14 minute read

Mi experiencia junto a Humberto Maturana

POR GUIDO DEMICHELI MONTECINOS

Director Magíster en Psicología del Trabajo y las Organizaciones Escuela de Psicología, Universidad de Valparaíso

No es fácil escribir sobre Humberto Maturana, porque se trata un ser humano de excepción, tanto en la genialidad de su pensamiento, como en la generosidad con su saber. Tuve la oportunidad y la fortuna de conocerle siendo estudiante de psicología en la Universidad de Chile a fines de los 70 y puedo testimoniar esas condiciones.

Invitado a dar una clase en nuestro ramo de Psicofisiología en el penúltimo año de nuestra carrera, me llamó la atención desde el primer momento la sencillez de su indumentaria (arropado con su infaltable bufanda) y su hablar pausado y carente de toda pretensión, aunque nuestro profesor ya lo había presentado como un “científico de gran reconocimiento internacional”.

De esa primera exposición, solo recuerdo haber entendido -más bien intuitivamente- un par de ideas que con los años me di cuenta eran cruciales para entender sus postulados y que marcaron para siempre mi vida académica y personal: 1) que los seres huma-

nos somos “estructuralmente determinados”, y 2) que nuestra condición biológica “no permite distinguir la ilusión de la percepción”. Su ejemplo de esto último fue: si usted golpea amistosamente a una persona por detrás en la cabeza a forma de saludo y cuando esa persona se da vuelta descubre usted que no era el amigo que creía estar saludando, compungido usted solo atina a decir “disculpe, me confundí”; en ese momento usted “corrige” su percepción, pero el acto ilusorio ya fue consumado.

No he olvidado cómo relató que cuando él se refería a lo primero, se percataba con cierto asombro que las personas parecían escuchar que éramos estructuralmente “pre-determinados” y que no era eso lo que él estaba diciendo, sino que teníamos unas condiciones biológicas propias de lo humano, una estructura particular finita, que establecía los parámetros de lo posible como tales (no que estuviésemos programados) y que eso tampoco era dramático dada la extraordinaria plasticidad de nuestro sistema neuronal. Tampoco he olvidado el impacto que produjo en mí, escuchar por primera vez acerca de la limitación biológica de nuestro sistema perceptual que impedía la posibilidad de hacer distinciones “objetivas” y pretender separación entre nosotros y “la realidad”. Para complementar y como siempre hacía, dibujó (con tiza en ese tiempo) un ojo en el vértice derecho del pizarrón y verbalizó su conocido aforismo “todo lo dice un observador”. Esa clase quedó como un recuerdo imborrable y señero de las conversaciones que años más tarde volverían a reunirnos.

En la década siguiente tuve otra vez la suerte (o quizá mis intereses académicos me llevaron intuitivamente a esos lugares) de tenerlo como profesor en mis estudios primero de postítulo y luego de postgrado en Chile. Interesado desde el pregrado en la Teoría de Sistemas, me inscribí en un Postítulo de Psicoterapia Sistémica sin saber que Humberto Maturana era el referente epistemológico del programa durante todo el año. Esa experiencia terminó siendo una deriva fundamental para mi trayecto personal y profesional hasta ahora.

Allí entendí la epistemología más allá de los postulados filosóficos basados solo en la deducción y el razonamiento lógico, como actos cognoscitivos con que hacemos las distinciones de nuestros mundos personales con las condicionantes que nos pone nuestro sistema biológico. En un artículo de su autoría en conjunto con dos psicólogos, (The bringing forth of pathology) encontré por primera vez una concepción profundamente relacional y por lo mismo, mucho más humana que aquellas nociones tradicionales de la psicología individual y la psiquiatría clásica acerca de “la patología”. Con una de sus publicaciones individuales (Ontología del conversar) adquirí real conciencia por primera vez del potencial inconmensurable de los diálogos humanos a partir de la relación dialéctica profunda entre el lenguaje y las emociones.

Gracias a la formación de ese período y la tutoría del profesor Maturana tomé una inesperada bifurcación en mi camino formativo y terminé asomándome a la Epistemología Cibernética de segundo orden; mis compañeros de estudios de ese programa me vieron tan entusiasmado con esa nueva perspectiva, que en el simpático anuario de esa promoción escribieron que yo estaba en vías de fundar la Cibernética de tercer orden, predicción que ciertamente no se cumplió, pero para mí constituye un registro anecdótico de la importancia que ese tiempo tuvo en mi trayecto vital.

Se iniciaba 1990 con la recuperación formal de la democracia en el horizonte y se me pidió organizar la Escuela de Verano de la Universidad de Valparaíso en ese año particularmente significativo, para recuperar la tradición que la Universidad de Chile-Sede Valparaíso había establecido antes de la dictadura. Me pareció que el doctor Humberto Maturana era el indicado para dar la conferencia inaugural. Sin ser un perseguido político, sí había sido un paria en ese oscuro período y se había manifestado siempre con claridad como un disidente al régimen. Cuando lo invité, excepto ofrecerle el traslado de ida y vuelta a Santiago, no hablamos de honorarios y él nunca preguntó. Estando ya en Valparaíso tuve que tocar el tema y me respondió escuetamente: “Lo mejor que puedas conseguir para mí siendo leal con tu Universidad, estará bien.” De camino al acto inaugural

hice un comentario sobre los tiempos esperanzadores, pero también difíciles que nos tocaba comenzar a vivir; otra vez recibí una breve, pero contundente respuesta: “Para mí, no lo será tanto, ya cumplí 60 años y me siento con más libertad que nunca para decir lo que pienso.”

Ciertamente su conferencia no fue “política”, pero puso en el centro de su exposición la importancia de entender que la humanidad de cada cual está contenida en los otros y que se deshumaniza a sí mismo quien daña en cualquiera forma a otro ser humano. Sentí orgullo de connacional cuando cuatro años después de esa ceremonia en las postrimerías de la dictadura chilena, un hombre de la estatura moral de Nelson Mandela usó la misma idea y palabras similares a las de nuestro compatriota para simbolizar discursivamente el término de cuarenta años del apartheid en Sudáfrica.

Hasta antes de ese evento, mi relación con el doctor Maturana había sido de profesor-alumno, pero posterior a ese encuentro me animé a pedirle que tuviésemos algunas conversaciones esta vez como “académicos” (hechas por cierto las diferencias entre él y yo) para comprender mejor cómo sus planteamientos desde la biología, se conectaban con la psicología, mi matriz disciplinaria. Y allí se expresó toda la dimensión de su generosidad enunciada en el inicio de este escrito.

Junto a un colega que entusiasmé para acompañarme en la aventura, entre 1990 y 1994 nos recibió en numerosas oportunidades en su laboratorio de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile; ese en que uno anunciaba su llegada tirando un largo cordel que hacía sonar una campana unos metros adentro. Coordinábamos nuestras visitas de una vez para la siguiente, a veces por teléfono o con recados a través

de su ayudante del laboratorio. Nunca incumplió una cita o nos hizo esperar por demoras suyas y jamás se mostró ansioso o apurado por terminar nuestros encuentros; por el contrario, nos dedicó horas de generoso diálogo a cambio de nada que no fueran nuestras interrogantes y reflexiones compartidas. Tiempo después, afortunadamente una de mis estudiantes quiso escuchar y transcribir esas conversaciones cuyos textos aún conservo. Parece haber llegado el momento de sacarlos a la luz y publicarlos como un pequeño homenaje póstumo a su legado de conocimiento y generosidad. Es importante contextualizar que las ideas de

Maturana ya estaban en ciernes a finales de los años 50. Coloquialmente nos contó que el experimento que dio origen al célebre artículo What´s the frog´s eye tells to the frog´s brain (1959) fue en su origen un “estupendo fracaso” porque las correlaciones que intentaban encontrar daban valor 0, es decir, había ausencia absoluta de relación entre las variables que estaban considerando. Se creyó entonces que el problema estaba en el diseño del experimento y se lo cambió varias veces, pero el resultado seguía siendo correlación nula, pues se mantenía el supuesto que la actividad-estímulo (“externa”) cuya correlación se quería establecer con la actividad sensorial (“interna”) era independiente de esta última y constituía un “simple insumo” de información que “ingresaba” al sistema nervioso, que este recibía y procesaba como tal. Fue entonces cuando Maturana propuso que quizás el diseño no era el error, sino el principio o supuesto básico del cual se estaba partiendo y sobre el cual se había construido todo el experimento; cuando el estudio se reformuló con esa consideración, aparecieron correlaciones entre actividades internas que mostraron la “clausura operacional” del sistema nervioso y dieron los primeros indicios que este era “perturbable”, pero no “informable” desde el exterior.

Nos confidenció entonces que cuando comenzó a vislumbrar aquello, no solo lo vivenció con la emoción de un descubrimiento significativo, sino también con cierta angustia y temor de estar enloqueciendo, porque ver cosas que los demás no ven -nos dijo- no debe ser muy distinto de entrar en un proceso psicótico. Al momento de esas conversaciones, más de 30 años después, él consideraba que ese había sido hasta entonces, el único brote de “real inspiración” en su vida.

En mediados de los 90 y habiendo terminado ya el período más frecuente e intenso de nuestras conversaciones, mis intereses académicos se movieron con claridad hacia la comunicación como proceso fundamental del vivir cotidiano de las personas y sus trayectorias vitales, así como de la construcción de los sistemas sociales, políticos y culturales en que dichas

vidas transcurren. El Magíster en Comunicación Social de la Universidad de Chile fue mi siguiente estación de perfeccionamiento. Vuelta al Alma Mater y otra vez Humberto Maturana, profesor invitado que vuelve a frotar la lámpara de Aladino ante nuestros ojos y nos hace ver que en los seres humanos el concepto de in-formación (formación interna) es erróneo. La clausura operacional de los seres vivos tiene base biológica, pero en los seres humanos sus implicancias son también psicológicas; las personas reciben estímulos de muy distinta naturaleza a través de su sistema nervioso, entre ellos, mensajes de diversa índole, pero no son simples receptores pasivos a los que se les introducen o instalan dichos estímulos; por el contrario, siguiendo la terminología de Maturana, esos mensajes “perturban” en distintos grados y de distintas maneras a individuos esencialmente activos que responden determinados (no pre-determinados) no solo por su estructura biológica, sino también por su historia vital y sus condicionantes socio-culturales particulares. La relativa homogeneidad de las respuestas colectivas genera la ilusión que los estímulos externos o mensajes fueran los determinantes (o causantes) de dichas respuestas comunes hace emerger esa vivencia de “realidad objetiva externa, independiente del observador”, en circunstancias que es la mancomunidad lingüística y cultural la que constituye ese efecto mayoritario (no único ni exclusivo) en “figura” y al mismo tiempo diluye como “fondo” todas aquellas formas de respuestas diferentes mediante las cuales se manifiesta la condición particular de cada ser humano y sus distintas visiones de mundo.

Los procesos comunicativos se volvieron cada vez más cautivantes para mí, al punto que cuando en 1995 quise realizar estudios de doctorado en los Estados Unidos, opté por un Departamento de Comunicación y no por un Departamento de Psicología. El año anterior, Humberto Maturana había sido reconocido como Premio Nacional de Ciencias y yo no le había visto después de ese reconocimiento; solo lo había llamado por teléfono un par de veces para contarle mi intención de partir al doctorado y tener su consejo y apoyo. Lo volví a ver el día que escribió su carta de recomendación para mi postulación a la Beca Fulbright y tanto el abrazo de saludo como el de despedida fueron distintos. El primero, por mi emoción de abrazar a un “premio nacional” y no a cualquiera, sino a él con todo lo que yo sentía por su persona. El segundo, porque su apretón fue más fuerte y tomándome los hombros me dijo: “Estoy seguro que ganarás la beca y cuando estés allá, usa tus chistes, tu buen humor con los gringos; te abrirá tantas puertas como tu perseverancia”.

Efectivamente, obtuve la beca Fullbright y en marzo de 1996 partí por tres años a la principal sede de la State University of New York en la ciudad de Buffalo. Suelo contar anecdóticamente que mientras estuve en ese país, al menos en el ámbito académico, solo cuatro chilenos entraban en las conversaciones de los estadounidenses cuando decía mi nacionalidad: Pinochet, Pablo Neruda, Chino Ríos (estaba en su auge y en 1998 fue Top One) y… Humberto Maturana.

Para mi alegría (y orgullo) cuando Joseph Woelfel, prestigioso investigador en comunicación y gran mentor durante mis estudios en USA, me recibió como estudiante extranjero sabiendo que era chileno, una de las primeras cosas que comentó fue: “El Dr. Humberto Maturana, es -para mí- el científico más lúcido que he leído”. Me sorprendió escuchar aquello y probablemente con mi todavía rústico inglés de ese momento no terminé de entender el alcance de sus palabras. Con el correr de los meses y el estudio de los trabajos del Dr. Woelfel, entendí claramente por qué había dicho aquello y donde convergían sus pensamientos. Siendo él un notable científico (sociólogo y depurado matemático), que a inicios de los 80 ya había creado un software propio basado en redes neuronales para estudiar las actitudes y creencias humanas (Galileo System), no tenía la más mínima pretensión de objetividad respecto de su quehacer; por el contrario desestimaba cualquier esa línea de argumentación de forma simple y categórica.

Su visión de la actividad científica ponía en el centro la importancia de observar teniendo siempre la prevención de ser un observador participante que puede terminar viendo lo que quiere ver, que es lo mismo -decía- que tener la respuesta antes de investigar, con lo cual la investigación pierde todo sentido. Para Woelfel, lo que la ciencia hace no es decirle a usted lo que es realmente el mundo, sino desarrollar formas de hacer visible lo que antes era invisible, hacerlo más precisamente articulado para que lo ya visible sea aún más visible y posibilitar la comunicación de esas observaciones de un modo más preciso o menos ambiguo de un observador a otro, creando marcos de referencia compartidos.

Imposible que estas ideas no resonaran profundamente en mí y no “trajeran a la mano” (como gustaba

“DE ESA PRIMERA EXPOSICIÓN, SÓLO RECUERDO HABER ENTENDIDO -MÁS BIEN INTUITIVAMENTE- UN PAR DE IDEAS QUE CON LOS AÑOS ME DI CUENTA ERAN CRUCIALES PARA ENTENDER SUS POSTULADOS Y QUE MARCARON PARA SIEMPRE MI VIDA ACADÉMICA Y PERSONAL: 1) QUE LOS SERES HUMANOS SOMOS ‘ESTRUCTURALMENTE DETERMINADOS’, Y 2) QUE NUESTRA CONDICIÓN BIOLÓGICA ‘NO PERMITE DISTINGUIR LA ILUSIÓN DE LA PERCEPCIÓN’”

decir Maturana) nuestras conversaciones en su laboratorio. Más de alguna vez nos mostró allí que la ciencia y las teorías científicas no prueban ni validan verdades trascendentes, sino que solo muestran coherencias operacionales recurrentes, esto es, fenómenos que bajo ciertas condiciones, se observan en forma sistemática. Y no solo eso; también nos hizo ver que en ausencia de esa claridad se corre el riesgo de creer que el conocimiento se puede usar por algunos para manipular o someter a otros, con la pretensión que los primeros saben lo que es correcto y los segundos lo ignoran, concepción que está en la raíz de todo sistema opresor. De vuelta en Chile, a inicios del nuevo milenio, lo alcancé a visitar solo una vez más antes que se jubilara de la Universidad de Chile, y ya se dedicaba entonces al desarrollo del Instituto Matríztico que fundó en esos años. Creo que fue durante 2005, en la mañana de un día cualquiera me enteré que un grupo de estudiantes de la Escuela de Psicología lo había invitado y estaba dando una charla un piso más abajo de mi oficina en ese mismo momento. Lo esperé al término de su presentación y al salir rodeado de mucha gente me abrazó al verme y me dijo al oído “…hasta que hubo Escuela propia”. Se refería a nuestras nuevas instalaciones, pero al mismo tiempo -creo- a la entidad que él también había ayudado a forjar hacía dos décadas. No hubo tiempo ni espacio para más palabras. Me pareció el mismo hombre sencillo y afable que yo conocía, pero ahora también un “personaje” al que otras personas ya no le permitían la generosidad de otrora con sus tiempos. Fue la última vez que lo vi. Buen viaje, Humberto.

This article is from: