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GRIEGOS CON RUMBO A UNA ATLÁNTIDA ESPAÑOLA

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MARIÚPOL

MARIÚPOL

Documentación de griegos en indias

por Juan Gil

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No es fácil tasar cuánto esfuerzo exige escribir un libro. Es común a toda obra el desafío del papel en blanco; a esta de Juan Gil precede otro: los cientos de horas dedicadas por el autor en los archivos de Sevilla a descifrar “una jungla inextricable de palotes”. Gracias a ese desvelo de meses ante textos como el que ilustra la portada, nosotros disfrutamos varias horas de instructiva lectura sobre los griegos que navegaron desde el Guadalquivir al ultramar hispano. Griegos que se instalaron, ya desde el segundo viaje de Colón, en el Caribe, Nueva España, el virreinato del Perú, la Florida, cuyas peripecias son trazos de nuestra historia naval, militar, económica, religiosa, social, lingüística, riquezas custodiadas en legajos que ya pocos saben leer y poner en su contexto. “A veces, para comprender una vida, más vale leer los documentos que dejaron en las escribanías que todo un tratado erudito”, escribe Juan Gil. Y nos trae las vidas de 148 griegos (marineros, soldados, mercaderes) inscritas en cartas, testamentos, expedientes judiciales y demás Documentación de griegos en Indias, como titula su investigación, que nosotros reseñamos acomodando un verso de Rubén Darío.

Algunas vidas ocupan bastantes líneas, como esta alegre y confiada de Juan de Candía, que relata en una larga carta de 1567 a su “Deseada mujer: Vuestra carta reçibí, en que me holgué mucho en saber cómo están todos buenos y con salud”, intentando persuadirla para que deje Sevilla y se una a él en San Martín, una localidad minera de Nueva España: “Si viniere, venga con su madre y traiga la muchacha; y a su cuñado, me haga la merçed de venirse con ella y él venga con su mujer, pues es casado”. Y les promete mayor bienestar que en Andalucía: “porque aquí tengo çinco y seis cauallos que mantengo, con que huelgue, y allá no podrá mantener vn borrico […] y aquí, con una çédula que envío con mi negro a la carniçería me envían quanta carne yo quiero, carnero y ternera de lo mejor”. Otras vidas, dramáticas, se condensan en dos líneas: “Un mi esclauo mulato nombrado Julián, herrado en los carrillos con una S y un clavo, de hedad de catorze años poco más o menos”, escribe Jácome de Rodas, perteneciente a una saga de grandes mercaderes (testamento de 1576).

Apenas una línea basta para este otro retrato hecho por Juan García Griego el Viejo, retrato en sentido propio: “Et me deue su hermano, el de la çeja hendida, el que tiene las cabras...” Pero hay mucho más. Testimonios de los viajes de descubrimiento, como el de Jorge Griego y su expedición por el Orinoco (1583), donde relata el encuentro, pacífico o cruento, con muy diversas tribus de indios; testimonios de la conquista: el griego Pedro de Candía se bate a las órdenes de Pizarro en la del Perú; en un momento, salta a tierra y se asoma a Túmbez y “traxo la figura de la çibdad e fortaleza en un paño pintada” (1542); más adelante, cansado, quiere regresar a España y pide licencia para “traer consigo tres indios esclauos que tiene, para se seruir d’ellos y enseñarlos en las cosas de nuestra santa fe”.

Por lo que hace a esa fe, como señala Juan Gil, “es de suponer que, cuando pisaron por primera vez suelo español, los griegos fuesen en su mayoría fieles devotos de la Iglesia ortodoxa”, pero “todos ellos cumplieron, al menos formalmente, con las obligaciones del catolicismo oficial”. Lo cierto es que sus testamentos arrancan sin excepción con fórmulas como la siguiente: “En el nombre del muy alto e muy poderoso Dios, Nuestro Señor, que bibe sin comienço e reyna sin fin, e de la siempre Virgen gloriosísima señora, su bendita Madre, a quien todos los christianos tenemos por señora e abogada en todos nuestros fechos, e a honra e servicio suyo e de todos los santos e santas de la corte del çielo, quiero que sepan quantos esta carta de testamento vieren cómo yo, Jorge Griego, vezino que soy de Triana, guarda e collaçión d’esta çibdad de Sevilla, estando enfermo del cuerpo e sano de la voluntad y en todo mi juicio y entendimiento e buena e cunplida memoria, tal qual Dios, Nuestro Señor, quiso e tuvo por bien de me dar, e creyendo, como creo firme e verdaderamente, en el misterio de la Santísima Trenidad, Padre e Hijo e Espíritu Santo, tres personas vn solo Dios verdadero, y en todo lo demás que tiene, cree, pedrica y enseña e confiessa la Santa Madre Yglesia de Rroma…”. Tras esa clara profesión de fe con su católico Filioque (y alguna expresión de popular y certera teología, como “que bibe sin comienço e reyna sin fin”, digna de un Auto de Navidad), estos griegos dejan en sus mandas testamentarias dineros para misas cantadas, velas, lámparas y sepulturas en capillas, retablos, para la conversión de los indios, etc… Pero también para comprar libros: en 1594, el mercader Nicolao Griego, natural de Citera, (“muy achacoso- escribe Juan Gil- así lo prueban los vaivenes que sufrieron los trazos de su firma”), en su testamento ordena que “los mil restantes [ducados] quiero se comprem de libros y se les pongan sus cadenillas, por que estén perpetuamente en el dicho Collegio y se aprovechem d’ellos todos los monjes d’él”. En fin, fe e historia española asoman en los pesos dejados “para redimir cautivos de tierras de moros”.

Al lector de hoy, quinientos años después, le llama la atención el gran número de circunstancias, contextos, realidades de entonces que observamos plenamente vigentes ahora en nuestro entorno, con lo que nos sentimos si no contemporáneos, al menos navegantes en la estela de aquella sociedad.

Como bien dice Juan Gil “los desafíos que tuvieron que afrontar los griegos en España y en el Nuevo Mundo”, son “en realidad, los mismos retos que se les plantean hoy a todos los emigrantes”. Así, la soledad, la separación de la familia o el envío de los hijos para que estudien en España, las remesas de los emigrantes y los pagos intercontinentales (“la pasmosa cantidad de millones que cruzaba anualmente el Atlántico en el tráfico de la carrera de Indias”), la ayuda mutua de estos griegos (como la que se prestan todavía los españoles fuera de nuestras fronteras gracias a la red de auxilios de todo tipo). Aunque, a diferencia de lo que ocurre con nuestros compatriotas en la emigración, ninguno de estos griegos “expresó alguna vez la intención de volver a su patria”, precisa Juan Gil. Si bien, uno manda dineros para el Gran Lavra, monasterio del Monte Atos.

Nos hablan esos documentos de instituciones o prácticas económicas hoy vigentes como la compra de deuda pública (los juros), los bienes gananciales, las dotes matrimoniales, la decisión empresarial de no incluir en las cuentas del negocio el coste del alojamiento y la manutención de los socios. Incluso de un proyecto editorial en la estela de Aldo Manuzio.

Los inventarios de bienes de estos griegos españolizados reflejan una cierta globalización de modas y de artes decorativas, globalización marcada en parte por nuestra propia historia: “una tapeçerÍa de quatro paños de corte de Bruçellas”, “treinta rretratos de Flandes”, “una capa azul del paño de Londres”, “dos paños de páxaras de seda de China”, “una ropilla de gorbarán negro de China”, siguiendo, como apunta Juan Gil respecto de estos bienes de Francisco Griego, “una moda un tanto arcaizante, pues no hay en ella la más mínima muestra de pintura italiana”.

Emigración y extranjería se dan la mano cuando se prohíbe a alguno de los mercaderes griegos ejercer el comercio. Emigración y penuria, como cuando el ya citado Nicolao Griego ordena “dar, en cada vn año, a Ana de San Josefe, monja de Nuestra Señora de Belén, diez ducados para un ávito o otras necesidades que tendrá como pobre y estrangera”.

Sorprende la modernidad de la visita médica a las prisiones y de la actuación consiguiente de la justicia. Juan Gil nos narra las aventuras y desventuras de Jorge Griego, un grumete al que embarcaron en la galeaza San Pelayo, parte de la flota que llevó a la Florida en 1565 Pedro Menéndez de Avilés. Tras un motín, la nave acabó en Dinamarca. Desde allí el grumete caminó hasta Flandes y en Amberes se embarcó hacia España. Al llegar a Cádiz, acusado de amotinarse –por mucho que él adujera que durante el motín “estaba malo debaxo de cubierta”- fue a la cárcel, donde enfermó con tal gravedad que lo visitaron dos médicos (sabemos hasta sus nombres). Un mismo diagnóstico llevó al juez a dejarlo salir durante una quincena previo pago de una fianza. La demanda de paternidad tenía también entonces su curso, como testimonia este pasaje del testamento de Jorge de Rodas, nacido en Cefalonia, hecho en “esta ciudad de Ualdiuia de las provinçias de Chille” que podría hoy abrir un serial en la prensa del corazón: “Yten, digo que la dicha yndia, llamada Juana, quieren decir e dizen está preñada de mí, lo qual yo no lo sé más de que podría serlo fuesse anssí. Mando que, si lo que pariere pareçiere ser mi hijo, que, con el pareçer del dicho mi albaçea Nicolao Griego, le pueda señalar y fazer una manda, husando del poder que yo le tengo dado” (12 de abril de 1566). Resulta curioso constatar cómo la rivalidad actual entre Triana y Sevilla tiene una genealogía de siglos. Así, en el testamento de un trianero militante, dice Jorge Griego: “Gasten e destribuyan de esta manera: los çient ducados de vn año en rredençión de captivos xristianos naturales e vecinos de la dicha Triana e, a falta d’ellos, de Sevilla”

Sorprende también que el grito ¡Libertad!, tan presente en la historia de aquel continente en los últimos doscientos años, se blandiera ya hace medio milenio en cualquier ocasión: un español en Cuzco “alçó bandera en nombre de la libertad” (12 de noviembre de 1553); tres años antes, otros lo hicieron en Panamá. Valga también la permanencia de los gustos gastronómicos: en Indias se consume pan, aceite, vino y jamón: “Yten, seis xamones de tocino”, “se remataron seis xamones de los ynbentariados, porqu’el otro estaua comido de perros” (Veracruz, inventario de bienes de Juan de Candía). La prosa de entonces nos trae a veces expresiones preciosas, como estas: un pedaço de olivar e tierra calma, en montaña tan bellaca, mi señor (expresión que yo recuerdo usual en mi destino quiteño, cuando le cedían a uno el paso), un rrosario de frutilla encadenado en alquimia con una llave pendiente de él, pan terciado (dos partes de trigo y una de cebada). Y este “yuso” -- “e testigos de yuso escritos” escribe un griego en su testamento- ¿no podríamos adoptarlo para nuestros correos electrónicos, esos que traen abajo una ristra de mensajes: ¡ver yuso! Expresiones que juzgamos de hoy como “una mujer de color”, entonces se decían casi así, trayéndonos además esa triste realidad de la esclavitud: “Ysabel, mi esclava de color negra”, “mi esclavo, de color negro”.

Se me permitirá que rompa una lanza por la función pública, por la administración española, según sale aquí retratada: el Rey, que todo lo despacha, la Casa de Contratación, omnipresente, las aduanas en los puertos aquí, las visitas de los oficiales de Tierra firme a las naves, la insólita maquinaria judicial, las listas de pasajeros, los calafates que van a inspeccionar los daños en los navíos, los alarifes que apean las viviendas antes de adquirirlas, el servicio de correos. Entiendo ahora aquella afirmación del gran hispanista francés Pierre Chaunu tras investigar el siglo pasado como ahora Juan Gil en la Casa Lonja del Archivo General de Indias: que la española era “la primera administración del mundo, la más eficaz y la más minuciosa”. Esa investigación pura es soledad y, por ello -como confiesa Juan Gil- no está exenta de “esos trances de dudas angustiosas que suelen asaltar al investigador en el curso de sus pesquisas”. Decimos con egoísmo que merecen la pena esos trances, pues no solo nos regalan obras como esta, sino que tienen consecuencias gratas e inesperadas como la siguiente, que tomo de un despacho de agencias: “Atenas, 25 feb (EFE) - El Buque Escuela de la Armada Española “Juan Sebastián de Elcano” recaló hoy en el puerto del Pireo de Atenas, su primera parada en el último viaje que realizará en el marco del V Centenario de la Primera Circunnavegación de la Tierra (1519-1522), centrado en homenajear a los marinos griegos que participaron en ella. El buque trajo consigo un monumento que se instalará el día 28 en el Pireo para rendir honor a los cinco marinos griegos que regresaron a España capitaneados por Juan Sebastián de Elcano, quien da nombre a la embarcación, tras realizar la primera vuelta al mundo”. Recordemos que hace casi cinco lustros, Juan Gil publicó en la revista Erytheia un artículo sobre Griegos en la expedición de Magallanes-Elcano que quizá sea la causa primera de esta reciente visita naval. En conclusión, una investigación excelente, que se suma a la ingente obra del académico de la Española, Juan Gil, que ha sido durante 35 años catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla. Recuerdo aquí los títulos de algunos de sus libros que tratan dimensiones exteriores de España y de Europa: Mitos y utopías del descubrimiento (1989, en tres tomos: Colón y su época, El Pacífico, El Dorado); Hidalgos y samuráis (1991, sobre las relaciones de España con Japón en los siglos XVI y XVII); En demanda del Gran Kan. Viajes a Mongolia en el siglo XIII, (1993); La India y el Extremo Oriente en la Sevilla del Siglo de Oro (2010) y Los chinos en Manila. Siglos XVI y XVII (2011).

Con este libro en las manos, debemos preguntarnos: ¿Dónde está nuestra riqueza? Sin duda, en los archivos y en gentes con vocación y saberes como Juan Gil para rebuscar en ellos y traernos limpios y con esplendor estos tesoros. Gracias sean dadas también a dos ilustres helenistas, Pedro Bádenas de la Peña, por incitarle a hacer este libro, y a José Manuel Floristán, por publicarlo como anejo de la revista Erytheia editada por la Asociación Cultural Hispano Helénica que dirige. l

Pedro Calvo-Sotelo, Diplomático.

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