La marquesa creyó dar un toque verdaderamente objetivo a su estudio, al cenar con la servidumbre. Comió con las manos como la mucama. Se sirvió el puré de papas con la mermelada, igual que Manuel. Se hurgaba con el dedo entre los dientes, como la cocinera. Eructó varias veces sin recato, como el hombre. A las diez de la noche, en una de las sillas plegables, habló a solas con la mucama, que se veía bien mareada. La joven dijo que estudió en una escuela de arte y se graduó de teatrista, pero jamás ejerció el oficio. Su padre poseía una carpintería particular y realizaba trabajos menores, con eso sobrevivían. Eran tres hermanas, una vivía en Italia, en Milán, pero no ayudaba. La otra hermana está estudiando música obligada por el padre, pero no le gustaba. Su madre murió joven. Ella se mantenía con trabajos que a veces le caían, y de la carpintería. 178
Aunque hablaba con tristeza, seguía el estribillo de la música. La mujer entró a la casa y fue a la cocina, donde Enma empacaba. –Mañana el señor y yo vamos de compra. Almorzaremos fuera. Prepara la cena para las seis. Cordero al ajillo. Llévate esto –le regaló una botella de coñac–. ¿Tienes marido? –Sí. Es militar. La española se puso en guardia. –Bombero. Respiró aliviada. La cocinera le contó que tenía un hijo autista. Una tragedia. El padre se iba a jubilar, para atenderlo, y ella trabajaría para sacar la casa adelante. La española le regaló un turrón para el hijo autista. Instruyó al chofer que llevara a las mujeres hasta sus casas. Y al regresar que guardara el auto en el garaje. Y que hiciera la guardia. Le dejó en la garita todo lo necesario para pasar la noche. Cuando Manuel regresó, la pareja estaba haciendo el amor en la habitación que daba a la piscina. Los quejidos de placer se escuchaban en la garita. Manuel encendió el radio y puso música, para no oír. –¿Qué viene ahora? ¿La compra del auto? –Sí. Al otro día, cuando la mucama y la cocinera se incorporaron a sus labores, la mujer dio instrucciones de cómo llevar el día. A Manuel lo liberó, para que fuera a su casa. Luego hizo una cosa muy extraña, llamó a la empresa de teléfonos y pidió que retiraran el servicio. 179
Y advirtió a los empleados que no podían utilizar celulares en la casa. La mucama preguntó qué hacer en caso de emergencias. –¡Ostias! ¡En caso de emergencia tenéis una garita de policía en la esquina! Entregaron el auto rentado en el hotel Copacabana y fueron en taxi a la agencia de auto. –Salta esa parte. Sabes bien que no sé conducir. Ni me gusta. –Dentro del plan de la mujer contaba regalarte un auto y cuando a ella se le mete una cosa en la cabeza, no hay Dios que la pare. Así que te compró un Toyota blanco. –¿Un Toyota blanco? Me cuadra. ¡Tremendo voltaje! –¡Deléitate, pedazo de inútil! ¿Qué mujer le compra un Toyota a un palmado como tú? –Ella, que actuaba con plena convicción. Tal vez la enloqueció mi poema. –¿Y no crees que haya algo torcido en tanto dar? –No sé… ni me interesa… Fueron hasta el centro de negocios Miramar, en el auto nuevo y compró una computadora Acer, una mesa de trabajo y una silla giratoria muy cómoda. Contrató a un técnico instalador, que colocó la mesa con el equipo en el lugar de la habitación que ella escogió, junto a la ventana que daba a la piscina. La mesa de trabajo era de madera pulida y la Acer súper rápida, fantástica, en comparación con aquella vieja AT-486, de monitor en blanco y negro, casi ilegible, y con accesorios reciclados de 180
otras máquinas más viejas aún, que había tenido una vez. Recordó cómo debía guardar los cambios, tras finalizar cada cuartilla, porque la computadora se apagaba continuamente y se perdía la información. Por la noche sacaba el disco duro y se lo llevaba al Pelly, para que lo pusiera de esclavo en su Pentium 4 y lo quemara a un CD, que al final terminaba inservible, por el mucho tiempo de guardado. La mujer colocó un florero con rosas malvas junto a la computadora, dijo que para la buena suerte. Metió dos banderas dentro de un vaso, una española y la otra cubana, enlazadas con un pulso de oro. –¿Estás bien así…? ¿Estás cómodo…? –Muy bien. –Quieres una almohada para la espalda. –No. Gracias. –Cualquier cosa que necesites, pídelo. –No necesito nada más. –¿Un trago? –Bueno… –¿Whisky…? ¿Coñac…? ¿Ginebra? –¿A qué sabe la ginebra? –¡Sabe a la ostia…! Pero Hemingway decía que en ayuno era lo mejor para empezar… –No estoy en ayuno, probaré otra cosa… –¿Quieres que abra un Felipe II? –Sí… vamos a ver cuánto impulsa la realeza… Cuando estuvo familiarizado con el computer sus dedos volaron sobre el teclado. Tenía que andar aprisa para que no se le escaparan las ideas, que eran muchas y llegaban en grupos. Casi de noche aún estaba metido en el texto. Ella salió del baño, envuelta en la toalla y fingió que se peinaba. Por el espejo lo veía trabajar. 181
–Eso es… Escribe. Redacta. Plasma. Concreta. Exterioriza. Suéltate. Adelántame el libro, hasta el fin, chaval. Que ahora sí la manzana se picó. Yo estaba segura que contigo iba a dar en el clavo. Te voy hacer tan feliz, con dinero y con lujo, que no te hará falta un libro para sentirte henchido. Bajó las escaleras en saltillos cantando una ópera. Entró brevemente a la cocina, a por el cordero. Saludó a la mucama de pasada. Estaba disfrutando de la vida hogareña como una persona común. Salió al jardín. Caminó por la acera que bordeaba la piscina. Hizo una llamada a Madrid y habló con su asistente. Preguntó cómo iba el final de la luna miel de Carlos con Camilla. ¿Viste que tiene el rostro compungido como cuando vivía junto a Diana? Indagó si Carla Bruni había recibido el encargo. Y si la princesa Leticia confirmó su participación en el evento del sábado. Impartió orientaciones. Ordenó que no la molestaran. –De ahora en adelante, cualquier asunto, que lo traten con la señora Irene. Luego llamó al profesor Gómez. –Sí, profesor. Como le digo. Ya estamos instalados. Es una casa confortable. Me gusta. Sí, profesor… me estoy alimentando… no se preocupe. ¡Claro que retiré el servicio telefónico! ¡Fue lo primero que hice! ¡No se preocupe! ¡No tiene forma de comunicarse con el mundo exterior! No. Tampoco hay Internet. Quede tranquilo… he seguido sus indicaciones al pie de la letra. ¡Los críos, profesor, cuénteme…! 182
El hombre se asomó a la ventana y vio la noche sobre Miramar. Y a la mujer bajo las luces de las farolas hablando por teléfono. Se despidió del profesor. Le hizo una seña con la mano. Que bajara a comer. En aquel momento, en Jaimanitas, su amigo Mandy acompañado de tres hombres empujaba al agua un armatoste construido de madera y poliespuma, para cruzar el estrecho de Florida. Mandy, al igual que el Rasta, siempre vivió con la idea de marcharse del país. Pero construir una balsa requería de recursos: neumáticos, planchas de zinc, poliespuma, tablas, tornillos, clavos, una máquina de soldar para sellar la estructura y hacerla resistente, equipos de navegación, porrones para el agua, alimentos… y Mandy que siempre ha vivido al pairo, en un cuartucho sin agua ni luz, no tiene libreta de alimentos porque no tiene dirección en La Habana, y tampoco le dan trabajo para sustentarse. Come lo que a veces le regalan los vecinos. Tiene un solo pantalón, una camisa, un par de zapatos. Lo único verdaderamente posible en Mandy es zarpar. –Tú podías haber sido un tripulante más –se dijo. –Gracias que apareció ella. –Ir en una balsa por el río con Huck y Jim es solo un símbolo. Al final de la obra debo estar en el tablado, no mirando el toro desde la barrera. La noche anterior al encuentro con su marquesa, cuando le hizo la visita diaria a Mandy, su amigo le confesó que se iba a tirar en una balsa con un blanquito del reparto Buena Vista y dos negros de Jaimanitas. Mandy le contó que el blanquito puso el dinero 183
para construir la balsa y los negros pusieron la mano de obra. La contribución de Mandy en la expedición era una brújula y sus conocimientos de navegación. –Pero existen fallas de origen –dijo–. Estoy seriamente disgustado con los negros, porque se traen algo entre manos. Me pidieron que le diera la brújula, que es mi pasaporte para embarcar. Cuando le dije que no, se molestaron. Son un par de vagos, solo piensan en comer y emborracharse. Dicen que cuando lleguen a Estados Unidos el gobierno va a estar en la orilla con los brazos abiertos, esperándolos. El blanquito de Buena Vista había gastado mucho dinero en materiales. Todos los días pagaba cuatro almuerzos y una botella de ron. Además del alquiler por el lugar donde estaban construyendo en secreto la balsa. Y también el camión que los transportaría hasta la orilla. –Los negros son intermediarios en las compras. Le clavan todo a sobreprecio al blanquito. ¿Qué opinas? Aunque no sabía absolutamente nada de salidas ilegales, aconsejó a su amigo dejar en tierra las discrepancias. En medio del mar la presión es muy grande. Cualquier disputa puede ser fatal. Le recomendó que lo amarraran todo, el agua, los remos, la comida y hasta ellos mismos, cualquier pérdida puede ser decisiva. Y si se vira la balsa deben cortar la soga que los ata, pues corren el riesgo de enredarse, quedar debajo y ahogarse. –No se pueden llevar armas de ninguna clase –dijo Mandy–. Es un acuerdo. –¿Y los otros? ¿Tú crees que cumplan? –El blanquito no sé, pero estoy seguro que los 184
negros se traen algo entre manos. Yo por si acaso llevaré esto –mostró una chaveta afilada que guardaba bajo la camisa–. ¡En situación extrema, el peligro soy yo…! Sintió ganas de saber quiénes eran los negros, seguro los conocía, pero no quiso preguntar. Intentó disuadirlo a que dejara esa locura, la posibilidad de morir en el intento era muy grande… pero Mandy no lo dejó terminar. Le pidió que echara un vistazo a su cuartucho. Luego le dijo: –¿Para qué quedarme? Estoy muerto hace rato. Y él ahora en Miramar, en aquella mansión de lujo, con tanta comida. Hasta con sirvienta… –¿Qué pasa? ¿No te gusta el cordero? –Sí. ¡Exquisito! –El hombre masticó un pedazo de carne pensando en su amigo Mandy, a esa hora en el agua, rumbo al fin. –¡Enma cocina muy bien! –dijo en voz alta la mujer, para que la cocinera la escuchara. –Lo que hace este país con los hombres –las palabras de Mandy resonaban ahora en sus oídos, mientras masticaba el carnero–. He perdido hasta los dientes intentando irme de Cuba y ni siquiera puedo ponerme prótesis porque no tengo dirección de La Habana. Estoy cansado, de vivir, de luchar, de esperar. Quisiera cuando me muera me incineren y mis cenizas las tiren al mar, para ver si las olas la llevan a otra parte y reencarno lejos. He viajado toda la isla, de San Antonio a Maisí, y ningún pueblo de Cuba vale un centavo. Los cubanos son analfabetos funcionales. Estoy dispuesto incluso a irme para otro país como esclavo, por un año. Trabajar sin cobrar salario, en una caballeriza, o limpiando baños, ¡en lo que sea!, por tal de salir de aquí. Pero lo del Rasta se pasa de cas185
taño. ¡Irse para los Estados Unidos en un submarino hecho con dos tanques de aluminio y un motor de lavadora! ¡Va a necesitar que Julio Verne resucite! La casa se le está cayendo a pedazos y para colmo, tiene una hija de nueve años que alimentar. Se ha tirado diecinueve veces al mar y la última vez se salvó de milagro, pero ¿un submarino? Es demasiado. Tal vez construya su propia tumba, como el capitán Nemo, y se vaya al fondo del mar, a descansar. Pero quien se fue a descansar aquella noche a las profundidades fue Mandy, que nunca más se supo de él, ni de los negros, ni del blanquito de Buena Vista. –¿No habíamos acordado crearnos una nueva vida y olvidar la miseria? –La miseria sale sola –se dijo. –Haz lo siguiente, en cuanto termines de comerte este rico cordero y beber el vino blanco de la Rioja, sube a tu habitación, prende el aire acondicionado, ponte a ver una película en el DVD, hazle el amor a esta preciosa miembro de la realeza y, a descansar blandamente en el colchón de plumas. ¿Qué te parece? –Buena idea. En cambio no pudo dormir después del amor. Seguía pensando en su casa y en su barrio. –La única ventaja de ser pobre radica, en que ante una desgracia se pierde lo mínimo –se dijo. En aquel momento la mujer se volteó y dejó al desnudo sus senos, aún erectos de placer, el monte de Venus, rubio, recortado, y sus piernas torneadas. 186
Las únicas luces de la habitación era el resplandor de las farolas de la piscina. El hombre se levantó en silencio, se puso el pantalón y bajó descalzo las frías escaleras de mármol, en penumbras. Salió al portal. La silueta de Manuel se dibujaba sentada dentro de la garita. Abrió el garaje. Contempló el auto. Desde que la mujer lo compró por la mañana el hombre estaba luchando para contenerse y no gritar: –¡Tengo un autoooooooooo…! ¡Al fiiiiiiiiiiiiiiiin…! Acaricio el capó, las defensas, los neumáticos, el parabrisas. No pudo besar los asientos, ni la reproductora de música, ni el timón, porque estaba cerrado. Subió otra vez a la habitación y encendió la computadora. El Rasta acababa de hacer un aporte a la arquitectura popular, cuando imposibilitado de comprar losas y cemento para poner un piso, rellenó su casa con arena de la playa. Vivía solo con su hija Natalí, y se ganaba la vida remendando zapatos. –El piso de arena tiene ventajas –decía el Rasta cuando sus amigos le preguntaban sobre su nueva locura–. No se limpia. Si muere algún insecto no hay que recogerlo, solo taparlo. Además es medicinal, da fuerzas en las piernas, es muy bueno para los pies y la columna. Y a Natalí le parece que está todo el día en la playa. Como la construcción del submarino estaba detenida por el oxígeno, ideó una plataforma flotante con pomos plásticos vacíos, amarrados dentro de 187
sacos, pero fue denunciado a la policía y se lo incautaron. También le decomisaron un bote de corcho. De todos sus proyectos, el piso de arena era hasta ahora el único exitoso, aunque debía cuidarse de los borrachos del pueblo, que vendían la arena de la playa para comprar bebida y en un descuido podían mudarle su piso a otra parte. El Rasta fue a su casa una vez a pedirle que lo ayudara con una carta, para enviarla al Programa de Refugiados de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos en La Habana. Quería informar su caso. De las persecuciones que sufría por no tener vínculo laboral con el estado y de su espíritu disidente. El hombre le redactó una punzante solicitud de asilo político. El Rasta la llevó personalmente a la SINA. Le dio un beso de suerte antes de echarla en el buzón. En Jaimanitas estaba creciendo de manera alarmante el número de borrachos. Hacía poco murió uno famoso, de apellido Pastrana. Hasta el cementerio lo acompañó un grupo de vecinos y todos sus compañeros de farras. Iba encabezando el cortejo el Güiro, al que le gustaba que lo llamaran presidente. Detrás lo seguía el Zurdo, ex integrante del equipo de béisbol Industriales, malogrado tempranamente por la bebida. Después venía Coquito, también ex pelotero y relegado de un puesto en el equipo Cuba, en víspera de su primer viaje al extranjero, golpe del que nunca se repuso. 188
José, el pintor, que en vez de reflejar sus grandes proyectos Dios barriendo la calle y La partición del mundo, pintaba agujas de abanico que vendía baratas para comprar la botella. Fidelito, el borrachín del pueblo, que de noche recorre las calles repitiendo los discursos del Máximo Líder: «Estamos en el momento decisivo», «Ahora somos más fuertes que nunca». El Bemba, militar defenestrado en la causa número 1 de 1989, tirado ahora a la bebida. Pablito, técnico de equipos electrodomésticos graduado en la antigua Unión Soviética, que después del primer trago encontraba las soluciones más increíbles a los viejos televisores rusos Krim 218, radios VEF, tocadiscos Ilga y viejas grabadoras de caseteras o de cintas. Y muchos borrachos más, acompañaron a Pastrana hasta el cementerio Colón. Ninguno se había dado un trago desde que lo encontraron tieso esa mañana, junto a la botella. Todos los vendedores de ron clandestino del pueblo cerraron sus puertas y escondieron los tanques temiendo un registro. Cuando el despedidor de duelo terminó y cerraron la bóveda, los borrachos se fueron en fila hasta el ómnibus, entremezclándose con el público. Se reconocían porque llevaban la misma postura encartonada adquirida por Pastrana la semana última. Son hombres que se alimentan mal, trabajan en lo que aparece, botando basura, limpiando patios, pintando casas, en cualquier labor que le reporte provecho para correr a buscar más alcohol. Sus fiestas nada tienen de felices, son apagadas, repletas de diálogos nostálgicos, donde juegan a soñar despiertos o rememoran un pasado perdido.
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A los pocos días murió otro borracho, Patica, el menor de una familia de deportistas. Sus hermanos viajaron por el mundo participando en campeonatos mundiales y olímpicos, pero Patica en lo único que se destacó fue en la bebida. Desde muy joven estuvo aliado al grupo que preside el Güiro, Pepe el Rico, Galván, Fidelito y muchos otros que pernoctan en el parque. Sus hermanos deportistas desertaron mientras competían en un torneo en Puerto Rico y se trasladaron a Estados Unidos, donde se emplearon en limpieza de jardines. Reunieron dinero y reclamaron al benjamín, que había quedado en Cuba. El día que alzó el vuelo hacia el norte estaba sobrio, en cuanto bajó del avión se puso a beber sin parar. Era una gracia para sus hermanos darle comida, bebida, verlo borracho y feliz. Pero a la semana su vagancia se volvió insufrible. Le exigieron que se pusiera a trabajar como jardinero, pero no duró tres días. No soltaba la botella ni un segundo y por los destrozos ocasionados, causó quejas y demandas de los clientes. La gota de agua que rebosó el vaso fue salir a la Avenida montado en la chapeadora y casi provoca un accidente. La policía lo detuvo y encarceló. Sus hermanos tuvieron que pagar una multa para liberarlo. Llegaron a la conclusión de que era mejor devolverlo a Cuba. Regresó otra vez a su parque, con sus amigos. Todas las noches se reunían a escuchar sus aventuras de Miami, donde alardeaba haber visitado muchos lugares, y comer y beber sin límites. Cuando murió lo circundaban el Güiro, Matojo, 190
Galván y un individuo apodado Prematuro, que vio a Patica vomitar el hígado por la boca en mitad de una alocución y no alcanzó a llegar vivo al hospital Calixto García. El día del entierro supo, por un custodio del cementerio, los cientos de tumbas derruidas por el tiempo y violadas para trabajos de santería. Vitrales rotos, capillas canibaleadas, nichos con sus tapas corridas. Según contó el custodio, en el panteón perteneciente a la Academia de Ciencias de Cuba, robaron piezas de mármol y granito alemán que repararon mutilando el mausoleo cercano de Celestino Barrizán, coronel de la guerra de independencia. La tumba del poeta Julián del Casal ha pagado el rigor de la indolencia y el olvido. Algunas capillas aparentemente abandonadas y con sus muertos incluidos son utilizadas como almacenes por los trabajadores del cementerio. Existen áreas que parecen salir de una película surrealista. Sarcófagos desenterrados. Esqueletos a medio podrir, con sus manos reposando en poses mórbidas. El calamitoso olor de la cremación que envuelve el entorno en una neblina gris. Estibas de ataúdes sin orden ni control y la posible confusión de guardar un muerto ajeno como suyo. Cuando una familia tocada por la desgracia contrata con la administración una tapa para su cripta, tiene que ir a la fábrica de granito y hacer una solicitud. Pero como la entidad no cuenta con cargadores, la familia se ve obligada a contratar un camión particular y a varios hombres para traer la tapa y colocarla. La fábrica de granito ni siquiera abre los huecos para colocar las agarraderas, lo que constituye un contratiempo. Comúnmente se considera profanación de tumba 191
el corrimiento de tapas, el saqueo, el robo de huesos, vitrales y esculturas, pero en el código penal no se contemplan como figura delictiva. También rompieron la pared del panteón de un miembro de la Cámara de Representantes de la década del 50, le robaron el cristo de bronce que lo adornaba, sacaron los restos y se llevaron parte de la osamenta. Una vez se efectuaron dos entierros de una misma familia con diferencia de solo unos días. En la segunda ocasión se comprobó el robo del cristal del ataúd anterior y ¡habían sustraído el cadáver! ¿Qué les parece? –Aquí los delincuentes vigilan a los custodios, para cometer sus fechorías. Dijo que con él trabajaban dos custodios más, se turnaban para dormir dentro de una bóveda abandonada, junto a restos de viejos ataúdes que utilizaban para alimentar la fogata. Uno de los custodios apodado Manquita, pasaba requisa por las tumbas, para recoger las ofrendas que dejaban los dolientes, tabacos, aguardiente, plátanos. Como la administración no les garantizaba merienda, se zampaban una parte de lo recogido y el resto lo repartían a partes iguales, para llevarlos a sus casas y alimentar a sus familias. Manquita recuperaba también las flores que pudieran revender, jarrones y portarretratos que dejaban los visitantes. Sin embargo los sepultureros tenían más privilegios, por acceder directamente a los sarcófagos. Después de marcharse los familiares abrían los ataúdes para sustraer cintos, pantalones, camisas, zapatos, hasta metales de las dentaduras del occiso. Cuando participaban en las exhumaciones, gana192
ban un dinero extra a pedido del cliente, por partir los huesos del muerto con cuidado. Como el cabello sobrevive a la descomposición algunos familiares insistían en peinarlos y también pagaban ese servicio. La mujer se volteó otra vez y ahora quedó boca abajo, sus nalgas, redondas y duras, le produjeron conmoción. Quiso acariciarlas pero temió que despertara, o más bien temió despertarse en su casucha, acostado en el piso, con el ventilador roto en medio del calor y los mosquitos. Prefirió continuar disfrutando del silencio de la noche en aquella habitación lujosa en Miramar, una zona exclusiva reservada para gente de alcurnia. Al otro día cuando despertó se halló solo en la cama. Una música suave llegaba de la planta baja. Al asomarse a la ventana vio a la mujer nadando en la piscina. Manuel cortaba con unas tijeras algunas ramas que sobresalían del muro. Desde la cocina subía un olor exquisito. Fue hasta la computadora y regresó al barrio marginal La Aldea de Romerillo, un entramado de callejuelas y pasillos de tierra repletos de casuchas, muchas sin título de propiedad, ni libreta de alimentos, ni reglas urbanísticas, cuna de emigrantes de otras provincias, que inventan todo el día para sobrevivir. La Aldea se encontraba esa mañana llena de agentes del Departamento Técnico de Investigaciones vestidos de civil, en la búsqueda de Giovanito, un joven de 16 años que la noche anterior mató de una puñalada a Willy, de 18, cuando salían de una fiesta en el barrio Buenavista. A Willy lo encontró un auto patrullero desangra193
do en la esquina de 25 y 70 y murió caminó al hospital. Los agentes tenían sus motos Susuki recostada a la pared de la Casa de la Cultura. Vigilaban pasillos y callejuelas tras una pista. Se apoyaban de los informantes para descubrir el paradero del homicida, pero no había señales. El hombre detuvo la redacción y se asomó a la ventana. La mujer no estaba en la piscina. Volvió a sentarse en la computadora y aparecieron más borrachos, mendigos, locos, desempleados, pujando por entrar en el texto a contar sus infortunios. Estaba el caso de un cantante popular especializado en las baladas de José José, que actúa regularmente en el cabaret del Círculo Social Obrero Los Marinos y en actividades nocturnas de la Escuela Ñico López, del Partido Comunista. De noche, sube al escenario enfundando en su traje de lentejuelas y rompe corazones con «Gavilán o paloma» y «La nave del olvido», de día se disfraza de vendedor de cremitas, en short y zapatillas muy gastadas por el uso. Su nombre es Francisco Noa, pero todos le llaman el Loquillo. Camina kilómetros bajo el sol con la caja al hombro pregonando sus dulces. Lo notable de su historia radica, en que es el padre de Ojani, el primer esposo de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López. Ojani se fue del país de manera ilegal en una balsa de poliespuma por la costa de Jaimanitas. Muchos le preguntan a El loquillo por qué vende dulces en la calle, con un hijo famoso en Estados Unidos y además, con esa voz tan parecida a la de José José. Y El loquillo responde: 194
–Tengo que buscarme lo mío. Ojani tiene con JLo demasiados problemas. Y a mí cantar no me alcanza para vivir. En aquel momento un auto se detuvo frente a la casa. Sintió abrirse el portón. Escuchó voces. Se asomó a la ventana, de una camioneta bajaban varias cajas. La mujer daba instrucciones para que las llevaran a la sala. El hombre bajó a ver qué sucedía. –Amor… mira… –la mujer fue a su encuentro y lo besó en la boca. Lo tomó por la mano y lo llevó a las cajas. –¿Y esto? –Algunas cosillas que necesitamos, ropas, zapatos, boberías… –Después lo veo, tengo sed, voy por agua. –Nada de eso, Yany, tráele agua al señor. La mucama fue por el agua, mientras la mujer ordenaba subir algunas de las cajas al segundo piso. Abrió una sobre el sofá. –¡Este Gómez es una maravilla! ¡Mira la cartera Birkin acabada de salir al mercado! ¡Y vestidos de la última colección de Karl Lagerfeld para la casa Fendi! ¡Qué bien! ¡Esto es… regalo del diseñador Graeme Black, creada expresamente para Salvatore Ferragamo de la maison italiana! ¡Y un regalo expreso de la pasarela de Milán, de la diseñadora Anna Molinari, especial para la casa Blumaire! ¿Qué te parece? La mucama, la cocinera y el hombre con el vaso de agua en la mano, observaban el contenido de las cajas, en silencio. La española abrió otra. –¡Mira… los lentes de sol de este verano! ¡Christian Dior, Just Cavalli, Tommy Hilfiger, Bottega Veneta, Versace, Armani…! ¡Qué maravilla! Tomó un par de estuches, le dio uno a la cocinera y otro a la mucama y les dijo: ¡A sus faenas! 195
–Vamos a ver los zapatos, cariño. Lleva esto a la habitación. Mientras subían le comentó que había ordenado para el almuerzo ensalada mixta con queso frito y chamorro de cerdo en jugo de cerveza y miel. –Te vas a chupar los dedos. La mujer vertió el contenido de las cajas sobre la cama. Decenas de artículos que resumían el gusto y el estilo de una época. El látex, la mezclilla, el algodón y el hilo, compitiendo con las pieles de ante, visón y cocodrilo. También colecciones de perfumes. Ella escogió Carolina Herrera. Él Givenchy. –Cuando la llovizna del zumo de flores cayó a través del spray sobre tu anatomía, entonces fue cuando casi cambias tu personalidad, tu perspectiva y tu punto de vista. –Sí, fue justo ahí. ¿Quién iba a decir que no fue la casa, ni el auto, ni el dinero, ni los viajes, ni los lugares, sino el perfume lo que casi me cambia? –Por poco sucumbes. Tuviste que ponerte duro para no volverte uno de ellos. Ya estabas comenzando a pensar y actuar como uno más. Llegaste no solo a imitarlos en el habla, al escribir justificabas ante la sociedad el papel de los ricos. No te parecían ya tan vacuos y egoístas. Te miraste en el espejo enfundado en Versace, Armani para el sol, Edwing para volar sobre el césped. Te hallaste completamente distinto. Poseías una mansión en Miramar, un Toyota, una mujer que pagaba las cuentas… Ella percibió lo que sentías ante tu nueva figura. Salió al patio, fue hasta el fondo del jardín y se recostó al muro. Llamó al profesor Gómez a Madrid. –Sí, profesor, el libro va a toda vela. Yo apenas he tenido que sentarme a escribir. Todo el trabajo lo hace él. Sí. Es como si me tomara unas vacaciones. 196
Estamos en sintonía. Claro que lo superviso a diario. Le digo una cosa que no va a creer, ¡ya pasa las cien cuartillas! Sin palabrería. Solo historias y personajes. Sí, lo sé, no se preocupe, tendré cuidado. ¡Claro que tendré cuidado… profesor! ¡¿Cómo se le ocurre?! Mientras hablaba vigilaba la casa, el Toyota estaba estacionado en la planicie que iba del garaje al portón de la calle. Manuel se veía cortando el césped. La mucama debía estar limpiando la sala y la cocinera en sus trajines. –A él lo veo desde aquí, sentado junto a la piscina, ensimismado con el agua. ¿Dígame algo de los críos? Anjá. Eso me alivia. Arréglelo todo para el lunes, o el martes. Me llama para saber la hora de llegada del vuelo, para ir a recogerlos. Sí, dígale a mi tío que yo también lo recuerdo mucho, y que me estoy cuidando. Que no se preocupe. Apagó el celular y se acercó a la piscina. –¿Qué bebes? –Whisky. Se sirvió un trago y se sentó a su lado. –¿Qué tal los zapatos? –Perfectos. Es como si anduviera descalzo. –Esa camisa me gusta. El azul te sienta bien. ¿Quieres aprender a conducir? –Sí. La mujer subió a su cuarto y busco el bolso. Dio instrucciones por separado a Yany, a Enma y a Manuel. Con el jardinero se demoró más tiempo. Tomaron por Quinta Avenida rumbo oeste. Al pasar cerca de su barrio, el corazón le dio un salto en el pecho. Volvió a preguntarse cómo andarían sus amigos. 197
A esa hora su vecina Coralia debía estar contando por enésima vez la historia del atraco de la que fue víctima un mes atrás, en plena calle. Tenía dos hijos, Milagros que vive en Miami y Chingle, preso en la cárcel de Guanajay por robo continuo. Milagros la ayuda desde Miami todos los meses con dinero para la jaba de Chingle. Invitó a su madre a Miami, por un mes. Al regreso trajo mil dólares, que guardó en el banco por indicación de Chingle, quien la asustó diciendo que muchos ladrones andaban sueltos por ahí. En el pasado Coralia fue una aguerrida militante comunista y trabajó toda su vida en la construcción del hombre nuevo, hasta que le llegó el retiro, junto con el periodo especial. Entonces cambió su ideología y se hizo cristiana. Estuvo prestando su casa para realizar adoraciones, alabanzas, ayunos, hasta que los fieles construyeron con medios propios la iglesia en el patio de la casa de una de las hermanas del culto. Coralia vivió siempre con el miedo que la Seguridad del Estado llegara un día a pedirle cuentas. Por eso cuando los dos jóvenes la interceptaron en la calle, pensó que había llegado la hora. Uno la agarró por el brazo y le pidió cooperación. Le advirtió que los dólares guardados en el banco podían traerle problemas. Era mejor sacarlos. Le prometieron que no habría problemas si colaboraba. La acompañaron al banco. Hicieron la cola con ella. Fueron hasta la ventanilla para que retirara la cuenta. Al salir a la calle le quitaron también el reloj, la 198
cadena, la pulsera y los anillos que Milagros le había comprado en Miami. –Tenían cara de muchachos decentes –dice Coralia cada vez que cuenta la historia–.Me recordaban a mi hijo Chingle. Chingle la reprendió por teléfono, la conminó a pedir más dinero a Milagros. Las raterías de Chingle vienen desde que era menor de edad y robó la bicicleta de la empresa donde trabajaba Coralia. Aquella primera vez cumplió tres años en un centro de menores. Luego volvió a robarle a su madre, la balita de gas de la cocina, y fue condenado a cinco años en el Combinado del este. La tercera vez entró por la parte atrás de la casa, mientras daban una fiesta a Milagros que había venido de visita. Robó la pierna de puerco que asaban en el horno y una cazuela de arroz congrí. Dice que en ninguna de las tres ocasiones ha querido perjudicar a su hijo, pero siempre las huellas llevan a la policía hasta Chingle. Coralia es fanática a las historias de suicidios. Vive con la aprensión que su fin será quitarse la vida. Su sobrino, el doctor Ramírez, que realiza un posgrado sobre prevención social, le dijo que en solo un mes se habían ahorcado cuatro personas, un número alarmante para un pueblo tan pequeño como Jaimanitas. Se conocía del mes anterior el caso de un bolitero que estafó a varios jugadores y prefirió suicidarse antes que lo mataran. Se amarró dentro de un saco y se inyectó veneno del que usan en el Policlínico para la fumigación de los mosquitos. –¿Y la vez que presenciamos el suicidio de la mujer de Felo? –se preguntó. –Sí. Fue por celos. Se 199
bañó con alcohol y se dio candela. Caminó media cuadra envuelta en llamas, hasta que se desplomó carbonizada. Por esos días el Moro también se quitó la vida. Jugaba dominó en la esquina, de pronto se levantó y dijo, ¡qué carajo, me voy a ahorcar! Los amigos pensaron que era broma y otro ocupó su silla. El juego continuó hasta que llegó su esposa del trabajo y lo encontró colgado del techo. En todos los barrios de Cuba hay anécdotas de suicidios. Los hombres se ahorcan, las mujeres se dan candela o envenenan. A veces se arrojan de puentes, aunque se ha vuelto difícil ya matarse así, por la cantidad de bajareques construidos debajo. Los suicidas caen siempre sobre techos, los destruyen y continúan vivos. Y los dueños les exigen que paguen los daños. El suicidio más notorio lo protagonizó un anciano en 124 y Avenida 51, Marianao. Venía caminando por la acera y de repente le dijo a dos jóvenes que estaban parados en la esquina: –¿A que ustedes jamás han visto algo así? Y se lanzó delante de un ómnibus que venía a toda velocidad. –Pon música –dijo la mujer. El hombre buscó el CD de Bob Marley. La mujer sonrió y lo pellizcó en la pierna, de cariño. Aceleró. Iban por la autopista Novia del mediodía. En pocos minutos habían dejado atrás La Habana y se acercaban velozmente a la provincia Pinar del Río. El paisaje cambió a un verdor casi plástico y una 200
apacibilidad afrodisíaca. Primero irían a Viñales, a ver los mogotes. A la vuelta entrarían a Soroa. Detuvo el auto. –Conduce. El hombre se sentó frente al timón y ella le indicó como accionar los pedales del cloche, el acelerador y los frenos, pero resultó un pésimo alumno. En una curva se olvidó que manejaba y se puso a recordar la vez que fueron a cazar cangrejos de noche, en el Moskovich de Rafa. No encontraron ni un solo cangrejo, solo una borrachera tan grande que al regreso por poco se mata en una curva… –¡Cuidadooooooo…! Deja… Hazte a un lado… Al llegar a Viñales comenzó a llover. Dio media vuelta y de regreso entraron a Soroa. El río sinuoso y rápido bullía entre las piedras. La mujer tomó fotografías del salto de agua, de la vegetación exuberante, del hombre subido en un risco. Comieron pollo frito y bebieron cerveza en uno de los ranchones que se erigen en la ribera. Subieron por el trillo hasta el pico de la montaña, fuertemente agarrados de la mano. Fue un reto coronar la cima. Ella estaba en perfecta forma física y su ropa deportiva la ayudaba. En cambio él subía con dificultad, casi sin aliento, descansando cada cierto tramo. En la cima disfrutaron de la inmensa llanura que se perdía a sus pies y se sintieron felices, se besaron largamente en aquella altura. La bajada fue tan rápida que apenas la sintieron. Regresaron a La Habana como una exhalación. La mujer conducía el auto como un rally. Entraba a las curvas con una decisión pavorosa. 201
Frenaba en el momento justo. Manuel los recibió en la acera. Guardó el auto en el garaje. Luego regresó a su manguera y al chorro de agua sobre el césped. La mujer se quedó un rato con Enma en la cocina, hablando en susurros. A la mucama no la vio por ningún lado. Fue hasta la computadora y la encendió. Continuó la redacción en la parte donde Coralia comenzaba el recuento de los locos del pueblo. –¡Jamás en Jaimanitas hubo tantos locos como ahora! ¡Observen la lista! Cocorioco, Elisa, Armando, los trillizos Bali, Pupy, y Palito, el Chapi, René, Martica, Vicente, Calunga, Kiki, el Bemba, Yoan, Guaca, el Pipa, Lacito… ¡¿Qué cantidad de locos, madre mía…?! Coralia era muy comunicativa, siempre estaba contando anécdotas. El sábado anterior, en Baracoa, en una riña tumultuaria que puso fin a la discoteca esa noche, hubo varios hechos de sangre con peligro para la vida, una de las víctimas fue Fide, el hijo de Margot la espiritista, un muchacho tranquilo que siempre ha querido estudiar, trabajar y mantenerse lejos del mundanal ruido. Pero Folungo, Albertico, el Mancha y el Tinta, vienen a buscarlo todos los sábados para ir a la discoteca a emborracharse, la única opción recreativa que existe. Esa noche estaba lloviznando. Fide no tenía deseo de salir. Pero a las nueve llegó Folungo a embullarlo. En ese momento el muerto le dijo a Margot que su hijo no debía salir, la espiritista intentó persuadirlo, pero Fide no hizo caso. La espiritista abrió los brazos, se arrodilló, le pidió al muerto que protegiera a su hijo, porque 202
Folungo traía encima un arrastre grandísimo. Se mantuvo despierta, en el cuarto de los santos, hasta las tres de la mañana, cuando la llamaron por teléfono para informarle que su hijo estaba en el quirófano, para una reconstrucción de cara. Salió corriendo rumbo al hospital, donde encontró más heridos de la trifulca, que según rumores había comenzado Folungo. Además de los navajazos que necesitaron treinta puntos, Fide recibió un pinchazo que casi le coge la yugular. El muerto le dijo a Margot que esa noche su hijo se salvó porque estaba con él en la discoteca. Coralia fue durante muchos años la esposa de un individuo que era toda una leyenda en el pueblo y al que apodaban Mascarilla. Famoso desde la vez que ganó cincuenta mil pesos en un premio de la bolita y no se lo contó a nadie, ni siquiera a Coralia. Guardó los fajos de billetes dentro de una jaba de nylon entre las tejas del techo, según él para una época de crisis. Pero cuando la cosa se puso mala en el 93, Mascarilla subió al caballete a sacar su fortuna y descubrió que el dinero no estaba. Encontró una senda de retazos de billetes que iba entre las tejas, bajaba al suelo y desaparecía en un hueco debajo del armario. –Ratones –dijo. Vigiló durante semanas el movimiento de los roedores. Los vecinos comenzaron a murmurar que se había vuelto loco, al verlo hurgando en los basureros, registrando las alcantarillas, sondeando los matorrales que circundan el pueblo. 203
Hasta que descubrió una maraña de túneles que convergían en la cueva principal, bajo un tanque de agua en el callejón de San Felipe. A la luz del día, ayudado con una pala y un pico, Mascarilla se metió debajo del tanque y desbarató las paredes de la caverna. Miles de ratones salieron en estampida, algunos con billetes apresados entre las fauces. Solo pudo recuperar un par de miles, que el banco le cambió como moneda deteriorada. Mascarilla criaba una puerca de trescientas libras en el patio. Una tarde le dijo a Coralia que iba a llevarla a coger verraco. Pero llegó la noche y ni la puerca ni el marido aparecían. Ni al día siguiente aparecieron. Ni al otro. Ni nunca. –¡Ése debe andar puteando por ahí! –decía Coralia cuando le preguntaban si había tenido noticias de Mascarilla. Antes de Mascarilla tuvo varios maridos. El primero fue miembro del equipo de pesca submarina de 1954, que implantó un récord mundial. Guardaba recortes de viejos periódicos donde aparecía su esposo junto a una guasa de cuatrocientas libras alzada sobre unos raíles. Coralia aseguraba que el periodo especial también tenía su récord mundial, cuando en 2006 un enorme tiburón entró al río de Jaimanitas y se paseó durante varios días por la ensenada, causando pánico entre los pobladores. Su aleta dorsal surcaba el agua en círculos, luego se iba a esconder en los mangles de la orilla. Nadie se atrevía a tirar un cordel al agua. Ni siquiera de lo alto del puente. Ni siquiera una atarraya en la orilla para coger sardinas. Hasta que una mañana Cheo, el más pequeño de 204
la familia «pejediente», sin dinero y acosado por el hambre, se montó en un corcho de poliespuma, entró a la ensenada, obligó al escualo a abandonar los mangles, logró que mordiera un chicharro que le puso de carnada en un anzuelo, cuando pudo arrimarlo al corcho lo mató arponeándolo en la cabeza, lo exhibió por el pueblo en una carretilla y después se lo vendió a la paladar de Santy, al mismo precio que la carne de aguja. –¡¿Y ustedes han visto la cantidad de borrachos que hay?! –preguntaba Coralia en sus tertulias–. ¡Es una plaga! ¡Andan cayéndose todo el día, en el parque, por las calles, en las esquinas! ¡¿Y los nombres?! ¡¿Han visto qué clase de nombres tienen…?! ¡El Güiro, el Chapi, Patica, Prematuro…! ¡Por Dios…! ¡¿Y el nombre de las bebidas que consumen…!? ¡Escuchen…! ¡Tumba gente!, ¡La patada de King Kong!, ¡El pisotón de mamut…! ¡Qué horror! A uno de los vendedores de ron clandestino lo apodaban Chiquitico. Un anciano medio ciego y con artritis que los borrachos siempre timaban y a Coralia eso le provocaba ira. –Son unos abusadores, ¡miren que hacerle eso a Chiquitico! Que no obtiene ganancia ninguna con su venta, porque está ciego y se equivoca en el vuelto, o le meten billetes falsos, o le piden fiado y después ojos que te vieron ir. Antes anotaba en una libreta las botellas que fiaba, pero los borrachos se disfrazan y siguen anotándose en la lista con nombres falsos. Cuando Chiquitico los reconoce entonces alegan que la deuda es de un hermano mellizo. Ayer llegaron dos desconocidos a su casa a pedir fiado en nombre de El chino. Chiquitico les dijo que ya no fiaba, además no conocía a ningún chino. Los hombres se retiraron, pero al rato vino uno de ellos, entró en la sala, fue al rincón donde el viejo 205
tenía las botellas, cogió una y se dio a la fuga. Chiquitico no pudo perseguirlo. Ni denunciarlo, pues su negocio es ilícito. El hombre se volvió de repente y la encontró detrás, muy cerca, leyendo el texto. Lo abrazó, lo besó, le dijo: –Escribe… mi amor… escribe… –¡¿Y qué me dicen de los garroteros?! –continuó Coralia–. Esos que prestan dinero con interés. ¡Ahora hay más garroteros que nunca! Uno por cuadra. Y como en Cuba la palabra ha perdido su valor, para cubrir un préstamo te exigen un DVD, un televisor, un equipo de música. En cuanto se vence el plazo, ¡lo pierdes! Y como es una operación clandestina no se puede recurrir a la policía. Los garroteros se dividen en dos grupos: los que prestan mucho dinero y los que prestan poquito. Los que prestan mucho, negocian por lo general con personas que ganan el sorteo de visas para Estados Unidos, también a jugadores, y a banqueros de bolita en apuros. Exigen como garantías casas, autos, motos. Los que prestan poquito son a personas de bajos recursos y a los borrachos, a cambio de objetos sin mucho valor, muchas veces inverosímiles, el carné de identidad, la libreta de la bodega, la chequera de la jubilación. Cuando murió Mario el relojero, personaje famoso de Jaimanitas, su deceso fue más sentido por sus clientes que por los dos sobrinos, que se disputaban la vivienda. Además de reparar relojes, Mario era garrotero y recogía listas de bolita. El día de su fallecimiento acertaron varias personas del pueblo, que corrieron al velorio para ver si podían de alguna forma cobrar los premios. Como la bolita está prohibida en Cuba, persegui206
da y sancionada, nadie se aventuró a preguntar. Permanecían callados junto al féretro, atentos a cualquier señal. Mercedes, la lisiada, por primera vez acertaba un «candado». Le correspondían nueve mil pesos de premio. Casi se infarta al enterarse de la muerte del relojero, ocurrida a la misma hora que anunciaban por la emisora de Miami los números ganadores. Desde su silla de ruedas veló al muerto hasta que se lo llevaron al cementerio. La bolita es un juego muy arraigado en Cuba que no ha podido ser extirpado, ni con las leyes del Código Penal, ni con las prisiones para los que la juegan. Ahora se ha enredado más, con la apertura de dos nuevos tiros, que convierten las posibilidades de ganar en un rompecabezas. Ya no solo es atinar un número entre cien siguiendo una fecha de nacimiento o el significado de un sueño, o ganar una de las cuatro mil combinaciones de «candados» que existen, sino que el acierto pertenezca al tiro específico. Las posibilidades para banqueros y recogedores se han multiplicado con esta aleación y la estafa por casualidad, como esta desgracia ocurrida a Mario el relojero, está a la orden del día. Los jugadores deben estar muy atentos al radio de onda corta a la hora de los tiros, o perseguir por el pueblo el único ejemplar de El Nuevo Herald que circula de manera furtiva, para comprobar la veracidad de los números. Al velorio asistieron personas que tenían relojes en reparación y prendas en empeño en el momento del deceso, pero los sobrinos no habían dejado del taller de Mario ni la lámpara. El coro de mujeres que acostumbraba a pasar todas las tardes por casa de Coralia a chismear y to207
mar café, siempre terminaba pidiendo que contara la historia de los jóvenes que la obligaron a ir al banco a sacar sus mil dólares. –Ha habido estafas mayores –les decía Coralia–. Como el caso de Jorge Carlos, el vendedor de ropa extranjera de La Habana Vieja. Cuando el dólar estaba penalizado y era imposible acceder a las tiendas de divisas, Jorge Carlos concertaba a sus clientes en los oscuros pasillos de los solares, les mostraba sus artículos y dejaba que escogieran. Luego de cobrar, empaquetaba la mercancía y en un verdadero acto de magia las cambiaba por un bulto similar lleno de periódicos viejos y retazos de telas. Jorge Carlos terminó muerto a tiros en 2003, en Aguiar y O’Reilly, cuando era demasiado reincidente en su mecánica de estafa. Pero de todos los pillajes el más célebre fue orquestado a tres manos en 2009 por Píquiri, Keko y Luis la Tripa, a un banquero de bolita del barrio San Isidro. Keko llegó a casa del banquero a pedir un préstamo de 1500 cuc a pagar 2000, por una semana. Como garantía, extrajo de la mochila con mucho cuidado un Buda de porcelana china del siglo III, valorado en diez mil euros, según informaba un catálogo que mostró, pero el banquero dijo que no le interesaban las antigüedades. A la semana siguiente Luis la Tripa apareció por casa del banquero acompañado de un turista millonario, coleccionista de arte chino, que casi enloquece cuando el banquero le contó que hace poco había visto un Buda del siglo III. El coleccionista juró que pagaba por la pieza los diez mil euros sin pestañear. Dijo estar hospedado en el hotel Inglaterra. Dejó una tarjeta. 208
El banquero salió disparado a la caza de Keko, lo encontró en el barrio Colón, pero ya no quería vender la pieza. Luego de una puja donde Keko se negaba rotundamente a vender, el banquero logró convencerlo poniéndole cuatro mil cuc en la mano. Cuando fue con el Buda a buscar al millonario, nadie estaba registrado en el hotel con ese nombre. Keko y Luis la Tripa no aparecieron nunca. La porcelana resultó ser yeso, pintado con acuarela y barniz. La mujer salió del baño envuelta en una bata azul. Traía el pelo suelto. Se sentó en la cama y subió una pierna. Comenzó a frotarla con la crema Lancaster llegada en la valija esa mañana. El hombre miró el delicioso panorama que se abría bajo la bata y dejó de escribir. Cuando cenaron y se marchó la servidumbre salió al jardín. Dio una vuelta completa a la piscina. Luego fue a la garita. –Manuel, ¿dónde vives? El jardinero lo pensó antes de contestar. –En Río Frío, señor. El hombre jamás había escuchado ese nombre. ¿Río Frío? No. Jamás. –Manuel, quisiera pedirte un favor. –Lo que usted diga, señor. –Mañana cuando vayas a salir a hacer las compras, avísame. Necesito hacer una visita. Pero por favor, que la señora no se entere. Ya sabes, es un asunto personal. Manuel arrugó el rostro. Se rascó la cabeza. Carraspeó. –Bueno… señor… como usted diga… 209
–Gracias, Manuel. Solo me avisas en el momento en que vayas a salir. –Sí, señor. El hombre entró en la casa y encontró a la mujer en la computadora. Cuando lo vio llegar, la cerró. Se puso de pie. –Linda noche. ¿Verdad? –Sí. Preciosa como tú. ¿Cuál es el plan para mañana? –Hasta ahora no tengo nada en mente –dijo la mujer. El hombre estaba animado con la posible escapada al otro día, a su barrio, a ver a sus amigos. Se acostó en la cama y comenzó a pasar los canales del televisor. Encontró un partido de fútbol, Barcelona contra el Atlético de Madrid. La mujer dijo, ¡no, por favor! ¿El Atlético? ¿Contra el Barcelona? ¡Noooooo…! ¡Si mi tío me sorprende viendo eso, me mata…! Bajó. Fue directamente a la garita. Estuvo hablando con Manuel largo rato. De vez en cuando miraba a la ventana, para cerciorarse que el hombre no la veía. –Manuel, haz hecho muy bien en decírmelo. Es muy importante que me lo cuentes todo. ¡Estoy loca porque lleguen los críos! Entre otras cosas para que descanses de estas guardias. Que tengas buenas noches, hombre. Cuando subió a la habitación el partido había concluido. Ella dijo que era un alivio. El Atlético era su enemigo a muerte. Y el Barcelona el rival histórico del tío. –Prepara alguna ropa… que mañana nos vamos de viaje. 210
–¿A dónde? –No sé… ya veremos por el camino. Después de hacer el amor se quedó dormida. El hombre se levantó y encendió la computadora. Adelantó la parte donde Crispín reflexionaba sobre los asuntos más acuciantes de la actualidad en Cuba. El viejo Crispín había salido al portal, como todas las tardes, a sentarse en su sillón y abstraerse en sus meditaciones sobre el periodo especial. En eso vio a un perro callejero doblar a toda carrera por la esquina, con un pescado en la boca. Ese día, luego de dos años de ausencia, habían traído pescado a la carnicería. Por la cuota de racionamiento tocaba una libra por ciudadano. El perro, hambriento, había robado un pescado de una caja congelada que estrellaron contra el suelo para despegarlos. Crispín lo detuvo en medio de la calle. Le habló con dureza. –¡Eh… tú! ¿Qué haces con eso? ¡Dame acá! –le quitó el pescado al perro y lo espantó de una patada. Guardó el pescado en el refrigerador. Salió nuevamente al portal, a vigilar si pasaba otro perro con pescado. Entonces llegué yo. Al verme se levantó del sillón como un resorte. Me dijo que me quedara en la puerta y no entrara. –Ayer me visitó la Seguridad del Estado –dijo en voz baja–. Traían fotos donde aparecemos conversando en el portal. Vete, por favor –su voz se volvió un hilillo–. Deben estar filmando desde algún sitio. –¿Y ese miedo ahora, Crispín? –Vete… yo sé lo que te digo… 211
En Jaimanitas vivía un inventor que siempre anda por las nubes. Su tiempo transcurre dentro del «laboratorio», un cuarto pequeño que parece una cueva, atiborrados de piezas, accesorios y estibas de tarecos que recoge en la calle. Su pasión es inventar, todo el tiempo. De pequeño se entrenó en la búsqueda de soluciones para cualquier problema. A los cinco años armó su primera bicicleta. A los diez fabricó un radio con piezas recicladas. Devolvió el sonido al televisor. Construyó una lámpara. Pero nadie le prestaba atención. Su padre era alcohólico. Y su madre inválida. Adaptó un sillón con ruedas plegables para que la discapacitada, además de mecerse en el portal, se desplazara a la bodega, o hasta el puesto de viandas. Más tarde le instaló un motor de lavadora con una polea de transmisión que impulsaba las ruedas. La anciana se movía a una velocidad alarmante. Terminó estrellada contra un poste del alumbrado público. Padre y madre murieron al unísono, en el año 93. El inventor se alistó en las Fuerzas Armadas, donde siguió inventando. Construyó marmitas de vapor para cocinas de campaña, hornos eléctricos destinados a la producción de pan, mejoró el desplazamiento de los camiones ZIL 130 en las montañas. Ganó varias veces el primer premio entre todas las innovaciones del país, pero ninguna fue patentada. El dinero producido se donaba a las Milicias de Tropas Territoriales, sin que jamás pasara un centavo por sus manos. 212
Disgustado con sus jefes solicitó el licenciamiento del servicio activo y regresó a su casa, donde preparó el cuarto de sus padres como «laboratorio». Vivía de las utilidades que le proporcionaba un barreminas que fabricó para buscar oro, que luego convirtió en una pulidora de piso. Construyó varias motonetas, que fue perfeccionando hasta alcanzar una velocidad respetable, con luces, claxon, reproductora de música y adecuada para trabajar con gasolina, petróleo y keroseno, indistintamente. La policía le impuso una multa por obrar sin licencia. Le advirtió que no podía construir ni una más. Inventó un calentador eléctrico diminuto, que podía guardarse en una caja de fósforos. Una cama que cuando se recogía era una maleta. Llaveros que funcionaban como antenas receptoras de señales televisivas. Y algo realmente novedoso, una esfera plástica flotante con motor fuera de borda, que puede cubrir la distancia entre La Habana y Cayo Hueso en un periodo tan breve que no quiso dar detalles. El Rasta lo asedió tanto para que le mostrara la esfera, que el inventor, para librarse de él, tuvo que decirle que a veces exageraba… Escuchó toser a Manuel en la garita. Se asomó a la ventana. En aquel momento una rana saltó a la piscina y produjo estelas circulares en el agua, que se distorsionaron con simetría bajo las luces de las farolas. La observó nadar libremente en el gran espacio de agua. Desde arriba se notaba diminuta. Sus ancas se dislocaban y recogían con ritmo. Regresó otra vez a la novela. La noticia del mo213
mento era la aparición del pez león en la costa habanera. Un científico del Acuario Nacional hizo declaraciones por televisión sobre aquella especie marina recién descubierta en la orilla. Preferentemente en zonas rocosas. Provenían del Océano Indico y no se explicaban cómo había llegado hasta el Caribe. Enfatizó que no atacaba de ninguna manera, solo se defendía ante el peligro tensando como púas las espinas que adornan su cuerpo y contienen veneno. A los pescadores de Santa Fe y Jaimanitas los bautizaron con el sobrenombre de «Los domadores», porque acabaron en un santiamén con el pez león, a cordel, con escopeta de aire comprimido, con bicheros o enredados en las redes. Lo vendían hecho filetes, que mezclaban entre las biajaibas y las rabirrubias. Las especies pequeñas fueron utilizadas en peceras, con fines decorativos. El pez león de mayor tamaño midió cincuenta centímetros. Y está disecado en casa de Atila, como recuerdo. –¿Conoces Varadero? –preguntó la mujer al otro día, mientras desayunaban. –Jamás he ido. Le impartió instrucciones a la servidumbre. Dejó a Manuel al cuidado de la casa. Partieron en el auto antes del mediodía. Durante el trayecto la mujer le hizo muchas preguntas. Cómo había sido su niñez, su juventud, cuáles fueron sus oficios y por qué los había abandonado. Hasta cuál era su equipo predilecto de fútbol. Él se quejó de una infancia repleta de escasez. De una adolescencia con demasiados estudios. De una juventud de trabajo y sacrificio. 214
De una adultez sin perspectivas. Tres matrimonios fallidos, con tres hijos que le dolían. Sobre los oficios y sus renuncias podían llegar a Varadero y regresar y aún quedarían algunos todavía sin discernir. –Al parecer la vida me reservó para el final lo mejor –dijo. La mujer sonrió. Repitió la frase en voz alta: Para el final lo mejor. –Y mi equipo predilecto es Brasil –concluyó él, como un necio. Cuando hubiera podido aprovechar la ocasión y decir que era fans de la furia roja y alimentarle el ego elogiando a Raúl, al niño Torres, a Villa. En una gasolinera antes de llegar a Matanzas se detuvieron a comprar cigarros y reabastecer. Una anciana se acercó a la pareja a pedir dinero. La española se hizo a un lado y observó la escena. El hombre quedó extrañado que alguien le pidiera limosna. Siempre había sido él quien la pedía. Entonces descubrió que, además de autos que echaban gasolina y el lujo de la tienda, había mendigos buceando en los latones de basura o pidiendo dinero. Se hurgó en los bolsillos y le dio unas monedas. Cuando se iba la llamó. Sacó la billetera y le regaló un par de billetes de diez cuc. La anciana levantó el dinero al cielo y dijo: Que Dios te bendiga. Le pidió un cigarrillo. Le regaló la cajetilla. –Dios se lo pague con creces, señor –se fue muy contenta hacia la tienda. Volvieron al auto, a la carretera, a la velocidad, al silencio del campo. 215
Es un hombre extraño, pensó. ¿Cuánto puede valer lo que escribe? ¿Mil euros? ¿Cien mil? Conocía bien que el valor literario de un libro depende de la promoción y los intereses del mecenas que lo catapulte. ¡Y que nadie ose contradecirla, porque ella sí que sabe bien de eso! El libro más bueno puede podrirse en una gaveta y el peor subir al pináculo, incluso llevarse al cine, con solo la aprobación de su tío, o de cualquier otro príncipe, conde, marqués o duque. El hombre puso a Bob Marley. Cada vez que escuchaba al músico jamaicano, recordaba a su amigo Tonyto, un Rastafari amante de la pintura que vivía en una vieja casita de madera en La Aldea de Romerillo, en uno de los pasillos más oscuros. El cuarto de Tonyto era ínfimo. Algunas de sus pinturas aparecían colgadas en las paredes como en una galería, junto a afiches del rey del Reggae. Tenía de muebles una cama personal siempre desatendida, un escaparate viejo, sin puertas, la mesita donde se agolpaban sus pinceles, junto a viejos tubos de óleos exprimidos, y en un ángulo el caballete de madera, siempre con una primicia. Siendo niño, ganó el primer premio en un concurso de pintura. El presidente del jurado era Fabelo, que exaltó los valores expresionistas y su audacia de estilo, pero la casa de cultura de Romerillo no le dio crédito. Ni lo enviaron a San Alejandro, como correspondía. A partir de ahí, el joven artista se aisló en el submundo del barrio marginal. Construía sus pinceles con pelo de caballo. 216
Inventaba pinturas derritiendo plomo y mezclando gasolina con ceniza. Acabó con las sábanas de la casa para utilizarlas de lienzos. Los bastidores fueron astas de banderas cubanas que recogía por las calles al finalizar los desfiles políticos. Cuando se hizo hombre ya tenía su destino sentenciado: pintar hasta el fin. Se convirtió en Rastafari. Concluyó la serie Eva mitocondrial, compuesta de diez obras. La madre, La ayuda, Dos Evas, Árbol genealógico, Tripar, A todas luces, Dardos y flechas, Hombres con las manos en los bolsillos y Dudas, empolvadas en el escaparate. Ahora trabajaba en una propuesta religiosa: un papa con ojos pecadores que importunaba a una negra soberbia y pícara. Como un corresponsal de una agencia de noticias, Tonyto recopilaba historias de La Aldea, El Palo, La Corbata y Romerillo, para que el hombre las escribiera. Su último reporte fue la muerte ocurrida en Quinta B y 96 de una joven llamada Celita, a manos del Mancha, que se encontraba en libertad condicional de una condena a veinte años por asesinar a otra mujer en 2001. Celita era la hija menor de Luisa «Batallón», quien tuvo una retahíla de hijos con oficiales y soldados de una unidad de las Fuerzas Armadas acampada durante un tiempo cerca de La Aldea. Celita creció viendo pasar por el cuarto de la madre un desfile militar. Cuando se hizo mujer, Luisa le cedió un cuarto de la casa, que Celita fue arreglando poco a poco. Seducía albañiles, carpinteros, pintores y plome217
ros, del contingente de la construcción Blas Roca Calderío. Y cuando los hombres concluían sus labores, les decía: vete echando. Pero encontró un hueso duro en el Mancha. Después de comprar cajas de losas, cemento, arena y ponerle el piso al cuarto, Celita le dijo que se fuera echando y le puso el maletín en la calle. El homicida la esperó agazapado detrás de un contenedor de basura, junto a la inmobiliaria de la calle 96, y allí le propinó siete machetazos. El primer machetazo le abrió el cráneo en dos. Una testigo afirma que la muchacha no dijo ni ¡ay! Los peritos añadieron que los otros seis golpes sobraron. Cuentan que el Mancha, con el machete entre las piernas y sentado en el contén de 96, esperó tranquilamente a que llegara el patrullero. Dijo que jamás ninguna mujer se burlaría de él. En La Aldea abundan los crímenes pasionales y los homicidios por causa del juego. También hay muertes como la de Agustín, que al emborracharse le pegaba a su madre y su hermana le dio candela mientras dormía. Las armas de fuego se acabaron en La Aldea en el 87, una madrugada que pasaban los autos del comandante en jefe por Quinta Avenid, en el preciso instante en que el Pelao, Yunior y Cacato se liaban a tiros en plena vía. En el patio colindante a la casa de Tonyto hay una valla de gallos clandestina, la algarabía los domingos en la mañana es tremenda. En la entrada del pasillo colocan un vigilante para que avise cuando viene la policía. Pero un 14 de febrero, día de San Valentín, el 218
centinela fue detenido de imprevisto por un patrullero sin darle tiempo a avisar. Inmediatamente apareció un camión de policías y allanaron el lugar. Cuarenta jugadores y más de veinte gallos fueron trasladados a la 5ta. estación de policía de Playa. Los galleros fueron despojados del dinero y todos los objetos de valor. Además les impusieron multas. Pero la mayor humillación que sufrieron esos hombres fue el sacrificio en público de sus gallos. Los policías agarraban a los animales por las alas y los mataban golpeándolos en la cabeza con la culata del revólver. A un costado de la vía apareció un letrero que anunciaba Varadero. –Tengo que comprarte un ordenador portátil, para los viajes –dijo la mujer aminorando la marcha–. No quiero que pierdas ni una sola idea. –¿Te leía los pensamientos la muy puta? –De mí lo sabía todo. Entraron a la playa por una calle lateral. Bajaron del auto y caminaron descalzos por la arena. La playa era blanca, larga, brillante. Estaba llena de turistas. Se perdía varios kilómetros al este, en una curva. El agua era verde y azul. Se sentaron bajo una sombrilla. Enseguida apareció un empleado. –Buenas tardes. ¿Qué desean los señores? –Una piña colada para mí. Y tú, ¿qué quieres, amor? –Whisky. –Y traiga la carta, por favor. Comeremos aquí. Una pareja de extranjeros descansaban a unos metros sobre la arena y la reconocieron. 219
Le tomaron una foto, pero ella logró ocultar el rostro. Uno de los extranjeros se parecía a su vecino Crispín, que él llamaba filósofo popular. Crítico del gobierno. Crispín un tiempo vendió ron clandestino. También huevos, aceite, jabones, fósforos… Y cualquier cosa que en sus manos cayera. Una vez fue delatado por otro vecino, que colaboraba con la policía. A las tres de la tarde, varios carros patrulleros y un auto Lada chapa civil, con el Mayor Lahera al frente del operativo, cerraron la calle Tercera para registrar su casa. Lo acusaban de actividad económica ilícita y vida ostentosa. Crispín vivía en un apartamento chiquito, con una cama, un televisor en blanco y negro, un escaparate con muy poca ropa, el refrigerador chino y el ventilador ruso. –¿A eso le llaman ahora vida ostentosa? –le preguntó al mayor que dirigía el registro. Los policías tropezaban unos con otros en el afán de hallar evidencias para inculparlo, pero no hallaron nada. Solo pomos de agua en el refrigerador y una canasta con huevos. El mayor contó los huevos. Le dijo a Crispín que eran más que la cuota de la libreta. –Algunos vecinos no comen huevos. Y me los ceden –alegó Crispín. En la calle se había reunido un grupo de curiosos observando el registro. Entre ellos el confidente, que vio marcharse al Mayor Lahera y su tropa, malhumorados, con las manos vacías. 220
Crispín salió al portal y preguntó en voz alta ¿para qué tal despliegue de fuerza y tanto alarde, contra un viejo retirado con más huevos de la cuenta? Después de aquel susto Crispín buscó trabajo, en algo que no exigiera mucho esfuerzo físico, ni riesgos. En las oficinas de ubicación laboral le informaron que solo había plazas de cazador de cocodrilos en la ciénaga de Zapata y sepulturero en el cementerio Colón. La caza de cocodrilos brindaba altos estipendios. Buen salario. Pago extra por peligrosidad y condiciones especiales de trabajo. Y acceso a los productos derivados de la piel. En contra pesaba el deplorable estado de los botes, la zona infestada de animales adultos y el rústico procedimiento de enlace, donde el cazador debe colocar con la mano una varilla entre las fauces, para que el cocodrilo no ataque mientras lo amarran. Sepulturero del cementerio Colón contaba también con un salario alto. Redondeado con las ventas de las coronas recicladas, la venta de flores sueltas y el canibaleo a los sarcófagos. Pero ninguno de los dos empleos les agradó. Continuó vendiendo huevos. Que el sobrino se robaba de la granja avícola en Cangrejeras. El empleado llegó con las bebidas y la carta. La mujer leyó en silencio la lista de platos. Preguntó: –¿Pollo… o langosta…? Recordó la vez que el difunto Pastrana le cambió a Crispín un pollito acabado de salir del cascarón, por una botella de «La patada de King Kong». Pastrana le juró que en tres meses, el pollito era un gallo de cinco libras. 221
Crispín desarrolló una relación tan íntima con el ave, que al final no pudo comérsela. Decía que era como familia. Otro día, desesperado por beber, Pastrana le llevó una pecera. En el fondo del agua turbia había un bicho, muy quieto. Crispín se acercó al borde. –¡¿Qué coño es eso?! –¡Langosta! –dijo Pastrana–. En seis meses estás comiendo marisco. Seis meses fue el plazo que fijó el profesor Gómez para su proyecto, recordó la mujer mientras comía el marisco. Debía reforzar las medidas para mantenerlo sin contacto con el mundo exterior. Y poder realizar la tesis en su estado más puro. Le preocupaba la información suministrada por Manuel. Está buscando volar… y contaminarse, se dijo ¿Qué querrá ver en su barrio? ¿Solo su casa? ¿O a una amante? ¿Huir? Debo estar alerta. Ojalá lleguen pronto los críos. El hombre terminó el pollo en silencio, mirando el mar. A una milla de la costa se veía un punto. Debía ser un bote, de los tantos pescadores que salen al mar en busca del sustento para sus familias. Los llaman corcheros, porque sus embarcaciones rústicas las construyen con corchos de poliespuma. Su mejor amigo era corchero, se llamaba Papín. Vivía en Santa Fe. Recientemente había recibido dos sustos de ma222
drugada en el mar, mientras pescaba solo en su corcho. El primero fue la aparición del barco 119 de Tropas Guardafronteras, que comenzó a embestirlo. Desde cubierta un oficial le ordenó abandonar el corcho y subir a bordo. Ante la negativa, pidió a uno de los tripulantes que lo enganchara con un bichero para volcarlo, pero Papín remó en dirección a tierra. El 119 se comunicó por radio con el puesto de mando. Solicitó la presencia de tropas terrestres en el punto por donde atracaría el corchero. Cuando fue a tocar la costa, Papín advirtió que un jeep con varios soldados y un perro policía lo estaban esperando. Remó paralelo a la costa hasta el bajo de Santa Ana, seguido por el jeep. Logró esconderse en un lugar pantanoso, resguardado por el mangle y esperó durante horas, hasta que sus perseguidores desistieron de la búsqueda. A las persecuciones sigue el decomiso de la embarcación, los avíos de pesca, los peces capturados y además multas. Hace poco Papín intentó reunir a los corcheros de Santa Fe y Jaimanitas con el Jefe de Puerto y Capitanía, teniente coronel Aluija, para ventilar los problemas de represión contra los pescadores, pero su incitativa quedó tronchada por el boicot del militar al no asistir a la cita. Una semana después, la misma nave de guerra, pero con otra dotación, se le encimó a una milla de la costa, conminándolo a subir a bordo y entregar el corcho. Papín se resistió otra vez y navegó hacia tierra. Se repitió la escena. En tierra lo esperaba un jeep con soldados y un perro. 223
El pescador buscó refugio en el bajo. El cerco duró hasta el mediodía. Un militar enfurecido se internó en el mangle, con el perro en brazos y el agua hasta el cuello, pero Papín consiguió burlarlo regresando al mar, remando paralelo a la costa, en dirección a La Puntilla. Observó que muchas personas se habían aglomerado en la orilla. Al pasar cerca de la piscina de Antolín, el corchero pidió agua para beber, pues el asedio lo tenía extenuado. Cuando le iban a tirar un pomo, los militares alertaron por alta voz que quien lo auxiliara iría preso. Entonces Papín se alejó de la costa seguido de la nave de guerra, que no dejaba de conminarlo a entregarse. –¡No voy a subir al barco! ¡Ni voy a entregar mi corcho! –le gritaba al jefe del guardacostas. Uno de los oficiales lo amenazó con darle una paliza cuando lo apresara. Papín se acercó otra vez a la orilla. Hizo saber al grupo de curiosos que había sido amenazado con una paliza por los guardias. Cesó la persecución. Finalmente puso el bote a buen resguardo y al llegar a su casa ya tenía una citación del jefe de Sector de la Policía para «conversar sobre el incidente». El pescador se bañó y se cambió de ropa. Se presentó en la estación de policía, donde fue esposado y trasladado a la Capitanía del puerto en La Habana Vieja. Allí lo interrogaron y le advirtieron que si volvía a pescar en el corcho sería arrestado por violar un decreto ley firmado por el gobierno desde 1999, que prohibía la pesca desde embarcaciones rústicas. –Soy el único sostén de mi familia –les dijo–. Mi 224
padre fue combatiente del Ejército Rebelde, tiene 85 años y está ciego. Su retiro no alcanza ni para mal morir. Mi madre es diabética, hipertensa y está en silla de ruedas. Tengo una hermana retrasada mental. Soy pescador desde los doce años. No sé hacer otra cosa que pescar. –¿Qué es aquello que se ve allá? –preguntó la mujer. –Un bote. Papín era famoso desde que pescó aquella aguja de quinientas libras, que según aseguran los pescadores más viejos era el ejemplar más grande sacado desde un corcho. Llevaba dos meses sin coger ni siquiera una sardina y estaba endeudado hasta los huesos. A la tragedia de su padre ciego y su madre empeorada por la diabetes, se sumaba ahora la pérdida de su hermana loca, que aprovechó la puerta abierta y salió a la calle. Tenían puesto un anuncio con su foto en el canal Habana, pero la muchacha no aparecía. Durante todo el mes de octubre, Papín sintió la premonición de un pez grande que lo sacaba de aprietos. Pero siempre regresaba con las manos vacías. Ni un coronado. Ni siquiera una picúa En la primera madrugada de noviembre, mientras los corcheros echaban los botes al mar, Papín le dijo a Luisito, un muchacho que estaba aprendiendo a pescar: –No te alejes de mí. Hoy voy a pegar una aguja. Dejaron atrás el resplandor de Santa Fe y se adentraron en las profundidades del golfo. Alumbrándose con un farol, Papín dejó un sedal a cien brazas y otro a ciento cincuenta, con sardinas muertas ensartadas por los ojos. 225
También dejó un nylon 56 al vuelo, con un anzuelo 6, pequeño para las presas grandes, pero hecho a mano, fuerte, afilado y muy seguro, con un chicharro vivo nadando con la corriente. Casi al amanecer, Papín sintió moverse el sedal que estaba al vuelo. Lo tomó entre su dedo índice y el pulgar y con suavidad registró la magnitud del pez que estaba comiendo. ¡Era inmenso! ¡Era su pez! Sintió una dicha plena. Se mordió la lengua para no gritarle a Luisito, ni a los otros corcheros apotalados más lejos, que iba a sacar del agua lo más grande que habían visto en sus vidas. Se sentó firmemente sobre el corcho, con el carrete entre las piernas, dejando que el nylon corriera. Es un castero enorme, pensó. Se está dejando caer al fondo, para engullir el chicharro despacio. Lo tiene atravesado en la boca. Está comiendo como un macho. Cuando se detenga tengo que engancharlo, entonces comenzará la lucha. Al poco rato el sedal se detuvo, Papín se plantó firme sobre el corcho y tiró con todas sus fuerzas. Al sentirlo enganchado, supo la colosal proporción del pez. Entonces gritó con todas sus fuerzas: –¡Estoy pegadooooooo…! Estar pegado es la frase utilizada por los corcheros, para avisar a otros pescadores que han enganchado un pez de marca mayor. Luego viene la batalla por subirlo a la superficie y matarlo, batalla cruenta que libró Papín en las siguientes horas contra la bestia marina. Luisito se había acercado en su corcho cuando el 226
pez comenzó a llevárselo al noroeste. Papín le pidió que amarrara los corchos con una soga, para ofrecer más resistencia y peso. Ahora viajaban juntos, alejándose de la costa. Durante el trayecto Papín vigilaba que el pez no cobrara más sedal. Le explicó al muchacho que el castero es la especie más grande de la familia de la aguja. Tenían la rara costumbre de tomar al noroeste. Era un macho, por la forma de dejarse caer mientras comía. Y para esta época del año y a esa distancia de la costa, debía ser colosal. En una ocasión, con mucho cuidado, se atravesó el sedal a la espalda y se lo pasó a Luisito, para que sintiera el peso del pez. Cuando el joven lo tuvo en la mano exclamó: –¡Es como estar apotalado…! Lo que mata al castero es su ferocidad, le dijo Papín. Y su estupidez de llevarse a remolque lo que acaba de engancharlo. Ahora arrastra el peso de los cuatrocientos metros de sedal cobrado. Más el peso de oposición de la corriente. Más dos corchos con sus dueños. Si tuviera inteligencia giraría al sur y embestiría, virando los corchos al revés. O nos atravesaba con su estilete. Con saltar sobre nosotros es suficiente para ahogarnos. Pero por suerte no piensa. Sigue luchando hasta quedar sin fuerzas. Entonces muere. –Ojalá no se aparezca el guardacostas –dijo Papín en una ocasión, cuando se terció el sedal al hombro y orinó de pie sobre la borda–. Tendrían que matarme para que suelte este pez. Estaba cansado, empapado de sudor, con las ma227
nos desolladas y sangrando, pero feliz de la contienda que libraba. Enseñando al muchacho a matar un gran pez. Después del mediodía el castero saltó por vez primera sobre el agua, buscando oxígeno. Los corcheros empequeñecieron ante su tamaño. Les tapó el sol un instante y se asustaron bajo su sombra. Luego saltó un par de veces más. Al caer abría el mar y dejaba un remolino, como el que dejan los barcos al hundirse. –Está perdiendo fuerza –dijo Papín en voz baja, como para que el pez no lo oyera. Comenzó a recoger cordel. Le pidió al muchacho que lo enrollara sobre su bote, para que no entorpeciera su trabajo. Al rato el castero apareció en la superficie. Su largo y oscuro estilete y el violáceo del lomo brillaban bajo el sol de la tarde. Nadaba lentamente alrededor de los corchos, en círculos cada vez más reducidos a medida que Papín lo jalaba. En una de las vueltas, lo tuvo muy cerca del bote, pero el pez pareció reunir fuerzas y se alejó remolinando el agua. En otra vuelta logró virarlo de costado, pero se repuso y se alejó del corcho. Cuando por fin logró acercarlo, le pegó fuerte en la cabeza con un bate de béisbol que cargaba para matar los peces grandes. Luego le clavó su arpón, un pedazo de cabilla con la punta afilada, en el lugar donde suponía estaba el corazón. –No te preocupes, Luisito, te voy a guardar un pedazo de carne. Y cuando lo venda, te daré veinte fulas. Desató la soga que ataba los corchos. Amarró el 228
castero a la borda. Y regresó remando a tierra, loco de alegría. Contó más tarde Luisito, que cuando Papín se marchó con el pez, apareció la hembra en la superficie. Estuvo largo rato nadando alrededor suyo, buscando a su macho. Era tan grande como el otro. Y se angustió por no poder atraparla. Le tiró un anzuelo con un chicharro, después un carajuelo y luego una sardina, pero la hembra no comió. Estaba tan cerca del corcho, que casi le mete la carnada en la boca y la engancha con la mano, aunque no hubiera sabido qué hacer si llega a pegarla. El muchacho comprendió que le faltaba mucho todavía, para merecer una pieza así. Se quedó en el corcho a merced de la corriente, muy lejos de la tierra, llorando de impotencia. –¿Qué puede hacer un pescador solo, en un bote tan pequeño, a esa distancia de la costa, contra un pez verdaderamente grande? –preguntó la mujer. –Luchar –contestó sin mirarla. Después de almorzar fueron a buscar un hotel para hospedarse. Uno específico, que aparecía en una postal que la mujer sacó del bolso. Era hermoso, blanco, con cristales oscuros que refractaban la luz. Los atendieron con suma diligencia, pero cuando fueron a registrarse, un empleado de la seguridad del hotel les dijo que ella podía hospedarse, pero él no. –¡¿Cómo no?! Si viene conmigo. –No se moleste, señora, pero él no puede hospedarse. Es la ley. 229
–¡¿Qué ley…?! ¿Cuál ley…?! ¿Dónde está el gerente? –No se encuentra en este momento… –¡Pues búsquelo…! –Señora, cálmese… –Nada de calma. ¡El gerente! ¡Ahora! Se acercó otro empleado y preguntó qué sucedía. –¡¿Es usted el gerente?! –No. Pero soy el secretario del partido. –¡Partido de Gilipollas…! ¡Quiero al gerente! El hombre se había apartado de la carpeta, al ver que la situación se calentaba. La mujer se sentó en un sofá del lobby. Encendió un cigarro. El empleado de la seguridad le dijo. –¡Apáguelo…! Aquí no se puede fumar… –¡Pavadas…! –dijo la mujer y echó más humo–. ¡Busque al gerente! –Si continúa con esa actitud, señora, tendré que llamar a la policía. –Y a los bomberos también. Apareció un hombre vestido de manera impecable, que al verla corrió hasta el sofá y se deshizo en cumplidos. –¡Ah… señora… mi señora…! ¡Usted por aquí! ¿Por qué no avisó antes? ¡Qué gusto! ¡Qué honor para nuestro hotel tenerla de visita! ¡¿Qué sucedió?! ¡Un mal entendido! ¡Perdone! ¡Perdónelos! ¡Por favor! ¡Venga! ¡Vengan a la oficina! Todos los empleados del hotel habían detenido sus labores para observar la escena. Al pasar junto a la carpeta el gerente dijo: ¡preparen la mejor suite! ¡Si tienen que mover un huésped, no lo duden! La oficina del gerente tenía el escudo de España detrás del buró. Y a un costado la bandera. El gerente volvió a la sarta de elogios. 230
–Ordené para usted la mejor suite, mi señora. Y claro está, los gastos corren por cuenta del hotel. ¿Desea algo en especial? ¿Puedo ayudarla? –Le presento al señor… escritor. –Mucho gusto, señor… escritor… –El gusto es mío. –El escritor y yo estamos trabajando juntos… en un proyecto… y pasaremos aquí una temporada. Quisiera subir y ducharme. Mande por el equipaje, está en el auto. ¿Pudiera indicarme dónde comprar un ordenador? ¿O prestarme uno? –¡Cómo no, mi señora! ¡El mío está a su disposición! ¡Solo necesito un tiempito para guardar los cambios! En breve envío a que se lo suban. –Estará en buenas manos. Lo devolveré cuando termine de usarlo. No se preocupe. –El tiempo que lo necesite, señora. La mujer se puso de pie y el gerente corrió a abrirle la puerta. Llamó a un maletero. Dio la orden que subiera el equipaje de los señores a la suite, que ya estaba lista. Tuvieron la suite alquilada los seis meses de la historia, aunque solo la disfrutaron en cortos periodos. El resto lo pasaron viajando por las principales ciudades de Cuba. Trinidad, Tope de Collantes, Cienfuegos, Guardalavaca, Holguín, Santiago de Cuba, Guantánamo, Baracoa, los cayos Guillermo, Coco, Largo. La ciénaga de Zapata. Las cuevas de Bellamar. La gran Piedra. El zoológico de piedra. El parque Baconao… Pero siempre prefirieron el ambiente familiar de Miramar, libres del protocolo hotelero y los formalismos. 231
El calor del hogar permanecía inalterable, como un rito. Incluso en los días en que la mansión se encontraba vacía. En Miramar pasaron sus mejores noches. Y también en los cayos a la luz de la luna. Y en las resplandecientes habitaciones de los hoteles. Y en todos los sitios donde durmieron juntos. Llegó a notar, que cada vez que hablaba con Manuel sobre una posible escapada a su barrio, al otro día aparecía un viaje. Y creyó que era casualidad. ¡Qué iluso! Descubrió también que en todos los lugares que visitaban, resultaba imposible comunicarse por teléfono. Lo advirtió por primera vez en el hotel de Varadero. Una tarde en que ella bajó a darse un masaje y él aprovechó para llamar a Tonyto. Después de un extraño silencio, la operadora le dijo que el número estaba equivocado. Lo rectificó. Entonces estaba ocupado. Insistió. Había congestión en las líneas. Después daba fuera de servicio. Finalmente el teléfono de la habitación quedó muerto. Sucedió de manera similar en todos los sitios. Llegó a alarmarse de su mala suerte. En los hoteles que se hospedaron se levantaban muy temprano y desayunaban en la habitación. Después hasta las once, leía periódicos y revistas para mantenerse informada, mientras que él escribía. Luego bajaban a la piscina, o a la playa. 232
Almorzaban en el restaurante del hotel a la una. A las tres alquilaban bicicletas y recorrían largos trayectos por la costa o se perdían dentro de los pueblos vecinos. Regresaban al hotel al anochecer. A ninguno de los dos le gustaba la discoteca. Preferían quedarse en la suite. Una semana después de alquilarse en Varadero, fueron al aeropuerto de La Habana a recoger a los críos: una pareja de enormes Rot Weiler, que resoplaron en su nuca durante el regreso a Miramar. Nunca olvidará el momento en que salieron de las jaulas del avión de Iberia. Ella los esperaba en la puerta y los animales enloquecieron al verla. Luego de besarlos, apretarlos y acariciarlos, señaló hacia el hombre y les habló en susurros al oído. A medida que hablaba, los perros comenzaron a mirarlo, y a gruñir. Desde ese día hasta el último instante, los perros no lo perdieron de vista. Cuando salía al jardín, o se bañaba en la piscina, lo vigilaban. A veces detenía la redacción de la novela para asomarse a la ventana y descubría siempre a uno apostado abajo, oteando. La mujer se sentía tan segura con sus críos, como se hubiera sentido un emperador con su guardia pretoriana. Los instalaron en la perrera, que permaneció en lo adelante abierta, con agua y abundante comida. De noche se echaban, el macho frente a la puerta principal y la hembra en el portón del garaje. De día se turnaban, para vigilarlo. Llegaron incluso a intuir sus tentativas furtivas para visitar su barrio. 233
Cuando concertaba en voz baja con Manuel el ardid, los perros corrían a su dueña y ladraban sin parar. –¿Qué pasa, muchachos? Los perros miraban al hombre y gruñían en un extraño lenguaje. Más tarde, cuando Manuel encontraba el momento propicio para contarle que el señor se lo había pedido otra vez, ¡¿dígame qué hacer, señora…?! Ella lo calmaba. –No te preocupes Manuel, solo dile que sí. Y vete en paz. Al otro día, al despertar, ella le anunciaba un viaje. Vístete. Sube al auto. Ponte el cinturón. Pon música. Y le metía al acelerador hasta Manzanillo, Marea del portillo, Guantánamo… –Estabas preso. –Sí. En una jaula de oro. En cambio ésta, ¿de qué metal es? ¿Acero? ¿Hierro? ¿Qué es esta mierda? En los seis meses que el hombre vivió con la española en la casa de Miramar, más de la mitad lo pasaron viajando. A ella le encantaba internarse por carreteras desoladas. Explorar pueblos que aparecían en el mapa con nombres indígenas: Jobabo, Cautillo, Baracoa, Bayate, Tiguabo… Le gustaba filmar extensiones de tierras abandonadas, donde antes cosecharon la mejor caña del mundo y ahora eran marabuzales. Y fotografiar las ruinas de antiguos centrales azu234
careros, que fueron el sostén del país en tiempos de la colonia. Se detenía en las escuelitas rurales a fotografiar el busto de Martí, la bandera cubana izada en un palo, los pioneros cantando el himno nacional y honrando a sus mártires, los pupitres rústicos, los zapatos de las colegialas y sus uniformes. Jugaba a imaginar el terror de haber sido una de ellas y daba gracias a Dios por su estrella. En la visita a los cayos le gustaba el buceo y el esquí, pero el hombre no la acompañaba. Prefería quedarse en la orilla bebiendo cerveza y escuchando música. O leyendo El país. En el viaje a Baracoa se hospedaron en el hotel Castillo, antigua fortaleza colonial. Se fotografiaron sentados en una almena, junto a un cañón del siglo XVIII. Él le pidió que lo llevara al campismo El yunque, junto al río Toa. No le dijo que veinte años atrás, pasó la luna de miel con su primera esposa allí. Recordó que andaba corto de dinero y alquiló una cabaña de madera con catres, sin ventilador, en el campismo popular El yunque. No sabía que al campismo había que llevar la comida de la casa. Solo cargó con tres botellas de alcohol de 90, que rebajó con agua del río. Los cinco días los pasó borracho y casi se mueren de hambre. El campismo tenía una tienda que ofertaba productos enlatados. Había una cocina de carbón colectiva, para que los campistas cocinaran. 235
Compró latas de carne en conserva, pero no tenían vasijas para calentar. Pusieron las latas sobre las brasas. Tampoco tenían abridor, ni cubiertos. Utilizaron los carnés de identidad de cucharas. Luego llevó a la recién desposada al río. No conocía la zona y la metió en una poza profunda. La muchacha casi se ahoga. Así fue la luna de miel con su primer amor. Una desdicha. El campismo estaba cambiado y las cabañas eran ahora más confortables. Pero era el mismo Toa y el mismo Yunque. El mismo mal recuerdo. –No me gusta este sitio –dijo la mujer y lo llevó de la mano hasta el auto. Durante el regreso al hotel de Baracoa, se deleitaron con la exuberante vegetación y las vistas del río. La mujer le hizo preguntas sobre la alimentación en Cuba. Él contó que producto a la caída del bloque socialista que sustentaba la economía, se implantó un periodo especial que trajo consigo múltiples inventivas. Quien comenzó primero fue el estado, al suplir la carne de res por el «picadillo enriquecido» y la «masa cárnica». Y la leche por el yogurt de soya y el refresco en extracto. El pescado por las croquetas del Mercomar. La gente del campo incorporó a la dieta jutías, jicoteas, iguanas y cocodrilos. La carne de caballo, de mulo y de burro, dejaron de ser repulsivas, aunque su consumo seguía penalizado. Al venado y al manatí lo diezmaron. 236
El pez león desapareció de escena. También la anguila de río y las morenas. Los gatos y los perros, que en ciertos países se consideran platos de lujo, tuvieron una fuerte batida por jóvenes hambrientos con sed de aventuras. Algunas especies de pájaros como el cernícalo, el totí, el sinsonte y la bijirita, no eran perdonadas por los muchachos, que los cazaban con tirapiedras y trampas. Conocía a varios que comían auras tiñosas en el basurero. Los borrachos de Jaimanitas acechaban la corriente del río en su desembocadura, a la espera que apareciera flotando en la corriente alguna gallina sacrificada a Oshún. El punto culminante del período especial fue la pizza de preservativo y el bistec de colcha de trapear. Hace poco se corrió la noticia que en Gibara, encontraron un majá de Santa María con el largo y el peso récord para su especie. El campesino que lo halló se retrató junto al animal, lo exhibió durante el día y por la noche lo devolvió a su hábitat. Días después la piel del majá apareció cerca del río. –¡Qué horror! ¡Las cosas que hace la gente para sobrevivir! Conoció una vez a un dependiente de una tienda de divisas, al que lo agobiaba una preocupación terrible. Su esposa fue a cumplir misión internacionalista en la República Bolivariana de Venezuela como médico cooperante y los celos lo estaban matando. Había quejas de clientes porque equivocaba el vuelto y maltrataba al público. 237
El gerente lo llamó a su oficina. Hizo que firmara un compromiso si deseaba conservar el empleo. Un anciano que barría el parqueo lo aconsejó: –La única forma de mantener a tu esposa es engancharla con el verbo. Muchas cartas de amor, a todas horas. Satúrala de Vargas Vila, Buesa, Neruda. Que no le quede tiempo a pensar en otra cosa que no sea en tu escritura. El dependiente confesó que no sabía escribir cartas. El anciano le dijo que buscara al Poeta, que vivía solo en un cuartucho y se estaba muriendo de hambre. El dependiente y el Poeta hicieron un trato: el bardo escribiría una carta de amor al finalizar cada jornada laboral del dependiente, a cambio de algún producto de la tienda: un jabón, un paquete de espaguetis, puré de tomate, un bombillo… Así comenzó el epistolario más intenso que recordarán por mucho tiempo Venezuela y Jaimanitas. Desde Caracas la doctora contestó: –Tu carta es bella. La leo a todas horas y duerme conmigo. Pero dime una cosa: ¿Desde cuándo eres poeta? Sutilmente ambos se hicieron saber que el esposo quedaría fuera. Se conquistaron sin miramientos. Ella confesó que se había enamorado de verdad por vez primera. Él quería una foto suya. Para colgarla en su pecho de amuleto. Ella: ¡Mi poeta amado! ¡Ahora Cuba está más cerca! Él: El mar que nos separa es solo un arroyuelo. Ella: Faltan pocos días para estar en tus brazos. Él: Aquí estaré. A tu espera. 238
El dependiente resultó un excelente recadero. Al regresar a Cuba, en la puerta de salida de los vuelos internacionales, la esperaba el esposo con un ramo de rosas. Cuando llegaron a su casa y abrieron los equipajes, salieron a la luz los sueños del dependiente: Un televisor de plasma, una Laptop, un MP3, un DVD, zapatos, ropas y regalos. Bajo el falso fondo de la maleta, la doctora guardaba el paquete de cartas y un regalo especial para el poeta. Al otro día no fue difícil encontrarlo. Una noche mientras él escribía y ella preparaba el equipaje para una visita a un cayo del sur, la mujer le mostró su valiosa colección de billetes y monedas. Cuando él vio las libras esterlinas le confesó que siempre había soñado con poseer alguna. Ella le regaló billetes de todas las denominaciones. Algunos recién impresos. Y tres monedas de oro, de un alto valor numismático. El hombre los guardó en la billetera, junto a billetes de cincuenta y cien cuc, y euros de cincuenta, cien, quinientos… que hacían un bulto en su billetera. Siguió escribiendo. La categoría de excluible fue creada por el servicio de inmigración de los Estados Unidos, para clasificar a los emigrantes cubanos que no resultaron compatibles con el sistema capitalista. La mayoría estaban en prisión cuando fueron devueltos a Cuba. 239
En La Aldea habitaban dos excluibles, Pepe y Emilio. Emilio había comprado de manera ilegal un garaje que habilitó como vivienda. Pepe se arrimó a una mujer que vivía sola en una casa grande. Emilio vivía del juego de dados y las peleas de gallos. Le caía muy mal la bebida. En sus borracheras peleaba con cualquiera, o se autoagredía. Una vez quemó los carnés de identidad de toda la familia. Otro día la libreta de la comida. La propiedad de la casa. Y todo el dinero que tenía. Emilio se había auto propinado dieciséis puñaladas, la última en la lengua. Una vez, un individuo apodado Mal Aspecto lo estafó en un negocio ilegal y Emilio preparó con meticulosidad el ajuste de cuentas. Alquiló un taxi particular, de los llamados «boteros», y fue a buscar a Pepe para que le enseñara dónde vivía el estafador. –Tengo que matarlo –dijo Emilio. Pepe aprovechó la ocasión, para cobrar alguna cuenta pendiente a través de la venganza de Emilio. Hizo un repaso de sus enemigos. Escogió a su primo, Israel, un militante comunista al que le iban muy bien las cosas. –Ve para Romerillo –le dijo Pepe al botero cuando estuvo acomodado en el auto. –¿Qué tú crees, Pepe? –preguntó Emilio–. ¿Le quemo la casa con toda la familia, o solo lo mato? –Mátalo nada más –dijo Pepe, pensando en su tía. Por suerte Emilio tuvo que abortar su plan por el camino, cuando le ordenó al botero detenerse en una cafetería a comprar más ron. 240
Estaba ciego de ira, abrió la botella y se dio varios tragos largos. De repente cogió por las patas traseras a una perra que estaba echada junto al mostrador y la mató estrellándole la cabeza contra el piso. El empleado del bar saltó sobre el mostrador y cogió a Emilio por el cuello, pero el excluible sacó un revólver que traía bajo la camisa y el empleado se desmayó. Una mujer que estaba en el local comenzó a gritar y corrió a buscar la policía. Pepe y Emilio montaron en el taxi y huyeron a la carrera. Cuando estuvieron a salvo, el botero detuvo el auto y les pidió que se bajaran. Luego partió veloz para la piquera del paradero de Playa, donde aguardaban sus colegas en la cola para cargar pasajes. –¡Acabo de toparme con los dos tipos más locos del mundo! –dijo el botero, todavía con la lengua afuera–. ¡Me alquilaron… para ir a matar a otro! Parece que por un problema de estafa. ¡Y uno llevaba un revólver! –¡Tú siempre estás metido en balacera…! –dijo otro botero. En aquel momento comenzó a llover y se resguardaron dentro de sus viejos autos americanos de los años cincuenta, que todavía retan el paso inexorable del tiempo y se perpetúan gracias a los inventos del cubaneo. Estos taxistas particulares aprovechan la escasez del transporte público y cubren rutas que enlazan importantes municipios. Del paradero de Playa hasta Prado y Neptuno. De La Lisa al parque de la Fraternidad. De Diez de Octubre a la Habana Vieja. 241
También se encuentran boteros por San Miguel del Padrón, El Cotorro, Párraga, Luyanó, Diezmero, Mantilla… Los mecánicos tienen en ellos una inagotable fuente de empleo. Para que continúen funcionando, realizan verdaderos aportes en el campo eléctrico, hidráulico, de la transmisión, o del combustible. La conversión de gasolina a petróleo cuesta 10000 pesos y casi todos los boteros han invertido en este económico criollismo. La carrocería de estos autos, también llamados almendrones, cuenta con posibilidades aún inexploradas. Cuando la imaginación del mecánico y el botero sincronizan, se puede encontrar un Dodge con puertas de Chevrolet, un Cadillac con motor de Aro, un Plymouth con accesorios de Lada. La pintura muchas veces es de dos tonos, o tres, en dependencia del color que aparezca al momento de pintar. Las modificaciones interiores para aumentar la capacidad de pasaje son dignas de patentarse. Entre los boteros de La Habana hay dos muy famosos. Jeringuilla, con su Ford 54 que camina con keroseno y desarrolla una velocidad endiablada y Boca Chula, que no encontró guardafangos para su Studebaker y fabricó una cubierta de imitación a base de tiras de vinil, pegadas con cola de zapatero y luego forrada con papel maché. Boca Chula colocó un cartel dentro del almendrón: Prohibido rotundamente fumar. Los pasajeros creen que se esmera en cuidar la salud. No imaginan que vayan sobre un auto con carrocería de papel, capaz de incendiarse con una chispa. Y reza porque nunca lo choquen. Su almendrón se desmoronaría como un castillo de naipes. 242
Otro sector emergente en Cuba familia de corcheros y boteros son los cacharreros. Mecánicos de computadoras que dan mantenimiento y reparación a las PC. Casi ninguno ha ido a la universidad. Se encuentran en todos los pueblos. Viven de arreglar cacharros. El más famoso de Jaimanitas es el Pelly, que lo sabe todo sobre estos equipos. Lo demostró la vez que fue a ver aquella vieja AT-486, regalada por Alberto, que él trató de activar. Un informático de la UCI, abrió la AT-486 y después de agotarse cambiando placas y apretando memorias, confesó no saber ni papa de la máquina. En cambio el Pelly hizo un diagnóstico de una sola ojeada. –Hay dos placas invertidas. Le falta el ventilador, el puerto PS-2 y el cable de la torre 3½. Hay que entrar en el SETUP y configurarla. Ve mañana a mi casa, tengo esos accesorios. Ya no se utilizan, te los regalo. No puedo hacerte el trabajo porque estoy muy ocupado, pero el Yuri se encargará. El Yuri es otro cacharrero que lo acompañaba. El Pelly le indicó cómo debía colocar las conexiones que faltaban. –Mi primera máquina fue una de éstas –dijo el Pelly antes de irse–. ¿Sabes cómo la conseguí? En el basurero. En la zona de desguace botan lo que jamás podrás imaginar. Desde motores eléctricos hasta lanchas viejas y avionetas, que demuelen para hacer chatarra. A veces botan cosas nuevas, en sus cajas. Una vez botaron dos camionetas llenas de computadoras, con sus discos duros, sus bakúes, los módems. También impresoras y monitores. Aquel lote lo trabajó la brigada de mi primo. Yo no sabía nada de computación cuando aquello, 243
luego supe que en aquel lote iban varias Pentium 3, que era lo último que había salido entonces al mercado. El basurero es una zona caliente detrás del barrio La Cantera, fuertemente custodiado y cercado. Su primo sabía que el Pelly andaba loco por una computadora. Esa tarde botaron también un camión de manzanas. Y un camión con carne de vaca. No sé qué tenía aquella carne, pero le rociaron alcohol, le prendieron fuego y le tomaron fotos a la loma ardiendo. Un fuerte olor a asado se dispersó en un radio de varios kilómetros. La Cantera lo conforman emigrantes ilegales que vienen de las provincias. Cuando el fuego se extinguió, los ilegales burlaron el perímetro, cayeron sobre la carne quemada y la sacaron en sacos. –Este país tiene de todo. Bota de todo. Y no produce nada –dijo el Pelly. La última noche que pasaron en Varadero, ella vació la novela en una memoria. La eliminó del disco duro y de la papelera de reciclaje. Luego devolvió el computador al gerente. –Gracias por todo. Demás está decirle que jamás estuve aquí. –No se preocupe, alteza. Buen viaje. Durante el regreso a Miramar el hombre durmió profundamente. En cambio ella, mientras conducía, repasó los detalles de cómo proyectarse en los dos días que le quedaban en Cuba. Debía preparar el regreso de los críos. 244
Y ultimar los detalles con Enma, Manuel y Yany. El plan elaborado por el profesor Gómez desde Madrid parecía infalible. A la novela solo le faltaba la sorpresa del final. En Madrid la completaría con su diagnóstico clínico y sus aportes científicos. No resultaba complicado. En lo más mínimo. Además de la obra, se llevaba del hombre también el estilo. El mayor Lahera fue ascendido a teniente coronel de la policía, cuando finalmente logró echarle el guante a Crispín, por actividad económica ilícita. Desde el registro anterior, cuando tuvo que marcharse con las manos vacías, el militar le dio seguimiento al caso y logró cogerlo al fin con las manos en la masa, gracias a la información que aportó el confidente. El operativo cercó de madrugada la casa del viejo, mientras dormía. Casi le tumban la puerta. Entraron como fieras directo al lugar donde estaba el cohecho. La policía incautó cuatro cartones de huevos. Se llevaron a Crispín esposado para la estación. Lo humillaron con el castigo de ir a pie por la calle cargando la evidencia. –Para que no te hagas el de los huevos… –repetía cada cierto tramo Lahera. Se estaba haciendo de noche. La última noche en aquella casa de Miramar. La mujer estaba en su hora de jacuzzi, con sus cremas. El hombre subió al mirador. Vio que no aparecía parte de la ciudad. 245
Era la hora de los apagones y estaban sin luz La Lisa, Marianao, Coco Solo, Zamora, Romerillo, La Aldea, Los Pocitos, La timba, Lawton, Diez de Octubre, Luyanó, La Víbora… Solo quedaban encendidos además de Miramar y los hoteles, las residencias y las embajadas, El Vedado, el casco histórico, Plaza de la Revolución y el reparto Kohly, donde vivían los generales. El hombre había notado un comportamiento raro en la mujer, durante todo el día. Cada vez que detuvo la novela para asomarse a la ventana, la vio hablando por teléfono, recibiendo visitas, firmando papeles. O sentada en el césped, con sus perros. Bajó. Se preparó un whisky. Se sentó en la piscina. Entonces Manuel apareció por detrás. –¿Cómo está señor? –Bien. ¿Qué pasa Manuel? –Señor, mañana a las diez, voy de compra al mercado Palco. ¿No quisiera acompañarme? –¡Claro que sí! Y no te preocupes, voy a hablar con la señora. –Bueno… recuerde… a las diez… –Debiste sospechar de Manuel… cuando apareció esa noche como una visión en la piscina. –Estaba demasiado concentrado en el final, cuando el Rasta en su desesperación se tiró al mar por vigésima vez, en una balsa que construyó con restos de un bote que apareció encallado en la orilla. Necesitaba brazos para remar, pero dudaba en hacer pública su empresa y que llegase a oído de la policía. Tuvo que reclutar para su aventura al Güiro y al Chapi, un par de locos que merodeaban por la orilla esa noche. 246
La expedición perdió el rumbo en cuanto dejaron de divisar tierra y los locos se negaban a remar. Aquello se convirtió en un manicomio flotante. El Chapi en su delirio botó el agua por la borda y pedía que lo regresaran a la orilla. Los locos arrojaron la comida, los remos, la vela. Querían también tirar al Rasta, que tuvo que golpearlos hasta dejarlos inconscientes. Al tercer día, casi al borde de morir, los recogió un guardacostas americano que los llevó al buque madre, una nave de gran calado que se mueve lentamente por el sur de Florida. Su tarea es acopiar balseros, que devuelve a Cuba por la bahía de Cabañas. En el buque madre fueron atendidos por un médico. Se bañaron y les entregaron ropa limpia. Estaba todo recién pintado. A través de los cristales se veían oficiales y marineros americanos entregados a sus faenas. Había un radar blanco que giraba sin parar. Les trajeron frijoles, pan y yogurt. El Chapi lanzó la comida al agua. El Güiro engulló con apremio. El Rasta comió despacio. Le entregaron mantas y los llevaron a dormir a cubierta. El Rasta observó un buen rato los cayos que pasaban alumbrados por el reflector, buscando balseros. A veces imaginaba ver entre los mangles hombres náufragos luchando por salvarse, pero miraba bien y eran sombras del agua distorsionadas por la luz. Cansado de ver agua se acostó en la cubierta, sobre una señalización en forma de H, un lugar para aterrizaje de helicópteros. Lo tomó como un augurio. 247
Miró el cielo estrellado. Y la grandeza del estrecho de Florida. Inmensamente mayor que la reflejada en los mapas. Pensó en su hija Natalí, en la suerte de estar vivo y regresar a casa. El hombre nunca inquiría por sus asuntos. Pero su extraña conducta lo incomodó. –¿Pasa algo, mi amor? –Nada, cariño. ¿Qué pudiera pasar? –Veo tanto movimiento en la casa… –Este ajetreo que ves… es… simplemente… correo de la familia, asuntos de negocios que debo atender… cosas así… –¿Por qué no pones internet? –preguntó el hombre–. ¿Por qué no hay teléfono en la casa? ¿Y por qué no has dejado que compre una línea y tenga un celular? La mujer lo miró directamente un momento y sonrió. El profesor Gómez era un genio. Seis meses exactos consideró suficientes. Ni un minuto más. Porque después, comenzaría a despertar. –Debí estar a la viva y no confiarme –se dijo. –No podías hacer nada. Lo tenía todo pensado. Y mientras tú salvabas al Rasta aquella noche en el buque madre, ella se ocupaba del final, con una precisión tan milimétrica que te dejó pasmado. La última noche fue inolvidable. Le dijiste que la novela estaba concluida y aunque ella lo sabía, fingió alegrarse. Subió a la habitación una botella de whisky irlandés, camarones flameados, puso música y te durmió con mañas. Algo comenzabas a sospechar, pero ya era tarde. Entonces tuviste la idea de preñarla, para amarrarla. Sin recordar que ése es un ardid de mujeres. 248
La tiraste sobre la cama y mientras la penetrabas le decías que ibas a fornicarla una y otra vez hasta hacerle un hijo… pero en eso sonó su celular. –No lo cojas –dijiste, sujetándole los brazos. Te echó a un lado. Puede ser importante. –¡Ah… tío! La mujer salió debajo del hombre. Es mi tío. Voy al baño. Cerró la puerta para que no escucharas. Se sentó en la taza a orinar, mientras hablaba. –Sí… tío… estoy bien… ¡Claro que sí…! Ya he terminado el libro. Estoy contenta… Sí… Recuerda que son muchos años de estudio, tío, he llegado a dominar el tema. Creo que además de científico y social, es literatura… Te digo que sí… que está preparado para publicar… Te aseguro que está listo. Mira a ver quién lo publica primero, comienza a mover los hilos… Tío, mañana al mediodía, salen los críos para Madrid. Manda al aeropuerto a por ellos… y que los vacunen en cuanto lleguen… Un beso. Se miró en el espejo, el rubio de su pelo había adquirido en estos meses vetas rojizas. Tenía la piel más bronceada y conseguido mantener el peso sin gimnasio. Estaba desnuda. Enamorada. Con deseos. Regresó a la cama, sirvió más whisky. – Vamos a brindar. –¿Por qué? –Por el niño. ¿No quieres hacerme un hijo? –la mujer se bebió el trago completo, de un tirón, pensando que si no hubiera sido un experimento, sería el padre perfecto. Se tumbó sobre la cama desnuda, boca arriba, con las piernas abiertas, dejando ver su belleza en toda su magnitud. 249
Permitió que el hombre la poseyera y cabalgara a sus anchas. En aquellos seis meses había gozado más que en sus treinta y dos años de vida. Y de paso terminado su Psicología del mendigo, con su extensa galería de personajes típicos, caracterizados en su más breve síntesis por aquel que tenía ahora encima. No sentía ningún remordimiento, ni se juzgaba pecadora, ni ruin, por robarle su trabajo. Creía haberlo pagado caro, con seis meses de amor y glamour, buena mesa, cama, ropas, auto, viajes… Todo terminaría mañana, pero hoy, nada ni nadie impedirá que sea la mujer más feliz del mundo. Se entregó al orgasmo con frenesí. Luego tuvo otro orgasmo, intenso… múltiple… tan largo que pareció no acabar nunca. Y su vagina terminó bañada por chorros de semen fecundos y viriles, pero ella tomaba píldoras anticonceptivas y lo engañó crudamente, al subir las piernas contra la pared y decir que era un remedio de su abuela, el más seguro para concebir. El hombre se acostó a su lado y durante un rato le acarició el vientre. Como queriendo ayudar a sus muchachos en la gloriosa carrera hacia la cópula. En aquel instante también fue de todos los mortales el más feliz. Y el más ingenuo. Porque se durmió creyendo que comenzaba una nueva vida, cuando la vida en verdad le llegaba a su fin. Al otro día, le dijo a la mujer que acompañaría a Manuel a hacer las compras. Ella acababa de bajar de la habitación, enfundada en un vestido amarillo y unas sandalias cool, de tacones. 250
Tomó la mano del hombre y la apretó fuertemente por espacio de un minuto, mientras hablaba. –Está bien, mi amor. Ayuda a Manuel, que ha resultado un hombre íntegro. Yo estaré ocupada en hacer cambios en la casa. Solo quiero que te cuides. El hombre vio la vía libre y ni siquiera se aprestó a besarla antes de salir. Fue al auto, donde Manuel lo esperaba. Se acomodó. Puso a Bob Marley. Dijo: –Andando. El auto salió a Quinta Avenida. Se incorporó a la marcha rápida. Miraba por la ventanilla el paisaje de residencias y embajadas y se sintió importante. En seis meses era la primera vez que no salía acompañado de la mujer. Lo embargaba una libertad infinita. Tenía en la billetera miles de cuc, miles de euros, cientos de libras esterlinas. Pensaba qué dirían sus amigos al verlo vuelto un hombre rico. Iba a regalarle al Rasta cien cuc y a Tonyto doscientos. Hubiera querido dejarle algo a Coralia y a Crispín, pero tendría que hacer un recorrido y perder mucho tiempo. –Vamos a hacer lo siguiente, Manuel. Llévame a La Aldea de Romerillo. Me dejas donde te voy a indicar. Luego te vas a la tienda, realizas las compras y regresas a buscarme a las dos. –Como usted diga, señor. Se sintió muy a gusto con la frase de Manuel. Y que sus palabras para el chofer fueran órdenes. En la primera rotonda de Playa le indicó que dejara Quinta, tomara 112 y se detuviera en novena y 98, la entrada noroeste del barrio marginal. –Me recoges aquí mismo, a las dos. 251
–Sí, señor. Como usted diga. Manuel se alejó con el auto y el hombre entró por un callejón de tierra, con hileras de casuchas viejas y apiñadas. Muchachos descalzos y semidesnudos correteaban junto a gatos y perros callejeros. Entró al pasillo de Tonyto. Vio que nada había cambiado en los seis meses. La misma pared de zinc, oxidado y a punto de derrumbe, la misma agua albañal corriendo sin reparo de tuberías rotas y fosas desbordadas. Encontró al artista en su cuarto, acompañado de Papín y el Rasta, que no salían del asombro. –¡Eh… ¿asaltaste un banco…?! –preguntó Tony to. –¿O te fuiste pa’ la yuma sin avisarme? –dijo el Rasta. –¡Ahí si hay dinero… señores…! –dijo Papín, que conocía de marcas–. Eso que ustedes están viendo ahí es Versace. Y esto Armani. Y esto Converse. Y eso es un rolex de oro. Y ese perfume es… es… ahí sí que me dejaste botao… ¿Qué marca de perfume es esa, mi socio? –Givenchi. –¿De dónde coño sacaste todo eso? –Tropecé con la suerte. Pero cuéntenme ustedes, ¿cómo van las cosas por aquí? –Igual –dijo Tonyto. –¡Peor! –dijo el Rasta–. No aguanto más. Ahora tengo un plan, que si me sale bien, en cualquier momento oirán hablar de mí. Dicen que anoche entró una lancha por Mañanima y se llevó a cuatro. ¿Han oído algo de eso? –Nada –dijo Papín–. Hoy fui a comprar calandraca y Joaquinito no me dijo nada. Cuéntanos tú, que pareces estar podrido en plata. 252
El hombre no quiso dar detalles, por temor a hablar y que la magia desapareciera. Si hubiera dicho que una mujer le regaló un libro en la plaza de armas y al otro día una mansión en Miramar y un Toyota, y que su ropa la enviaba el profesor Gómez desde Madrid, que estuvieron hospedados medio año en una suite de Varadero, que habían recorrido los mejores lugares turísticos de la isla y los cayos, sus amigos no le hubieran creído. Como tampoco le hubieran creído, si relataba que en su billetera traía miles de cuc, euros, libras esterlinas… Que su mujer era la marquesa de Comillas, sobrina del duque de Tres y su rostro salía en las portadas de revistas. Solo dijo: Nunca me olvidé de ustedes. A pesar del lujo y la buena vida, he extrañado mucho estar aquí. –No te has perdido nada –dijo el Rasta–. La cosa está negra. Ayer detuvieron a dos muchachos en 226 por estar discutiendo de fútbol. Después se llevaron en un patrullero al hijo de Chicha, por andar por el pueblo descalzo y sin camisa. El nuevo jefe de sector de la policía, al que llaman la Sombra, está decomisándoles los productos a todos los vendedores callejeros. Ayer cogió a un vendedor de yogurt y le botó todos los pomos por el tragante. Y a un vendedor de dulces le quitó la mercancía y la pisoteó delante de todos. ¡Con el hambre que se está pasando! –Y en Santa Fe –dijo Papín–, botaron de la policía al teniente Serguera. Y ahora maneja un bicitaxi. ¿Tú te acuerdas que era un represor y un corrupto? ¿Y le gustaba detener en la calle a todo el mundo para pedirle el carné, y a los vendedores quitarles la mercancía? ¿Y a mí me tenía atosigado y no me dejaba pescar? Bueno, lo botaron de la policía. ¡Y 253
ahora me la estoy desquitando! Le alquilo el bicitaxi todos los días… a los lugares más lejanos. Aunque tenga que pagar la carrera y me quede sin un centavo lo voy a reventar pedaleando. Ayer le dije que me llevara hasta el bajo de Santa Ana y lo metí por un pedregal. Luego a La Puntilla, al Roble, de nuevo a La Puntilla, después al Luz Brillante, y otra vez al pedregal del bajo. –Es verdad que la cosa está mala –dijo Tonyto. –Súper mala –el Rasta volvió a la carga–. Fíjate cómo está la cosa, que ayer fui a casa de Prematuro y lo encontré cocinando carne. Me extrañó, porque Prematuro vive a base de pan y agua con azúcar, pero había un olor a carne en su casa que emborrachaba. Tenía a un primo de Santa Clara de visita, que lo estaba ayudando a cocinar. Yo pensé que se habían robado un carnero, un puerco, una vaca, pero cuando miré la mesa vi un envoltorio con vísceras, cuatro patas, el pelaje y la cabeza de un perro. ¡Se estaban comiendo un perro! –De raza –le específico Prematuro–. No un callejero. A los callejeros le echamos las sobras. ¡Pero a estos! ¡Los de la buena vida! ¡No habrá tregua mientras quede uno! Lo habían capturado la noche anterior, en el reparto Siboney. Y ya tenían marcado otro en El Náutico. Pasaban horas vigilando a que los dueños se acostaran. Entonces le tiraban un pedazo de carne preparada, para aletargarlo. La carne tenía que caer dentro del plato, porque el tipo no comía del piso. –¡Un verdadero pura raza! –dijo el primo, que fue el que trajo de Villa Clara la idea de comer perro. Comentó que los ratones también eran muy buenos, siempre que se ahogaran en un cubo con agua. 254
–Antes de morir ahogados emiten un chillido que libera las toxinas. –Vamos a dejar a los ratones para cuando se acaben los perros –dijo Prematuro revolviendo la carne. –¿Sabes cuál es la última noticia? –dijo Tonyto–. El Rasta, en su desesperación, quiere poner un cartel en la puerta de su casa. Cuando llegaste le estaba diciendo que eso era una locura. Se va a ganar un celdazo. –¿Recuerdas aquella carta que me ayudaste a escribir? La solicitud de asilo para el Programa de Refugiados. ¡Me enviaron los formularios! Y como no tengo un centavo para los trámites de emigración, y sé que hay miles de mujeres por ahí que están locas por irse para Estados Unidos y tienen el dinero, voy a colocar un cartel en la puerta que diga: «Se busca compañía para viaje a la felicidad». –Esos formularios nada significan –dijo Tonyto–. Es una formalidad. Se los entregan a todo el mundo. –Es muy peligroso colgar ese anuncio –le dije–. En cinco minutos vas a tener a la Seguridad del Estado arriba. El Rasta lo sabe, pero está desesperado. Conseguir el sustento de su hija es una contienda terrible. Cree que esos formularios enviados por la Oficina de Intereses de los Estados Unidos pueden salvarle la vida. Con el cartel en la mano se asoma a la ventana y observa la calle. Cualquier transeúnte le parece un agente. No se decide. Cierra la puerta asustado y comienza a dar vueltas dentro del cuarto, como en una celda de castigo. 255
–¿Y cómo anda el barrio? –En llamas. Lo mismo con lo mismo. –¿Y Coralia? –Se fue del aire. ¿No lo sabías? Se dio un sogazo. Hace tres meses la encontraron colgada en su cuarto. La casa se la dieron a un oficial de Tropas Especiales. –Qué extraño. Lo común es que las mujeres se den candela o se envenenen. Los hombres son los que se ahorcan. –Coralia cuando joven tenía fama de marimacho. Tal vez en el último instante le salió lo de hombre. –Y de Mascarilla, ¿qué se ha sabido? –Nada. A Papín las cosas tampoco le iban bien. El padre ciego, la madre peor, la hermana sin aparecer. Y para colmo, guardafronteras no le permitía pescar. Viajaba todos los días de Santa Fe a la Habana vieja, para entrevistarse con el teniente coronel Aluija, para discutir sobre las prohibiciones y el hostigamiento contra los corcheros. Pero el militar jamás se encontraba. –Por cansancio me va a tener que oír –decía Papín a la secretaria cada vez que alegaba: Anda inspeccionando las provincias… o reunido con el Estado Mayor. Coger una guagua de Santa Fe hasta Playa y después otra hasta la Habana Vieja, era una lata. Papín se ideó una forma de viajar con los boteros sin pagar un centavo. Su jugarreta consistía en fingir, al momento de pagar, que había sido cartereado. Una puesta en escena que le salía bien. Se hurgaba los bolsillos, ponía cara de angustia, decía: tengo un problema, me han cartereado, hay que llamar a un policía y registrar el auto 256
Los boteros casi siempre andan inmersos en ilegalidades y no les convienen percances. Terminaban pidiéndole que se marchara. El teniente coronel Aluija no aparecía nunca en su oficina y Papín continuaba intentando su captura viajando en los taxis particulares de manera gratis. A medida que pasaron los días perfeccionó su técnica. Para ser más convincente golpeaba enfurecido el capó de los almendrones, o fingía principios de infartos. Nunca logró empatarse con el teniente coronel. Y los boteros tomaron la medida de no montarlo más. –Ahora ni enseñándoles el dinero me paran. –¿Y tu piso de arena, Rasta? –No me digas nada… ¡Lo perdí! –¿Te lo robaron? –No. Se inundó de mierda de las fosas desbordadas. –¿Cómo fue? –El delegado de Jaimanitas trajo dos camiones barrenos para destupir los pozos, que hacía años no se limpiaban. Y un torrente de aguas negras invadió desde la calle Primera hasta la Vía Blanca. De Mayanima comenzó también a llegar la mierda. Luego reventó la fosa de Zulema y se metió en mi casa. Tuve que botar toda la arena. El delegado intentó movilizar a los vecinos para limpiar las calles y recoger todo aquel «abono», pero cuando fue a buscar al Rasta para que ayudara, le enseñó su piso y le hizo dos preguntas: –¿Dónde están los sacos para envasar tanto abono? ¿Y qué cosa van a abonar? –Dentro de tanta tragedia a ti te ha ido bien –dijo Tonyto. 257
El hombre sacó la billetera. Les regaló varios billetes grandes a sus amigos. –¡Eh… miren a éste regalando dinero! –dijo el Rasta–. ¡Con esto voy a comprar un motor fuera de borda! ¡Ahora sí voy echando! –Veré si puedo regresar la semana que viene, para darles más. Miró el reloj, eran casi las dos. –Tengo que irme, el chofer debe estar al llegar. –¡Como está el hombre! ¡Con chofer y todo! –Así mismo –estrechó las manos de sus amigos y salió a la calle. Pero a las dos Manuel no apareció. Ni a las dos y media. Ni a las tres. Y comenzó a preocuparse. Caminó hasta Quinta Avenida buscando un taxi, pero no pasaba ninguno. Al cruzar frente a la parada del P-1 recordó los tiempos cuando iba a jinetear al Vedado y tenía que meterse en uno de aquellos P-1, que siempre iban repletos. Llegó al Cupet de 148 y alquiló a un botero por cinco cuc hasta Miramar. Se bajó en Tercera y 32. Caminó rumbo a su casa, preocupado por Manuel. Llegó al portón y tocó el timbre. No respondió nadie. Se asomó en la abertura de la puerta y miró dentro. El silencio de la casa lo intrigó. Le extrañó mucho no escuchar ladrar a los perros. Subió al muro, con cautela, pero no vio a los animales por ninguna parte. La perrera estaba cerrada con candado. ¿Qué estaba pasando? 258
Tampoco se veía el auto y dedujo que Manuel no había regresado. Llamó a Enma y a Yany. En vano. Con riesgo de que aparecieran de repente los perros y lo devoraran, saltó el muro. Mientras caminaba por la acera de la piscina, observó que todo estaba cambiado. Subió los escalones del portal y encontró la casa cerrada. Miró por los cristales. No había nadie. Intentó forzar la puerta para entrar y en ese momento apareció del fondo de la casa un hombre desconocido, vestido de custodio, que le gritó. –¡Oiga… ¿qué hace?! ¡¿Por dónde entró?! –Yo vivo aquí. –¡¿Aquí…?! –Sí, esta es mi casa. Soy el dueño. –¡¿El dueño?! ¡¿Está loco?! ¿O venía a robar…? ¡Espérate ahí… tú venías a robar… voy a llamar la policía! El custodio fue a la garita. Marcó un número. Pidió que vinieran con urgencia. –¡Quédese ahí…! –Yo vivo aquí… –su voz sonó insegura. Comprendió que en los seis meses jamás se preocupó por las llaves de la casa. Tampoco podía mostrar la propiedad, porque nunca la tuvo. Ni halló forma de indicar ser el propietario. Pensó que aquello era una pesadilla. Se lanzó hacia la puerta para escapar, pero estaba cerrada. –Abra aquí… –Cuando llegue la policía… que ya está al llegar… Y así fue. Un patrullero había frenado frente a la casa y dos policías se bajaban. El custodio abrió la puerta. –¿Qué pasa? –preguntó uno de los agentes. 259
–Este sujeto, saltó el muro… creo que venía a robar. Lo sorprendí forzando la puerta. –No estaba forzando ninguna puerta, teniente. Yo vivo aquí. –Esta casa está vacía. Y en venta –le dijo el custodio al oficial. El policía le pidió al hombre el carné de identidad. Le ordenó que subiera al auto. Arrancaron a toda velocidad rumbo a la estación. –¡Yo vivo ahí! ¡Ahí dentro tengo mis cosas! ¡Y mi novelaaaaaaa…! –Eso lo aclararemos en la unidad. ¡Ahora cállese…! Lo llevaron a la 5ta. estación. El agente que lo esposó dentro del patrullero se lo entregó al carpeta. –Estaba dentro de una casa vacía. Saltó un muro. Lo sorprendieron forzando una puerta… –firmó unos papeles y se marchó. El carpeta lo llevó a un cuarto para requisarlo. Además de la buena ropa y los zapatos, resultó sospechosa esa cantidad de dinero en sus bolsillos, de diferentes nacionalidades. Y tres monedas de oro, muy antiguas. Incautó todo el efectivo. Además quedaron en depósito el Rolex, las gafas, el cinto y las monedas. Lo metieron en una celda oscura, junto a otros detenidos. Allí pasó una semana infernal, hasta que un oficial investigativo lo sacó a una oficina para interrogarlo y levantar el acta. La historia que contó resultaba increíble. No pudo demostrar que vivía allí. Ni auxiliarse de Manuel, Enma o Yany, pues no conocía sus direcciones. 260
Volvieron a encerrarlo para investigar. Esta vez en una celda de aislamiento, completamente tapiada. La policía comprobó que aquella casa estaba vacía y en venta. El custodio ratificó su testimonio: Lo había sorprendido forzando la puerta luego de saltar el muro de la calle. No tenía manera de justificar la posesión del dinero. Ni las monedas. Desesperado por tantos días en aquella celda inmunda, dijo al oficial investigador que iba a decir la verdad: Era el marido de la marquesa de Comillas, sobrina del duque de Tres. Llevaban seis meses juntos. Iban a tener un hijo. El auto era un Toyota blanco, pero no recordaba la chapa. La cocinera de la casa se llamaba Enma, tenía un hijo autista. Y la mucama Yany, una rubia flaca. El jardinero celador que algunas veces hacía las funciones de chofer se llamaba Manuel y era un hombre íntegro. El oficial, además de los cargos de invasión de propiedad, intento de hurto, tráfico de divisas y antigüedades, lo acusó de entorpecer la investigación. Centró las pesquisas en la procedencia del dinero, las monedas y los artículos extranjeros incautados. El informe del registro operativo de la policía reveló que el individuo hacía más de una década no tenía vínculo laboral con el estado Y se reunía con elementos antisociales. Al terminar la investigación fue trasladado de la 5ta. estación de policía a la cárcel Combinado del Este. La petición fiscal fue diez años de privación de libertad… 261
–¡Eh… para ahí…! ¿Quieres decir que estás preso por una mujer que te inventaste? –Así mismo. La muy puta me salió peor que las anteriores. Y que cualquiera de las que puedan venir. Para estudiarme me hizo su marido. Me compró una mansión, un auto, me llenó de dinero, me paseó por toda Cuba. Me hizo escribir un libro. Y en unas pocas horas que estuve ausente desmanteló su plan. Fui un microbio en un caldo de cultivo, que hizo crecer y desarrollarse para su estudio. Luego me extinguió con una gota de poder. Me dejó en la calle y sin llavín. No sé cómo no me he vuelto loco aún… –¡Tú y yo sabemos que esto es un invento, compadre! Nunca existió mujer, ni mansión, ni auto, ni viajes. Sigues en tu casucha, con el ventilador roto, durmiendo en el piso. –¿Sí? ¿Y cómo explicar esta prisión…? ¡Además, ahí está la casa, el muro que salté, el custodio que me encontró hurgando la cerradura…! ¿Y todo ese dinero en mi bolsillo… y las monedas…? ¡Que es lo que más me incrimina…! –Entonces… construye otra mujer… inventa una que te salva… Solo tienes que cerrar los ojos y escribir… Por ejemplo, esa fiscal joven que atiende tu caso. De repente se fija en ti y comienza a luchar por salvarte… –¡No me des más ideas…! ¡Mi única salvación es que despierte! En aquel momento pasó el guardia por el pasillo, dando bastonazos contra las rejas y gritando: –¡A dormir…!
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Un viaje en tren, la guardia en un policlínico y la encrucijada mágica de un sueño con alquimia, son los escenarios donde se posiciona esta novela que emula con una noche infinita. Su protagonista, sin nombre pero con cientos de voces que lo rondan, nos devela el surrealismo inobjetable de una isla, conformada por la suma de todas las pasiones y utopías. La elipse que describe desde su página primera hasta la última, es el recorrido mítico de una generación profetizada como la del hombre nuevo, en un siglo XXI de crisis y conflictos, donde el compromiso con la posteridad le exige de manera ineludible a sus escritores, escribir con la mayor objetividad posible.
fra.cz
Cover photo © Chelsea Foster, 2013
Photo © Yunia Figueredo, 2012