Pensamiento y Cultura en América Latina
fundación osde / número 21 / 2009 / issn 1666 5864 / precio de reposición $ 20.-
skliar bárcena jarkowski
política
opinión
gargarella
kessler
fotografía arquitectura sociedad cine ciudades literatura música arte
21
Dirección General tomás sánchez de bustamante Dirección Ejecutiva omar bagnoli
Dirección Editorial liliana cattáneo
Edición
florencia badaracco guillermo fernández maría isabel menéndez vilma paura
Concepto visual estudio lo bianco
Dirección de arte Diseño gráfico Tratamiento de imágenes Coordinación gráfica
juan lo bianco juan pablo fernández cristian idiarte paula hoyos hattori
Colaboran en este número carlos skliar, fernando bárcena, aníbal jarkowski, roberto gargarella, gabriel kessler, rodrigo alonso, milita alfaro, silvia schwarzböck, pablo vega centeno, ana maria machado, idelber avelar, valeria gonzález Artistas invitados raúl díaz, marina soria, mauro koliva, facundo de zuviría, javier calvelo, roberto cancrini, toni pay, lúcia brandão, federico lo bianco, jorge macchi Corrección florencia verlatsky mónica ploese
Agradecimientos guilherme de alencar pinto
Tapa: raúl díaz. El bote verde, técnica mixta sobre madera, 1997 Contratapa: jorge macchi Impresión y Encuadernación nf gráfica srl Copyright © Buenos Aires, mayo de 2009, todos los derechos reservados. Hechos los depósitos previstos en la ley 11.723. Registro de Propiedad intelectual N° 689.377. Prohibida su reproducción total o parcial. ISSN 1666-5864
Una publicación de fundación osde Av. Leandro N. Alem 1067 piso 9 c1001aaf Buenos Aires, Argentina tel: 4510-5730 / 5781 e-mail: todavia@osde.com.ar
Fotografía
Cartagena de Indias por facundo de zuviría página 28
Arquitectura Arquitectura y utopía por rodrigo alonso página 34
Cine
Un lenguaje sin precursores por silvia schwarzböck página 46
Ciudades
Lima, una ciudad que se mueve por pablo vega centeno página 50
Literatura
Un puente entre grandes y chicos por ana maria machado página 56
Música
Genealogías y contrastes en el heavy metal brasileño por idelber avelar página 60
Arte
El rastro de los días por valeria gonzález página 66
+
Del miedo al contagio generacional por
carlos skliar
Aprendices del tiempo. La educación entre generaciones por
página 2
fernando bárcena
página 12
Opinión Claves del sentimiento de inseguridad
Las nuevas Constituciones. Promesas e interrogantes en América Latina
aníbal jarkowski
por
página 8
Política
por
Cuando se transforma la lectura
por
roberto gargarella
gabriel kessler página 24
página 18
Sociedad Carnaval a la uruguaya. Invenciones y reinvenciones de un viejo ritual por
milita alfaro página 38
www.revistatodavia.com.ar
por carlos skliar
Coordinador del Área de Educación de flacso Argentina, investigador del conicet
Artista invitado
raúl díaz
Del MIEDO al CONTAGIO GENERACIONAL TODAVÍA 4
los discursos sobre la crisis entre generaciones insisten en mencionar abismos, separaciones, distancias que vuelven imposible transmitir experiencias. pero, ¿no se tratará, en realidad, de un desorden de la responsabilidad frente a la existencia de los demás?
Los remeros Crayón sobre papel hecho a mano, 1998
TODAVÍA 5
Siete botes Técnica mixta sobre madera, 2008
C
omo cansinos contendientes de una guerra interminable, hoy las diferentes generaciones se miran con
desconfianza, casi no se hablan, casi no se reconocen, se ignoran, se temen y ya no se buscan las unas a las otras.
Se ha vuelto demasiado habitual crecer en medio de la desolación, la desidia, el destierro. En cierto modo, el acto de la transmisión, el pasaje, la travesía de las experiencias, tal como lo entendíamos desde los primeros filósofos
tal vez así se vuelva posible pensar que la crisis generacional no es sino la ausencia de una conversación entre generaciones, o también la presencia de una conversación que termina demasiado rápido o, incluso, la existencia de una conversación ríspida hecha sólo de imperativos, de negaciones, de ofensas, arrogancias, desilusiones y negligencias. TODAVÍA 6
y políticos griegos, se ha interrumpido. Todo ocurre como si lo usual fuese la distancia tensa y amenazante; como si lo normal fuera que cada uno cuente apenas con uno mismo. Así, se extrema una soledad indeseada (una soledad entendida sólo como una morada del miedo, de la desesperación) y se abandona el contacto con los demás por temor a un cierto contagio generacional, es decir: por el temor que causa la presencia de otras vidas en nuestra propia vida, por la tensión que pone en juego la diferencia de otras edades en nuestra propia edad. Buena parte de los discursos sobre la crisis entre generaciones nos dice que estamos asistiendo a una inversión de la lógica del saber, que hoy es el joven el que sabe, que ser joven consiste en saber un cierto y novedoso saber. Pero también nos dice que ser joven supone el desposeimiento de la idea misma de juventud y, por eso mismo, por no dejarse envolver ni atrapar en esa identidad, es que se produce la cancelación del futuro, la vida que se instala en una cuerda floja. Y nos dice, además, que se ha generado un borramiento entre las generaciones y, con ello, la disolución de la autoridad, el rechazo puntual y puntilloso a la tradición, a la memoria y a la herencia. E insiste en decirnos que los jóvenes prefieren abandonar la infancia lo antes posible y distanciarse de la edad adulta todo el tiempo que fuese necesario. Nos dice, incluso, que los adultos frustran la vida de los jóvenes en nombre de su propia frustración disfrazada de experiencia, que no es más que su propia incapacidad para dar lugar a aquellas vagas ideas encarnadas apenas un tiempo atrás. Y se
subraya que el embate entre generaciones tiene que ver, sobre todo, con la pérdida de una ficticia ilusión común del ser: la de dejar de ser aquello que se era y/o aquello que se quería ser y la de estar obligados a ser aquello que no se quisiera ser. Jóvenes, entonces, que desconocen los sentidos de la idea adultizada y adulterada de juventud; adultos que se obstinan en señalar la irresponsabilidad de esa juventud de la cual se dice que nada sabe, y por último, el saber de una juventud que está confinada siempre al exilio generacional. Vale la pena pensar cómo la mención un tanto decepcionada a “esta juventud de ahora”, por más precisa o detallada en el tiempo que sea, incorpora la crisis en su propia pronunciación y revela toda la limitación expresiva de un enunciado que es, por cierto, de muy larga data. La tensión que provoca la juventud en los adultos ya se lee en la Moral a Nicómaco, de Aristóteles, en la que se expre-
sa una separación tajante, quizás absoluta, entre juventud y experiencia, entre juventud y política, entre juventud y transmisión de la herencia: “He aquí por qué la juventud es poco a propósito para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas de la vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política”. Tampoco está de más recordar aquí un breve texto que la filósofa española María Zambrano escribió hacia diciembre de 1964 –cuyo título es, justamente, “Esta juventud de ahora”–, que describe lo extraño y lo inasimilable que resulta el joven para el adulto. La expresión “esta juventud de ahora” no sólo muestra un anacronismo en cierto modo exasperante, sino que, además, provoca una serie de preguntas interminables: ¿de quién es y adónde se dirige la pregunta por “esta juventud de ahora”? ¿A “esta juventud de ahora”? ¿A la juventud del adulto de “este TODAVÍA 7
ahora” que la pronuncia? ¿A “esta juventud de ahora” que nunca es, entonces, “de ahora” mismo? En ese modo de interrogación hay claramente un indicio de cuánto esa pregunta merece una inversión de tonalidad, tal como lo hace Zambrano: “¿No podemos preguntarnos acaso si ‘esta juventud de ahora’ no será simplemente la heredera de la impaciencia y de la exasperación producidas por una promesa de un cambio absoluto, radical en la condición humana? ¿No son los mayores los que tendrían que reflexionar acerca de la urgencia de una reforma en las promesas de felicidad, ese absoluto, y aun curarse de ella misma?”. La inversión del interrogante está, ahora, al alcance de la mano: se trata de ubicar a la juventud como heredera de una tradición ambigua y controversial, y que pone en cuestión al adulto mismo que la formula. Como si lo que urgiera, entonces, fuese dejar de hablar de la juventud y poder conversar con ella sin mencionar la palabra o la imagen o la identidad o la representación habitual de la “juventud” repleta de falsas moralidades. Tal vez así se vuelva posible pensar que la crisis generacional no es sino la ausencia de una conversación entre generaciones, o también la presencia de una conversación que termina demasiado rápido o, incluso, la existencia de una conversación ríspida hecha sólo de imperativos, de negaciones, de ofensas, arrogancias, desilusiones y negligencias. Casi nadie reconoce voces
¿y qué efectos se producen en una tradición que se transmite no ya para cambiar al otro, sino para que el otro cambie si ésa fuera su decisión, si ése fuera su deseo, desde sí mismo, para sí mismo? TODAVÍA 8
cuyo origen no le sea propio, casi nadie escucha sino la reverberación de sus propias palabras, casi nadie encarna el eco y la huella que dejan otras palabras, otros sonidos, otros gestos, otros rostros, otras edades; en fin, otras generaciones. Pero, entonces, ¿habrá que traicionar la herencia para morir en el intento? ¿Podrá uno animarse a disputarla, ser capaz alguna vez de hablarle cara a cara? ¿Entender que la transmisión es apenas el pasaje de una memoria rígida, ya sin cuerpo y sin alma? Algo temible ha pasado para que las palabras mayores y anteriores a nosotros dejaran de vibrar. Algo terrible ha ocurrido para que la amenidad de los consejos sea traducida como absurda moralidad; algo brutal ha sucedido para que las sentencias del pasado se tornen meros asuntos de burla o, en el mejor de los casos, historias anacrónicas de un estante ya polvoriento. Algo necesariamente nefasto, para que la educación se torne una travesía inhóspita al mismo tiempo obligatoriamente necesaria. Cierta tradición y tentación explicativas nos indican que ser joven tiene que ver con una condición terrible de existencia: allí no hay otra cosa, nos dicen, que un andar a la deriva. Y ese naufragio irremediable es, a la vez, una suerte de caracterización existencial relacionada con el limbo, con un deambular sin ton ni son, con la pérdida de la orientación de los sentidos, con una apercepción temporal, con una irrupción insistente de lo inmediato sin ninguna atadura a sus posibles finalidades, a sus posibles responsabilidades y consecuencias. Esa tradición localiza a la juventud, sin más, en un vacío: le hace un vacío y la emplaza a no tomar conciencia de ello a pesar, justamente, de lo terrible de su situación. Lo irremediable de la caída de la juventud no revela sino la innoble actitud de acechanza por parte de la generación adulta. De hecho, da la sensación de que es el adulto y no el joven quien percibe ese vacío existencial y que formaría parte de la tradición adulta, de la razón del ser adulto el hacer-que-se-den-cuenta, el reprochar, el dar una advertencia en el límite mismo y el forzar el experimento inevitable de la caída.
El cubo blanco técnica mixta sobre madera,
Pero justamente porque toda descripción de “cuerda floja” y de “vacío” suele provenir de un saber de palabras ya desgastadas y de experiencias ya sacrificadas, es que ellas mismas delatan la impericia y la fragilidad de quien las enuncia y nunca de lo enunciado. Por eso, la pregunta por la convivencia toma aquí un lugar esencial: porque la pregunta por el estar juntos no tiene sentido si uno no se deja afectar por otro. Y en esa afección que muchas veces pretende aniquilar aquello que nos perturba, no sería posible hacer otra cosa que dejar intacto al otro, no sería posible otro deseo sino aquel que expresa que el otro siga siendo otro. Pero ¿cómo sería posible ese deseo de dejar que el otro siga siendo otro? ¿Acaso la voluntad de la relación debe ser, siempre, voluntad de dominio y de saber acerca del otro? ¿Y qué efectos se producen en una tradición que se transmite no ya para cambiar al otro, sino para que el otro cambie si ésa fuera su decisión, si ése fuera su deseo, desde sí mismo, para sí mismo? Y en relación con la última pregunta, ¿es la transmisión, entonces, apenas una posición de elevación y de traslado porque supone sólo un cierto dominio y cierto poder de aquello que se entiende por tradición educativa? ¿No es verdad, entonces, que la educación consistiría así en un tedioso traspaso cronometrado de archivos? ¿No será el heredero una figura empequeñecida, ya despreciada y deudora de una memoria que aún no es suya? ¿Y no será que allí descansa, por lo tanto, una de las formas del har-
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tazgo más evidente en la experiencia de la vivencia y la convivencia educativas? La afirmación de esa responsabilidad en relación con una posible convivencia educativa no presupone ningún poder de descifrar ese tiempo de la juventud que a la mayoría de los maestros ya se les ha escapado, o del cual sólo poseen recuerdos fragmentarios, quizá ficcionales y, acaso, torpes, románticos o caprichosos, o discursos sobre “estos jóvenes de ahora”. Responsabilidad de una convivencia educativa que permitiría poner algo en común entre la experiencia del joven y la experiencia del adulto, sin simplificar ninguna de las dos y sin reducir, sin asimilar la primera a la segunda. Responsabilidad de una convivencia educativa que tiene que ver, ahora sí, con una presencia adulta preocupada por su tradición, pero que debería substraerse del orden de lo moral. Responsabilidad de una convivencia educativa que sienta y piense la transmisión no sólo como un pasaje de un saber de uno para otro (como si se tratara de un acto de desigualdad de inteligencias desde quien sabe ese saber hasta quien no lo sabe), sino también como aquello que ocurre en uno y en otro (y otra vez la separación, la distancia, el intervalo). Responsabilidad que no se vuelve obsesiva con la forma y el tipo de tradición, sino más bien con el modo de conversación que se instala a su alrededor. Y una responsabilidad que, entonces, no se torna obsesiva con la presencia del otro, sino disponible a su existencia, a toda existencia, a cualquier existencia. n TODAVÍA 9
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Botes azules
por fernando bárcena
técnica mixta sobre
madera,
2001
Profesor de Filosofía de la Educación, Universidad Complutense de Madrid
APRENDICES del TIEMPO La EDUCACIÓN entre GENERACIONES educar es transmitir el mundo a la generación siguiente que lo recrea desde la propia experiencia. es necesario aprender a comenzar y a concluir, es decir, a transitar lo discontinuo, lo diferente. «¿Quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones, y no de los niños?».
E
n 1926, Klauss Mann, de apenas 19 años, publica La danza piadosa, su primera novela. En ella narra el proceso de iniciación del joven Andreas Magnus, símbolo tanto de una generación desorientada e inscrita en la tristeza de una época, como del malestar de la juventud intelectual tras la derrota en la Primera Guerra Mundial en 1918. Quizá podríamos denominar a este aprendizaje del joven Magnus el aprendizaje de la melancolía: el aprendizaje de los gestos imposibles, de los pasos que ya no nos llevan a ninguna meta, que nos instalan en la modorra de un presente continuo, en el que sólo quedan las ilusiones perdidas, la decepción, la misma que cierra La educación sentimental, de Flaubert. Tal vez, cuando se vive bajo el signo de la inquietud y la ausencia de certezas, o sea, cuando se vive en este mundo, que es un mundo humano, eso es lo que nos pasa: al final, nos sorprende cierta melancolía y se vuelve necesario un aprendizaje de la decepción.
walter benjamin,
Dirección única
En la última parte de la novela, Klauss Mann dice que estar en movimiento es madurar para el reposo: vivir es madurar para la muerte. “No quiero mirar hacia el futuro –dice el joven Andreas–, el futuro no me interesa”. Y ésa es su melancolía. Pero ¿y la nuestra, la de una generación que empieza a dar sus primeros pasos hacia una vejez segura? ¿A qué altura está nuestra melancolía –los sueños que se diluyeron en las realidades, el tiempo que ya no tenemos, esa pena que no tiene nombre y nos besa a diario en la boca? ¿Miran ellos, los jóvenes, al presente y nosotros, al pasado? ¿Será quizá que la juventud siempre es melancólica y por eso no nos entendemos con ella, porque nuestra melancolía es distinta de la suya? Conviene de vez en cuando intentar pensar esa distancia de tiempos, esa asimetría y esa diferencia, esa discontinuidad. Precisamente, la expresión “convivencia entre generaciones” alude a la experiencia misma de un enfrentamiento, tan inevitable como necesario, entre esas mismas generaciones, entre temporalidades distintas y asimétricas.
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el propósito de la educación o de la escuela no es, por más que nos empeñemos en ello, enseñar a los jóvenes el arte de vivir. ¿quién nos autoriza a enseñar a vivir a los jóvenes? ¿quién nos enseñó a vivir a nosotros?
los nuevos comienzos Me interesa aquí pensar la experiencia de aquello que llamamos educación como lo que acontece entre las generaciones (en un entorno familiar o institucional, público o privado) cuando se produce un juego de transmisiones marcadas por lo discontinuo, lo asimétrico y la diferencia. Centraré esta idea a partir de una serie de breves cuestiones. 1. Lo primero que quiero señalar es la relación en el tiempo. El orden simbólico que liga unas generaciones con otras supone, simultáneamente, una toma de responsabilidad y una autorización concedida a los educadores. Una responsabilidad por el mundo en el que adultos y educadores van a introducir a los recién llegados, jóvenes y aprendices, bajo una autoridad que ellos mismos les conceden. Esta autoridad, este proceso de autorización –y creo que hay aquí una clave importante–, en vez de petrificar el mundo es lo que permite su transmisión, es lo que posibilita establecer “nuevos comienzos”. 2. Lo segundo es que, aun cuando la educación implique la transmisión de experiencias o, lo que es lo mismo, la transmisión de un mundo, el propósito de la educación o de la escuela no es, por más que nos empeñemos en ello, enseñar a los jóvenes el arte de vivir. ¿Quién nos autoriza a enseñar a vivir a los jóvenes? ¿Quién nos enseñó a vivir a nosotros? No se trata de eso, me parece, sino de otra cosa. Se trata de transmitir el mundo, porque lo que importa es su duración. Se trata de la transmisión de un mundo de un tiempo a otro tiempo, de una generación a otra, de un tiempo adulto o viejo a un tiempo joven o niño. La duración del mundo entonces no equivale a su inmutabilidad o estabilidad, sino a su recreación en otro, en ellos, en los jóvenes y en los aprendices. Ellos lo recrean; en ellos comienza el mundo de nuevo; ellos lo tienen que experimentar. Lo que importa es poder experimentar esa transmisión con toda su inquietud, con toda su inestabilidad y toda su diferencia.
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3. Es evidente –y ésta es otra cuestión a tener en cuenta– que nuestra concepción del mundo –el mundo tal y como es pensado y representado en un discurso– influye en nuestras ideas educativas, en la idea que nos hacemos de la formación de la persona. Es muy fácil, por lo tanto, hacer de ese acto de transmitir un mundo una especie de trayecto en el que, como educadores o como adultos, forcemos a los jóvenes a un viaje por la representación que de ellos (nos) hemos elaborado, o por la representación que tenemos del modo en que ellos tienen que experimentar el mundo. Y precisamente lo que importa es que el viaje de formación lo realicen hacia afuera, no hacia el interior de una representación que les es ajena (la nuestra). La educación entre las generaciones se vuelve así pura exposición: educar es salir, viajar. Por eso, o mejor dicho para eso, los adultos, los educadores debemos evitar convertirnos en meros instructores de la realidad. 4. ¿Qué significa, entonces, transmitir? Toda transmisión se resuelve en una serie de actos –narrar, explicar, demostrar, adoctrinar, informar, escuchar, desear, testimoniar– de naturaleza diferente, y que por lo tanto no son equivalentes entre sí, no es lo mismo informar que adoctrinar ni narrar que explicar. Nada garantiza entonces el éxito de la transmisión, y no es posible, en verdad, definir desde ningún modelo previo el conjunto de competencias que la definen. Así que, y esto es lo relevante aquí, en esos actos de transmisión se puede jugar el destino del otro, el del aprendiz. Y aunque por las características propias de la sociedad de la información en que vivimos pensemos que la transmisión se resuelve en su contenido, no es así en absoluto. Lo que esa experiencia pone en juego es, en realidad, una relación entre dos personas en un marco institucional o privado, y esta relación decide la suerte de las significaciones transmitidas. Pero la transmisión como experiencia de una relación no puede confundirse sin más con el acto de volver accesible, y de forma indiferente o neutral, un cuerpo dado de información. Transmitir es más que
El bote azul Técnica mixta sobre madera, 2004 (detalle)
comunicar. En la transmisión hay presencia: la presencia de alguien que da y que recibe. Toda relación pedagógica, entonces, se resuelve en un hacerse presente en lo que se dice, en lo que se hace y ante quien se dice. De acuerdo con esto, la educación y la cultura encuentran su justificación en la existencia de un mundo común, que es el resultado de una pluralidad de generaciones y de individuos. Es el mundo –la experiencia del mundo y la de su duración en el tiempo–, la condición de posibilidad de toda experiencia educativa y, al mismo tiempo, es la duración del mundo lo que permite que los hombres lleguen a ser lo que son gracias a la mediación de otros hombres, que les transmiten ese mundo “durable” que llamamos cultura. Así, como experiencia instalada en la filiación del tiempo, la educación se resuelve siempre en una experiencia singular de alteridades. Todo educador es un mediador, pero no un sustituto, de la conciencia o de la existencia o de la subjetividad de otro. 5. Podríamos plantearnos una última cuestión: ¿en qué consiste esa transmisión de un mundo que facilita la experiencia de “nuevos comienzos”? Es un acto poético en un sentido primordial del término: creación. Un acto de nacimiento, y también un testimonio. La experiencia de establecer “nuevos comienzos” de la que he hablado no puede definir otro tipo de relación que una relación poética con el mundo, con los otros, con uno mismo. Esto es algo meramente intuitivo todavía, pero tengo la sensación de que eso que nombro como poética supone una especie de viaje hacia afuera desde el interior de la experiencia. Tiene que ver, creo, con hacernos presentes de otro modo en aquello que hacemos, en lo que transmitimos y ante quien nos relacionamos; tiene que ver con una cierta ruptura de la lógica de las relaciones establecidas. Algo así como el intento de abrir un lugar dentro de la norma y la regla para aceptar lo extraño, lo diferente, lo otro. Como seres que venimos al mundo por el nacimiento, aprendemos a comenzar cuando la historia ya ha empezado, y así ese comienzo nuestro y ese aprendizaje es también aprender a continuar y aprender a terminar o a concluir. Y aprendemos
todo esto, o tal vez no aprendemos nada, estableciendo un pacto generacional en la filiación del tiempo, pero siempre desde la discontinuidad, desde la diferencia, creando modos de existencia en un mundo, que al mismo tiempo que renovamos con la acción y la palabra, permitimos que dure y que permanezca. Lo mantenemos y lo renovamos, lo re-creamos. A esto lo llamo una poética del comenzar.
Y toda reflexión sobre el comienzo, en la desigual trama de la convivencia entre las generaciones, siempre será una meditación sobre la infancia. Por eso, considero que el mejor complemento de un enfoque de la educación que no desprecie la idea de comienzo es reconocer que al final de un recorrido educativo hay que aprender a despedirse. La verdadera infancia “liberada”, aquella a la que accedemos cuando ya la hemos perdido definitivamente, es la que tal vez debiera vivir en la mente y el corazón de cada educador, como un impulso que lo sostiene para ayudar a que el otro establezca nuevos comienzos. Se trata de la infancia que celebramos despidiéndola, es decir, aprendiendo a concluir. Entonces, recordar la infancia significa quizá preparar un mundo común en el que el hecho de ser niños no sea sinónimo de imperfección y marginalidad, ni donde devenir adultos tenga el sentido de una infancia traicionada. n TODAVÍA 13
por aníbal
jarkowski
Dos figuras Talla en madera policromada, 2007
Escritor, profesor de la Facultad de Filosofía y Letras (uba) y de la escuela media
hoy los jóvenes leen mucho, de una manera diferente, más veloz. sin embargo, esta nueva habilidad puede resultar un obstáculo a la hora de disfrutar de un texto literario que siempre exige un lector atento, paciente.
CUANDO se TRANSFORMA la LECTURA
C
ada tanto, cuando decaen los espasmos en torno a la cotización del dólar, el reclamo de la pena de muerte o la formación del seleccionado nacional de fútbol, la sociedad argentina se interroga acerca de la relación de los jóvenes con la lectura. Se trata de una interrogación poco frecuente, por cierto, pero también espasmódica y que inesperadamente preocupa a adultos que leen muchísimo menos de lo que pretenden hacer leer a los jóvenes. En esas pocas ocasiones, los docentes que enseñamos literatura en la escuela secundaria acariciamos, por un momento, la ilusión de que la lectura, por una vez, sea considerada en toda su complejidad, aunque pronto nos resignamos al advertir que la sociedad reclama soluciones instantáneas, próximas a la magia y distantes de la reflexión intelectual. El discurso literario, desde siempre, fue exigente y pidió una recíproca exigencia a los lectores. Es precisamente por sus dificultades específicas, y no por su sencillez, que la sociedad sigue apreciando la literatura por encima de TODAVÍA 14
otras prácticas culturales. Sabemos que todo buen lector puede, cuando lo desea, ser también un buen espectador de televisión, pero no puede decirse que eso también suceda al revés; el hábito elemental de mirar televisión, por ejemplo, no enseña las destrezas que reclama la lectura de una novela de Juan Carlos Onetti, un cuento de Borges o un poema de César Vallejo. Correspondería señalar, por un lado, que los jóvenes escolarizados que viven en las grandes ciudades leen más –mucho más– de lo que leyeron los jóvenes de cualquier otra época, ya que de otro modo ni siquiera podrían integrarse a la cultura actual; y, por otro, que no leen lo que esperan los adultos. Apagar la computadora y tomar un libro, por ejemplo, no supone dejar de leer para comenzar a leer, sino continuar leyendo pero otro discurso y según otros protocolos. La idea de una sociedad entera y continuamente entregada a la lectura literaria es un sueño –o una pesadilla–; jamás existió algo semejante. Más allá de las facilidades
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crecientes para el acceso a la cultura en sus muy diversas formas, la lectura literaria continúa siendo un hábito difícil de adquirir. Tener libros en la casa, al alcance de la mano, es cada vez más sencillo –ni siquiera exige visitar librerías, bibliotecas o ferias editoriales– y además bastante económico si se lo compara con la apropiación de otros bienes culturales, como lo sabemos todos aquellos que lenta, pacientemente, hemos ido formando nuestra biblioteca personal buscando y eligiendo libros usados o vendidos como saldos. Sin embargo, acertar en las elecciones, pagar precios módicos, leer con atención y sostener la curiosidad por lo nuevo son hechos que obligan a postergar o eludir el interés por lo inmediato –lo actual– y preferir, en cambio, una experiencia de minorías. A partir de mi trabajo diario en la escuela secundaria desde hace casi veinticinco años, prefiero renunciar a hacer público cualquier lamento, y cualquier optimismo de ocasión, para describir dos de las dificultades con las que habitualmente me encuentro en las aulas para enseñar a leer literatura.
¿no será mejor que los profesores de literatura formulemos ante los alumnos la brecha, no sólo generacional, sino también perceptiva que nos separa de ellos, y les propongamos hipótesis acerca de las razones estéticas que explican, por ejemplo, la abundancia descriptiva en un cuento de poe? TODAVÍA 16
la rapidez y la lectura Una primera dificultad está relacionada con la velocidad de la lectura. Mis alumnos –repito, jóvenes escolarizados que viven en una gran ciudad y, en términos generales, tienen acceso a las últimas tecnologías– han desarrollado una rapidez perceptiva que en cierta forma resulta contraproducente para la práctica de la lectura literaria. Si bien es valiosa para recorrer vertiginosamente las redes virtuales y comunicarse a través del correo electrónico, el chat o los mensajes de texto –como es valiosa para asistir a enfermos o apagar un incendio–, la máxima velocidad posible no es un valor absoluto, y menos aún cuando se trata de la lectura de un texto literario. Frente a una novela de relativa complejidad formal, los alumnos y alumnas, cada vez con mayor frecuencia, comprueban que la velocidad que han adquirido para deslizar la mirada sobre una página virtual no es compatible, sin embargo, con la atención y la demora que exige leer una extensa línea de símbolos compuestos en un único sistema de signos –el verbal– y con una finalidad estética. El éxito de ventas, y también de lecturas, de sagas que suceden volúmenes de creciente extensión, como es el caso de las novelas de J. K. Rowling o, más recientemente, de Stephanie Meyer, sólo podría ser un indicador en contrario si resultara comprobable que sus jóvenes y fervorosos lectores, luego de cientos y cientos de páginas, adquieren también la habilidad suficiente para sostener lecturas diversas de las de esas sagas premeditadas para la lectura rápida y la inmediata activación de mecanismos de identificación con personajes, espacios o situaciones. Un procedimiento central en los relatos, como lo es el de la descripción, hoy ofrece una notable resistencia a los lectores de la escuela secundaria, al extremo de que muchos optan por saltearlo y buscar sin demoras el hilo de las acciones o los pasajes con diálogos, sin advertir que ese salteo es una habilidad que sólo poseen lectores ya formados y que, si bien puede ser practicada ante ciertos libros, en muchísimos otros casos es inaplicable porque conduce a la ilegibilidad.
La bola roja Talla en madera policromada, 2000
Ese desencuentro entre una homogénea rapidez perceptiva inducida por la lectura de páginas virtuales, por un lado, y las heterogéneas velocidades sintácticas que aparecen en los libros, por otro, es caracterizado –y no sólo por los jóvenes– en términos de aburrimiento, categoría, por cierto, bastante imprecisa pero que parece resolver las cosas, y muy rápidamente, en función de algo así como una irrestricta soberanía del lector. Aunque es evidente, de todos modos tal vez sea necesario anotar que esa soberanía puede ser entendida como una necesaria abolición final de la tiranía del libro, pero también como una perezosa fórmula narcisista que deja a un lado la posibilidad de interrogarse acerca de la propia carencia de habilidades para la lectura de narraciones de cierta complejidad.
ciones, la eliminación de rasgos de estilo, personajes secundarios o episodios laterales a la historia principal; el empobrecimiento lexical; la simplificación sintáctica, narrativa y simbólica– de cuyo original se preocupan por conservar poco más que la fama del título y el nombre del autor.
Un caso disparatado de la reverencia ciega a la soberanía del lector actual es el de numerosos proyectos editoriales que se obligan a la reescritura de relatos clásicos –esto es, por ejemplo, la abreviatura de las descrip-
¿No será más razonable enfrentar a los alumnos con sus propias limitaciones, describirlas con claridad y diseñar luego estrategias para superarlas? ¿No será más valioso enseñar las habilidades específicas para la lectura de
¿Qué corresponde hacer? Quienes se atribuyen a sí mismos las mejores intenciones, argumentan que eliminar, o al menos aliviar, las resistencias que un texto plantea a los lectores jóvenes contribuirá a la formación futura de un buen lector. Es, por cierto, un argumento optimista que supone algo así como que la insistente consulta del mapa de un país nos preparará para comprender la complejidad de las personas que lo habitan.
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Hombre con rosa Talla en madera policromada, 2000
textos de complejidad creciente, de tal manera que el lector, al fin de su formación escolar, sea libre para la lectura de cualquier texto y no sólo de aquellos a los que lo persuaden las modas y el consumo masivo? ¿No será mejor que los profesores de literatura formulemos ante los alumnos la brecha, no sólo generacional, sino también perceptiva que nos separa de ellos, y les propongamos hipótesis acerca de las razones estéticas que explican, por ejemplo, la abundancia descriptiva en un cuento de Poe y la atenuación de ese mismo procedimiento en uno de Hemingway?
la historia y la literatura
La segunda dificultad, por cierto, está relacionada con la anterior y se refiere a la transmisión de la dimensión histórica de la literatura; es decir, al hecho de que cada libro pertenece a una tradición que lo antecede y respecto de la cual realiza distintos tipos de operaciones –de continuación, de desvío, de réplica, de ruptura–. En este sentido, un libro es inconcebible sin la historia misma de la literatura; sin embargo, esto es lo que cada vez cuesta más transmitir a los jóvenes, para quienes aquella la dimensión histórica se ha desdibujado. Así lo describe Eric Hobsbawn al comienzo de su Historia del siglo XX: “La destrucción del pasado, o más
la grandiosidad textual que propone internet carece de uno de los rasgos elementales de cualquier biblioteca, es decir, de un principio de organización reconocido y admitido por el lector. TODAVÍA 18
bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de la generación anterior, es uno de los fenómenos más característicos y más extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”. Sería una simplificación proponer una sola causa para razonar ese fenómeno, pero podemos conjeturar que la instantánea disponibilidad virtual de los discursos está entre ellas. Esa disponibilidad es, por cierto, benéfica, pero se ofrece según modos cuyo orden –cuando existe– es muy difícil de descubrir. La grandiosidad textual que propone internet carece de uno de los rasgos elementales de cualquier biblioteca, es decir, de un principio de organización reconocido y admitido por el lector. Aun en sus maneras arbitrarias –las que siguen el gusto personal, la altura de los volúmenes con relación a la de los estantes, el cariño por los autores, la frecuencia en el uso, la conveniencia de exhibirlos, o no, a la mirada de las visitas– toda biblioteca responde a un orden cuyo dueño ha establecido y que le permite buscar y no solamente encontrar. El entrenamiento de los jóvenes en el deslizamiento virtual a partir de enlaces cuya motivación es, en general, invisible, reemplaza las ideas de causalidad lógica y sucesión histórica por el efecto de contigüidad. Para recurrir a un par de figuras, podemos imaginar, por un lado, la clásica idea del tiempo como un profundo túnel extendido desde el pasado y que llega hasta nosotros y nos trascenderá; por otro, la imagen de una pantalla sin fondo, sin profundidad, donde el pasado aparece comprimido y apaisado, y que los jóvenes perciben, en las palabras de Hobsbawn, “sin relación orgánica” y desde un “puro presente”. No se trata, otra vez, de una brecha sólo generacional sino también perceptiva. Para los docentes de literatura, por ejemplo, no existe algo llamado “Borges”, sino un conjunto diverso de textos donde la obra de Borges de los años
veinte es distinta de la de los años cuarenta, como es distinta también la de los años setenta. La percepción de esas distinciones, que se produjeron a lo largo de medio siglo y en medio de particulares circunstancias estéticas, sociales e ideológicas, es propia en mí como una fatalidad, pero no se corresponde con la de mis alumnos. Lo normal –de hecho, ya está ocurriendo– es que esa brecha perceptiva se desvanezca entre los jóvenes profesores de literatura y sus alumnos, en la medida en que unos y
otros compartirán no sólo una percepción común del pasado sino también la experiencia de vivir en un “presente permanente”. Quedan por determinar, sin embargo, una serie de cuestiones. Por ejemplo, determinar si esa percepción según contigüidades, que prescinde de la idea de causalidad histórica, será el modo de construir una nueva y valiosa relación con el tiempo o supondrá, como también considera Hobsbawn, “la destrucción del pasado”. n
TODAVÍA 19
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POLÍTICA por roberto
gargarella
Profesor de Derecho Constitucional, uba/di tella/ conicet/cmi Caligrafías
marina soria
LAS NUEVAS CONSTITUCIONES
PROMESAS e INTERROGANTES en AMÉRICA LATINA las largas listas de derechos y el fuerte presidencialismo han sido dos de los aspectos más cuestionados de las constituciones sancionadas en los últimos años. sin embargo, la realidad política de cada país obliga a realizar un análisis más profundo y a revisar estas críticas.
S
on muchas las dudas, las preguntas y las reflexiones generadas por el nuevo constitucionalismo latinoamericano; si podemos llamar así a la serie de reformas constitucionales promovidas en buena parte de los países de la región, desde fines del siglo XX hasta nuestros días. En el texto que sigue, vamos a centrarnos sólo en dos de esas cuestiones que, en mi opinión, resultan de especial interés y merecen una discusión detallada, que aquí sólo comenzaremos a plantear. Voy a referirme, entonces, al tema de los (vastos) nuevos derechos reconocidos por las nuevas Constituciones, así como al del presidencialismo que éstas tienden a reforzar.
largas listas de derechos
Uno de los aspectos más importantes y criticados de las nuevas Constituciones (por ejemplo, las que se aprobaron recientemente en Ecuador y Bolivia, la Constitución de Colombia de 1991 o la de la Argentina de 1994) es que incluyen largas listas de derechos: sociales, políticos, culturales, económicos. Las referencias a los derechos de los ancianos y los niños, el derecho al deporte y a la comida saludable, los derechos de la naturaleza y un larguísimo etcétera han generado, en muchos casos, burlas y menosprecio hacia los nuevos textos. Uno no puede más que sorprenderse cuando compara la muy TODAVÍA 21
POLÍTICA
ocurre que cuando los jueces no encuentran un respaldo escrito para esos derechos nuevos –es decir, cuando la constitución no menciona el derecho a la salud o los nuevos derechos de los indígenas–, tienden a actuar como si esos derechos no existieran en absoluto.
austera Constitución de los Estados Unidos, que contiene siete artículos (y una veintena de enmiendas), con las de Ecuador y Bolivia, donde figuran más de cuatrocientos. Muchos han calificado de “poéticas” a las nuevas Constituciones latinoamericanas, argumentando que éstas no aluden a la realidad, sino que expresan deseos, sueños y aspiraciones, sin ningún contacto con la vida real de los países en donde se aplican. Esta crítica se apoya en una base obviamente cierta, pero resulta –me gustaría decir, contra lo que muchos afirman– exagerada y, en buena medida, errada. En efecto, los críticos no advierten que en algunos países, como Colombia o, más recientemente, la Argentina, estos textos tan exigentes y llenos de derechos no se han convertido en “pura poesía”. Por supuesto, la distancia que separa las aspiraciones y exigencias que plantean y las realidades hoy existentes en países como los mencionados es abrumadora. Sin embargo, también es verdad que, en buena medida gracias al estatus constitucional que se les ha asignado a algunos reclamos, muchas personas de carne y hueso resultaron reivindicadas en sus derechos. Los grupos de indígenas y los homosexuales, por ejemplo, que suelen ser maltratados en relación con sus derechos fundamentales, se han respaldado en estas Constituciones y han litigado –en algunos casos importantes, al menos– de modo exitoso, frente a los tribunales. En buena medida, esto fue posible por los textos de estas nuevas Constituciones. Conviene repetirlo: nadie duda de que presenciamos una “inflación” de derechos y que será difícil, e incluso impo22 TODAVÍA
sible, satisfacer muchos de los que se incorporaron en las nuevas Constituciones. Sin embargo, esto no debe llevarnos a descalificar de manera automática la operación de expandir el apartado de los derechos propia de estos nuevos textos. Al respecto, el mencionado ejemplo de la espartana Constitución de los Estados Unidos resulta interesante y nos permite aprender algunas cuestiones relevantes. Constituciones austeras como la norteamericana o, en Latinoamérica, la de Chile vienen de la mano de una práctica –judicial, en particular– muy hostil frente a los derechos sociales, culturales o económicos, en general. Ocurre que cuando los jueces no encuentran un respaldo escrito para esos derechos nuevos –es decir, cuando la Constitución no menciona el derecho a la salud o los nuevos derechos de los indígenas–, tienden a actuar como si esos derechos no existieran en absoluto. Es decir, parece haber una estrecha correlación entre la no inclusión de nuevos derechos y la falta de reconocimiento judicial de éstos. Entiéndase bien: con esto no estamos diciendo que la mera inclusión de los nuevos derechos en las nuevas Constituciones hará que éstos se conviertan, como por arte de magia, en realidad. Más bien, estamos planteando lo opuesto, es decir, que la ausencia de esos derechos tiende a afectar negativamente su posible –y deseable– materialización.
un presidencialismo fortalecido
El segundo tema que me interesa mencionar se relaciona con la otra gran sección que toda Constitución incluye, junto con su “lista de derechos”. Me refiero a la orga-
nización y división del poder. El constitucionalismo latinoamericano ha sido, tradicionalmente y desde sus orígenes, hiperpresidencialista: desde Simón Bolívar hasta Juan Bautista Alberdi, nuestros “padres fundadores” han preferido crear presidentes fuertes, con enormes poderes. Las facultades que se les han asignado son numerosas e incluyen la posibilidad de legislar (por ejemplo, a través de decretos); la capacidad de declarar el estado de sitio (con las consiguientes limitaciones de derechos que eso conlleva); la intervención en las provincias en caso de conflictos; el nombramiento y la remoción discrecional del plantel de ministros, y otras. Muchos sostienen que la existencia de estos presidentes con amplios poderes institucionales es el único recurso para “poner orden” en sociedades desordenadas, anárquicas. Sin embargo, no advierten –después de casi dos siglos de historia constitucional independiente– que los presidentes latinoamericanos han tendido a perder rápidamente su poder, por ejemplo, como consecuencia de golpes de Estado o de remociones súbitas a causa de juicios políticos, renuncias y demás. Que estos analistas pretendan separar ambos hechos no es ni aconsejable ni teóricamente aceptable: la existencia de presidentes tan poderosos está relacionada con la creación de democracias tan inestables como cambiantes. Cabe recordar, al respecto, que la inestabilidad política de América Latina no sólo se advierte en los comienzos del siglo XX, con los sucesivos golpes de estado que caracterizaron la historia de la región. Si observamos los casos recientes de la Argentina, Ecuador o Bolivia, también nos TODAVÍA 23
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la existencia de presidentes tan poderosos está relacionada con la creación de democracias tan inestables como cambiantes.
encontramos con que, muy cerca en el tiempo, muchos presidentes electos no pudieron terminar su mandato y debieron retirarse –por propia voluntad o no– antes de completar su período constitucional. Las causas de tal inestabilidad política son muchas, sin duda, pero también es cierto que entre ellas se encuentra la naturaleza del sistema hiperpresidencialista que se ha adoptado. Cuando se depositan tanto poder y, por consiguiente, tantas expectativas en una sola persona, es dable esperar que luego, ante las primeras desilusiones y dificultades, todo se desmorone. En esas situaciones, todos tienden a creer –en parte, con razón– que el presidente es responsable y opinan que su remoción es la manera de resolver el problema. En última instancia, debido a que se carece de “válvulas de escape” institucionales –como el primer ministro, en los sistemas parlamentarios–, el “fusible” termina siendo el presidente: frente a la crisis, entonces, éste tiende a perder su puesto. Ahora bien, muchas de las nuevas Constituciones, al menos las de los años noventa, se escribieron según la invocada idea de reducir o moderar los poderes del primer mandatario. Lamentablemente, en la mayor parte de los casos, fallaron en sus promesas o las incumplieron. Peor aún, muchas de estas nuevas Constituciones parecieron haber sido escritas –sobre todo, si no exclusivamente– con el objetivo “urgente” de autorizar la reelección inmediata del presidente en ejercicio. Algunos autores y juristas, sin embargo, dudan de estas afirmaciones o las descalifican, al afirmar que, en verdad, Constituciones como las de Ecuador o Bolivia –tan 24 TODAVÍA
recientes– aumentan pero también moderan los poderes del presidente. Esto último ocurre, por ejemplo, a través de la inclusión de varias cláusulas que abren espacios para la participación popular. La intervención de la ciudadanía limitaría así la autoridad de cualquier persona que intentara excederse en el ejercicio de sus atribuciones. El problema con esta afirmación, sin embargo, resulta obvio: la relación entre un “presidencialismo” que se fortalece o consolida y las cláusulas constitucionales que intentan promover la participación popular no es pacífica, sino más bien contradictoria. En principio, el ideal de la democracia participativa requiere descentralizar y desconcentrar el poder, y no a la inversa. Hacer ambas cosas al mismo tiempo –fortalecer al presidente y abrir espacios de mayor participación– suele resultar incompatible y conlleva el grave riesgo de que uno de los dos ideales u objetivos se vea opacado o desaparezca; en general, el de promover una mayor participación popular. A modo de nota final, señalaría que las nuevas Constituciones son instrumentos más complejos de lo que parecen. Ellas merecen estudiarse con atención antes de ser simplemente rechazadas o ridiculizadas. Contra lo que muchos piensan, estas Constituciones han representado una condición importante para el mejoramiento de la vida de numerosos individuos y grupos, aunque todavía encierren fuertes tensiones y defectos sobre los cuales es necesario seguir trabajando y reflexionando. n
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OPINIÓN por gabriel kessler Sociólogo, conicet-ungs Artista invitado mauro koliva
CLAVES del SENTIMIENTO de INSEGURIDAD con una relativa autonomía respecto de las tasas de delito, el sentimiento de inseguridad expresa una demanda insatisfecha de la sociedad hacia el estado en su tarea de garantizar la protección de todos los ciudadanos.
E
# 56 De la serie El objeto salvaje Dibujo, birome sobre papel, 2009
l sentimiento de inseguridad no es un fenómeno social simple. Nunca ha sido un mero reflejo de los índices de delito, de los cuales es relativamente autónomo: aumenta cuando se produce un incremento de la criminalidad, pero una vez instalado como problema social, no disminuye aunque las tasas de delito desciendan. Tampoco los niveles de temor entre los sexos, las franjas de edad y los niveles socioeconómicos son proporcionales a la probabilidad de victimización real que enfrenta cada grupo. Entre otros factores, la relación entre delito y temor está mediada por la aceptabilidad del delito en una sociedad en un momento dado. Un aumento brusco de las tasas históricas de delito suele generar un fuerte temor, aunque los índices sigan siendo comparativamente bajos –como ha sucedido en Santiago de Chile en la última década–, mientras que un importante descenso, aunque las tasas de delito sigan siendo elevadas –como en Bogotá o en Medellín–, genera una renovada confianza y una disminución
del miedo. Es que la inseguridad conlleva un aspecto comparativo: es en parte la denuncia de una situación que, en el imaginario social, no era así en el pasado o que, en todo caso, debería ser distinta en el presente. Es necesario evaluar si el miedo tiene relación con el delito, ya que a menudo se considera que la sensación de inseguridad es irracional o exagerada. Para ello, debemos comparar regiones distintas. América Latina conjuga altas tasas de delito con elevada sensación de inseguridad. Mientras que encuestas de Europa señalan que de 2000 a 2005 la victimización de la población pasó del 19,3% al 14,9%, en los países de nuestra región, en los mismos años, el porcentaje de hogares en los que hubo alguna víctima fue dos o tres veces mayor. Hay, no obstante, una variación considerable en las tasas delictivas, en particular si se consideran los hechos más violentos. Así, ciudades como San Salvador y Guatemala presentan tasas de homicidio veinte veces mayores que Buenos Aires y Santiago de Chile. Pero es cierto también que TODAVÍA 27
OPINIÓN
la preocupación por el tema no se traduce automáticamente en sociedades atemorizadas, como a veces se presume, pero sí consolida la idea de que la inseguridad es un problema público de importancia y, como tal, merece atención central por parte del estado.
en la Argentina, en las dos últimas décadas, el número de delitos se ha incrementado de manera sostenida. Entre los hechos denunciados, las agresiones contra la propiedad se multiplican dos veces y media entre 1985 y 2000, e incluso con una pequeña reducción en los últimos años, la tasa duplica la de mediados de la década anterior. En cuanto a la tasa de homicidios, si bien se ubica muy por debajo de las de otros países de nuestra región, entre 1988 y 2003 los de tipo doloso llegan a alrededor de 7 por 100.000 habitantes, muy por encima de su media histórica. En Europa, como señalamos, durante el primer lustro del milenio disminuyó la victimización, pero el sentimiento de inseguridad aumentó del 22 al 28%, cifra que sin embargo se ubica muy por debajo de las de América Latina, donde alcanzaría al 60-80% de la población, según datos oficiales. En la Argentina, en 2003, por primera vez en las grandes ciudades, la inquietud por el delito superó en las encuestas nacionales a la inquietud por la economía o el desempleo, y se ubicó en el tope de las preocupaciones. En los últimos años, el 80% de entrevistados consideró que el problema ha alcanzado relevancia nacional, lo que no escapa a cierta lógica de las proporciones: las tasas de temor duplican las tasas de victimización. A fin de cuentas, al haber comparativamente más personas victimizadas, se produce el efecto de la llamada “victimización indirecta”: circula en la sociedad más información sobre hechos delictivos, mayor cantidad de conocidos o relaciones indirectas se enteran y los difunden en sus conversaciones. Este proceso se ha verificado en una investigación que realizamos 28 TODAVÍA
en 2007 en distintas zonas de la Ciudad de Buenos Aires: en los barrios donde las tasas de victimización eran mayores, también era más alta la expectativa de sufrir un delito en el futuro. Hay una “presión ecológica”, ya que la información sobre delitos en la zona actúa como anticipación de una eventual victimización personal y, por ende, es una fuente de temor. Al tomar como referencia la comparación entre regiones o entre zonas de una ciudad, la relación entre delito y temor adquiere una lógica en la que la victimización indirecta y la presión del medio tienen un peso explicativo central.
¿qué sucede en la argentina? Nuestras investigaciones en zonas urbanas del país revelan que hoy, en la Argentina, el sentimiento de inseguridad es la expresión de una demanda hacia el Estado, percibido como incapaz de garantizar un umbral de riesgo aceptable en los espacios públicos y privados. El rasgo distintivo del sentimiento de inseguridad es la aleatoriedad: lo causa toda amenaza a la integridad física –más que a los bienes– que pareciera poder abatirse sobre cualquiera. La aleatoriedad se relaciona con: - La deslocalización del peligro, o sea, el fin de la división entre zonas seguras e inseguras bien definidas en grandes y medianas ciudades del país. Cuando se siente que la amenaza ha sobrepasado las fronteras tradicionales y puede penetrar en cualquier territorio, se retroalimenta la sensación de inseguridad.
- La desidentificación relativa. El temor no es generado sólo por las figuras más clásicamente estigmatizadas y discrimi-
nadas, sino que hay una desconfianza extendida. En efecto, en algunas entrevistas se relatan robos de personas “grandes y bien vestidas”, en barrios cerrados circulan historias de hombres que entraron a robar “con traje y corbata, como un nuevo vecino que venía de trabajar”, y en los comercios de barrios populares se habla de hechos delictivos protagonizados por mujeres, algunas con bebés en brazos, o hasta por parejas de ancianos. No obstante, la desidentificación es, como se dijo, relativa: las figuras clásicas de estigma y temor siguen siendo compartidas, mientras que hay otras más temibles según el sector social, sexo, grupo de edad y área de residencia. Los policías y los guardias de lugares de diversión (los “patovicas”) son fuente de temor sobre todo para jóvenes de sectores populares; los agresores sexuales lo son para mujeres de barrios del conurbano bonaerense; personas ligadas al poder local capaces de todo tipo de abusos atemorizan a los sectores populares de algunas provincias; “gente que antes no existía”, como limpiavidrios o cartoneros, son fuente de temor para algunos entrevistados de sectores altos de la Ciudad de Buenos Aires, mientras que otros temen a la policía y desconfìan de los guardias privados. Así, inseguridad y delitos son sólo en parte coincidentes; su relación está más ligada a la amenaza aleatoria que a la disrupción de la ley, como lo testimonia el temor que sigue inspirando la visión de jóvenes reunidos en las calles aunque no infrinjan norma alguna. El incremento de la preocupación por el tema no se traduce automáticamente en sociedades atemorizadas, como a veces se presume, pero sí consolida la idea de que la
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inseguridad es un problema público de importancia y, como tal, merece atención central por parte del Estado. A la expansión de la inquietud a diferentes sectores y grupos se agrega que deja de ser sólo una preocupación de las grandes urbes, puesto que alcanza también a pequeñas y medianas ciudades. En efecto, más allá de las particularidades locales, detectamos en muchas de ellas la sensación de que la situación había cambiado, pero –salvo cuando se sentía la amenaza de la violencia– el cambio no conllevaba el aumento del temor presente, sino más bien una nostalgia por un tiempo pretérito más tranquilo. Se advierte que ningún lugar, grande o pequeño, permanece al margen de las influencias externas. El incremento de la movilidad de las personas y, sobre todo, la televisión intensifican la percepción de otras realidades, y en cada lugar la preocupación individual se nutre de hechos tanto locales como nacionales. En particular, el espacio mediático común contribuye a instalar un problema público a escala nacional. La transmisión de noticieros desde Buenos Aires, que bajo la rúbrica cotidiana de “Inseguridad” presentan el “saldo de la jornada”, colabora en crear la idea de una ciudad capital donde “la gente ya no puede salir a la calle”. Para muchos entrevistados, la imagen de metrópoli amenazada refuerza la sensación de seguridad local por comparación, mientras que para otros es el augurio de los males venideros. La recurrente imagen mediática de la “ola de inseguridad” causa inquietud; se teme que dicha ola se desplace desde los centros urbanos mayores hacia los más pequeños, que “la policía los corra (a los
delincuentes)”, que se irían a ciudades más chicas buscando “nuevos lugares donde la gente no esté tan precavida”; o bien prima la idea atávica de “contagio”. El temor a la eventual llegada de “gente extraña” proveniente de los grandes centros urbanos podría ocasionar un aumento de la “alterofobia”, que el otro se vuelva amenazador sólo por ser desconocido. En síntesis, el sentimiento de inseguridad es un fenómeno complejo, presente en nuestro país, en toda América Latina y en otras regiones del mundo. Aquí dimos cuenta sólo de algunos de sus rasgos gene-
rales. No hemos planteando la idea de una sociedad atemorizada en su conjunto, pero sí subrayamos que existe una extendida preocupación social por el tema. Sin duda se trata de uno de los problemas centrales que el Estado debe resolver. Las políticas para disminuir el sentimiento de inseguridad deben ser específicas, orientadas a restablecer la confianza en la capacidad del Estado de garantizar protección e inclusión simbólica y real a todos los ciudadanos. Y aquí reside uno de los desafíos más importantes de la Argentina y de América Latina hoy. n TODAVÍA 29
Fotografías y textos de Facundo de Zuviría
CARTAGENA DE INDIAS C
artagena de Indias, la ciudad amurallada del Caribe colombiano, más sueño que realidad, es un mundo mágico detenido en el tiempo y cruzado por la luz del trópico. Allí llegué en mayo del año pasado, a exponer mi obra en el Museo de Arte Moderno, y allí volví luego dos veces más para fotografiar este milagro que pareciera ser eterno.
FOTOGRAFÍA
Cartagena es vieja como el tiempo, de colores descascarados, lentos atardeceres y repiquetear de cascos de caballos, resguardada desde hace siglos por fortalezas, bañada por un mar cálido de leyendas y tiburones. Allí nació, en la redacción del diario El Universal, el realismo mágico de García Márquez, y tanto sus calles como su gente nos remiten a Macondo; allí se desarrolló su novela El amor en los tiempos del cólera y otros relatos memorables, y sus aires están cargados de leyendas de piratas, guerras interminables y amores desencontrados. Todo en Cartagena es historia, personajes increíbles, casonas amplísimas con patios sombríos, iglesias y claustros que guardan el silencio, y la muralla que rodea toda la ciudad vieja y de alguna manera la mantiene aislada en el tiempo.
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Este encanto es lo que intenté fotografiar y estas imágenes buscarán reflejar en forma de libro, aunque de modo muy parcial e incompleto, algo del misterio que percibí en esos espacios amplios y austeros, en ese mar brumoso y en la piedra coralina que impregna sus muros. Calles de la Factoría, de la Soledad, de Tumbamuertos, del Estanco del Tabaco, de la Bomba, de los 7 Infantes o de la Necesidad, la Playa de la Artillería o el Camellón de los Mártires, la mítica Calle de la Media Luna en el barrio de Getsemaní o la Calle de la Moneda en San Diego, lugares donde pasé momentos de fascinación, donde comencé a comprender su particular esencia: Cartagena es color, es tiempo, es música, es la brisa del mar en algunas noches apenas frescas, y es también la sonrisa de su gente y esa cadencia en el hablar que la hacen inolvidable. n TODAVÍA 35
ARQUITECTURA por rodrigo
alonso
Crítico y curador independiente
ARQUITECTURA y UTOPÍA con el desarrollo de las grandes ciudades, la arquitectura y el urbanismo no se limitan a modelar el espacio material, sino que proponen nuevas formas de vida, nuevos rumbos para la sociedad: relacionar a sus habitantes con el arte, impedir que se aíslen de la naturaleza, facilitar las relaciones en las grandes concentraciones poblacionales.
L
a palabra “utopía” ingresa en el vocabulario occidental a partir de la publicación de la obra políticoliteraria Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía, de Tomás Moro, en 1516. Las raíces del término son indiscutiblemente griegas, pero los estudiosos insisten en que su sentido debe entenderse siguiendo una doble vía etimológica: la establecida por la traducción literal u-topía (no-lugar), pero también la sugerida por el vocablo homófono eu-topía (lugar bueno). Efectivamente, el libro de Moro describe un ámbito geográfico imaginario que es la sede de una comunidad ideal, donde todas las falencias de las sociedades contemporáneas encuentran una rectificación. Así, desde sus orígenes, la palabra hace referencia a una realidad que no existe pero que se considera ideal y, en alguna medida, indispensable. El concepto posee un potencial político evidente: la aspiración a construir sociedades perfectas o funcionales ha sido la base de numerosos discursos políticos a lo largo de la historia. Tanto el Estado de bienestar liberal como el igualitarismo del Estado comunista fundan sus bases en 36 TODAVÍA
proyecciones de carácter utópico, aunque su sentido sea divergente. De hecho, la utopía es uno de los tópicos clave de la modernidad, uno de sus “grandes relatos”, al decir del filósofo Jean-François Lyotard. Las utopías llevan implícitas una disconformidad con el presente y una voluntad de cambio radical. Se presentan básicamente como una alternativa a las condiciones de vida actuales, con la promesa de una mejora profunda, no orientada a resolver problemas coyunturales sino a transformar la sociedad en su conjunto. Sin embargo, dependiendo de la fuerza política que las anime, sus efectos no siempre han resultado beneficiosos, como lo demuestran los principales totalitarismos del siglo XX, algunos de los cuales puede decirse que poseyeron un fundamento utópico. Este hecho fue el pretexto para que la posmodernidad condenara las utopías, relegándolas como resabios de un tiempo de imposiciones ideológicas y visiones unitarias. No obstante, en los últimos años el concepto adquiere una fuerza renovada. Numerosos teóricos se han propuesto rescatar el pensamiento utópico y volver a
amancio williams Conjunto de blocs Perspectiva del conjunto, 1943-1980
evaluarlo con otros instrumentos analíticos. En parte, porque las falencias del presente reclaman nuevos proyectos de sociedad donde aquéllas encuentren una solución; también, porque el abandono de las utopías no ha demostrado ser una vía hacia propuestas verdaderamente plurales y ha dado paso, en cambio, a otro tipo de totalitarismos, como el del capitalismo transnacional. Así, las utopías resurgen como herramientas para analizar la realidad y postular alternativas, para comprender el presente e imaginar el porvenir. Los intentos de repensar el desarrollo social y construir nuevas formas de vida comunitaria han encontrado un eco necesario en la arquitectura y el urbanismo. Con el crecimiento de las ciudades que caracteriza a todo el período moderno, estas disciplinas cobran un protagonismo que las ubica en un lugar de privilegio a la hora de pensar y planificar otros modelos de sociedad. Los arquitectos modernistas no se ocuparon únicamente de resolver problemas edilicios o innovar formalmente su profesión. Muchos de ellos elaboraron planes que aspi-
raban no sólo a resolver las necesidades básicas de los aglomerados humanos, sino también a proponer nuevas maneras de vivir en sociedad. Con un origen en el análisis de las limitaciones del presente y las miras puestas en la construcción de una sociedad funcional o ideal, muchos de esos proyectos pueden considerarse utópicos, aun si su aplicación es perfectamente posible. Un error frecuente es pensar que una utopía debe ser imposible de realizar. Esto no es así. Aunque se postulen como proyectos ideales, muchas de ellas llevan implícitos verdaderos objetivos a cumplir. Y aunque en numerosos casos esa consecución resulte poco probable, no pueden desdeñarse los efectos que su propuesta provoca. Eduardo Galeano lo ha plasmado brillantemente en estos versos: “La Utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la Utopía? Para eso, sirve para caminar”. Las utopías marcan caminos, son propositivas, plantean verdaderas alternativas a las formas de vida actuales, no TODAVÍA 37
ARQUITECTURA
se regodean en las críticas o en señalar limitaciones sino que esbozan una salida y un mundo mejor. Son ante todo optimistas, no sólo porque proponen estados de realización y felicidad sino también porque confían en la capacidad del ser humano para llevar adelante ese proyecto y transformar su destino. Son, ante todo, el resultado de un pensamiento humanista y una ética del compromiso con la vida y el designio social. La historia del arte y la arquitectura dan cuenta de la variedad de los proyectos utópicos que han marcado épocas y señalado caminos. Uno de los más emblemáticos es el Monumento a la III Internacional (1919-20), de Vladimir Tatlin, un edificio diseñado para ser sede del máximo organismo comunista. La construcción, en forma de torre inclinada, poseería cuatro estructuras de vidrio rotativas con oficinas y pantallas gigantes para proyectar hacia el exterior las informaciones sobre lo que sucedía adentro. La torre, de hierro y acero, sería más alta que la Torre Eiffel y, por tanto, visible desde grandes distancias, asegurando la comunicación a los lugares más alejados del país. El edificio jamás llegó a construirse pues no existía la tecnología adecuada. Sin embargo, señalaba el camino de la necesaria actualización tecnológica y de la relación del gobierno comunista con su pueblo como elementos que transformarían la nación.
El Art Nouveau y la Escuela de la Bauhaus se propusieron fusionar arte y vida cotidiana, aunque con dos programas diferentes. El Art Nouveau privilegió la producción artesanal y la individualidad de cada uno de sus productos: cada casa debía ser única y estar dotada de una ornamentación, espíritu y armonía propios. La Bauhaus, en cambio, se orientó en el sentido del diseño industrial, creando productos en serie adecuados a las exigencias de la vida moderna. No obstante, ambos consideraron importante que el habitante de las ciudades no perdiera el contacto con el arte, algo que se perfilaba como inevitable con el crecimiento desmedido de la vida urbana. Otra de las grandes aspiraciones utópicas fue la preservación del contacto con la naturaleza. Las grandes ciudades modernas se erigían separándose cada vez más del mundo rural; esta situación preocupó a un grupo de arquitectos para quienes la relación del ser humano con la vida orgánica natural debía conservarse en la medida de lo posible. Este objetivo fue una constante en la obra del arquitecto argentino Amancio Williams. Su proyecto de Viviendas en el espacio (1942), ampliado en el Conjunto de blocs (194380), da cuenta de su aspiración de dotar a los hogares del entorno natural adecuado, encontrando un equilibrio entre las necesidades urbanas de optimización espacial y buena circulación, y las humanas de salud, vida natural y espar-
amancio williams Viviendas en el espacio
1942
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amancio williams La ciudad que necesita la humanidad
1974-89
cimiento. Su voluntad de preservar los espacios naturales lo llevó a plantearse una arquitectura compacta y en elevación, que ocupa superficies mínimas de suelo y mantiene los ámbitos rurales muy próximos a los urbanos. Este plan se plasma de manera ejemplar en su proyecto La ciudad que necesita la humanidad (1974-89), donde se pone de manifiesto, además, el profundo humanismo de Williams y su permanente preocupación no ya por las exigencias de la arquitectura sino de quien debería ser su principal beneficiaria: la humanidad en su conjunto. Existe toda una vertiente del pensamiento arquitectónico orientada a buscar soluciones para los problemas causados por las grandes concentraciones poblacionales. Pero las respuestas no siempre tienen el mismo tenor. A veces sólo se buscan resoluciones inmediatas, paliativos coyunturales sin una perspectiva de futuro. Los arquitectos más innovadores, en cambio, no se proponen únicamente solucionar la dificultad, sino llegar al corazón mismo de su origen a través del análisis de los conflictos y la ejercitación de propuestas creativas. Éstas no siguen siempre los métodos existentes, las actuaciones previstas o los lineamientos de lo posible. Muchas veces se proponen como verdaderas utopías que señalan, a la manera del caminante de Galeano, un rumbo.
En esta línea se ubican el proyecto New Babylon (1974), de Constant, una ciudad sin fronteras y sin límites, que crece con el movimiento de las personas, de manera libre y sin medida, hasta ocupar toda la superficie del planeta; o la Ciudad caminante (1964), de Ron Herron, integrante del Grupo Archigram, que diseña una urbe desplazable e interconectable, acorde con la movilidad y conectividad del mundo actual. En nuestro país, el proyecto de Ciudad hidroespacial (1960), de Gyula Kosice, se centra en uno de los principales problemas de la humanidad (la superpoblación) y en uno de sus principales recursos (el agua). Bebiendo en las teorías científicas, en las posibilidades de una fisión nuclear que permitiría transformar al agua en un combustible limpio, Kosice diseña una ciudad que además busca cambiar los hábitos de sus habitantes, proponiendo nuevas actividades para sus espacios. De esta forma, la arquitectura adquiere un protagonismo singular a partir del siglo XX, en la medida en que sus proyectos modelan la sociedad al mismo tiempo que el espacio material. Al guiar muchos de esos proyectos, las utopías han develado su verdadero designio: postular alternativas, sugerir mundos posibles, señalar rumbos hacia donde caminar. n TODAVÍA 39
SOCIEDAD por milita
alfaro
Historiadora, Universidad de la República, Uruguay. Fotografías
javier calvelo
Murga Agarrate Catalina Teatro de Verano, 2007
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el viejo carnaval criollo es ahora una fiesta de teatro popular con mรกs espectadores que actores, donde sin embargo sigue forjรกndose la identidad uruguaya.
CARNAVAL a la URUGUAYA
INVENCIONES y REINVENCIONES de un VIEJO RITUAL TODAVร A 41
SOCIEDAD
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odavía resuenan en Montevideo las carcajadas que durante casi dos meses acompañaron el espectáculo de la murga A Contramano, triunfadora indiscutible en su categoría del Carnaval 2009, o de eso que los uruguayos persistimos en llamar “carnaval”, pese a que a estas alturas conserva poco o nada de la vieja simbología del mundo del revés. En su lugar, nuestra manera de celebrar a Momo se traduce hoy en un inusual festival de teatro popular y callejero que articula tradición e innovación, en el marco de un largo proceso pautado por sucesivas reformulaciones.
del juego “bárbaro” a la fiesta “civilizada” Durante buena parte del siglo XIX el carnaval uruguayo fue la expresión culminante de la cultura “bárbara” que el historiador José Pedro Barrán ha definido como ingrediente central del país criollo o premoderno. La fiesta era entonces sinónimo de tres días de verdadera locura: de gritos, risotadas y tonterías del más variado signo; de baldes y latones de agua cayendo a torrentes de todos los balcones y azoteas de la ciudad; de feroces guerrillas en cuyo despliegue nuestros antepasados echaban mano de una variada
gama de proyectiles, cuanto más contundentes mejor. Tres días en que los montevideanos todos –chicos y grandes, hombres y mujeres, gobernantes y gobernados, sacerdotes y feligreses, jóvenes y viejos, ricos y pobres, blancos y negros– se entregaban por entero a un juego desenfrenado, con su inevitable secuela de accidentes y desgracias: cabezas rotas, caderas y piernas quebradas, trompadas, fierrazos, puñaladas y hasta balazos. Aquel carnaval criollo vivido como evento poco estructurado, de intensa participación masiva, marcado por la espontaneidad, la relativa indiferenciación social y la violencia de un juego desaforado, va a dar paso, lentamente, a fines del siglo XIX, a un festejo “civilizado” en el que las clases sociales delimitan ámbitos y formas de participación propios y se destierran paulatinamente los excesos y las aristas más subversivas del mundo del revés. Al influjo del creciente protagonismo de agrupaciones y comparsas, las antiguas prácticas comienzan a ser reemplazadas por la progresiva “espectacularización” de la fiesta. El predominio del componente “espectáculo”, uno de los rasgos distintivos del nuevo carnaval “civilizado”, delimitó fronteras cada vez más nítidas entre actores (los menos) y espectadores (los más). También supuso el desdibujamiento de un carnaval “vivido” que cede terreno ante el avance inexorable de un carnaval “cantado”, “bailado” y significativamente “hablado”, en el cual la inversión del mundo y toda su simbología pasan cada vez menos por “hacer” y cada vez más por “decir”. Sin embargo, como contrapartida del empobrecimiento del espíritu carnavalesco clásico que conllevó ese proceso, la reformulación de la fiesta terminó por convertirla en el primer espacio masivo con que contaron los uruguayos para verse, pensarse y representarse arriba de un escenario. Este poderoso instrumento de producción simbólica nace precisamente en momentos en que, en el marco de la inmigración y desde los más diversos ámbitos, el país estaba sentando las bases teóricas de la nacionalidad.
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Murga La Mojigata Carnaval 2008
Murga Diablos Verdes Teatro de Verano, 2007
las identidades colectivas y sus escenarios cotidianos Si, como sostiene Jesús Martín Barbero, crear un país es en cierto modo teatralizarlo, no parece aventurado afirmar que en el Uruguay el carnaval ha sido en buena medida el encargado de efectuar esa representación de los gestos y los moldes vitales de lo nacional. La colección de relatos, músicas, modos de hablar y de bailar acuñados en el circuito periférico de la fiesta configura un buen ejemplo de la eficacia de ciertos rituales para el despliegue de metáforas y autoimágenes sociales. En la sociedad del Novecientos en la que muchas claves de “lo uruguayo” nacieron del encuentro, la interacción y la síntesis de una pluralidad de grupos humanos con cosmovisiones diferentes, resulta significativo el papel que le cupo al carnaval en tanto instrumento de nacionalización del inmigrante. Ingrediente infaltable de los carnavales de entonces, los vascos profiriendo interjecciones guturales y los napolitanos hablando en cocoliche
sellaron su tácita incorporación al imaginario nacional mediante un ambivalente mecanismo: la parodia y el estereotipo como forma de legitimar al otro y otorgarle carta de ciudadanía. Desde un terreno distinto, los cientos de tablados que en las primeras décadas del siglo XX se erigían en todos los barrios montevideanos para cada carnaval remiten a un ámbito de pertenencia afectiva que también operó como decisiva clave de identificación. Con sus muñecos de cartón y sus reveladoras escenificaciones fruto de la creación colectiva de los vecinos, el tablado encarnó una rica experiencia de sociabilidad cotidiana que confirma el peso del barrio en los procesos de autoafirmación de los sectores populares. Ofició además como soporte de un circuito de producción simbólica inspirada en códigos y formas de sentir ajenos al modelo erudito; y fue en ese espacio cultural alternativo donde la murga y el candombe acuñaron una tradición musical que inventó el sonido de nuestra identidad. TODAVÍA 43
Arriba: Murga La Gran Siete Tablado en Lagomar, 2008 Abajo: Murga A Contramano Teatro de Verano, 2008
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Pablo “Pinocho” Routin de Murga A Contramano Velódromo Municipal, 2009
las alusiones a momo comienzan a tornarse un eufemismo y la murga, despojada del clásico formato de popurrís, salpicones y cuplés, parece transitar hacia lo que algunos definen como “espectáculos teatrales en clave murguera”.
Murga Japilong Velódromo Municipal, 2009
La proyección del candombe –máxima expresión de la cultura afrouruguaya y sustancial aporte nacional al acervo musical contemporáneo– trasciende largamente los límites específicos del carnaval, pero el desarrollo y la consolidación del género están fuertemente asociados a la celebración y a su función nacionalizadora. La fiesta ha sido un escenario privilegiado para la autoafirmación y la reformulación de la cultura negra y también el más eficaz vehículo para incorporarla en el imaginario nacional.
Asimismo, más allá de lejanos e inciertos antecedentes, la originalidad expresiva y sonora de la murga en su etapa fundacional –con todo lo que implica la música como clave identificatoria para una comunidad– es otro de los legados de esa gran olla cultural en constante ebullición que fue el Uruguay del Novecientos. Asociado al ritual de la noche y la bohemia, aquel genuino producto marginal y enigmáticamente creativo no pretendió erigirse en patrimonio de una identidad nacional, pero de hecho contribuyó a fundarla, apelando a una estética, un sonido y una fértil poética subalterna que terminaría convirtiéndose en la expresión más intransferible y emblemática de nuestro carnaval.
la murga, espejo y texto de una cultura Una aproximación a los códigos más representativos de la murga en su versión más clásica resalta, entre otros ingredientes, una iconografía deliberadamente grotesca, una gestualidad fuertemente comunicativa y una rítmica radicalmente original, basada en la clásica batería de bombo, platillo y redoblante. Nada tan específico, sin embargo, como el sonido del coro murguero, en el cual se destaca el acento nasal y gangoso de la emisión que evoca el voceo del canillita y en el que, a través de la antiacadémica convivencia de distintas cuerdas de voces, la murga plasma su sello más profanador y contundente. Asimismo, completando su fuerza y su originalidad expresiva, las letras o los versos del libreto en los que se mezclan la crítica política, la sátira social, el humor y una inevitable cuota de sentimentalismo, configuran un singular testimonio de nuestra forma de ser y de sentir. Crónica anual de la vida ciudadana que, a lo largo de más de un siglo, ha ido reflejando los cambios y permanencias operados en una visión del mundo intransferiblemente uruguaya. Durante las décadas en que los uruguayos todavía éramos lo suficientemente inmoderados –por lo menos a nivel simbólico– como para proclamarnos TODAVÍA 45
SOCIEDAD Yamandú Cardozo, de Agarrate Catalina Teatro de Verano, 2007
“la Suiza de América”, la murga tradicional (Patos Cabreros, Asaltantes con Patente, La Milonga Nacional, Curtidores de Hongos, Saltimbanquis, La Nueva Milonga…) supo encarnar maravillosamente los vestigios “bárbaros” que todavía nutrían los carnavales de entonces: kitsch y grotesca en su estética, antiacadémica en su canto, obscena y políticamente incorrecta en sus cuplés, cursi y melodramática en sus despedidas… Alrededor de los años sesenta, el colapso del “Uruguay feliz” supuso un desafío radical para la percepción optimista de aquella sociedad satisfecha de sí misma e identificada con la alegoría del país exitoso e invicto. Ya en los años setenta y a comienzos de los ochenta, en la época de la dictadura, el carnaval y fundamentalmente la murga se revistieron de una nueva dimensión y oficiaron como ingredientes decisivos del imaginario democrático que operó contra el autoritarismo. En ese sentido, los obstáculos enfrentados por Diablos Verdes, Araca la Cana, la Reina de la Teja o Falta y Resto, resultan por demás emblemáticos. Ahora bien, el perfil épico y solemne asumido durante la dictadura fue difícil de superar para el imaginario murguero, a principios de los noventa. Por eso, sobre el final de la década resultó decisiva la expansión de la “murga joven”, que aportó el ingenio, la frescura y la creatividad de una mirada distinta y contribuyó a sacudir, con éxito variado, la modorra de sus mayores. La inevitable profesionalización de sus participantes, la incorporación de los espectáculos murgueros –y car46 TODAVÍA
navaleros en general– al circuito televisivo, el creciente protagonismo de especialistas en distintas disciplinas a la hora de elaborar propuestas cada vez más conceptuales y sofisticadas, pautan el devenir del ritual en esta década del dos mil. Las alusiones a Momo comienzan a tornarse un eufemismo y la murga, despojada del clásico formato de popurrís, salpicones y cuplés, parece transitar hacia lo que algunos definen como “espectáculos teatrales en clave murguera”. Como en otros procesos de cambio, estas transformaciones implican pérdidas y ganancias desde el punto de vista estético: mayor nivel artístico –de acuerdo con la idea de arte concebida por la alta cultura– en detrimento de la singularidad y la autenticidad originarias. Lo cierto es que, ya sea desde el perfil dionisíaco y grotesco que asumió en sus orígenes, ya sea desde la versión apolínea y disciplinada de hoy, la murga configura una vía de aproximación singularmente reveladora de las disyuntivas y debates de la sociedad uruguaya. También por eso, apenas finalizado este carnaval, ya empezamos a imaginar el del año que viene. Parafraseando la metáfora de la Retirada 2008 de Agarrate Catalina (murga disciplinada, si las hay): desde tiempos inmemoriales, en cada marzo montevideano se termina un viaje y otro está por comenzar. n
Arriba: Murga A Contramano Velódromo Municipal, 2009 Abajo: Murga A Contramano Teatro de Verano, 2008
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CINE por silvia
schwarzböck
Profesora de Estética, Universidad Nacional de Quilmes, Universidad Nacional de Rosario, Universidad Nacional del Litoral Artista Invitado
roberto cancrini
UN LENGUAJE sin PRECURSORES tal vez ninguna experiencia estética resulte tan intensa como la que ofrece una película. este nuevo tipo de lenguaje inventado por el cine sólo encuentra precursores entre los contemporáneos.
C
uando uno comienza a leer a Kafka –dice Borges– parece único. Al poco tiempo de frecuentarlo, cree reconocer como kafkianos textos de distinto siglo, género y autor. Una parábola religiosa en la que el más grande falsificador termina controlando, bajo estricta vigilancia, los billetes del banco de Inglaterra; otra en la que el amigo invisible de un hombre podría ser Dios; un cuento que habla de compradores compulsivos de mapas, atlas, globos terráqueos, guías de ferrocarril y baúles, que mueren sin haber salido nunca de su pueblo natal; u otro que imagina un ejército invencible que sojuzga reinos y atraviesa desiertos y montañas, pero nunca logra llegar a una ciudad a la que divisa como cercana. Todos estos relatos se refieren a algo que es fácil de identificar como kafkiano. La paradoja –sigue diciendo Borges en “Kafka y sus precursores”– es que todos se parecen a Kafka sin que ellos se parezcan entre sí. El parecido que tienen, sin Kafka, sería inexistente. Borges, desde ya, quiere que el lector saque de su ensayo una moraleja estética: que el escritor no es original por ser único, sino 48 TODAVÍA
porque crea a sus precursores (la cursiva no debe malentenderse: ningún autor elige quién lo precederá; el trabajo sólo pueden tomárselo los lectores). Nadie, por excepcional que sea su escritura, está capacitado para ser su propio precursor. Esta moraleja, válida para ciertos escritores que cambiaron la manera de leer (puede ser Kafka, pero también Proust o Joyce o Beckett) y que crearon en el siglo XX un nuevo público de lectores, no es aplicable al presente del arte. Un artista, cuanto más contemporáneo sea (en el doble sentido de más consustanciado con el presente y de más cercano en edad a quienes aprecian su obra), menos posibilidades tiene de crearse precursores en épocas diferentes de la suya. Lo que él inaugura con su obra el público no cree encontrarlo en artistas que le lleven un siglo. El precursor es cada vez más un contemporáneo. La contemporaneidad de los precursores, si bien se advierte en todas las artes cuanto más nos acercamos al presente, en ninguna de ellas tiene tanto peso como en el cine. Lo que para las artes con siglos de historia
El tigre de oro y sombra acrílico sobre cartón, 2008
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CINE
lo que el cine enseña a juzgar como sinónimo de lo cinematográfico (llamándolo “lo hitchcockiano”, “lo hawksiano”, etc.) es todo aquello que indica que lo que sucede en una película no puede suceder en la vida tal como la película lo muestra. es una realidad de no muy larga data, que afecta los últimos cincuenta años de su existencia, para el cine es la única realidad que ha conocido hasta el momento. Es que el cinematógrafo es un invento técnico de fines del siglo XIX, pero el lenguaje cinematográfico (basado en el montaje y el uso del primer plano) recién nace y se desarrolla con el director norteamericano David Griffith, en las primeras dos décadas del siglo pasado. Los precursores de un cineasta, si el público los encontrara en un siglo que no fuera el XX, no serían cineastas y los lenguajes comparados, incluso, tendrían índoles tan diversas que hasta sería justo escuchar a quienes dicen que entre el cine y la novela, por ejemplo, el único elemento en común es el público. Un público deseoso de encontrar un entretenimiento que le provea las emociones que se consideran más intensas: el terror, la risa, el llanto. Esas emociones serían las más intensas simplemente por ser las que con menos frecuencia se experimentan en la vida cotidiana. Griffith, de hecho, se inspira en Dickens (el escritor popular por antonomasia) para inventar el montaje alternado y poder así contar, a la vez, una historia de ricos y otra de pobres, que en determinado momento van a cruzarse. De este modo, junto con el montaje alternado, inventa el suspenso. El suspenso se suma, a partir de Griffith, al repertorio de las emociones intensas que provee el cine.
la lógica de la intensidad Apelar a las emociones intensas es lo que hace del cine un arte popular. Por infrecuentes en la vida cotidiana, las emociones que causan las películas se convierten en el paradigma de 50 TODAVÍA
la intensidad que la vida no tiene. “Intenso” se vuelve sinónimo de “cinematográfico” (como antes lo había sido de “novelesco”), y “cinematográfico”, de “intenso”. La intensidad del relato cinematográfico lo hace incompatible con todo otro tipo de relato que lo haya precedido en la historia de las artes. De ahí que, una vez inventado el cine, se invierta la lógica que hace encontrar
en ciertos relatos del pasado los rasgos de ciertos relatos del presente (el caso de lo kafkiano, según Borges). Mejor predispuesto a ponderar como inmediato el pensamiento con imágenes, el lector contemporáneo puede expresar el placer de la lectura diciendo que el libro que lee merecería convertirse en una película, del mismo modo que otro lector, concentrado en la cró-
Lo que la penumbra esconde acrílico sobre tela, 2009 (detalles)
nica policial de un matutino, puede calificar de “cinematográfico”, antes que de “novelesco”, un hecho de sangre. Pero, al razonar sobre la base de un sentido de la intensidad aprendido del cine, el lector contemporáneo invierte el criterio con el que Borges enseña a juzgar a los precursores de cualquier artista. Borges partía, en su ensayo, del escritor que parece único y, finalmente, el lector descubre que no lo es, porque al leer bajo su influencia relatos de distintos géneros, autores y épocas, convierte lo que ese escritor tiene de original en una cualidad sustantivada: lo kafkiano, que puede buscarse hacia atrás todos los siglos que se quiera. El cine, en cambio, insta a sustantivar las cualidades de aquellos directores (Hitchcock, Hawks, Walsh, Ford, Bilder, Minnelli, Sirk…) que hicieron películas de un grado de intensidad que ningún arte anterior al cine sería capaz de lograr. Lo que el cine enseña a juzgar como sinónimo de lo cinematográfico (llamándolo “lo hitchcockiano”, “lo hawksiano”, etc.) es todo aquello que indica que lo que sucede en una película no puede suceder en la vida tal como la película lo muestra. Si el tiempo, en una película, no fluye como en la vida, porque todo lo que ocurre a lo largo del metraje es significativo, esa ausencia de tiempos muertos –que para el espectador se traduce en entretenimiento– se convierte en un modelo de intensidad que difícilmente otro tipo de relato pueda emular. El cine, de hecho, no requiere el mismo esfuerzo ni ocupa el mismo tiempo que la lectura. Si los diálogos, en una película, están hechos de frases que nunca podrían haber sido dichas en una conversación cotidiana, será esa manera de hablar la que le parezca al espectador la más dotada de gracia y la menos susceptible de aburrirlo.
Una novela policial, entonces, no es hitchcockiana porque su falso culpable y su magistral villano se parezcan en algo a los de alguna película de Hitchcock, sino porque la manera más intensa de disfrutar de lo que esa historia tiene de apasionante sería en una película dirigida por Hitchcock. Si una novela parece cinematográfica es porque ofrece un tipo de experiencia que sólo convertida en película alcanzaría su grado máximo de intensidad. La acción épica de La Odisea puede leerse como digna del cine no porque el lector la juzgue tan intensa como la de una película de guerra, sino porque sólo convertida en una película de guerra esa acción épica alcanzaría el grado máximo de intensidad que el público puede experimentar bajo la forma de catarsis. Cuando uno lee en las páginas de policiales de los diarios que los sicarios mexicanos van en camino a ejecutar a sus víctimas escuchando en el estéreo, a todo volumen, los narcocorridos que cantan sobre lo que ellos están por hacer, no exagera si cree que, literalmente, se están haciendo, con ayuda de una banda sonora, su propia película. La expresión coloquial “hacerse la película” habla no sólo de la capacidad humana de pensar con imágenes, sino, sobre todo, de la de agregarles a esas imágenes una intensidad que en el cine se experimenta con menos mediaciones que en el relato literario. Claro que existen películas que evitan la intensidad que el espectador adjudica al cine –las películas del cine moderno, que empiezan a filmarse con el neorrealismo y la nouvelle vague, tras la segunda posguerra– y que aspiran a que el público busque sus precursores entre la producción contemporánea de las otras artes (la nueva novela en la literatura,
el expresionismo abstracto en la plástica, el minimalismo en la música). Ellas enseñan al público una manera de experimentar el tiempo (de sentirlo en el momento de la proyección, haciendo que uno no pueda olvidarse de que está ahí), que tiende a volverlo parecido al de la vida cotidiana. Por eso, al renunciar a ser intensas, las películas de este tipo renuncian, a la vez, a ser populares y masivas. n 51 TODAVÍA
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CIUDADES por pablo
vega centeno
Profesor del Departamento de Arquitectura, Pontificia Universidad Católica del Perú Fotografías
toni pay (limafotolibre)
se suele decir que en lima los territorios de la movilidad y, en particular, el transporte público son caóticos, pero vale la A la izquierda: Avenida Javier Prado cruce con Arriola La Victoria. 8 am. Hora punta. Lunes 6 de abril de 2009 Arriba: Avenida Abancay Centro de Lima. 11 am. Abril de 2009
pena detenerse en las distintas sensibilidades que allí se ponen en juego.
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n 1940, Lima tenía 640.000 habitantes, que representaban menos del 10% de la población nacional. Hoy viven allí cerca de ocho millones de personas, el 30% de la población del país. Este crecimiento fue acompañado de una gigantesca expansión territorial: millones de habitantes armaron su hábitat en espacios periféricos de carácter residual. Así surgieron las “barriadas” o “pueblos jóvenes”, que generaron la imagen de una ciudad popular, marginal a la Lima tradicional. Esta población no sólo precisa de un techo, también necesita desplazarse para resolver los desafíos de la vida cotidiana. Como en TODAVÍA 53
CIUDADES
Lima la estructura de ofertas y oportunidades laborales permanece concentrada en contados nodos del casco central, los habitantes de las periferias norte, sur y este deben realizar largos viajes hacia el centro. Muchos hombres y mujeres demoran unas dos horas en recorrer los veinte o treinta kilómetros que separan su vivienda del lugar de trabajo. Precisamente por eso resulta prioritario establecer nuevas líneas de transporte entre el centro y los barrios populares. Avenida Riva Agüero El Agustino. Ruta Amarilla. 2007
Los sistemas de transporte son, pues, fundamentales para vivir en una gran ciudad. En el caso de Lima, la organización de la oferta de medios de transporte responde a una fuerte segregación social. Mientras que los sectores con mayores recursos económicos utilizan vehículos privados, el transporte público, que funciona casi en su totalidad de manera informal, se orienta a las clases populares. Este vínculo entre transporte informal y sectores populares es el que nos interesa desarrollar aquí, pues nos permite completar la mirada de Lima. Se trata de verla no sólo como una ciudad edificada, sino como una metrópoli que se mueve a distintos ritmos, y de interrogarnos sobre la viabilidad de su situación actual.
¿barriadas móviles?
Los microbuses, como sistema de transporte informal, surgieron a mediados del siglo XX, de la mano del crecimiento demográfico. Estos ómnibus pequeños, que recorren una ruta autorizada por el municipio, obtienen ganancias en función del número de pasajeros que llevan. Tanto la multiplicación de las rutas de transporte informal como la formación de las barriadas se caracterizaron por la escasa presencia del Estado, cuya estrategia consistió en dejar que los pobres resolvieran ellos solos sus necesidades. Esta característica no cambió en las décadas siguientes, sino que, por el contrario, se agudizó.
En página siguiente: Plaza Francia Centro de Lima. Verano de 2009
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En los años noventa se experimentaron ciertas mejoras en la cobertura del servicio de transporte. La liberalización de las rutas
así como la libre importación de autos de segunda mano densificaron el paisaje de la movilidad en la ciudad. El parque automotor pasó de 400.000 vehículos en 1990 a 900.000 en 2006. El transporte público también aumentó el número de sus unidades, además de ampliar su cobertura horaria, pero se consolidó como un sistema orientado a los sectores populares, ya que la clase media comenzó a viajar más en taxi. La liberalización del transporte también llevó a la eliminación de requisitos para ofrecer el servicio de taxi urbano. En un contexto social con altas tasas de subempleo, muchas personas compraron vehículos de segunda mano para trabajar como taxistas, mientras que otras alquilaban automóviles con el mismo fin. Como resultado de esta política, la cantidad de taxis en Lima ascendió a cerca de 60.000 en 2004 e incluso algunos medios indican que alrededor de 200.000 personas brindan hoy este servicio. Los taxis son uno de los principales responsables de las grandes congestiones que padece la ciudad, pero sus tarifas resultan accesibles para los limeños de clase media, que pagan entre dos y cuatro dólares por trayecto. A ello se suma que los sectores altos de la sociedad utilizan cada vez más camionetas de doble tracción, que ocupan mayor espacio y que, paradójicamente, no han sido diseñadas para el ámbito urbano. Por su parte, las camionetas rurales pasaron a cubrir, junto con los microbuses, más de cuatrocientas rutas, con un total de 21.000 unidades. Hoy son otro de los medios de transporte responsables no sólo de los embotellamientos, sino de muchos accidentes de tránsito. Es curioso que vehículos pensados para el campo dominen la circulación vial metropolitana, con el despilfarro de combustible y la sobreocupación de espacio que esto implica. Por último, y sobre todo en la periferia de Lima, el mototaxi surge como nueva oferta, atractiva en lugares de difícil acceso como las urbanizaciones de los contrafuertes andinos o las calles estrechas de barrios antiguos.
asistimos a una convivencia conflictiva de diversas lógicas de comportamiento, en la que las reglas de tránsito son tan sólo una referencia y no una norma asumida.
la difícil convivencia
La mayoría de las vías de circulación obligan a que este heterogéneo conjunto de vehículos tenga que compartir el espacio. Asistimos, entonces, a una convivencia conflictiva de diversas lógicas de comportamiento, en la que las reglas de tránsito son tan sólo una referencia y no una norma asumida. Los sectores altos pugnan por circular a mayor velocidad ignorando las reglas de tránsito si éstas les impiden su objetivo; esto ocurre en la medida en que asumen estar por encima de toda normativa o, parafraseando una película peruana reciente, sobreentienden inconscientemente que son “dioses”. Por su parte, los conductores de taxis coinciden en anteponer sus necesidades laborales a cual-
quier regla de tránsito existente: detienen con prepotencia la circulación cuando ven la oportunidad de recoger a un pasajero o realizan maniobras temerarias si quieren acelerar el paso. Los microbuses o camionetas rurales circulan lentamente cuando transportan a pocas personas y las recogen en el lugar que éstas solicitan, pero alcanzan velocidades imprudentes si el vehículo de un colega está cerca y compitiendo por nuevos pasajeros. Este panorama se completa con la presencia de empleos callejeros: vendedores ambulantes de alimentos atienden las demandas de los conductores, que suelen a su vez viajar acompañados de un cobrador. Un conjunto de informantes parados en algún lugar anotan la hora exacta en que cada unidad de la línea
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CIUDADES
la ausencia de reglas y la paulatina reducción de aceras vuelven más vulnerable la condición de transeúnte, que termina convirtiéndose en una nueva figura de la marginalidad urbana.
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Abajo: Avenida Javier Prado San Isidro. 9 am. Abril de 2009
Derecha: Calle Ayacucho Mercado Central de Lima. 12 am. Abril de 2009
pasa por donde ellos se encuentran. Este control muchas veces llega a determinar que el chofer acelere o reduzca su velocidad. A ellos se suman los comerciantes que aprovechan para ofrecer, por ejemplo, discos, películas en DVD o libros, muchos de ellos “piratas”. La existencia de vías con un sistema de semáforos pobre y mal regulado, con cruces peatonales o aceras mal diseñados, y con una escasa o poco clara señalización contribuye también a estimular la “inventiva” de los choferes. La policía de tránsito termina abrumada por las faltas a un reglamento que muchas veces se demuestra poco aplicable; se limita entonces a sancionar las contravenciones que estima más graves o, simplemente, a proponer “un arreglo” a los infractores. Así, la manera de conducir en Lima conforma un universo de tácticas que permiten sobrellevar a diario la ausencia de un sistema urbano con reglas de juego claras y legítimas para el conjunto de la población. Por último, no debemos olvidar que el principal usuario de la circulación son los peatones. La ausencia de reglas y la paulatina reducción de aceras vuelven más vulnerable la condición de transeúnte, que termina convirtiéndose en una nueva figura de la marginalidad urbana.
la movilidad como encuentro Los espacios de circulación permiten observar, como pocos territorios, las dificultades de convivencia de una metrópoli diversa y pobre. En este caso, las desigualdades se expresan a través de la segregación en el acceso al uso de medios de transporte, la escasa atención que el Estado brinda a
la regulación y calidad del transporte público, y el poco respeto que existe por el transeúnte, el más vulnerable de todos los usuarios. Sin embargo, estos territorios representan, paradójicamente, la gran oportunidad de construir una ciudad para todos, pues son uno de los escenarios donde coexisten todos los sectores sociales; y no necesariamente unos al servicio de otros. Es cierto que hay conflicto urbano y es innegable que existe una predisposición a la agresión verbal por parte de muchos conductores, pero el estatus social pasa a segundo plano en medio de esa indiferencia agresiva que nos sorprende en calles y avenidas. Si afrontamos seriamente el desafío de establecer normas y reglas de juego claras y legítimas para los territorios de la movilidad, estaremos dando un paso firme hacia la consolidación de una cultura ciudadana en la que se aprenda a aceptar y tolerar las diferencias de la multitud que recorre día a día la ciudad. Nos referimos a ese mar humano esculpido por las migraciones internas que fueron haciendo de Lima su ciudad desde mediados del siglo XX, pero a quienes aún no se quiere reconocer plenamente como limeños, aunque a diario caminen o utilicen el transporte público. Es importante entonces que un proyecto urbano replantee las actuales jerarquías de los medios de desplazamiento, otorgando prioridad al peatón y atendiendo al transporte público antes que al privado. Se trata no sólo de instrumentar una política para enfrentar la congestión y la contaminación ambiental, sino de fomentar que los diferentes sectores aprendan a convivir como parte de una misma sociedad. n TODAVÍA 57
Un PUENTE entre GRANDES y CHICOS
LITERATURA por ana
maria machado
Novelista y ensayista Ilustraciones
lúcia brandão
ana maria machado, miembro de la Academia Brasileña de Letras y ganadora del Premio Internacional Hans Christian Andersen, es autora de libros para niños y jóvenes. Tiene más de cien títulos, de los cuales sesenta fueron traducidos al español.
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odo indica que el primer contacto del niño con la literatura se realiza a través de la poesía y la música. A decir verdad, ése es su primer contacto con el arte. La madre o el padre tararean en voz baja para el bebé que amorosamente acunan en sus brazos, una criatura pequeña a la que intentan calmar con su canto, ayudándola a abandonarse al sueño. Casi siempre, en ese momento el adulto repite melodías que oyó en su infancia y ha guardado en algún rincón de la memoria; sonidos de la época en que era bebé y sus padres y abuelos lo ponían a dormir. Repitiendo el mismo gesto, planta la semilla de lo que ese hijito acurrucado cantará algún día a otros niños que todavía no han nacido. Arrorrós, canciones de cuna, melodías en tono menor: formas universales de poesía popular infantil que inician al recién nacido en la literatura oral que todos heredamos. Y que al mismo tiempo constituyen un momento de intensa afectividad y un acto de transmisión cultural al tender un puente entre las distintas generaciones.
te, llega al remanso de una solución satisfactoria que cumple la función de construir sentido. Esos poemas e historias simples, atesorados en la memoria, acompañarán al individuo para siempre. No sólo como vasto legado cultural subyacente a todo lo que después construirá en su vida, sino también como recuerdo específico del adulto que se los contó. Por mi parte, recuerdo perfectamente quién me introdujo en las diferentes áreas del territorio de los clásicos universales infantiles. Quizá porque, siendo la mayor de muchos hermanos, pude escuchar el mismo repertorio varias veces. Distingo los arrorrós cantados por mi padre o por mi madre. Cuando entono ciertas canciones de ronda evoco sin mediaciones a algunas tías. Determinados juegos e historias folclóricas traen, vívido y nítido, el recuerdo de mi abuela. El repertorio es tan claro que hoy puedo discernir que mi
Luego, a medida que el bebé se desarrolla y el niño crece, los adultos le ofrecen nuevas formas de creación verbal: juegos, bromas, rimas infantiles, adivinanzas, trovas. Y cuentos, muchísimos cuentos, con narrativas ritualizadas del tipo “Había una vez” o “Y vivieron felices para siempre” o “Hace ya mucho tiempo, en un reino muy lejano” o “¿Querés que te cuente el cuento de la buena pipa?”. Cuentos que posibilitan que el pequeño oyente accione sus mecanismos de identificación y proyección. Cuentos en los que ocurren cosas y surgen conflictos que el personaje enfrenta y supera; hasta que al final, tras un momento de tensión culminan-
cuando los niños escuchan historias o leen cuentos reciben parte del rico patrimonio de la humanidad. y a través de esos relatos proyectan deseos, se identifican con otros, enfrentan sus miedos. TODAVÍA 59
LITERATURA
madre solía contarme cuentos de Grimm y el de Caperucita, mientras mi padre –libro en mano, mostrándome las figuras y resumiendo las aventuras– me presentaba a Don Quijote, Gulliver, Robin Hood y Robinson Crusoe. Los puentes que construyeron mis padres entre su generación y la mía fueron tan sólidos y tan útiles que años después pude emplearlos para cruzar nuevamente el río del tiempo hacia las orillas donde estaban mis hijos o mis nietos. Por lo tanto, es inadecuado pensar que, por formar parte de la tradición folclórica –creación anónima y colectiva– o estar conformado por elementos literarios aparentemente simples, ese primer contacto con la poesía y las historias tradicionales sea limitado, no deje marcas o sólo permanezca en la superficie, entre un conjunto variopinto de recuerdos afectivos y rasos. Por el contrario –como lo comprueban todas las culturas y las obras de tantos grandes autores (James Joyce, con su Retrato del artista adolescente, es sólo uno de ellos)–, esas raíces calan hondo: penetran con fuerza en la tradición nacional en busca de savia y alimento para futuros árboles frondosos, capaces de derramar su sombra sobre áreas vastas y de nutrir con sus frutos a numerosas generaciones venideras. Los elementos básicos de la forma poética –rima, aliteraciones, paralelismos– ya aparecen en esas primeras manifestaciones, que muchas veces se constituyen en finos y sofisticados modelos. Durante el mismo proceso, el contacto con los elementos fundamentales de la lógica narrativa se consolida –a manera de brújula de las grandes navegaciones literarias que ofrecerá el futuro– en la práctica de con-
tar y escuchar cuentos. La fuerza metafórica de muchas de esas imágenes establece, desde el inicio mismo de la vida cultural, un universo onírico densamente poblado de figuras que no siguen la lógica directa y objetiva de lo cotidiano, sino que desde un comienzo presentan la posibilidad paralela de una dimensión más amplia para el espíritu humano. Un territorio no pasible de ser reducido a su materialidad y que, por el contrario, exige vuelos más abs tractos por espacios ilimitados, que más adelante serán habitados por la invención, el arte y la filosofía. Inmediatamente después de la literatura oral se produce el encuentro físico con los libros, que también puede darse a edad temprana. Desde muy pequeños, a los niños les encanta ver figuras, descubrir en ellas particularidades y conversar sobre lo que están viendo. Y por supuesto, escuchar las historias que esas figuras ilustran. En este proceso los pasos son rápidos. Más allá del gusto por las repeticiones y la seguridad que produce escuchar de nuevo una historia conocida, niñas y niños también sienten gran predilección por las novedades. Los adultos, por su parte, pueden ponerlos regularmente en contacto con libros nuevos. Acostumbrarlos a visitar bibliotecas y librerías con regularidad es una excelente idea y una práctica formadora de hábitos que los acompañarán durante toda su vida. De este modo el niño recibirá –por sobre todas las cosas– algo a lo que todo ser humano tiene derecho: la parte que le corresponde del rico patrimonio cultural que la humanidad ha venido construyendo desde hace siglos. Además, el contacto con la literatura ampliará poco a poco sus ho-
rizontes y construirá bases firmes para el conocimiento. Las narrativa de ficción posibilita que los niños tomen contacto con otras realidades distintas de la suya y vivencien cosas muy di ferentes de aquellas que su vida cotidiana les ofrece. Eso les permite proyectar temores y deseos, y adquirir experiencias emocionales que los ayudan a crecer –dándoles la posibilidad de salir de sí mismos y trascender sus límites individuales–. Y también propicia oportunidades para que se identifiquen con otros y sientan solidaridad y compasión, admiración y cariño por personas que no conocen –personas que muchas veces son imaginarias, meros personajes, aunque no por eso provocan emociones menos intensas. O los conduce a enfrentar miedos, vergüenzas y otros sentimientos difíciles sin tener que experimentarlos en la realidad. Ésa es la posibilidad magnífica, casi mágica, que la literatura ofrece a todas las personas. Una posibilidad que, vivida desde la infancia, puede representar una serie de puertas abiertas para el pleno florecimiento emocional e intelectual. Los lectores pueden vivir toda clase de sentimientos de manera simbólica y trabajarlos internamente para ser más felices. El lenguaje simbólico permite vivir varias vidas con intensidad afectiva, lo que –además de ser una excelente oportunidad de adquirir información y construir conocimiento– constituye un beneficio invalorable para el individuo. Todo niño tiene derecho a esa experiencia. To do adulto tiene el deber de colaborar y hacer su parte para que así ocurra. n Traducción Teresa Arijón
esos poemas e historias simples, atesorados en la memoria, acompañarán al individuo para siempre. no sólo como vasto legado cultural subyacente a todo lo que después construirá en su vida, sino también como recuerdo específico del adulto que se los contó. 60 TODAVÍA
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MĂšSICA por idelber
avelar
Profesor de la Universidad de Tulane, Estados Unidos Fotografias
federico lo bianco
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a mediados de la década del ochenta, y sin ningún diálogo con la música popular brasileña, el heavy metal se diseminó por minas gerais. sepultura fue la banda líder de esa movida que, en los últimos años, paradójicamente, permitió derribar barreras entre el rock y la música nacional.
S
on poco conocidos algunos hechos que vinculan de manera oblicua los orígenes del heavy metal brasileño a la historia política del país. En 1985, mientras el Congreso elegía el primer presidente civil después de dos décadas de dictadura, la Música Popular Brasileña (MPB) atravesaba su primera gran crisis de legitimidad. Esa crisis se sintió particularmente en Minas Gerais, donde Milton Nascimento, cantautor de potentísima voz, era su figura más representativa. Un año antes, en 1984, su canción “Coração de Estudante”se había trans-
formado en una suerte de himno extraoficial, no sólo de la lucha por las elecciones directas, sino también, curiosamente, de la coalición liberal-conservadora de Tancredo Neves y José Sarney, que terminó traicionando esa bandera. Había quedado ya lejos el trabajo anterior e ineludible de Milton –obras maestras como Travessia (1967), Milton Nacimiento (1969), Minas (1975) y Geraes (1976)–, que combinaba la tonada de Minas Gerais, el jazz post-bebop, el rock de los últimos Beatles, la nueva trova hispanoamericana, las conquisTODAVÍA 63
MÚSICA
Si bien el satanismo fue parte del repertorio de muchas bandas de death metal en todo el mundo, en el caso de Sepultura, dialogaba de manera singular con su contexto: la ciudad ultramoderna pero aún semiprovinciana de Belo Horizonte, localizada en la (entonces) fuertemente católica provincia de Minas Gerais.
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tas de la bossa nova y los motivos folclóricos brasileños como la Folia de Reis (Fiesta de Reyes). Durante la dictadura, Milton había expresado las esperanzas y los miedos de la clase media, convencido de que detrás del catolicismo de Minas Gerais, tradicional y conservador, existía un sentimiento fraternal de solidaridad. “Coração de Estudante” es una versión diluida –entumecida por el populismo musical– de esa propuesta. Para entonces, la juventud brasileña comenzaba a abandonar masivamente la preferencia por la MPB. En aquel 1984, a pocas cuadras de distancia del mítico “Club de la Esquina” de Milton –en el cruce de las calles Paraisópolis y Divinópolis, en Belo Horizonte–, cuatro adolescentes con dos guitarras, un bajo y una precaria batería sostenida por un palo de escoba, formaban Sepultura, la banda brasileña de rock pesado más exitosa de la historia. Sin ningún diálogo con Milton, el ascenso meteórico del thrash metal de Sepultura fue el síntoma de la crisis de legitimidad que vivía la música del cantautor. Irónicamente, Sepultura haría de la iconografía religiosa de Minas, que Milton trataba aún con reverencia, la base de una inversión hereje y satánica. Si bien el satanismo fue parte del repertorio de muchas bandas de death metal en todo el mundo, en el caso de Sepultura, dialogaba de manera singular con su contexto: la ciudad ultramoderna pero aún semiprovinciana de Belo Horizonte, localizada en la (entonces) fuertemente católica provincia de Minas Gerais. A diferencia de lo que ocurre en otras provincias que tienen ritmos o géneros específicos, lo que caracteriza la mejor música de Minas es la sofisticación de su trabajo armónico sin importar el género. En Bestial Devastation (1985) y Morbid Visions (1986) Sepultura aún replicaba fórmulas básicas del death metal del grupo norteamericano Slayer. Después de Schizophrenia (1987) –una crónica angustiada de la alienación social–, en Beneath the Remains (1989) comienzan a insinuarse algunas de la líneas de lo que sería el trabajo posterior. Beneath se convirtió rápidamente en objeto de culto en Europa. Integraban
entonces la banda los hermanos Max (voz y guitarra) e Igor Cavalera (batería), Paulo Jr. (bajo) y Andreas Kisser, un guitarrista de enormes recursos técnicos, enraizado en la tradición del blues. Cuando Sepultura lanzó Arise (1991) ya había logrado una dimensión internacional inédita en el rock brasileño. Sepultura fue la punta del iceberg. A partir de su aparición en los años ochenta, el metal se diseminó por Belo Horizonte hasta hacer de esta ciudad una suerte de capital nacional del género. Sepultura, Sarcófago, Sagrado Inferno, Holocausto, Chakal, Morg, participaron en una o en ambas ediciones del BH Metal Festival y muchas de esas bandas pudieron grabar su primer disco. Cogumelo Records, fundado en 1980, pasó a ser el primer sello brasileño de heavy metal. A la vez, Liberdade FM, en Belo Horizonte; la Fluminense, en Río, y, en San Pablo, la 89 rompían el bloqueo contra el metal en la radio. Un mar de fanáticos de camisetas negras invadió Río de Janeiro –cuya juventud siempre se inclinó hacia otros géneros, como el Black Rio, el pop y el funk– para el gigantesco festival Rock in Rio de 1985, en el que se destacó el metal de Iron Maiden, Scorpions, Ozzy Osbourne, White Snake y AC/DC. En la década del noventa, en parte por la influencia de Chico Science y el movimiento Mangue Beat de Recife, Sepultura comenzó a modificar su relación con los sonidos nacionales. La banda, que siempre había sido el símbolo de la anglicanización de la música joven, revisitó ritmos brasileños no canónicos, no asociados tradicionalmente a la nacionalidad, como el canto/percusión indígena de Mato Grosso o la música afroatlántica de Bahia. Especialmente en Roots (1996), pero también de manera embrionaria en Chaos A.D. (1993), Sepultura releyó la nación oblicuamente. Sometió esos ritmos al fuerte influjo de un metal de percusividad original y sorpresiva que fue posible por la madurez de Igor Cavalera, sin duda uno de los grandes bateristas de la época. Roots fue la obra maestra del trabajo de los hermanos Cavalera con Andreas Kisser y Paulo Jr. Poco después, TODAVÍA 65
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Variaciones, síncopas y contratiempos inspirados en géneros afroatlánticos y brasileños entraban en sorpresivo diálogo con el heavy metal.
Max Cavalera abandonó la banda y fue sustituido por el afroamericano Derrick Green. En la tapa de Roots se veía el grabado de un indígena en posición altiva, retratado desde un ángulo superior, sin nada que recordase los escenarios del death y del thrash metal. La guitarra de Andreas Kisser, cuyas líneas de fuga habían sido clave en poderosas canciones de protesta de Chaos A.D., como “Territory” y “Propaganda”, ahora dialogaba con el funk y otros géneros de la llamada Black Music. Variaciones, síncopas y contratiempos inspirados en géneros afro atlánticos y brasileños entraban en sorpresivo diálogo con el heavy metal. Y con “Ratamahatta” la banda grababa por primera vez una canción en portugués. Además de la tradicional sección rítmica, de las guitarras distorsionadas y las voces guturales propias del metal, “Ratamahatta” incluía en la introducción grabaciones de un canto de la tribu xavante (realizadas durante la larga estadía de la banda con los indígenas) y un ensamble de percusión con surdos (los gigantescos tambores de volumen fuerte y sonido grave que se usan en el samba y en otros géneros afrobrasileños), latas, djembes, tambores redoblantes y tanques de agua. Después de este comienzo, un canto xavante sobre una base de percusión simple, en 2/4, empieza a generar expectativa por la entrada del metal, pero el silencio la interrumpe. Enseguida reaparece y se vuelve a frustrar esa expectativa, cuando el percusionista afrobrasileño Carlinhos Brown, que colabora en este tema, introduce una frase oriunda del ritmo maracatu con sus tambores. Recién a los treinta segundos entran las guitarras de Max Cavalera y Andreas Kisser interpretando frases melódicas de heavy metal. El bajo y el tambor redoblante siguen dictando el ritmo y durante diez segundos la canción combina tiempos del maracatu y del heavy metal. Luego, a los cuarenta segundos, Max empieza a intercalar voces guturales en los intervalos de los beats, hasta que finalmente el ensamble metálico se reúne con toda la fuerza cuando arranca la potente batería de Igor Cavalera en tiempo 4/4. Después de un minuto, dos 66 TODAVÍA
de las más ricas y fuertes máquinas de percusión de la música brasileña –toda la herencia afroatlántica de Carlinhos Brown y el rapidísimo thrash metal de Sepultura– ya se encuentran en un diálogo polirrítmico no sólo muy original, sino también de profunda significación política y étnica. La letra está cantada en formato llamada y respuesta, típico de las formaciones musicales provenientes del África. La reiteración de sustantivos como biboca / garagem / favela / fubanga / maloca / bocada que tienen el mismo patrón silábico y se asocian a la experiencia de las capas más pobres de la población refuerza el tono político. En el lado B, se introduce una nueva estrofa en llamada y respuesta que menciona a héroes populares antihegemónicos, como Zé do Caixão, Zumbi, Lampião. En un tour de force de más de cuatro minutos, “Ratamahatta” reinscribe todo un mapa de lo nacional. La dialéctica que establece a partir del diálogo entre formas musicales afrobrasileñas y el heavy metal sugiere una relectura emancipatoria de la nacionalidad. Se superan así las barreras que habían dividido la música brasileña en las décadas inmediatamente anteriores, en especial aquellas que separaban la música nacional y la música joven, el rock y la música negra. En su última etapa, con Derrick Green como cantante, Sepultura lanzó Nation en 2001, Revolusongs en 2002, un EP de covers, Roorback en 2003 y, en 2006, Dante XXI, un álbum conceptual basado en la Divina Comedia. Con quince millones de discos vendidos se convirtieron en los músicos brasileños más reconocidos internacionalmente. Hoy en día son una referencia indiscutida en el heavy metal, género que continúa arrastrando multitudes en las metrópolis brasileñas, aun cuando sean visibles los efectos de su incorporación al statu quo del supermercado pop. n
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ARTE por valeria
gonzรกlez
Historiadora de arte, Universidad de Buenos Aires
EL RASTRO DE LOS Dร AS Dibujos y acuarelas de Jorge Macchi
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alvo la imagen de un perro dormido, y quizás la de un insecto, los dibujos de Jorge Macchi evitan demorarse en la plasticidad de las tintas. Van directo al punto, como si fueran ideogramas de su universo mental. No sólo el estilo gráfico, también el procedimiento imaginario es voluntariamente sencillo: basta con el recurso surrealista de la asociación libre. Un paisaje encerrado en el filo de un cuchillo, una olla que contiene el universo, una sierra que se hiere a sí misma, una pileta
azulejada en el interior de un piano de cola, árboles que se ramifican como mapas de carretera, como cornamenta de venado, como manos, como mangos de herramienta, como fósforos apilados o tentáculos de medusa. Si el título de su libro Block alude a algo marginal, como un cuadernillo de notas sueltas de un conocido novelista, debemos agradecerle que nos recuerde eso que puede perderse de vista frente a la eficacia y el rigor de sus “grandes” obras. Imagen, procedimiento y concepto se TODAVÍA 69
ARTE
articulan en los trabajos de Macchi con tal coherencia que corremos el riesgo de olvidar la metáfora poética que les da origen. Que alguien haya visto la similitud entre una necrológica del diario y los nichos seriados de un cementerio quizás esté más a nuestro alcance que evocar el momento en que Macchi, bajo la gloria barroca de un antiguo oratorio veneciano, imaginó a un simple mortal empeñándose en saltar para alcanzar el cielo. Ese instante en que lo contundente puede ser resumido en una simple frase es lo que reflejan estos dibujos. Me atrevería a calificar de autorretrato a uno de ellos, aquel donde un hombrecito concentrado en la lectura de su libro está encerrado adentro de un riñón. ¿Puede la pasión intelectual alojarse en las entrañas? La potencia de cada ser, dijo Spinoza, se expresa en su capacidad de ser afectado, de componer su propio mundo relevante. La pregunta ética sería: ¿qué es lo que usted considera importante? Los dibujos de Macchi podrían definirse como un muestrario de los objetos de su afección. Relojes, calendarios, abecedario, patrones métricos, partituras, mapas, herramientas, instrumentos musicales. Como en el sistema matemático o en los sueños, un número discreto de signos se revela capaz de combinatorias infinitas. Una cosa elemental, como un fósforo, puede contener la cifra de toda existencia: la promesa de arder e iluminar al costo de su propia extinción. La decisión 70 TODAVÍA
de Jorge Macchi de publicar sus dibujos es valiente como toda confesión. Su obra, finalmente, se nutre de la misma y única fuente universal: la sexualidad y la muerte. Globos, chorros, derrames, un sifón, sombras, pelos alargados, un volcán. Figuras humanas y objetos animados expiden fluidos, muestran su interior. Se entrelazan, se traban unos con otros, o con su propio reflejo. El espacio inmaterial de las relaciones, los sentimientos, la temperatura, las ondas sonoras, cobran forma también, como en la madeja de líneas que liga dos atriles o las salpicaduras sanguíneas que emanan de dos sillas enfrentadas o las dos cabezas humanas en los puntales de un mango de
sierra curvo, que comienzan vociferando cara a cara y terminan dándose la espalda, indiferentes. No se trata de bocetos. No sirven para reconstruir el proceso de creación de otra obra, ni depende su sentido final de algo externo a ellos mismos. No son medios instrumentales. El valor de estos dibujos es que precisamente testimonian un tiempo de imaginación, tarea y pensamiento flotantes, desligados de un objetivo productivo. Si, a diferencia de otras profesiones, el artista es todo el tiempo artista ¿qué significa su tiempo “libre”? Machi no se presenta aquí como hacedor, nos deja espiar los rastros de sus días. n
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jorge macchi Artista visual. Nació en Buenos Aires en 1963. Cursó estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Realizó exposiciones en el Museo Blanton, Austin, Texas (USA), en el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, Santiago de Compostela (España), en la Universidad de Essex (Inglaterra), en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Argentina) y en el Museo de Arte Contemporáneo de Amberes (Bélgica). Participó de las bienales de La Habana (2000), Porto Alegre (2003 y 2007), Estambul (2003), San Pablo (2004) y Venecia (2005). En 2000 recibió el premio Banco de la Nación Argentina y en 2001 la beca Guggenheim. Entre 1994 y 2002 realizó varias residencias en el exterior. Vive y trabaja en Buenos Aires. 74 TODAVÍA