Las hijas únicas

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opinión

FUCSIA

Cuando las mamás enferman o envejecen, las mujeres, aunque tengamos hermanos, nos convertimos en hijas únicas. Por María Fernanda Ampuero

ilustración: ©ivette salom/13.

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T

engo una amiga que es hija única. No lo supo hasta que su mamá estuvo internada en una clínica. Mi amiga tiene un hermano y, aún así, es hija única. “Hijita, arréglame un poco”. “Hijita, tráeme mis pijamas buenas”. “Hijita, mira que tu padre coma”. “Hijita, me duele mucho”. “Hijita, ayúdame a ir al baño”, “Hijita, límpiame que no puedo”. “Hijito, ¿cómo estás?”. Para su mamá, el hermano era visita, mientras que mi amiga era la que “tenía” que hacerse cargo. Entre las cuatro tristes paredes del hospital, hablamos de Tita, el personaje de la novela Como agua para chocolate, a quien su madre considera una asistente-acompañante-enfermera para su vejez. Les refresco la memoria: Tita y Pedro están enamorados, pero su madre impide que se case con él, porque ella, hija menor, es la encargada de cuidarla hasta su muerte. La que se casa con Pedro es la mayor y a Tita la vida se le estrella contra el suelo. Comparar su situación con la de Tita era exagerado y hasta cruel, las dos lo sabíamos, pero en la vida real, cuando una es la hija y no el hijo, hay algo –algo– de ese sacrificio que describió la mexicana Laura Esquivel en su novela. Los varones son otra cosa: los que compran las medicinas, los que hablan con el médico, los que se escapan del trabajo para visitar a la mamá. Pero la mujer, la hija, es la que deja su casa y su trabajo, y se muda al hospital, la que aguanta las rabias infantiles que causa en los mayores el dolor, la que escucha, consuela, baña y asea. En fin, la que presencia esas miserias que quisiéramos que nadie viera hasta que estamos tan débiles que no nos queda más que rendirnos y necesitar. ¿Necesitar a quién? A la hija. Seguro hay incontables casos de hombres que han cuidado de sus mamás ancianas o enfermas con entrega, ternura y complicidad, pero no me

negarán que lo que se espera es que sea la hija –o, si no hay hija, la nuera– la que renuncie a todo lo demás para ser la que duerme al pie de la cama. Díganme la verdad, ¿nunca han visitado a una señora enferma y han escuchado a las visitas preguntar de inmediato por la hija o dar por sentado que será la hija la que pasará la noche con ella? Yo sí, cantidad de veces. No digo, atención, que los hijos varones se desliguen voluntariamente de la situación o que sea el desafecto o la comodidad lo que los aleja de una madre convaleciente. Cuidado si alguien piensa que estoy dando a entender que los hombres son malos hijos por naturaleza. No. Solo digo que, por las razones que sean (confianza, género, costumbre), el lugar de la cuidadora lo debe ocupar la mujer. Nosotras mismas lo ocupamos sin que nadie nos diga nada. Desde chiquitas sabemos –sentimos o presentimos– que los asuntos de

foto: ©Edu León.

Las hijas únicas la mamá son también nuestros asuntos. Será eso que llaman solidaridad femenina, será que las hembras entendemos a las hembras, será que hasta las más liberadas de nosotras (como yo, como mi amiga) consideramos impensable que nuestras madres sientan la incomodidad de ser miradas y zarandeadas en su ser más íntimo y privado pensando: “¿Dónde está mi niña?”. Qué insoportable imaginarlas añadiendo a su dolor el de sentirse huérfanas de hija. Mis hermanos, lo he dicho siempre, son unos tipos maravillosos, dulces, sensibles y tienen con mi mamá una relación de amor cercanísima, pero, a pesar de eso, sé que algún día a mí me tocará darle mi vida a su vida. Y no será porque me lo pida, sino porque no puede ser de otra manera. Por eso mi amiga hubiera recorrido los diez mil kilómetros que la separan de su mamá a nado para estar allí, junto a ella, en su dura batalla contra el cáncer. La relación de las madres con las hijas es inexplicable, intrincada, fortísima y eterna. La hija es la copilota, la capitana, la lazarilla, la sierva, la cómplice y, finalmente, la madre. Tal vez esa sea la explicación: nosotras, las hijas, un día nos convertimos en la madre de nuestras madres, y en esa metamorfosis se encierra la razón de que no nos movamos de su lado y le susurremos al oído –como a nuestros hijos cuando algo les duele– las palabras mágicas de alivio de las mamás: “Ya, aguante un poquito, ya le va a pasar”. =


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