Gabriel Atiles Bidó

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Gabriel Atiles Bidó | Museógrafo - Arqueólogo

LA GASTRONOMÍA de la ciudad de santo domingo

en la literatura 1875 - 1916 GABRIEL ATILES BIDÓ Museógrafo - arqueólogo

“Lo que el pueblo come, retrata su historia y su psicología” Arturo Uslar Pietri El presente estudio, es la síntesis de un trabajo de investigación de un período específico de la historia, usando como plataforma la literatura, principalmente tres obras literarias que son fiel retrato de la sociedad de Santo Domingo de los años finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Nos referimos a La sangre (1914), de Tulio M. Cestero; Eugenio Sapote (1938), de Enrique Aguiar y Navarijo (1956), de Francisco Moscoso. Las tres obras, son el retrato de la vida económica, política y social de la ciudad de Santo Domingo y es un aporte de este estudio para la memoria de nuestra gastronomía.


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Elegimos el período de 1875 a 1916, especialmente, porque es la separación definitiva de Santo Domingo de España. Con la Restauración, en 1865, comienza el desarraigo de las costumbres españolas, empujadas por el desarrollo de la industria azucarera y la influencia de las oleadas migratorias de culturas tan desiguales como: Árabes, italianos, franceses, ingleses de las islas, norteamericanos, chinos, judíos, alemanes, cubanos, puertorriqueños y haitianos. En ese período se establecen incipientes políticas agrícolas, hay un desarrollo del comercio y comienza el concepto de modernidad en la mentalidad del dominicano. En esa época, recetas de platos dominicanos son incluidos en los recetarios y libros especializados de cocina en Europa (1881). En el país comienza a socializarse en los sitios públicos la comida como elemento central; se instalan en nuestras ciudades restaurantes franceses y son notorios los platos canarios y dulces cubanos, expendidos desde ventorros o tarantines. En revistas y diarios dominicanos se insertan recetas de cocina, aparecen los diseños publicitarios con atractivas ofertas de comida en restaurantes y café de la ciudad. Se hace notoria la aparición de ciertos platos, y algunos son distinguidos como los platos italianos o los franceses y comienza una norteamericanización del comercio. Una buena fuente de informaciones y estudio puede ser el comercio, pero desafortunadamente, los aspectos más íntimos del desarrollo de esta actividad en el siglo XIX como la pulpería y el ventorro o ventorrillo no están suficientemente documentados, situación que subsana la literatura. En gastronomía estos aspectos son tan importante y determinante que según J. Peynado:

importar arroz de los países del norte era más barato que traerlo en mulo de la sabana del Guabatico. Según Juan Ramón Abad (1888), una serie de productos de la gastronomía universal, se conocía y se producía correctamente en nuestro suelo y clima, pero no se consumían por dos razones fundamentales: primero, porque no había quién los cosechara y segundo, porque no había demanda de ellos.

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El desarrollo de la industria del azúcar no solo restó mano de obra a la agricultura sino que destinó amplias zonas de cultivos tradicionales, para la caña de azúcar, terrenos que antes eran dedicados a la agricultura de sustento, especialmente el conuco de autoabastecimiento y la fruticultura.

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La inconstancia política, el caudillismo y la improvisación no permitían la implementación de políticas de desarrollo a largo plazo y por tanto de un desarrollo sostenido. Las primeras medidas agrícolas de importancia en esos años fue la importación de granjeros europeos para las llamadas granjas de cacao, como consecuencia de esto, en pocos años estaba asentada en la costumbre del dominicano la ingesta de chocolate, se masificaron las fábricas y las chocolaterías y se creó una figura, el chocolatero. La llegada masiva de migraciones para trabajar el sector del azúcar efectivamente importó muchos elementos culturales, especialmente en conocimiento y uso de plantas y elementos no tradicionales para la cocina local, pero su mayor impacto fue en el plano de lo mental, en el mercado, en la introducción uso y demanda de ciertos productos. El auge económico de poblaciones como San Pedro de Macorís y la creación de un comercio paralelo al tradicional de la ciudad, desmotivó al campesinado que venía proverbialmente a las ciudades a realizar sus compras y traer sus productos, la creación de estos focos de abastos deprimieron el comercio, acostumbrado a los abastecimientos naturales del campesino y obligó al comercio de las ciudades, explorar nuevos productos, mejor presentados y económicamente más atrayentes vía la importación. El desarrollo de la industria del azúcar no solo restó mano de obra a la agricultura sino que destinó amplias zonas de cultivos tradicionales, para la caña de azúcar, terrenos que antes eran dedicados a la agricultura de sustento, especialmente el conuco de autoabastecimiento y la fruticultura. Estos rubros fueron gradualmente sustituidos o desapareciendo, creándose un vacío de oferta

de ciertos productos tradicionales y para autores como Eugenio María de Hostos o José Ramón López, pobreza. A propósito de este último autor y su obra La alimentación y la raza, de la cual hablaremos más adelante, su estudio no se centra en la disponibilidad sino en el uso y su área de enfoque, que es más bien el rural y no el citadino. Pero volviendo a las causas de cambios en los hábitos alimenticios de la ciudad, otro factor importante fue el crecimiento demográfico, entre los años de 1875 y 1882. Santo Domingo era una ciudad de 14,000 habitantes, distribuido en más o menos tres mil casas y en unos cuantos sectores, en pocos años la ciudad fue creciendo empujando terrenos cercanos a la ciudad dedicados tradicionalmente al pastoreo y agricultura hasta convertirlos en barrios marginados de la capital. Las regulaciones de la caza de paloma en la ciudad, se observan en las descripciones de restaurantes como el Vaticano, que servían el plato ”locrio de paloma” cumpliendo las leyes de veda. La regulación de la cacería no buscaba proteger las palomas, que por abundante oscurecían el cielo a su paso por el Cementerio Católico rumbo a Güibia, sino que buscaba sacar el tiroteo de la ciudad. La consecuencia fue, sin embargo, eliminar “para siempre” de la oferta gastronómica de la ciudad, dos platos tradicionales: la paloma guisada y el grasoso locrio de paloma. Algo similar pasaría con las regulaciones sanitarias para la cría de cerdos, cabras y chivos en los patios de la ciudad colonial, pero el factor determinante fue la modernidad en esos años. Miles y miles de tareas de árboles eran sacrificados para mantener la combustión de los hogares,


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vía el carbón y la leña; la economía de esos días era movida por tracción animal: caballos y borricos. Dice don Francisco Veloz: “la gasolina de esos tiempos era la yerba” Estas interacciones mantenían la economía local y en su articular se movían los ejes de costumbres de cientos de años. La llegada de la estufa amenazaría la industria del carbón, la electricidad y el refrigerador; cambiaron para siempre costumbres que constituían elementos de nuestra idiosincrasia y que quedaron reflejadas en este estudio como parte del folclor de la culinaria dominicana. El cambio no solo era físico sino también en lo mental. El cambio de la combustión de la leña y carbón al de gas licuado de petróleo para cocinar, necesariamente alteró el sabor de ciertas comidas tradicionalmente preparadas con carbón o leña e imposibilitó la preparación de ciertos platos, como el tradicional plátano asado, preparación que requería la ceniza o al rescoldo de las brasas y ausentó de la mesa ciertos platos cocinados a la brasa o el bucán. En este período para mejor conservación y manejo de la carne, era necesario convertirla en tasajos, cecina, carne curada, ahumada o salazones de las cuales se preparaban platos tradicionales y específicos, y que fueron desapareciendo por la disponibilidad de almacenaje, y de la refrigeración. La llegada de este invento (la nevera) no solo alteró la demanda de estos productos sino, que fue relegando a lugares más apartado de nuestra geografía la industria artesanal, encargada de dichos procedimientos de conservación y por ende los platos que se preparaban con ellos. Para otros productos salados como arenque, bacalao y macarela, su permanencia quedaría asegurada por las celebraciones cristianas que

Cultivo de caña 1914

aseguraban su consumo. La ingesta de aves producto de la cacería, común en las zonas cercanas a la ciudad y la crianza de corral de los barrios, se irían ausentando por el impacto demográfico y por las regulaciones que fueron imponiéndose. Desaparecieron poco a poco platos tan tradicionales como el arroz con pollo, el caldo de gallina criolla y la gallina rellena, plato recurrente de las fiestas de Navidad. El cambio de costumbres, fue a todos los niveles, un ejemplo de ello fueron las observancias religiosas, estos ataques fueron debilitando ciertas costumbres y acatamientos religiosos, dando apertura a la tolerancia y con ella al cambio de las estrictas costumbres que también estaban presentes en la comida. En esos días, por ejemplo, no se consumía nada de origen animal de una forma tan rígida que en cuaresma se usaba leche y manteca de coco para preparar las comidas para no usar las de origen animal. ¿Por qué usamos de la literatura para estudiar la gastronomía? En nuestra literatura, la historia es el personaje central y también es el escenario donde gravita la vida nacional. Para entender

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Canoas cargadas de petaca de carbón y yerbas. Imágenes de ayer. Bernardo Vega. AGN

nuestra gastronomía es preciso revisar nuestra historia, sin embargo la historiografía en sí misma no registra la vida cotidiana ni este tipo de eventos, por ello para su estudio, afortunadamente tenemos como recursos la literatura, ya que ventajosamente como está demostrado, en nuestras letras existe ese matrimonio indisoluble entre la historia y la narrativa, dejando muy poco campo a la ficción, encontrando en ella (la literatura) la vida cotidiana en todo su esplendor. Las tres obras literarias que escogimos para este estudio, son tres visiones de la historia de la vida cotidiana de la ciudad de Santo Domingo, adentrarnos en la literatura de esa época, es descubrir la compleja estratigrafía de la ciudad. Ese período contó con tres principales centros sociales: El Club Unión, que sus principales actividades consistían en organizar bailes y fiestas entre sus socios, entre los que se llamaban “la crema de la sociedad”; El Casino de la Juventud, fundado en el mes de agosto de 1900, fue algo

más liberal y trascendente en nuestro medio, no fue tan cerrado como el Club Unión y la tercera de estas sociedades fue el Club de Artesanos e Industriales, fundado el 3 de febrero de 1907 y constituido principalmente por gente modesta y trabajadora que se dedicaba a determinados oficios o a modestas industrias. Los clubes, cual que fuera su categoría, contaban con un ambigú, o sea una cantina en donde se servían las bebidas. Muchos investigadores de la sociedad dominicana del siglo XIX llegan a crear categorías para los ciudadanos por el lugar en que residen dentro de la ciudad. Alemar define la ciudad dividida por sectores, Por el norte: La fajina, El Polvorín, San Lázaro, San Miguel, San Antón, Santa Bárbara; en el centro: La Catedral, Santa Clara, las Mercedes, y el Convento; por el oeste: el Navarijo y por el Sur, la Misericordia y Pueblo Nuevo. Cada barrio constituía una parroquia y contaba con su correspondiente alcalde. En las tres novelas se identifican las diferencias de estas clases sociales y por supuesto los hábitos alimenticios. La primera obra, la novela La sangre, describe la vida durante la tiranía de Lilís, los muchachos en el San Luis Gonzaga y los vaivenes económicos de sus personajes, producto de la política. La distribución social de Damirón nos sugiere que en La sangre, de Tulio Manuel Cestero, estarán los personajes de primera, los que tienen incidencia en la vida política del país, los que van o aspiran a pernoctar en el Club Unión, en el teatro y en la vida intelectual y económica de la ciudad. En el aspecto gastronómico, la novela La sangre representa un documento invaluable ya que reconstruye la vida en el internado San Luis Gonzaga, las preferencias de la clase acomodada


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por las comidas y las descripciones pormenorizadas de algunas locaciones, como por ejemplo el desayuno. Otro aporte invaluable de este autor es la comida de los presos en la fortaleza Ozama (la cantina) con todos los pormenores de entrada y salida. En sus páginas se encuentran también la primera mención del plato que llamamos “bandera”, como también se encuentra la primera mención del plato que se llamaba “la mixta”. La segunda obra, Navarijo, que inicia desde 1879, según su autor, año en que Juan Elías Moscoso, instala una pulpería en la calle El Conde entonces conocido como el barrio Navarijo, según la geografía de Alemar más que un barrio era en realidad un tramo de la calle El Conde. El Navarijo es la clase de segunda, representados por los dueños de pulperías o emprendedores del comercio, sus personajes estarán atizados por las presiones económicas. La riqueza temática del autor no puede ser igualada, ya que combina las descripciones de las provisiones hasta la intimidad de la preparación final, ofreciendo detalles de la clase media y de los modos de vida de la ciudad desde una óptica del comercio. Combina este autor la vida cotidiana de su infancia con los recuerdos de adulto, en una perfecta composición de añoranzas de ciertos platos y de ocasiones especiales como la Navidad, Semana Santa o reuniones familiares. Es un logro para la gastronomía dominicana, como describe este autor, la inocultable preferencia de la ciudad por los dulces. La tercera obra es Eugenio Sapote de Enrique Aguiar, autor que usa como escenario la ciudad de Santo Domingo, especialmente el barrio de la Misericordia, para pasear las peripecias de su personaje “Sapote” una especie de Dorian Grey

tropical, donde lo picaresco y el tigueraje los sitúa en la parte afuera de la ciudad, atribuye las cualidades negativas que conforman a Sapote, a la migración de la cual es producto su personaje. El autor Aguiar, tiene la coincidencia con otros autores, de reflejar conocimiento cabal de la vida social secreta del barrio de la Misericordia, sitio de locrios nocturnos y sancochos misteriosos, una vida urbana secreta, llena de tarantines y friquitines donde nos dice que en ellos se vendía el “Mafongo”, también primera mención de este plato. Los tres autores, demuestran ser reflejo de una transición del siglo XIX al siglo XX, en sus páginas hay nostalgia de cosas que vieron al nacer y crecer y que fueron desapareciendo antes sus ojos con los cambios sociales en los que sin saberlo ellos mismo eran parte integral. Parte de esa visión de estas obras recoge la vida cotidiana: En la ciudad, según ellos, había varios puntos comerciales, donde se reunían todas las clases sociales, una de ellas era el Mercado, la Plaza Vieja o Mercado Antiguo, La visión crítica de Damirón lo retrata como el sitio de reunión de cuantos se reúnen o porque comen muy bien o porque comen muy mal, y gustan de escoger con su propia mano lo que sea necesario para el menú del mediodía. Según estos autores, allí concurría Monsieur Gousard, experto y famoso por su fino olfato, además Monsieur Filipo, dueño entonces del Hotel Francés. El hábito de seleccionar personalmente las carnes y las mejores viandas que habría de lucir sobre los blancos manteles de sus casas solariegas, era tenido como formas de un verdadero chic en la sociedad de la época. El otro mercado era la llamada Plaza Nueva, situada en la calle Mercedes, más o menos donde estuvo por muchos años la Funeraria Blandino.

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El mercado de la playa Ozama era abastecido por los campesinos que vivían a orillas de los ríos Ozama e Isabela y empleaban canoas indígenas hechas de un solo tronco, para el transporte.


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La comida era procesada desde la estructura de la pulpería, y de allí se podía saber qué se cocinaría en tal o cual casa “a diario entraban muchachas y muchachos con sus macutos a comprar la comida -Dos libras de arroz, -decían.

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El otro punto de interés era el mercado del Ozama, conocido como la playa, cercano a La Ceiba de Colón, situado al norte del puerto de la capital, era un lugar de mala muerte, poblado de casuchas que se dedicaban a los cafetines y lupanares. En el mercado había otras construcciones donde estaban las casillas principales del comercio establecido en la misma Playa, Mientras unas, las más pequeñas, con sus mostradores eran en las que vendían desayuno y comida todos los días. El mercado de la playa Ozama era abastecido por los campesinos que vivían a orillas de los ríos Ozama e Isabela y empleaban canoas indígenas hechas de un solo tronco, para el transporte. Allí se compraba muy barato. “en petacas el carbón, guandules, caimitos, cajuiles, guayabas, tamarindo, yuca, batatas, caimoní, totumas, jinas, berenjenas, zapotes, mameyes, etc. Pero el verdadero significado del mercado del Ozama lo ofrece Veloz Molina: “El comercio de La Playa era mayúsculo, pues mientras los campesinos atestaban dicho mercado con una infinidad de artículos para el consumo diario de la ciudad, como partidas de cerdos vivos, tocinos envueltos en yagua de palma, lo mismo que cecinas”. Otra fuente asegura que: “los campesinos de Los Mina, entre las cosas que traían, el casabe era el mejor de cuantos se elaboraban en la época y cuya fama duró por mucho tiempo” Otros de los puntos de abasto de la ciudad era el viejo Matadero municipal. Para 1885 el matadero público era un deficiente y viejo edificio a orillas del mar y la matanza se hacía por el procedimiento más rudimentario. Cerca de allí estaba “El Tripero”, nombre que tomó porque hubo un tiempo que la gente que traficaba con

los mondongos de las reses que se sacrificaban en el Matadero, los iban a lavar a ese sitio, “El Tripero”, fue el mejor baño del litoral y era excelente sitio para destripar los tiburones que se pescaban cerca de allí. Del Matadero la carne de res era llevada en carreta a los mercados de la ciudad, pero otras parte de las reses eran buscadas y encargadas con meses de anticipación, especialmente por gentes que compraban y vendían mondongo, otras partes de la reses eran muy apreciadas, especialmente asaduras, rabos, carne que le llamaban menudencia de gallina. La proximidad del Matadero, surtidor único de ciertos artículos, permitió que se hicieran legendarios en la zona ciertos platos clásicos como la asadura, el liviano y el mondongo. Otro aspecto importante de estos autores serán las descripciones del comercio: Las pulperías variaban una de otras en cuanto al inventario, algunas las había de mejor calidad, por los productos importados de países europeos y asiáticos. El arroz “canilla”, que venía de Rangoon y el valenciano eran de lo mejor; las habichuelas ponpadour, grandes y sabrosas; el petit salé francés para sazonar las comidas, de inmejorable calidad, las papas norteamericanas. Recuerda Moscoso “Veía el azúcar pardo, el rincón donde estaba el maíz, el sitio de los quesos de Flandes y de Patagrás. Por fuera del mostrador destapaba, el barril de macarelas, el de la carne del Norte y del bocoy de bacalao” Las pulperías tenían una suerte de vida secreta en que los personajes populares iban a emborracharse en los mostradores, situación por la cual las mujeres casadas nunca iban a las pulperías, dejando esta actividad de compra a los muchachos y a las empleadas domésticas,


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Escena en el mercado 1914

quienes aprovechaban los mandados para verse con sus interesados admiradores. En ese transitar de la cotidianidad, dice Moscoso que: “Eran muchas las fundas de listado que se llenaban de café, de azúcar, de sal, de maíz. Eran muchos los paquetes que se entregaban, de habichuelas, de arroz, de almidón. Se vendían tajadas de queso de Flandes, pedazos de queso de Patagrás. Y sobre los mostradores se podían ver laticas para manteca, botellas para gas y para ron. Las varas de medir recorrían los extremos del mostrador. Los comerciantes daban ñapas y regalaban de vez en cuando tragos de ron o medidas de andullo. Los mejores marchantes eran obsequiados en las principales pulperías” La comida era procesada desde la estructura de la pulpería, y de allí se podía saber qué se cocinaría en tal o cual casa “a diario entraban muchachas y muchachos con sus macutos a comprar la comida -Dos libras de arroz, -decían. -Una cuarta de manteca, pero que sea fresca, -Media libra de azúcar, completa”. La pulpería no contempla la venta de alimentos preparados y los dulces eran, por la estructura del comercio, confitados o encurtidos de larga duración en anaqueles. Donde sí encontramos este tipo de venta cocinada es en los ventorrillos, además del claro

Mercado del Ozama o la playa

origen europeo de la palabra ventorrillo. Prevalece también el concepto de la venta, tal vez un poco aclimatado, de rubros agrícolas, pero también descansa la venta, en una serie de platos dulces como las arepas, el majarete, natillas y especialmente los dulces artesanales. Quien mejor describe la transición del ventorrillo al colmado es Cestero: “colgando racimos de guineos amarillos, taraceados de negro los manzanos, verdes veteados los martinicos y gruesos los mampurios. En el mostrador, en cajones, fideos, pan, arroz. Azúcar, frijoles colorados. Semejante a fuste de columna. La pila de tortas de casabe. En el arroz, los huevos frescos, del propio corral. Una damajuana de manteca de cerdo con tapón de tusa, y al lado el vidrio con el embudo; una lata de mantequilla norteamericana; en una bateíta, tomates, ajíes, perejil, puerros, berenjenas y aguacates. Debajo del mostrador, latas de petróleo y de melado; por delante un barril de sal con el cuartillo de medirla; sobre otro y en una batea, las frutas de la estación: cajuiles, mangos, guayabas, mamones, papayas, algarrobas, pasto de las moscas; y en cajoncito, alineadas, las botellas de pru espumosas”

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El mercado de Santo Domingo

En 1880 el Navarijo estaba constituido casi exclusivamente por bohíos de yaguas y sus habitantes eran gentes pobres, humildes y laboriosas. Abundaban Los vendedores ambulantes, proporcionaban un servicio importante de distribución a la ciudadanía; contribuyeron a fijar las costumbres gastronómicas, proporcionando los insumos necesarios para los preparados de la dieta diaria, Las más permanentes de las tradiciones dominicanas son las canasteras, una continuación de los ventorrillos, mujeres que cargaban en la cabeza, sobre amortiguado rodetes de tela, llamados babonucos, toda clase de viandas y de frutos, especialmente recadito, cilantro, orégano, además de otras yerbas especiales para la confección de ciertos platos, como la yerbabuena, menta, entre otras. Pululaban por nuestras viejas calles variados vendedores ambulantes: lecheros, carboneros, vendedores de agua, entre otros muchos. En este período surgen otros negocios que no conocía la ciudad, tales como la venta de hielo, helado o de ciertos tipos de refresco.

En el Boletín del Comercio número 24, rezaba: “Ya tenemos tranvía, teléfono, ferrocarril, y hielo y esto hay que conservarlo”. Todo esto era por la propaganda que circulaba por la ciudad de que el hielo hace daño. El inicio de la fabricación de cerveza en República Dominicana, a fines del siglo XIX, se conectó con la introducción del uso del hielo. Rápidamente la asociación dio lugar a un giro de las modalidades previas de consumo de la cerveza, trasladadas a la preferencia por una bebida a muy baja temperatura, de ahí que se consagrara en el vocabulario popular como «la fría». El dominicano la prefiere casi en el borde de la congelación, cuya prueba radica en la tonalidad «ceniza» de la botella. Con el hielo entraron los heladeros, quienes conducían un carrito de mano, pero con la diferencia de que dentro llevaban una sorbetera en donde el helado se hacía al estilo casero. La leche y los ingredientes usados se vaciaban en el centro de la sorbetera y alrededor se le echaba el hielo picado en trozos y sal en grano para obtener la más baja temperatura. El negocio de las panaderías era uno de los más importantes de la antigua ciudad, las panaderías tenían que trabajar dos tandas, una para el pan de la mañana y otras para el pan de la noche. Entonces el pan se vendía casa por casa en borricos o caballos con dos grandes barriles pintados de azul, con su tapa de zinc, que se colocaban a ambos lados del lomo del animal. El pan, dicho sea de paso, se hacía en aquellos tiempos a puro amasar con manos y brazos, se cocía en un horno de pura leña y se le colocaba a cada mollete crudo, en la parte superior, una rajita de hoja de coco para que, al cocerse, se abriera por encima. Se vendían los molletes a seis por


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cinco centavos. Cestero recuenta que: “cuando en el portal suenan la tapa de latón del panadero entonces se escucha su voz que cuenta: “uno, dos, tres”, y reclama, “cámbieme ese mollete que es de ayer”, y “éste que está blandito como barriga de viejo. Un producto especial de las panaderías era el pan de Pascuas. Como los días de Navidad y de Año Nuevo no se trabajaba, en la víspera se hacía un pan en barras de distintos tamaños y precios, llamado de huevo, que tenía la propiedad de conservarse y rendir durante esos días sin ponerse duro y viejo. Hoy a ese pan le llamamos las teleras. No podemos olvidar el “pan cuco”, De este pan nadie recuerda a ciencia cierta quién lo fabricaba, se vendía en pulperías y hasta en los ventorrillos. Era una especie de panecillo hecho con harina de trigo y melao, de color oscuro y algo dulce de sabor. Venía en trocitos unidos unos de otros, formando una camada de unos 25 panecillos. Otro pan muy apreciado por los niños que le esperaban con ansiedad todas las mañanas, era el “pan de mayorca”. Este era blanco, esponjado, suave y rico y llevaba azúcar es- polvoreada por encima. Se vendía a domicilio en bateas. Bobito, mulato grueso, medio zonzo, era tan tonto que anunciaba el pan voceando: -Pan de mayorca, que el que lo come se ajorca. No podemos despedirnos sin dedicar unas líneas a una de las cosas que más han sabido hacer los dominicanos, los dulces. La confección en el pasado permitió que muchas familias obtuvieran el sustento diario. La fama de los dulces dominicanos trascendió las fronteras y son estos los que se insertan en la publicación del libro de las familias de 1881, libro de recetas españolas francesas y americanas, buñuelos de

Mamey: Mamey Santo Domingo y majarete dominicano. Los alfajores hechos de yuca y azúcar, con un ligero sabor a jengibre y las alegrías de ajonjolí y melao; las cocadas a base de coco en trocitos. Los pirulís y caramelos de Pirú, con sabor a guayaba, los más sabrosos y acreditados de nuestra ciudad, envueltos en papel de vejiga de colores variados y que tenían la particularidad de traer, ocultos en su base, moneditas de un centavo y hasta de diez, como sorpresa. Los “dulce en palitos”, que venían a ser una variedad del pirulí, hechos en moldes con forma de figuras de animales o de gente, montados en un pedacito de varilla de coco, que se clavaban en los múltiples hoyitos de una tabla circular y se cubrían con una tapa de tela metálica. Este dulce tenía la particularidad de que se anunciaba en una forma muy original, al son de: -Dulce en palito tolelá, abre los ojos y lo verá. Muchas son las informaciones acerca de la comida y de la forma de prepararla que encontramos en estos autores, informaciones detalladas de las locaciones, las costumbres manducatorias, las cocinas y el menaje, todas ellas indispensables para entender las costumbres y rescatar la gastronomía de aquel período.

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bibliografía - Libro de las familias. Novísimo manual práctico de cocina española francesa y americana. Madrid: Librería de Leocadio López, 1881. 732 p. - La República Dominicana. Reseña General Geográfico-Estadística. José Ramón Abad. Santo Domingo: Imprenta de García Hermanos, 1888. - Diccionario de Criollismos. Rafael Brito Peguero. San Francisco de Macorís: Imprenta “A B C” de C. F. de Moya, 1930. 120 p. - Ayer o el Santo Domingo de hace 50 años. Luis Emilio Gómez Alfau. Ciudad Trujillo: Pool Hermanos, 1944. 141 p. - Folklore de la República Dominicana. Manuel José Andrade. Ciudad Trujillo: Universidad de Santo Domingo, 1948. 456 p. - Cronicones de antaño. Rafael Damirón. Ciudad Trujillo: Impresora Dominicana, 1949. 180 p. - “El cuento tradicional en la República Dominicana”. Sebastián E. Valverde. Revista Dominicana de Cultura. (Santo Domingo), (105): 6 de mayo de 1952. - “Apuntes y recuerdos de San Carlos”. M.A. González Rodríguez. Revista Clío. Enero-febrero. (Santo Domingo), (106): 71, 1956. - La alimentación y la raza. José Ramón López. Santo Domingo: Corporación de Fomento Industrial de la República Dominicana, Oficina de Relaciones Públicas, 1960. - La Misericordia y sus contornos, 1894- 1916. Francisco Veloz Molina. Santo Domingo: Arte Cine, 1967. 342 p. - Antropología de la cocina dominicana: el caso de las habichuelas con dulce. Revista Dominicana de Antropología. (Santo Domingo): 125-143, enero-junio de 1968.

- Composición social dominicana. Juan Bosch. Santo Domingo: Editora Tele-3, 1971. 418 p. - De nuestro lenguaje y costumbres. Consuelo Olivier. Santo Domingo: Arte Cine, 1971. 167 p. - “Aportes a la investigación del folklore”. Revista Dominicana de Folklore, (Santo Domingo), (2): 44-60, agosto de 1975. - Estado actual de las colonias españolas (1810). William Walton. Tomo I y Tomo II. Santo Domingo: Editora de libro S.A. Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1976. - El libro azul. Santo Domingo: UASD, 1976. 176 p. - Diccionario de dominicanismos. Carlos Esteban Deive. 2da. Edición. Santo Domingo: Politécnica Ediciones. 1977. - Manual de historia dominicana. Frank Moya Pons. Impreso en España. Universidad Católica Madre y Maestra. Industrias Gráficas Pareja. 1981. 640 p. Chequear # pag. Por la edición. - Santo Domingo de ayer. Vida, costumbres y acontecimientos. Eduardo Matos Díaz. Santo Domingo: Editora Taller, 1985. 190 p. - Ensayos sobre cultura dominicana. Bernardo Vega Boyrie. Santo Domingo: Fundación Cultural Dominicana. Museo del Hombre Dominicano, 1990. - Retablo de costumbres dominicanas. Aída Bonelly de Díaz. Santo Domingo: Ediciones PUCMM, 1991. 173 p. - Crónicas de la Ciudad Primada: apuntes históricos de la muy noble y lustrosa ciudad de Santo Domingo Primada de Indias. Manuel Mañón Arredondo. Santo Domingo: Editora Corripio, 1992. 290 p. - Cultura popular e identidad nacional. Dagoberto Tejeda Ortiz. Volumen 2. Santo Domingo: Instituto Dominicano de Folklore, 1998. 320 p.


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Gabriel Atiles Bidó | Museógrafo - Arqueólogo

JOSE GABRIEL ATILES BIDO Dominicano. Artista plástico, museógrafo, arqueólogo, investigador, ensayista. Ha sido Director del Departamento de Arte Rupestre y Espeleología en el Museo del Hombre Dominicano, Director de Espacios en el Museo de las Casas Reales, Investigador del Departamento de Historia Oral del Archivo General de la Nación, Director de Museos del Faro a Colón, Consultor Asociado Profesional del Centro León de Santiago de los Caballeros y Consultor del Museo Taíno Bávaro. Es miembro del Colegio de Artistas Plásticos, Investigador Asociado del Museo de Historia y Geografía e Investigador Asociado del Equipo Arqueológico de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Es coautor, junto al arqueólogo Elpidio Ortega, de los libros Arqueología de la Casa de las Academias, Un sitio llamado el Manantial de Aleta, Arqueología en la Iglesia de Macao. Coautor, junto a Jorge Ulloa, de Arqueología de la Punta de Bayahibe y con Adolfo López, Plan de Conservación de Sitio Palenque del Este. Ha publicado, además, numerosos trabajos en revistas especializadas y tiene inédito los libros: La gastronomía de los taínos, Diccionario de la cocina dominicana, El locrio: Símbolo del sabor dominicano y La gastronomía de la ciudad de Santo Domingo de 1875 a 1916.


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