La moda como proceso de individualización Torres Moreno Eliseo Irving
“El lujo es una necesidad que empieza cuando acaba la necesidad” C. Chanel
En el ámbito intelectual, la moda provoca el desdén antes que su estudio objetivo. Se le nombra para fustigarla, marcar distancias, deplorar la estupidez humana y juzgar lo viciado en torno a ella: la moda son siempre los demás. Está se ha convertido en una situación vacía de pasiones y de compromisos teóricos, en un pseudo problema cuyas respuestas y razones son conocidas de antemano. El caprichoso reino de la fantasía y la ilusión no ha conseguido provocar más que la pobreza y la monotonía del concepto donde habita la frivolidad y las apariencias. Su denuncia ha encontrado a sus mayores adeptos en el terreno de la vida espiritual, quienes la catalogan como una máquina destructora de la razón y la sensibilidad, una empresa totalitaria que erradica la autonomía del pensamiento, dictadura degradante de lo consumible, infamia de las industrias “culturales”, hija pródiga del capitalismo. Pero sobre todas esas críticas, nuestra época nos ha demostrado el predominio de la moda como sistema, donde la opacidad del fenómeno, su rareza y originalidad son susceptibles de reflexión. Siendo la carta fuerte el ornato indumentario que atrae cada vez más un público diverso; la moda se convierte en la piedra angular del placer estético y no un accesorio decorativo de la vida colectiva. Situada a lo largo de la historia de las sociedades, la moda no puede ser identificada como la simple manifestación de las pasiones vanidosas, sino que se convierte en una institución excepcional, problemática, imagen de la realidad socio histórico imperante, misma que se plasma a través del vestir. La moda como
tendencia innovadora que la gente adopta en función de sus criterios de gusto, no es tanto signo de ambiciones de clase como la fiebre moderna de las novedades, como la celebración del presente social. Los alores y las significaciones culturales, la dignificación de lo nuevo sobre la tradición y la expresión de la individualidad humana son los posibilitadores del nacimiento y del establecimiento de su sistema, así como los diseñadores de las grandes etapas de su cambio. Se presenta ante todo como el agente de la espiral individualista y de la consolidación de las sociedades liberales. La moda plena vive de paradojas, su inconsciencia favorece la conciencia, sus locuras la tolerancia y su imitación el individualismo. Aunque se manifiesta en la esfera de las apariencias, sus consecuencias van más allá del análisis de la vista, es un dispositivo social, que atiende a una necesidad común y, caracterizado por su juvenil muerte y renacimiento, nos sitúa dentro de sus confines, dentro del imperio de lo efímero. "La moda es la última piel de la civilización." P. Rabane
El inicio histórico de este fenómeno no se concibe desde las comunidades primitivas o hiperconservadoras, ya que la moda representa una relativa descalificación del pasado ante la exaltación del presente, atendiendo a una fiebre de cambio y un exceso de fantasías individuales. No se niega el marcado gusto por los adornos que persiguieran ciertos efectos estéticos al margen de las vestimentas rituales, pero esto no dispone de nuevas estructuras ni nuevas formas de indumentaria, se limita a la función de un complemento decorativo o un ornamento periférico. Posteriormente, con la aparición del Estado, las conquistas y la dinámica del cambio histórico, se alteró progresivamente los usos y las costumbres pero sin adquirir un carácter de moda. Si bien el cambio del vestido es resultado de las influencias externas y del contacto entre los pueblos, de los cuales se copia tal o cual prenda, es también impulsado por el soberano a quien se le imita, y otras veces decretado por los conquistadores que imponen su indumentaria a los
vencidos. Esto no traduce el imperativo de la renovación regular propia de la moda sino a influencias ocasionales o relaciones de dominación. Es hasta mediados del s. XIV, cuando se impone la aparición de un vestido radicalmente nuevo, diferenciado sólo en razón del sexo y que plantea la estructura clásica de la ropa: ajustada para el hombre (a través de una chaqueta corta y unos pantalones ceñidos) y envolvedora y holgada para la mujer pero exaltando los atributos de la feminidad. A partir de ahí el gusto por las novedades llega a ser un principio constante y regular, que identifica a la mutabilidad de la moda, a su inestabilidad y a la extravagancia de las apariencias; situaciones que se han convertido en objeto de polémica, de asombro y de fascinación a la vez que en blancos reiterativos para la condena moral. En ese cambio no se abarcan todos los elementos. Lo que se encuentra más sensible de modificación son los accesorios y ornamentos; mientras que la estructura de los trajes y las formas generales permanecen mucho más estables. La novedad se ha convertido en un valor mundano, situando a la moda del lado de lo ridículo, de los placeres y de la superficialidad lúdica, en contraste con el desarrollo espiritual y el progreso científico. Su inestabilidad significa que la apariencia ya no está sujeta a la legislación intangible de los antepasados, por lo que se convierte en testimonio del poder del género humano para cambiar e inventar la propia apariencia. “Viste vulgar y verán el vestido… Viste elegantemente y verán a la mujer” C. Chanel
Al disponer un orden hecho a la vez de exceso y de digresiones, la moda ha contribuido al refinamiento del gusto y al agudizamiento de la sensibilidad estética, ha educado el ojo en la discriminación y el disfrute de pequeños detalles. Con la moda las personas van a observarse, a apreciar sus diferencias; es un aparato que genera un juicio estético y social, que ha estimulado las opiniones
más o menos agradables sobre la elegancia de los demás. Pero en este escenario ha trastocado el propio ser, mediante una autoobservación estética sin precedentes. Si se valora el placer de ver, también se valora el placer de ser visto y exhibirse ante la mirada de los demás. Estar conscientes de ello repercute en nuestras decisiones a la hora de elegir la indumentaria, ya que no es sólo el regodeo, sino el salir victoriosos del escrutinio minucioso de los jueces más exigentes. Cuando la pretensión es mayor, el estilo se hace más presente. El problema viene cuando coinciden dos personas en el mismo lugar, a la misma hora y con la misma ropa. Quien se percate antes lleva ventaja, puede modificar su atuendo para conservar esa individualización, puede irse a cambiar de ropa para no tener que ser “objeto” de comparación ante el peligro de ser el perdedor de esa batalla, o puede actuar como si no sucediera nada y permitir que cada quien saque sus propias conclusiones, o bien porque se encuentra muy seguro de su apariencia o bien porque se quiere convencer de ello. La moda no solamente ha permitido mostrar una pertenencia de rango, clase, nación o ideología; ha sido el vector de individualización. Es un instrumento del culto estético del Yo. “La moda reivindica el derecho individual de valorizar lo efímero” C. Chanel
El despotismo que denuncian acerca de la moda, la sitúa como un sistema original de regulación y de presión social, donde sus cambios presentan un carácter apremiante, que se acompañan del “deber” de adopción y de asimilación y que se impone más o menos obligatoriamente a un medio social determinado. Pero este decreto consigue extenderse gracias al deseo de los individuos de parecerse a aquellos a quienes se juzga superiores, que irradian prestigio y rango. En ese anhelo se han trastocado las distinciones establecidas y se ha permitido la aproximación y la confusión de las categorías. He aquí la paradoja: la
demostración divulgada de los emblemas de la jerarquía ha participado del movimiento de igualación de la apariencia. ¿La masificación o la individualización? Pero la imitación, lejos de ser totalmente mecánico, se convierte en algo más selectivo y controlado. Donde a través de un filtro, se retiene aquello que no choca con nuestras normas de sentido común, de moderación o de razón. Esto funciona a diferentes niveles; desde la adaptación más o menos fiel, al seguimiento ciego o a la acomodación reflexionada. Pero la apreciación en esos términos, deja escapar una dimensión esencial del fenómeno: el juego de la libertad inherente a la moda, las posibilidades de matices y gradaciones, de adaptación y de rechazo a las novedades. Esto es lo más destacable, una estructura flexible que le permite a las personas adherirse o no a los cánones del momento; una relativa autonomía en materia de apariencia e instituye una relación inédita entre el átomo individual y la regla social. Lo propio de la moda ha sido imponer una norma en conjunto y, simultáneamente, dejar sitio a la manifestación de un gusto personal: es ser como los demás pero no absolutamente como ellos, seguir la corriente a mi gusto personal y formar parte de un grupo en el cual logre mantener sus rasgos particulares. Este paralelismo entre la imitación y el individualismo se manifiesta con mucha fuerza en el terreno de la apariencia, donde la vestimenta, el peinado y los accesorios forman signos espectaculares de la afirmación del Yo. La moda se vuelve un medio privilegiado de la expresión de la unicidad de las personas, un instrumento de inscripción de la diferencia y la libertad individual aunque sea a un nivel superficial. La ley de “so wrong that it's right” rompe con las reglas básicas del vestir, abolir la prohibición de usar rayas y cuadros juntos, cortes asimétricos en rasgos redondos, es un medio por el cual se expresa y lo hace funcionar. Este juego entre la uniformidad estricta y el proceso de diferenciación son históricamente inseparables, la originalidad radica en la unión del conformismo de conjunto con la libertad de las pequeñas elecciones y variantes personales, el
estilo es lo constante en el acontecer de las prendas. Esta tensión entre los contrarios nos otorga dinamismo. La indumentaria cambia y tiende a simbolizar una personalidad, un estado de ánimo, un sentimiento individual, que se convierte en signo y comunicación. Se transforma en un discurso acerca del individuo; donde convergen los fines de la vestimenta. El fin estético corresponde a una respuesta de quien lo observa siendo la belleza su único eje; el ergonómico es la cobertura armónica de la fisiología humana, haciendo que ésta mejore; el de personalidad sugiere un tipo de vida; el de situación instala al individuo en un contexto histórico y geográfico concreto y el emotivista proyecta una respuesta sensible. El juego de estos fines permite el acceso a otros estudios, como el de la psicología del vestir. La moda requiere de esta libre intervención, el poder singular y caprichoso de quebrantar el orden de las apariencias. El individuo, como sujeto que expone sus particularidades contrastando con los demás, conquista el derecho (cada vez que le sea posible) de mostrar un gusto personal, de innovar, de sobresalir en audacia y originalidad; una iniciativa creadora, reformadora o adaptadora. La primacía de la ley inmutable del grupo ha cedido el paso a la valorización del cambio y de la originalidad individual. Incluso en las instituciones, con una ley de la vestimenta, como los uniformes escolares en los colegios, los individuos buscan apropiarse de un estilo, establecerlo a través del decorado o la restructuración de las prendas al usarlas de tal o cual manera. Lo esencial se encuentra en la posibilidad de poder de iniciativa y de transformación, de cambiar el orden existente, de apropiarse personalmente del mérito de las novedades o de la introducción de elementos de detalle conformes a su propio gusto. Todo en pro de la afirmación de una personalidad. El mismo desinterés con respecto al tema ya plantea un discurso en la manera cómo va a enfrentarse ante la sociedad. Aquellos que se consideran tan ajenos a las tendencias de la moda y descuidan la imagen personal, llevan consigo una lógica simple y práctica a la hora de vestir que les dice que el zapato derecho va
en el pie derecho, la ropa interior se usa debajo de los pantalones y que el botón se introduce en el ojal. De una u otra forma participan en el juego de las apariencias porque usan ropa y, en el caso contrario, la desnudez también lleva consigo una carga interpretativa. Además, si la vestimenta representara exclusivamente una necesidad de protección ante las inclemencias del medio, sólo se cambiaría una vez que la prenda dejará de funcionar para lo que fue creada; ante lo cual los elementos que distinguen lo masculino de lo femenino, el color, la textura y, en general, cualquier factor distintivo, pasaría a un segundo término. Incluso, si se llegan a transgredir las estructuras establecidas como muestra de rebeldía, aunado a una actitud ante el uso de esas prendas; se puede establecer una imagen que inaugura una nueva tendencia. Se afirma la independencia allí donde nunca hemos cesado de evocar la dictadura de las modas y la arrogancia de las personas. Traduce la emergencia de la autonomía de los hombres en el mundo de las apariencias. Con el lujo y la ambigüedad la moda ha comenzado a expresar esa invención, del individuo creador y su correspondiente expresión del Yo.