3 minute read

TIEMPO DE CONTEMPLACIÓN

Next Article
CHOPARD

CHOPARD

TIEMPO DE CONTEMPLACIONES

DESDE LA ACELERADA VISITA SIENDO UN NIÑO A LOS MUSEOS VATICANOS AL DISFRUTE SOSEGADO DEL ENCLAVE DEL NUEVO MUSEO DE MENORCA.

Advertisement

TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ ENCISO

SIEMPRE ES TEMPORADA DE VISITAR MUSEOS para quienes no tenemos fortuna suficiente para comprarnos un Goya, un Picasso, un Monet, un Mark Bradford, un Rothko y colgarlos de las paredes de nuestro salón (aunque las mías, en cualquier caso, carecen del tamaño requerido). En vista de ello, lo que hoy se llama ‘plan B’ consiste en acudir a museos y perderse en la contemplación de la espalda de la Venus de Velázquez en la National Gallery de Londres.

Dice Josechu Carreras, el director en España de las galerías Hauser & Wirth, que por más que suene a cursilada, el arte es para todos. No se explicarían si no, las masas de visitantes del Partenón o las colas frente al Prado de gente que se emociona ante Las Meninas sin comprenderlas realmente, pero dejándose embargar por su poder cromático y emocional.

Desde muy pequeño acudí a galerías y museos (lo que incluye haber recorrido con 12 años los Museos Vaticanos en 45 minutos de la mano enloquecida de una tía abuela mexicana, hermana de León Felipe). Hasta hubo un tiempo al final del bachillerato en el que mi profesor de historia me puso de Cicerone de los alumnos más jóvenes para hacerles visitas guiadas del Prado. Hubo, sin embargo, un instante de catarsis cuando dejé de contemplar los edificios museísticos como si fueran cajones de arquitectura más o menos clásica en cuyas paredes se amontonaban centenares de obras imposibles de digerir en una sentada. Vi que también ellos podían ser obras de arte. Fue de pie en la 5ª Avenida, al ver por primera vez el Guggenheim de Nueva York, un platillo volante de circunferencias interminables que había ideado Frank Lloyd Wright, quién si no. Pues sí, los museos, obras de arte en sí mismos, sin que importe lo que hay dentro.

De esa misma sentada, me acerqué al MOMA para sobrecogerme frente al Gernika, todavía celosamente custodiado en Manhattan. Y, ya por completar aquel salto iniciático, me detuve frente a un pequeño acrílico de Joan Miró que representaba a un miliciano multicolor puño en alto con una leyenda que decía Aidez l’Espagne. Tanto me impresionó que conseguí hacer de él la portada de mi primer libro en 1971.

Esta pulsión artística global es la que explica la instalación de la Pirámide de cristal imaginada por Ming Pei para franquear el acceso al Louvre, plantada allí, en medio del Imperio, incongruente y maravillosa. ¿Y qué sería sin aquella pulsión el museo Guggenheim de Gehry que, de un genial golpe de lápiz, puso a Bilbao en el centro de la cultura mundial?

Claro que el misterio de un museo que penetra el alma de quien lo contempla es su adecuación al paisaje, campo o villa, su imbricación con la naturaleza, su capacidad de embellecer, su declaración estética nunca disonante. Pienso, por un lado, en el Kröller-Müller, allá en la llanura holandesa cerca ya de Alemania, con la más rica colección de Van Goghs, todo guardado en salas amables y luminosas y en un jardín lleno de esculturas. Pienso, también, en el pequeño museo Mauritshuis en La Haya, con su parqué de madera, como en el salón de un palacete del XVII, en donde de pronto, discretamente colgada, aparece La chica de la perla, la obra maestra de Vermeer, y un poco más allá su vista de Delft.

El puerto de Mahón en la isla de Menorca tiene que ser el más bello del Mediterráneo: una hendidura que penetra hasta cinco kilómetros tierra adentro, custodiada por unas baterías costeras otrora formidables y una ominosa leprosería, antaño lugar de cuarentena. Un poco más alejada de mar abierta, justo enfrente de la villa de Mahón, se encuentra la pequeña Isla del Rey (en la que, aseguran que, en el siglo XIII, desembarcó Alfonso III para quitarle Menorca a los musulmanes, pero vaya usted a saber). Los ingleses construyeron en ella hace 200 años un hospital militar, que hoy es una ruina… salvo un largo pabellón que acaba de ser transformado en galería de arte. Sus dueños, Ursula Hauser e Iwan Wirth, saben bien cómo tiene que ser el nuevo museo del siglo XXI: un cuidadoso jardín lleno de plantas autóctonas, un lugar umbrío de paseo y meditación que invita al disfrute apacible de las obras de arte distribuidas aquí y allá. Y un restaurante para desayunar y almorzar, para sentarse en una silla mirando a la bahía. Lugar de estudio y paz. Una maravilla que es el destino final de la evolución estética de la museística contemporánea.

This article is from: