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Los ojos de la ciudad

En mi brazo izquierdo tengo la cicatriz del hierro caliente. Esta marca inconfundible me identifica como residente de la periferia. A todos les toca, tarde o temprano sentir el calor tragándose la piel y la carne. Yo no quise para mí esta marca horrenda. La gente mira la marca de mi brazo y algo les suena en los ojos. Pip como un lector de códigos de barras. No tienen que mirar dos veces. La gente es rápida. Los ojos son potentes. Los ojos me arden sobre la piel. Llevo mangas largas para cuidarme de los ojos decodificadores.

Camino hacia la estación. El ómnibus dobla la esquina. Regresa por donde mismo ha llegado. Es la primera estación o la última, según se mire. Corro hasta el ómnibus para no llegar tarde al trabajo. Somos mucha gente para abordar el vehículo. Somos mucha gente que intenta llegar temprano a alguna parte. En el borde del borde de la ciudad de la luz no hay trabajo, al menos no para mí.

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Me mezclo entre la gente que se arremolina en la puerta. Subo sin pagar. Camino hasta el fondo. A veces encuentro un asiento vacío. Hoy no hay asientos vacíos, al menos no para mí. El ómnibus cierra las puertas con dificultad. Un hombre, dos hombres, tres. Puede que estos hombres sean hombres-insecto. Atiendo a las voces. Intento reconocer a los que patearon mi puerta a la calle. Todas las voces son la misma voz, una especie de zumbido estrepitoso.

Casi no he dormido. Algo de maquillaje disimula mis ojeras, pero no lo suficiente. Una vez leí que el sueño es importante para que el cuerpo libere toxinas. Hoy viajo con mis toxinas a cuestas. Aún es de madrugada. Están dormidas las toxinas. En un rato despertarán con el sol. Despertarán rabiosas. Se retorcerán en mi cuerpo. Tratarán de escapar por mis ojos. Histéricas, presas dentro de esta piel que no quiere retenerlas.

El ómnibus escupe a los pasajeros en distintas estaciones de la ciudad. Yo resisto en el vientre del ómnibus. Me falta mucho para llegar. El ómnibus se escurre por las venas de la ciudad de la luz. Somos manchas oscuras sobre la ciudad brillante. Más gente sube al ómnibus. Miran con desprecio nuestras marcas de hierro caliente. Los ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. Siento los ojos corriendo por mis mangas largas. Arde esta piel bajo la tela. Las toxinas se retuercen. Piden socorro. Solo yo las escucho.

Cerca de mí hay un muchacho escuálido. Lleva uniforme de colegio público. Le queda grande el uniforme. Parece un niño pequeño que juega a crecer. Si yo fuera una niña pequeña nunca jugaría a crecer. Me quedaría para siempre en la edad de la inocencia, ese instante preciso en que se ha crecido por dentro y solo resta envejecer. Llevaría a todas partes un tambor de hojalata y un grito ensordecedor, capaz de romper cada cristal que intente herir mi inocencia. Pero en los suburbios los niños nacen con la inocencia herida.

Se ponen viejos antes de tiempo. El cuerpo se les queda chico. Los brazos como antenas o palillos de dientes. Las madres se alegran cuando los hijos se van a la escuela pública. Piensan que cualquier lugar es mejor que la periferia, incluso una escuela pública.

Cerca de mí hay un niño escuálido. Parece tener unos diez años. Pero lleva uniforme de enseñanza media. Debe haber cumplido catorce. Un juego de engaños. Antes creía que las primeras impresiones son importantes. En los suburbios he aprendido que las primeras impresiones son siempre falsas. La gente que sube al ómnibus mira al muchacho. Los ojos hacen pip como un lector de códigos de barras. El niño hace como si la piel no le ardiera bajo la mirada decodificadora de los extraños. Desde aquí lo escucho. Tiene la voz chillona de una cigarra de ciudad. Le cuenta un chiste a la mujer-insecto. La mujer-insecto va a su lado. Lleva un vestido triste a pesar de las flores. Demasiado corto para su edad. Demasiado ajustado para su cuerpo. Demasiado escotado para mi gusto. Muestra sin pudor la marca del hierro caliente.

En el ómnibus se escucha pip. Pip. El muchacho vestido de uniforme cuenta un chiste.

Científicos hicieron un experimento, dice. Colocaron una lombriz de tierra en un frasco con alcohol. Otra lombriz de tierra en un frasco con humo de cigarro. Una tercera lombriz de tierra en un frasco con esperma. Y una última lombriz de tierra en un frasco con tierra. Las dejaron toda la noche encerradas, dice el muchacho y hace una pausa. Al otro día, dice el muchacho. Los científicos abrieron los recipientes. La lombriz del frasco con alcohol estaba muerta. La lombriz del frasco con humo de cigarro estaba muerta. La lombriz del frasco con esperma estaba muerta. Pero la lombriz del frasco con tierra seguía viva. El muchacho hace una pausa. Mira a los lados. Agrega. Los científicos llegaron a una conclusión. Si bebes alcohol, fumas y tienes sexo, no tendrás lombrices.

La mujer-insecto ríe. Otras personas también ríen. Los ojos hacen pip. Una señora sin marcas de hierro caliente mira al muchacho. Los ojos de la señora hacen pip. Lo mira con lástima. Tienes una vis cómica, creo que piensa. Podrías ser humorista, creo que piensa. Me gustaría verte en la tele los domingos a las cinco de la tarde o los sábados a las ocho de la noche. Conozco a alguien que puede ayudarte, creo que es lo que piensa la señora. Casi me parece escucharla. La mujer está apunto de llamar al muchacho. El ómnibus se detiene. Escupe al muchacho en la estación. Una mancha oscura en medio de la ciudad de la luz. El ómnibus prosigue su viaje por las venas de la ciudad. La señora sin marcas consigue un asiento junto a las ventanillas. Más allá del cristal de las ventanillas la ciudad se vuelve más clara. Más fría. Más húmeda. El aire húmedo entra por la ventanilla. Está llegando mi hora, pienso. Me abro paso hasta la puerta. Las toxinas se revuelven histéricas bajo mi piel.

Quieren salirse por estos ojos que no desean retenerlas. El ómnibus tampoco desea retenerme. El ómnibus me escupe en la siguiente estación.

Antes de echar a andar por la ciudad de la luz me sacudo la saliva del ómnibus. Retoco el color de mis labios. Abro mi bolso. Saco los tacones. Guardo las sandalias. Camino despacio. Llego a creer que la cicatriz del hierro caliente ha desaparecido. Un barrendero borra las hullas que voy dejando. Digo buenos días, pero no responde. En la estación nadie responde si digo buenos días. En el ómnibus nadie responde si digo buenos días. Palabras que se oxidan con la humedad del aire. El barrendero las recoge de mala gana. Las deja en el contenedor de basura. Luego vendrá el carro de la basura. Las llevará a un vertedero de palabras oxidadas. Yo nunca he estado en un vertedero. Dicen que se puede encontrar de todo allí.

Llego al trabajo. Buenos días. Los ojos decodificadores examinan mi cuerpo

Hasta que suenan pip. Trabajo ocho horas diarias. De ocho a doce y de una a cinco. Tengo una hora de almuerzo. Me como a prisa cada minuto de mi hora de almuerzo. A veces trago los minutos de dos en dos. De cinco en cinco. De diez en diez. Casi sin masticarlos. Luego vuelvo a la oficina con trocitos de tiempo entre los dientes.

Enciendo la computadora. Para esta semana debo desarrollar tres requisitos funcionales. Registrar trazas. Filtrar trazas. Eliminar trazas. Soy nueva en el equipo. Antes pertenecía a otro proyecto llamado Video

Vigilancia. Desarrollábamos la nueva versión del sistema de cámaras de seguridad de la ciudad de la luz.

Han pasado dos años desde los atentados del veintinueve de febrero. Terroristas, dijo el telediario. Era el festival de cine francés. Cerca de quinientas personas en la sala. Otras en las afueras del local. Mi marido y yo fuera del local.

En las manos sosteníamos un pasaporte de entrada. A las cinco y media tocaba un documental sobre Michel Butor. No duraba más de una hora. Teníamos tiempo de volver a la periferia en el ómnibus de las siete. Nos arremolinábamos en la puerta del cine. Primero fue la explosión. Los trozos de pared impulsados contra la multitud. La gente corriendo a todas partes. Las cenizas caían desde el cielo. Un hombre corría envuelto en llamas. Gritaba palabras que yo no lograba escuchar. Estábamos sordos. Estábamos mudos. Estábamos y no estábamos. Treinta y dos muertos, dijo el telediario. Cerca de cincuenta heridos. Terroristas, dijo el telediario. Las autoridades investigan. Los atraparemos, dijo el presidente. Los atentados siguieron. La biblioteca nacional. El museo de arte contemporáneo. La sala de conciertos de la basílica de Santa Rita patrona de los imposibles. Siempre lugares públicos. Siempre espacios cerrados. Siempre explosivos. Reforzaron la vigilancia en las terminales, los puertos, las calles de la ciudad.

Los militares desfilaban por las calles. Llevaban fusiles. En cada puerta apareció un detector de metales. Cada pieza metálica sonaba pip. Un militar me cacheaba el cuerpo antes de entrar a la oficina. Aumentó considerablemente la cantidad de cámaras de seguridad. A mi empresa la contrataron para que reforzara la seguridad. Nuestro cliente era el gobierno. Nos brindaron toda la tecnología que pedimos. Proyecto Video Vigilancia. Desde entonces nos encargamos de hacer una nueva versión del sistema de cámaras de la ciudad de la luz. La versión antigua era un sistema obsoleto. Grababa. Reproducía. No más. Solo corría sobre sistemas operativos basados en

GNU/Linux. Más que versionar, reestructuramos el sistema. Los ojos de la ciudad de la luz. Montamos servidores en paralelo a los que se conectaban cientos de servidores esclavos. Una buena arquitectura. Casi imposible desconectar un sistema así. Implementamos toda clase de video sensores. Detector de humo. Detector de fuego. Detector de movimiento.

Detector de objetos abandonados. Reconocimiento facial. Cientos de mecanismos que funcionaban las veinticuatro horas del día. Si se identificaba una conducta sospechosa, el sistema enviaba una alarma a los teléfonos de los oficiales del ejército que se encontraran cerca de las coordenadas identificadas. El sistema de cámaras de Video Vigilancia hacía casi todo el trabajo. El trabajo de los oficiales se hizo más fácil. Se redujo a los arrestos. Detenciones. Golpizas. El sistema detectaba a una persona abandonando un objeto. Activaba una alarma. Militares armados corrían hasta las coordenadas que indicaba el teléfono. A veces se trataba de personas inocentes. A veces no. Toda vigilancia era necesaria. Reportes automáticos llegaban cada día a los altos oficiales de la ciudad de la luz. Los guardias eran violentos. La gente estaba asustada. El telediario mostraba noticias internacionales. Noticias deportivas. Noticias culturales. Los atentados desaparecieron, dijo el telediario. Los hemos atrapado, dijo el presidente. Son miembros de una organización terrorista internacional.

Una semana más tarde transmitieron en vivo la ejecución. Recuerdo las pantallas de las grandes edificaciones de la ciudad de la luz. La gente mirando las pantallas LED. La gente detenida, pidiendo justicia. La radio, que no hablaba de otra cosa. La ciudad de la luz zumbaba alrededor de la noticia. En la periferia la gente miraba sus televisores con tubos de rayos catódicos. Yo no quise mirar. En el trabajo colocaron una pantalla de plasma. Dejen lo que estén haciendo, dijo el jefe. Tenemos que ver esto. Mis compañeros compraron palomitas. Se apostaron frente a la pantalla. No entiendo la relación cine-comida chatarra. Alguien tiene que haber muerto de hambre durante una película. Tiene que ser eso. Los condenados lloraban ante la cámara. Yo no quise mirar a los ojos de la muerte. Comer palomitas ante los ojos de la muerte. Los condenados lloraban ante la cámara. Soy inocente, decían. Un culpable no debería llorar ante la cámara. No debería decirse inocente ante la cámara. Un culpable tendría que asumir la muerte con algo de dignidad. Quizás los condenados eran cobardes. Quizás los condenados eran inocentes. Yo los había visto en las noticias.

Los ojos me hicieron pip. Como un lector de códigos de barras. Llevaban en el brazo izquierdo la marca inconfundible del hierro caliente. En el telediario dijeron que se trataba de agentes infiltrados al servicio de la ciudad de humo y del terrorista supremo. En el telediario hablaron de la ejecución durante semanas. Las pruebas no las transmitieron, al menos yo no las vi. Mi marido no las vio. Ni la prostituta. Ninguno de los tres se sienta demasiado tiempo frente a la tele. A la gente del trabajo no quise preguntarle. Me irrita el sonido de sus ojos.

Han pasado dos años desde los atentados del veintinueve de febrero. Han pasado casi dos años desde la ejecución. Muchas cosas han cambiado. Quizás dos años o casi dos años sean demasiado tiempo. Los militares dejaron de marchar por las calles. El gobierno convocó a los civiles a alistarse en el ejército para combatir el terrorismo proveniente de la ciudad de humo. Las cámaras de Video Vigilancia continúan ahí. Las veinticuatro horas. Todos los días. Todos los meses. Todos los años.

Hasta ahora no ha necesitado reparaciones. Es un sistema de seguridad robusto. Sería difícil desarticularlo. Lo hicimos bien. Ya no hacen falta desarrolladores. Ya no necesitan de mí. El proyecto Video Vigilancia fue desintegrado. El sistema pasó al departamento de soporte. Todos los sistemas terminados pasan al departamento de soporte.

Debo entregar al final de la semana el requisito funcional Registrar trazas. No da tiempo. Tendré que llevarme el trabajo para la casa. Trabajar hasta la madrugada. Las toxinas se revuelven histéricas. Quieren salirse por estos ojos que no desean retenerlas. Soy nueva en este proyecto. Proyecto Primicia. Lo abrieron hace poco. El cliente es un canal de noticias banales. Moda y farándula, por así decirlo. El canal paga un impuesto al gobierno para usar las grabaciones en vivo del sistema de seguridad. Las cámaras tienen muy buena resolución. Ahora es más fácil seguir a las celebridades. El video sensor de reconocimiento facial ayuda. Está disponible todas las horas. Todos los días. Todos los meses.

Todos los años. Las cámaras son pequeñas, discretas. No hacen ruidos. Muchos famosos se han quejado. La privacidad, dicen. Violación de derechos humanos, dicen. Otros se alegran. Mejor las cámaras que los paparazzi, dicen. No tengo nada que esconder, dicen.

Registrar trazas es un requisito funcional importante. Los directivos del canal de noticias podrán ver la actividad en el sistema. Si existiera alguna infracción quedará registrada en las trazas. Es una gran responsabilidad.

Son las cinco de la tarde. Termina mi jornada laboral. Copio el trabajo que me llevo a casa. Esta será una noche larga. Apago la computadora. Hasta mañana, digo. Nadie responde. Palabras oxidadas que caen al suelo.

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